E 1 arte puede contribuir
a pensar la escena
de su propia
producción: tal es, creo, la invariante
histórica de la tradición
moderna. Las líneas que
siguen son un intento de interrogar
el espacio especulativo
de la historia del arte a
partir de una instalación, a
partir, pues, de una ocurrencia
práctica de efectuación
artística. Ahora bien, si el arte
puede también contribuir
a pensar la escena de producción de la inteligencia histórica
—la escena de producción de la historia del arte—. entonces
aquella invariante moderna se vería doblemente confirmada,
abismalmente confirmada: el arte puede contribuir a pensar
la escena de su propia producción porque puede
contribuir a pensar (mejor) el espacio especulativo en el que
se origina el pensamiento de su propia historia.
Todo sucede entonces como si pudiésemos esbozar esta
hipótesis: el espacio de la historia del arte es (también) una
de las escenas productivas del arte. Haría falta, sin embargo,
clarificar un aspecto: toda teoría institucional del arte (como
toda teoría) es insuficiente , pero una variable
fundamental de institucionalidad aparece inscrita en el proceso
de la producción artística y en aquel, aún más importante,
de su efectuación estética. Es, pues, en el marco de
esa invariable institucional donde puede afirmarse la pertenencia
del espacio de la historia del arte a la escena de la
producción artística.
Nuestro propósito, sin embargo, conlleva por corolario
trascender los límites de una comprensión intencional de la
producción artística. Un objeto de arte no aparece como evento
estético en virtud exclusiva de una causalidad intencional.
En esto el arte de la tradición moderna —si por eüo entendemos
el arte de la crisis de la representación— puede haber
contribuido más que ningún otro ejercicio especulativo
a esclarecer las razones. Un objeto de arte aparece como un
evento estético cuando una coyuntura de efectuación se hace
posible al determinar, entre otras cosas, los términos de
CHRISTIAN ECKART / DIEGO VELAZQUEZ:
IAYOÜEAÍAM
(POR UNA E P I S T E M O L O G Í A ANALÓGICA
DE LA P R O D U C C I Ó N E S T É T I C A)
por
Luis PÉREZ GRAMAS
una confrontación espectacular.
De allí se deduce entonces
que si una estrategia intencional
de formalización
puede ser, en efecto, una
causa de producción estética
—como de hecho es la causa
de la producción artística—,
ella no es sin embargo
suficiente en vistas a la
transformación del producto
artístico en evento estético. Yo
diría, a riesgo de extralimitar
mis hipótesis, que lo necesario y suficiente para la efectuación
estética del arte es una escena (y no una idea), un espacio
(y no una abstracción semiótica), el lugar en fin de una
relación de efectuación donde puede producirse (y modificarse)
un habitas performativo de orden perceptivo.
Ahora bien, la historia del arte —con escasísimas
excepciones— aparece cercada por una estricta lógica de la
intención, por un historicismo larvado cuya ideología habla
hasta en su propio silencio (particularmente en el silencio
de la historia del arte con respecto a la producción artística
contemporánea) y que ha contribuido a generar una ruptura
entre el espacio especulativo de la historia y la escena contemporánea
de la producción del arte. El síntoma superficial
—pero no menos terriblemente consecuente— de ese hiato
es la carencia de una verdadera experiencia del arte contemporáneo
que suele evidenciarse hoy en una gran cantidad
de historiadores.
Para nadie debería ser un secreto que una relación de
complicidad ideológica subyace entre el proyecto utópico de
la contemporaneidad (en arte) y el rechazo tópico del anacronismo
(en historia del arte). El presupuesto ideológico del
historiador historicista consiste en afirmar, así sea implícitamente,
la existencia de una red de correspondencias causales
entre la obra de arte y el sistema de su tiempo (sistema
estructural de creencias, convicciones, teorías, hábitos). EUo
supone afirmar entonces que la obra de arte es el interpretante
ejemplar del sistema de su tiempo. Esta es la razón por
la cual el historiador historicista se niega, en cuanto le re-
1. Toda teoría tiene un valor
conjetural. Su distancia con
respecto a la verdad está en
relación directamente proporcional
a la función que puede
establecerse entre su
contenido de verosimilitud y
su contenido de falsedad, esto
es. a su capacidad de resistir
a los intentos de
falsificación —en el sentido
de Popper—: «toda evaluación
de una teoría es una evaluación
del estado de la
discusión crítica que la concierne
», Cf. Karl Popper: Les
deux visages du sens com-man,
In: La Connahsance ob-jecúve,
Aubier, 1990. p. 117.
