LA EXISTENCIA EN LA LIRICA BAKKOCA:
UNA APROXIMACI~N
Universidad de Las Palmas de Gran Canana
Colegio Universitario de Las Palmas
El poeta y su circunstancia
La visión de la realidad barroca se presenta a nuestros ojos actuales como
debatiéndose en su acontecer, remedando unos famosos versos de Antonio
Machado:
entre una España que muere
y una España que bosteza.
En efecto, muere Carlos V, su Imperio y su &niversitas Christiana«,
determinantes de una actitud vital optimista que abanderó el Renacimiento. Y
surgió una España ociosa, gobernada por unos reyes abúlicos que abandonan
el poder en manos de validos. Esta precipitación del país desde su más alta
cumbre hasta la decadencia paulatina, no sólo va a afectar a la economía y la
política, sino a cada ser que fue testigo presencial de esa realidad. De ahí que
las reacciones sean tan ambiguas y se manifiesten entre una evasión hacia el
lujo, los placeres y, en cierta forma, el desenfreno, el goce epicúreo (no
olvidemos que en este siglo surge en la escena el español más sensual de
todos los tiempos: Don Juan) por parte de las clases altas, actitud que se basa
en un cerrar los ojos ante la auténtica realidad, porque si se reacciona de
diferente manera, abriendo los ojos ante ella y contemplándola con valentía,
la desolación es demasiado patente.
La literatura se hace eco de las dos modalidades y ello nos explica cómo
pudieron coexistir en una misma realidad temporal la lírica desbordante de
exhuberante belleza de un Góngora y la lírica amarga, esperpéntica y defor-mante
de Quevedo.
La ideología barroca ha venido interpretándose como una reacción contra
su antecesora, aunque no es tal, sino que el cambio obedece a un proceso de
lógica sucesión histórica que es consustancial con la actitud cambiante del
Boletín Millares Carlo n . ~11 . 1990. Las Palmas de Gran Canana. 153
sujeto ante la realidad que vive, también cambiante. Aludamos a unas palabras
de Rosales que captan bien este matiz:
«Toda época de esfuerzo tiende orgánicamente hacia el reposo. La tensión
del espíritu se relaja, y a las formas de vida activas y creyentes suceden otras
escépticas, cansadas. Puede el espíritu evadirse de esta ley, pero no es fácil la
evasión.»
Cuando titulamos esta parte de la monografía bajo el epígrafe de «el
poeta y su circunstancia», nos ha movido el deseo de analizar sucintamente
las causas agentes de lo que será la visión de la existencia en una época
concreta. Porque el poeta ha sido siempre un ser víctima de una realidad, de
un entorno que le impulsa a denunciarla, deformarla o embellecerla bajo la
capa de su arte.
El entorno histórico de unos seres como Qiievedo, Góngora o Villamediana,
ya se calificó como crítico y deprimente, últimos rescoldos de una grandeza al
lado de los atisbos incipientes de una decadencia. Nuestra cultura está en la
más lograda madurez, se ha impuesto como maestra de Europa y ya comienza
a plantearse los problemas propios de la senilidad: muestra de ello es el
cambio que se experimenta en la temática general de nuestra lírica, plena de
naturaleza y contcmplación cn cl Rcnacimiento, ineditativa, elaborada, retorcida
y cerebral en el Barroco.
En esta especie de giro copernicano que experimenta la mentalidad del
hombre en el Seiscientus con respecto a la centuria anterior hay un matiz
importante: al credo renacentista de que la inteligencia del hombre domina al
mundo, sustituye el hombre barroco el principio de que el mundo pesa cósmi-camente
sobre el hombre. Esto determinará muchas de las actitudes pesimistas
modernas y configurarán la dimensión individual del ser muchas veces a
considerar su insignificancia existencial.
En el Barroco, cambia toda una antropología metafísica, y en el sujeto
pensante se introducen con insistencia términos claves como los de « no ser»,
«nada», etc., que presuponen una visión pesimista y desoladora de la existencia
y le sume en una profunda angustia existencial, puesto que el hombre se
siente inseguro, inestable.
