PATERAS
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JOSÉ BEJARANO
PERIODISTA. DELEGADO DE LA VANGUARDIA EN ANDALUCÍA
En la playa de la almadraba de Ceuta no se oía a esa hora más
que el suave lamido de las olas sobre la arena impregnada de
olor a gasoil por los pesqueros varados. El mar en calma y una
suave brisa de poniente auguraban una travesía segura. Varias
pateras sin motor aparecían recostadas junto a las casetas que
servían de taller. ¿Llegarían el "Negro" y sus hombres? La impaciencia
nos había hecho llegar con un cuarto de hora de adelanto
sobre la hora pactada: la una de la madrugada.
El "Negro" apareció con tres acompañantes y, tras saludarnos
sin muchos miramientos, se metieron en una de las casetas
para sacar un reluciente motor Yamaha de setenta caballos.
No encendieron ninguna luz y nos movíamos gracias a la
amarillenta claridad que derramaba una lejana bombilla del
alumbrado público. Ajustaron el motor a una patera que parecía
acabar de salir del agua. Uno de los hombres le borró la matrícula
a la embarcación con un bote de pintura azul y una brocha
también sacada de la caseta. Luego subieron dos grandes
depósitos con la gasolina necesaria para el trayecto.
Cada hombre sabía su cometido y actuaba con movimientos
precisos, sin necesidad de que nadie diera órdenes. Ni
siquiera abrieron la boca durante el poco tiempo que duraron
los preparativos. Sólo nosotros teníamos dudas. ¿Dónde están
los otros pasajeros? ¿Cuándo suben? "Luego, en otro lugar de
Ceuta", nos explicó el "Negro". La pregunta que no hicimos
fue si habían cambiado el lugar del embarque por temor a que
les hubiéramos delatado y temieran una emboscada de la policía.
Les habíamos dado muestras de sinceridad, pero probablemente
para estas organizaciones todas las cautelas son pocas.
Luego supimos que los emigrantes subirían en la playa
del barrio de Benzú al oeste de Ceuta. En este núcleo de casas
alejadas de la ciudad se agolpan decenas de pateras requisadas
por la Guardia Civil. En la playa estaban ya el "Negro" y su lugarteniente.
Les había dado tiempo de subir al barrio del Príncipe,
cargar a los emigrantes escondidos en casuchas y descender
hasta Benzú. Del interior de una furgoneta estacionada en
la oscuridad, en un lugar de la carretera cuyas farolas habían sido
rotas a pedradas, empezó a salir la fila de hombres. La embarcación
se balanceaba violentamente y crujía con cada nue-
Fotos: Emilio Castro.
CENTRO ATIANTICO DE AÍIE í,<J0tl!MO
vo pasajero. Contamos a dieciocho hombres y dos mujeres,
que sumados a nosotros dos y a los dos tripulantes, sumábamos
veinticuatro pasajeros.
Los principales problemas, además de la presencia de
lanchas de la Guardia Civil, podían ser el estado de la mar y que
los movimientos en el interior de la barca pusieran en peligro
su estabilidad. Ahmed lo explicó en árabe a los pasajeros. A nosotros
nos lo tradujo con una sola palabra: tranquilidad. Mo-hamed
y Ahmed conocían el Estrecho como la palma de su
mano, controlaban las corrientes marinas, los vientos y hasta
los circuitos que siguen los grandes buques que transitan la
traicionera franja de mar.
La noche era muy buena para pasar sin sobresaltos: oscura
para no ser vistos, pero despejada, lo que permitía ver de lejos
las luces de la costa española y de los barcos en tránsito. El
mar estaba en calma y el viento era suave de poniente. Unas
condiciones inmejorables para el viaje, concluyó. Pero eso lo
sabían también los encargados de vigilar la costa gaditana, que
en noches como ésta, en plena primavera, esperan la llegada de
al menos media docena de embarcaciones, unas cargadas de
drogas y otras de emigrantes.
Ahmed ocupó un puesto junto a Mohamed, que ya disparaba
el motor rumbo a la profundidad de la noche. El viento
inesperado de la velocidad nos hizo estremecer y avanzamos
encogidos en silencio. Sólo el rugido del motor rompía la no-
che. Sin ese ruido liabríamos escuchado el latido de nuestras
pulsaciones aceleradas por la emoción. La oscuridad no dejaba
ver ni siquiera la estela de espuma que dejábamos atrás. Las
bolsas de plástico con la ropa seca que debíamos usar al llegar
empezaron a bailar en el suelo de un lado a otro y a estorbar el
movimiento de los pies. El olor dulzón de la gasolina de los bidones
de plástico se hizo agridulce al mezclarse con el salitre.