Véase también; Ixi verdad, la
racionalidad y el desarrollo
del conocimiento, In: Conjeturas
y refutaciones, Paidós,
1983, pp, 264-305,
sulta posible, a interrogar la obra de arte con instrumentos
analíticos o especulativos otros que los del tiempo de su producción.
El rechazo del anacronismo aparece entonces como
uno de los principales recursos defensivos del historicismo.
Independientemente de la imposibilidad de refutación
de este tipo de pensamiento —puesto que su gestión consiste
en excluir los ejemplos que no confirman su tesis holís-tica
— e independientemente de su incapacidad para explicar
y afrontar la diversidad estética, la consecuencia de
este negado a interpretar la obra de arte desde su propia continuidad
transhistórica, desde su alteración perceptiva o desde
su pérdida de contemporaneidad, resulta evidente: alienar
la obra de arte del pasado de nuestra propia contemporaneidad.
La utopía especulativa de la contemporaneidad genera
así una tópica epistemológica de anti-anacronismo. No solamente
la historia del arte se acantona en las trincheras de
una gestión de arqueología empírica, en la pura y simple reconstrucción
de las condiciones de producción, en la banalidad
restauradora, sino que, incapaz de comprender otra
forma de sentido que no sea aquella determinada por la causalidad
eficaz, eficiente o intencional, alcanza la paradoja de
desconocer su propia escena originaria, su propia inteligencia
inicial: a saber, la descontextualidad que la determina
como disciplina de recontextualización.
Me explico: toda aprehensión de un objeto histórico tiene
axiomáticamente lugar desde una situación descontextual.
La dinámica del tiempo es de tal suerte que cuando aprehendemos
una obra del pasado lo hacemos desde el presente,
desde una situación de alteridad irremediable con respecto
al segmento de realidad pretérita que intentamos interpretar
—y esta es la banalidad que la disciplina histórica suele olvidar
en una forma de refoulement de sus propias consecuencias
lógicas—. Que la historia del arte se destine a sí misma
a un proceso incesante de recontextualización no puede ser
más que una empresa loable (y necesaria). Sucede sin embargo
que el hiato no será jamás colmado y que un intersticio
de desconlextualización permanece determinando (y
relativizando) las aserciones de la disciplina histórica. Cabría
entonces considerar otro proyecto de inteligencia histórica:
si reconstruir arqueológicamente la contemporaneidad de una
obra del pasado supone el enunciado de un axioma anti/ana-crónico
—a saber, la prohibición metodológica de interrogarla
a partir de los instrumentos conceptuales del presente—, el
proyecto de construir nuestra propia contemporaneidad, inscribiendo
en ella la potencia esclarecedora de sentido que
las obras del pasado pueden contener, exige de nosotros asumir
una gestión hermenéutica anacrónica: a saber, interrogarlas
a partir de los instrumentos conceptuales y empíricos
de nuestro presente.
El historicismo de la lógica histórica está marcado por
una epistemología organicista: según él, las obras de arte son
como los seres vivos y, como ellos, nacen, maduran y mueren;
el arte, como los seres vivos, se reproduce genealógicamente.
Como los seres vivos, las obras del arte existen en
géneros y especies, y como ellos, evitan las mezclas imposibles.
Probablemente de ese organicismo surge también aquel
axioma estilístico denominado la convenevolezza, enunciado
en el Renacimiento por León Baptista Alberti y según el cual
una obra debe ostentar estrictos criterios de armonización
formal . De aUi que, como lo ha demostrado Panofs-
CHRISTIAN ECKART. THE
POWER CHORD CYCLE (1990)
lOALERÍA T. ROPACI
2. Un inlenlü serio de refu-laeión
de este tipo de tesis en
el campo de la historia de la
cultura ha sido esbozada por
Ernst Gombrich en su ensayo
titulado In searck of cultural
híswry, Oxford. 1969
(trad. castellana; Tras la kis~
loria de la cultura, Ariel,
1977).
.3. Que todo corresponda
«con propiedad respecto al
tamaño y a su oficio, respec-tt)
a la especie y a los colones,
y a las demás cosas como
a la belleza, a la majestad,
etc..» Cf. 1.. B. Alberti: h>s
tres Hhms de la PirUura, Madrid.
