El maestro en su rincón
JosÉ A. MOREIROG ONZÁLEZ
Universidad Carlos 111 de Madrid
Corría el año académico 1978-79. Por vez primera en el Centro Asociado
de la UNED en Las Palmas había un número de estudiantes de cuarto curso de
Historia suficiente para atender con un tutor cada una de las asignaturas que
cursaban.
Por entonces hacía ya tres años que don Agustín Millares Carlo estaba de
nuevo en Gran Canaria. Las ocupaciones para atender el Plan Cultural del
Cabildo Insular a los que se había dedicado durante ese tiempo acababan de
tener fin. Coincidían así una cierta disponibilidad de tiempo por su parte y la
necesidad de orientación de los integrantes de aquella promoción. La coinci-dencia
iba a ser feliz. La competencia de Millares le hacía el mejor candidato
posible para optar a un puesto cuyos conocimientos desbordaba profusamen-te.
Nadie mejor que él para sacar adelante una materia como Paleografía y
Diplomática españolas en la que era, sin lugar a dudas, la máxima autoridad.
Los estudiantes íbamos a contar con un maestro, todo un lujo para las aulas
del Centro Asociado. Millares era el autor de los Manuales de Paleografía y
Diplomática más celebrados. Suyas eran también las láminas que acompaña-ban
las Unidades Didácticas para estudiar la asignatura. Estas mismas seguían
su doctrina y modelos de manera tan cercana que parecían una repetición de
los contenidos de sus manuales. Su docencia en estas disciplinas era conocida
en todo el mundo de habla hispana.
Había alumnos, había unos conocimientos a estudiar y había un admirable
maestro para impartirlos. Sólo faltaba poner manos a la obra. Así lo pensó el
Director del Centro Asociado, D. Cristóbal García Blairsy, y se dispuso a con-vencer
al veterano polígrafo. Llevó personalmente los asuntos de su contrata-
114 Jos6 A. Moreiro Gonzalez
ción. Pero se le ocurrió delegar en los estudiantes los últimos contactos bus-cando
un compromiso del profesor ante la necesidad de su presencia. Me
correspondió visitarle para hacerle la oferta. Así fue corno conocí a don
Agustín, sin sospechar la trascendencia que su figura y su obra iban a tener en
mi formación, y luego en mi vida profesional.
En los primeros días del otoño de 1978 le visité en El Museo Canario.
Trabajaba allí junto a Manuel Hernández en la descripción de los impresos que
luego conformarían la segunda edición de la Biobibliografíu de Autores
Canarios. En ello le encontré. Salió a recibirme desde un pequeño cuarto lleno
de fichas, de fotocopias, de libros y de folletos. Era el laboratorio, arrincona-do
entre la escalera y los mostradores en que se demostraba la aportación a la
cultura de los canarios a lo largo de los siglos XVI, XVIl y XVIII. Durante el
trayecto desde el Centro de la UNED me había imaginado cómo sería el
encuentro entre un joven universitario y un Catedrático tan prestigioso. La
imaginación se quedó muy lejos de la realidad. Me atendió con una enorme
galantería y dentro de unos cauces de exquisita cortesía académica. Hablamos
de la UNED, de sus peculiares métodos docentes y didácticos, de la importan-cia
que tenía para los historiadores estar en posesión de las capacidades de
acceso a los documentos que la Paleografía y Diplomática permitían.
Convenimos la fecha de la primera clase y me insinuó con elegancia si no tenia
ningún inconveniente para esperarle a la puerta del Centro Asociado. Así lo
acordamos.
En aquel primer encuentro se preocupó por saber algo de mi. Me pregun-tó
de donde era. Al contestarle que había nacido en León quiso demostrarme
algunas de las cosas que sabía de mi tierra. Me habló de su colaboración pro-fesional
con José M" Fernández Catón y de la publicación que habia hecho en
Fuentes y Estudios de Historia Leonesa (se refería a Comi~lemciríns ohw Ir/
escritura visigótica cursiva, aparecida en el volumen TI de Le& J) su Historia
publicado en 1973). También de los recuerdos que la ciudad le habia de-jado en
tantas visitas para conocer y describir los fondos documentales que atesoraba.
Pero sobre todo me llamo la atención algo que me iba a repetir en otras oca-siones.
Me dijo que el escudo de la ciudad, y por extensión de la provincia y
del antiguo reino de León, no representaba realmente al rey de los felinos, sino
a otro felino de rango más humilde, a un gato. Nunca supe si su afirmación era
una broma o lo habia encontrado en alguno de los documentos con los que tra-bajó.
La única referencia directa fue al sello del Concejo de 1260, donde él
veía claramente dibujado un gato.
A la primera clase llegó sobrado de tiempo, en su pequeño Seat 127 con-ducido
por el impenetrable Pepito. Le recogí, con la suficiente dclicadcza para
no molestarle, los gruesos volúmenes y carpetas que viajaban en el asiento tra-sero.