La historia y su ritmo han determinado este viraje ideológico, esta diferente
actitud del hombre ante sí mismo y ante el mundo: el cortesano renacentista
ve la luz en un marco temporal que determnina un período de optimismo en
ciianto a forma de vida y de arte, de hegemonía política y economía creciente,
de espíritu reformista, época de absoluto predominio de la razón a la que se
subordina el sentimiento, etapa de acciones emprendedoras; mientras el hombre
del barroco nace en medio de un desequilibrio psicológico, en la madurez de
un cansancio, en la depresión y el tedio a que lo han reducido tantos esfuerzos
bélicos y tantas empresas acometidas, en un período, en suma, presidido por
un desgarrador pesimismo. Estas son las circunstancias del poeta barroco. Las
ideologías neoplatónicas, idealistas, del Renacimiento, se precipitan hacia un
escepticismo de convicción, casi un fatal existencialismo donde la brevedad
de la vida y el temor de la muerte se convierten en un cotidiano pesar.
El barroco se mueve en una contradicción continua entre términos antitéticos
que reflejan ese íntimo desgarro, esa lucha mantenida entre el ser y el no ser,
el ayer y el mañana, denunciadores de la inseguridad del hombre en su
esencia y en su dimensión temporal. Esta inquietud vital antagónica se mani-fiesta
en lo que queda de un poeta y le asegura su eternidad: la obra, por
medio del uso constante de la antítesis, el oximoron barroco dinámico e
intenso, frente a lo estático y renacentista.
Al cambiar el pensamiento y la actitud, cambia la norma estética que se
traducirá ahora cn un gusto del gozo por el gozo mismo, y al mismo tiempo
una especie de antigozo de la realidad, que hay que embellecerla para la
evasión o escudriñarla hasta sus últimos límites. Para ello, en el arte literario
la técnica formal adquiere los más enrevesados rumbos para impresionar al
lector, el escritor acciona con total libertad los movimientos más inexplicables
que puede rotar su pluma.
Dámaso Alonso ha definido los derroteros del arte barroco como «impulso
vehemente y estructura ordenadora», porque el creador en esta doctrina es un
inspirado ante todo, cuya mente le exige al mismo tiempo una ordenación:
Tomando como base la lengua natural que llevaron a su completa fijación
los poetas renacentistas, los movimientos y formas que surgen en la estética
literaria barroca, se presentan como un juego, donde la sorpresa estilística, la
mutación, la desmesura, adquieren la primordial importancia en el arte de la
palabra. Ya no se busca la belleza verdadera y natural, porque detrás de ella
está la caducidad desoladora, se busca sorprender y engañar al lector con el
concepto, para lo cual velen como reglas todo lo que sea un doble sentido,
sinonimia, polisemia, perífrasis conceptuales o deformaciones imaginativas.
Es la mera técnica del artificio, el gusto por la creacibn misma, donde debe
apreciarse d imgmis c a ~ ~ r .
Todo ello en pro de disfrazar una realidad que invita al gozo, pero que es
testigo al mismo tiempo del paso del tiempo arrebatador de belleza, de la
presencia de la muerte enemiga.
Para dar um idea significativa de lo que supone para el poeta la circuns-tancia
barroca, que se ha venido definiendo en contraposición con su circuns-tancia
precedente, basta acudir a un tema iterativo, un ejercicio poético común
a dos vates, Garcilaso y Góngora, y ver las diferencias de actitud: el «Carpe
diemjj.
Mientras el poeta toledano describe la mudanza de la vejez:
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
Góngora es más tremendista y manifiesta lo que ha dado en llamarse la
«desolación de las postrimerías» en el barroco, postulando el gozo perpetuo
dc fügaz mG&a+ldo !o Te yer6 la be!!ezu victimu de !a ley severa de!
tiempo:
no sólo en plata o viola trocada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
En estas «circunstancias» de pesimismo decadente, de diferente actitud
frente a la realidad, de una nueva visión estética que es traducida en literatura
hacia unas formas y estilo peculiares, se mueve y precisa la visión de la
existencia en una época que fue acusada con gran dureza por Villamediana
como estéril y desengañada:
Debe tan poco al tiempo el que ha nacido
en la estéril región de nuestros años,
que premiada la culpa y los engaños,
el mérito se encoge escarnecido.
Porque sobre todas las que hemos citado y pudiéramos citar, hay una
circunstancia, un sentimiento que, como bien expresa Luis Rosales, N llenó
casi completamente el ámbito del nuevo siglo»: el desengaño.