1784. II. p. 2:)2.
ky en un célebre ensayo, algunos arquitectos del Renacimiento
prefirieran concluir los «bárbaros» edificios góticos en su propio
estilo «tedesco», antes que mezclarlos con formas renacentistas
«a la antigua» . Ese axioma de armonización estilística,
convertido en criterio epistemológico, impone en la ciencia de
la historia del arte el imperativo según el cual, para comprender
una obra, hay que limitarse a los instrumentos epocales
de su circunstancia de producción. La violación de este principio
—esto es, el anacronismo— etjuivale, como toda ausencia
de armonía estilística, a producir una suerte de monstnu).
De ese organicismo epistemológico la historia del arte ha
deducido un sistema de explicación causal. A riesgo de caricaturizar,
el procedimiento fijnciona de la manera siguiente: una
obra tiene fuentes iconográficas diversas. El objeto del historiador
consiste en demostrar la confluencia cronológica de ambas
—obra y fuente(s)— para afirmar la existencia de una genealogía.
Si a ello añadimos una prueba documental, se puede alcanzar
entonces el ideal de una causalidad eficaz e irrefutable.
Ejemplo: un pintor del siglo XVII representa una escena de
pareja en la que, más o menos dispersos, aparecen algunos elementos
que pueden verse reunidos en un grabado de la Iconología
de Ripa consagrado a la virtud de \ajidelitas. El historiador
afirmará haber descubierto los indicios de una genealogía iconográfica.
Otro historiador, siguiendo esta pista tardía, descubre
un inventario en el que, entre los silenciosos estantes de
la biblioteca de aquel artista, se cita la existencia de un volumen
ilustrado de la obra de Cesare Ripa. El historiador afirmará
haber probado la genealogía.
Para una gestión de este tipo la obra de pintura es exclusivamente
un objeto de representación. Todos sabemos sin embargo
que la crisis de la representación ha contribuido a revelar
un valor de exposición —y de autoexposición— en los dispositivos
de representación. Y todos podemos constatar, desde Ma-levitch
y desde Duchamp, que, grosso modo, los recursos en
crisis de la representación han generado ciertas opciones críticas
de instalación. A partir de esta experiencia empírica de
la producción moderna del arte (que es la instalación), la inteligencia
crítica puede afirmar que la obra de arte —incluso la
más banal de las pinturas de representación— posee una dimensión
transformacional y, fenómeno lógicamente, contiene la
escenaridad de su propia confrontación espectacular, la escena
potencial de su alteración, de su transformación (y de la transformación
de sus espectadores). Con ello, el arte de la crisis
de la representación interroga la escena, el lugar y el modo
de su propia efectuación espectacular. El arte aparece, bajo es-la
luz formal, como un dispositivo de transformación. Cabría
preguntarse entonces si esta crisis moderna de la representación
no generará, como lo hizo en sus orígenes el organicismo
de la Mimesis clásica, un tipo de epistemología estética diferente.
En ese sentido, a la lógica de la intención genealógica
—que es la epistemología estética de un arte de la representación—
podría añadirse una lógica de la inscripción analógica
—que es la epistemología estética de un arte de la
instalación— ' . Podemos entonces interpretar las obras de
arte no solamente en términos de intención, sino también en
términos de analogía y —por qué no— de yuxtaposición formal,
de contaminación intencional, de efectualidad pragmática.
La analogía permite trascender —sin excluir— la lógica
de la causalidad intencional, así como permite desplazar la
THE POWER CHORD CYCLE
(ASPECTO)
4. Krwin Panofsky: IM primera
página del Libnt de Gior-gio
Va^ari: un e.•>tudi^^ sobre el
estilo gótico a la luz del Renacimiento
italiano, con un
apéndice acerca de dos proyectos
de fachada de Dome-nica
Beccafumi, In: El
significado fie las añes iiisua-les.
Alianza Forma, Madrid,
1979, pp. 195-262.
5. No pretendemos oponer
ineonciliablemente la re|)re-sentación
y la instalación. Por
representación debe entenderse
aquí el modelo matri-eial
de un arte mimétieo. Por
instalación, en cambio, entendemos
el índice —el
marcador— de un estadio orí-tico
de la representación; la
instalación es la representación
después de su crisis.
forma especulativa y moderna de su duelo: esa lógica turbadora
—absolutamente irrefutable, esto es, absolutamente
irracionalizable— de la causalidad inconsciente.
