Filosofía
Feminidad y Brujería: del poder de las brujas
al embrujo femenino
DOMINGO FERNÁNDEZ AGIS
Facultad de Filosofía Universidad de La Laguna
Boletín Millares Carlo, núm. 27. Centro Asociado UNED. Las Palmas de Gran Canaria, 2008.
Resumen: Durante siglos, ha sido corriente considerar que entre los poderes de las bru-jas
está el presentarse como mujeres jóvenes y bellas, convirtiendo a sus víctimas en se-res
privados de voluntad y fáciles de dominar. Los testimonios conservados no olvidan se-ñalar
que eso no significa que en realidad tengan las brujas tales encantos, sino que pueden
adoptar esos rasgos con la finalidad de seducir. Advierten, por otra parte, que las actitudes
adoptadas en sus apariciones, aunque suelen sugerir entrega y sumisión frente al varón, no
son más que una estratagema para debilitar su resistencia.
Este artículo pretende exponer el entramado conceptual e ideológico que hay detrás de
esas viejas creencias, aludiendo finalmente a lo que queda de ellas en la cultura de masas
contemporánea.
Palabras claves: Brujas, feminidad, embrujo.
Abstract: For centuries, it has been current to think that between the powers of the witch-es
it is to appear as young and beautiful women, turning your victims into beings deprived
of will and easy to dominate. The preserved testimonies do not forget to indicate that it does
not mean that indeed the bewitching ones have such captivations, but they can adopt these
features with the purpose of seducing. They warn, on the other hand, that the attitudes adopt-ed
in her appearances, though they are in the habit of suggesting delivery and submission
opposite to the male, are not any more than a stratagem to debilitate your resistance.
This article tries to expose the conceptual and ideological studding that exists behind these
old beliefs, alluding finally to what stays of them in the contemporary culture of masses.
Keys-words: Witches, femininity, spell.
Como se sabe, si algo define el período renacentista es que en él se ex-perimentan
en Occidente cambios muy significativos, a través de los cuales
quedan patentes transformaciones en todos los ámbitos de la cultura, en par-
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ticular en el plano de las ideas religiosas, con el progresivo despliegue de una
concepción laica del mundo. Sin embargo, no hay que olvidar otro aspecto
crucial, cuya trascendencia social y política es extraordinaria. Se trata del jue-go
religioso-político que entonces se inicia entre Reforma y Contrarreforma.
Como también es conocido, las transformaciones aludidas van a incidir so-bre
el comportamiento cotidiano con particular intensidad. Los cambios se
manifestarán en distintos órdenes y no siempre llevarán aparejado un cierre
sobre el contenido dogmático que define a cada una de las dos posiciones. A
veces provocan, por el contrario, una cierta apertura o relajación de los efec-tos
sociales derivados de la capacidad regulativa concreta susceptible de ser
ejercida por quienes administran el dogma. Sin embargo, no se aprecia hasta
fechas muy tardías algo parecido a una relajación o una pérdida de atención
del poder por lo que se refiere al tratamiento que se da a la brujería que, como
veremos a continuación, sigue siendo considerada una realidad, y además una
realidad con la que nos encontramos con relativa frecuencia, en Europa du-rante
los siglos XVII y XVIII.
De esta forma no ha de extrañarnos que, en la España del siglo XVII, el
territorio ocupado por las brujas se encontrara bastante bien definido, hablán-dose
con frecuencia de ellas como si no existiera la menor duda acerca de
su existencia y poder. Veamos, como muestra de ello, lo que escribe un je-suita,
el Padre Alejandro de Andrade, desde Alcalá, el 17 de abril de 1635. A
pesar de su extensión, considero que es necesaria la reproducción completa
de este documento, una carta que remite a un compañero de la misma or-den
religiosa. De otra forma la claridad de nuestra exposición quedaría sin
duda comprometida:
«Un hermano que se llama Zárate, de nación vizcaíno, a la media noche,
habrá diez días, empezó a dar voces; acudieron los vecinos y hallarónlo me-dio
fuera de la cama asustado y espantado; quejábase de una mano, la cual
tenía pautada y morada, como si la hubieran apretado entre dos tablas, y bien
dolorida. Dijo que un duende o bruja, porque tenía forma de mujer, y la acom-pañaba
el Diablo con hocico de puerco, había apretado y tirado de ella
queriéndosele llevar, y que él se resistía y le tenía ya casi fuera de la cama.