Como fruto de lo anterior, en cierta manera, la poesía barroca adopta un
tono de cansancio vital, un sostenido desengaño ante la vida que implica un
principio de resignación estoica, esta veta senequista que siempre ha distinguido
la idiosincrasia particular de nuestra actitud hispana. El desengaño produce,
además, una cierta melancolía, una retroacción hacia las resonancias medievales
o las precedentes renacentistas con un matiz diferente, ya que, como es sabido,
la materia temática básica es, en realidad la misma, solo que cambia la visión
del hombre poeta, cuyo prisma pesimista y desalentado se acerca a las ruinas
amt: ias qut: mariifit-siari UIM g d i i seiisibilidad íiüsiá:gi~a, casi üiia íriehcoh
romántica, y cantan con dolor los «espectáculos fieros», que el tiempo ha
hecho con las grandezas. He aquí la muestra desolada que nos ofrece Rodrigo
Caro:
Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
joh, iabuia dei tiempo! representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago.
Y también esta actitud nostalgica se dirige hacia el recuerdo de una edad
heroica, que ahora intensifica, además, el abandono de las armas en el presente
que duele y determina la proyección de sus contempladores hacia un tiempo
pasado, que fue mejor.
Otra toma de consciencia especial ante la realidad del hombre desengañado
es la tedencia a la «dorada medianía» horaciana, invitación patente en la
Epístola moral a Fabio:
Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.
La vida como un paso, un breve tránsito hacia otro mundo duradero que
hace decir a Quevedo:
Vivir es caminar breve jornada.
o a Fernández de Andrada en un terceto, la célebra metáfora manriqueiia:
como los nos que en veloz corrida
se llevan a la mar, tal soy llevado
al último suspiro de mi vida.
Repetirá el barroco como un tema monocorde el de la brevedad de la
existencia que traerá como consecuencia la desvalorización de todo lo terreno
en su calidad de caduco y de fugaz y predetermina el espíritu a una resignación
ante lo inevitable.
Símbolo de esa fugacidad de la existencia será la rosa esplendente de
belleza, motivo de continuo ejemplo, indicio permanente, rigurosa advertencia
de cómo se muda con lo bello del mundo en la nada del tiempo y de la
muerte. Así dirá Calderón con amargura infinita:
Éstas que fueron pompa y alegría
despertando al albor de la mañana
durmiendo en brazos de la noche fría.
Y es tan reducido el instante del vivir que no vale la pena nacer, brotar en
este mundo de apariencias y de engaños: nacer será un delito que hay que
pagar con la existencia desengañada y, en últimas instancias, pagar el tributo
a la muerte. Por ello, Rioja expresará en una significativa interrogación retórica
a su «pura, encendida rosa, émula de la llama»:
¿Cómo naces tan llena de alegría,
si sabes que la edad que te da el cielo
es apenas un breve y veloz vuelo?
Y Góngora expresará lo mismo, condenando implícitamente al autor de
tanta belleza fugaz, haciéndose eco del tema cuya verdad ofrece un trágico
paraieiv wn ia verdad iiuiiiaiia de ver tanta belleza o iaiiia ioialidad cri !OS
brazos de la nada por la consecuencia de una ley severa que «no hace
mudanza en su costumbre»:
¿Para tan breve ser, quién te dio vida?
¿Para vivir tan poco está lucida,
y para no ser nada estás iozana?
En resumen: un pesimismo desolador, consecuencia lógica de una realidad
histórica devastadora, un desengaño de la vida y el mundo traducido en
nostalgias de una edad perdida que no podrá ser recobrada y que conlleva
una melancolía, una angustia vital ante lo inexorable del tiempo airado con
los hombres y las cosas, son las circunstancias que presuponen la visión de
una existencia dramática para el sujeto-poeta del barroco: un ser que se
dirime entre la sensualidad irrefrenable que le brinda esa existencia, el gozo
epicúreo de sus cinco sentidos y el freno que le supone la medida agónica de
su caminar por parte del tiempo, su carrera para llegar a la meta de la muerte.
He aquí al hombre considerado en su dimensión de tragedia: vivir para morir.
El poeta y su existencia
De todo lo dicho anteriormente se deducen dos coordenadas esenciales
quc limitan la vida del hombre barroco y enmarcan insistentemente su proceso
existencial: nos referimos a las constantes de tiempo y muerte que se encuentran
tras cada uno de los poemas fruto de un impulso inicial meditativo, declarativo
del poeta en la consideración de su «ser en el mundo».