La instalación, al explayar desconstructivamente, en una
coordenada de espacio y tiempo reales, los elementos estructurales
de la dispositio artística y de su espectacularidad, genera
efectos de potenciación en la conciencia de la percepción
estética y se afirma como una opción de efectuación artística
radicalmente contingente. La instalación aparece entonces como
la presentación misma de la escena residual e intersticial
que subyace siempre entre los principios (o el saber) de la
construcción artística y la ocasión (o el azar) de la efectuación
estética: a la vez economía —y crisis— de la representación
artística e ilustración —y crítica— del acontecimiento
estético. Pues bien, de la misma manera, la analogía —que
sería el equivalente epistemológico de la instalación—, al inscribir
experimentalmente una obra contemporánea en otro
contexto histórico, al yuxtaponer una obra de arte contemporánea
con otro ejemplar de la tradición artística o estética,
genera efectos de asimilación o de diferenciación puramente
residuales —esto es, más allá de la lógica de la causalidad
intencional— y permite interrogar críticamente a la escena
de producción del saber histórico, así como pragmáticamente
a la escena de producción del saber estético: la analogía
en tanto que recurso epistemológico aparece así como la ilustración
de la coyuntura residual y contingente que subyace
siempre entre el saber de la ciencia histórica del arte y la
ocasión (o el kairós) de su alteración estética.
Veamos un cuadro paradigmático en la tradición pictórica
de Occidente: La Fábula de Aracne o Las hilanderas de
Diego Velázquez (fig. 1). Este cuadro, como Las meninas, representa
una escena de producción artística . Si en el primer
plano las figuras se ocupan en producir un soporte
material —el tramado de una tela—, en el fondo, sobre un
soporte (también) de tela, sobre una trama de tapices, ciertas
figuras aparecen ante una escena mítica (de origen) del
arte y se pierden en (otro) mito originario. Aracne podría encarnar
entonces a la figura iniciática del artista —y a su soberbia
inteligencia— . ¿Habría que recordar que la escena
representada sobre la tapicería es la cita velazqueña de un
cuadro de Ticiano —El rapto de Europa— a partir de una
copia de Rubens? Con ello Velázquez se inscribe en una genealogía
pictórica: cuadro ticianesco de una metamorfosis ovi-diana
que el pincel velazqueño ha metamorfoseado en
tapicería, en soporte y en fondo de su propia pintura, representándolo
con las «manchas distantes» de aquel «estilo ju-dicioso
» veneciano, que sabía conferir a sus obras —según
Vasari— «la grandeza del arte sin dejar en ellas ningún rasgo
del esfuerzo» .
Pues bien, las dos figuras principales de este cuadro velazqueño,
las dos hilanderas en el primer plano oscuro de
la escena, la que rueca detrás de su instrumento y la que
devana delante del suyo, configuran un ejemplo típico de con-traposto,
a la vez en el dibujo —las figuras se oponen
arquitectónicamente— y en el color —el velo blanco de una
se opone a la falda oscura de la otra, el hábito negro de aquella
se opone al torso resplandeciente de esta—. Alguien ha
afirmado, con la certeza de la lógica genealógica, la existencia
de una fuente iconográfica para estas dos figuras: se trataría
de un célebre contraposto miguelangelesco que puede
verse en la Capilla Sixtina . La tentación es grande de ver
entonces, enunciado en Las hilanderas, el precepto teórico
de una pintura cuyos extremos emblematizan los modelos paradigmáticos
de Miguel Ángel y de Ticiano, significando así,
respectiva y sucesivamente, el dibujo y el color, lo inteligible
y lo sensible, la forma y la materia, la figura y el fondo.
Imposible afirmarlo con certeza. Tan sólo sabemos que
el tapiz del fondo representa efectivamente una escena ticia-nesca
y que el contraposto del primer plano es, en efecto,
un recurso pictórico típico del manierismo tardío cuyo origen
pudiera estar, sin duda, en la tradición miguelangeles-ca.
Ambas ocurrencias, estratégicamente inscritas en los
bordes de la representación, delimitando un espacio de producción
artística, un taller de fabricación de soportes, en un
cuadro en donde una pintura metamorfósica de Ticiano se
transforma a su vez en un tramado de hilos, permite deducir
que esta obra interroga en efecto a la escena material de su
producción, al mismo tiempo que subraya su propia dimensión
espectacular.
