A don Agustín Millares Carlo
ANTONIDOE LA NUEZC ABALLERO
Muchas vueltas da la imaginación hasta que se da cuenta del lugar donde
ha caído, de la barrera a la arena, de las nubes al mar, del entero a la fraccion,
del ser a la nada, de lo atómico a lo infinito, del Pico de Bandama a la Sima
de Xinamar donde Antonio daba vueltas en una cuerda y un espía innombra-ble
lo vigilaba desde la boca, mientras mar arriba Simoncito elucubraba sobre
la repisa que tenía sobre el bardo de tuneras de Indias. Decía que tenía. Ya de
mayor cayó en la locura y ni se le podía llevar al cine porque interpelaba
a cualquiera de los espectadores que estuvieran a su alcance. Ars longa, vita
brevis.
Don Agustín Millares Carló fue mi maestro y amigo desde que venía a
Canarias durante las vacaciones estivales. Yo no tenía vacaciones -o no me
daba cuenta de ellas- porque tenía entre siete y ocho años por aquellos días
de sol. Casi toda su familia residía en la parte oriental de la casona que aún se
llama Villa Rosa, por el nombre de nuestra abuela materna y había sido cons-truida
para ella por mi otro abuelo Manuel Caballero. Pero la abuela murió
antes de verla terminada.
Cerca de los siete años en Villa Rosa, -lo sé porque el año anterior había
nacido mi hermano Víctor. Lo recuerdo dando los primeros pasos en esa
misma galería con varias de las personas que fueron famosas. Después el
recuerdo se centra en Don Agustín Millares Cubas dando paseos por toda
72 Antonio de la Nuez Cahullero
aquella galería. Su señora, Doña Lola Carló, se remaba en su mecedora y agi-taba
pausadamente un abanico.
A veces en otras ocasiones su hijo Agustín, en su merecido descanso, Ile-gaba
con su esposa y sus hijas desde Madrid. Solía instalarse en el extremo
norte de la galería con su mesa y su Ivert y Tellier (o algo así) abierto por el
país que estuviera clasificando. Eran mis primeros pasos en el Filatelisino. Yo
miraba y Don Agustín me regalaba algunos ejemplares repetidos. Cuando me
cansaba de aquello pasaba al segundo puesto, donde su cuñado el abogado
Don Manuel, esposo de Micha, hacía lo mismo.
Ya cumplidos los ocho años, y en Madrid, seguí el segundo curso sobre la
Filatelia "superior" porque Don Manuel Pérez-Balsera, diplomático de carrera
en Marruecos y Portugal -y esposo de mi tía Juana Caballero Rodríguez--,
me donó algunas piezas filatélicas, que aún conservo en un álbum quc me
regaló mi tía Rosa Caballero. Luego el Doctorado lo recibí de la Tía Nina, lier-mana
del poeta Tomás Morales, que en una tabla de costura y a la vista de la
carretera del Centro, clasificaba toda su colección. En vista de mis conoci-mientos
sobre la materia me concedió graciosamente el título de "Lumbrera
Filatélica". Así de fácil. Algún lector se preguntará por qué considero impor-tante
esta interrelación de la Filatelia y D. Agustín. y es porque en una ocasión
uno de mis tíos me dijo que eso era perder el tiempo, pero que podía ser impor-tante
en la especialidad paleográfica de Don Agustín.
Pasaron los años y por Don Agustín algunos avatares que conozco. Estalló
aquella guerra de antaño y D. Agustín y su familia huyeron por Fi-üncia con
intención de pasar la guerra entre su gente de Canarias. Pero el proyecto se le
amargó repentinamente. Un gran amigo suyo, D. Pedro Sainz Rodríguez, fue
nombrado, por Franco, Ministro de Educación y en el primer Consejo de
Ministros que se convocó en Salamanca tuvieron un encontronazo de los de
aquí te espero. Don Pedro tuvo que huir a Portugal desde la "casa de huéspe-des"
de referencia sin acordarse de Napoleón. Enterado D. Agustín de ello y
habiendo fallecido su esposa, emigró a México donde ya vivía una tia suya,
esposa del que había sido Fiscal General de la República y hombre iinportan-tísimo
del obrerismo Canario: Don José Franchy y Roca. Y también un sobri-no,
Jorge Hernández Millares, compañero de nuestros juegos en el Monte
Lentiscal, sector Villa Rosa.
