Gaos: filosofía y caricias
JOSÉ BIEDMA LÓPEZ
Centro Asociado de la UNED de Úbeda
(Las Palmas de Gran Canaria)
Boletín Millares Carlo, núm. 29. Centro Asociado UNED. Las Palmas de Gran Canaria, 2010.
Resumen: El artículo recupera la figura del filósofo José Gaos a través de una recen-sión
de sus «Confesiones profesionales», sus relaciones con García Morente y con Orte-ga,
con la fenomenología y el existencialismo. Se profundiza en su escéptica concepción de
la metafísica y su «postmoderna» concepción de la actividad filosófica. Como muestra de la
calidad analítica de su antropología, resumimos su fenomenología de la mano y la ternura.
Palabras clave: Caricia/ categorías/ emociones/ escepticismo/ espíritu/ existencialis-mo/
filosofía/ fenomenología/ Gaos/ mano/ metafísica/ Ortega/ ternura
Abstract: This article recovers the figure of the philosopher José Gaos, across a re-censión
of his «Professional confessions «, his relations with Manuel Gª Morente and José
Ortega, with the phenomenology and the existentialism. One penetrates into his sceptical
conception of the metaphysics and his «postmodern» conception of the philosophical acti-vity.
As sample of the analytical quality of his anthropology, we summarize his phenome-nology
of the hand and the tenderness.
Key words: Caress/ categories/ emotions/ skepticism/ spirit/ existentialism/ philosophy/
phenomenology/ Gaos/ metaphysics/ hand/ Ortega/ tenderness
PROFESIÓN DE FILÓSOFO
José Gaos nación en Gijón en 1900 y murió en Méjico en 1969. Jugó un
decisivo papel en la «Escuela de Madrid», expresión que fue el primero en
usar en 1949, incluso el primero en hablar de «escuela» refiriéndose a la fi-losofía
de Ortega y sus discípulos en 19381.
1 José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, 5/III, Espasa-Calpe, Madrid
1991, pg. 230.
142 José Biedma López
Professio, professionis: declaración pública, oficio. El verbo profiteri deri-va
de fateri, confesar. José Gaos hizo de la filosofía confesión2 pública, profe-sión.
Uno de sus escritos más famosos se llama así, pleonásmicamente: «Con-fesiones
profesionales» (Méjico 1958). El filósofo remata su primer párrafo
con una afirmación estremecedora, muy existencialista: «La muerte parece
ser la condición de la verdad absoluta»… Concluye una sentencia tan trágica
del hecho de que no tenemos más remedio que tener por falsa la verdad de
hoy desde la perspectiva del mañana3.
Gaos nos confiesa enseguida cómo él tuvo por verdad el neokantismo que
aprendió de Morente, hasta que éste mismo le explicó que había sido supera-do
por la fenomenología. Nos habla de su conocimiento de Zubiri, a quien to-dos
en la facultad de filosofía de Madrid tenían por un prodigio. «Zubiri: baji-to,
delgadito, con su sotana, manteo y sombrero de cura, las tres prendas un
poco escasas, estrechas; con la cara muy pálida y ojerosa, de perfil cortante…
Me veo remontando la Castellana dándole la derecha a Zubiri, que muy apre-tadito
en su manteo, lleva en la mano derecha, única libre y móvil, una gran
rosa. Es que Zubiri fue explicándome a la largo del camino la fenomenología
entera, volviendo una y otra vez sobre el ejemplo de una rosa: la esencia de
la rosa, el nóema de la percepción de la rosa, la noesis perceptiva de la rosa…».
Describe su primera impresión de la voz de Ortega, en la Residencia de
Estudiantes, en una conferencia sobre «Don Juan», una voz que le pareció
un poco metálica y como chata… levemente nasal. Nos describe cómo al fi-nal
de la conferencia no había forma de acercarse al «gran maestro», rodea-do
como estaba de un espeso corro, impenetrable y persistente, teniendo que
conformarse con verle u oírle mal por entre cabezas y hombros.
En ese momento, hablamos de 1923, la fenomenología de Husserl era la
filosofía. Así que Gaos confiesa que vivió prisionero durante diez años aproxi-madamente
dentro de la filosofía de Bolzano y Brentano, inspiradores de
Husserl, así como en la de Husserl y sus discípulos inmediatos, sobre todo
M. Scheler. De hecho, Gaos se doctoró en 1928 con una tesis sobre Husserl,
«Crítica del Psicologismo en Husserl», tesis dirigida por Zubiri4.
Siendo ya profesor, hacia 1933, y con motivo de la inauguración de la Fa-cultad
de Filosofía en la Ciudad Universitaria, Gaos conoció a Unamuno. Lo
2 Para su maestro, García Morente, la confesión era el ejercicio específico de la soledad.
La confesión, esto es, el decirse uno a sí mismo lo que es y lo que quiere ser. Si existe
disconformidad entre ambos modos de ser, entre la vida vivida y la vida proyectada, se
produce el truncamiento del ser auténtico: pecado o traición.
3 El precio de la distinción y de la singularidad sería el nacimiento, la soledad, la morta-lidad…
(cfr. «El tiempo», quinta conferencia de Dos exclusivas del hombre: la mano y el tiem-po,
Valencia 1998).