Ninguna relación de causalidad, hasta donde puedo saber,
existe entre Las hilanderas de Velázquez y la instalación
reciente de Christian Eckart titulada The Power Chord
Cycle . Podría sin embargo intentarse el esbozo de una serie
de correspondencias con la finahdad de fundar un en-
6. Kl primer autor que desarrolló
significativamente una
analogía entre ¡jm hilanderas
y IJOS meninas en funeión de
la posibilidad de interrogación
del arte mismo, aunque
bien entendido en un sentido
muy diferent<' al (^ue nosotros
esbozamos, fue
Charles de Tolnay en su célebre
ensayo titulado Velázquez,
I JOS Hilanderas and IMS
Meninas (An interpretation),
Gazette des Beaux Ans (enero,
1949).
7. F'ara la definición iconográfica
del motivo de Aracne
en el cuadro velazqueño. cf.
Ángulo Iníguez, Diego: Las
hilanderas. Archivo E.spañol
de Arte. N.** 81 (enero-marzo,
1948), pp. 1-19.
8. Vasari: Biografía del Ticiano.
Vite, Yol. 4. Berger-
U-vrcault. París, 1981.
9. Cf. Diego Ángulo Iñíguez:
Velázquez, cónw compuso sus
pñncipales cuadws, l.abora-torio
de arte de la Universidad
de Sevilla. 1947. pp.
20-22.
10. The Power Chord Cycle,
instalación de Christian Eckart
en la Galería Thaddaeus
Kopac. París, junio-julio
1991.
sayo de yuxtaposición analógica. No es quizás un azar —sin
llegar por ello a ser una causa— el hecho de que Christian
Eckart se haya preocupado desde siempre por la posibilidad
de interrogar, a partir de su práctica artística —de las ruinas
de Cimabue a la gracia cromática de Vermeer de DeLft—, el
Corpus de la tradición pictórica occidental
La instalación de Eckart se presentaba de la manera siguiente:
un andamio monumental de aluminio ocupaba el
centro del espacio de la galería, configurando literalmente
una estructura de líneas, un tramado de hilos metálicos; en
cada uno de los muros laterales, seis paneles de madera enchapados
de acero oscuro se oponían en un juego minimal
de contraposto (fig. 2). Estos paneles rectangulares, de una
calidad cromática tendente pues a la saturación, ostentan un
sistema de irregularidades en sus ángulos a partir del cual
se establece una serie de oposiciones binarias —a la vez en
el registro de la ambigüedad y de la equivalencia—: el trozo
suprimido en un ángulo ha sido añadido en otro, si no es
que la incisión a una altura del panel ha sido invertida
—aumentada o disminuida— a otra altura del panel.
La instalación de Christian Eckart se presentaba en el
espacio específico de la Galería —en su contingencia espacial
y temporal— según una aprehensión progresiva: lo primero
que aparecía, desde un umbral ligeramente más bajo
que el nivel de la instalación, era la estructura metálica y monumental
del andamio. Un sistema de líneas, de tensiones,
horizontales, verticales y diagonales, en paralelo, sugerían una
proyección ortogonal imaginaria e imposible. La aprehensión
de este andamiaje era susceptible de generar una analogía
imaginaria con el módulo descriptivo de un dispositivo pers-pectivista.
Todo sucede entonces como si al módulo real de
la profundidad literalmente construido por este andamio, per-formativamente
realizado en el tiempo y en el espacio, el azar
o la voluntad mecánica de la instalación añadiesen un sistema
de líneas diagonales que impiden el acceso, problemati-zando
con ello la percepción. De esta manera, a la transparencia
real de un volumen en perspectiva, cuya literalidad
aparece encarnada por este esqueleto metálico, se sobrepone,
en virtud de la imposibilidad de acceso a su interior, una
opacidad de percepción y de movilidad corporal. El andamio
es, pues, cuerpo y figura, realidad y metáfora de una
ocupación espacial en profundidad, así como de la opacidad
impenetrable de todo soporte y de toda estructura de
representación.
A este volumen impenetrable y vacío, virtual y real, figurado
y figural, se oponen, lateralmente, al acceder al espacio
de la instalación propiamente dicha, la serie de doce
paneles oscuros —seis en cada muro lateral en el sentido de
la profundidad—: planos opacos, ostentando las huellas indicíales
de su espesor, de una temporalidad cromática, por
un efecto de impregnación pigmentaria que se opone a la
«pureza» industrial, a la valencia inédita de los metales del
andamio. Estos planos impenetrables se suceden en su regularidad
irregular y se enfrentan unos con otros en un juego
de contraposto geométrico.