Luis Rosales constata categóricamente:
«El tema del tiempo adquiere una importancia extraorainaria en ei Barroco.
Todos sus motivos poéticos están brizados por él y, por así decirlo, se tempora-lizan.
Se tiende a una expresión actualizada y fugitiva, en la cual lo que se
gana en evidencia (Góngora) o cii pabiúii (Qut-vedu), se picrde sii volüiitad de
permanencia».
Porque al calificarse la existencia humana sometida a los rigores del
tiempo como una suma de instantes fugaces, al sentir el hombre sobre sí el
peso del Universo infinito, unitario, testigo de su insignificancia y limitador de
su realidad en cuanto que lleva fiotancio en su pneuma ia temporaiiaaa, ei
poeta barroco pretende obsesionado la permanencia de lo estable. Pero la
actitud desengañada de su visión y lo ficticio de su realidad le producen el
más cruel desencanto: el tiempo se ensaña con las cosas queridas:
Miré los muros de la patria mía
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de !u carrerv de !a cdnd cnnsndus,
por quien caduca ya su valentía.
No respeta la grandeza, el valor, sino que con su acción de continuo
acontecer va desmoronando cosas y seres, hombres y mitos. Así dirá Quevedo
con agudo dolor, en su actitud contemplativa ante las ruinas de Roma:
iOh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
Y «lo fugitivo» es, significativamente, el río Tíber, símbolo heraclitiano
ciei devenir incesante.
Pero el drama no se queda sólo en los fragores del tiempo sobre las cosas,
sino que también se convierte en una especie de hurto legal de cada instante,
un instante que se llama vida y es sólo un punto al decir de Séneca, breve y
ligero paso en lucha ardorosa contra la temporalidad continua, irrefrenable e
inflexible, que hace caer al ser en la impotencia de vivir un presente arrebatador
de un pasado y premonición de un futuro:
iOh, condición mortal! iOh, dura suerte!
¡Qué no puedo querer vivir mañana,
sin la pensión de procurar mi muerte!
El proceso existencia1 del ser sujeto al rigor temporal se manifiesta como
una planificación, es la idea de la «pre-ocupación» orteguiana, el hombre en
su presente se proyecta hacia un futuro, vive un punto de la línea iniciada en
un pasado y tiene que seguir la sucesión de puntos con la hiriente consciencia
de que esa sucesión no es infinita: el tiempo es dueño y señor de la vida, la
y la ai7ebaia un -&iiii" legal;
Tiempo, que todo lo mudas,
iú, que con ias horas 'oreves,
lo que nos diste, nos quitas;
lo que llevaste, nos vuelves.
El tiempo es un acontecer de dimensión física que viene notado por un
«antes» y un «después» breves. Y como se ha de acontecer en el tiempo para
formar ia vida, que no se detiene, esta es inevitablemente «un frenesí», «una
ilusión» breves.
La actitud del poeta ante esta vida fugacísima será una interrogación
afirmativa para evitar el dolor de lo que se ha de asentir categóricamente:
¿Qué es nuestra vida más que un breve día,
do apenas sale el sol cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?
dice el autor de la Epístola moral a Fabio.
En la poesía metafísica más densa y más intensa de nuestra literatura, su
creador juega «exprimiendo» la correspondencia de dos conceptos claves,
«ser» y «existir»: el hombre siente que su naturaleza es, pero que al mismo
tiempn existe cnmn presencia en el miindn. Cnnsiderandn sil esencia, el pensar
le lleva a firmar pesimistamente siempre, el paso del no ser a la nada:
Fue sueño ayer, mañana será tierra:
poco antes nada, y poco después humo;
Considerando la dimensión de su existencia medita en la linealidad de la
vida con principio y final, donde se está continuadamente comenzando y
acabando, renaciéndose y destruyéndose. Es inútil detener este movimiento
pendular, esta oscilación que aleja de la vida y acerca a la muerte, no se
puede fijar el gozo del instante que apremia el vivir entre la tensión estableci-da:
Ayer se fue, Mañana no ha llegado,
Hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue y un será y un es cansado.
La esencia y la existencia se une por medio de la cópula más breve.
