TERfllTOmOS
Gabriel Orozco
Silencios infinitos
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OKWUI ENWEZOR
En la primavera de 1995, el Museo Guggenheim de Nueva
York presentó una espectacular exposición de la obra del difunto
artista cubano Félix González-Torres. La amplitud de la
exposición permitió al público conocer los elípticos y complejos
significados de un artista cuya economía de forma tiene poco
que ver con la falta de confianza en sí mismo y mucho con
la precisión, la disciplina y el rigor.
Las sensaciones que acompañaban a los espectadores en
cada paso contemplativo, mientras estaban inmersos en el ambiguo
mensaje que les había dejado el artista, invitan a pensar
en todo tipo de metáforas y clichés; desde lo sublime hasta lo
elegiaco y cerebral. Recorrí el museo recogiendo (pese a la severa
norma de «uno por visitante» impuesta por el museo) los
restos de caramelos y los montones de láminas (una muestra
de la generosidad del artista y de su discreta subversión de la
etiqueta museológica) que constituyen los gestos más reconocibles
de González-Torres. González-Torres formaba a menudo
estas agrupaciones, a las que se asignan «pesos ideales» para
los caramelos e «infinitos ejemplares» para las láminas; ambas
cosas hacen referencia o recuerdan a una amante, un suceso
o un lugar. El hecho de que estos caramelos (arrebatadoras
marinas de chocolatinas Baci envueltas en papel de plata, regaliz
negro con celofán transparente, chicles Bazooka envueltos
en papel blanco, etc.) y láminas eran para comer y para llevárselos
a casa de recuerdo, daba a la experiencia un aire de graciosa
solemnidad; evocaba un recuerdo sacramental que es a la
vez católico y muy iberoamericano.
Hablando del catolicismo y del carácter iberoamericano
de estos gestos, la crítico Coco Fusco me explicó que la obra de
González-Torres encarna y asimila los vestigios palpables de las
ceremonias de duelo iberoamericanas. Y la asociación con el
azúcar en los caramelos coincidía con uno de los mayores recortes
presupuestarios de Cuba. Y las cadenas de bombillas
-amontonadas o expuestas en cascadas de incandescente esplendor-
, típicas también del autor, tienen que ver menos con
las esculturas luminosas de Dan Flavin que con los altares y los
monumentos votivos propios de la mayoría de los países americanos.
Hago estas observaciones porque en los estudios críticos
de la obra de González-Torres apenas se mencionan estas influencias.
Parece que la pertenencia a una cultura vernácula no
europea es pocas veces reconocida. Pese al gran revuelo organizado
por la crítica posmodernista con motivo de este tipo de
omisiones, el discurso favorito sigue favoreciendo la adopción
de la camisa del universalismo modernista, de una especie que
reniega de lo específico y lo local, quizá para desarrollar más
plenamente lo que es una ostensible variación sobre el tema de
la genialidad europea. Parte integrante de este desafortunado
panorama es la complicidad de los artistas que se prestan a esta
forma de autocensura. Esta idea de que el hecho de desprenderse
de los lazos del propio origen o de la influencia iconográfica
de la propia cultura facilita al artista el paso a los cánones
del arte contemporáneo internacional sigue siendo una de
las grandes falacias y tergiversaciones de los recientes estudios
cEi-into ATLASITICO oi ASTÍ MOC(>NO
críticos sobre famosos artistas no europeos. En cierto modo,
esta cuestión inflama el debate, aisla al artista y no resuelve nada.
Indudablemente, también debe de resultar exasperante que
piensen en uno como artista o intelectual sólo en relación con
su identidad o procedencia.
Pero todavía me convence menos el argumento que nos
insta perentoriamente a echar por la borda todos esos cuentos
sobre la identidad. Estoy pensando en concreto en la advertencia
que dirige Robert Storr a aquellos que vemos en el trabajo
artístico de González-Torres las maravillosas virtudes de, y referencias
a, su identidad homosexual y americana, que tanto
influyen en su obra. Ambos aspectos de su identidad, en cualquier
caso, enriquecen su obra más que debilitarla. Storr habla
de la «negativa» del artista a «hacer el paripé». Consciente de
cómo ese hacer el paripé desvirtúa para el público la apreciación
de un artista determinado, Storr señala también que «en
un mundo artístico obsesionado con frecuencia por la afirmación
simplista (la cursiva es mía) del origen o la esencia, González-
Torres evita el papel de artista americano o artista homosexual
o incluso artista activista...» Sabiendo la paradoja a la
que se enfrenta al intentar salvar a González-Torres de las garras
de la «afirmación simplista del origen o la esencia», Storr
se apresura a rectificar su comentario inicial declarando que el
artista aprovecha «todo lo que le ha enseñado su experiencia de
homosexual comprometido políticamente y su origen cubano
». [1] Así pues, en lugar de enjuiciar la obra de González-Torres,
el crítico se ve obligado a adoptar una postura ambigua.
Pues lo que confirma la última aseveración de Storr es
que, independientemente del significado de la obra de González-
Torres, para nosotros ésta evoca lo que evoca porque tiene
mucho que ver «con todo lo que le ha enseñado su experiencia
de homosexual comprometido políticamente y su origen cubano
», incluyendo sus cargas, sus enredos, negativas, fracasos,
placeres y desgarros. Más que renunciar a su identidad, González-
Torres la celebra, la cuestiona, lucha con ella y utiliza todas
sus peculiaridades y complejidades para modelar y vaciar lo
que representa sin duda una de las más agradables cortesías para
con los asuntos relativos al arte, la identidad, la política, el
amor y la fidelidad al arte contemporáneo.