4 Para sus oposiciones a cátedra: «Introducción a la Fenomenología». También tradujo
la segunda edición de las Investigaciones lógicas de Husserl en colaboración con Morente,
y a otro fenomenólogo decisivo para Gaos: Aloys Müller.
Gaos: filosofía y caricias 143
escuchó en silencio mientras iban y venían como buenos peripatéticos por
uno de los corredores, lo escuchó decirle con voz aflautada: «Porque todas
esas cosas del existencialismo, pch, pch, con que andan tan entusiasmados
ustedes los jóvenes, pch, pch, ya las he dicho yo todas mucho antes y mu-cho
mejor». Gaos confiesa que en ese momento asintió temeroso, por no lle-varle
la contraria, más que por el reconocimiento, que alcanzó en 1958, de
que Unamuno tenía razón.
Husserl, Scheler y Hartmann estaban padeciendo el eclipse del nuevo
astro rutilante: Heidegger. Ortega lo había dicho en 1930: «… en Heidegger
la filosofía visita a domicilio». Gaos comprendió que había que hacerse con
Heidegger. La emprendió con él el primer año de su profesorado en Madrid5.
Zubiri había estudiado dos años con Heidegger en Friburgo e incluso se ru-moreaba
que había llegado a ser el alumno predilecto del alemán, al que ha-bía
acompañado en sus excursiones por la Selva Negra. Zubiri venía entusias-mado
no sólo de Heidegger sino con Heidegger. Ya no contaba tanto Husserl,
tan limitado, tan maniático; ni Scheler, tan volandero, tan loco; sino Heideg-ger,
más técnico que Husserl, más profundo que Scheler; «tan peligroso, te-rrible
y apasionante como Nietzsche», y no sólo crítico o filósofo de la cultu-ra,
ni metodólogo o epistemólogo… sino fundamentalmente ontólogo, y con
un conocimiento riguroso —al contrario que Husserl— de los orígenes de la
filosofía… Heidegger era entonces la verdad.
Así entró —confiesa Gaos, no sin cierta socarrona resignación— en otra
prisión, esta vez por veinte años. De 1933 a 1953, Gaos se dedicó profesio-nal
y seriamente a estudiar y a traducir a Heidegger, hasta que dio con Dil-they
y tomó de él el nombre propio de su tema filosófico, el de «filosofía de
la filosofía»: «¿qué es, pues, esta filosofía en la que no sabe uno a qué ate-nerse
—al pasar de un día a otro?», con la idea fija de que la Historia de la
Filosofía era la única base justa de toda posible teoría de la filosofía o filoso-fía
de la filosofía. He aquí, aludida, la que fuera obsesión de toda su vida: la
radical historicidad de la Filosofía, la Filosofía como ‘ancilla temporis’ o como
correctora, señora, guía de una época.
LOS VERDADEROS MAESTROS
En la segunda parte de sus Confesiones, Gaos reconoce tenerse por dis-cípulo
de Ortega, incluso el más fiel y predilecto hasta que, después de la
5 Antes de dar clases en Madrid, Gaos fue profesor en el Instituto de León y en la
Universidad de Zaragoza, donde conoció al presbítero Manuel Mindán como alumno, aun-que
era de una edad próxima a la de Gaos, con él entablará una profunda y paradójica amis-tad,
entre un sacerdote (Mindán) y un filósofo agnóstico y socialista (Gaos). En 1931 con-versan
mientras pasean juntos, arriba y abajo por el Coso zaragozano, para escándalo de
unos y otros…
144 José Biedma López
guerra civil, fue reemplazado por Julián Marías. Pero su primer verdadero
maestro en filosofía fue García Morente, incluso el mayor.
Morente en su clase de Ética. Un día explicaba en forma de lección o con-ferencia.
Otro día comentaba un texto; y el tercer día lo dedicaba a criticar
los trabajos escritos que les encargaba a sus alumnos, que no llegaban a diez,
entre los que se contaba una alumna: Jimena Menéndez Pidal. Gaos recuer-da
el primer trabajo que le encargó Morente: Distinguir lo útil, lo interesante
y lo agradable; el segundo: La ciencia y la acción; sus relaciones mutuas, sus
propósitos respectivos; el tercero: Análisis psicológico del acto voluntario.
«Morente era irónico, pero no sarcástico, sino jovial, como hombre en el
fondo bondadoso, bueno… quitaba humos, estimulaba la conciencia crítica, y
animaba, alentaba: era un auténtico socrático». Por su tercer trabajo, le hizo
un elogio tan alto que tal vez —reconoce Gaos— remachase definitivamen-te
su vocación.
Al tanto de sus dificultades económicas, Morente le buscó y ofreció a Gaos
un lectorado en Francia, en Montpellier. Luego, Morente, le completó una
traducción sobre la Filosofía de la Historia de Hegel, para que Gaos pudiera
mientras preparar sus oposiciones, prohibiéndole expresamente que hiciese
mención de ello en prólogo o nota. Gaos recuerda esto con emoción, con agra-decimiento
y profundo respeto a la figura del maestro.