Ambas son partes de una misma naturalez sustancial que se somete a una ley
temporal que dicta el presente como el instante mínimo que une la partición
tridimensional:
Ya no es ayer, mañana no ha llegado,
hoy pasa y es, y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.
Además de temporalmente instantáneo, el presente barroco es doliente en
orden a la realidad que se vive. Como ya advirtió en la primera parte, el
centourage~o frece una panorámica tan deprimente que gana el ánimo de sus
hombres desengañados, incriistándoles iin desnladn pesimismn, cnndiiciíindnlez
a una necesaria evasión hacia el pasado heroico que siempre «fue mejor», o
hacia la creación de una belleza ideal.
Sólo así puede explicarse la presencia en el siglo de una exaltación patriótica
sorprendente en el teatro nacional creado por Lope, y la impresionante belleza
que encubren las imágenes de Góngora.
Pero no es suficiente una evasión, una retroacción imaginativa, porque el
monstruoso desengaño que llega siempre en las épocas críticas impone al
hombre la meditación de su esencia en el mundo, una toma de posición frente
a una realidad con escepticismo y desconfianza. Tengamos en cuenta que uno
de los movimientos filosóficos que se han distinguido más por la problemática
del hombre y su existencia en la tierra, el existencialismo, también surgió en
una situación de crisis, en una Europa agotada y mancillada por las guerras
mundiales.
El hombre barroco es, tres siglos antes, un sujeto angustiado y víctima de
m e n g r i b permlnecte. Un p e m 2 pertenecie~teu uno de !es Argensc?.!u r e z x
Más ¿qué mucho que yo perdido ande
por un engaño tal, pues que sabcmos
que nos engaña así Naturaleza?
Porque ese cielo azul que todos vemos,
~ i e ! ~ ~ZG! . :,T- .6.-c--t.i.-m.. ~O ~ C A ~ C I P
que no sea verdad tanta belleza!
Y nadie ni nada mejor que la prodigiosa visión de Quevedo pudo expresar
esta antítesis barroca implicada por la belleza aparente y la fealdad del fondo,
producto de una mirada que ve casi con rayos X la podredumbre interna. Es,
pues, consecutivo el «desengaño de la exterior apariencia con el examen
interior y verdadero»:
¿Veslos arder en púrpura, y sus manos
en diamantes y piedras diferentes?
Pues asco dentro son, tierra y gusanos.
Y López de Zárate también titulará un poema «Desengaño en lo frágil de
la hermosura», doliente, desgarrado, cruel.
Por todo ello, el postulado básico del hombre poeta con respecto a su
existencia temporalizada, obedece a unas justas palabras que vienen reseñadas
por Luis Rosales como el silogismo fundamental que se resuelve en la poesía
barroca:
<<Todop asa, todo muere; todo lo que gozamos o sufrimos siente el paso del
tiempo. Vivir es sucederse. Sentimientos, pesares, sensaciones, tienen, durante
tiempo fugacísimo, un claro espejear en la conciencia y después pasan a
formar el silencio de nuestro corazón*.
Al lado del tiempo, subsidiaria de su acontecer, muestra la poesía barroca
la imagen acechante y traicionera de la muerte. El tiempo es la cabalgadura
regia que lleva paulatinamente al «último suspiro de la vida». Esta lleva
implícita su negación en todo momento, de forma obsesivamente angustiosa y
fatal:
Cargado voy de mí, veo delante
muerte, que me amenaza la jornada.
Con respecto a la meta final el barroco se pronuncia también ambigua-mente:
Lope, esporádicamente renacentista, manifiesta en la interacción de su
poesía y existencia una patente «vocación de vivo», a su lado, Quevedo lleva
impresa una amarga «vocación de muerto* que le conduce a una reflexión
profunda: no sólo se muere en el momento del tránsito, sino a cada hora, cada
dia, rada minuto:
Azadas son la hora y el momento,
que a jornal de mi pena y mi cuidado,
cavan en mi vivir mi monumento.
Este rrierir es vida determisu !u visi6:: de! i;octa barroco c m rcspectu a su
existencia como una vertiginosa sucesión de imágenes que el tiempo arrastra
consigo hacia la muerte. Por ello, el Barroco persigue obsesionadamente la
idca dc una perpetuidad, de una constancia infinita, es un manifiesto deseo
subconsciente de vencer a la monstruosa muerte. Esta voluntad tiene su eco
en Quevedo, quien, en uno de los poemas más bellos de nuestra lírica pretende
por medio del amor «non omnis moriarn:
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, más tendrán sentido;
polvo serán, más polvo enamorado.