El umbral de la Galería, desde el cual aún no se descubre
la serie de paneles metálicos, se opone paradigmáticamente
al espacio final y blanco, iluminado por la luz cenital
—cuya fuente, por cierto, no es visible hasta que no se accede
corporalmente—. La impenetrabilidad de la estructura central
—sin embargo hueca— me parece servir de metáfora
exacta del proceso abismal de la aprehensión estética. Reflexión
clarísima sobre la naturaleza perceptiva y estructural
del soporte del arte, la instalación de Eckart confronta, además,
lúcidamente, la coloración como metáfora de la transformación
y de la saturación opaca, a la luz como fuente
paradigmática de la ausencia (cromática) y como condición
de posibilidad fundamental de la efectuación estética. The
Power Chord Cycle equivale entonces a una escenificación
crítica de la escena de producción del arte, a la vez sobre
el plano histórico y sobre el plano perceptivo.
Desde ese mismo umbral de la Galería (fig. 3), analógicamente,
y ante esta instalación, es posible evocar retrospectivamente
la escena de Las hilanderas. No solamente porque
una misma relación de espacialidad y de luminosidad caracteriza
el cuadro velazqueño, no solamente porque el sistema
de diagonales de la estructura metálica de Eckart
reproduce perceptivamente el sistema de diagonales que fundamenta
una de las tramas diegéticas del cuadro velazqueño
—paralelismo turbador y significante entre la línea diagonal
del movimiento de la rueca y la diagonal monumental de la
luz que cae al fondo sobre el tapiz mitológico de Ticiano—,
sino porque en el texto fundador de la teoría moderna de
11. Sobre Christian Eckart,
cf. Kirby Goobin: Christian
Eckart: The ideal ofthe real.
Catálogo de la exposición The
Real, the Ideal, the Signified,
an exhibitiiin exploring recurrente
themes and irnages, Jo-seloff
Gallery, Hartford Art
School, University of Hartford,
enero-febrero, 1991;
Joshua Decter: Christian Eckart:
The self representation of
abstraction y Nancy Tousley:
Painting in the world: The
work of Christian Eckart, Catálogo
de la exposición The
Power Chord Cycle, The
lUingworth Kerr Gallery. Nueva
York, octubre-noviembre,
1991 y Catálogo de la exposición:
lln art de la distinc-tion?,
Abbaye Saint Andró
Centre d'Art Contemporain,
Mcymac, julio-octubre 1990,
pp. 64-70.
la pintura, en la segunda página, apenas, antes de entrar a
explicar, como pintor y no como matemático, el dispositivo
de la proyección perspectivista, León Baptisla Alberti deja
caer —como al azar— esta brevísima comparación: «Uniendo
muchas líneas como se unen los hilos en una tela, se formará
una superficie, que es el término o extremo de un
cuerpo, que se considera con longitud y latitud que son cualidades
suyas, pero sin profundidad»
Valiéndose así de la metáfora de la tela y del hilado, Alberti
describe el soporte del arte en una suerte de epojé del
campo de inscripción de la representación. No es otro, según
creo, el sentido posible del cuadro velazqueño —una reflexión
sobre el soporte en la escena de su propia producción—
así como la interrogación evidente de la instalación
de Eckart —una interrogación crítica sobre la especlaculari-zación
desde la escena misma de su efectuación: la Galería
de arte. La analogía entre Las hilanderas y The Power Chord
Cycle me parece encarnar un caso típico de aproximación
crítica, posible más allá de la lógica de la causalidad intencional,
así como me parece ilustrar la posibilidad del arte
para pensar la escena de su propia producción, a la vez histórica
y perceptiva, diacrónica y sincrónica, como obra (del
arte) y como evento (estético).