Ortega era otra cosa. El primer trato que Gaos tuvo con él fue el curso
de metafísica de doctorado correspondiente al año 1923-1924. El plan fue la
explicación de ciertos temas relativos al amor, la lectura y comentario del
Ensayo de Bergson, la exposición en clase de un trabajo sobre la teoría del
espacio y el tiempo en uno de los filósofos y psicólogos de una lista prepara-da
por Ortega; y por fin, el estudio de la obra de uno de los grandes clásicos
de la filosofía, como preparación para el examen que versaría sobre el clási-co
elegido. Por aquellos años, Ortega andaba preocupado con el amor y el
donjuanismo, no sabe Gaos si por la importancia metafísica del amor —a su-gerencia
de Scheler— o inspirándose en la posibilidad de una metafísica fun-dada
en la potencia cognoscitiva de la vivencia intencional del amor.
Las lecciones se quedaron a la mitad. Ortega estaba entonces interesado
también por la teoría de la relatividad, asociada a la visita de Einstein a Ma-drid
que tuvo lugar en 1924. Desde que se confirmó la visita del físico, des-apareció
el Ensayo6 de Bergson y el tema del amor, y ya no hubo más que
relatividad a todo pasto, consideraciones de la índole que condensó Ortega
en su ensayo «El sentido histórico de la teoría de Einstein», que se publicó
como apéndice al Tema de Nuestro Tiempo.
Para los exámenes, Gaos eligió a Leibniz, seguramente porque Ortega lo
había recomendado como «el clásico de más valor formativo, por su síntesis
de lo tradicional —antiguo y medieval— y lo moderno, y por su claridad men-
6 Supongo que se refiere a Essai sur les données inmédiates de la conscience, 1889.
Gaos: filosofía y caricias 145
tal y verbal, no igualada por ninguno de los más grandes filósofos». Ortega
le hizo padecer en examen oral durante cuatro horas, al cabo de las cuales
le dijo: «Continuaremos mañana». Por fortuna –aclara Gaos- la continuación
no duró más que una hora. ¡Y eso que este Ortega se había reblandecido algo
con los años!
Aunque luego acudió a tertulias con Ortega y de libre oyente a sus cla-ses
y conferencias, el gran trato con el maestro fue en sus años como profe-sor
en Madrid, entre 1933, que se incorpora como catedrático a la Escuela
de Madrid, procedente de Zaragoza, y 1936, cuando es nombrado rector de
la Universidad de Madrid. Entonces Gaos hacía de interlocutor, «cortés eu-femismo
para decirme que [Ortega] me necesitaba como oyente». Ambos se
iban a la sierra y allí, entre tomillos, cantuesos y romeros, sentados en las
rocas graníticas, a la sombra de alguna encina, Ortega le precisaba su pensa-miento
hablándolo. De vez en cuando, Gaos asentía, animaba, corroboraba,
encomiaba… Mientras tanto, a alguna distancia, se paseaba por la carretera
Lesmes, el paciente chófer vasco de Ortega, «con su uniforme, su gorra de
plato y visera de charol y sus polainas de cuero, todo color café, que le daba
aire de agente de alguna Gestapo encargado de proteger nuestro alejamien-to,
o más bien de impedirnos salir de él».
Llegó un momento en que —ya en Méjico— Gaos no sabía si lo que pen-saba
eran ideas propias u orteguianas, pues había reconocido en sí «tal idea
o expresión que consideraba como mía (pero que) me la había apropiado de
él, asimilándomela hasta el punto de olvidar su origen».
Desde luego, no estaba de acuerdo con Ortega en todo, incluso —afirma—
es posible que fuera Gaos la única persona que le haya dicho «ciertas cosas»…
Pero reconoce la influencia que Ortega ejercía en sus discípulos, con todo: no
sólo con las clases, sino también con sus escritos, conversaciones, conducta,
miradas, silencio, presencia… ausencia. Su sola presencia emanaba mando, y
su ausencia no disipaba del todo la «emanación»… El haber tenido un maes-tro
así le parece a Gaos tan insustituible en el orden del espíritu como haber
tenido un padre conocido en el orden natural. Y quizá sólo en la filiación bien
vivida se aprenda a vivir bien la paternidad. Como dice –refiriéndose antes a
Morente-, «la única manera de corresponder a semejantes maestros, puesto
que es imposible con ellos mismos, es corresponderles con los discípulos que
uno pueda llegar a tener». Desde la sumisión e imitación de sus maestros fue
desarrollando Gaos su propia manera de actuar como profesor.
Por fin, en sus Confesiones Gaos celebra la suerte que tuvo de asistir al
pensar del pensador, y cómo esa experiencia le ofreció un patrón o medida de
lo humano con que entonar su propia vida. Tal función regulativa la ejerció
Ortega durante su vida en España, como más adelante la ejercería en su vida
en Méjico Alfonso Reyes, el gran escritor.
Gaos se muestra un discípulo agradecido. No presume de originalidad. Sin
embargo, eran obvias las discrepancias con el maestro; por ejemplo, en ma-
146 José Biedma López
teria política. Cuando Ortega, con Marañón y Pérez de Ayala, inscribe como
partido político la Agrupación al Servicio de la República, Gaos se afilió al
partido socialista, en el que militó hasta su salida de España en 1938.