La línea de luces amarillas de Ceuta dibujaba un reflejo
dorado en el mar. Nadie abría la boca. Casi todos permanecíamos
con las manos en los bolsillos abrazando el chaquetón, los
dientes apretados, la cabeza agachada. Parecía que buscásemos
asidero en el fondo oscuro de la embarcación. De pronto, los
golpes de la proa contra el agua se encabritaron. Todas a la vez,
las cabezas se giraron hacia Ahmed en busca de una explicación
tranquilizadora. Ya no estábamos a resguardo del viento y de
las olas, habíamos salido mar adentro, por lo que esos saltos
que a veces hacían subir el estómago a la garganta iban a seguir
hasta que faltara poco para la costa española. Empecé a sentir
las mandíbulas de tenerlas apretadas.
Ahmed ordenó que levantásemos la cabeza si no queríamos
pasar el resto de la travesía vomitando por la borda. El dorado
de Ceuta fue quedando reducido a breves pinceladas sobre
las ondulaciones del mar.
Distraídos con el juego de las luces, nos pasó desapercibida
la mole de un mercante que navegaba a poca distancia en
dirección al Mediterráneo. Ahmed se había percatado tiempo
antes y cuando los demás lo vimos, la proa de nuestra endeble
embarcación ya enfdaba en perpendicular las crestas de las olas
que desplazaba a su paso.
En la noche, podíamos ser aplastados por cualquiera de
los cientos de barcos que navegan por el Estrecho sin que a su
capitán se le moviera el vaso de vino de la cena. Los radares de
estos buques están puestos a una escala que no detectan embarcaciones
tan pequeñas o, en el mejor de los casos, no nos diferenciarían
de la estela que deja un delfín o una gaviota. Las
olas del mercante hacían que la proa de la patera enfilara a las
estrellas para hundirse a continuación en la negrura del mar.
Hasta ese instante no habíamos sentido la fragilidad de nuestro
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cascarón. Algunos nos echamos al fondo de la patera para aga-rrarmos
a las tablas que antes nos servían de asiento.
El foco cayó sobre la patera como un mazo surgido de la
nada, pasó sobre nuestras cabezas igual que una ráfaga de ametralladora.
La patrullera se avalanzaba sobre nosotros a gran
velocidad. El foco escrutaba la oscuridad sin hacer blanco más
que breves instantes debido a los movimientos en zigzag de
nuestra embarcación. En esas condiciones teníamos pocas posibilidades
de escapar. Entonces oímos los primeros disparos
de los guardias civiles, que estallaron en la noche con un sonido
seco, amortiguado por el viento, y Ahmed paró la marcha
de forma instintiva. De nuevo, el foco dio en la diana de la patera,
esta vez durante tiempo suficiente para vernos las caras
unos a otros y sorprendernos con las manos en alto. Descubrimos
que venían dos chicas jóvenes. Vencidos. Las voces de los
agentes pedían a su piloto que pegara la patrullera al costado de
la patera para el abordaje. A Ahmed se le debieron de cruzar los
cables al oír las órdenes de los guardias civiles porque justo en
ese momento asió de nuevo el rnando del motor y pegó un ace-lerón
que nos sentó a todos de golpe, cada cual donde cayó.
Otra vez en la oscuridad, la patera emprendió una desesperada
huida hacia la costa. Todo o nada.
Los repetidos disparos, probablemente al aire para intimidar,
sonaron esta vez aumentados por el eco de las rocas. La
tensión de huir, la necesidad de escapar a la cercana costa, impedían
prestar oídos a los tiros. La negrura de los riscos, perfilada
por un azul pajizo del cielo, se veía avanzar hacia nosotros
mientras las ráfagas del cañón daban bandazos indagando desesperadamente
el agua. Sin vernos, los tripulantes de la patrullera
nos perseguían a toda máquina. Oíamos los disparos al aire
y los dos potentes motores de la embarcación; veíamos muy
cerca su único ojo fuera de órbita, enloquecido. Varias veces
estuvo a punto de pasarnos por encima aquella bestia embravecida
mientras uno de sus tripulantes disparaba y gritaba.
_ ¡Párate, cabrón, que los vas a matar a todos!
Otras dos veces lograron ponerse al costado de la patera,
pero cuando uno de los agentes, pistola en mano, estaba a punto
de saltar a bordo, Ahmed viraba en redondo y nos alejábamos
zigzagueando en la oscuridad. Nuestro piloto jugó al ratón
y al gato el tiempo necesario para acercarse a la costa. El experto
Ahmed sabía que a partir de un punto la patrullera tendría
que abandonar la persecución por temor a embarrancar.
El foco de su torreta no cesó de alumbrarnos hasta que alcanzamos
las rocas. El salto de la patera al acantilado fue frenético,
cada uno agarrado a la primera bolsa de ropa que encontró a
sus pies. Empapados, fuimos tropezando unos con otros, nos
rompimos las espinillas con las piedras, algunas bolsas se abrieron
como muñecas destripadas que dejaron sus entrañas desparramadas
en la noche. Pero estábamos en tierra.