Gabriel Orozco. Sana on Table, 1992.
Ahora que nos ha dejado -murió en el apogeo de su carrera
artística, cuando contaba 37 años-, otro artista americano,
el mexicano Gabriel Orozco, asciende rápidamente a la plataforma
que hizo de González-Torres aquel artista indispensable
que dio a conocer a la crítica la sublime visión del mundo
americano, sus excesos sibilinos, su inteligencia. Como precedente
de Orozco, no hay duda de que han surgido de nuevo las
mismas ofuscadoras fuerzas económicas, en medio del alboroto
de la crítica, dirigido ahora al mexicano. Estas críticas pasan
por alto la herencia histórica inmediata de Orozco, que incluye
a figuras modernistas tales como Diego Rivera, David Si-queiros,
Rufino Tamayo, Clemente Orozco, Frida Khalo, etc.
Según la procedencia que tiene que llevar como una medalla de
honor, abundan los comentarios en los que el artista aparece
sobre las alas del nacimiento a lo Fénix de Duchamp; precursor
de cualquier artista que decida probar el arte conceptual.
A pesar de esto, comprobaremos, si seguimos el ejemplo
con diligencia, dejando a un lado los abstrusos enigmas que decoran
su obra, que el arte de Orozco debe tanto a una generación
anterior de artistas americanos, incluyendo algunos matices
surrealistas, como al linaje casi exclusivamente europeo que
se le atribuye.
Así pues, decir que la obra conceptual de Gabriel Orozco
tiene un tinte surrealista americano no equivale a una difamación
étnica. Tampoco equivale a caer en el estereotipo despreciativo
que ve la obra de los artistas no europeos a través de la
ai-
Gabriel Orozco. Empty Club Project, 1996.
lente distorsionada del exotismo, que invariablemente los presenta
como auténticos e incontaminados nativos. Ya sabemos
lo emponzoñada que está actualmente la historia del arte a causa
de la «etnificación» de los artistas. Por lo tanto, señalar la
existencia del americanismo en la obra de Orozco puede ser
arriesgado en el sentido de que equivale a invocar ciertos tropos
esencialistas. Soy consciente del peligro que implica limitar
la interpretación de un arte en el que abunda el uso de referencias,
especialmente a través de la invocación de la identidad
americana, como parte de lo que caracteriza la obra de Orozco.
Aunque tal término en realidad se opone al racismo, lo
que en realidad se deduce de tal invocación es que nos brinda
la oportunidad de explorar la numinosa y compleja geografía
de la historia del arte en el siglo xx. El hecho de ver la historia
del arte de esta manera no sólo ofrece al crítico e historiador la
oportunidad de establecer la genealogía de un artista determinado,
sino que también sirve para situar al artista en una coordenada
crítica. Por otra parte, abre nuevas perspectivas que podrían
demostrar que ciertas variantes locales del arte internacional
descubren en definitiva un espacio discursivo en el interior
de los discursos dominantes, internacionalizando el arte y
la cultura contemporáneos, liberándolos de la tutela europea.
La reveladora investigación que se lleva a cabo al situar el
arte de Orozco en el ámbito temporal y espacial de la economía
geopolítica y sociocultural genera un intenso examen de las
tendencias, el cual a menudo eclipsa gran parte de su obra. La
observación de cómo se despliegan esas tendencias en su obra
crea tanto ambigüedad como claridad. Pues nos ayuda a enfocar
una tradición conceptual americana que no sólo no es servil
con respecto a su equivalente euro-angloamericano, sino
que casi compite con él. Fundamentalmente, lo que diferencia
al conceptualismo americano del modelo euro-angloamericano
es su componente político. En tanto que el conceptualismo
posminimalista de los años sesenta y setenta en Europa y Estados
Unidos estaba cargado de empirismo y reduccionismo
kantianos -cuya ejemplificación está anclada en la crítica institucional-,
el modelo americano descansa resueltamente sobre
una estrategia existencial y una investigación fenomenológica,
de la que se derivan dos disyunciones lacanianas: lo imaginario
y lo simbólico convergen.
Pero ese conceptualismo también está relacionado con la
crítica de la relación institucional entre las dictaduras que gobernaron
gran parte de América desde los años cincuenta hasta
la década de los ochenta.
En muchos aspectos, la obra de Orozco ocupa los territorios
que se extienden entre estas dos distinciones. Lo que hace
destacar a Orozco entre el grupo de jóvenes artistas de la escena
internacional es el hecho de que en su obra se da cierta reciprocidad
entre el formato vernáculo y la sofisticación cosmopolita.
Tal interpretación, naturalmente, no está exenta de condiciones.
Hay que estar atentos a las implicaciones que tiene la
creación de un sistema binario en el que lo vernáculo significa
una degradación y lo cosmopolita constituye la plenitud. Podríamos
decir que su obra coincide con la de muchas figuras
tanto del arte euro-estadounidense como del arte americano.
Ello significa que las referencias a Robert Smithson, Joseph
Beuys y Marcel Duchamp, o a Cildo Miereles, Helio Oiticica,
Ana Mendieta, Gordon Matta-Clark y Félix González-Torres
son también fácilmente aplicables a.Orozco.