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA
Pero —como afirma Abellán— las discrepancias fueron también filosófi-cas,
respecto a la interpretación de la propia filosofía del maestro. En unas
conferencias de 1935, con motivo de las bodas de plata de la cátedra de Or-tega,
Gaos incluye a Ortega entre los grandes filósofos culturalistas, asiste-máticos
y antimetafísicos, lo que no agradó al maestro. A partir de su trans-terramiento7
a Méjico, el cinscunstancialismo y perspectivismo orteguiano van
convirtiéndose en un personeísmo atento a la subjetividad concreta humana.
Allí, en Méjico, desarrolló básicamente Gaos su obra escrita, de la cual,
Abellán destaca los siguientes textos: Dos ideas de la filosofía (1940), Dos ex-clusivas
del hombre: la mano y el tiempo (1944), Filosofía de la filosofía e His-toria
de la Filosofía (1945), Pensamiento de lengua española (1945), En torno
a la filosofía mexicana (1952-1953), Filosofía mexicana de nuestros días (1954),
Sobre Ortega y Gasset y otros trabajos de historia de las ideas en España y la
América española (1957), Confesiones profesionales (1958)8, Discurso de filo-sofía
(1959), De la filosofía (1962), Del hombre (1970) e Historia de la idea de
mundo (1972).
La filosofía de Gaos evolucionará desde y hacia una fenomenología de las
expresiones verbales9 y una antropología filosófica original y profunda, que
expone en su último curso académico, publicado con el título de Del hombre
(1970)10. ¿Por qué? Muy sencillo: Gaos piensa que la filosofía no es otra cosa
que «un cuerpo de expresiones subjetivas», lo que impide que cualquier fi-losofía
pueda ser comprendida o aceptada al cien por cien, íntegramente, por
otro sujeto distinto del autor. La filosofía debe partir de lo dado, pero lo dado
para la filosofía no es otra cosa sino el pensamiento consciente de sí como
expresado verbalmente. Y la expresión verbal misma es más patente y apre-hensible
que el pensamiento que en ella es patente y aprehensible11.
La fenomenología de las expresiones verbales nos lleva a la fenomeno-logía
de las categorías o «conceptos principales de la razón»: «Existencia»,
«entidad», «finitud» e «infinitud», en todas sus posibles combinaciones. Gaos
7 José Gaos se definió como un «transterrado» porque se trató de un traslado forzoso,
sin segunda socialización.
8 Breve escrito que hemos recensionado en este artículo.
9 A veces, se muestra en sus escritos como un analítico stricto sensu.
10 En esta misma obra aparece un ejercicio extremo de análisis fenomenológico: «La
negación», publicado en la antología La filosofía de la filosofía, Barcelona, Crítica 1989.
11 De la filosofía, Méjico, 1962.
Gaos: filosofía y caricias 147
pone un especial énfasis en el análisis fenomenológico de los conceptos ne-gativos
de la razón: «inexistencia» o «entidad infinita». La negación se le an-toja
la prueba definitiva de la inmaterialidad y abstracción de los conceptos,
o dicho palmariamente, la prueba de su humanidad, de su espiritualidad. Por
tanto, la teoría de las categorías nos introduce de lleno en la antropología fi-losófica.
José Gaos hará de la «antinomía» (sic) el punto central de su filoso-fía,
concretándose en la antinomía por excelencia: la del sujeto-objeto infini-to,
o del idealismo-realismo.
El antinomismo de las categorías tiene por fuente la bipolaridad de la
emocionalidad y mocionalidad humanas, antitéticamente divididas en filias y
fobias, amor y odio, bien y mal. Los conceptos y sus antinomias dependen
por tanto de la razón práctica, antropológica, de las contradicciones del «co-razón
humano»12.
Sólo subjetivamente puede darse razón del empeño metafísico humano. En
dos motivos. Primero, la metafísica no es otra cosa sino un esfuerzo «frus-tráneo
» por hacer ciencia de los entes objetos de la fe religiosa. Segundo, la
soberbia que lleva al filósofo a desear la dominación del mundo por vía con-ceptual.
La filosofía es ciencia de los «principios», o sea, ciencia del príncipe
que manda y ordena. El colmo de esta soberbia es la superioridad sobre lo
sumo o el sumo, sobre Dios, el Altísimo, al que cita el filósofo ante el tribu-nal
de su propia razón, para que pruebe o justifique ante él su existencia y
esencia, so pena de ser declarado inexistente o falso Dios.
El filósofo es pues una variante del «hombre de poder», una variante pa-radójica
del político, puesto que el filósofo es todo lo contrario de un hom-bre
público: es un hombre de escuela, de gabinete, de recinto y encierro her-méticos
y esotéricos13. Desde los tragaluces de su cuarto de estudio, el
filósofo arroja a la plaza pública sus ideas, donde se apoderan de ellas los ciu-dadanos
o –mejor- donde ¡ellas se apoderan de los ciudadanos!
Para Gaos, la aspiración inaugural de la filosofía (platónica14) de que go-bierne
el filósofo o el gobernante se haga filósofo —tal vez una ironía o bro-ma
del ateniense, dice— nunca se ha realizado, por incompatible con la
naturaleza del filósofo y del político: «si el filósofo suele andar escaso de
valor cívico, el político suele andar escaso de ideas, incluso políticas» (De la
filosofía).
