mdC
|
pequeño (250x250 max)
mediano (500x500 max)
grande
Extra Large
grande ( > 500x500)
Alta resolución
|
|
ARTÍCULODSE TEMA HISTÓRICO La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria a mediados del siglo XIX DOMINGFEOR NÁNDEZA GIS Centro Asociado de la UNED de Las Palmas «Mi peor enemigo es quien más me teme, y es de él de quien más ten-go que guardarme. )) (BARUCSHP INOZTAr:a tado político) Como la totalidad es por su propia naturaleza inabarcable, nuestro ámbito de reflexión se centra, en estas páginas, en los mecanismos de san-ción social y las correlativas formas de marginalidad que existían en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria a mediados del siglo XIX. Escoger ese lugar físico y ese período histórico obedece, en primer término, a fac-tores meramente circunstanciales. En todo caso, el contexto insular y los elementos configuradores de un ámbito específico derivados de la lejanía de la Península, convierten a la isla en aquellos años en un interesante es-pacio sobre el que focalizar un estudio de esta naturaleza. Pero hay que añadir que la elección, responde también al interés que por sí misma tie-ne una etapa en la que las condiciones de vida en la ciudad Las Palmas y, en general en toda la isla de Gran Canaria, se endurecieron merced al ne-gativo influjo de distintas calamidades. Algunas de éstas tenían origen na-tural, mientras que otras poseían raíces más lejanas en el tiempo. Con la concurrencia de unas y otras, las condiciones de vida de los menos favo-recidos acabaron agravándose. Se añaden a todo ello las consecuencias de la culminación de un prolongado declive promovido por factores políticos y administrativos, que afectó a toda la economía y la vida política insular Boletín Millares Cado, núm. 17. Centro Asociado UNED. Las Palmas de Gran Canaria, 1998 12 Domingo Femández Agis y al que no empezará a ponerse remedio hasta 1927, fecha en la que un Decreto del Dictador Primo de Rivera establece la división de Canarias en dos Provincias, con sus capitales respectivas en Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria. No deben entenderse estas palabras como un alegato justificatorio del famoso pleito insular, pues no son otra cosa que la constatación pura y simple de unos hechos de los que sólo farisaicamente se puede hacer abs-tracción. Hoy la situación es muy otra y, si se me permite hacer un juicio de valor, la persistencia del mencionado pleito tan sólo tiene aspectos ne-gativos para el conjunto de la sociedad canaria. En este contexto, creo que la ruptura de la unidad regional que algunos insularistas exaltados pro-pugnan tendría unos efectos desastrosos para Canarias, y esto no sólo des-de la perspectiva económica. Pero volviendo a nuestro asunto, hemos de recordar que el estudio de las formas de corrección pública, así como los castigos y penas impuestos a los infractores de las normas son una vía de penetración interesante en el conocimiento de las miserias reales y también, por qué no decirlo, de los fantasmas presentidos y temidos por los habitantes del territorio insu-lar durante aquellos años. En las épocas difíciles los hombres sacan a flo-te lo mejor y lo peor de ellos mismos, así ocurrió sin duda en la ciudad de Las Palmas y en toda la isla de Gran Canaria a lo largo de esos problemá-ticos años. La manera como se ven a sí mismos los que se consideran y son con-siderados normales, los ciudadanos honrados, se hace patente por el mo-do en que excluyen a quienes en su conducta divergen de las pautas de ac-ción estimadas correctas por la generalidad de la población. De ahí, como nos enseñó Michel Foucault, el interés que tiene estudiar la vida de los menesterosos, los miserables o la de aquellos que son recluidos, para ha-cer su desgracia aún mayor, en tenebrosos lugares de castigo y corrección. El conocimiento de esas vidas, que nadie consideraría ejemplares, nos permite contemplar a una sociedad y a una época desde otros puntos de vista. Intentando cumplir con este objetivo, las fuentes de información que para redactar las presentes páginas se han manejado son ciertamente de lo más variopinto, y en su heterogeneidad van desde los textos legales e históricos, a los documentos de distinta índole referidos a casos concretos y situaciones personales padecidas por un buen número de individuos, de los que, a buen seguro, la gente de orden no guarda memoria. Así, por re-ferirnos ya en concreto al contenido de alguno de esos materiales, cuan-do la necesidad de construir una nueva prisión en la ciudad, que haga las veces de «Depósito municipal, Cárcel de Audiencia y Presidio Correccio-n a l ~i,m pele a realizar un estudio sobre la población reclusa durante el pe- La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 13 nodo que va de 1850 a 1861, los datos recogidos resultan, en algunos ex-tremos, muy llamativos. Por ejemplo, puede apreciarse que durante ese tiempo el número de mujeres sometidas a arresto en el Depósito Municipal es notablemente su-perior al de hombres. Veamos las cifras: Año Hombres Mujeres Además de las peculiares fluctuaciones en el número global de arres-tados por año, a las que habrá que buscar alguna explicación plausible, es-tos datos nos dan para el mencionado período, un 40% de hombres arres-tados por la Guardia Municipal, frente a un 60% de mujeres. Habría que preguntarse, pues, por las razones de esta significativa dis-paridad. {Es la situación social, proporcionalmente más difícil, de la mu-jer la que le lleva, en los casos extremos, a enfrentarse con unas normas de vida que estrangulaban aún más si cabe sus escasas posibilidades de supervivencia fuera de la tutela directa de un padre, un hermano o un es-poso? Es difícil aventurar alguna respuesta a este interrogante. En todo 14 Domingo Fernández Agis caso, lo que sigue nos puede ayudar a formarnos una idea más precisa de las posibles causas de ese hecho. Analizando esos mismos documentos aparece otro dato llamativo, ya que el número de los consignados en el apartado de Distinguidos y Presos Políticos, donde no se especifica sexo ni edad, fue solamente de una per-sona durante todos esos años, detenido en 1859. Esto es doblemente lla-mativo por ser ese un período de profundas tensiones en la vida política en todo el Estado. Las razones que explican la escasa medida en que las conflictivas situaciones por las que atravesó el país repercutieron en el nú-mero de detenidos por motivos políticos son difíciles de determinar, si bien también trataremos más adelante de arrojar alguna luz sobre este in-teresante aspecto. En lo que sí se pone de manifiesto un asentimiento generalizado es en la forma en que se ha de aislar a estos individuos del resto de la sociedad. En este sentido, parece claro que, tal como ocurre por aquel entonces en el resto de Europa, tampoco en nuestro país hay nadie que ponga en du-da la utilidad social de las prisiones. ((¿Cómo podría -nos dirá Fou-cault- dejar de ser la prisión la pena por excelencia en una sociedad en que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma manera y al cual está apegado cada uno por un sentimiento universal y constante? Su pérdida tiene, pues, el mismo precio para todos; mejor que la multa, la prisión es el castigo igualitario. Claridad en cierto modo jurídica de la va-riable del tiempo. Hay una forma-salario de la prisión que constituye, en las sociedades industriales, su evidencia económica. Y le permite como una reparación)) l. En todo caso, en agosto de 1864, cuando ya se ha elegido emplaza-miento y la aprobación definitiva del proyecto es inminente, los datos so-bre el promedio de población reclusa en la ciudad que ofrece la Alcaldía son estos: Depósito 26 - - Cárcel Presidio l FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, ed. cit. p. 234. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 15 En resumen, se trataba de construir un nuevo centro penitenciario pa-ra acoger a esta población reclusa, cuyo promedio se había establecido en torno a los 179 individuos. No podía considerarse, por tanto, un proyecto de desmesurada envergadura, a pesar de lo cual, tanto la construcción co-mo el mantenimiento de la cárcel una vez en funcionamiento eran consi-derados como gravosos en exceso para la economía insular. A este respecto, una fuente interesante de información nos la propor-cionan los oficios, requerimientos y diferentes comunicaciones cruzadas entre las autoridades provinciales y las locales, con objeto de resolver al-guno de los problemas, innumerables aunque rara vez graves, que a pro-pósito del orden público o de la corrección de los desmanes se iban pro-duciendo. En esta línea, es muy interesante el requerimiento al Alcalde de la ciudad en 1861, por parte de D. Diego Vázquez, desde la Jefatura del Gobierno de la provincia de Canarias con sede en Santa Cruz de Tenerife, en concreto el 15 de noviembre de 186 1, en el que se pide que en cumpli-miento de lo dispuesto por el Ministro de la Gobernación se le remita ur-gentemente un inventario de los enseres que existen en la Prisión de la ciudad, de su estado de conservación y de los que necesitarían para aten-der a las necesidades de la población reclusa. Se produce tal requeri-miento porque se había librado la cantidad de 20 millones de reales para mejorar las precarias condiciones de subsistencia de todos los presos del Reino, en particular de los presos pobres, atendiendo así, tal como se en-carga de recordar el Gobernador, al cumplimiento del principio de igual-dad ante la ley. Entre otras cosas, esto indica que los presos con medios económicos suficientes podían introducir algunos enseres en la cárcel, pa-ra su uso personal, así como los alimentos que a diario consumían. En el citado escrito, se pide también un informe acerca de la ad-ministración del dinero que los pueblos aportan para el socorro de los presos pobres y del tipo de trabajo en el que se ocupa a la población re-clusa. En el inventario remitido por el Alcalde se hace constar que el mobi-liario de los habitáculos donde permanecen los reclusos consta de dos lar-gos entarimados de madera donde éstos han de dormir, pues no se les ha podido proporcionar camas, «dos vasos de madera para deponer la basu-ra en los calabozos)) y «otros dos, también de madera para depositar agua)). Excepto los que estaban recluidos en calabozos por su peligrosidad o por haber cometido alguna falta, los presos se distribuían en dos estan-cias, una para hombres y otra para mujeres, y compartían a la hora de dormir esos entarimados, sin disponer por tanto de las más mínima inti-midad. Conocido el inventario de enseres de la Prisión, el Alcalde de la ciudad solicita que se le envíen 20 catres con sus correspondientes sábanas y 16 Domingo Fernández Agis mantas, bancos, mesas, barrenos, toallas, manteles, etc, ..., es decir, prác-ticamente de todo, pues de casi todo se carecía. Manifiesta también que «el socorro diario se verifica entregándose en mano de cada preso los cuarenta y ocho reales que para su alimento es-tán señalados, y con los que los mismos presos se proporcionan el que más les acomoda, por medio del mozo de llaves del establecimiento bajo la inspección del Alcaide». Se dice allí asimismo que no realizan los presos trabajo alguno, fuera de la limpieza de las estancias de la Prisión, que desempeñan los presos socorridos como pobres. Es notorio que las diferencias de extracción so-cial y situación económica seguían manteniéndose con fuerza en el inte-rior de la prisión. El Estado, en su esfuerzo por aplicar por igual las leyes a todos los ciudadanos, chocaba, además de con sus propias limitaciones económicas, con la inercia y las miserias de un país que se resistía a en-trar en la modernidad. En el mismo documento se alude, finalmente, y aunque de modo su-mario por ser estos extremos suficientemente conocidos ya por el Gober-nador merced a anteriores informes, al mal estado de la Cárcel y a la ne-cesidad de construir otra nueva. Por los informes de visitas de autoridades a la prisión sabemos que el estado de ésta era, realmente deplorable, in-cluso tomando como punto de referencia las difíciles condiciones de vida de gran parte de la población de la época. Como ha enseñado Foucault, es precisamente en el siglo XIX cuando, al amparo de la ideología de la humanización de las penas, surge la insti-tución de la Prisión que se caracteriza por una ostensible voluntad de mo-delar las conductas y reformar las conciencias, tal y como fue concebida por el orden burgués. España, tan diferente en otros aspectos, no lo es tan-to en este, salvo por el hecho de que a veces la situación económica del pa-ís impide que las reformas concebidas por los penalistas se vean plasma-das en transformaciones efectivas de la realidad penitenciaria. En todo caso, y esto es lo que ocurre también en la ciudad de Las Palmas, la cons-trucción de instituciones carcelarias, concebidas según el nuevo modelo, se impulsa durante la segunda mitad del siglo XIX. Como venimos di-ciendo, este período es el que centra nuestra atención, no sólo por las ra-zones antes apuntadas, sino también por el gran número de las transfor-maciones que durante él se producen. Para un teórico de la evolución de las formas de penalidad como es Foucault, «la prisión, pieza esencial en el arsenal punitivo, marca segura-mente un momento importante en la historia de la justicia penal: su ac-ceso a la 'humanidad'. Pero también un momento importante en la histo-ria de esos mecanismos disciplinarios que el nuevo poder de clase estaba desarrollando: aquel en que colonizan la institución judicial. En el viraje La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 17 de los dos siglos, una nueva legislación define el poder de castigar como una función general de la sociedad que se ejerce de la misma manera so-bre todos sus miembros, y en la que cada uno de ellos está igualmente re-presentado; pero al hacer de la detención la pena por excelencia, esa nue-va legislación introduce procedimientos de dominación característicos de un tipo particular de poderd. En España, desde el punto de vista jurídico, el período en el que he-mos centrado nuestra atención está inscrito en la etapa denominada por los historiadores del Derecho «sistema jurídico constitucional», que se ini-cia en 1812. En él «se concibe el Derecho como un conjunto de normas vinculantes derivadas de un precepto, único o múltiple, que encierra los principios básicos del sistema determinados por el propio pueblo me-diante sus representaciones legítimad. Será de esos preceptos de donde habrán de extraerse todas las demás leyes y normas para el funciona-miento del Estado y el control de la población en general. Se entiende, en consecuencia, que los mencionados preceptos fundamentales habrán de estar recogidos en la Constitución. Pero la sucesión de estas a lo largo del siglo muestra la realidad viva en este período de una tensión subyacente entre los intentos de pervivencia de los principios del Antiguo Régimen y los impulsos renovadores surgidos al amparo de las nuevas ideas. Las mencionadas tensiones tendrán sus correspondientes reflejos en los ám-bitos del Derecho Penal y el Derecho Procesal. En el primer caso, hay que señalar que tras el Código Penal de 1822, que apenas tuvo vigencia, se lle-gó en 1848 a un nuevo Código, complementario de la Constitución de 1845, que se mantuvo en vigor hasta la aparición del Código Penal de 1870, que a su vez fue concebido como un complemento de la Constitu-ción de 1869. Este último ha sido el de más larga vigencia, siguiendo en uso bajo la Constitución de 1876 y, como afirma Pérez Prendes, ((prácti-camente se le respetó como eje al que no afectaron sustantivamente re-formas posteriores, e incluso fue puesto de nuevo en vigor (193 1) después de haber sido formalmente derogado por revisiones y refundiciones que en rigor le repetían, casi literalmente (Código Penal de 1932), o en gran medida (texto refundido de 1844)~~. Desde la perspectiva del Derecho Procesal, también es esta una etapa de grandes cambios, cuyos hitos esenciales están marcados por la apari-ción en 1835 del Reglamento Provisional para la Administración de Justi-cia, la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855 y las hyes de Enjuiciamiento Civil, de 1881 y Penal, de 1882. FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, ed. cit. p. 233. 3 PÉREZP RENDEJS. ,M .: Curso de Historia del Derecho Español, ed. cit., vol. 1, p. 910. 4 PÉREZP RENDEJS. , M.: op. cit., pp. 919-920. 