Don Agustín
MANUEGL ONZALESZO SA
Para mí, un hombre de la quinta del 42, hasta ese año vecino permanente
de una población del interior de Gran Canaria, don Agustín fue al principio
sólo un nombre connotativo de un prestigio difuso. Luego, el contorno de un
rostro dibujado por su hermano Juan, y el autor del texto de una conferencia
sobre el hombre canario pronunciada en Buenos Aires en 1924 que pude leer,
en los primeros años de la posguerra, en un opúsculo editado en Tenerife. Más
tarde, el conocimiento de su exilio vino a coincidir con la reproducción en la
prensa local de un viejo retrato suyo y con las noticias numerosas y detalladas
acerca de su quehacer en cátedras de España y de América y en tareas de
investigación impulsadas sin descanso por una diversidad de intereses erudi-tos.
Como era natural, la imagen que todo ello fue precipitando en mi imagi-nación
acabó por hacerme ver en la forzosa ausencia del personaje un agravio
inicuo inferido a esta tierra, y no solamente a esta pequeña tierra.
Pasado un par de lustros, un día los periódicos de Las Palmas dieron cuen-ta,
casi por sorpresa, de la llegada de nuestro hombre. A pesar de que ya esta-ba
entre nosotros, entonces su figura siguió siendo para mí sólo un trasunto:
todavía una apariencia fotográfica, si bien ahora más atenida sin duda a la rea-lidad
física que el tiempo había ido sazonando y perfilando. En su segunda o
tercera venida ya tuve ocasión de conocerlo personalmente, siempre a cierta
distancia, gracias a amigos de la calidad de Manolo Hernández Suárez, Luis
Jorge Ramírez y Agustín Millares Sall. Sus arribadas posteriores y, sobre todo,
su reincorporación definitiva a la isla hicieron posible que mi trato con él,
nunca asiduo ni estrecho, diera paso a una buena relación amistosa. Algunas
veces, en compañía de otros, de camino hacia el Museo Canario hice estación
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con él en el penumbroso barcito de la calle Reloj para acompañarle a tomar
café, y siempre, en estos y otros encuentros más o menos esporádicos, nunca
faltó por su parte el gesto risueño, las palabras afectuosas y la mano inmedia-tamente
entregada en cálido saludo. Cuando tuve necesidad de localizar en la
Biblioteca Nacional una obra del Vizconde de Buen Paso inhallable cn otro
sitio, él le facilitó el trámite a mi inexperiencia por medio de unas letras oli-c-cidas
espontáneamente y que me sirvieron de poderoso talismán para que mi
gestión quedara consumada con éxito en un tiempo brevísimo. La sola cxhibi-ción
de su tarjeta provocaba, a la vez que la inmediata disponibilidad de fiin-cionarios
principales, una estela de gratos recuerdos con los que algunos de
ellos evocaban añorantes el magisterio del antiguo profesor.
En uno de sus regresos a Venezuela tuve la suerte de coincidir con e1 cn cl
avión y de disfrutar bastante tiempo de su palabra siempre amena y jugosa. En
Caracas, antes y después, en tertulias habidas en el hogar de Sarito Doreste y
Juan Jaén pude palpar la cariñosa devoción que don Agustín había inspirado
en la colonia isleña de aquella ciudad. Todos los presentes se hacían lenguas
de su afabilidad y su gracejo, e igualmente de aquella aptitud suya para, sin
velar su personalidad, encontrarse a gusto y perfectamente a tono en cualquier
tipo de reunión, fueran quienes fueran sus integrantes. Y a la hora de recordar
convites gastronómicos era inevitable la mención del entusiasmo contagioso
que exteriorizaba nuestro paisano mientras le hacía los honores a viandas y
golosinas de solera canaria. Hasta en este particular evidenciaba su apego al
terruño; un apego ni chovinista ni excluyente, sino abierto y expansivo, abar-cador
de toda la realidad española esencial, pese a los infortunios que lc aca-rrearan
avatares todavía inolvidados de la historia de nuestra patria.