12 No sé si esta idea de que lo intelectual procede en el humano de lo emocional podría
considerarse como una especie de irracionalismo genealógico, en la línea de Nietzsche, el
caso es que impregna las llamadas por Ricoeur «filosofías de la sospecha», incluida la muy
«intelectualista» (já) de Freud.
13 A este respecto, es pertinente recordar que Gaos fue temperamentalmente muy pro-penso
a la soledad y el pesimismo.
14 El paréntesis expresa que en realidad Gaos reconoce algo que no suele hacerse: que
la Filosofía en sentido propio, como búsqueda de algo cuya existencia se presupone pero
nunca se podrá alcanzar del todo, es un invento de Platón.
148 José Biedma López
La unidad histórica le viene a la filosofía por el uso de parecidos concep-tos
en todas las épocas: ser, ente, alma, sustancia, mundo, Dios… Pero la plu-ralidad
le viene tanto por la distinta comprensión que tienen de estos concep-tos
los diferentes filósofos como por la pluralidad contradictoria de los
filosofemas que construyen con ellos. Las razones de ser de esto las halla
Gaos:
1) en la laxitud y labilidad de los universales;
2) en el antinomismo –ya mencionado- de las categorías;
3) la concreción del objeto filosófico: el concepto de existente (o inexis-tente),
es —para Gaos— el más «concreto» de todos15. ¡Pero es absolutamen-te
subjetivo y hasta momentáneo! Distinto para cada sujeto y distinto en cada
momento o circunstancia de la vida de cada sujeto.
La antropología filosófica a que Gaos es conducido por el análisis de las
categorías nos lleva al examen de tres emociones: el amor que infinita el bien
hasta la creación del concepto de Dios, aun en sus versiones filosóficas de
Primer Motor, Causa Sui, Ideal de la Razón Pura, etc.; el odio, que lo ani-quila
todo hasta crear el concepto de «nada». Y por encima de todo, la sober-bia
que puede identificarse en el filósofo con el sujeto trascendental y es vista
por el hombre religioso como el «pecado original»16. En este sentido, el hom-bre
religioso y el hombre filosófico —en cuanto no arrepentido— resultan sen-das
encarnaciones de la radical dualidad humana.
GAOS POSTMODERNO
La filosofía de Gaos culmina pues en un absoluto escepticismo metafísico.
Los grandes organismos metafísicos se le antojan como fósiles de edades
arcaicas, alejados del estilo escueto y dinámico característico del arte y del
artefacto, de la vida de nuestro tiempo. La filosofía no tiene más remedio que
adoptar el estilo tecnocientífico de la monografía especializada, la comunica-ción
sobre una investigación particular, ya no debe cultivar el tratado siste-mático,
sino el ensayo problemático.
Sin embargo, su filosofía personalista o personeísta no acaba en un escep-ticismo
absoluto, pues Gaos admite grados de intersubjetividad, verdad y co-nocimiento.
Las proposiciones matemáticas suponen un grado máximo de
validez intersubjetiva, mientras que, respecto de lo humano, las proposicio-nes
se harían cada vez menos intersubjetivas hasta llegar a la verdad perso-nal
o totalmente subjetiva representada —¿modélicamente, al menos?— por
las metafísicas.
15 Por «con-creto» entiende Gaos lo que ha crecido con el sujeto, en inmediato en tor-no
suyo, siendo una cosa con él (Dos exclusivas del hombre, 1.ª).
16 No sólo en la tradición cristiana, también en la pagana, donde se reconocía a la soberbia
como hybris.
Gaos: filosofía y caricias 149
UNA EXCLUSIVA DEL HUMANO: LA MANO17
Lo que mejor diferencia a un ser de otro es aquello que le es tan propio,
tan peculiar, que es privativo, exclusivo de él. La más patente de las exclusi-vas
o «radicales» del humano es el cuerpo; no, claro, el tener cuerpo en ge-neral,
sino el tener un cuerpo humano. La más radical es el tiempo, el «tiempo
humano». Las exclusivas del hombre se afectan recíprocamente.
El humano es bímano, en contraste con los monos superiores, que son
cuadrúmanos. El humano es bímano por ser bípedo: tan solo la extremidad
que se ha alzado del suelo definitivamente es mano en tal sentido. El pie tiene
‘planta’ que apenas puede alzarse sobre el suelo un momento: el salto es el
paladino reconocimiento de esta impotencia; la mano tiene ‘palma’ que se alza
sobre el suelo definitivamente. La manquedad, no en el sentido de una falta
física de manos, sino de un no usarlas esencialmente, afecta a la humanidad
del hombre, la limita sin duda.
La mano humana tiene la exclusiva del coger en la rica plenitud de sus
posibilidades, y el coger prima sobre todas las demás capacidades y funcio-nes
de la mano. Metáforas táctiles o «hápticas» están, al par de las ópticas, a
la base etimológica de los términos que designan el conocimiento y sus ope-raciones,
como la forma primaria del ser es el «ser a la mano»: «tantear»,
«aprender», «comprender», «cogitar»...