18 Domingo Femández Agis Todas estas transformaciones en el ordenamiento jurídico repercutie-ron, como es obvio, en la marcha de los procesos, sin embargo, según to-dos los indicios, sus repercusiones en la mejora de las condiciones de vi-da de la población reclusa fueron poco o nada apreciables. En todo caso, la situación de los presos siguió siendo aquí, a lo largo de todo el período, muy difícil, casi insostenible en algunos momentos a juzgar por los docu-mentos que se conservan. Por otra parte, hay que señalar que el ideal de institución penitencia-ria, tal como fuera concebido por Jeremy Bentham, no llegó nunca a ma-terializarse. Como sabemos, el Panóptico consiste en una edificación que se despliega en torno a una torre central, desde la que es posible vigilar de forma continua la actividad de los reclusos, sin que ellos sepan en qué mo-mento concreto están siendo observados. Esta vigilancia va del centro a la periferia, pero siempre dentro de los límites del edificio. El hecho de que se abandonara pronto ese ideal y que la arquitectura de las prisiones aca-bara expresando de forma contundente, más que la voluntad de reforma de los allí recluidos, el deseo de evitar las fugas o cualquier contacto no normalizado con el exterior, ha continuado acentuándose y se expresa aún con más claridad en el modelo arquitectónico que suele emplearse en las prisiones actuales. Por encima de la vigilancia interna, se busca el aislamiento externo de estas bolsas de delincuencia, como antes del surgimiento de la prisión se hacía con los leprosos a los que, como no se les podía curar de su mal, se les aislaba del resto de la sociedad, confinándolos en los lugares prepara-dos a tales efectos. La sociedad se protege, pero parece haber renunciado hace tiempo a ejercer una terapia sobre los condenados. Una vez aislado el mal, se desentiende de su hipotética redención. Hoy la situación ha experimentado marcados cambios. En concreto, para la vigilancia interna se dispone de los terapeutas sociales y de ojos y oídos electrónicos, pero todavía cabe preguntarse si todos estos elemen-tos persiguen la reforma del condenado, o sólo completar el conocimien-to que el poder tiene sobre el delincuente, para sellar mediante tal saber las fisuras que siempre pueden quebrar un aislamiento que se considera terapéutico y necesario, pero no para la reeducación del delincuente, sino para la protección del resto de la sociedad. En la etapa que estamos tomando en consideración, para cuidar de las buenas costumbres, era común el nombramiento de Celadores en cada uno de los barrios de la ciudad. Entre las obligaciones primordiales con- La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 19 traídas por estos, se contaba la de permanecer atentos al proceder de aquellas personas «de antecedentes sospechosos y mal vivirn5. Los Celadores de Barrio habían de informar a la Alcaldía de todo cuanto de anormal pudiera suceder en su zona. Se nombraba para tal me-nester a un individuo cuya conducta fuera considerada intachable, y para ello el Alcalde solía pedir la opinión de los notables del lugar, quienes le informaban de la persona o personas a quienes consideraban las más ade-cuadas para el desempeño de esa función que, por lo demás, no exigía de aquel en quien el nombramiento recaía el abandono de sus tareas habi-tuales, ni un cambio significativo en su modo de vida. Se le pedía, tan só-lo, que vigilara y estuviese atento, informando de todo cuanto le produje-ra inquietud o sospecha. Convertido en una especie de conciencia pública de la comunidad en que habita, el Celador de Barrio permanece atento, dispuesto a tomar buena nota de cuanto pueda escandalizarle, convencido de que aquello que le escandaliza a él reúne motivos suficientes para producir el estupor general, y merece consiguientemente ser reprimido. Así que, el Celador in-forma a sus superiores y desconfía, por principio, de todo aquél que no se ajusta a las normas. Su mirada contribuye a crear la marginalidad; reclu-ye la vida de los miserables en la cárcel que ha creado en su mente para encerrar el desorden, pero no puede hacer nada por atacar la raíz de los peligros que le inquietan. Podemos ver, a través de un ejemplo, el tipo de sucesos en los que los Celadores intervenían. En 1864, se condena a pagar 50 reales de vellón a Catalina Mayor por escándalo e injurias. El suceso que originó esta mul-ta se produjo cuando Catalina salió en defensa de dos de sus hijos, que eran reprendidos por el cura del barrio después de que aquellos hubieran apedreado -según la versión del cura-, junto a otros chavales, a un in-dividuo que estaba tendido en el suelo atacado de un dolor de estómago, y a quien el cura describe como «un pobre majorero»6. Entre los insultos que, en aquél trance, Catalina dirige al sacerdote están los de "ladrón", "borracho", "que roba a los monaguillos para pagar a las putas", etc. Pero no es sólo a través de la figura del Celador como el consistorio in-terviene en la moral pública. Un ejemplo esclarecedor nos lo ofrece en 1865 la petición que una ciudadana, Eusebia Mana Rodnguez, dirige a la Alcaldía, para que se obligue a su marido, que la ha abandonado, a aten- = Año 1861, Alcaldía Constitucional de Las Palmas, «Expediente sobre el nombra-miento de un comisionado que vigile a algunos vecinos de conducta sospechosa que viven en el Barrio de San Juan, y corrija los abusos que se cometen en aquel punto con infrac-ción de las reglas del Bando del buen gobierno». Sección Orden Público, n." 11. Natural de la isla de Fuerteventura. 20 Domingo Fernández Agis der de nuevo sus obligaciones como tal. Hacía cinco meses que su esposo la había dejado, no llegando a conocer siquiera al último de sus hijos, del que Eusebia estaba embarazada cuando su marido se marchó. Entre tan-to, realizando pesquisas por su cuenta, había llegado a saber que su ma-rido se encontraba en Santa Cruz de Tenerife, viviendo con Mana Toledo Tacoronte, natural de la isla de La Palma, como también lo era el propio Antonio Castro, el marido infiel. En respuesta, el Alcalde de Las Palmas dirige un Oficio al de Santa Cruz de Tenerife, pidiéndole que «si lo tiene a bien, se sirva de averiguar por los dependientes de su autoridad, si es cierto que Antonio de Castro, vecino y casado en esta vecindad, se halla allí amancebado, y en tal caso remitirle, mediante tener aquí abandonados su mujer é hijos)). El Alcalde tenía entonces poder para hacer que se detuviera al marido infiel y obligarlo a volver junto a su esposa, pero pretende obtener la ma-yor información que le sea posible antes de tomar una decisión. Otro ejemplo de la diversidad de sus atribuciones en este proceloso ámbito nos lo ofrece el siguiente caso. El 15 de julio de 1868, José María Gil, a quien se describe como «ciego y pobre vergonzante», presenta una denuncia contra la prostituta Agustina Santana, a la que acusa de haber seducido a uno de sus hijos provocándole la enfermedad causante de su muerte y de tratar ahora de seducir al otro. El Alcalde da instrucciones pa-ra que se compruebe si la citada prostituta padece la sífilis y si son cier-tos los demás extremos manifestados por José Mana Gil. El Director del Hospital de la Beneficencia, consultado a propósito de tal asunto por el Alcalde, responde que ha revisado «el libro de movimien-tos de enfermos del Hospital de San Martín, desde 1862 hasta fin de junio del corriente año, y sólo he encontrado una Agustina Santana, sirvienta de unos 30 años de edad, que ingresó en dicho establecimiento el 29 de junio de 1867 y salió el 30 de julio del mismo año, curada de una disenteria)). El dueño de la casa donde servía como criado el joven fallecido, con-sultado también por el Alcalde, responde a éste que «mientras Feliciano Gil estuvo de sirviente en mi casa no me refirió que hubiese contraído afectos venéreos, y que en los pocos días que permaneció en el Hospital de San Martín tampoco observé síntomas caractensticos de sífilis, sino de una tisis pulmonar en su último penodo». En consecuencia, el Alcalde dejará al ciego abandonado a su oscuri-dad y sus penas. Sin embargo, podemos considerar que es de sobra elo-cuente y llamativa esta somera ilustración de sus poderes en materia de moralidad. A juzgar por los documentos conservados, se entiende en la época como algo fuera de toda discusión, que el Alcalde tiene una gran responsabilidad en la tarea de conseguir que los ciudadanos lleven una vi-da acorde con las pautas de moralidad establecidas. ik mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... DEL CONDUCIRSE ADECUADAMENTE A pesar de sus conocidos defectos, la prisión sigue estando asociada en la conciencia pública a la idea de procedimiento ideal de castigo. En consecuencia, es posible preguntarse las razones de este general asenti-miento, cuando es tan manifiesta su ineficacia a la hora de alcanzar los fi-nes que con ella se persiguen. Foucault sostiene que, a pesar de que son conocidos ((todos los inconvenientes de la prisión, y que es peligrosa cuan-do no es inútil)). No parece que la sociedad se encuentre dispuesta a pres-cindir de este instrumento punitivo. En efecto, como señala el pensador francés, ((no se ve por qué remplazarla. Es la detestable solución de la que no sabría hacerse la ec~nomía))~. En la época en la que hemos centrado nuestro comentario, a pesar de que el fracaso de esta institución era, si cabe, todavía más evidente que en nuestros días, nadie parecía pensar en su supresión. La tendencia, llevada en precario a la práctica como ya se ha dicho, era reforzar mediante leyes y ordenanzas el carácter punitivo de la prisión. Las iniciativas tendentes a mejorar el conocimiento del delincuente, iban dirigidas en tal sentido. Así, según exige el Decreto de 20 de diciembre de 1843, en su Artículo 2.", «los Alcaldes, Regidores y Procuradores síndicos del Ayuntamiento)) de la ciu-dad donde resida el reo, habían de remitir un Certificado de conducta so-bre éste, en el que hicieran constar: 1. Si su conducta había sido honrada o licenciosa, «relajada o viciosa)). 2. Su profesión u oficio. 3. Si era ((de genio pacífico y conciliador)) o, por el contrario, aincli-nado al hurto, a la embriaguez, a la disipación, al juego, a la blas-femia, a la vagancia, al libertinaje, a los malos tratamientos, etc.» 4. La mota que había merecido en el ejercicio de las armas o milicia nacional)). 5. Si había o no incurrido en castigos o reconvenciones de la justicia. Este Certificado tenía que remitirse a la Prisión, junto al Certificado de Condena, al tiempo que el reo ingresaba en ella. Puede verse, en la uti-lización de este tipo de procedimiefitos, un intento de profundizar en las técnicas disciplinarias8. Intento precado, pero que responde, en todo ca- FOUCAUMLT.: ,V igilar y castigar, ed. cit., p. 234. .El margen por el cual la prisión excede la detención está lleno de hecho por unas técnicas de tipo disciplinario. Y este suplemento disciplinario en relación con lo jurídico es, en suma, lo que se ha llamado lo penitenciario». FOUCAUMLT.: ,V igilar y castigar, ed. cit., p. 251. 22 Domingo Fernández Agis so, a un impulso similar al que en la época caracteriza a la evolución de la penalidad en el resto de Europa. En el extremo opuesto a los sistemas disciplinarios que se aplican en el interior de la prisión hay que situar a aquellos otros que tienden a ase-gurar la normalización del comportamiento de los ciudadanos. En este ni-vel es preciso situar las normas municipales de convivencia. Existe, como es evidente, un sistema sancionador para castigar el incumplimiento de las mencionadas normas. De la manera de proceder de la Alcaldía, para hacer cumplir las nor-mas de convivencia recogidas en el Bando del Buen Gobierno, puede ser-vir de ejemplo este caso, referido a la multa impuesta a D. Pedro Cabrera por infringir varias de las reglas de dicho Bando. Los hechos objeto de de- ", nuncia podrían resumirse así: D E Un Guardia Municipal encuentra corriendo a caballo por la Calle de O Triana, entonces la principal de la ciudad, a Pedro Cabrera y Norberto n-- Quintana. Al pedirles que dejaran de hacerlo, relata el Guardia que «D. m O E Pedro Cabrera, le insultó en la puerta del Café de la Marina, manifes- SE tándole que dijese a D. Antonio López Botas (en aquel entonces Alcalde -E de la Las Palmas) que si hubieran cuatro como él, los uniformes de los municipales irían abajo y que ellos no mantenían a 13 bagantes, que se 3 - lo dijera al Sr. Alcalde y que se cagaba en el alma del municipal y que le - 0 m iba a acechar para clavarle una navaja y vaciarle y otras muchas inso- E lenciasn . O Sigue relatando el Guardia Municipal en su informe que Pedro Ca- n brera «...se bajó del caballo y se puso a orinar vuelto hacia la quisialera de E a-la puerta del café». nl Cuando el Alcalde inicia sus diligencias para sancionar debidamen- n n te al causante de estos desmanes, cita de nuevo al Sargento ante el que 3 había dado parte de lo sucedido el Guardia que se vio envuelto en los O hechos. Le pregunta por los antecedentes que tiene de Pedro Cabrera y el Sargento le dice que, por lo que ha podido averiguar, el tal sujeto sue-le embriagarse y cuando lo hace insulta a todo el mundo y es muy in-solente. Se cita a Norberto Quintana, que aquel día acompañaba al trans-gresor, quien se excusa diciendo que no es verdad que fueran al galope, «pues iba en un caballo de paso y delante en otro Pedro Cabrera a media carrera)). Se busca entonces a otros testigos, que ratifiquen o no lo dicho por el guardia. Uno de ellos corrobora que Pedro Cabrera estaba eorinándose, con todas sus partes descubiertas, en la puerta del Café». El testigo afir-ma que trató de apartarlo, pero que Cabrera le dijo que iba a "mearlo a él e intentó hacerlo". Relata que entonces se apeó Norberto Quintana para La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 2 3 llevarse a Cabrera y éste le dio una bofetada, enzarzándose en una pelea hasta que fueron separados. El Alcalde concluye que los «excesos de Cabrera alteran el orden y la tranquilidad que reinan siempre en el café y en las calles». En conse-cuencia, se le condena por infringir varias de las normas del Bando del Buen Gobierno, a pagar como multa un total de 180 reales de vellón. La pena puede sustituirse por un día de arresto por cada duro de cuantía de la multa, si el encausado fuese declarado insolvente. El Alcalde toma esta resolución el 28 de agosto de 186 1. En junio del mismo año, se había condenado a otro vecino a pagar una multa de 4 reales de vellón por negarse a barrer el trozo de la calle que hay delante del cuarto en el que trabaja. Infracción que hoy nos pare-cerá pintoresca, pero que nos recuerda que la limpieza de la calle corres-pondía a los vecinos que vivían en ella, como también se hacía repercutir sobre ellos cualquier reparación o reforma que hubiera que realizar en la misma. El 3 de marzo de 1861, el padre de D." Mana del Rosario Hennquez, cuyo marido a consecuencia de la bebida ha perdido el juicio y -según dice en la solicitud que dirige al Alcalde-, «apoderado de un cuchillo quiere matar con él a cuantos le rodean, habiendo tenido que abandonar-le dejándolo sólo en su casan, pide que se recluya a su yerno «hasta tanto le calme el furor de la locura)), para evitar que cause cualquier desgracia irreparable. El Alcalde cita entonces a dos doctores para que emitan un dictamen sobre el estado de salud del marido, D. Francisco De Paula Angulo. Finalmente serán tres los doctores que vayan a la casa del presunto demente, junto con un secretario que levantará acta de su dictamen. Los médicos coinciden en que padece una monomanía producida por el ex-cesivo consumo de alcohol y la deficiente alimentación. Creen que, «el mencionado enfermo puede tener algunos accesos más o menos inten-sos de furia», aunque piensan que atendiendo a la causa de su demen-cia y dado el estado en que se encuentra el enfermo, debe tratársele con benevolencia y no como a un verdadero loco furioso, aunque sí reco-miendan que esté en todo momento vigilado por personas que puedan contenerlo en caso de padecer un nuevo ataque de furia y que, de igual forma, ha de impedírsele «llegar a cualquier instrumento o arma peli-grosa ». Tras este dictamen, del que se desprende que los doctores no conside-ran que el marido padezca un grado de demencia tal que deba ser ence-rrado en una institución, será la esposa la que se dirija, algún tiempo des-pués, de nuevo al Alcalde haciéndole saber que han hecho todo cuanto éste dispuso y que «no se ha obtenido el resultado que se deseaba; porque 24 Domingo Femández Agis ni es posible privarle del uso de los licores, causa principal del mal estado de su cabeza, ni proporcionar uno o dos hombres que constantemente le estén vigilando". Afirma además que sigue propinando palizas y malos tratos a ella y a sus hijos, y termina pidiendo que se tomen las medidas pertinentes. Lo que parece referirse, dicho en otras palabras, al encierro del paciente en una institución para enfermos mentales. Ante esta nueva petición, el Alcalde dispone que el demente sea ence-rrado ((preventivamente))e n el Depósito Municipal y que vayan allí a ver-lo de nuevo los mismos doctores que lo reconocieron antes para que así puedan emitir un nuevo dictamen. Tras una nueva visita, los médicos in-sisten en que «el Angulo es demente por causas accidentales y que evitán-dole el abuso de las bebidas alcohólicas es muy probable y casi seguro que se restituya al uso completo de su razón, pero que sin embargo habiendo llegado los acontecimientos al estado en que los pintan los interesados, no responden de que el enfermo, dadas las circunstancias expresadas, no pueda entregarse a algún acto de violencia que sea de más o menos gra-vedad ». El Alcalde concluye que el estado del enfermo no justifica que siga re-tenido en el Depósito Municipal y, como no se dispone de otro lugar en el que mantener vigilado al sujeto, acuerda trasladar el expediente al Sub-gobernador «para que con su superior ilustración y autoridad resuelva lo que crea más acertado)). El Subgobernador pide un nuevo informe médico para determinar si el paciente debe o no ser enviado al Hospital de Dementes de