Causó esto gran miedo en el Colegio y alboroto en toda la gente moza; vivía
en la casa de la Señora Doña Catalina, según he oído. El P. Provincial lo sin-tió
mucho, y dijo que era imaginación y sueño, y no estuvo lejos de castigar-le
para quitar un miedo con otro miedo, y a no haber quedado señal en la
mano, sospecho que lo hiciera. Con todo, le dieron un compañero que fue le
P. Bermudo, y el que él se temía. Llevaron cruz, agua bendita y estola; hi-cieron
exorcismos y dejaron vela encendida, y en el aposento de arriba cua-tro
alentados, por capitán el P. Porras, los cuales acudiesen en oyendo ruido.
Con estas prevenciones, jueves a 12 de éste, a las doce de la noche, oyeron
todos un ruido como de caballo que venía por el tránsito, al cual dispertaron
(sic); la ventana se abrió como si hicieran gran fuerza; el paciente dio voces:
¡que entra, que viene, que me coge, que me lleva! Volvió el rostro hacia el
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P. Bermudo; él se cortó de miedo; los de arriba bajaron y entrando, le halla-ron
desnudo, tendido en el suelo, yerto y sin pulso. Sospecharon que era
muerto; volvió en sí, y dijo que una moza de buen parecer, acompañada de un
demonio en la forma dicha, que entró por la venta, le había por fuerza abra-zado
y le quería sacar por ella. El P. Bermudo testifica que sintió el ruido
como que luchaban: el P. Provincial dice que es imaginación y que le quiere
llevar a que duerma en su aposento, que tiene por tan soberana su dignidad,
que no se le atreverá el Diablo, del cual no sabemos que tenga hecho voto de
obediencia a su Reverencia, ni aun propósito. El suceso hemos esperado y
sospecho han puesto silencio, porque se calla»1.
Los elementos clave que delimitan la percepción más común de la bru-jería
aparecen en este interesante documento. En primer término, la bruja,
caracterizada como una mujer joven, bella y lasciva. Si bien, la ponderación
de la calidad de los dos primeros rasgos es siempre, en éste y otros casos
similares, muy problemática, apuntándose con frecuencia en los testimonios
conservados el carácter aparente y engañoso de los mismos. En efecto, la
juventud y la belleza suelen ser en realidad fruto del poder que la bruja po-see,
que le permite adoptar la apariencia más adecuada para aprovecharse de
las debilidades morales del varón. Como acontece en el episodio narrado, con
frecuencia la bruja trata de llevarse consigo a algún inocente muchacho, a
buen seguro para introducirlo en aquellas prácticas a las que la propia natu-raleza
de éste le llama y de las que sus tutores espirituales le quieren alejar.
Es corriente, en consecuencia, considerar que entre los poderes de las bru-jas
está el presentarse como mujeres jóvenes y bellas ante sus víctimas, con-virtiéndolas
en seres subyugados por tales encantos, privados de voluntad y
fáciles de dominar. No significa esto, como decíamos, que en realidad tengan
juventud y belleza, sino que pueden adoptar esos rasgos para seducir con más
facilidad a aquellos que caen en sus garras. Por lo demás, las actitudes que
adoptan en sus apariciones, aunque suelen sugerir entrega y sumisión fren-te
al varón, no son más que una estratagema para debilitar la resistencia de
éste. Una vez doblegada la determinación del elegido, la bruja lo convertirá
en esclavo de sus deseos.
En segundo lugar, la víctima: un muchacho en apariencia ignorante de casi
todo cuanto tiene que ver con el sexo, que está realizando su formación para
la carrera eclesiástica. En cualquier caso, en las descripciones más frecuen-tes
la víctima es casi siempre un varón, incapaz o poco menos de defender-se
del poder femenino que, persistiendo de forma sorprendente en el cam-biante
imaginario colectivo de esos siglos, tiene en la bruja su máxima
expresión. La condición de estudiante eclesiástico o, en otros casos relata-dos,
de sacerdote, no hace sino añadir un atractivo más al trabajo de seduc-ción,
haciendo de él un reto aún más apasionante para la bruja, que no sólo
1 VV.AA., Relatos diversos de cartas de jesuitas (1634-1648), Madrid, Espasa-Calpe,
1953, pp. 38-9
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se enfrenta a las resistencias de la hombría sino también a las fuerzas de
aquellos a los que se supone representantes de la virtud. Así, en caso de vic-toria,
ésta será saboreada con una intensidad especial, tanto por la bruja como
por el Diablo, su gran aliado.