Llegó a Méjico D.F. en un momento ideal según me contó una vez nuestro
gran irónico profesor. Una pancarta ilustrativa lo llenó de ilusiones porque
decía "Por una sociedad sin clases". Es el ideal de todo alumno y de todo pro-fesor,
pero poco recomendable para esa Sociedad. Tan arraigado tengo en mí
el recuerdo de Don Agustín, que aunque esto que escribo no se publicara
jamás, sería siempre la confesión de una memoria que tengo dentro y que
como todos los recuerdos se distorsionan y circulan sin control.
A don Agustín Millares Carlo
A veces tengo que volver atrás y enhebrar la historia de la extrema juven-tud
de Agustín Millares estudiante y en Madrid. Me lo imagino durmiendo en
los bancos de la Plaza de Santa Ana y el relato de mi tía Juana sobre la bon-dad
y energía de la primera esposa, que aunque procedía del nudo alegre del
teatro, impulsó a rematar sus estudios a uno de los eruditos, que más fama en
profundidad logró en su época, a pesar de lo tormentosa que fue aquella en que
vivieron los contemporáneos de mi padre. Algunos tuvieron premonición de lo
que sería todo aquello porque en la felicitación que la tertulia de la Farmacia
Santa Ana entregó a mi padre, por mi feliz natalicio, se puede ver aún el sello
que dice VENENO, con la calavera y las dos tibias en medio.
Pasaron tan rápidamente los años que cuando Don Agustín volvió a ver la
calle de la Gloria, yo ya era responsable de la Secretaría de la Junta del Museo
Canario presidida por nuestro inolvidable amigo Manolo Morales Ramos.
Rendimos nuestro homenaje al sabio paleógrafo en el Hotel Esperanza cuya
estructura del viejo hotel anglo-canario era casi la misma de ahora, si se pres-cinde
de los monstruosos salones, bares y cristaleras que ahora posee. A par-tir
de lo entrañable de los queridos personajes que allí se reunieron se suce-dieron
las anécdotas tanto de Don Agustín como de D. Simón Benítez que
seguramente ofreció lo de la "ignorancia enciclopédica" de un amigo suyo
muy conocido de todos en sus varias versiones. No recuerdo qué "falsografi-as"
expondría Don Agustín en aquella ocasión con los recuerdos de la misma
ciudad que nos había visto nacer, pero sí el de la explosión de cariño que le
demostró una buena señora desde una ventana baja de la calle de la Cárcel o
de la de Enmedio, conocidísimas por varias razones.
Después de algunos años nos encontramos en Maracaibo: yo como emi-grante
al que la marea había llevado a las orillas del Catatumbo, y Don Agustín
que iba a ser contratado para la creación en la Universidad del Zulia de una
facultad de Letras que no sabía aún qué escuelas iba a tener. Nos sentamos a
conversar largo y tendido ante sendas cervezas zulianas a las puertas del único
supermercado que tenía entonces Maracaibo. Sus viajes por los archivos de
América habían ya comenzado.
El ser "parrnénico" que somos todos tiene su continuación en aquella ave-nida
Urdaneta de Caracas en honor al general zuliano. En un bar de la mano
derecha, un poco más debajo de El Universal moderno, nos sentábamos a dis-cutir
los planes de ataque por las diversas instituciones con archivos, don
Agustín y yo. El objetivo principal era el Archivo General de la Nación que
comandaba, por entonces, Mario Briceño Perozo. Las cervezas heladas caían
como moscas, mientras me señalaba el Maestro de Maestros las notas que
debería tomar varias cuadras más arriba en el edificio de la institución.
Después aprovechaba estas visitas para tomar datos para un articulo que tenía
en marcha sobre la vieja heráldica venezolana. Sobre todo recuerdo el día en
74 Antonio de la Nuez Cuballetw
que pude copiar el escudo concedido al general que había derrotado al Tirano
Aguirre, el enemigo de Felipe 11. En ese escudo aparece la bandera ncgra del
citado tirano como trofeo concedido al vencedor.
Otras veces las estancias caraqueñas del gran paleógrafo eran más compli-cadas.