Cádiz. En las diligencias practicadas se descubre que una de sus hermanas padece demencia, y esto parece ser considerado como un detalle de importancia decisiva pues, los médicos afirman ahora que ((sin negar que la acción de las bebidas alcohólicas y tal vez de algunas pasiones del ánimo, la causa principal debe ser la predisposición hereditaria a dicha afección)). A pesar de todo parece obvio que los propios doctores no debían confiar mucho en la eficacia curativa de las Casas de Dementes, pues afirman que «hay ciertamente temores de que pueda cometer algún atentado o exceso de gravedad, más con objeto de evitarlos, y al mismo tiempo de no agravar su estado actual recluyéndolo en una Casa de Dementes, sino por el con-trario de procurarle su mejoría o quizá su curación, es conveniente que se le confíe a una persona que cuide constantemente de conducirle con el ti-no y prudencia que reclama, procurando que se le alimente con esmero y que evite el abuso de bebidas alcohólicas y las pasiones de ánimo)). No obstante, piensan que si estas medidas no dieran resultado, habría enton-ces que pensar en recluirlo en el Hospital de Dementes de Cádiz. El Alcalde pide que se cite a la esposa y el hermano, D. Juan De Paula Angulo, «para que comparezcan en esta Alcaldía en el día de mañana a fin La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 2 5 de instruirles del resultado de este expediente e invitarles a hacerse cargo de Angulo » . Comparecen, pues, la esposa y los hermanos del furioso. La esposa, tras escuchar el dictamen de los facultativos, manifiesta al Alcalde que ella no puede comprometerse a cuidar a su marido, por temor a que le causa-ra algún daño. Los hermanos deciden hacerse cargo del enfermo y se com-prometen a cuidarlo en los términos prescritos por los médicos. Pero exi-gen para ello que la esposa se mude con sus hijos a casa de su padre, dejando en su vivienda al loco y sus celadores-hermanos. La esposa dice que no tiene inconveniente en mudarse a la casa de su padre, siempre y cuando se le permita llevar consigo todos sus bie-nes «muebles y raíces)) y se le asigne, del patrimonio de su marido, una cantidad de dinero suficiente para atender a sus necesidades y las de sus hijos. Se llega a un acuerdo satisfactorio para la esposa y los hermanos del demente, que el Alcalde comunicará de inmediato al Subgobernador, quien responde que aprueba las medidas que se han tomado para solu-cionar el caso. Recibida dicha conformidad, se procede a hacer un inven-tario exhaustivo de los bienes del demente, cuyo conocimiento nos per-mite pensar que la familia no se encuentra en un estado de penuria, pues dispone de una vivienda de dos plantas y unos muebles y enseres que tes-timonian cierta capacidad económica. A continuación, la esposa presenta una solicitud en el Juzgado de Pri-mera Instancia de la ciudad, para que se declare incapaz al marido y se la deje al cuidado de todo el patrimonio familiar, dado el estado de enajena-ción mental de aquél. El Juzgado por su parte, solicita entonces a la Al-caldía que le sea remitido el expediente para estudiar el caso. Pero, el 14 de septiembre de 1861, los hermanos dirigen un escrito al Alcalde, solicitando que se les releve de la obligación que habían contraí-do pues desde hace cinco días, «de conformidad sin duda con su mujer)), el enfermo se ha ido a vivir con ella. Conocidas estas circunstancias, el Al-calde envía a un Guardia Municipal al domicilio de la esposa, conminán-dole a presentarse en la Alcaldía. Una vez allí, ella reconoce que es cierto que, tras las reiteradas promesas de su marido, ha condescendido y desde hace varios días ha vuelto a vivir con él. Por ello dice que no ve inconve-niente en que se releve a sus cuñados de su responsabilidad y se compro-mete a dar parte a la autoridad si ve que no puede controlar la conducta de éste. En agosto del año siguiente llegan nuevas quejas a la Alcaldía, por la conducta de D. Francisco Angulo que «se halla continuamente entregado al vicio de la embriaguez escandalizando con este mal proceder todo el ve-cindario hasta en términos de tenerle por demente)). El Alcalde ordena 26 Domingo Fernández Agis que se haga una indagación para determinar la realidad e importancia de los supuestos escándalos. Se cita a seis vecinos del presunto demente para que testifiquen bajo juramento acerca de los supuestos desmanes cometidos por éste. Tan só-lo dos de ellos lo tienen por peligroso, aunque sólo pueden reprocharle al-gunos insultos y disparates, que en ocasiones les ha dirigido. Los demás consideran que, si alguna vez dice disparates o insulta, es debido a la be-bida y que cuando no bebe es un hombre de bien. Ante estos testimonios el Alcalde, el 22 de agosto de 1862, toma la siguiente resolución: Hágase saber a D." María del Rosario Henríquez que, en fuerza del encargo y compromiso que solicitó y aceptó por el memorial de doce de septiembre y diligencia del diez y seis, procure evitar que su esposo D. "7 Francisco de Paula Angulo cometa los excesos que han motivado las E quejas últimamente producidas; y hágasele entender también que es le- o galmente responsable de las consecuencias que los mismos excesos pro- - - duzcan. m O E E a Y con esto se pierde la pista de Angulo en los pliegos oficiales. No obs- E tante, el caso, intrascendente en su contenido, es sin embargo esclarecedor a la hora de comprender los procedimientos seguidos por la Alcaldía a la 3 hora de mantener el respeto a las normas sociales de comportamiento. - 0 m E o En opinión de Foucault, «la prisión no ha sido al principio una priva-ción de libertad a la cual se le confiere a continuación una función técni-ca de corrección; ha sido desde el comienzo una detención legal encarga-da de un suplemento correctivo, o también, una empresa de modificación de los individuos que la privación de libertad permite hacer funcionar en el sistema legal. En suma, el encarcelamiento penal, desde principios del siglo XIX, ha cubierto a la vez la privación de la libertad y la transforma-ción técnica de los individuos)+'. Sin embargo, como ya hemos apuntado, las circunstancias hicieron que, en el lugar y el momento que nos ocupan, el primero de los elemen-tos mencionados -la privación de la libertad-, primara de manera casi completa sobre el segundo -la transformación técnica de los individuos-al menos en el ámbito concreto al que hemos circunscrito este trabajo. 9 FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, ed. cit., p. 235. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 27 A los efectos que nos ocupan, hay que empezar por considerar la im-portancia del Reglamento de 1854 que establece, de acuerdo con las leyes penales vigentes en la época, las normas que habían de regular el com-portamiento de los internados en la Cárcel de la ciudad. Entre sus rasgos m& llamativos, destacan los recogidos en los siguientes artículos. El Artículo 7. dispone que, «establecidos como se hallan dos departa-mentos diferentes para hombres y mujeres, el Alcaide cuidará muy parti-cularmente no se comuniquen los reclusos en un departamento con los del otro, teniendo con separación en el de cada sexo los varones menores de diez y ocho años y las mujeres menores de quince de los que hubiesen cumplido estas edades)). La separación de los penados por sexo y edad era y es una de las nor-mas elementales de la Prisión, tan sólo en fechas recientes se han llevado a cabo experiencias mediante las que se permite el contacto entre los re-cluso~ d e uno y otro sexo. La creación de correccionales y reformatorios donde se internaba a los menores de edad era ya común en la época, a pe-sar de que la penuria económica que se padecía entonces no permitiera que aquí se llevara a la práctica. Por su parte, el Artículo 8. O prescribe que «no podrá el Alcaide agravar a los presos con encierro con grillos ni cadenas sin que para ello proceda orden de la autoridad competente, salvo en el caso de que para la seguri-dad de su custodia sea indispensable tomar incontinente alguna de estas medidas de que habrá de dar parte lo más pronto posible a la misma au-toridad » . De acuerdo con esto último, tan sólo durante los traslados de una pri-sión a otra se encadenaba a los presos. La humanización de las penas que la Ilustración trajo consigo aconsejaba limitar el uso de estas medidas, tal y como se recomienda en el artículo anterior. Existe también una cierta preocupación por la salud espiritual de los condenados, así en el apartado de Religión y Moral el Artículo 16 del Re-glamento de régimen interior establece que «todos los domingos y días festivos deberán los presos oír misa en la capilla del establecimiento y en cada día entre las oraciones rezarán el rosario de Mana Santísima; con-fesarán y comulgarán en los días que de obligación señala nuestra Santa Madre Iglesia)). En una línea de acción complementaria, tratando tal vez de promover la meditación sobre el mal causado y el arrepentimiento de los detenidos, el Artícub 20 prohíbe a los presos tomar bebidas alcohólicas y e1 21 do-da clase de juegos». Pero, si el arrepentimiento espontáneo no se produ-ce, existen otros medios para doblegar las voluntades más díscolas. Así el apartado relativo a cowecciones prevé que los presos sean sancionados, se-gún la importancia de la falta cometida, prohibiéndoles «la comunicación 28 Domingo Fernández Agis con su familia)), «encerrándole en un calabozo)), «poniéndole a pan y agua o a media ración)) o «descontándole en favor del establecimiento una par-te del suministro diario, siempre que éste se hiciese en metálico». El mantenimiento de la Prisión ofrece también algunas peculiaridades curiosas. En efecto, además de lo que aporta la Administración del Esta-do, construyendo y dotando el edificio donde se ubica el presidio, y de lo aportado por la Alcaldía de Las Palmas, cada Ayuntamiento de la isla con-tribuye con una cantidad proporcional al número de presos de su Parti-dolo. Esta cantidad se destina al «socorro de presos pobres», es decir, a costear el sustento de quienes no tienen medio alguno de procurárselo por ellos mismos o sus familias. Se supone que los familiares con recursos económicos suficientes pa-ra ello, se ocupaban directamente de atender a quien de los suyos estu- "7 D viese recluido en prisión. El argumento que la institución empleaba para E conminarles a hacerlo era muy sencillo: si no lo hacían pasarían hambre O o acabarían contrayendo enfermedades, tal como les sucedía a los que la n-- m soledad y la miseria habían dejado allí abandonados a su suerte. O E Existe un buen número de cartas del Ayuntamiento de Las Palmas de E 2 E Gran Canaria a distintos municipios de la isla, pidiéndoles que salden - cuentas pendientes a este respecto, o que, puesto que algunos afirman ha- = ber pagado aunque no se ha recibido el dinero, envíen memoria o recibos -- por las cantidades satisfechas. A estas cartas, responden los respectivos 0 m E Ayuntamientos con otras, ofreciendo las más variadas excusas para no O proporcionar cuentas claras de las cantidades abonadas en concepto de auxilio a presos pobres. Se habla de pérdida de los recibos, de expedien- n E tes extraviados, etc. Todo ello hace pensar en la existencia de un tira y - a afloja continuo entre el Ayuntamiento de Las Palmas, ciudad en la que se 2 n alza la prisión, y los de las poblaciones que tenían presos pobres ingresa- n dos en ella. O3 Esa situación se hace patente de forma escandalosa cuando, a raíz del incendio de las Casas Consistoriales de Las Palmas, ocurrido en 1846, quedan destruidos los documentos de cobro. Estando el Ayuntamiento de esta ciudad imposibilitado de controlar por sus propios medios quienes habían pagado, empieza a enviar oficios a las distintas Alcaldías para re-componer la documentación perdida y hacer que paguen los que aún adeudan dinero. La circunstancia del incendio, con toda probabilidad, pa-rece haber sido aprovechada por los Ayuntamientos morosos para es-currir el bulto y decir que ellos ya habían saldado sus deudas anterior-mente. lo Territorio sobre el que rige la jurisdicción municipal, en aquello que no sea com-petencia directa de la administración central del Estado. mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 29 ES, en efecto, de lo más curioso que sea en concreto de los últimos años, período en el que se les podía reclamar todavía la deuda contraída, de cuando algunos de los Ayuntamientos requeridos dicen no haber con-servado copia de los recibos de pago, alegan su extravío, o hacen referen-cia a cualquier otra excusa. El reparto de la cantidad que competía pagar a cada Ayuntamiento lo hacía la Diputación Provincial. Hay que recordar que entonces sólo exis-tía una Provincia y la sede de la Diputación se encontraba en Santa Cruz de Tenerife. Dadas las comunicaciones de la época, esta circunstancia alargaba considerablemente la duración del proceso. Al final del mismo, comenzaba la batalla del cobro de las cantidades que a cada municipio co-rrespondían. Esta era la fase más problemática, tanto que casi nunca lle-gaba a cumplirse con regularidad. Los datos que refiero a continuación constituyen una elocuente ejemplificación de las circunstancias que habi-tualmente envolvían al proceso de cobro. El Ayuntamiento de Ingenio, en el balance realizado en respuesta a uno de los mencionados oficios, reconoce un «déficit de 690 reales a fa-vor de los presos pobres perteneciente al pasado año de 1844», en res-puesta al oficio del Ayuntamiento de las Palmas, fechada el 28 de abril de 1846. Otros Ayuntamientos remiten al de Las Palmas de Gran Canaria in-formes firmados por sus Alcaldes, pero el Alcalde de Las Palmas sigue re-clamándoles los correspondientes recibos, desconfiando de las excusas que se mencionan en los citados informes. Ante la falta de respuesta, el Al-calde de la ciudad acabará por dirigir un oficio al Jefe Político Provincial, instándole a que éste, a su vez, exija a los Ayuntamientos morosos que re-mitan los documentos solicitados por la Alcaldíall. El Jefe Político Provincial, el 6 de julio de 1846, adopta las medidas oportunas para que los Ayuntamientos del territorio bajo sus jurisdicción aporten la documentación requerida. El Ayuntamiento de Las Palmas, entre tanto, había tenido que tomar ciertas cantidades de dinero, pertenecientes a sus fondos de contribucio-nes, para permitir el mantenimiento de los presos pobres. De ahí su in-sistencia en que le sean abonadas las cantidades que se le adeudan, con objeto de reponer los mencionados fondos y enjugar de ese modo el défi-cit que se había generado en las arcas municipales. Tras el requerimiento del Jefe Político Provincial, empiezan por comparecer en Las Palmas representantes de los Ayuntamientos de San Bartolomé de Tirajana, Agüimes, Ingenio, Firgas y San Lorenzo, y se en-l1 Oficio de 25 de junio de 1846. 30 Domingo Fernández Agis vían nuevos apercibimientos, por no haber cumplido con lo dispuesto, a los Ayuntamientos de Telde, Armas, Ingenio, Valsequillo y Santa Brí-gida. Esta misma penuria alcanza también a quienes tienen a los presos ba-jo su custodia y así, el 28 de diciembre de 1846, el Alcaide de la Prisión apremia a las autoridades para que concluyan de una vez sus diligencias y le abonen la cantidad de dinero que se le adeuda. Esto da a entender que el dinero librado por el Ayuntamiento de Las Palmas no había sido sufi-ciente para cubrir todos los gastos, habiendo quedado el propio Alcaide pendiente de cobrar parte de sus honorarios. A propósito de ello, es con-veniente recordar que el Alcaide cobraba entonces un tanto por cada pre-so y, en el caso de los presos pobres, esa cantidad había de sacarse del mis-mo impuesto que pagan los Ayuntamientos. En el Expediente n." 59 de 1846, conservado en la Sección de docu-mentos del Archivo Histórico Provincial de Las Palmas correspondiente a los Presos pobres, aclara que entonces se destinaba real y medio diario al sostenimiento de dichos presos. El 16 de diciembre el Ayuntamiento hace balance y afirma que «el número no ha bajado de 30, habiendo ascendido en algunos meses a 49)). Se considera, de ese modo, que para el año si-guiente la cantidad destinada a satisfacer este concepto habrá de ser de 20.855 reales, «calculando que mensualmente habrá que sostener a 38 presos)). Se requiere entonces al Presidente de la Diputación Provincial, para que comunique lo que corresponde a cada Municipio para que se re-caude cuanto antes la cantidad necesaria. El 13 del mismo mes de diciembre se recuerda de nuevo a la Diputa-ción lo anterior, «a causa del conflicto en que se hallaba por la absoluta falta de recursos para el socorro de los presos pobres)). Se advierte ade-más de las «graves consecuencias» que pueden sobrevenir de ((desaten-derse la manutención)) de los presos. Pero, por ninguna de las partes, se aprecian signos que permitan aven-turar que la situación va a mejorar. El Alcalde de Telde, en carta del 14 de septiembre de 1846 dice que «no le ha sido posible verificar dicha entre-ga mediante no estar realizada la cobranza del reparto vecinal formado al efecto, a causa de la suma miseria que notoriamente agobia a este vecin-dario)). Este mismo Alcalde dice haber dispuesto que se reúna la cantidad que pueda aportarse y que esta sea remitida al Ayuntamiento de Las Pal-mas. El de Santa Brígida, en carta del 15 de septiembre de 1846, afirma que pagó la mitad de la cantidad requerida, pero que ahora carecen de fondos para poder satisfacer el pago de la 2." mitad. Pide que se de algún plazo para hacer un reparto y recaudar el dinero entre los vecinos. El de Santa Lucía contesta en similares términos, etc. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 3 1 Ante la situación, el Ayuntamiento de Las Palmas, el 29 de octubre de 1846, acuerda acelerar al máximo el cobro de «al menos la mitad» de la cuota, debido a que si no entra dinero pronto no habrá con qué alimentar a los presos pobres. El 16 de marzo de 1847, ante la situación de penuria y sobrepoblación que padecía la Cárcel de la ciudad, se adopta la medida de trasladar a va-rios grupos de presos a distintos pueblos, para que sean mantenidos y cus-todiados allí. El Jefe Político Provincial en Oficio remitido desde la sede de la Jefa-tura en Santa Cruz de Tenerife, contestando al Oficio previo que le había dirigido el Alcalde de Las Palmas reclamando la cantidad de dinero que necesita para alimentar a los presos y que no ha podido recaudar, reitera lo que ya había dicho en un oficio anterior, esto es, que en tanto no exis-tan fondos, a los presos pobres se les den ((dos raciones abundantes de la misma sopa económica que se reparte a los mendigos de la ciudad» y que, una vez se cobren las deudas que por ese concepto tienen contraídas los Ayuntamientos de distintos pueblos, se reintegre el importe de este gasto que se detraerá de la cantidad adeudada a los presos. A su vez, el Ayuntamiento de Las Palmas, ante esta nueva negativa a aportar medios econóniicos por parte del Jefe Político, acordará no apre-miar más por ahora a los municipios implicados, en consideración a la miseria existente, y recaudar las cantidades que buenamente se puedan conseguir, supliendo el resto con dinero extraído de otros impuestos. Si las condiciones de vida en la Cárcel de Las Palmas eran duras, es-tas no serán mejores en los calabozos de cada uno de los pueblos a don-de, como ya se ha dicho, son trasladados algunos grupos de condenados. A propósito de ello, es elocuente el Oficio que, el 9 de octubre de 1847, el titular del Juzgado de 1 ." Instancia de Guía dirige al Alcalde de Las Pal-mas, para que a su vez lo transmita a la Junta de Beneficencia de la ciu-dad, solicitando atención médica para Juan Dolores de Vega, un vecino de Artenara contra el que se sigue en dicho juzgado una causa criminal por robo. El Juez dice que el reo se encuentra ((enfermo en la cárcel pública é hinchado el estómago y piernas, lleno de sarna»; quiere cerciorarse de que va a ser admitido antes de enviarlo hacia el Hospital de San Martín. Pero este Hospital, dedicado a la beneficencia, no podía atender a más de 30 internados y, en el momento de la solicitud del Juez de Guía, había en él el doble de enfermos. En consecuencia, responden que no tienen fondos para atender los gastos que un ingreso ocasiona, ni espacio físico para atender a nadie más. La determinación de trasladar a grupos de presos a distintas localida-des de la isla se había tomado, como hemos dicho ya, para descongestio- 3 2 Domingo Fernández Agis nar así la prisión de Las Palmas y aliviar el coste de funcionamiento de la misma. Pero una realidad marcada por el hacinamiento, el hambre y la miseria sigue siendo el porvenir que espera a los condenados, sea cual sea el lugar adonde vayan'*. Así, por ejemplo, el Alcalde de Gáldar escribe el 7 de abril de 1847 al de Las Palmas lo siguiente: Debo advertir a Usted que la moneda diaria que le pagan a los refe-ridos presos no es bastante para su preciso alimento, pues estando el pan a doce cuartos la libra el día que se encuentra y el millo de D. Fran-cisco Rodríguez que hay en este pueblo a nueve pesos fanega, de ningún modo es suficiente la dicha moneda para comprar aunque sea escasa-mente la manutención diaria de un hombre y así es que están pade-ciendo hambre. Es lamentable conocer que no sólo no se le enviará más dinero, sino que ni siquiera el habitual llega la mayoría de las veces, reclamándose rei-teradamente y llegando a amenazar al Alcalde de Las Palmas con dejar morir de hambre a los presos antes que seguir sosteniéndolos con el es-caso capital de las arcas de esos municipios modestos. A pesar de todo, ni siquiera a estas amenazas se responde en muchas ocasiones, y se llega a dar el caso de que es el propio Alcalde del pueblo el que tendrá que poner dinero de su bolsillo para mantener con vida a los presos que han sido puestos bajo su custodia. Por otra parte, el hacinamiento de la prisión de Las Palmas durante esos años hará estos traslados tan frecuentes que el Gobernador Militar se negará13 a poner más patrullas de militares a disposición de la Alcaldía pa-ra conducir los presos a los municipios de los que eran originarios. Serán entonces grupos de civiles, a veces simples vecinos, con las profesiones y ocupaciones más diversas, de los pueblos a donde se enviaba a los presos, quienes se encarguen de la custodia de éstos durante su traslado. Y, a todo esto, a pesar de las medidas tomadas, la situación de insalu-bridad en la Prisión de Las Palmas no desaparece, si bien las cosas mejo-ran algo cuando desciende el número de los que están allí internados. Pe-ro sí que hay una loable preocupación por la salud espiritual de los presos. En tal sentido, el 30 de abril de 1848, el Obispo de Canarias dirige una car-l2 El contraste con esa especie de «tipo ideal)) de sistema penitenciario que describe Foucault en Vigilary castigar, es más que evidente: ((Sena preciso entonces suponer que la prisión, y de una manera general los castigos, no están destinados a suprimir las infrac-ciones; sino más bien a distinguirlas, a distribuirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto a volver dóciles a quienes están dispuestos a transgredir las leyes, sino que tienden a orga-nizar la transgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos)). FOUCAUML.T: , op. cit., p. 277. l3 Carta de 5 de agosto de 1848 al Alcalde de Las Palmas. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 3 3 ta al Alcalde de la Ciudad, solicitando permiso para que un sacerdote di-ga misa los días festivos a los presos. La carta dice así: Hallándose los pobres presos de la cárcel sin consuelo de oír Misa los días festivos, me ha parecido conveniente proporcionarles un sacerdote de mis familiares para que les diga los Domingos y días festivos, gratis14 y sin recompensa alguna temporal. A lo que el Teniente de Alcalde, en nombre de éste, responde que pue-de decirse misa cuando disponga y le da las gracias al Obispo, «en nom-bre de estos infelices a quienes su estancia en la cárcel ha tenido alejados hasta ahora de la augusta presencia de lo sacramentado». Durante 1848, después de muchas presiones, los Ayuntamientos mo-rosos comienzan a avenirse a pagar las cantidades adeudadas el concepto de Socorro de presos pobres que, en muchos casos datan de los años 1837 a 1845. Eso indica que las cantidades que se debían de abonar por este particular, no se satisfacían casi nunca en el plazo establecido. El Ayuntamiento de Las Palmas acuerda, el 1 de abril de 1849, para poder recuperar al menos parte de las cantidades adeudadas, y ante la pérdida por el incendio acaecido de las certificaciones correspondientes, establecer un sistema de proporciones y reclamar en base a él las canti-dades correspondientes a los años que van de 1839 a 1844. Para ello se tie-ne en cuenta lo que dichos pueblos pagaron por ese apartado en los años 1838 y 1839. Sumando la cantidad obtenida con la que resulta de las deudas de las que se tiene constancia documental, resulta que Telde debe 11.136,17 re-ales; Agüimes, 2.127,14; Arucas, 2.883; San Mateo, 2.250; Valsequillo, 827; Teror, 1.690; Ingenio, 840; Santa Bngida, 960; San Lorenzo, 780; Firgas, 750; San Bartolomé 780; Santa Lucía, 780. En total la suma asciende a 25.763,3 1 reales. El trabajo para establecer el monto de las cantidades adeudadas fina-liza el 16 de abril de 1849. El 18 de mayo se dirige un escrito a cada una de las municipalidades deudoras, concediéndoseles el plazo de un año pa-ra abonar las cantidades que les corresponde pagar según el nuevo cóm-puto. Reparemos en que han pasado tres años desde que se inició el pro-ceso y aún se les concede un año más de plazo para satisfacer la deuda. En todo caso, desconfiando el Alcalde de la ciudad de que su autori-dad sea suficiente para que se cumpla con lo dispuesto, recurre de nuevo al Jefe Político Provincial para que exija a los Ayuntamientos deudores el cumplimiento de la orden de pago. Así, el 25 de mayo de 1849, el Jefe Ci-l4 El subrayado es del Obispo. 34 Domingo Femández Agis vil del Distrito de Las Palmas firma el correspondiente Decreto, conmi-nando al pago de las deudas. Recordemos una vez más, que toda esta situación se ha puesto de ma-nifiesto debido al ya aludido incendio de las Casas Consistoriales en 1846, evidenciándose a partir de aquel suceso la existencia de un conflicto per-manente entre centro y periferia, con respecto al cobro del impuesto para el sostenimiento de los presos pobres. ¿Qué conclusiones cabe extraer de todo ello? Tal vez sean las más sig-nificativas, la constatación de que no existe estrategia alguna de control o dominio sobre este estrato de población. Es evidente, que se pretende uni-camente mantenerlos fuera de circulación. Consecuentemente, puede también colegirse que en ningún momento está presente, en realidad, la voluntad de reforma o de domesticación de los presos. Se trata, simple-mente, de mantenerlos encerrados el tiempo que los jueces han estimado pertinente. Se hace patente, por último, que el funcionamiento de la ad-ministración es lento, descoordinado e ineficaz. Pero en el relato a grandes trazos de los hechos se pierden las histo-rias de quienes fueron tristes protagonistas de los mismos, y así cabría preguntarse si alguien contará alguna vez la historia de Rafaela de Santa Ana, condenada a cuatro años de prisión por robo que, ante el estado la-mentable de salud en que se encontraba, atestiguado por el médico de la prisión, y debido a la situación de insalubridad que se padece en ésta, con-sigue hacer llegar una petición al Jefe Superior Político para que «pres-tando todas las fianzas pertinentes», se le permita permanecer en su casa hasta que su salud se restablezca, petición que es atendida por éste. En su Oficio del 2 1 de septiembre de 1844, dando las instrucciones pertinentes al Alcalde de Las palmas, el Jefe Superior Político afirma: Bien conoce V. el mal estado en que se encuentran los establecimien- 3 O tos de esta clase en la provincia, haciendo que los delincuentes purguen sus delitos con penas mucho mayores y aflictivas que las que los tribuna-les les imponen. Pero estas instrucciones dirigidas a liberar a la presa chocan con la firme determinación a mantenerla encerrada del titular del Juzgado de Primera Instancia de Las Palmas, quien se niega a aceptarlas. Para ello alega que el Artículo 63 de la Constitución limita sus funciones a «juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado)), tal como le hace saber al Alcalde en una carta el 2 de octubre de 1844. Ante un nuevo Oficio del Alcalde al Jefe Superior Político, en respues-ta a nuevos requerimientos de la reclusa, aquel contesta al Alcalde que fi-je la fianza que crea oportuna, para que él pueda tomar la decisión que La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 3 5 deba tomarse. El Alcalde dirige entonces otra carta al Juez, preguntándo-le acerca de cual debe ser la fianza, a la que éste contesta en términos ta-jantes que «la fianza que corresponde a la interesada, es la cárcel segura, o 10 que es lo mismo, la fianza carcelaria~. Finalmente el Jefe Superior Político accede a la petición de la reclusa y determina que quede al cuidado de quien se había presentado como su fiador, D. Agustín Curbelo Ortega, quien queda así constituido en carcele-ro particular de Rafaela, estando obligado a conducirla de nuevo ante la autoridad cuando se le requiera y comprometiéndose a pagar la multa o el castigo que se le imponga si se escapa la presa. Queda, pues, Rafaela al cuidado de ese «vecino de esta ciudad, persona honrada, de arraigo y adornada de las demás circunstancias que se requieren», concediéndose-le, por Oficio del 7 de noviembre de 1844, un máximo de un año para res-tablecerse. Aunque esta especie de libertad tutelada le dura poco a la desdichada mujer, ya que el 5 de diciembre del mismo año, el Jefe Superior Político, dirige un nuevo Oficio al Alcalde urgiéndole a que inmediatamente cance-le la fianza dada por Don Agustín Curbelo Ortega y que la reclusa vuelva a la cárcel a cumplir su condena. Dados los antecedentes que ha seguido el proceso, podemos sospechar que fue una nueva intervención del Juez lo que devolvió a Rafaela a la cárcel. Sea como fuere, no tenemos la completa certeza de que ése fuera el motivo del cambio de actitud del Jefe Superior Político. En todo caso, el Alcalde responde que el mismo día en que recibió el Oficio, se dirigió «a las ocho de la noche» a la casa de la reclusa, ~habiéndolae ncontrado ma-la en la cama». Le hizo saber lo dispuesto por la autoridad y la enferma le respondió que «aunque fuese apoyada de alguna persona», se presentaría en la cárcel. El Alcalde comunica al Jefe Superior Político que, en efecto, la reclusa así lo hizo y que ese mismo día, a las 9 de la noche ya había in-gresado nuevamente en la Prisión. Quién recordará que Agustín Curbelo, que fue encerrado en prisión el 13 de mayo de 1851 por ((desobediencia a la autoridad y sus agentes", co-metió el delito de vender turrón fuera del lugar para el que se le había con-cedido licencia, negándose a abandonarlo cuando se lo exigieron los Guardias Municipales. Tras su negativa, fue llevado ante el juez, quien lo trató con mucha mayor severidad que a los marineros capturados el 9 de agosto de ese mismo año gobernando un barco negrero, a quienes no se ingresa en prisión, sino que únicamente se les prohíbe abandonar la ciu-dad. Porque, de no saber nada de Agustín Curbelo, tal vez no se nos ocu-rriera preguntarnos si acaso traficar con esclavos era menos pernicioso para la salud moral de la comunidad que vender turrón allí donde pasa mucha gente y no en el sitio convenido por la Alcaldía. 36 Domingo Fernández Agis (O intentar violar a una mujer es menos grave que responder a la vio-lencia policial con algunos insultos? Así debía de ser cuando el 20 de no-viembre de 1851, Francisco dvarez, vecino de San Bartolomé de Tiraja-na, que había intentado violar a Mana Candelaria Cordero, vecina del mismo pueblo, queda también en libertad con la prohibición de abando-nar la isla. Quizá el detalle más significativo, durante todo este periodo, sea que la inmensa mayoría de las condenas lo son por delitos contra la propie-dad. Hasta el hijo del Verdugo de la ciudad de Las Palmas, Antonio San-tana, es procesado por robo el 3 1 de julio de 1852. La miseria también lle-gó, por lo que podemos ver, a la misma casa del brazo ejecutor de la Justicia. Si alguna conclusión final podemos extraer de todo lo dicho hasta aquí, es la que nos lleva a sospechar lo lejos que estaba la realidad vivida por todos esos penados, de lo que se supone que era el ideal del nuevo sis-tema carcelario. En efecto, tal como la describe Foucault, «la prisión de-be ser un aparato disciplinario exhaustivo. En varios sentidos: debe ocu-parse de todos los aspectos del individuo, de su educación física, de su aptitud para el trabajo, de su conducta cotidiana, de su actitud moral, de sus disposiciones; la prisión, mucho más que la escuela, el taller o el ejér-cito, que implican siempre cierta especialización, es omnidisciplinavia. Además la prisión no tiene exterior ni vacío; no se interrumpe, excepto una vez acabada totalmente su tarea; su acción sobre el individuo debe ser ininterrumpida: disciplina incesante» 15. Intentar conducir a la población penitenciaria hacia este objetivo, por lo demás, inquietante y no demasiado deseable, será una de las tareas em-prendida por el poder ya en este siglo que ahora está próximo a acabar. Quizá las propias fallas en el tejido social, la ausencia de una burguesía pujante y capaz de impulsar en ese momento a la sociedad isleña, el atra-so cultural que padecía todo el país, unidos a otros factores que ahora no nos es posible precisar, fueron razones más que suficientes para explicar también este retraso. La miseria hizo más crueles los castigos de lo que lo habían sido en la mente de legisladores y jueces. Y el olvido, para lo bue-no y para lo malo, nos alejó quizá para siempre de ser una sociedad so-metida a panóptica vigilancia. El poder siguió hurgando por aquí, pero con ojos miopes. Continuó castigando, pero con manos torpes. ' 5 FOUCAULMT.,: Vigilar y castigar, p. 238. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 3 7 Expedientes archivados en la Sección Orden Público. Fondos del Archivo Históri-co Provincial de Las Palmas. FOUCAULT, M.: Suweiller et punir. Naissance de la prision. Gallimard, 1975. Vers. Cast. de A. Garzón del Camino, Siglo XXI. México, 1976. PÉREZP RENDEJS. , M.: Curso de Historia del Derecho Espanol. Universidad Com-plutense de Madrid. Madrid, 1986.
Click tabs to swap between content that is broken into logical sections.