Estas influencias o parentescos, por así decir, parecen
contradecir en cierto modo mi anterior insinuación de que el
conceptualismo americano forma parte de la condición primordial
de Orozco. Sigue siendo así: al menos en la medida en
que tal contradicción propone una paradoja esencialista en su
trabajo. Parte de esta compleja negociación es lo que podría-
mos denominar, desde un punto de vista poscolonial, la doble
conciencia de Orozco.
La obra de Orozco tiene esa fidelidad y doble conciencia,
que, en cualquier caso, no son antagónicas, sino complementarias:
una intensificación de lo que Kwame Appiah denominaría
colisión entre lo poscolonial y lo posmoderno, convirtiendo
su obra en una actividad menos híbrida. Desde que comenzó
a ser conocido hace cuatro años, Orozco se ha convertido
en una figura escurridiza, imposible de predecir. Lo que da
magnificencia a su obra es su naturaleza fugitiva. Ocupa con
delicada precisión largos momentos de silencio e instantes de
hilaridad. Junto a esto se encuentran sus acciones de reordenación
social y sensorial de nuestras percepciones, transformando
numerosos objetos que creíamos conocer en esculturas e
instalaciones despojadas de su significado original. Algunas de
las ideas y cuestiones filosóficas que encontramos en la obra de
los mencionados artistas son corroboradas parcialmente en
dos recientes exposiciones de Orozco, realizadas en Londres; la
primera, Empty Club, en junio de 1996, para ArtAngel, en un
antiguo casino y club Victoriano, y la segunda, en julio del mismo
año, en el Instituto de Arte Contemporáneo.
EL ARTISTA COMO ETNÓGRAFO: EMPTY CLUB
Una de las consecuencias más nefastas de la colonización de las
llamadas culturas indígenas por parte de Europa es la interpretación
de complejas estructuras mentales y culturales bajo la
difusa luz de las fantasías étnicas del colonizador. Por medio de
la descripción y el estudio etnográfico de los indígenas, los especialistas
europeos parecían creer -durante los años dorados
de la investigación antropológica de los conquistados como especímenes
dignos de curiosidad- que estaban presentando
una vista panorámica de aquellas culturas preliterarias que, debido
a la falta de documentos escritos, carecen de la necesaria
penetración para registrar su propia cultura. La labor del etnógrafo
parecía un intento serio, aunque no siempre sincero, de
exponer el aspecto etnográfico con todo su esplendor cultural
y características primitivas. Tal posición de poder convertía invariablemente
a los europeos en interlocutores únicos de ese
panorama de estudio y proyección. A menudo no se considera
improbable que a partir del estudio de dicho encuentro se pueda
intentar la inversión del proceso aplicando el microscopio al
propio etnógrafo. Pero, si se realizase tal intento, la cuestión sería
¿qué tipo de «realidad objetiva» se procedería a analizar?
Para conocer al «otro», ¿qué tipo de respuesta se esperaría de
él? ¿En qué aspecto de su cultura se centraría tal análisis? Debemos
admitir que esas cuestiones dependen más de los gustos
e intereses personales, como se pone de manifiesto en un crudo
estudio etnográfico titulado «The Sexual Life of Savages»,
que de los intereses académicos. Este aberrante estudio sobre la
sexualidad puede resultar divertidísimo, pero demuestra una
intención abyecta, cuando no una descarada lujuria. Buscando
una aproximación a cómo se forma una cultura, particularmente
desde el punto de vista de la vida cotidiana, un reciente
Gabriel Orozco. Moon Trees, Empty Club Project, 1996.
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trabajo de Orozco analiza las costumbres inglesas a través del
deporte, el ocio y diversos aspectos sociales. Como se desprende
de ciertos incidentes recientes, a los ingleses les apasiona el
deporte: fijtbo], cricket, carreras de caballos, y apuestas; cualquier
aspecto de la vida constituye una oportunidad para hacer
una apuesta sobre algo. En el aspecto deportivo, especialmente
en el fútbol, el hooligan inglés es todo un personaje. Es tanto un
personaje de la imaginación como un producto de la desarraigada
clase obrera, empujada a la histeria racial y social por el
thatcherismo. El hooligan constituye una de las manchas más
vergonzosas del carácter inglés, subrayando la abismal diferencia
que existe entre las clases altas y las bajas. Es la personificación
de la agresividad, la violencia y el nacionalismo que ha
empañado la imagen un tanto idílica del deporte como competición
entre caballeros, especialmente los caballeros mitificados
por la ideología sociocultural inglesa.
En un ensayo que trata sobre la necesidad que tienen últimamente
los hinchas futbolísticos de ocupar el centro de la
vida inglesa, Louisa Buck ha señalado que «aunque tradicio-nalmente
el cricket ha sido el juego de la élite, y el fútbol el del
lumpen, las cosas ya no son así. Hoy en día, para tener credibilidad
cultural en el Reino Unido es casi obligatorio ser un hincha
de fútbol». [2] No es de extrañar, por tanto, que la exposición
de Orozco el verano pasado en Londres pueda interpretarse
desde el punto de vista del deporte. Pues lo que se analiza
en ese estudio es cómo definen los ingleses su identidad nacional.
El reciente proyecto de Orozco constituye un estudio
etnográfico del carácter inglés: Empty Club, St. James Street,
Londres. Con este proyecto, que ocupa los cinco pisos del edificio
-incluyendo el casino Regency, el club Devonshire y las
dependencias de la embajada nigeriana-, Orozco pretende satirizar
a los ingleses.
