ANTONIO MARTORELL
Llegarle al otro, asomarse a ese mundo desconocido
que pretendo explorar dentro de mí, recoger algún
reflejo por oscuro que sea del otro lado del espejo,
pasarlo como una falsa moneda que en algún momento
de su trayectoria encontrará su valor asignado, consignado,
pero jamás resignado.
Es esta la comunicación que me interesa en el arte,
por ambigua, conflictiva o elusiva que sea.
Esta necesidad me ha llevado a veces de la mano,
otras de los pies, las más de cabeza y en picada, al
encuentro con varias disciplinas o géneros de expresión.
La pintura, el dibujo, el grabado, la televisión, el cine,
el teatro, el baile, la radio, el periodismo, la literatura
y la más difícil de todas para la cual las demás son un
lento aprendizaje: la vida misma.
En ese intento, no pocas veces la vida ha sido sustituida
por el arte o llevada a un alto grado de exita-ción,
a un modo exaltado de la experiencia vivida y a
una confusión eventual y fácilmente predecible pero difícilmente
detenible entre lo uno y lo otro.
No obstante, el arte sigue siendo un ejercicio en libertad
donde el artista trata de imponer sus propios límites
más tiránicos que cualquier dictadura militar, más
esclavizantes que un salario, más terribles que la peor
de las pesadillas.
Antonio Martorell durante la instalación de la muestra "La Casa de todos nosotros"
en el Museo del Barrio. New York. 1992.
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Antonio Martorell. Antonio Martorell.
Pero hay momentos tan placenteros en este proceso,
de tal felicidad sostenida, anticipada, paladeada y recordada,
que por ella, como por un gran amor, el artista
está dispuesto a cualquier cosa. No es de extrañar que
en estas circunstancias a un artista se le ocurra fingir
de arquitecto y crear casas que alberguen ese amor, que
amparen esa locura tan querida, esa imaginación tan
peligrosa que el poeta llamó la loca de la casa.
Quizá por eso esta obsesión ancestral con las puertas
y las ventanas que mi abuelo mallorquín construía y
que yo necesito abrir de par en par. Quizá por eso esta
sensibilidad tan malditamente contemporánea por las
rejas y las cancelas a las que me adhiero para destruirlas.
Quizá por eso esta manía generosa de techos, esta
fobia heredada al espacio infinito y amenazante.
Buscar un hogar para lo inasible, un albergue para
el nómada, una cárcel para la libertad, es la paradoja
esencial del artista que como un asesino en serie y en
serio pide e implora que lo detengan para evitar el próximo
crimen que sin duda anhela.
Pero ojo, que no se trata de la ejecución de un crimen,
ni de la profesión de un arte, ambas palabras
pesadas y finales. En todo caso podemos hablar de la
celebración de un acto siempre subversivo cuando no
perverso, de una búsqueda gozosa de elementos transformables,
de cambios inesperados que como las puertas
siempre-verdes que mi tía Carmelín vislumbra con
su tercer ojo vigilante se abren para ofrecernos bienandanzas
sin fin.
Y mientras la tía nos sirve el café con una mano y
con la otra dibuja en el aire tibio del comedor un arco
luminoso donde habita el próximo proyecto, la recién
nacida ilusión anunciada por sus atávicos dotes de
media-unidad caribeña, saboreamos el sueño por venir,
la sangre fresca que correrá como un niño por nuestras
venas perdiéndose en el laberinto del cuerpo para ser
reencontrado un día o noche cualquiera en el comienzo
de un nuevo trabajo que no es otra cosa que un
juego.
Juego solitario o colectivo, su producto final será el
proceso, las infinitas posibihdades regidas por leyes
autoimpuestas, la exploración de la risa contestaría, el
resorte secreto de toda irreverencia que lleva a la adoración
del accidente feliz, el desorden paridor de un
nuevo régimen de la sorpresa donde los diez mandamientos
no nos obliguen a mentir y la casa cese de
estar cerrada por diez puertas clausuradas y sin salida.
Nueva York, 8 de enero de 1993.
Fotos de HIÑAN MARISTANY.