La mano que sirve para defenderse o atacar, tiene también una función
expresiva. Unas veces acompañando —ilustrando, se dice hoy— lo dicho por
la palabra. Pero otras muchas veces la mano es protagonista de la expresión:
el pasarse la mano por la frente o la cabeza en señal de preocupación o per-plejidad;
el llevarse el dedo a la cabeza para sugerir locura ajena, a la frente
para denotar una feliz ocurrencia, al ojo para dar a entender la maliciosa com-prensión;
a los labios, para intimar el silencio; el señalar extendiendo la mano
o el índice; el amenazar, moviendo la una o el otro; los gestos obscenos con
la mano o el dedo; el darse golpes de pecho como muestra de arrepentimien-to;
el juntar o cruzar las manos para orar; el tender la mano, para pedir; los
varios movimientos de saludo con la mano; el darla para saludar, o también,
para perdonar; el estrecharla para prometer o comprometerse; el rehusarla
en signo de menosprecio u hostilidad; el ponerla encima por camaradería, con
aire de protección o para humillar; el cerrar los puños de rabia; el frotarse
las manos de gusto; el batir palmas de contento; el dar palmadas para llamar;
el aplaudir, el bendecir, el acariciar…
Aún la mano resulta expresiva estáticamente, por su mera complexión y
cultura, cultura y complexión que está en relación con el biotipo del sujeto,
con su temperamento, edad y sexo, y también con su carácter, con su perso-
17 Dos exclusivas del hombre: la mano y el tiempo. Diputació de València. Institució Alfons
el Magnànim, 1998.
150 José Biedma López
nalidad social, profesión y posición social. «Enséñame la mano y te diré quién
eres». No olvidemos que las huellas digitales son tan identificativas como el
dibujo del iris. La grafología es extensible a la escritura a máquina, por muy
mecánica que ésta nos parezca. Gaos cita la quirocaracterología como rama
moderna de la psicología que investiga la personalidad a partir del estudio de
las manos.
Sin embargo, puede que no esté en el coger, ni en el sentir, ni en el ata-car
o experimentar, si quiera placer, la forma más noble de la cultura y mi-sión
de la mano, sino en la expresiva. «Sin el instrumento y el artefacto, se-guro,
sin el arma, quizá, no existiría la cultura humana, pero ¿es que existiría
sin el sentir (…) que se sublima en el expresar?».
La mano puede ser también objeto de un saber supersticioso y vano: la
quiromancia, y pronto, fue objeto de la filosofía con Aristóteles: Tratado del
alma, libro III, cap. 8: «El alma es como la mano, pues también la mano es
instrumento de instrumentos». Gaos enfatiza el homenaje aristotélico a la
mano que supone tomarla por término de comparación del instrumento de
orden superior que es para él el alma.
Gaos cita también aquí al Maestro18 cordobés Hernán Pérez de Oliva
(1494-1533) cuando, refiriéndose a la dignidad del humano19, explica el autor
renacentista cómo son las manos «siervas muy obedientes del arte y de la
razón, que hacen cualquier obra que el entendimiento les muestra en ima-gen
fabricada… Éstas tienen tanto poderío, que no hay en el mundo cosa tan
poderosa que dellas se defienda. Las cuales no tienen menos bueno el parecer
que los hechos»20.
La mano es también objeto de inactividad, y puede que la mano ociosa
sea, por excelencia, el paradigma de la mano humana. El más noble de los
movimientos de la mano, lo más noble de todo aquello de que la mano pue-de
ser sujeto… lo más exclusivamente humano de que puede ser sujeto,
si no objeto, resulta el movimiento de acariciar. La mano es mano propia-mente
en la medida en que se ha alzado sobre el suelo, y en nada se revela
tan alzado sobre él, como en la caricia. «En la mano acariciadora, cariciosa,
coinciden esencia, altura y nobleza del hombre», y «de todo lo relacionado
con la mano, aquello por lo que puede saberse del hombre más y mejor es la
caricia».
18 La mayúscula es de Gaos.
19 En http://www.cervantesvirtual.com, se puede encontrar íntegro el precioso Diálogo
de la dignidad del hombre de Fernán Pérez de Oliva.
20 Los subrayados son de Gaos.
Gaos: filosofía y caricias 151
Y LA CARICIA
«Si por otras vías no supiéramos de la existencia del espíritu,
la caricia bastaría para revelarla y probarla».
La mano animal no puede acariciar, no es mano todavía. Sólo a una mano
emancipada incluso de la maldición del trabajo es dado en su plenitud el aca-riciar21.
Se abre así entre nosotros la perspectiva de una relación esencial
entre ocio y caricia. Hay también una oposición no menos esencial entre ne-gocio
(nec-otium) y caricia.
¿Qué expresa la caricia? El acariciar puede ser intencional o emanar es-pontáneamente,
sin deliberado propósito, ni consciente finalidad. Pero tam-bién,
frecuentemente, se acaricia para algo. Se acaricia para calmar, para con-solar,
para implorar, como cuando Príamo acarició las rodillas de Aquiles, en
súplica del cadáver de Héctor. Se dan «falsas caricias», pues en la caricia,
como en todo lo humano, cabe la falsedad en el doble sentido: falsedad y fa-lacia22.
Se acaricia, en fin, para expresar y provocar recíprocamente afecto, un
cierto afecto, y por placer, para procurarlo e incitar a la reciprocidad.