En el Empty Club Orozco instaló una mesa de billar -Mesa
de billar ovalada- en una elegante sala con paredes de seda.
Aquello parecería normal en un club privado; dicho de otro
modo, aquel objeto encajaba perfectamente en la elegante sala.
Estaba en el contexto adecuado. Sin embargo, la mesa es un
imposible, un elemento disfuncional en el conjunto de aquel
espacio. La mesa, de forma alargada y sin troneras para que entrasen
las bolas (aunque Orozco la había puesto a disposición
del público), estaba manifiestamente inerme e indefensa. Para
frustrar aun más al público, la tradicional bola roja con que se
empieza el juego estaba suspendida del techo dorado por medio
de un hilo invisible, llevando el juego inexorablemente al
terreno de lo absurdo. Sin embargo, al invitar literalmente a los
jugadores a creer en el juego, Orozco ha llenado de posibilidades
su propuesta. Este absurdo no sólo abarca ciertos conceptos
surrealistas, sino que utiliza los gestos tradicionales del arte
conceptual para poner en cuestión ciertos supuestos sobre la
normalidad, mediante la reordenación de los códigos de la escultura
tradicional, y también mediante el distanciamiento y la
fragmentación.
Sin embargo, esto representa sólo la mitad de los objetivos
de Orozco. Al vaciar la sala y reamueblarla con un objeto
despojado de su función utilitaria, Orozco hace que nos fijemos
también en los mecanismos de conducta de ese espacio
social, dejando al descubierto sus marcas liminales, invitándonos
a emplearlo como espacio para la meditación. El vacío
creado al retirar los muebles dio a la sala un aire frío, haciendo
que aumentase también la sensación de espacio. Esta ausencia,
que funcionaba como un intervalo -un ingenioso arpegio-,
proporcionaba una espléndida oportunidad estética para devorar
el brillo seductor de las paredes azules y plateadas, las
palmatorias doradas, los techos afiligranados y los candelabros
de cristal. En este escenario uno puede observar a los demás y
ser observado por ellos. Mientras el público se deleitaba con los
dibujos de las paredes -la cultura con mayúsculas reducida a
un detalle modernista- el mito institucional del prometeico
autor/genio adopta el aspecto del vaudeville.
Tal vez esta interpretación no coincida con la intención
de Orozco. Pero el resultado, no obstante, fue fortuito. Yo no
podía apartar la idea de que esta dislocación impide la propia
congruencia y la aparentemente indiscutible proyección de la
escena como cima de la aristocracia, el principal fundamento
del sistema británico de clases. Por medio de tal descentralización,
este territorio de acceso restringido produjo un híbrido y
un fracaso semántico. En este espacio, la bulliciosa actividad
del público hace mella, con gesto enfático, en el exagerado va-
Gabriel Orozco. Oval Billiard Table, 1996.
lor de semejante centro de poder, abriendo grietas en el muro
que separa a la cultura alta de la baja, a la estabilidad de la con-tmgencia.
En muchos aspectos esta sala representa lo que podría
denominarse «la improbable unión de los contrarios»: un
sutil encuentro de dos comunidades marginales.
En mi recorrido por el silencio de los interiores abandonados
-recién remozados en previsión de la llegada de los nuevos
ocupantes que, es de suponer, tomarían pronto posesión
de ellos-, me percaté de que las intervenciones de Orozco, mediante
la utilización de la identidad y la cualidad étnica nacionales,
demuestra una actitud que Hal Foster ha definido como
el caso del «artista en ñrnción de etnógrafo». Tal actitud es reveladora
en virtud de su inversión de las relaciones de poder.
Pues aquí tenemos a un artista procedente de un territorio
«tercermundista», llevando a cabo una labor asociada habi-tualmente
con las investigaciones etnográficas occidentales.
Orozco ha reunido para su sereno e hilarante estudio de los ingleses
los símbolos y emblemas más estereotipados: su pasado
y sus obsesiones. En uno de los pisos se desplegaron dos largos
rollos de tela verde y azul marino para formar una bolera provista
de bolas antiguas de madera. El decorado evoca patéticamente
otra era, cuando los señores llevaban unos trajes asfixiantes
durante las actividades mundanas. En un intento de
realzar lo que ya parecía una propuesta absurda, y de realzar el
desnaturalizado ambiente de club, Orozco dispuso una hilera
de tumbonas, bajo unas plantas de plástico con encartes blancos
a las que llamó Árboles lunares, en los lados para que los espectadores
se sentasen a mirar. Al parecer Orozco quería reorganizar
un poco la decoración a cada momento. Las plantas y
las tumbonas se convierten literalmente en instrumentos de esta
broma. Con su extravagante presencia en el triste y gris clima
inglés se convierten, metafóricamente, en ideas que representan
el emblema tropical del artista.
El tono guasón que subyace a estas ligeras alteraciones de
contextos, situaciones, imágenes y objetos es característico de
Orozco; proporciona cierta sincronía a gran parte de su obra.
Por ello, no hay gestos ni acciones aisladas. Forman una cadena
de causas y efectos en la que la acción y el resultado pueden
constituir una línea ininterrumpida.