Ya no hay nada eterno ni eternizable: todo lleva detrás la tiniebla mortal.
La belleza, la mujer misma ya no se idealiza, sino que se realiza para ser una
imagen más, una nueva presencia de la muerte en la realidad áspera del
mundo, llena de dolor. Al lado de la perfecta hermosura de Galatea, coexisten
las viejas de Quevedo, terribles fealdades, goyescas estampas de la hermosura
y lozanías decadentes.
La muerte, ese auténtico problema grave que aumenta a cada minuto que
se vive, como expresa López de Zárate:
que el minuto menor es homicida
de que el mejor cristal queda sentido,
es uno de los miembros del oxímoron en juego con otro de los conceptos
trascendentales: la vida. También Quevedo, en un solo verso, condensa toda
la pr$de~5tic" de SG existefich concordunde rr?rdiar?tr !u i!aciS:: m6s brevc
las discordancias más extensas: el ser con el no ser; la muerte y la vida:
que soy y no soy, y muero vivo.
El hombre poeta tiene una idea fija, una nota única que se despliega de la
definición de su ser: «mortal», cualidad unida a su esencia. Por otra parte, su
presencia en el mundo le determina a meditar, fruto de sus meditaciones es la
idea «angustiosa» del ser para la muerte«, axioma inicial que, descargándole
el sentido profundamente cristiano que tiene en nuestros poetas barrocos,
constituye una premonición evidente del «Concepto de la angustia», de las
doctrinas de Heidegger, o del pensamiento contemporáneo sartriano. La fórmula
viene explicitada por Góngora:
No salgas, que te aguarda algún tirano;
dilata tu nacer para su vida,
que anticipas tzd ser para tu muelle.
Razonadamente dice Luis Rosales que «la originalidad de la poesía barroca
parte de una intuición primaria: el vitrilismo». Porque en ningún siglo se ha
temido más la muerte como arrebatadora de la vida, como asechanza constante
detrás del «carpe diem».
Porque detrás de cada apariencia agradable, de cualquier acción vital está
el desengaño ante la fugacidad de todo, el viento temporal asolador que silba,
repitiendo la máxima senequista: «Quotidie morimus» ...
Y ese «dasein», ese ser ahí, que se siente como arrojado en el mundo
desencantado se empequeñece con su propia reflexión de lo que fue, de lo que
pudo haber sido, de lo que la muerte arrebató, de lo que será después del
tránsito.
La muerte es temida por todos, al decir de Quevedo:
Ven ya, miedo de fuertes y de sabios,
dirá la alma indignada con gemido
y es inflexible, al decir de Liñán de Riaza:
Si el que es más desdichado alcanza muerte.
ninguno es con extremo desdichado;
El hombre va del nacimiento a la muerte, de la cuna a la sepultura: su
existencia es el breve instante en que es consciente del paso. El tono de
intensa melancolía determinado por esta ideología vital es nota común a
todos los poetas barrocos. Cada uno le imprime su matiz, pero en el fondo
está siempre la misma latencia: la hora fatídica es el fin de los instantes que la
anticipan:
si es morir acabar de estar muriendo,
lo que nunca esperé de la ventura
esperaré del mal de un bien violento.
Tercetos del Conde de Salinas que expresan esta verdad de forma categó-rica.
La muerte comienza con la vida que no se concibe sin ella, la cotidianidad
del ser en el mundo es un riesgo que se debe correr. Dice López de Zárate:
Pues que se muere con haher nacidn,
siendo el ser tan a riesgo de la vida,
Y Quevedo, nuestro más profundo poeta metafísico, el hombre que vive a
compás de su propia muerte, muestra asimismo esa agónica inquietud, sabe
que la muerte vencerá al tiempo dcspuCs dc la batalla vivida, quc cs individual
y general:
muriendo naces y viviendo mueres,
Vive para ti sólo si pudieres;
pues sólo para ti, si mueres, mueres.