Cuando nos dirigíamos al ascensor me habló de ciertas dificultades para
El maestro en su rincón 115
utilizarlo solo, tras una experiencia poco grata que tuvo en Maracaibo. Así
pues, me encontré con la enorme suerte de poder ofrecerme para acompañarle
al principio y al final de cada clase. Suerte porque además del trato con el pro-fesor,
esta circunstancia me iba a permitir conocer mejor a la persona.
Desde el primer día orientó su compromiso docente con una gran seriedad
sistemática y horaria. La Paleografía es una disciplina técnica, lo que de entra-da
la hace más árida que atractiva. La gracia consistía en pasar de los caracte-res
expresivos del documento a la representación vital que estos contenían.
Sólo un maestro podía saltar con tantas habilidades desde la transcripción a los
conceptos, y conocer con tanta erudición su contexto de producción gráfica y
social. Inseparable de su cigarrillo, sus explicaciones y modales nos atrajeron
desde el primer momento. Con claridad y riqueza mental, acompañado de
comentarios acertados y sutiles, sus clases se hacían acogedoras y enorme-mente
enriquecedoras. Se salía de ellas con enorme satisfacción académica y
con la sensación de haber vivido una aventura muy atractiva por las páginas
de la historia.
Método docente y modo de trato se hacían coincidentes en su magisterio.
La atracción de los alumnos por la asignatura se aseguraba así mediante las
cualidades del profesor. Su simpatía se unía a su saber hacer. Vivía las clases
desde la pragmática que los textos analizados imponían. Nos vimos mil veces
paseando por la mitología clásica, acompañando a personajes medievales con
nombre y apellido, corriendo entre las viñas o entrando en las ciudades sin
pagar portazgo. Sin ningún género de duda lo que más nos atrajo fue su trato
personal, deferente y sumamente cuidado en las formas. El grupo de siete u
ocho alumnos tuvo desde el primer día consideración individual para el profe-sor.
Se sabía nuestro nombre, el lugar en que habíamos nacido e incluso nues-tra
profesión más allá del estudio. Creo que alcanzó a saber desde el primer
momento también cómo éramos, y de qué manera nos podía entrar para que no
nos molestásemos con su socarronería. A juzgar por su comentarios y por el
ánimo que derrochaba, él se sentía muy a gusto con nosotros. Desde su ancia-nidad
y madurez académica nos veía abriéndonos a la vida y dando los prime-ros
pasos por las vías de la investigación. Se propuso dejarnos una herencia y
lo consiguió en cada una de las láminas que con su ayuda alcanzamos a trans-cribir
adecuadamente.
Pude disfrutar de su compañía con mayor soltura en otras dos ocasiones,
debido a que su coche se había quedado encerrado en el aparcamiento y tenía
compromisos inmediatos en El Museo Canario. En ambas comentamos los
cambios a los que la ciudad se iría sometiendo con la llegada a la alcaldía del
Sr. Bermejo. La plasmación urbanística de los convencimientos democráticos.
Su sabiduría política era también muy profunda. A las ideas de siempre se aña-día
el bagaje de una larga vida cargada de experiencias profundas. Recuerdo
116 José A. Morgiro Gonzulez
también la primera reunión a la que él asistió para trasladar el Centro de
Estudios Filológicos desde El Museo Canario a la UNED, en lo que hoy es la
Biblioteca del Seminario de Humanidades. En una sala destartalada nos reuni-mos
alrededor suyo su hija Teté, Cristóbal García Blairsy, José Luis Gallardo,
Félix Sagredo, Antonio Henríquez, Eugenio Padorno, Blanca Lópcz Nieto y
yo. Era el comienzo de las fructíferas actividades que durante dos décadas
daría el Seminario como continuación de cuanto Millares había hecho en su
investigación y docencia.
Personalmente no suponía en aquel momento la importancia de la reunión.
De ella se derivaría una línea de trabajo en la que encontraría acogida mi
investigación del Doctorado junto a otro gran maestro, D. Antonio de
Bethencourt Massieu, que sigue haciendo realidades en aquel Seminario. En
este ambiente, durante cinco años preparé el trabajo de la tesis doctoral.
Fueron muchos días descubriendo con insistencia cada una de las aportaciones
de Millares a la ciencia. Valorando sus trabajos. Reconstruyendo su vida aca-démica
a través de informes, cartas, periódicos y opiniones de quienes le
conocieron. La aventura de investigar tenía en esta ocasión la compensación
de hacerlo sobre alguien a quien conocía y apreciaba. Con la fruición de un
pequeño descubridor, se me iban abriendo a la vez tantos detalles de la vida de
un gran hombre. La orientación de su profesión hacia el acceso a la infonna-ción
histórica y humanística a través de la Paleografía, la Bibliografia y la
Historia del Libro, los archivos, las traducciones latinas, e incluso mediante la
actividad bibliotecológica en América Latina, iba a dirigir la mía hacia los
mismos fines de facilitar el acceso a la información existente que es cl autkn-tic0
propósito de la Biblioteconomía y Documentación.