Calificación | |
Título y subtítulo | La mirada del poder : el control del orden público y la urbanidad en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria a mediados del siglo XIX |
Autor principal | Fernández Agis, Domingo |
Entidad | Universidad Nacional de Educación a Distancia (España). Centro Asociado de Las Palmas (Las Palmas de Gran Canaria) |
Publicación fuente | Boletín Millares Carlo |
Numeración | Número 17 |
Sección | Artículos de tema histórico |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Centro Regional Uned |
Fecha | 1998 |
Páginas | p. 011-037 |
Materias | Orden público , Historia ; Las Palmas de Gran Canaria ; Siglo 19 |
Enlaces relacionados | Enlace al editor: http://www.boletinmillarescarlo.es/index.php/BMC/index |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 1248014 Bytes |
Texto | ARTÍCULODSE TEMA HISTÓRICO La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria a mediados del siglo XIX DOMINGFEOR NÁNDEZA GIS Centro Asociado de la UNED de Las Palmas «Mi peor enemigo es quien más me teme, y es de él de quien más ten-go que guardarme. )) (BARUCSHP INOZTAr:a tado político) Como la totalidad es por su propia naturaleza inabarcable, nuestro ámbito de reflexión se centra, en estas páginas, en los mecanismos de san-ción social y las correlativas formas de marginalidad que existían en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria a mediados del siglo XIX. Escoger ese lugar físico y ese período histórico obedece, en primer término, a fac-tores meramente circunstanciales. En todo caso, el contexto insular y los elementos configuradores de un ámbito específico derivados de la lejanía de la Península, convierten a la isla en aquellos años en un interesante es-pacio sobre el que focalizar un estudio de esta naturaleza. Pero hay que añadir que la elección, responde también al interés que por sí misma tie-ne una etapa en la que las condiciones de vida en la ciudad Las Palmas y, en general en toda la isla de Gran Canaria, se endurecieron merced al ne-gativo influjo de distintas calamidades. Algunas de éstas tenían origen na-tural, mientras que otras poseían raíces más lejanas en el tiempo. Con la concurrencia de unas y otras, las condiciones de vida de los menos favo-recidos acabaron agravándose. Se añaden a todo ello las consecuencias de la culminación de un prolongado declive promovido por factores políticos y administrativos, que afectó a toda la economía y la vida política insular Boletín Millares Cado, núm. 17. Centro Asociado UNED. Las Palmas de Gran Canaria, 1998 12 Domingo Femández Agis y al que no empezará a ponerse remedio hasta 1927, fecha en la que un Decreto del Dictador Primo de Rivera establece la división de Canarias en dos Provincias, con sus capitales respectivas en Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria. No deben entenderse estas palabras como un alegato justificatorio del famoso pleito insular, pues no son otra cosa que la constatación pura y simple de unos hechos de los que sólo farisaicamente se puede hacer abs-tracción. Hoy la situación es muy otra y, si se me permite hacer un juicio de valor, la persistencia del mencionado pleito tan sólo tiene aspectos ne-gativos para el conjunto de la sociedad canaria. En este contexto, creo que la ruptura de la unidad regional que algunos insularistas exaltados pro-pugnan tendría unos efectos desastrosos para Canarias, y esto no sólo des-de la perspectiva económica. Pero volviendo a nuestro asunto, hemos de recordar que el estudio de las formas de corrección pública, así como los castigos y penas impuestos a los infractores de las normas son una vía de penetración interesante en el conocimiento de las miserias reales y también, por qué no decirlo, de los fantasmas presentidos y temidos por los habitantes del territorio insu-lar durante aquellos años. En las épocas difíciles los hombres sacan a flo-te lo mejor y lo peor de ellos mismos, así ocurrió sin duda en la ciudad de Las Palmas y en toda la isla de Gran Canaria a lo largo de esos problemá-ticos años. La manera como se ven a sí mismos los que se consideran y son con-siderados normales, los ciudadanos honrados, se hace patente por el mo-do en que excluyen a quienes en su conducta divergen de las pautas de ac-ción estimadas correctas por la generalidad de la población. De ahí, como nos enseñó Michel Foucault, el interés que tiene estudiar la vida de los menesterosos, los miserables o la de aquellos que son recluidos, para ha-cer su desgracia aún mayor, en tenebrosos lugares de castigo y corrección. El conocimiento de esas vidas, que nadie consideraría ejemplares, nos permite contemplar a una sociedad y a una época desde otros puntos de vista. Intentando cumplir con este objetivo, las fuentes de información que para redactar las presentes páginas se han manejado son ciertamente de lo más variopinto, y en su heterogeneidad van desde los textos legales e históricos, a los documentos de distinta índole referidos a casos concretos y situaciones personales padecidas por un buen número de individuos, de los que, a buen seguro, la gente de orden no guarda memoria. Así, por re-ferirnos ya en concreto al contenido de alguno de esos materiales, cuan-do la necesidad de construir una nueva prisión en la ciudad, que haga las veces de «Depósito municipal, Cárcel de Audiencia y Presidio Correccio-n a l ~i,m pele a realizar un estudio sobre la población reclusa durante el pe- La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 13 nodo que va de 1850 a 1861, los datos recogidos resultan, en algunos ex-tremos, muy llamativos. Por ejemplo, puede apreciarse que durante ese tiempo el número de mujeres sometidas a arresto en el Depósito Municipal es notablemente su-perior al de hombres. Veamos las cifras: Año Hombres Mujeres Además de las peculiares fluctuaciones en el número global de arres-tados por año, a las que habrá que buscar alguna explicación plausible, es-tos datos nos dan para el mencionado período, un 40% de hombres arres-tados por la Guardia Municipal, frente a un 60% de mujeres. Habría que preguntarse, pues, por las razones de esta significativa dis-paridad. {Es la situación social, proporcionalmente más difícil, de la mu-jer la que le lleva, en los casos extremos, a enfrentarse con unas normas de vida que estrangulaban aún más si cabe sus escasas posibilidades de supervivencia fuera de la tutela directa de un padre, un hermano o un es-poso? Es difícil aventurar alguna respuesta a este interrogante. En todo 14 Domingo Fernández Agis caso, lo que sigue nos puede ayudar a formarnos una idea más precisa de las posibles causas de ese hecho. Analizando esos mismos documentos aparece otro dato llamativo, ya que el número de los consignados en el apartado de Distinguidos y Presos Políticos, donde no se especifica sexo ni edad, fue solamente de una per-sona durante todos esos años, detenido en 1859. Esto es doblemente lla-mativo por ser ese un período de profundas tensiones en la vida política en todo el Estado. Las razones que explican la escasa medida en que las conflictivas situaciones por las que atravesó el país repercutieron en el nú-mero de detenidos por motivos políticos son difíciles de determinar, si bien también trataremos más adelante de arrojar alguna luz sobre este in-teresante aspecto. En lo que sí se pone de manifiesto un asentimiento generalizado es en la forma en que se ha de aislar a estos individuos del resto de la sociedad. En este sentido, parece claro que, tal como ocurre por aquel entonces en el resto de Europa, tampoco en nuestro país hay nadie que ponga en du-da la utilidad social de las prisiones. ((¿Cómo podría -nos dirá Fou-cault- dejar de ser la prisión la pena por excelencia en una sociedad en que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma manera y al cual está apegado cada uno por un sentimiento universal y constante? Su pérdida tiene, pues, el mismo precio para todos; mejor que la multa, la prisión es el castigo igualitario. Claridad en cierto modo jurídica de la va-riable del tiempo. Hay una forma-salario de la prisión que constituye, en las sociedades industriales, su evidencia económica. Y le permite como una reparación)) l. En todo caso, en agosto de 1864, cuando ya se ha elegido emplaza-miento y la aprobación definitiva del proyecto es inminente, los datos so-bre el promedio de población reclusa en la ciudad que ofrece la Alcaldía son estos: Depósito 26 - - Cárcel Presidio l FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, ed. cit. p. 234. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 15 En resumen, se trataba de construir un nuevo centro penitenciario pa-ra acoger a esta población reclusa, cuyo promedio se había establecido en torno a los 179 individuos. No podía considerarse, por tanto, un proyecto de desmesurada envergadura, a pesar de lo cual, tanto la construcción co-mo el mantenimiento de la cárcel una vez en funcionamiento eran consi-derados como gravosos en exceso para la economía insular. A este respecto, una fuente interesante de información nos la propor-cionan los oficios, requerimientos y diferentes comunicaciones cruzadas entre las autoridades provinciales y las locales, con objeto de resolver al-guno de los problemas, innumerables aunque rara vez graves, que a pro-pósito del orden público o de la corrección de los desmanes se iban pro-duciendo. En esta línea, es muy interesante el requerimiento al Alcalde de la ciudad en 1861, por parte de D. Diego Vázquez, desde la Jefatura del Gobierno de la provincia de Canarias con sede en Santa Cruz de Tenerife, en concreto el 15 de noviembre de 186 1, en el que se pide que en cumpli-miento de lo dispuesto por el Ministro de la Gobernación se le remita ur-gentemente un inventario de los enseres que existen en la Prisión de la ciudad, de su estado de conservación y de los que necesitarían para aten-der a las necesidades de la población reclusa. Se produce tal requeri-miento porque se había librado la cantidad de 20 millones de reales para mejorar las precarias condiciones de subsistencia de todos los presos del Reino, en particular de los presos pobres, atendiendo así, tal como se en-carga de recordar el Gobernador, al cumplimiento del principio de igual-dad ante la ley. Entre otras cosas, esto indica que los presos con medios económicos suficientes podían introducir algunos enseres en la cárcel, pa-ra su uso personal, así como los alimentos que a diario consumían. En el citado escrito, se pide también un informe acerca de la ad-ministración del dinero que los pueblos aportan para el socorro de los presos pobres y del tipo de trabajo en el que se ocupa a la población re-clusa. En el inventario remitido por el Alcalde se hace constar que el mobi-liario de los habitáculos donde permanecen los reclusos consta de dos lar-gos entarimados de madera donde éstos han de dormir, pues no se les ha podido proporcionar camas, «dos vasos de madera para deponer la basu-ra en los calabozos)) y «otros dos, también de madera para depositar agua)). Excepto los que estaban recluidos en calabozos por su peligrosidad o por haber cometido alguna falta, los presos se distribuían en dos estan-cias, una para hombres y otra para mujeres, y compartían a la hora de dormir esos entarimados, sin disponer por tanto de las más mínima inti-midad. Conocido el inventario de enseres de la Prisión, el Alcalde de la ciudad solicita que se le envíen 20 catres con sus correspondientes sábanas y 16 Domingo Fernández Agis mantas, bancos, mesas, barrenos, toallas, manteles, etc, ..., es decir, prác-ticamente de todo, pues de casi todo se carecía. Manifiesta también que «el socorro diario se verifica entregándose en mano de cada preso los cuarenta y ocho reales que para su alimento es-tán señalados, y con los que los mismos presos se proporcionan el que más les acomoda, por medio del mozo de llaves del establecimiento bajo la inspección del Alcaide». Se dice allí asimismo que no realizan los presos trabajo alguno, fuera de la limpieza de las estancias de la Prisión, que desempeñan los presos socorridos como pobres. Es notorio que las diferencias de extracción so-cial y situación económica seguían manteniéndose con fuerza en el inte-rior de la prisión. El Estado, en su esfuerzo por aplicar por igual las leyes a todos los ciudadanos, chocaba, además de con sus propias limitaciones económicas, con la inercia y las miserias de un país que se resistía a en-trar en la modernidad. En el mismo documento se alude, finalmente, y aunque de modo su-mario por ser estos extremos suficientemente conocidos ya por el Gober-nador merced a anteriores informes, al mal estado de la Cárcel y a la ne-cesidad de construir otra nueva. Por los informes de visitas de autoridades a la prisión sabemos que el estado de ésta era, realmente deplorable, in-cluso tomando como punto de referencia las difíciles condiciones de vida de gran parte de la población de la época. Como ha enseñado Foucault, es precisamente en el siglo XIX cuando, al amparo de la ideología de la humanización de las penas, surge la insti-tución de la Prisión que se caracteriza por una ostensible voluntad de mo-delar las conductas y reformar las conciencias, tal y como fue concebida por el orden burgués. España, tan diferente en otros aspectos, no lo es tan-to en este, salvo por el hecho de que a veces la situación económica del pa-ís impide que las reformas concebidas por los penalistas se vean plasma-das en transformaciones efectivas de la realidad penitenciaria. En todo caso, y esto es lo que ocurre también en la ciudad de Las Palmas, la cons-trucción de instituciones carcelarias, concebidas según el nuevo modelo, se impulsa durante la segunda mitad del siglo XIX. Como venimos di-ciendo, este período es el que centra nuestra atención, no sólo por las ra-zones antes apuntadas, sino también por el gran número de las transfor-maciones que durante él se producen. Para un teórico de la evolución de las formas de penalidad como es Foucault, «la prisión, pieza esencial en el arsenal punitivo, marca segura-mente un momento importante en la historia de la justicia penal: su ac-ceso a la 'humanidad'. Pero también un momento importante en la histo-ria de esos mecanismos disciplinarios que el nuevo poder de clase estaba desarrollando: aquel en que colonizan la institución judicial. En el viraje La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 17 de los dos siglos, una nueva legislación define el poder de castigar como una función general de la sociedad que se ejerce de la misma manera so-bre todos sus miembros, y en la que cada uno de ellos está igualmente re-presentado; pero al hacer de la detención la pena por excelencia, esa nue-va legislación introduce procedimientos de dominación característicos de un tipo particular de poderd. En España, desde el punto de vista jurídico, el período en el que he-mos centrado nuestra atención está inscrito en la etapa denominada por los historiadores del Derecho «sistema jurídico constitucional», que se ini-cia en 1812. En él «se concibe el Derecho como un conjunto de normas vinculantes derivadas de un precepto, único o múltiple, que encierra los principios básicos del sistema determinados por el propio pueblo me-diante sus representaciones legítimad. Será de esos preceptos de donde habrán de extraerse todas las demás leyes y normas para el funciona-miento del Estado y el control de la población en general. Se entiende, en consecuencia, que los mencionados preceptos fundamentales habrán de estar recogidos en la Constitución. Pero la sucesión de estas a lo largo del siglo muestra la realidad viva en este período de una tensión subyacente entre los intentos de pervivencia de los principios del Antiguo Régimen y los impulsos renovadores surgidos al amparo de las nuevas ideas. Las mencionadas tensiones tendrán sus correspondientes reflejos en los ám-bitos del Derecho Penal y el Derecho Procesal. En el primer caso, hay que señalar que tras el Código Penal de 1822, que apenas tuvo vigencia, se lle-gó en 1848 a un nuevo Código, complementario de la Constitución de 1845, que se mantuvo en vigor hasta la aparición del Código Penal de 1870, que a su vez fue concebido como un complemento de la Constitu-ción de 1869. Este último ha sido el de más larga vigencia, siguiendo en uso bajo la Constitución de 1876 y, como afirma Pérez Prendes, ((prácti-camente se le respetó como eje al que no afectaron sustantivamente re-formas posteriores, e incluso fue puesto de nuevo en vigor (193 1) después de haber sido formalmente derogado por revisiones y refundiciones que en rigor le repetían, casi literalmente (Código Penal de 1932), o en gran medida (texto refundido de 1844)~~. Desde la perspectiva del Derecho Procesal, también es esta una etapa de grandes cambios, cuyos hitos esenciales están marcados por la apari-ción en 1835 del Reglamento Provisional para la Administración de Justi-cia, la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855 y las hyes de Enjuiciamiento Civil, de 1881 y Penal, de 1882. FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, ed. cit. p. 233. 3 PÉREZP RENDEJS. ,M .: Curso de Historia del Derecho Español, ed. cit., vol. 1, p. 910. 4 PÉREZP RENDEJS. , M.: op. cit., pp. 919-920. 