-- m
La muerte está basada en aquella imagen senequista del reloj de arena: O
E
cada gránulo que cae de la parte superior supone el pago tributario del E S
instante que vacía la vida y llena la muerte. Acontecer en el tiempo constituirá E
las «presentes sucesiones de difunto» a que alude nuestro poeta. 3
Un estoicismo acompañado de pesimismo progresivo conducen a Quevedo --
hasta la íntegra aceptación de la idea de la muerte, viniendo a significar el 0
m
E
único recurso consolador. Es paralela a la idea mística, pero si para el llagado O
de amor la vida es una carga que impide disfrutar la comunión espiritual con
Cristo, lo que les lleva a pedir la muerte, ésta supone para el hombre poeta n a
barroco el fin de lo agónico, la meta involuntariamente deseada a cuya conse- a
cucióii se dirige el vivir: n
Si agradable descanso, paz serena;
la muerte en traje de dolor envía,
señas da su desdén de cortesía;
más tiene de caricia que de pena.
La visión quevedesca de su propia vida oscila, como bien expresa Blecua,
«entre una visión sarcástica y burlesca de la realidad y una visión muy estoica
y senequista de la existencia», que no duda en aceptar la legislación eternamente
vigente del morir:
Breve suspiro, y último, y amargo,
es la muerte forzosa y heredada:
más si es ley, y no pena, ¿qué me aflijo?
Resignación estoica que supone una de las claves más permanentes de la
tragicidad del vivir barroco entre el eje lineal del tiempo atravesado por las
infinitas coordenadas que suponen las asechanzas y el peso del morir. No
pueden darse unos versos matizados con tanta amargura y sencillez como los
de la presente «lamentación amorosa», sugeridores de toda una filosofía vital:
No me aflige morir, no he rehusado
acabar de vivir, ni he pretendido
alargar esta muerte que ha nacido
a un tiempo con la vida y el cuidado.
Palabras escritas con dolor, plenas de una angustia intensa como la del
hombre que medita programando su fin. Es por este dolor que emana de la
poesía barroca que dice Luis Rosales:
«El Barroco poético espaiiol es todo él una elegía*.
Definidas las coordenadas limitantes de la actitud del hombre poeta, sólo
nos queda tratar el núcleo esencial de la problemática de la existencia barroca,
que se resume en el título de uno de los grandes dramas calderonianos: La
vida es sueño.
Producto de la especial actitud desengañada consustancial al siglo, de un
cansancio vital atrozmente desolador, el desaliento lleva al hombre a la duda
de su propia existencia. Y en este sentido es muy significativo que la obra de
Calderón se escriba al mismo tiempo que el «discurso del método» cartesiano:
la vida será un engaño que nos mienten nuestros sentidos, hay un duendecillo
que opera en el juego para engañarnos. La duda metódica cartesiana se
traduce en nuestro Barroco en duda existencial.
Calderón establece en sus dramas el patente desengaño ante las realidades
humanas, puesto que todo es un simple sueño:
Esto es sueño, y pues lo es,
v c f i r ~ ~dcisc kzs 2hcr2,
que después serán pesares.
Los hombres sueñan vivir hasta la hora de la muerte. Al morir se despierta
el hombre del sueño de la vida. Este problema de la existencia en el mundo
como en un sueño permanente que ha tenido ecos tan recientes como los de
Unamuno, manifiesta todo el sentido filosófico de la vida del hombre barroco.
Villamediana recoge la afirmación en una glosa:
@-=-l... -.- -..- 4--f.. Liviiaua yv r j u ~rc iiia
alegre mi corazón,
mas a la fe, madre mía,
que los sueños, sueños son.
Todo en el mundo y su acontecer, las horas felices y los instantes de dolor
son sólo manifestaciones de esa tensión entre la realidad y la ficción que es el
sueño. Quevedo perseguirá un sueño feliz y reposado:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
.......................................
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Y de esta consideración de la vida que se sueña, que es un engaño a
nuestros ojos, surge como derivación inevitable la profesión de un nihilismo
declarado. En una carta escrita antes de su muerte estoica dirá el poeta
conceptista:
D «Dios lo sabe que hay muchas cosas que pareciendo que existen ... no son
E nada».
O
Y es Calderón de la Barca de nuevo quien nos da en el rótulo de uno de
-
Om
los más grandes dramas filosóficos, la otra gran concepción barroca por E
E
excelencia: El gran teatro del mundo. S
E
La existencia humana transcurre en el mundo, gran teatro de ficciones
donde se representa la comedia del vivir cotidiano. Hay unos versos del Auto 3
Sacramental que no podemos dejar de citar, dada su explicitud: - -
0
m
E
Supuesto que es la vida
una representación,
y que vamos un camino
todos juntos, haga hoy
del camino la llaneza,
común la conversación.