No es sin duda la menor de las correspondencias analógicas
entre estas dos obras el hecho de que el cuadro velazqueño
disimule una perspectiva oblicua: al observar bien la
apertura que separa la escena del primer plano de la escena
del fondo, comprendemos que bajo la apariencia de una vista
frontal se descubre una visión lateral. Todo sucede como
si el punto de vista, inscrito más o menos al frente de la rueca,
tuviese por finalidad impedirle al espectador la contemplación
integral de la escena del fondo. Como una proyección
de esta espectacularidad imposible (y obstruida), la
hilandera en blanco, que devana incesantemente los hilos de
su propia actividad, ocupa el sitio privilegiado de un espectador
que pudiese verlo todo (al menos, e incluso, lo que nosotros
no vemos) si no fuera porque la confluencia de dos
halos brutales de luz sobre su rostro nos la revelan en un
estado de enceguecimiento virtual, de enceguecimiento por
exceso y, por lo tanto, de imposibilidad visual. El cuadro de
Las hilanderas aparece así interrogando la escena de su producción
como-soporte al mismo tiempo que la actividad imposible
(e incesantemente recomenzada) de su
espectacularización. Todo sucede, pues, como si la brutal gra-tuidad
de una luz que cae, cruzando estratégicamente un pliegue
de tapiz, se opusiera, sobre el plano laborioso de la
producción, al emblema de una escalera incomprensiblemente
apoyada en un muro de sombras, cuyo término coincide
(juizás con la fuente secreta de la luz cenital, así como al movimiento
perpetuo de una rueca en donde se cruzan, emblemáticamente,
una vara de estopa con un hilo (de luz)
vertiginosamente tendido.
La instalación de Eckart, por su parte, invita, en un primer
momento, a un acceso frontal que luego ella misma modifica,
al imponer un recorrido por los bordes de la estructura
monumental del andamio central. El acceso frontal de la obra
disimula pues la necesidad de un movimiento lateral y oblicuo,
hasta (]ue, llegados al fondo, vemos el conjunto entero
de la instalación, como si desde el fondo de Las hilanderas
nos encarnásemos en los personajes míticos de la transformación
ovidiana que allí están viendo la escena misma de
su producción material (fig. 4).
THE POWER CHORD CYCLE
(ASPECTO)
12. Albcrli. «n r,i. I. |>. mt.
La coincidencia analógica fundamental entre estas dos
obras, el signo inconfundible de un efecto crítico que surge
como una inevitable correspondencia de su yuxtaposición
analítica consiste en concebir la estructura como obstáculo^
como dispositivo de interrupción y de problematización de
la percepción y, a fortiori^ de la representación. Por efecto
de esta opción crítica, la percepción estética y la aprehensión
de la obra se producen según un modo desconstructivo,
a la vez de la tradición (y de sus formas de oposición binarias:
contrapostos geométricos y dialécticas ilumínicas^ inteligibles
dibujísticos y sensibilidad cromática, aproximación
racional y distanciamiento emotivo) y de la estructura misma
de la obra. La representación —o lo que de ella queda— se
transforma, como en una metamorfosis suplementaria, en una
presentación de su propia opacidad nodal, de su propia resistencia
a una deñnitiva abstracción intelectual.
Pero esta analogía no es, en fin. posible sin un recurso
mínimo de residualidad y de azar, sin la contribución coyun-tural
imprevisible de la contingencia histórica. Es la configuración
física de la galería parisina —bien distinta por cierto
a la de la galería norteamericana donde se ubicó por primera
vez The Power Chord Cycle— lo que permite la aproximación
analógica con el cuadro de Velázquez ' . Prueba
irrefutable de una tautología contenida en el silencio mismo
del término instalación', la instalación es su instalación (donde
ella se instala) y la diferencia específica en ella radica
en su específica contingencia espacio-temporal. Un intersticio,
un hiato, un intervalo mínimo e infinitamente lacunario
se dibuja así entre la estructura (trascendente) de la obra y
la coordenada (contingente) de su efectuación productiva y
espectacular. En ese intervalo cabe considerar —e inscribir—
una epistemología fundada en la analogía, capaz de aprehender
los efectos estéticos de alteración o de asimilación
que allí se producen y que determinan la transhistoricidad
de la obra de arte.