A la salida de la Universidad Central por la Plan Venezuela dejábamos
atrás, en una loma, los restos de la hacienda de las Ybarras y penetrábaino\ en
el arranque de la Avenida Casanova. Nos dábamos entonces cita en una cei-vecería
con un grupo de la Universidad, con Anaofelia y con D. Agustín.
Pronto subíamos al piso de arriba, un solo salón extenso donde se montaba a
intervalos el coro catedralicio en que el "augusto" maestro nos daba clases de
carácter operístico o zarzuelero, hasta que llegaba el supuesto bartnan a aca-llar
nuestras demostraciones de cultura musical.
Era la vida al comienzo de Casanova. Un día Don Agustín y el que suscri-be
decidimos andar toda aquella a pie aunque por Petare se veían unas nubes
amenazadoras que yo tomé a chacota. La lluvia descargó con fiiria y D.
Agustín, a renglón seguido, hizo los correspondientes versos cliuscos:
.... Dijo Don Antonio
que cuando Petare amenaza
la lluvia no descarga
porque es falsa. . . .
Pronto llegamos a una tienda de bicicletas empapados pero cerca de la
librería que llamábamos de Sarito Doreste.
La otra parte de nuestra vida en Caracas transcurría en la terraza de la casa
de Don Juan Méndez en San Bernardino, cerca de la avenida Volmer, frente al
Hotel Potomac.
En esa época Don Agustín venía a Caracas con su segunda esposa, una tre-menda
mexicana del color de la canela. Como ella decía que su mamá estaba
"muy grande" creí que debía de ser una giganta más grande que ella, pero no.
Ella quería decirme que era muy anciana. En Maracaibo, como íbamos a un
pub no muy santo con Don Agustín, decía "a este viejo me lo cargo yo" si tar-daba
demasiado en nuestro periplo nocturno.
En una Navidad estábamos invitados a la cena en casa de Don Juan y doña
Esperanza; esperamos mucho tiempo hasta que apareció esta esposa de D.
Agustín, perfectamente adobada. Uno de los comensales de la reunión comen-tó
en secreto que la cicatriz que tenia la mexicana en la frente debía de ser el
ombligo que le quedó allí después de la serie de operaciones para el estira-miento
de su piel. Lo pasábamos siempre muy bien en casa de los Mendez.
Bailábamos, intelectuales, profesores, poetas y sobre todo oíamos a D.
Agustín. El daba vueltas y vueltas y una noche se mareó hasta que lo llevamos
A don Agustin Millares Carlo 75
al hospedaje que tenía en el centro más antiguo de Caracas, una de esas casas
de la época romántica con portón interior que daba al jardín de más bajo nivel
lleno de verdes plantas tropicales de apariencia siempre "luxuriosa" como
decía D. Agustín.
Cuando volví al día siguiente me dijo aquel filólogo también gigante, que
lo había pasado mal, pero ya estaba dispuesto a quitarse el ratón gris uerla con
cerveza tropical de verdad para hacerme los encargos que siempre me hacia
para buscarlos en el Archivo General de la Nación y enviárselos a Maracaibo.
Estos encuentros solían ser en cualquiera de las cervecerías de la Avenida
Urdaneta antes de llegar al cruce de las Fuerzas Armadas.
Me recibía con aquel jAntuán! jAntuán! que era la expresión de cordiali-dad
con que también me saludaba siempre el escultor Juan Jaén. Se había ori-ginado
en el cuento que yo les narraba del examen que había sufrido en la Real
y Pontificia por parte de los profesores belgas de literatura francesa y creo que
fue sobre la célebre novela de las "Relaciones Peligrosas", que todavía se
sigue editando como joya de la literatura gala. Con este y otros "triunfos" logré
a la tierna edad de cincuenta años el titulo de Licenciado en Letras, lo que
produjo inmediatamente una explosión de fervor amical concediéndome mi
doctor y maestro el titulo de Doctor en Humanidades -y téngase por tal-firmado
y rubricado en una servilleta de papel, sobre la clásica mesa del bar.