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Pero esta comedia representable tiene la particularidad de que ningún O
actor elige su papel y, además, no puede ensayarse: el actor se ve arrojado en
el escenario del teatro sólo, con sus brazos y su voz, con una libertad propia
para movcrsc y dctcrminar sus caminos:
REY: Mucho importa que no erremos
comedia Lar1 rnisleriosa.
RICO: Para éso es de acción forzosa
que primero la ensayemos.
DISCR: ¿Cómo ensayarla podremos
si no llegamos a ver
sin luz, sin alma, sin ser
antes de representar?
Los versos calderonianos son todo un cúmulo de pensamiento senequista
que el barroco hace suyo, porque significa lo más apto para condicionar las
actitudes presentes.
Hay algo, sin embargo, que existe en esta comedia y que es común a
todos: el final. Y como este final siempre es doliente, acaba con la muerte de
los personajes, se convierte en una intensa tragedia en la cual el hombre se
cansa de actuar.
He aquí cómo lo refleja Villamediana:
Aquí, negados al rigor del hado,
seremos en la escena espectadores
en el del mundo trágico tablado.
Esta es, en definitiva, la concepción barroca de la existencia: la conmoción,
ei irauiiia psíquicu que supurie riacei yaia representar iiuesirü iiiicsirü papel
en la tragedia de la vida, actuar en la medida de nuestras propias y débiles
fuerzas, hasta que el telón caiga de modo irremediable y tener la íntima
convicción de que al alzarse de nuevo, ya no estaremos en escena.
La convivencia constante de la vida con el tiempo y la muerte, determi-nantes
de su desoladora verdad, es lo que agita con violencia el ser del
hombre barroco, que en su desesperación reacciona ambiguamente: entregán-dose
a la vida con fuerza fiera y apartándose de sus vanidades fugaces, en
esas dialécticas constantes entre el epicureismo y el estoicismo, entre la luz y
la tiniebla, pretendiendo aunar lo que no puede llegar a converger en razón de
su natural divergencia: la vida y la muerte.
No queremos dejar de reseñar con Quevedo la visión sintética de esta
verdad. El genio de D. Francisco escribe un poema donde «repite la fragilidad
de la vida y señala sus engaños y sus enemigos»:
El primer cuarteto encierra ya la pregunta afirmativa de la amarga verdad:
¿Qué otra cosa es verdad, sino pobreza,
.e,.n. s--x .t-1~.. 1...i .A -3 frkgi! y !iilirfir?
Los dos embates de la vida humana,
desde la vida son honra y riqueza.
El segundo señala el enemigo tiempo, su ley inexorable, terrible fustigador
de la vida humana:
El tiempo, que ni vuelve ni tropieza,
en horas fugitivas la devana;
y e:. errudo ünhe!ar, siempre tirana,
la fortuna fatiga su flaqueza.
El primer tcrccto encierra el «concepto de la angustia», por la existencia
del hombre, su dependencia con la hermana muerte que habita en la misma
morada siguiendo sus mismos pasos, acechante:
Vive muerte callada y divertida
la vida misma; la salud es guerra
de su propio alimento combatida.
El segundo señala la reflexión triste, el error de la existencia, el engaño dé1
hombre que se resuelve en una típica antítesis barroca, en un juego de palabras
conceptista:
iOh, cuánto el hombre inadvertido yema,
que en la tierra teme que caerá la vida,
y no ve que en viviendo cayó en tierra!
En un soneto, en la brevedad de catorce versos cabe la condensación de la
más profunda verdad: la idea de la existencia en el Barroco.
Bibliografía
QUEVEDOA:n tología poética. Colec. Austral. Núm. 362. Espasa Calpe. Madrid.
GÓNGORA: Poesía. Biblioteca clásica Ebro. Edit. Ebro. Zaragoza.
VILLAMEDIANObAr:a s. Clásicos Castalia. Edit. Castalia. Madrid.
BLECUAJ.o sé Manuel: Floresta lírica espuñoh. Edit. Gredos. Madrid.
ROSALESL, uis: El seizrimiento del desengurio en lu poesíu del Burroco. Colec. Tciiiah
Hispánicos.