La caricia es sobre todo una expresión unitaria, única. Hay una común raíz
en todas las caricias: el afecto, el amor23. No hay que confundir esta común
raíz de la caricia verdadera con el amor sexual. «Una caricia exclusivamente
sexual no es una caricia: es exclusivamente una palpación sexual». La prue-ba
es incontrovertible. Primero, porque existen caricias donde no puede darse
el amor sexual, la de una madre, la que prestamos a una mascota o la que el
escritor otorga a su manuscrito; y segundo, aun en el caso de que se dé el
amor sexual, estas caricias no son expresión del amor sexual, son en el amor
sexual algo no sexual.
Gaos muestra aquí, como de paso, su desdén por el pansexualismo freu-diano
que vería en la caricia del escritor un erotismo anal, o en la caricia a
un animal un acto inconsciente de bestialismo.
Pero el amor sexual va tan derecho a su término como todos los disposi-tivos
teleológicos de la naturaleza entre los que se cuenta. El sexo entre ani-males
no implica morosidad alguna, mientras que en el humano se insertan,
21 Admito esto, sin embargo se podría objetar que un perro, por ejemplo, no acaricia con
la mano, pero sí con la lengua, y un gato suele acariciar con el flanco de su lomo…
22 Gaos habla de las caricias del «sobón» como un ejemplo de falsas caricias, de quien
acaricia para conseguir algo, que puede ser sexo, o para manipular —añado yo: como la ca-ricia
continua y excesiva de la madre apropiadora o sobreprotectora—… Gaos habla tam-bién
, al final de su conferencia, de la posibilidad de caricias diabólicas.
23 Como el propio Gaos explica, siempre muy atento al origen de las palabras, «caricia»
deriva de carus, querido. De esta misma palabra deriva, con «caricia», «cariño». A pesar del
parecido con caro, carnis, de donde «carne», la lingüística no halla una relación etimológi-ca
entre carus y caro.
152 José Biedma López
entre su origen y su objetivo, toda suerte de complicaciones tendientes, pre-cisamente,
a que no llegue a su término natural. Entre las complicaciones y
«requilorios» morosos que se insertan en la trayectoria del amor sexual en-tre
seres humanos, figuran indisputablemente las caricias… son una inter-polación
de oriundez exclusivamente, propiamente humana. Por eso, es po-sible
que el varón que tenga un sentido primordialmente sexual del amor y
de la mujer como objeto de él, deba ser contado entre los tipos poco o nada
acariciadores.
La misma Iglesia limita en sus manuales de confesores el débito sexual
en el sentido de limitar las caricias a lo estrictamente indispensable. En ello
prueba que considera la caricia como algo no natural en el amor, sino como
algo humano y pecaminoso.
Por intenso que sea el amor sexual, los amantes intercalan intermedios
superfluos, se demoran en complicaciones deliciosas, de origen no sexual,
sino derivadas de otras potencias del ser humano. «Y así, los amantes que
se acarician antes de consumar, y de consumir, su amor sexual, se obsequian
con ofrendas extrasexuales, suprasexuales, paradójicamente, sobrehumanas
incluso, angélicas, divinas, capaces de sobrevivir, reiterándose, inmortales,
sobre la consunción y consumición del amor sexual». ¿No es el frecuente ges-to
de despedida final, irrevocable, entre amantes, precisamente una caricia?...
El sexo está ya cumplido; luego esa caricia de despedida está animada por
otro amor. Por tanto, lejos de haber en toda caricia amor sexual, lejos de ser
la caricia en general una expresión del amor sexual, las caricias son, en el
amor sexual, un ingrediente extra o suprasexual. En lugar de ser la caricia
lo sexual en lo no sexual, es lo no sexual en lo sexual24.
Una de las propiedades del acariciar es su lentitud. En la vida humana,
la fugacidad acarrea la superficialidad, la duración es condición de profundi-dad.
La lentitud es condición de duración, como la rapidez causa de fugaci-dad.
Así pues, en la caricia, la lentitud es la condición y la causa efectiva de
una determinada profundidad25. A lo largo de las superficies, la caricia ahon-da;
no materialmente, desde luego. El amor de que es expresión la caricia
se distingue del sexual por esta profundidad que puede vivirse incluso como
in-finita.
La mano que acaricia no coge, sino que acoge en la interioridad de la vida
de su propietario. No se trata de una intimidad psíquica. La psique es inte-rior,
pero no íntima. La psique tiene la interioridad de la individualidad, pero
no la intimidad de la personalidad. La caricia no requiere sólo un objeto que
la reciba, requiere un sujeto que la perciba y comprenda, un sujeto que asienta
y consienta en recibirla. Si el destinatario se resiste, no se puede acariciar o
seguir acariciando, la caricia cae, como hoja muerta, verdadero cadáver de
24 He aquí la proposición fundamental de la filosofía gaosiana de la caricia.
25 Marina ha dicho con mejor rotundidad que «la prisa mata la ternura».
Gaos: filosofía y caricias 153
caricia. La caricia pide correspondencia. La caricia propia y plena vence el
pudor y la timidez y es un verdadero con-sentimiento, una literal sim-patía.