La apertura de la Facultad de Letras de la Universidad del Zulia en
Maracaibo fue muy importante para el grupo relacionado con la erudición y las
letras, antiguas y modernas. Don Agustín creo que fue el primero de sus
Decanos. Lo primero que hizo fue ofrecerme una cátedra en dicha Facultad,
pero por entonces yo ya estaba demasiado bien situado en Caracas, ya me
había olvidado de los "yelitos". Y de la luz intermitente del Catatumbo. Pero
un gran amigo de Agaete, Carlos Sánchez, Licenciado en Clásicas, fue una
buena adquisición para la Facultad de Luz y para Don Agustín. Según me con-taba,
con otros "genios" y "genias" no tuvo tanta suerte. En una ocasión
emprendí una gran aventura en un destartalado autobús y fui a ver a Don
Agiistín, a Rafael Bolívar y a todos los demás a la capital del Lago. En este
afio de 1999, lleno de prodigios, tuve la suerte de que estuvimos aquí en Tafira
Alta recordando la presencia mágica de Don Agustín y su inacabable bondad,
no siempre comprendida por las gentes que lo conocían de lejos, como el caso
de un excelente periodista de estos lados que cuando regresó el prócer de la
paleografía llegó a escribir que había regresado de su "dorado exilio" cuando
me consta que no llegó a ver una sola "morocota" en su larga estancia en las
Américas, como no fuera en algún museo. En Maracaibo, además de su pres-tigio
académico, tuvo una popularidad política porque según mis noticias en
una manifestación estudiantil participó con gran entusiasmo y allí se produjo
el nacimiento de una frase venezolana de realismo crudo.
- Sí, doctor, usté tiene la razón, pero va pa la policía.
76 Antonio de la Nuez Cahaller*~
En Caracas me dio una lección inolvidable que aproveché ininediatainen-te.
Me habían encargado la clasificación de una Biblioteca pequeña pero in~iy
interesante y, como yo no sabía nada de aquello, se lo consulte a D. Agustin
para que pusiera en mis manos algo quc inc iniciara en la Biblioteconomia. La
utilicé como Dios me dio a entender y luego en la Biblioteca de G~iillerino
Morón. Este libro ya no lo vi más, pero me dio la expcricncia suficiente para
saber que los libros no se clasifican sobre las sillas que se tengan a inano. E1
conocido pintor también muy dado a los libros, López Mendez, q~iedó muy
satisfecho con aquella clasificación. La bondad de Don Agustín era tan pro-verbial
como su erudición. Hace pocos días tuve una muestra de ello. Tengo
una gran amistad con el escritor asturiano José Manuel Castañón. Lo IlainL:
para felicitarle por el homenaje que le habían hecho y como cs lógico cstu\%
mos hablando de los amigos que ya la muerte y el tiempo han dejado atris. No m -
se acordaba del nombre de D. Agustín Millares, pero inmediatamente recordó E
la bondad del viejo filólogo y paleógrafo. En el cainpo de sus publicaciones se O
olvida siempre una de sus obras didácticas mejores: una Glurmificu Lutiliu n-- m
cuya edición supongo que se habrá quedado eternamente olvidada en los O
E
almacenes de la Universidad del Zulia, haciendo compañía a la ináquina y~ii- E
2
tanieves que enviaron de Norteamérica cuando se pidió el material necesario -E
para una Universidad. 3
Otra de las aventuras que corrimos juntos en Caracas fue la dc la búsquc- --
0 da del nuevo espléndido edificio alquilado por el Embajador Matías Vega en m
E
una suntuosa zona residencial de la Capital, llena de vegetación que creo que O
era Valle Arriba, en la Quinta la Bermeja que pertenecía a un Perezjimenista
que se había exiliado. El Gobierno Adeco había intervenido sus propiedades. n
-E
No era un palacio pero sí un palacete casi campestre con estanques y salones a
de amplitud apropiada y obras de arte entre las cuales destacaba una escultura 2
n
en metal, obra de uno de los pocos escultores surrealistas: Gargallo. n
Las vueltas y revueltas para llegar hasta allí, con Antonio Ojeda que 3
O
casualmente había venido por aquellos días de Maracaibo, fue casi disparata-da
porque ninguno de los viajeros conocíamos el camino hasta la Quinta
Bermeja. Matías y Clarita nos recibieron con gran cariño y como es lógico
Matías le insinuó a Don Agustín la posibilidad de su vuelta a Canarias, cosa
que todavía no entraba mucho en los cálculos del gran profesor.