No es otro el punto de confluencia Eckart/Velázquez, a
saber, el ámbito mismo de la espectacularización que ambos
interrogan —uno según la modalidad mimética y otro según
la modaUdad performativa—: la escena (más que la idea),
el espacio (más que la abstracción semiótica), el lugar en fin
donde se produce (y se modifica) un habitas estético de orden
perceptivo y en el cual se encuentran, analógicamente,
la ocasión de la producción artística y la ocasión de su efectuación
estética con la escena de producción de su propia
episteme histórica, potenciando así la (meta)escena de su alteración
y de su crítica. Aporte suplementario y necesario,
en fin, de ese lugar, de ese topos, de ese locus —ameno y
turbio— donde algo imprevisto ha de suceder y donde la percepción
se inscribe, y se escribe la interpretación, en una
suerte de precipicio que las convoca a un ágape sin fin, a
un fondo sin caída . A
13. I-a analogía que proponemos entre la instalación ilc Kckarl y el euadro de Velázquez
depende también de que se considere la célebre pintura en su formato original,
esto es, sin las bandas añadidas tras el incendio del Alcázar en 1734, sin la arcada
y sin el óculo monumental que nos han acostumbrado a una lectura errada de la obra
de Velázquez. No debería quedar duda alguna en cuanto al origen bastardo de estos
añadidos (jue, a simple vista, ostentan torpeza y falta de maestría. Cabría sin embargo
aquí rendir homenaje a una gestión arqueológica de la historia del arte que, dando
a la luz el inventario de 1664 de la colección de don Pedro de Arce, permitió fechar
con exactitud el cuadro y definir sin gran equívoco su dimensión original. Cf. María
i.uisa Caturla: El coleccionista madrileño D. Pedro de Arte, que poseyó «Las Hilanderas
» de Velázquez, Archivo Español de Arte, octubre-diciembre, 1948, T. XXI, N."
84, p. 292.
14. Esta analogía Eckart/Velázquez nada tiene que ver con las razones que llevaron
un día a Michael Fried, según anécdota de Rosalind Kraus, a enunciar, ante un estudiante
perplejo que deseaba saber por qué una obra de Frank Stella era meritoria
de alguna consideración, la siguiente y enigmática respuesta: «Mire usted, algunos
días. SU'Ua va al Metropolitan Museum. AUí. durante horas permanece sentado contemplando
fascinado los Velázquez. y luego regresa a su taller. El quisiera por encima
de todo pintar como Velázquez, pero sabe que esa opción le está prohibida. Entonces,
pinta bandas. El quisiera ser Velázquez, entonces pinta bandas». Nuestra reflexión se
inscribe, por lo demás, en el
ámbito exactamente opuesto
a la de un crítico como Mi-ehael
Fried cuya publicación,
en 1980. de Absorption and
Theatricality ofrece el marco
epistémico y arqueológico capaz
de explicar la terrible crítica
del minimalismo que
supuso, en 1967, su célebre
ensayo Art and Objecthuod. A
la luz de ambos textos, y del
intervalo de tiempo que ha
transcurrido entre ellos y nosotros,
ante una evidente falta
de pertinencia en considerar
las obras mayores del minimalismo
como fracasos artísticos,
resulta claro que
Fried no pensó suficientemente
la distinción entre la
dimensión de proyecto de la
estética moderna que deseaba
trascender toda conscien-cia
de su propia espectacularización.
ubicándose más acá
de cualquier situación espectacular,
y la dimensión inexorablemente
espectacular del
pmceso de actualización estético
sin el cual aquel proyecto
carecería de origen
fenomenológico y de b'mites
históricos. Esta distinción le
hubiese permitido quizás
comprender mejor lo que se
ventila en el arle minimalista,
a saber, v en virtud de una
economía radical de la diversidad
constructiva y del ilu-sionismo
de la representación,
la puesta en evidencia
de la escenaridad de la confrontación
espectacular —que
loda obra de arte con envergadura,
de Masaccio a Picasso,
contiene potencialmen-te—:
escenaridad capaz de
demostrar la imposibilidad
de un grado cero de teatralidad
así como de denunciar el
estatuto utópico de ciertos
proyectos modernos radicalmente
anti-teatrales; escenaridad
capaz de confirmar, en
suma, el aporte (¡ue hace posible
el pasaje entre un objeto
de arte y un evento estético:
a saber, el aporte de un
lugar —de una escena potencial—
donde ello se produce.
Para la anécdota de Fried,
Cf. R. Kraus: A view of Mo-dernism,
Artforum, sep-,
1972 [Un point de vue sur le
modem'isme, In: Regards sur
rart américain des années SOL-xante,
Ti'rritoires, 1988 p.
103)yM. Fried: Art an</Ofc-jecthood,
Artforum, juin
1967 (Art-studio, 6, otoño
1987); Absorption and theatricality:
painter and behoUier
in the age of Diderot, Univ. of
California Press. 1980 {La
place du spectateur: esthétique
et origines de la peinture mídeme,
Gallimard. 1990).
UIS PÉREZ ORAMAS, escritor y crítico venezolano nacido en 1960, es autor de diferentes ensayos sobi^ artes plásticas contemporáneas. En la
actualidad prci)ara una magna exposición del pintor venezolano Armando Reverón.