Los animales perciben y asienten a las caricias que se les hacen, pero no
pueden comprenderlas en el sentido personal, espiritual, exclusivo del ser
humano. Interioridad y personalidad son privativas de lo que ha venido lla-mándose
tradicionalmente espíritu. Los animales tienen psique, interior e
individualidad, pero no intimidad, personalidad ni espíritu, que son otras tantas
exclusivas del humano.
La palabra «intimidad» vale para la de una persona y también para la que
hay entre dos personas, pero solo entre dos personas. La caricia es de aque-llas
cosas que solo existen plenamente en dualidad, en juego de dos, de con-géneres,
de prójimos. Por eso uno no puede acariciarse a sí mismo en el sen-tido
espiritual que Gaos da al término. Se acoge con la mano, porque se acoge
con el corazón, con el alma, con el espíritu, en rigor, exclusivamente con este
último. La mano que acaricia acoge el objeto acariciado en la intimidad per-sonal,
espiritual de la persona cuya es la mano. La caricia es intimidad entre
personas. Se habla de compenetración justamente cuando no se trata de nin-guna
penetración material.
La caricia requiere, crea un ámbito, un recinto de intimidad. La índole y
extensión de esta intimidad la revela la esencial suavidad del acariciar, a la
que debe contribuir tanto la mano que acaricia como la superficie acariciada.
La suavidad de la caricia, su no apretar, su contentarse con deslizarse, con
pasar fugazmente, responde a una indisimulable, inequívoca renuncia a la
posesión, a la unión carnal, y por lo mismo una renuncia hasta a la identifi-cación
psíquica que se da en el amor carnal y sexual. El acariciar ni es fenó-meno
de contagio afectivo ni puede ser fenómeno de masas, porque implica
dominio de sí, continencia, que va más allá del contenerse sexual.
Parece necesario subrayar, a veces, que una caricia es púdica, ¡como si
todas fuesen impúdicas! En toda caricia en efecto hay impudicia porque en
toda caricia hay pudor, algún pudor, y alguna vacilación y oscilación, algún te-mor
y temblor26, y por ambas partes, porque en toda caricia hay un movimiento
de tendencia hacia el objeto y de retracción desde él, de entrega y de reser-va,
material y espiritualmente. Es el movimiento que expresa, con la mayor
fidelidad, la repetición, la insistencia a que tiende toda caricia.
La calidez de toda caricia prueba que se trata de una relación inter vivos.
Sólo en el paroxismo del dolor se acaricia un cadáver. El calor de la caricia es
un calor comunal, común a la mano acariciadora y a la superficie acariciada. Las
tibiezas se efunden y funden en una. Pero, al contrario que en el amor carnal,
donde el covibrar al unísono requiere alta temperatura de fusión, en la intimi-dad
espiritual, la temperatura de fusión es baja: el espíritu se funde a tempe-raturas
medias, porque es inmaterial, de suyo fluido, volátil, cálido, fervoroso.
26 Parece evidente aquí la alusión a Kierkegaard.
154 José Biedma López
TRASCENDENCIA HUMANA
Concluyendo: El humano es el único animal que puede acariciar; no sólo
la mano en general, la caricia en especial, es una exclusiva del humano; por
tanto puede ser definido no sólo por la razón y el saber, o por la risa o la pa-labra,
sino con tanto o más fundamento por la caricia y lo expresado por ella:
el hombre es el ser acariciador, caricioso, cariñoso, amoroso con un peculiar
amor, que, en cuanto tal ser, ya no es animal, mas tampoco ángel, ni Dios,
espíritu puro. El amor expresado por la caricia, el amor adaptado a la carne
de los seres humanos es el cariño, el amor de la ternura, pues es la ternura
la cualidad distintiva de la carne que requiere la caricia.
Sin embargo, la fenomenología del cariño y de la ternura rebasa los lími-tes
de la fenomenología de la caricia.
¿Cuál es, no obstante, el sentido último de la caricia? Del tacto se des-prendieron
el sentido de la vista y del oído, sentidos de la distancia, aptos para
la contemplación distante, teórica. Se puede decir que el espíritu, indepen-dizándose,
purificándose, tiró del tacto, y bajo forma de vista y oído, lo sepa-ró
de sus objetos intencionales. Antes de eso, el espectáculo, único, pasmo-so,
del espíritu en trance de independizarse o purificarse, de distanciarse del
cuerpo y de la carne, podemos presenciarlo donde se incoa: en la caricia, por-que
en la caricia, la mano no se separa de la superficie acariciada, antes bus-ca
su contacto, pero es un contacto suave, tímido, púdico, fugaz. Es que la
separa, es que tira de ella el espíritu. La caricia parece así una expresión de
contacto en trance de convertirse en expresión a distancia… O una instru-mentalización
de la carne para que los espíritus contacten o se fundan.
La caricia es un fenómeno espiritual, su fenomenología descarta definiti-vamente
que el hombre pertenezca en exclusiva al orden natural. Invita a
tomarse en serio la afirmación agustiniana ‘in interiore homine habitat veri-tas’.
Prueba que en el hombre hay una trascendencia, pero no externa a él,
sino interna a él. Lo natural y lo sobrenatural se combinan en el humano mis-mo.
La trascendencia sería la estructura de un ente doble, pero no la de un
ente finito sobre el cual hubiera otro orden del ser, tal vez…