No podemos olvidar cómo aparece representado el Diablo en el episodio
descrito anteriormente. Se le describe como un ser con cara de puerco, ani-mal
al que se asocia con la entrega sin freno alguno a todo tipo de placeres
carnales. Asimismo se da a entender que es él quien está detrás de todo,
queriendo siempre cuestionar la omnipotencia divina al doblegar, si puede,
el poder de sus ministros. Pues, para el Diablo, el juego de poder no es una
disputa que él libra con el ser humano, sino que se juega contra su gran opo-nente,
contra Dios. De este modo, el hombre y la mujer no son sino mario-netas
que él quiere tener en sus manos, en un intento no siempre logrado
por convertirlos en instrumentos privilegiados para seguir jugando el gran
juego de la sumisión o rebeldía frente al yugo divino que viene practicándo-se
desde la caída de Lucifer.
En último término, el asunto a dirimir es, como se intuye también en la
propia narración recogida, la puesta en evidencia del poder real de cada uno
de ellos. Por lo que podemos constatar, es obvio que dentro del tablero de
juego estarán el hombre, la mujer y una suerte de aliada natural de esta úl-tima,
la bruja; pero se entiende que delante de él se sitúan Dios y el Diablo,
que son quienes de verdad juegan la partida. Lo que importa, por otra parte,
es que quien resulte derrotado sabe que esa derrota forma parte de un com-bate
que no cesará nunca. Ambos han de permanecer vigilantes, pues siem-pre
encontrarán al otro enfrente, deseando la humillación del contrario, pre-cisamente
porque los dos saben que no pueden acabar definitivamente con
su oponente.
El 3 de mayo, desde Madrid, escribe el padre Bernardino de Alcocer, a
propósito del mismo asunto, otra carta que no hace sino corroborar las esti-maciones
que se han hecho hasta aquí. Veámosla:
«De Alcalá escriben mil cuentos o verdades de la bruja: ficción por haber
sucedido en tal sujeto como fue el hermano Zárate, verdad por los efectos
ciertos que mostraban. Ello parece ser el haberse aficionado de él alguna
mujer, y poniendo los medios que a ella le parecieron más eficaces, le per-suadió
cuatro o cinco noches con visiones, algunas veces tiernas, otras teme-rosas.
La verdad se esté en su lugar, pero en este punto es cierto que no la
dejan, pues es controvertido el parecer y el miedo muy somero, y el más alen-tado
al anochecer andaba con sus temores a cuestas para buscar dónde dor-mir:
ya esto se ha acabado»2.
Esta carta complementa la información que nos proporciona la anterior,
sobre todo porque nos deja claro el estatuto que en la época tienen este tipo
2 VV.AA., Relatos diversos de cartas de jesuitas (1634-1648), Edic. Cit., pp. 39-40
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de relatos: existe aún en torno a ellos una gran credulidad, pero también pesa
sobre los mismos una incertidumbre y una prevención. Sin embargo, es ne-cesario
subrayar que no se excluye que puede haber de igual manera en esos
relatos una verdad. No obstante, al margen de estas consideraciones gene-rales,
conviene destacar la presencia en este segundo texto de una referen-cia
clara a la mujer que, «aficionándose» o sintiéndose atraída por un hom-bre,
no repara en medios hasta conseguirlo. Cabría preguntarse, al hilo de esa
aseveración, si no se estaría aquí coqueteando con lo que el psicoanalista Ja-cques
Lacan consideró que la esencia misma del amor: el amor es dar algo
que uno no tiene a alguien que no lo desea. Así, como nos recuerda Zizek,
«¿no queda esto confirmado por nuestra experiencia más elemental cuando
alguien inesperadamente declara que está apasionadamente enamorado de
nosotros: no es la primera reacción, previa a la respuesta posiblemente po-sitiva,
la sensación de que se nos está imponiendo algo obsceno, intrusivo?»3
Analizada desde esta perspectiva, la conducta de la mujer-bruja no sería otra
cosa que la propia de quien está enamorada, con toda la carga de sensuali-dad
y sexualidad que hay en ello, en una época en que, merced a la moral
cristiana, el amor o es amor sublimado o pasa por ser mera animalidad.
Hay que señalar, por último, la inquietud que se extiende entre los que
comparten la vida con el supuesto atacado, pues todos ellos —¡pobres varo-nes
temerosos del insospechado poder de la bruja-mujer!— se sienten vícti-mas
potenciales de los poderes femeninos, hasta el punto de no poder con-ciliar
el sueño hasta que no desaparecen por completo los signos de la
presencia de esos seres maléficos en la casa donde se hospedan. En reali-dad,
habría que decir, simple y llanamente, que todos se consideran víctimas
potenciales de las mujeres, pues si algo deja claro este segundo documento
es que son ellas las que están situadas enfrente de los hombres, como la más
seria amenaza. Tanto es así, que se entiende que la mujer merece ser obje-to
de todo tipo de ataques preventivos.