EL ASTUTO TRAMPOSO
Sublime, absurdo, evanescente. Estas tres cualidades llaman insistentemente
la atención en la obra de Orozco. Ningún otro
lugar podía resultar más adecuado para experimentar estas tres
fuerzas en acción que el elegido para la segunda exposición de
su obra en Londres. Después del éxito de crítica que supuso
Empty Club, la exposición del ICA, que viajó desde el Kunstha-
Ue de Zurich, constituyó una pequeña retrospectiva de la obra
de Orozco durante los últimos seis años. Incluye algunos de sus
trabajos más reconocibles: instalaciones, esculturas, fotografías
y proyecciones de diapositivas. Al bajar a la galería de la planta
baja la primera obra que nos encontramos es Siempre hay una
dirección (1994), una escultura de cuatro bicicletas atadas entre
sí que desafían la fuerza de la gravedad. Las bicicletas están unidas
de manera tan absurda que pierden todo su sentido. Conviene
señalar que Orozco juega de tal manera con los objetos y
las situaciones más estables que llega a conferirles una esencia
y un nuevo significado.
A cuento de esto me vienen a la memoria las palabras con
las que describía Jasper Johns su método de trabajo, que consistía
en tomar un objeto, idea o situación, hacer algo con ellos,
repetir la acción y así sucesivamente, hasta que finalmente surgiese
algo nuevo. Esta teoría del proceso se repetía continuamente
a medida que recorría la exposición. También me di
cuenta en el ICA del enigma que encierran las acciones de
Orozco, las cuales apuntaban dos cosas: a la naturaleza del movimiento
y a la fugacidad de su obra. Mirase a donde mirase,
veía el inquietante espectáculo de los vanos intentos de apresar
el movimiento y el vuelo. Naturaleza recobrada (1990) es una
esfera de forma irregular, un mosaico de tubos de goma con
protuberancias cónicas en cada extremo, que tal vez evocan vagamente
los primitivos instrumentos de vuelo del tercer mundo.
Salvo en este escenario, el objeto concreto de vuelo, a través,
evidentemente, de las exageraciones de Orozco, parecería
incapaz de llevar a cabo, ni siquiera por unos segundos, ese intento
de escapar.
Piedra blanda (1992), una bola de plastilina, encarna
también en su forma una especie de otredad interpretativa. La
bola tiene, aproximadamente, el mismo peso que el artista; éste,
en sus diferentes viajes, la hace rodar por las calles de cada
ciudad en la que se expone, con lo que la escultura blanda cambia
discretamente de forma y recoge la basura de la ciudad, trazando
las rutas imaginarias e inestables del viajero a través de
la metrópolis moderna. Este espectáculo hace alusión a un espacio
común compartido: el espacio inconmensurable de las
comunidades de inmigrantes y de nativos, a través de cuyo espacio
deja sus anónimas marcas. Esta escultura es también, en
su indeterminación, un juego de palabras en torno al refrán
«piedra movediza nunca moho la cobija». Esta referencia alude
al problema de la emigración y el desplazamiento.
Esa idea implica la peligrosa vinculación del concepto de
emigración a la obra de este artista mexicano. Como si en las
Gabriel Orozco. Green Ball, 1995.
obras del Tercer Mundo tuviesen que ser legibles las rasgos diferenciales
que compendian su pensamiento y su método de
trabajo en el epígrafe político de la oposición pasiva. Tal suposición
parecería chocar con la anterior afirmación de Robert
Storr respecto de González-Torres. Pero la cuestión estriba en
cómo nosotros desaprobamos la experiencia del inmigrante al
tiempo que valoramos supersticiosamente su situación anómala
como constituyente de su verdadera identidad y de su realidad
«total». Dada también la atmósfera sociopolítica de México,
con sus sórdidas intrigas políticas, su vulgar ostentación y
el materialismo de la clase gobernante -todo ello mezclado con
la desesperada situación de las culturas indígenas-, caben pocas
dudas de que la imagen mitológica del vuelo de ícaro -el al-batros
suspendido en el aire con las alas rotas- está implícita
aunque disyuntivamente presente en la obra de Orozco.
Pero estas referencias no pretenden satisfacer el fetichismo
de quienes se aferran, con una intensidad casi disfuncional,
al sórdido espectáculo de los movimientos poscoloniales: los
movimientos de las hordas que atraviesan el Río Grande o las
fronteras de Tijuana, San Diego o Texas, o el éxodo de cubanos
y haitianos hacia Miami. A diferencia de algunos artistas cubanos
como Kcho, que han convertido el estremecedor dilema de
la huida política o económica en un sello de su arte, el espectro
de esos desplazamientos no siempre definitivos y de esas llegadas
aplazadas da forma al concepto de movimiento que tiene
Orozco.
En otra obra, titulada La DS (1993), Orozco, en un gesto
de surrealismo clásico, toma uno de los iconos más seductores
del diseño contemporáneo: el clásico Citroen DS, creado a finales
de los años cincuenta y convertido hoy en pieza de museo;
una brillante e impotente imagen de decrepitud moderna.
Hay también algo extraño en esta obra que apunta a algunos de
los trabajos fetichistas y eróticos de Meret Oppenheim, como
Breakfast in Furs. En La DS Orozco recompone y transforma el
penúltimo símbolo de velocidad y seducción metropolitano en
un efecto escultórico. Para ello secciona el coche en tres partes
iguales, prescinde de la sección central y sutura las dos partes
exteriores hasta formar una esbelta máquina andrógina, fálica
y femenina al mismo tiempo.