18 Domingo Femández Agis Todas estas transformaciones en el ordenamiento jurídico repercutie-ron, como es obvio, en la marcha de los procesos, sin embargo, según to-dos los indicios, sus repercusiones en la mejora de las condiciones de vi-da de la población reclusa fueron poco o nada apreciables. En todo caso, la situación de los presos siguió siendo aquí, a lo largo de todo el período, muy difícil, casi insostenible en algunos momentos a juzgar por los docu-mentos que se conservan. Por otra parte, hay que señalar que el ideal de institución penitencia-ria, tal como fuera concebido por Jeremy Bentham, no llegó nunca a ma-terializarse. Como sabemos, el Panóptico consiste en una edificación que se despliega en torno a una torre central, desde la que es posible vigilar de forma continua la actividad de los reclusos, sin que ellos sepan en qué mo-mento concreto están siendo observados. Esta vigilancia va del centro a la periferia, pero siempre dentro de los límites del edificio. El hecho de que se abandonara pronto ese ideal y que la arquitectura de las prisiones aca-bara expresando de forma contundente, más que la voluntad de reforma de los allí recluidos, el deseo de evitar las fugas o cualquier contacto no normalizado con el exterior, ha continuado acentuándose y se expresa aún con más claridad en el modelo arquitectónico que suele emplearse en las prisiones actuales. Por encima de la vigilancia interna, se busca el aislamiento externo de estas bolsas de delincuencia, como antes del surgimiento de la prisión se hacía con los leprosos a los que, como no se les podía curar de su mal, se les aislaba del resto de la sociedad, confinándolos en los lugares prepara-dos a tales efectos. La sociedad se protege, pero parece haber renunciado hace tiempo a ejercer una terapia sobre los condenados. Una vez aislado el mal, se desentiende de su hipotética redención. Hoy la situación ha experimentado marcados cambios. En concreto, para la vigilancia interna se dispone de los terapeutas sociales y de ojos y oídos electrónicos, pero todavía cabe preguntarse si todos estos elemen-tos persiguen la reforma del condenado, o sólo completar el conocimien-to que el poder tiene sobre el delincuente, para sellar mediante tal saber las fisuras que siempre pueden quebrar un aislamiento que se considera terapéutico y necesario, pero no para la reeducación del delincuente, sino para la protección del resto de la sociedad. En la etapa que estamos tomando en consideración, para cuidar de las buenas costumbres, era común el nombramiento de Celadores en cada uno de los barrios de la ciudad. Entre las obligaciones primordiales con- La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 19 traídas por estos, se contaba la de permanecer atentos al proceder de aquellas personas «de antecedentes sospechosos y mal vivirn5. Los Celadores de Barrio habían de informar a la Alcaldía de todo cuanto de anormal pudiera suceder en su zona. Se nombraba para tal me-nester a un individuo cuya conducta fuera considerada intachable, y para ello el Alcalde solía pedir la opinión de los notables del lugar, quienes le informaban de la persona o personas a quienes consideraban las más ade-cuadas para el desempeño de esa función que, por lo demás, no exigía de aquel en quien el nombramiento recaía el abandono de sus tareas habi-tuales, ni un cambio significativo en su modo de vida. Se le pedía, tan só-lo, que vigilara y estuviese atento, informando de todo cuanto le produje-ra inquietud o sospecha. Convertido en una especie de conciencia pública de la comunidad en que habita, el Celador de Barrio permanece atento, dispuesto a tomar buena nota de cuanto pueda escandalizarle, convencido de que aquello que le escandaliza a él reúne motivos suficientes para producir el estupor general, y merece consiguientemente ser reprimido. Así que, el Celador in-forma a sus superiores y desconfía, por principio, de todo aquél que no se ajusta a las normas. Su mirada contribuye a crear la marginalidad; reclu-ye la vida de los miserables en la cárcel que ha creado en su mente para encerrar el desorden, pero no puede hacer nada por atacar la raíz de los peligros que le inquietan. Podemos ver, a través de un ejemplo, el tipo de sucesos en los que los Celadores intervenían. En 1864, se condena a pagar 50 reales de vellón a Catalina Mayor por escándalo e injurias. El suceso que originó esta mul-ta se produjo cuando Catalina salió en defensa de dos de sus hijos, que eran reprendidos por el cura del barrio después de que aquellos hubieran apedreado -según la versión del cura-, junto a otros chavales, a un in-dividuo que estaba tendido en el suelo atacado de un dolor de estómago, y a quien el cura describe como «un pobre majorero»6. Entre los insultos que, en aquél trance, Catalina dirige al sacerdote están los de "ladrón", "borracho", "que roba a los monaguillos para pagar a las putas", etc. Pero no es sólo a través de la figura del Celador como el consistorio in-terviene en la moral pública. Un ejemplo esclarecedor nos lo ofrece en 1865 la petición que una ciudadana, Eusebia Mana Rodnguez, dirige a la Alcaldía, para que se obligue a su marido, que la ha abandonado, a aten- = Año 1861, Alcaldía Constitucional de Las Palmas, «Expediente sobre el nombra-miento de un comisionado que vigile a algunos vecinos de conducta sospechosa que viven en el Barrio de San Juan, y corrija los abusos que se cometen en aquel punto con infrac-ción de las reglas del Bando del buen gobierno». Sección Orden Público, n." 11. Natural de la isla de Fuerteventura. 20 Domingo Fernández Agis der de nuevo sus obligaciones como tal. Hacía cinco meses que su esposo la había dejado, no llegando a conocer siquiera al último de sus hijos, del que Eusebia estaba embarazada cuando su marido se marchó. Entre tan-to, realizando pesquisas por su cuenta, había llegado a saber que su ma-rido se encontraba en Santa Cruz de Tenerife, viviendo con Mana Toledo Tacoronte, natural de la isla de La Palma, como también lo era el propio Antonio Castro, el marido infiel. En respuesta, el Alcalde de Las Palmas dirige un Oficio al de Santa Cruz de Tenerife, pidiéndole que «si lo tiene a bien, se sirva de averiguar por los dependientes de su autoridad, si es cierto que Antonio de Castro, vecino y casado en esta vecindad, se halla allí amancebado, y en tal caso remitirle, mediante tener aquí abandonados su mujer é hijos)). El Alcalde tenía entonces poder para hacer que se detuviera al marido infiel y obligarlo a volver junto a su esposa, pero pretende obtener la ma-yor información que le sea posible antes de tomar una decisión. Otro ejemplo de la diversidad de sus atribuciones en este proceloso ámbito nos lo ofrece el siguiente caso. El 15 de julio de 1868, José María Gil, a quien se describe como «ciego y pobre vergonzante», presenta una denuncia contra la prostituta Agustina Santana, a la que acusa de haber seducido a uno de sus hijos provocándole la enfermedad causante de su muerte y de tratar ahora de seducir al otro. El Alcalde da instrucciones pa-ra que se compruebe si la citada prostituta padece la sífilis y si son cier-tos los demás extremos manifestados por José Mana Gil. El Director del Hospital de la Beneficencia, consultado a propósito de tal asunto por el Alcalde, responde que ha revisado «el libro de movimien-tos de enfermos del Hospital de San Martín, desde 1862 hasta fin de junio del corriente año, y sólo he encontrado una Agustina Santana, sirvienta de unos 30 años de edad, que ingresó en dicho establecimiento el 29 de junio de 1867 y salió el 30 de julio del mismo año, curada de una disenteria)). El dueño de la casa donde servía como criado el joven fallecido, con-sultado también por el Alcalde, responde a éste que «mientras Feliciano Gil estuvo de sirviente en mi casa no me refirió que hubiese contraído afectos venéreos, y que en los pocos días que permaneció en el Hospital de San Martín tampoco observé síntomas caractensticos de sífilis, sino de una tisis pulmonar en su último penodo». En consecuencia, el Alcalde dejará al ciego abandonado a su oscuri-dad y sus penas. Sin embargo, podemos considerar que es de sobra elo-cuente y llamativa esta somera ilustración de sus poderes en materia de moralidad. A juzgar por los documentos conservados, se entiende en la época como algo fuera de toda discusión, que el Alcalde tiene una gran responsabilidad en la tarea de conseguir que los ciudadanos lleven una vi-da acorde con las pautas de moralidad establecidas. ik mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... DEL CONDUCIRSE ADECUADAMENTE A pesar de sus conocidos defectos, la prisión sigue estando asociada en la conciencia pública a la idea de procedimiento ideal de castigo. En consecuencia, es posible preguntarse las razones de este general asenti-miento, cuando es tan manifiesta su ineficacia a la hora de alcanzar los fi-nes que con ella se persiguen. Foucault sostiene que, a pesar de que son conocidos ((todos los inconvenientes de la prisión, y que es peligrosa cuan-do no es inútil)). No parece que la sociedad se encuentre dispuesta a pres-cindir de este instrumento punitivo. En efecto, como señala el pensador francés, ((no se ve por qué remplazarla. Es la detestable solución de la que no sabría hacerse la ec~nomía))~. En la época en la que hemos centrado nuestro comentario, a pesar de que el fracaso de esta institución era, si cabe, todavía más evidente que en nuestros días, nadie parecía pensar en su supresión. La tendencia, llevada en precario a la práctica como ya se ha dicho, era reforzar mediante leyes y ordenanzas el carácter punitivo de la prisión. Las iniciativas tendentes a mejorar el conocimiento del delincuente, iban dirigidas en tal sentido. Así, según exige el Decreto de 20 de diciembre de 1843, en su Artículo 2.", «los Alcaldes, Regidores y Procuradores síndicos del Ayuntamiento)) de la ciu-dad donde resida el reo, habían de remitir un Certificado de conducta so-bre éste, en el que hicieran constar: 1. Si su conducta había sido honrada o licenciosa, «relajada o viciosa)). 2. Su profesión u oficio. 3. Si era ((de genio pacífico y conciliador)) o, por el contrario, aincli-nado al hurto, a la embriaguez, a la disipación, al juego, a la blas-femia, a la vagancia, al libertinaje, a los malos tratamientos, etc.» 4. La mota que había merecido en el ejercicio de las armas o milicia nacional)). 5. Si había o no incurrido en castigos o reconvenciones de la justicia. Este Certificado tenía que remitirse a la Prisión, junto al Certificado de Condena, al tiempo que el reo ingresaba en ella. Puede verse, en la uti-lización de este tipo de procedimiefitos, un intento de profundizar en las técnicas disciplinarias8. Intento precado, pero que responde, en todo ca- FOUCAUMLT.: ,V igilar y castigar, ed. cit., p. 234. .El margen por el cual la prisión excede la detención está lleno de hecho por unas técnicas de tipo disciplinario. Y este suplemento disciplinario en relación con lo jurídico es, en suma, lo que se ha llamado lo penitenciario». FOUCAUMLT.: ,V igilar y castigar, ed. cit., p. 251. 22 Domingo Fernández Agis so, a un impulso similar al que en la época caracteriza a la evolución de la penalidad en el resto de Europa. En el extremo opuesto a los sistemas disciplinarios que se aplican en el interior de la prisión hay que situar a aquellos otros que tienden a ase-gurar la normalización del comportamiento de los ciudadanos. En este ni-vel es preciso situar las normas municipales de convivencia. Existe, como es evidente, un sistema sancionador para castigar el incumplimiento de las mencionadas normas. De la manera de proceder de la Alcaldía, para hacer cumplir las nor-mas de convivencia recogidas en el Bando del Buen Gobierno, puede ser-vir de ejemplo este caso, referido a la multa impuesta a D. Pedro Cabrera por infringir varias de las reglas de dicho Bando. Los hechos objeto de de- ", nuncia podrían resumirse así: D E Un Guardia Municipal encuentra corriendo a caballo por la Calle de O Triana, entonces la principal de la ciudad, a Pedro Cabrera y Norberto n-- Quintana. Al pedirles que dejaran de hacerlo, relata el Guardia que «D. m O E Pedro Cabrera, le insultó en la puerta del Café de la Marina, manifes- SE tándole que dijese a D. Antonio López Botas (en aquel entonces Alcalde -E de la Las Palmas) que si hubieran cuatro como él, los uniformes de los municipales irían abajo y que ellos no mantenían a 13 bagantes, que se 3 - lo dijera al Sr. Alcalde y que se cagaba en el alma del municipal y que le - 0 m iba a acechar para clavarle una navaja y vaciarle y otras muchas inso- E lenciasn . O Sigue relatando el Guardia Municipal en su informe que Pedro Ca- n brera «...se bajó del caballo y se puso a orinar vuelto hacia la quisialera de E a-la puerta del café». nl Cuando el Alcalde inicia sus diligencias para sancionar debidamen- n n te al causante de estos desmanes, cita de nuevo al Sargento ante el que 3 había dado parte de lo sucedido el Guardia que se vio envuelto en los O hechos. Le pregunta por los antecedentes que tiene de Pedro Cabrera y el Sargento le dice que, por lo que ha podido averiguar, el tal sujeto sue-le embriagarse y cuando lo hace insulta a todo el mundo y es muy in-solente. Se cita a Norberto Quintana, que aquel día acompañaba al trans-gresor, quien se excusa diciendo que no es verdad que fueran al galope, «pues iba en un caballo de paso y delante en otro Pedro Cabrera a media carrera)). Se busca entonces a otros testigos, que ratifiquen o no lo dicho por el guardia. Uno de ellos corrobora que Pedro Cabrera estaba eorinándose, con todas sus partes descubiertas, en la puerta del Café». El testigo afir-ma que trató de apartarlo, pero que Cabrera le dijo que iba a "mearlo a él e intentó hacerlo". Relata que entonces se apeó Norberto Quintana para La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 2 3 llevarse a Cabrera y éste le dio una bofetada, enzarzándose en una pelea hasta que fueron separados. El Alcalde concluye que los «excesos de Cabrera alteran el orden y la tranquilidad que reinan siempre en el café y en las calles». En conse-cuencia, se le condena por infringir varias de las normas del Bando del Buen Gobierno, a pagar como multa un total de 180 reales de vellón. La pena puede sustituirse por un día de arresto por cada duro de cuantía de la multa, si el encausado fuese declarado insolvente. El Alcalde toma esta resolución el 28 de agosto de 186 1. En junio del mismo año, se había condenado a otro vecino a pagar una multa de 4 reales de vellón por negarse a barrer el trozo de la calle que hay delante del cuarto en el que trabaja. Infracción que hoy nos pare-cerá pintoresca, pero que nos recuerda que la limpieza de la calle corres-pondía a los vecinos que vivían en ella, como también se hacía repercutir sobre ellos cualquier reparación o reforma que hubiera que realizar en la misma. El 3 de marzo de 1861, el padre de D." Mana del Rosario Hennquez, cuyo marido a consecuencia de la bebida ha perdido el juicio y -según dice en la solicitud que dirige al Alcalde-, «apoderado de un cuchillo quiere matar con él a cuantos le rodean, habiendo tenido que abandonar-le dejándolo sólo en su casan, pide que se recluya a su yerno «hasta tanto le calme el furor de la locura)), para evitar que cause cualquier desgracia irreparable. El Alcalde cita entonces a dos doctores para que emitan un dictamen sobre el estado de salud del marido, D. Francisco De Paula Angulo. Finalmente serán tres los doctores que vayan a la casa del presunto demente, junto con un secretario que levantará acta de su dictamen. Los médicos coinciden en que padece una monomanía producida por el ex-cesivo consumo de alcohol y la deficiente alimentación. Creen que, «el mencionado enfermo puede tener algunos accesos más o menos inten-sos de furia», aunque piensan que atendiendo a la causa de su demen-cia y dado el estado en que se encuentra el enfermo, debe tratársele con benevolencia y no como a un verdadero loco furioso, aunque sí reco-miendan que esté en todo momento vigilado por personas que puedan contenerlo en caso de padecer un nuevo ataque de furia y que, de igual forma, ha de impedírsele «llegar a cualquier instrumento o arma peli-grosa ». Tras este dictamen, del que se desprende que los doctores no conside-ran que el marido padezca un grado de demencia tal que deba ser ence-rrado en una institución, será la esposa la que se dirija, algún tiempo des-pués, de nuevo al Alcalde haciéndole saber que han hecho todo cuanto éste dispuso y que «no se ha obtenido el resultado que se deseaba; porque 24 Domingo Femández Agis ni es posible privarle del uso de los licores, causa principal del mal estado de su cabeza, ni proporcionar uno o dos hombres que constantemente le estén vigilando". Afirma además que sigue propinando palizas y malos tratos a ella y a sus hijos, y termina pidiendo que se tomen las medidas pertinentes. Lo que parece referirse, dicho en otras palabras, al encierro del paciente en una institución para enfermos mentales. Ante esta nueva petición, el Alcalde dispone que el demente sea ence-rrado ((preventivamente))e n el Depósito Municipal y que vayan allí a ver-lo de nuevo los mismos doctores que lo reconocieron antes para que así puedan emitir un nuevo dictamen. Tras una nueva visita, los médicos in-sisten en que «el Angulo es demente por causas accidentales y que evitán-dole el abuso de las bebidas alcohólicas es muy probable y casi seguro que se restituya al uso completo de su razón, pero que sin embargo habiendo llegado los acontecimientos al estado en que los pintan los interesados, no responden de que el enfermo, dadas las circunstancias expresadas, no pueda entregarse a algún acto de violencia que sea de más o menos gra-vedad ». El Alcalde concluye que el estado del enfermo no justifica que siga re-tenido en el Depósito