Por todo ello, lo que resulta más interesante en estos dos textos es el siste-ma
de identificaciones que ha servido para construir la malla conceptual que los
soporta. Es preciso destacar, ante todo, la relación que se establece entre el Diablo
y la mujer. De una forma no demasiado sutil se nos dice que ésta encuentra en
Satán su mejor aliado a la hora de trazar el camino para materializar sus deseos.
En cierto modo, la apelación a la brujería es tan sólo el resultado de elevar a su
máxima expresión tendencias que están insertas en la condición femenina. Por
eso, la connivencia entre el Diablo y la mujer se establece en base a la conni-vencia
de los fines que ambos persiguen, pero también debido a la naturaleza de
ambos, en la que domina la presencia de un principio transgresor frente al que
hay que permanecer constantemente en guardia.
3 Zizek, S., La suspensión política de la ética, México, Fondo de Cultura Económica,
2005, p. 62.
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Pese al revelador contenido de esas identificaciones, sorprende, hay que
insistir en ello, cómo se da por sentado que la condición femenina encuen-tra
rápido y fácil acomodo en la de bruja, cuando a sus propósitos así le con-viene.
Para entender esto hay que explicar, en esta misma línea, la forma en
que se concibe la sensualidad femenina, entendida como algo indomeñable
que conduce a la mujer a saltar cualquier barrera que se oponga a su volun-tad
de satisfacerla. Por ello, el hombre ha de estar en guardia frente a la mujer
y ella ha de estarlo también frente a sí misma.
No obstante, en la misma época podemos encontrar otros enfoques, que
introducen algunas inflexiones nuevas en el tratamiento de la cuestión. Par-ticular
interés tiene el de Thomas Hobbes, quien nos dice que,
«de este no saber distinguir los sueños y otras fuertes fantasías, de la visión
y el sentido, surgió buena parte de la religión de los Gentiles en tiempos pa-sados.
Adoraban a sátiros, faunos, ninfas y cosas parecidas. Y hoy día, de esa
misma ignorancia proviene la opinión que las gentes incultas tienen de hadas,
fantasmas, duendes y del poder de las brujas. Pues, en lo que se refiere a éstas
últimas, no creo que su brujería se funde en ningún tipo de poder verdadero;
sin embargo, me parece justo que sean castigadas por su falsa creencia de que
pueden ejercer tanto mal, unida al propósito de causarlo si estuviera de su
mano»4.
Así pues, según leemos en este fragmento, lo censurable y punible en la
bruja es su maldad; sus oscuros y maliciosos propósitos. No es el poder de
provocar un daño real a sus víctimas, ya que ese poder no tiene otra reali-dad
que la que le conceden quienes creen que la bruja puede actuar sobre el
mundo por medio de sus conjuros. Por este motivo, el texto de Hobbes marca
un punto de inflexión crucial en el proceso de asimilación colectiva de la bru-jería.
En él se da cuenta de cómo las brujas llegan a ser consideradas seres
cargados de maldad, aunque privados de la capacidad de hacer daño a quie-nes
no creen en ellas. La razón emerge como fuerza liberadora, pero su po-tencial
está mitigado por la extensión social de la ignorancia. De igual for-ma,
la racionalidad tiene a su lado una moral a la que se considera que está,
por sí misma, legitimada para extender su poder al ámbito del derecho. To-davía
Hobbes ve natural dicha proyección. Tendrán que pasar algunos años
para que la naturalidad de semejante extensión se vea tan seriamente com-prometida
y cuestionada, tanto en la teoría como en la práctica, que casi na-die
se atreva a hablar de ella. En todo caso, la visión de las brujas que Hob-bes
hace suya en el texto que antes citábamos, tardará en abrirse camino en
la cultura popular.
A diferencia de todo ello, el panorama actual quizá pueda describirse, a
este respecto, como resultado de la generalización social de una postura
opuesta por completo a aquella que perduró durante tantos siglos. Se defi-
4 Hobbes, T., Leviatán, Barcelona, Círculo de Lectores, 1995, pp. 53-4.
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ne, en primer término, por la ruptura definitiva que se ha establecido entre
la sanción moral y la sanción jurídica. Ya que ésta es propia de un espacio
público, definido por la racionalidad de la norma y la proporcionalidad de su
aplicación. No significa esto que tal escisión esté exenta de problematicidad
para nosotros, antes al contrario, la escisión entre lo individual y lo colecti-vo
sigue siendo una de las grandes cuestiones pendientes de resolver5.