La DS sigue siendo el más grande y poético de los gestos
de Orozco. A menudo se ha analizado por su pérdida de velocidad;
como velocidad atrapada y transformada en icono, un
magistral golpe de mano que produce un efecto alucinador. Mi
interpretación de ésta es más retorcida y misógina. Me inclino
a recibir sus especificaciones como si existiesen congruentemente
en relación con la curvatura de un voluptuoso cuerpo
de mujer, tal como se imagina en el desnudo clásico. Uno piensa
de inmediato en esas magníficas, aunque no menos estereotipadas,
fantasías de Rubens, o en las odaliscas tumbadas de Ingres
y Matisse. Se trata de figuras tan erotizadas que nuestras
fantasías las despojan de toda cualidad humana. Al igual que
estas figuras. La DS también está tendida, sensible y sensual;
una ninfa supina vestida y sin tener adonde ir, inmovilizada
por el deseo inalcanzable.
Pero tal vez sea necesario ampliar la importancia de esta
obra con un ejemplo contemporáneo. La DS es principalmente
deudora de las acciones de fragmentación realizadas por
Gordon Matta-Clark en los setenta, especialmente de SpUtting
(1974), donde cortó por la mitad la casa del marchante Holly
Solomon en Englewood, Nueva Jersey, a punto de ser demolida.
En esta misma línea se inscribe la destrucción y el desman-telamiento
por parte de Orozco de un viejo ascensor, con el techo
bajado hasta alcanzar apenas la altura de un adulto, con la
intención de crear un espacio social claustrofóbico. Elevator
(1994), mostrada en la Whitney Biennal de 1995, podría entenderse
también con el lenguaje de Matta-Clark como «anar-quitectura
», un proceso caracterizado, según Mary Jane Jacobs,
por «una concepción anarquista de la arquitectura, marcada físicamente
por la ruptura de la convención mediante un proceso
de «desmantelamiento» o «destructuración», más que encaminada
a crear una estructura». [3] Matta-Clark es aún más
explícito en sus intenciones y señala que «Al desmantelar un
edificio atento contra numerosas convenciones sociales... La
cuestión es reaccionar en contra de un estado de intimidad aún
menos viable, de la propiedad privada y del aislamiento.» [4]
No pretendo detenerme aquí en el origen iberoamericano de
Matta-Clark y su influencia en algunas de las obras de Orozco,
hasta el punto de que éste se inspira también en su mayor conciencia
de sus predecesores iberoamericanos. Esto es así en el
caso de su deuda con artistas como Helio Oiticica, Cildo Mie-reles,
Ana Mendieta y Félix González-Torres.
IRRADIACIONES: LO REAL Y EL ÍNDICE
Hasta el momento me he centrado en los objetos, las esculturas
y las instalaciones de Orozco. Pero otro elemento clave en
su obra es el uso de la fotografía para registrar sus performances.
Las fotografías en color de Orozco no son exactamente fotografías
documentales en el sentido periodístico del término,
sino que registran más bien momentos de performances e intervenciones
no presenciadas. Son solitarias y personales y a
menudo parecen reflejos absurdos y efímeros de su propio vagabundeo.
Tanto por el uso que hace de las performances como
por el uso que hace de la fotografía para registrar su influencia
en un paisaje, podríamos considerar a Orozco como
un artista ambiental, en la línea de artistas minimalistas como
Smithson, Walter DeMaria y Michael Heizer. Ahora bien, las
intervenciones de Orozco, como las de Mendieta, son evidentemente
más sencillas, menos presuntuosas.
Observo en estas fotografías el deseo de alterar el paisaje
lo menos posible. Orozco huye de la marcada tendencia moderna
a las grandes enmiendas, a los gestos autorales destinados
a imponer la presencia del artista sobre la naturaleza, ya sea
en la amplia y temblorosa superficie del lienzo, en un bloque de
granito o en un bronce. Sus intervenciones son siempre co-de-pendientes
del espectador silencioso y se sitúan entre el sujeto
observador y el objeto de la representación. Hay siempre en estas
fotografías una halo de ausencia que lo impregna todo. Esta
asusencia tiene en parte como función la insinuación de que
la crónica del objeto físico ausente podría experimentarse en el
espacio de lo real.
Es en este espacio de lo real, trasladado al espacio del índice
-como huella legible de la ontologización del objeto, de su
persistente presencia como crónica suplementaria-, donde
existe gran parte de la fotografía de Orozco. El fotógrafo hace
con el objeto lo mismo que otras técnicas tradicionales, como
el grabado o el aguafuerte, hacían con la reproducción meca-
Gabriel Orozco. Until You Find another Yellow Schwalbe, 1995.
nica. Pero estas técnicas se proponen reproducir un gesto anterior.
Mientras que la fotografía, como medio de percepción,
se basa en la transformación química de un gesto mimético, el
grabado o el aguafuerte se basan en la transformación de una
superficie física en signo que, al mismo tiempo, acentúa el referente
físico y valora su ausencia en la reproducción.