Entre los temas de archivo en que me ayudó Don Agustín fue el de los
escudos de Venezuela. D. Agustín me confirmó que el de Santa Ana de Coro
tenía como elemento principal a la propia Santa Ana ya la Virgen María, niña,
en su escudo, quizá el primero de toda la que fue después Capitanía General.
También me dio la noticia del escudo de Maracaibo cuya heráldica se había
perdido hacía siglos y que tiene por elementos fundamentales el de un barco
de velas desplegadas, navegando entre dos columnas que pueden ser réplicas
A don Agustin Millares Carlo 7 7
de las del Hércules hispano, reproducido en el inmenso lago y su reducida
entrada.
Estos encuentros se dieron después que yo ya había publicado en la
Revista del Símbolo jacobeo mi Síntesis de la heráldica venezolana principal-mente
municipal. Están reproducidos casi todos en los vitrales de la histórica
e íntima Catedral de Caracas. Un historiador crítico y criticado, me dijo que
todo aquello era falso, cuando la verdad es que se encuentra la copia de sus
concesiones en algunas publicaciones impresas de la Biblioteca Nacional. De
vez en cuando la prensa de la capital publicaba por entonces noticias sobre
diversos escudos coloniales o recientes: Don Agustín estaba en todo lo que
hacía y solo en unas cosas me falló: creo que en la Cuadra Bolívar había una
enorme reproducción del escudo concedido a la antigua Guayana española que
tenía un largo lema en latín como muchos de los blasones occidentales. Decía
algo así como "jamás se ha visto región parecida a esta por las inmensas rique-zas
que posee". Traté de traducir aquel largo letrero con más exactitud en
compañía de mi maestro, pero no pudimos hacerlo. Cosas que tiene el latín
más bien vulgar y pretendidamente culto.
Ya volvía a tomar contacto con D. Agustín cuando el Sabio comenzó a
frecuentar sus visitas a Las Palmas en donde volví a verlo en la pensión que
habitaba cerca de la Alameda de Colón y de la Plaza de Cairasco y de la
salida para Tafira. Estaba ocupado en su filatelia de siempre. Creo que para
entonces tenía más catálogos que nunca, el alemán, el inglés y el español de
Gálvez.
A medida que se acercaba más a Canarias reunía los retazos de una vida
que había ido dejando atrás. Carmen Toledo y Rafael Bolívar con los que
había sostenido una amistad profunda en la capital del Lago volvieron a rea-nudar
su amistad con el ya anciano Don Agus, como le llamaba Carmen. Sus
hijas -aquellas que había conocido en Villa Rosa de chiquitas- estaban otra
vez con él. En un día del glorioso verano nos reunimos en la casa de veraneo
que habitaban los Bolívar por encima de Santa Brígida. Los recuerdos mara-cuchos
saltaban entre los platos y las copas con las que nos brindaron. Todo
era como en el final de una época gloriosa en torno al maestro no sólo de la
paleografía, sino también de la alegría.
Pero esa misma época sirve para demostrar las trampas saduceas que le
habían tendido aquí en Las Palmas. Con la confianza inocente que ponía en la
voluntad de los que conocía, aceptó el cargo de "no sé qué" del Cabildo. El
Director o algo así gobernaba entonces todo eso e inmediatamente lo instru-mentalizó
enviándolo a misiones que no eran dignas de su categoría académi-ca.
Asistía ya por entonces a las reuniones que convocaba en la Plaza del Pilar
Nuevo y en una de ellas en que se veía en la cara la depresión, el cansancio y
la vergüenza me dijo que lo habían enviado a Gando a recibir a un personaji-
7 8 Antonio de la Nuez Caballero
110 de la fauna internacional. Pero él estaba orgulloso de tener aquel cob~ioe n
que iba depositando el Cabildo los trastos que no sabía dónde poner, porque
allí había estado la ebanistería de su abuelo o bisabuelo de él. Nunca faltahan
gentes que lo recordaban e iban a buscar su proximidad. Entre ellos con toda
buena voluntad uno de los amigos de Vegueta que iba a llevarle los docuinen-tos
del archivo de su padre, el Marques dc Acialcazar, y que era Gonzalo
Quintana Nelson. No había Archivo en que no buscara ni minuto que perdiera.
Él tenía un empeño enorme en que el que suscribe se uniera a SLIS trabqos.
Pero yo no tenía tiempo, ocupado como estaba en mis clases humanísticas de
la Escuela Náutico-Pesquera y los Institutos.