Por otra parte, la relación entre la brujería y la condición femenina, que
hemos visto reflejada con nitidez en los documentos comentados, se ha di-fuminado
en nuestra época hasta hacer del llamado «embrujo» sinónimo de
un poder incomprensible e indeleble que posee la mujer, por el hecho de ser-lo.
Junto a esto, se vuelve a oír hablar de la brujas, como si ésta nunca nos
hubieran dejado de acompañar. En este sentido, en un panorama como el
nuestro, no deja de ser un síntoma elocuente que la confusión axiológica se
haya afincado en el ámbito del conocimiento, provocando la dificultad, que hoy
podemos seguir percibiendo con claridad, de extender el concepto ilustrado
de saber. De este modo, no debería sorprendernos que haya renacido la creen-cia
en el poder de las brujas, que convive ahora como decimos con la, en apa-riencia,
más inocente y, sin duda, más extendida apelación al embrujo feme-nino.
Éste se presenta como el sustrato mágico que define la condición
femenina, inasible a la fría racionalización de la existencia.
Se diría que en el embrujo no hay poder en sí, al modo en que por lo co-mún
éste último se entiende. Sin embargo, sí que conlleva en el imaginario
colectivo actual otra forma de poder: el poder de seducir, de subyugar al va-rón
mediante el halo de misterio que la envuelve. Se trataría de un poder nada
desdeñable, pues se considera que, a través de la moda y otras formas de
construcción simbólica, la mujer puede ejercerlo a voluntad. Sería, por tan-to,
un poder simbólico el del embrujo femenino, en una época en la que esta
forma de poder tiene una importancia primordial.
El mensaje que este tipo de consideraciones transmite es ambiguo. En
efecto, se confunden en él viejos miedos del hombre hacia la mujer, con ideas
que resaltan la estrecha vinculación entre mujer y naturaleza, ante todo por
el hecho evidente aunque no mencionado hasta aquí de ser ella la que tiene
la capacidad de engendrar una nueva vida, y con otras apreciaciones que si-túan
la representación de la condición femenina en los límites de la raciona-lidad.
Así, la constatación o la alusión al mencionado poder femenino podría
funcionar como una coartada para el rearme del varón en una época en la que
el poder masculino se está viendo limitado y recortado sin cesar.
En todo caso, frente al embrujo femenino, el supuesto poder de las bru-jas
ha quedado confinado en un ámbito diferente. Marvin Harris expresaba
en un texto escrito hace algunos años, con inteligencia y humor, el cambio
que a este respecto se ha producido en las sociedades opulentas a partir de
5 Nagel, T., Igualdad y parcialidad, Barcelona, Paidós, 2006, p. 25.
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los años 60; un cambio cuyos efectos siguen siendo hoy perceptibles. Nos
decía que, «después de ser tildada de superstición y sufrir años de ridículo,
la brujería ha vuelto como una fuente respetable de excitación»6. Este antro-pólogo
englobaba el renacer de la brujería en un movimiento más general
cuya «finalidad es expresar la conciencia, aumentar la conciencia, ampliar la
conciencia, todo menos objetivar la conciencia». Pues, para quienes engro-san
las filas de esta última cruzada contra los valores de la modernidad, «la
razón es una invención del complejo militar-industrial. Hay que acabar con
ella lo mismo que con la ‘pasma’»7.
BIBLIOGRAFÍA
HOBBES, T., Leviatán, Barcelona, Círculo de Lectores, 1995.
HARRIS, M., «El retorno de las brujas», en HARRIS, M., Vacas, cerdos, guerras y
brujas, Madrid, Alianza, 1985.
NAGEL, T., Igualdad y parcialidad, Barcelona, Paidós, 2006.
VV.AA., Relatos diversos de cartas de jesuitas (1634-1648), Madrid, Espasa-Calpe, 1953.
ZIZEK, S., La suspensión política de la ética, México, Fondo de Cultura Económica,
2005.
6 Harris, M., «El retorno de las brujas», en Harris, M., Vacas, cerdos, guerras y brujas,
Madrid, Alianza, 1985, p. 208.
7 Harris, M., Op. Cit., p. 209.