La tesis defendida por Rosalind Krauss en «The Origina-lity
of the Avant-Garde: A postmodernist Repetition» -donde
estudia la influencia postuma de la escultura de Rodin Las
puertas del infierno como «ejemplos de copias múltiples que
existen en ausencia del original» [5]- resulta aquí decisiva. La
tesis de Krauss podría aplicarse igualmente a las fotografías de
Orozco. Parafraseando a Walter Benjamín, sostiene que «la autenticidad
se vacía como concepto a medida que uno se acerca
a estos medios inherentemente múltiples». [6] En este mismo
espíritu, la noción de autenticidad del momento de la performance
en las fotografías de Orozco se experimenta también como
performances repetidas, múltiples, como copias carentes
en apariencia de una fuente original, siempre frescas, nuevas e
inmediatas. Por supuesto, esto no es sólo paradójico sino también
falaz, pues en el caso de Orozco toda performance, intervención
y acción es siempre previa y no puede experimentarse
sino como crónica o huella esquemática dibujada en el espacio
vacío del objeto: el original ahora aparentemente perdido.
Valgan para ilustrar este punto los siguientes ejemplos.
Crazy Tourist (1991) es la crónica de una performance en la
que Orozco caminaba por un desierto mercado al aire libre en
la Ciudad de México, colocando una naranja sobre diversas
mesas situadas en distintos puestos. A continuación fotografió
la escena. La crónica muestra los objetos de la performance sobre
las mesas, en sus locahzaciones dispersas. Pero también da
cuenta de algo que se ha convertido en leitmotifen la obra de
Orozco: el mapa del tránsito de la individualidad al anonimato.
La ausencia de su figura en el espacio hace que la experiencia
de la performance quede en suspenso, manifiestamente incompleta.
Esta ausencia entronca con el punto clave de la tesis
de Krauss acerca de la inexorable confianza de los artistas de
vanguardia en la estructura de la plantilla como espacio pictórico,
como ámbito constitutivo que configura el repertorio representativo
del artista. Pero, en opinión de Krauss, la plantilla
como espacio de práctica artística esquiva la noción de originalidad,
ya que no puede sino ser duplicada. En este sentido,
Krauss escribe:
"Estructuralmente, lógicamente, axiomáticamente, la plantilla
no puede sino ser repetida (la cursiva es del original). Y, con
un acto de repetición o réplica como ocasión «original» de su uso
en el marco de la experiencia de un determinado artista, la plantilla,
que vivirá proyectada en el progresivo desarrollo de su obra,
seguirá viviendo una existencia de repetición, en la medida en
que el artista se embarca en un proceso de autoimitación." [7]
Este tipo de actos de repetición se encuentran también en
la serie Until You Find Another Yellow Schwalbe (1995). Esta
obra es una crónica fotográfica de otra de las incursiones de
Orozco en el espacio público tansformado en lugar privado y
anónimo. Registra una serie de performances iniciadas por el
artista después de comprar un scooter amarillo para moverse
por Berlín durante el año que pasó en esta ciudad. El resultado
de esta performance es una repetición tímida e irónica del
mismo acto. Recorría la ciudad en su Schwalbe amarillo en
busca de schwalbes amarillos idénticos al suyo. Cuando encontraba
uno, aparcaba el suyo al lado, en formación casi simétrica,
y tomaba una fotografía de la performance. Esta práctica
acabó convirtiéndose en una amplia y detallada crónica de sus
itinerarios, de los barrios que visitó, de los propietarios anónimos
de los scooters con los que él había establecido una relación
implícita; una crónica de su deambular por la ciudad. Las fotografías
se convierten casi en recuerdos del viaje.
Una vez más nos asalta el recuerdo de ese individuo enigmático,
silencioso y ausente que, en su necesidad de configurar
el valor representativo de su práctica diaria, debe dejar huellas
visibles de su propia impermanencia, de su corporeidad difusa,
de su propio gesto autoral en el espacio pictórico de la plantilla.
Krauss afirma:
"Esta repetición ejecutada por la plantilla debe seguir, o
ser posterior, a la superficie real, empírica del cuadro (o la fotografía).
Sin embargo, el texto representativo de la plantilla precede
también a la superficie, llega antes (la cursiva es del original)
que ella, evitando incluso que esa superficie literal tenga algo
parecido a un origen. Pues detrás de ella, lógicamente antes
que ella, se encuentran todos aquellos textos visuales mediante
los cuales el plano se organizó colectivamente como campo pictórico.
La plantilla resume todos esos textos: por ejemplo, las
plantillas superpuestas sobre cartulinas que se empleaban para
la transferencia mecánica del dibujo al fresco; o la retícula destinada
a contener el paso de tres a dos dimensiones; o la matriz
que permite cartografiar las relaciones armónicas, como la proporción;
o los millones de actos de encuadre en virtud de los
cuales la imagen se reafirma como un cuadrilátero regular." [8]
Orozco plantea en ocasiones una disyuntiva, en un acto
clásico de detoumement, contaminando la plantilla mediante la
introducción de una disfunción en su superficie pictórica. Para
ello recurre en primera instancia a la materialización de un
gesto que puede luego basarse en otro gesto análogo, casi una
cita mediante la reproducción del objeto físico. Cabe citar en
este sentido, My Hand is the Memory ofSpace (1991), una obra
que no se presentó en Londres, pero sí se exhibió, más o menos
en esa misma época, en Graz: una instalación formada por
cientos de cucharillas de helado de madera, dispuestas de tal
modo que crean una escultura mesmérica, una forma que se
despHega como un abanico chino; extendidas sobre el suelo como
la palma de una mano abierta, como la superficie emergente,
ondulante, afilada de un arrecife de coral. La obra es un
sutil poema espacial. Con el fin de completar este acto poético,
estos hábiles desplazamientos de la percepción y lo real, Orozco
instaló en la pared contigua una fotografía de un bloque de
helado, encima de una cuchara de madera, derritiéndose sobre
una superficie de basalto. En estas dos obras se nos ofrecen simultáneamente
(en el régimen y en la manifestación pictórica
de la plantilla) tanto el objeto como su eco, su materialidad y
su reproducción. LiteraHdades aparte, son precisamente este tipo
de momentos -que Craig Owens identifica como el impulso
alegórico en el arte posmoderno- los que confieren a la obra
de Orozco su inteligencia y su inmediatez, su encanto, a un
tiempo fugaz, melancólico, obtuso y rudimentario.