Pero sí tenía tiempo para hacer todos los esfuerzos posibles para seguir su
trayectoria en sus malos y buenos momentos. Entre los malos estuvo el ntro-pello
que le hicieron en el Museo Canario cuando se encontró que su mesa de
trabajo en su patiecillo interior había sido utilizada sin previo aviso para lim-piar
restos de muestras de antepasados, fueran los que frieran. Entonces le
ofreció refugio la Universidad a Distancia. En su primera reuniUn a la quc nsis-tí,
fue desechada mi propuesta de que ese departamento fuera regentado por el
ayudante más constante que había tenido, Manolo Hernándej. Suárez ..., pero
hubo alguien que se apoderó del coroto casi violentamente, mientras don
Agustín me miraba con una inmensa cara de tristeza.
Don Agustín había comprado por entonces una modesta casita en la íilti-ma
que iba a vivir en Gran Canaria. Estaba cn un escondido lugar del
Madroñal y lo acompañaba una de sus hijas, airosa y amical que cuando el
autor murió hizo que llegara hasta mí lo que me faltaba de su paleografía en
su última edición y de la que yo tenía un compendio de la que había heclio la
Editorial Labor. Antes de morir él me prometió la nueva edición nionun~cntal,
pero alguno de los que intervinieron la había camuflado para no cntrcg,irmcln
y aquella dama sonriente y alta que fue la hija dc D. Agustín Millarcil.
Mercedes, deshizo el entuerto, regalándomela.
En un acto de entrega de algunos premios literarios estaban presentes mi
hermano Chano, José María Millares Sall y nuestro primo hermano Josi.
Caballero Millares también magnífico poeta. A nosotros se acercó una chicn
muy joven pero también muy despierta como son la mayoría de las gentes de
la nueva generación y mostró su sorpresa que todos tuviérainos como base
fundamental material a los niños que frecuentarnos Villa Rosa. No sabia quc
había en ello una especie de ironía histórica bajo las dos araucarias y la pre-sencia
de Don Agustín Millares Carló.
No sabíamos tampoco que pocos años después Don Agustín iba a morir en
casa de Yoya Caballero Millares en la parte nueva de la antigua Plaza de San
Bernardo que, como niña y mujer encantadora que fue, había atendido con
todo el cariño que él se merecía a su tío Agustín, hijo de Pastín y Mama Lola.
A don Agustín Millares Carlo 79
Los lugares literarios de nuestra escondida historia se encuentran muy cerca-nos
en nuestra reducida geografía de cincuenta kilómetros de diámetro.
Unos días antes de su fallecimiento estuve a verlo. Pasé un rato con él y
tuve que acompañarlo al baño donde casi se me cae. Pasar una crujía fuese su
frase, de las muchas veces que lo hizo en la vida. Vueltos a la cama entró Agus-tín
Bosch, otro de los lejanos compañeros de Villa Rosa y sobrino de Don
Agustín. Yoya y algunas amigas estaban en una habitación contigua. Los pája-ros
escandalizaban en los ombúes de la calle. Agustín me dijo que aquello no
tenía solución.
Y así murió D. Agustín el Mecenas, no de dinero que no lo tenía, sino de
la amistad. Quiso hacerme siempre bien y al fin lo logró con la edición de
nuestra ISLA editada completa al fin, por el Cabildo.
Fue enterrado en el columbario de la derecha al entrar. No pude acercarme
entre aquella pequeña multitud pero lo vi desde la tumba de Tomás Morales.
La vida es circular.
Ahora todos se habrán reunido de nuevo, sobre todo cuando Cristóbal
García Blairsy, Director del Centro Asociado de la UNED en Las Palmas de
Gran Canaria, ha hecho llegar hasta mis manos la obra póstuma de Don
Agustín Millares Carló y que subraya una de las frases que un día pronunció
ante mí: "Son tantos los descubrimientos sobre la Historia Medieval de
Europa, desde que yo me marché a América, que habrá que escribirla de
nuevo".
El mérito es doble: la plena conciencia de que la Historia de Europa esta-ba
realmente falsificada y la voluntad del sabio que publicó esta obra para con-tribuir
a encontrar la verdad. Aunque la UNED no tuviera otros méritos, este
solo es suficiente para que nos felicitemos de que exista.