Municipal y, como no se dispone de otro lugar en el que mantener vigilado al sujeto, acuerda trasladar el expediente al Sub-gobernador «para que con su superior ilustración y autoridad resuelva lo que crea más acertado)). El Subgobernador pide un nuevo informe médico para determinar si el paciente debe o no ser enviado al Hospital de Dementes de Cádiz. En las diligencias practicadas se descubre que una de sus hermanas padece demencia, y esto parece ser considerado como un detalle de importancia decisiva pues, los médicos afirman ahora que ((sin negar que la acción de las bebidas alcohólicas y tal vez de algunas pasiones del ánimo, la causa principal debe ser la predisposición hereditaria a dicha afección)). A pesar de todo parece obvio que los propios doctores no debían confiar mucho en la eficacia curativa de las Casas de Dementes, pues afirman que «hay ciertamente temores de que pueda cometer algún atentado o exceso de gravedad, más con objeto de evitarlos, y al mismo tiempo de no agravar su estado actual recluyéndolo en una Casa de Dementes, sino por el con-trario de procurarle su mejoría o quizá su curación, es conveniente que se le confíe a una persona que cuide constantemente de conducirle con el ti-no y prudencia que reclama, procurando que se le alimente con esmero y que evite el abuso de bebidas alcohólicas y las pasiones de ánimo)). No obstante, piensan que si estas medidas no dieran resultado, habría enton-ces que pensar en recluirlo en el Hospital de Dementes de Cádiz. El Alcalde pide que se cite a la esposa y el hermano, D. Juan De Paula Angulo, «para que comparezcan en esta Alcaldía en el día de mañana a fin La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 2 5 de instruirles del resultado de este expediente e invitarles a hacerse cargo de Angulo » . Comparecen, pues, la esposa y los hermanos del furioso. La esposa, tras escuchar el dictamen de los facultativos, manifiesta al Alcalde que ella no puede comprometerse a cuidar a su marido, por temor a que le causa-ra algún daño. Los hermanos deciden hacerse cargo del enfermo y se com-prometen a cuidarlo en los términos prescritos por los médicos. Pero exi-gen para ello que la esposa se mude con sus hijos a casa de su padre, dejando en su vivienda al loco y sus celadores-hermanos. La esposa dice que no tiene inconveniente en mudarse a la casa de su padre, siempre y cuando se le permita llevar consigo todos sus bie-nes «muebles y raíces)) y se le asigne, del patrimonio de su marido, una cantidad de dinero suficiente para atender a sus necesidades y las de sus hijos. Se llega a un acuerdo satisfactorio para la esposa y los hermanos del demente, que el Alcalde comunicará de inmediato al Subgobernador, quien responde que aprueba las medidas que se han tomado para solu-cionar el caso. Recibida dicha conformidad, se procede a hacer un inven-tario exhaustivo de los bienes del demente, cuyo conocimiento nos per-mite pensar que la familia no se encuentra en un estado de penuria, pues dispone de una vivienda de dos plantas y unos muebles y enseres que tes-timonian cierta capacidad económica. A continuación, la esposa presenta una solicitud en el Juzgado de Pri-mera Instancia de la ciudad, para que se declare incapaz al marido y se la deje al cuidado de todo el patrimonio familiar, dado el estado de enajena-ción mental de aquél. El Juzgado por su parte, solicita entonces a la Al-caldía que le sea remitido el expediente para estudiar el caso. Pero, el 14 de septiembre de 1861, los hermanos dirigen un escrito al Alcalde, solicitando que se les releve de la obligación que habían contraí-do pues desde hace cinco días, «de conformidad sin duda con su mujer)), el enfermo se ha ido a vivir con ella. Conocidas estas circunstancias, el Al-calde envía a un Guardia Municipal al domicilio de la esposa, conminán-dole a presentarse en la Alcaldía. Una vez allí, ella reconoce que es cierto que, tras las reiteradas promesas de su marido, ha condescendido y desde hace varios días ha vuelto a vivir con él. Por ello dice que no ve inconve-niente en que se releve a sus cuñados de su responsabilidad y se compro-mete a dar parte a la autoridad si ve que no puede controlar la conducta de éste. En agosto del año siguiente llegan nuevas quejas a la Alcaldía, por la conducta de D. Francisco Angulo que «se halla continuamente entregado al vicio de la embriaguez escandalizando con este mal proceder todo el ve-cindario hasta en términos de tenerle por demente)). El Alcalde ordena 26 Domingo Fernández Agis que se haga una indagación para determinar la realidad e importancia de los supuestos escándalos. Se cita a seis vecinos del presunto demente para que testifiquen bajo juramento acerca de los supuestos desmanes cometidos por éste. Tan só-lo dos de ellos lo tienen por peligroso, aunque sólo pueden reprocharle al-gunos insultos y disparates, que en ocasiones les ha dirigido. Los demás consideran que, si alguna vez dice disparates o insulta, es debido a la be-bida y que cuando no bebe es un hombre de bien. Ante estos testimonios el Alcalde, el 22 de agosto de 1862, toma la siguiente resolución: Hágase saber a D." María del Rosario Henríquez que, en fuerza del encargo y compromiso que solicitó y aceptó por el memorial de doce de septiembre y diligencia del diez y seis, procure evitar que su esposo D. "7 Francisco de Paula Angulo cometa los excesos que han motivado las E quejas últimamente producidas; y hágasele entender también que es le- o galmente responsable de las consecuencias que los mismos excesos pro- - - duzcan. m O E E a Y con esto se pierde la pista de Angulo en los pliegos oficiales. No obs- E tante, el caso, intrascendente en su contenido, es sin embargo esclarecedor a la hora de comprender los procedimientos seguidos por la Alcaldía a la 3 hora de mantener el respeto a las normas sociales de comportamiento. - 0 m E o En opinión de Foucault, «la prisión no ha sido al principio una priva-ción de libertad a la cual se le confiere a continuación una función técni-ca de corrección; ha sido desde el comienzo una detención legal encarga-da de un suplemento correctivo, o también, una empresa de modificación de los individuos que la privación de libertad permite hacer funcionar en el sistema legal. En suma, el encarcelamiento penal, desde principios del siglo XIX, ha cubierto a la vez la privación de la libertad y la transforma-ción técnica de los individuos)+'. Sin embargo, como ya hemos apuntado, las circunstancias hicieron que, en el lugar y el momento que nos ocupan, el primero de los elemen-tos mencionados -la privación de la libertad-, primara de manera casi completa sobre el segundo -la transformación técnica de los individuos-al menos en el ámbito concreto al que hemos circunscrito este trabajo. 9 FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, ed. cit., p. 235. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 27 A los efectos que nos ocupan, hay que empezar por considerar la im-portancia del Reglamento de 1854 que establece, de acuerdo con las leyes penales vigentes en la época, las normas que habían de regular el com-portamiento de los internados en la Cárcel de la ciudad. Entre sus rasgos m& llamativos, destacan los recogidos en los siguientes artículos. El Artículo 7. dispone que, «establecidos como se hallan dos departa-mentos diferentes para hombres y mujeres, el Alcaide cuidará muy parti-cularmente no se comuniquen los reclusos en un departamento con los del otro, teniendo con separación en el de cada sexo los varones menores de diez y ocho años y las mujeres menores de quince de los que hubiesen cumplido estas edades)). La separación de los penados por sexo y edad era y es una de las nor-mas elementales de la Prisión, tan sólo en fechas recientes se han llevado a cabo experiencias mediante las que se permite el contacto entre los re-cluso~ d e uno y otro sexo. La creación de correccionales y reformatorios donde se internaba a los menores de edad era ya común en la época, a pe-sar de que la penuria económica que se padecía entonces no permitiera que aquí se llevara a la práctica. Por su parte, el Artículo 8. O prescribe que «no podrá el Alcaide agravar a los presos con encierro con grillos ni cadenas sin que para ello proceda orden de la autoridad competente, salvo en el caso de que para la seguri-dad de su custodia sea indispensable tomar incontinente alguna de estas medidas de que habrá de dar parte lo más pronto posible a la misma au-toridad » . De acuerdo con esto último, tan sólo durante los traslados de una pri-sión a otra se encadenaba a los presos. La humanización de las penas que la Ilustración trajo consigo aconsejaba limitar el uso de estas medidas, tal y como se recomienda en el artículo anterior. Existe también una cierta preocupación por la salud espiritual de los condenados, así en el apartado de Religión y Moral el Artículo 16 del Re-glamento de régimen interior establece que «todos los domingos y días festivos deberán los presos oír misa en la capilla del establecimiento y en cada día entre las oraciones rezarán el rosario de Mana Santísima; con-fesarán y comulgarán en los días que de obligación señala nuestra Santa Madre Iglesia)). En una línea de acción complementaria, tratando tal vez de promover la meditación sobre el mal causado y el arrepentimiento de los detenidos, el Artícub 20 prohíbe a los presos tomar bebidas alcohólicas y e1 21 do-da clase de juegos». Pero, si el arrepentimiento espontáneo no se produ-ce, existen otros medios para doblegar las voluntades más díscolas. Así el apartado relativo a cowecciones prevé que los presos sean sancionados, se-gún la importancia de la falta cometida, prohibiéndoles «la comunicación 28 Domingo Fernández Agis con su familia)), «encerrándole en un calabozo)), «poniéndole a pan y agua o a media ración)) o «descontándole en favor del establecimiento una par-te del suministro diario, siempre que éste se hiciese en metálico». El mantenimiento de la Prisión ofrece también algunas peculiaridades curiosas. En efecto, además de lo que aporta la Administración del Esta-do, construyendo y dotando el edificio donde se ubica el presidio, y de lo aportado por la Alcaldía de Las Palmas, cada Ayuntamiento de la isla con-tribuye con una cantidad proporcional al número de presos de su Parti-dolo. Esta cantidad se destina al «socorro de presos pobres», es decir, a costear el sustento de quienes no tienen medio alguno de procurárselo por ellos mismos o sus familias. Se supone que los familiares con recursos económicos suficientes pa-ra ello, se ocupaban directamente de atender a quien de los suyos estu- "7 D viese recluido en prisión. El argumento que la institución empleaba para E conminarles a hacerlo era muy sencillo: si no lo hacían pasarían hambre O o acabarían contrayendo enfermedades, tal como les sucedía a los que la n-- m soledad y la miseria habían dejado allí abandonados a su suerte. O E Existe un buen número de cartas del Ayuntamiento de Las Palmas de E 2 E Gran Canaria a distintos municipios de la isla, pidiéndoles que salden - cuentas pendientes a este respecto, o que, puesto que algunos afirman ha- = ber pagado aunque no se ha recibido el dinero, envíen memoria o recibos -- por las cantidades satisfechas. A estas cartas, responden los respectivos 0 m E Ayuntamientos con otras, ofreciendo las más variadas excusas para no O proporcionar cuentas claras de las cantidades abonadas en concepto de auxilio a presos pobres. Se habla de pérdida de los recibos, de expedien- n E tes extraviados, etc. Todo ello hace pensar en la existencia de un tira y - a afloja continuo entre el Ayuntamiento de Las Palmas, ciudad en la que se 2 n alza la prisión, y los de las poblaciones que tenían presos pobres ingresa- n dos en ella. O3 Esa situación se hace patente de forma escandalosa cuando, a raíz del incendio de las Casas Consistoriales de Las Palmas, ocurrido en 1846, quedan destruidos los documentos de cobro. Estando el Ayuntamiento de esta ciudad imposibilitado de controlar por sus propios medios quienes habían pagado, empieza a enviar oficios a las distintas Alcaldías para re-componer la documentación perdida y hacer que paguen los que aún adeudan dinero. La circunstancia del incendio, con toda probabilidad, pa-rece haber sido aprovechada por los Ayuntamientos morosos para es-currir el bulto y decir que ellos ya habían saldado sus deudas anterior-mente. lo Territorio sobre el que rige la jurisdicción municipal, en aquello que no sea com-petencia directa de la administración central del Estado. mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 29 ES, en efecto, de lo más curioso que sea en concreto de los últimos años, período en el que se les podía reclamar todavía la deuda contraída, de cuando algunos de los Ayuntamientos requeridos dicen no haber con-servado copia de los recibos de pago, alegan su extravío, o hacen referen-cia a cualquier otra excusa. El reparto de la cantidad que competía pagar a cada Ayuntamiento lo hacía la Diputación Provincial. Hay que recordar que entonces sólo exis-tía una Provincia y la sede de la Diputación se encontraba en Santa Cruz de Tenerife. Dadas las comunicaciones de la época, esta circunstancia alargaba considerablemente la duración del proceso. Al final del mismo, comenzaba la batalla del cobro de las cantidades que a cada municipio co-rrespondían. Esta era la fase más problemática, tanto que casi nunca lle-gaba a cumplirse con regularidad. Los datos que refiero a continuación constituyen una elocuente ejemplificación de las circunstancias que habi-tualmente envolvían al proceso de cobro. El Ayuntamiento de Ingenio, en el balance realizado en respuesta a uno de los mencionados oficios, reconoce un «déficit de 690 reales a fa-vor de los presos pobres perteneciente al pasado año de 1844», en res-puesta al oficio del Ayuntamiento de las Palmas, fechada el 28 de abril de 1846. Otros Ayuntamientos remiten al de Las Palmas de Gran Canaria in-formes firmados por sus Alcaldes, pero el Alcalde de Las Palmas sigue re-clamándoles los correspondientes recibos, desconfiando de las excusas que se mencionan en los citados informes. Ante la falta de respuesta, el Al-calde de la ciudad acabará por dirigir un oficio al Jefe Político Provincial, instándole a que éste, a su vez, exija a los Ayuntamientos morosos que re-mitan los documentos solicitados por la Alcaldíall. El Jefe Político Provincial, el 6 de julio de 1846, adopta las medidas oportunas para que los Ayuntamientos del territorio bajo sus jurisdicción aporten la documentación requerida. El Ayuntamiento de Las Palmas, entre tanto, había tenido que tomar ciertas cantidades de dinero, pertenecientes a sus fondos de contribucio-nes, para permitir el mantenimiento de los presos pobres. De ahí su in-sistencia en que le sean abonadas las cantidades que se le adeudan, con objeto de reponer los mencionados fondos y enjugar de ese modo el défi-cit que se había generado en las arcas municipales. Tras el requerimiento del Jefe Político Provincial, empiezan por comparecer en Las Palmas representantes de los Ayuntamientos de San Bartolomé de Tirajana, Agüimes, Ingenio, Firgas y San Lorenzo, y se en-l1 Oficio de 25 de junio de 1846. 30 Domingo Fernández Agis vían nuevos apercibimientos, por no haber cumplido con lo dispuesto, a los Ayuntamientos de Telde, Armas, Ingenio, Valsequillo y Santa Brí-gida. Esta misma penuria alcanza también a quienes tienen a los presos ba-jo su custodia y así, el 28 de diciembre de 1846, el Alcaide de la Prisión apremia a las autoridades para que concluyan de una vez sus diligencias y le abonen la cantidad de dinero que se le adeuda. Esto da a entender que el dinero librado por el Ayuntamiento de Las Palmas no había sido sufi-ciente para cubrir todos los gastos, habiendo quedado el propio Alcaide pendiente de cobrar parte de sus honorarios. A propósito de ello, es con-veniente recordar que el Alcaide cobraba entonces un tanto por cada pre-so y, en el caso de los presos pobres, esa cantidad había de sacarse del mis-mo impuesto que pagan los Ayuntamientos. En el Expediente n." 59 de 1846, conservado en la Sección de docu-mentos del Archivo Histórico Provincial de Las Palmas correspondiente a los Presos pobres, aclara que entonces se destinaba real y medio diario al sostenimiento de dichos presos. El 16 de diciembre el Ayuntamiento hace balance y afirma que «el número no ha bajado de 30, habiendo ascendido en algunos meses a 49)). Se considera, de ese modo, que para el año si-guiente la cantidad destinada a satisfacer este concepto habrá de ser de 20.855 reales, «calculando que mensualmente habrá que sostener a 38 presos)). Se requiere entonces al Presidente de la Diputación Provincial, para que comunique lo que corresponde a cada Municipio para que se re-caude cuanto antes la cantidad necesaria. El 13 del mismo mes de diciembre se recuerda de nuevo a la Diputa-ción lo anterior, «a causa del conflicto en que se hallaba por la absoluta falta de recursos para el socorro de los presos pobres)). Se advierte ade-más de las «graves consecuencias» que pueden sobrevenir de ((desaten-derse la manutención)) de los presos. Pero, por ninguna de las partes, se aprecian signos que permitan aven-turar que la situación va a mejorar. El Alcalde de Telde, en carta del 14 de septiembre de 1846 dice que «no le ha sido posible verificar dicha entre-ga mediante no estar realizada la cobranza del reparto vecinal formado al efecto, a causa de la suma miseria que notoriamente agobia a este vecin-dario)). Este mismo Alcalde dice haber dispuesto que se reúna la cantidad que pueda aportarse y que esta sea remitida al Ayuntamiento de Las Pal-mas. El de Santa Brígida, en carta del 15 de septiembre de 1846, afirma que pagó la mitad de la cantidad requerida, pero que ahora carecen de fondos para poder satisfacer el pago de la 2." mitad. Pide que se de algún plazo para hacer un reparto y recaudar el dinero entre los vecinos. El de Santa Lucía contesta en similares términos, etc. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 3 1 Ante la situación, el Ayuntamiento de Las Palmas, el 29 de octubre de 1846, acuerda acelerar al máximo el cobro de «al menos la mitad» de la cuota, debido a que si no entra dinero pronto no habrá con qué alimentar a los presos pobres. El 16 de marzo de 1847, ante la situación de penuria y sobrepoblación que padecía la Cárcel de la ciudad, se adopta la medida de trasladar a va-rios grupos de presos a distintos pueblos, para que sean mantenidos y cus-todiados allí. El Jefe Político Provincial en Oficio remitido desde la sede de la Jefa-tura en Santa Cruz de Tenerife, contestando al Oficio previo que le había dirigido el Alcalde de Las Palmas reclamando la cantidad de dinero que necesita para alimentar a los presos y que no ha podido recaudar, reitera lo que ya había dicho en un oficio anterior, esto es, que en tanto no exis-tan fondos, a los presos pobres se les den ((dos raciones abundantes de la misma sopa económica que se reparte a los mendigos de la ciudad» y que, una vez se cobren las deudas que por ese concepto tienen contraídas los Ayuntamientos de distintos pueblos, se reintegre el importe de este gasto que se detraerá de la cantidad adeudada a los presos. A su vez, el Ayuntamiento de Las Palmas, ante esta nueva negativa a aportar medios econóniicos por parte del Jefe Político, acordará no apre-miar más por ahora a los municipios implicados, en consideración a la miseria existente, y recaudar las cantidades que buenamente se puedan conseguir, supliendo el resto con dinero extraído de otros impuestos. Si las condiciones de vida en la Cárcel de Las Palmas eran duras, es-tas no serán mejores en los calabozos de cada uno de los pueblos a don-de, como ya se ha dicho, son trasladados algunos grupos de condenados. A propósito de ello, es elocuente el Oficio que, el 9 de octubre de 1847, el titular del Juzgado de 1 ." Instancia de Guía dirige al Alcalde de Las Pal-mas, para que a su vez lo transmita a la Junta de Beneficencia de la ciu-dad, solicitando atención médica para Juan Dolores de Vega, un vecino de Artenara contra el que se sigue en dicho juzgado una causa criminal por robo. El Juez dice que el reo se encuentra ((enfermo en la cárcel pública é hinchado el estómago y piernas, lleno de sarna»; quiere cerciorarse de que va a ser admitido antes de enviarlo hacia el Hospital de San Martín. Pero este Hospital, dedicado a la beneficencia, no podía atender a más de 30 internados y, en el momento de la solicitud del Juez de Guía, había en él el doble de enfermos. En consecuencia, responden que no tienen fondos para atender los gastos que un ingreso ocasiona, ni espacio físico para atender a nadie más. La determinación de trasladar a grupos de presos a distintas localida-des de la isla se había tomado, como hemos dicho ya, para descongestio- 3 2 Domingo Fernández Agis nar así la prisión de Las Palmas y aliviar el coste de funcionamiento de la misma. Pero una realidad marcada por el hacinamiento, el hambre y la miseria sigue siendo el porvenir que espera a los condenados, sea cual sea el lugar adonde vayan'*. Así, por ejemplo, el Alcalde de Gáldar escribe el 7 de abril de 1847 al de Las Palmas lo siguiente: Debo advertir a Usted que la moneda diaria que le pagan a los refe-ridos presos no es bastante para su preciso alimento, pues estando el pan a doce cuartos la libra el día que se encuentra y el millo de D. Fran-cisco Rodríguez que hay en este pueblo a nueve pesos fanega, de ningún modo es suficiente la dicha moneda para comprar aunque sea escasa-mente la manutención diaria de un hombre y así es que están pade-ciendo hambre. Es lamentable conocer que no sólo no se le enviará más dinero, sino que ni siquiera el habitual llega la mayoría de las veces, reclamándose rei-teradamente y llegando a amenazar al Alcalde de Las Palmas con dejar morir de hambre a los presos antes que seguir sosteniéndolos con el es-caso capital de las arcas de esos municipios modestos. A pesar de todo, ni siquiera a estas amenazas se responde en muchas ocasiones, y se llega a dar el caso de que es el propio Alcalde del pueblo el que tendrá que poner dinero de su bolsillo para mantener con vida a los presos que han sido puestos bajo su custodia. Por otra parte, el hacinamiento de la prisión de Las Palmas durante esos años hará estos traslados tan frecuentes que el Gobernador Militar se negará13 a poner más patrullas de militares a disposición de la Alcaldía pa-ra conducir los presos a los municipios de los que eran originarios. Serán entonces grupos de civiles, a veces simples vecinos, con las profesiones y ocupaciones más diversas, de los pueblos a donde se enviaba a los presos, quienes se encarguen de la custodia de éstos durante su traslado. Y, a todo esto, a pesar de las medidas tomadas, la situación de insalu-bridad en la Prisión de Las Palmas no desaparece, si bien las cosas mejo-ran algo cuando desciende el número de los que están allí internados. Pe-ro sí que hay una loable preocupación por la salud espiritual de los presos. En tal sentido, el 30 de abril de 1848, el Obispo de Canarias dirige una car-l2 El contraste con esa especie de «tipo ideal)) de sistema penitenciario que describe Foucault en Vigilary castigar, es más que evidente: ((Sena preciso entonces suponer que la prisión, y de una manera general los castigos, no están destinados a suprimir las infrac-ciones; sino más bien a distinguirlas, a distribuirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto a volver dóciles a quienes están dispuestos a transgredir las leyes, sino que tienden a orga-nizar la transgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos)). FOUCAUML.T: , op. cit., p. 277. l3 Carta de 5 de agosto de 1848 al Alcalde de Las Palmas. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 3 3 ta al Alcalde de la Ciudad, solicitando permiso para que un sacerdote di-ga misa los días festivos a los presos. La carta dice así: Hallándose los pobres presos de la cárcel sin consuelo de oír Misa los días festivos, me ha parecido conveniente proporcionarles un sacerdote de mis familiares para que les diga los Domingos y días festivos, gratis14 y sin recompensa alguna temporal. A lo que el Teniente de Alcalde, en nombre de éste, responde que pue-de decirse misa cuando disponga y le da las gracias al Obispo, «en nom-bre de estos infelices a quienes su estancia en la cárcel ha tenido alejados hasta ahora de la augusta presencia de lo sacramentado». Durante 1848, después de muchas presiones, los Ayuntamientos mo-rosos comienzan a avenirse a pagar las cantidades adeudadas el concepto de Socorro de presos pobres que, en muchos casos datan de los años 1837 a 1845. Eso indica que las cantidades que se debían de abonar por este particular, no se satisfacían casi nunca en el plazo establecido. El Ayuntamiento de Las Palmas acuerda, el 1 de abril de 1849, para poder recuperar al menos parte de las cantidades adeudadas, y ante la pérdida por el incendio acaecido de las certificaciones correspondientes, establecer un sistema de proporciones y reclamar en base a él las canti-dades correspondientes a los años que van de 1839 a 1844. Para ello se tie-ne en cuenta lo que dichos pueblos pagaron por ese apartado en los años 1838 y 1839. Sumando la cantidad obtenida con la que resulta de las deudas de las que se tiene constancia documental, resulta que Telde debe 11.136,17 re-ales; Agüimes, 2.127,14; Arucas, 2.883; San Mateo, 2.250; Valsequillo, 827; Teror, 1.690; Ingenio, 840; Santa Bngida, 960; San Lorenzo, 780; Firgas, 750; San Bartolomé 780; Santa Lucía, 780. En total la suma asciende a 25.763,3 1 reales. El trabajo para establecer el monto de las cantidades adeudadas fina-liza el 16 de abril de 1849. El 18 de mayo se dirige un escrito a cada una de las municipalidades deudoras, concediéndoseles el plazo de un año pa-ra abonar las cantidades que les corresponde pagar según el nuevo cóm-puto. Reparemos en que han pasado tres años desde que se inició el pro-ceso y aún se les concede un año más de plazo para satisfacer la deuda. En todo caso, desconfiando el Alcalde de la ciudad de que su autori-dad sea suficiente para que se cumpla con lo dispuesto, recurre de nuevo al Jefe Político Provincial para que exija a los Ayuntamientos deudores el cumplimiento de la orden de pago. Así, el 25 de mayo de 1849, el Jefe Ci-l4 El subrayado es del Obispo. 34 Domingo Femández Agis vil del Distrito de Las Palmas firma el correspondiente Decreto, conmi-nando al pago de las deudas. Recordemos una vez más, que toda esta situación se ha puesto de ma-nifiesto debido al ya aludido incendio de las Casas Consistoriales en 1846, evidenciándose a partir de aquel suceso la existencia de un conflicto per-manente entre centro y periferia, con respecto al cobro del impuesto para el sostenimiento de los presos pobres. ¿Qué conclusiones cabe extraer de todo ello? Tal vez sean las más sig-nificativas, la constatación de que no existe estrategia alguna de control o dominio sobre este estrato de población. Es evidente, que se pretende uni-camente mantenerlos fuera de circulación. Consecuentemente, puede también colegirse que en ningún momento está presente, en realidad, la voluntad de reforma o de domesticación de los presos. Se trata, simple-mente, de mantenerlos encerrados el tiempo que los jueces han estimado pertinente. Se hace patente, por último, que el funcionamiento de la ad-ministración es lento, descoordinado e ineficaz. Pero en el relato a grandes trazos de los hechos se pierden las histo-rias de quienes fueron tristes protagonistas de los mismos, y así cabría preguntarse si alguien contará alguna vez la historia de Rafaela de Santa Ana, condenada a cuatro años de prisión por robo que, ante el estado la-mentable de salud en que se encontraba, atestiguado por el médico de la prisión, y debido a la situación de insalubridad que se padece en ésta, con-sigue hacer llegar una petición al Jefe Superior Político para que «pres-tando todas las fianzas pertinentes», se le permita permanecer en su casa hasta que su salud se restablezca, petición que es atendida por éste. En su Oficio del 2 1 de septiembre de 1844, dando las instrucciones pertinentes al Alcalde de Las palmas, el Jefe Superior Político afirma: Bien conoce V. el mal estado en que se encuentran los establecimien- 3 O tos de esta clase en la provincia, haciendo que los delincuentes purguen sus delitos con penas mucho mayores y aflictivas que las que los tribuna-les les imponen. Pero estas instrucciones dirigidas a liberar a la presa chocan con la firme determinación a mantenerla encerrada del titular del Juzgado de Primera Instancia de Las Palmas, quien se niega a aceptarlas. Para ello alega que el Artículo 63 de la Constitución limita sus funciones a «juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado)), tal como le hace saber al Alcalde en una carta el 2 de octubre de 1844. Ante un nuevo Oficio del Alcalde al Jefe Superior Político, en respues-ta a nuevos requerimientos de la reclusa, aquel contesta al Alcalde que fi-je la fianza que crea oportuna, para que él pueda tomar la decisión que La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 3 5 deba tomarse. El Alcalde dirige entonces otra carta al Juez, preguntándo-le acerca de cual debe ser la fianza, a la que éste contesta en términos ta-jantes que «la fianza que corresponde a la interesada, es la cárcel segura, o 10 que es lo mismo, la fianza carcelaria~. Finalmente el Jefe Superior Político accede a la petición de la reclusa y determina que quede al cuidado de quien se había presentado como su fiador, D. Agustín Curbelo Ortega, quien queda así constituido en carcele-ro particular de Rafaela, estando obligado a conducirla de nuevo ante la autoridad cuando se le requiera y comprometiéndose a pagar la multa o el castigo que se le imponga si se escapa la presa. Queda, pues, Rafaela al cuidado de ese «vecino de esta ciudad, persona honrada, de arraigo y adornada de las demás circunstancias que se requieren», concediéndose-le, por Oficio del 7 de noviembre de 1844, un máximo de un año para res-tablecerse. Aunque esta especie de libertad tutelada le dura poco a la desdichada mujer, ya que el 5 de diciembre del mismo año, el Jefe Superior Político, dirige un nuevo Oficio al Alcalde urgiéndole a que inmediatamente cance-le la fianza dada por Don Agustín Curbelo Ortega y que la reclusa vuelva a la cárcel a cumplir su condena. Dados los antecedentes que ha seguido el proceso, podemos sospechar que fue una nueva intervención del Juez lo que devolvió a Rafaela a la cárcel. Sea como fuere, no tenemos la completa certeza de que ése fuera el motivo del cambio de actitud del Jefe Superior Político. En todo caso, el Alcalde responde que el mismo día en que recibió el Oficio, se dirigió «a las ocho de la noche» a la casa de la reclusa, ~habiéndolae ncontrado ma-la en la cama». Le hizo saber lo dispuesto por la autoridad y la enferma le respondió que «aunque fuese apoyada de alguna persona», se presentaría en la cárcel. El Alcalde comunica al Jefe Superior Político que, en efecto, la reclusa así lo hizo y que ese mismo día, a las 9 de la noche ya había in-gresado nuevamente en la Prisión. Quién recordará que Agustín Curbelo, que fue encerrado en prisión el 13 de mayo de 1851 por ((desobediencia a la autoridad y sus agentes", co-metió el delito de vender turrón fuera del lugar para el que se le había con-cedido licencia, negándose a abandonarlo cuando se lo exigieron los Guardias Municipales. Tras su negativa, fue llevado ante el juez, quien lo trató con mucha mayor severidad que a los marineros capturados el 9 de agosto de ese mismo año gobernando un barco negrero, a quienes no se ingresa en prisión, sino que únicamente se les prohíbe abandonar la ciu-dad. Porque, de no saber nada de Agustín Curbelo, tal vez no se nos ocu-rriera preguntarnos si acaso traficar con esclavos era menos pernicioso para la salud moral de la comunidad que vender turrón allí donde pasa mucha gente y no en el sitio convenido por la Alcaldía. 36 Domingo Fernández Agis (O intentar violar a una mujer es menos grave que responder a la vio-lencia policial con algunos insultos? Así debía de ser cuando el 20 de no-viembre de 1851, Francisco dvarez, vecino de San Bartolomé de Tiraja-na, que había intentado violar a Mana Candelaria Cordero, vecina del mismo pueblo, queda también en libertad con la prohibición de abando-nar la isla. Quizá el detalle más significativo, durante todo este periodo, sea que la inmensa mayoría de las condenas lo son por delitos contra la propie-dad. Hasta el hijo del Verdugo de la ciudad de Las Palmas, Antonio San-tana, es procesado por robo el 3 1 de julio de 1852. La miseria también lle-gó, por lo que podemos ver, a la misma casa del brazo ejecutor de la Justicia. Si alguna conclusión final podemos extraer de todo lo dicho hasta aquí, es la que nos lleva a sospechar lo lejos que estaba la realidad vivida por todos esos penados, de lo que se supone que era el ideal del nuevo sis-tema carcelario. En efecto, tal como la describe Foucault, «la prisión de-be ser un aparato disciplinario exhaustivo. En varios sentidos: debe ocu-parse de todos los aspectos del individuo, de su educación física, de su aptitud para el trabajo, de su conducta cotidiana, de su actitud moral, de sus disposiciones; la prisión, mucho más que la escuela, el taller o el ejér-cito, que implican siempre cierta especialización, es omnidisciplinavia. Además la prisión no tiene exterior ni vacío; no se interrumpe, excepto una vez acabada totalmente su tarea; su acción sobre el individuo debe ser ininterrumpida: disciplina incesante» 15. Intentar conducir a la población penitenciaria hacia este objetivo, por lo demás, inquietante y no demasiado deseable, será una de las tareas em-prendida por el poder ya en este siglo que ahora está próximo a acabar. Quizá las propias fallas en el tejido social, la ausencia de una burguesía pujante y capaz de impulsar en ese momento a la sociedad isleña, el atra-so cultural que padecía todo el país, unidos a otros factores que ahora no nos es posible precisar, fueron razones más que suficientes para explicar también este retraso. La miseria hizo más crueles los castigos de lo que lo habían sido en la mente de legisladores y jueces. Y el olvido, para lo bue-no y para lo malo, nos alejó quizá para siempre de ser una sociedad so-metida a panóptica vigilancia. El poder siguió hurgando por aquí, pero con ojos miopes. Continuó castigando, pero con manos torpes. ' 5 FOUCAULMT.,: Vigilar y castigar, p. 238. La mirada del poder. El control del orden público y la urbanidad ... 3 7 Expedientes archivados en la Sección Orden Público. Fondos del Archivo Históri-co Provincial de Las Palmas. FOUCAULT, M.: Suweiller et punir. Naissance de la prision. Gallimard, 1975. Vers. Cast. de A. Garzón del Camino, Siglo XXI. México, 1976. PÉREZP RENDEJS. , M.: Curso de Historia del Derecho Espanol. Universidad Com-plutense de Madrid. Madrid, 1986. |
|
|
|
1 |
|
A |
|
B |
|
C |
|
E |
|
F |
|
M |
|
N |
|
P |
|
R |
|
T |
|
V |
|
X |
|
|
|