En resumidas cuentas, lo que hace notable la obra de
Orozco no es sólo su absorción de ciertos matices fílmicos, sino
también y esencialmente su humildad, su deliberado ejface-menty
su profunda sencillez. Sea cual fuere el escenario, el en-frentamiento
con su obra exige un acto de fe profundo y consciente.
El impulso surrealista y absurdo -y el humor latinoamericano
presente en su obra- transforma cada encuentro en
un trémulo acto de conmiseración con/y vacilación entre objeto
y lugar, gesto y acto, significado y contexto. En la exposición
celebrada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, Orozco
presentaba dos obras sumamente evocadoras y punzantes.
En el caso de Homeruns {\995) optó por abandonar el museo y
trabajar en el exterior, de manera calculada, según los criterios
clásicos del arte conceptual: trasladar la perspectiva del arte radical,
sacarlo de los muros de las instituciones. De este modo,
al colocar naranjas en las ventanas de un edificio de apartamentos
situado frente al museo, Orozco reelabora las elisiones
cognitivas y las descontextualizaciones que ocurren a diario en
los museos. Abundando en esta sencilla idea de crítica institu-
Gabriel Orozco. Blue Sandals, 1996.
cional, y volviéndose de nuevo hacia la escultura como idioma
clásico del cuerpo -en una obra que recuerda claramente la
instalación postuma de Helio Oiticica, formada por hamacas
dispuestas en una habitación con música de Jimmy Hendrix-,
Orozco creó su instalación Hammock (1993). Colgada entre
dos árboles en el jardín escultórico del museo (entre exquisitas
esculturas modernistas de Picasso, Matisse, Lipschitz, etc.),
Orozco regresa con esta obra, no ya a la forma sino al espacio
ocupado por el cuerpo, a la impresión invisible de cuerpos
tendidos en el invitador ambiente de las hamacas. Y se diría
que los cuerpos que deben adaptar su forma al contorno de la
hamaca, fuesen en cierto modo creados y modelados por las
manos invisibles del artista.
Esta misma actitud de rechazo de la colonización institucional
lo lleva, en su primera exposición en solitario en Nueva
York, a presentar cuatro envases de yogurt Danone con el borde
pintado de azul, pegados a las cuatro paredes de la Marian
Goodman GaUery. Su intención era diluir las expectativas y
crear confusión, como lo fue también el hecho de que declarase
que su debut respondería únicamente a sus propios criterios.
Esta serena confianza ha conducido a actos llenos de insolencia
y frescura. En Parking (1995), una obra presentada junto a
sus dibujos en la Galería Micheline Szwarger de Amberes,
Orozco transformó una de las salas de la galería en aparcamiento
e invitó al público a usar la galería como tal. De este
modo parece como si cada acción o intervención escenificada
estuviese destinada a suscitar nuevas preguntas y a replantearse
la función del arte, el acto, el espacio y el contexto.
Al anaUzar su obra, uno siente que la pregunta más común
ante los trabajos conceptuales de Orozco es: «¿Qué hace
exactamente Gabriel Orozco?». Lo que también podría significar:
«¿Qué formas sustentan su proyecto artístico?»; es decir la
huella logocéntrica de su estilo característico. La respuesta más
clara se encuentra obviamente en la cautivadora indeterminación
de lo que su obra llega a significar, en sus infinitos silencios
dentro de un contexto social o epistemológico dado, especialmente
en el espacio poscolonial de Iberoamérica y en el
cosmolita espacio occidental en el que Orozco ha intentado nada
menos que reorganizar el concepto de discurso público y
textos iconográficos. Orozco se resiste hasta el momento a
cualquier clasificación, aun cuando su obra siga siendo sumamente
precisa, directa y clara.
Johannesburgo, diciembre de 1996.
II]
[2]
[3]
|4]
[6]
17]
Robert Storr, Setting Traps for the Mind and Heart, Art in America, enero
1996, p. 72.
Louisa Buck, Fever Pitch, Artforum International, octubre 1996, p. 35.
Mary Jane Jacobs, «Introduction and Acknowledgments», Gordon Matta-
Clark: A Retrospective, (Museo de Arte Contemporáneo de Cliicago, 1985),
p. 8. Citado por Ann Goldstein en Reconsidering the Object of Art: 1965-
1975, (Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles y MIT Press, Cambridge,
1995), p. 174.
Gordon Matta-Clark en Donald Wall, «Gordon Matta-Clark's Building
Dissections», Arts Magazine 50, núm. 9 (mayo de 1976), p. 76. Citado por
Ann Goldstein. Ibíd.
Rosalind Krauss, «The Originality of the Avant-Garde», en The OriginaHty
of the Avant-Garde and Other Modernist Myths, (The MIT Press, Cambridge,
1985), p. 152.
Ibíd.
Ibíd, p. 160.
Ibíd, p. 161.
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Gabriel Orozco. Atomists: Offside, 1996.