Naturalmente, el fin de la expatriación no supuso para don Ag~istine l
acabamiento de las penalidades. Aquí también tuvo que padecer algunas,
aunque por fortuna sin la carga de amarguras que motivaron las vicisitu-des
derivadas de la guerra civil y la emigración. Pero sospecho que su
vuelta definitiva a la isla le dio ocasión para gozar de repetidos inoinen-tos
de dicha. Entre los suyos, con los viejos amigos aquí reencontrados,
en los solaces circunstanciales de Agaete y La Laja, con tanta gente joven
o madura que en seguida se aficionó a él, y, desde luego, como era irre-mediable
en su caso, entregado en cuerpo y alma no sólo a actividades
vocacionales y profesionales. Uno de mis recuerdos de don Agustín, como
espectador cercano, me lo presenta justamente cuando saboreaba una
experiencia gustosa. Fue en la playa de Las Canteras, en las primeras
horas de una espléndida tarde veraniega. Caminaba desde frente a la Peiia
de la Vieja en la dirección del Balneario, acompañado de un buen núme-ro
de jóvenes, en su mayoría muchachas universitarias o en camino de
serlo. Todos exultaban ríendo y charlando, pero eran los ojos de don Agustín los
que más chisporroteaban de contento. Sin duda, aquel regocijo compartido en
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un ambiente tan estimulante lo compensaba en alguna medida de las des-venturas
de otro tiempo.
Al lado de su campechanía y su encanto personal ya es un lugar común
recordar su extraordinaria capacidad de trabajo. Imaginarlo ajeno a la marcha
de una ocupación laboriosa era un ejercicio mental quimérico; y verlo afana-do
en el Museo, en la cacharrería de Pepito Naranjo o en la biblioteca interior,
un espectáculo que causaba a un tiempo admiración y un sentimiento de culpa,
pues su ejemplo, sin pretenderlo él, se imponía como un reproche a la laxitud
de las dedicaciones de otros. En el Museo y donde fuera permanecía horas y
horas embebido gustosamente en la tarea que tenía entre manos, y si era inte-rrumpido
por alguien jamás se detenía dando muestras de contrariedad. Quien
llegaba hasta él, con propósito de consulta o simplemente para intercambiar un
saludo, hallaba en todo momento una acogida propicia y efusiva.
Ahora, mientras termino estas líneas, advierto que las visiones que pude
ir cosechando cuando lo veía abstraído en su labor se me funden en dos imá-genes
exentas que van creciendo poco a poco hasta alcanzar las dimensiones
de un primer plano cinematográfico. El vaivén de la mano empuñadora del
lápiz o el bolígrafo, y la oscilación de la mirada, yendo y viniendo del libro
o el documento escrutados a la hoja que recibe el flujo de la escritura inter-mitente
...
Un día, años después de la desaparición de don Agustín, me encontré
ojeando a saltos las Memorias de un dictador de Giménez Caballero. La carac-terización
de mi lectura queda así bien precisada: ojeo a saltos. Porque ningún
texto del inefable don Ernesto podía esperar de quien sabe quién fue una aten-ción
ávida y prolongada. Por lo que dice y por cómo lo dice. "El malabarismo
lingüístico -escribió Moreno Villa precisamente a propósito del Robinsón
mussoliniano- (es un) juego peligroso porque acaba afectando a lo funda-mental,
a las ideas."
En una página de las Memorias de un dictador surgen, de pronto, el nom-bre
de don Agustín y su semblanza quintaesenciada: "Divertidísimo el conde
de Las Navas con su Paleografía, salpicada de chistes, y que un día nos dejó
la asignatura para que la continuara el jovial e infatigable Agustín Millares."
Hay que reconocer que don Ernesto dio en la diana con los adjetivos.
Cordialidad risueña; laboriosidad placentera o por lo menos no condenada
ante los demás con el gesto ceñudo o la quejumbre. ¿Quién dijo que el sabio
empeñoso y prolífico ha de ser por fuerza un sujeto esquivo y distante y
desabrido?
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El mismo José Moreno Villa, en su Vida e11 claro, evoca la acogedora boii-homía
de don Agustín. E igualmente Julio Caro Baroja, quien en sus sustan-ciosas
"memorias familiares" (Los Baroja) recuerda por dos veces a nuestro
paisano: "Después (de don Vicente Garcia de Diego), aún tuve a un maestro
sabio y amable, don Agustín Millares ... En la biblioteca (del Ateneo) los estu-diantes
de letras veíamos a don Eduardo Ibarra, a don Agustín Millares, a don
Pedro Urbano González de la Calle, todos de una corrección proverbial".
Por cierto que entre los habituales de entonces al Ateneo a ñ o s 3 0 el
sobrino de don Pío rememora también a otros canarios cuya conducta, por for-tuna,
no desdecía de la de don Agustín, en quien la afectuosa discreción y el
rigor profesional no estorbaban la práctica de un jocundo y saludable vitalis-mo.
Aunque -dice Caro Baroja-"había un canario loco que se llamaba
Peñate y que atronaba la casa con sus discursos enfáticos a un pobre señor. . . "
Porque al parecer siempre habrá por allá alguna cabeza tronada que empa-ñe
la imagen surgida del comportamiento de los insulanos juiciosos.