MORIR a lo
ARTE FUNERARIO contemporáneo en GHANA QUAYE
Eugenio Valdés
El 22 de julio de 1992, a la edad de 70 años, murió el carpintero
ghanés Seth Kane Quaye, conocido por haber introducido
variaciones en la tradición funeraria de su país natal, a partir de
la aplicación de la escultura policromada y el empleo de un criterio
simbolista en la confección de féretros que al parecer no
encuentran antecedentes en los diferentes troncos etnocultura-les
de esa región.
Ben Kane Quaye, Sowah (1954) y Ernest Anang Quaye (1965)
fueron los encargados de realizar el féretro del padre. Éste había
manifestado su deseo de ser enterrado en un ataúd más sobrio
y con un carácter menos pagano, acorde con sus creencias
cristianas. Pero los hijos, no pudiendo sustraerse a lo que ya es
componente sustancial de su estilo de trabajo, decoraron el féretro
del famoso carpintero con aplicaciones en forma de herramientas
de carpintería. Kane Quaye había creado un nuevo
estilo en la construcción de féretros, lo que es casi como crear
un nuevo estilo de morir, y no pudo escapar de ello a pesar de
su propia voluntad.
Es sintomático que los medios occidentales, los mismos que
promovieron la presencia de este hombre en dos de las más significativas
exposiciones de los últimos años -Les Magiciens de la
Terre, en el Centro George Pompidou y África Explores en The
Center for African Art de New York- y que llegaron a acomodar
la pronunciación de su nombre (sustituyendo el Quaye por
Kwei, como si presintieran que sería un nombre muy pronunciado
en el futuro), hagan ahora un silencio que poco tiene que
ver con el homenaje y mucho con la calma que sobreviene al finalizar
un espectáculo.
Según me contaba su hijo Quaye Sowah, Kane Quaye creó en
1939 el primer ataúd-escultura a petición de su suegro, un viejo
pescador que deseaba conservar hasta la tumba algún elemento
alegórico de su profesión. El carpintero lo complació con un féretro
en forma de embarcación, lo que además de aludir a las
numerosas navegaciones que pudo haber realizado el cUente, tal
vez le hizo meditar también sobre ese larguísimo viaje que estaba
a punto de emprender. Entre los Gá hasta ese momento sólo
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se empleaba el convencional ataúd de origen cristiano. Aquella
embarcación sería la primera de un amplio repertorio de formas
simbólicas que harían alusión a las funciones del cliente en vida,
e incluso a sus máximas aspiraciones individuales.
Ciertamente, esta funcionalidad del símbolo funerario no era
nada nuevo. Se asocia a una concepción de la muerte como
continuidad del ciclo vital. Pero la objetualidad que rodeaba al
difunto en las antiguas culturas asiáticas, mediterráneas o de
África del Norte, por ejemplo, era una objetualidad útil, instrumental,
no destinada para una "lectura" por parte de los vivos
(puesto que se colocaba lejos de su alcance), sino para un
uso por parte del muerto. El símbolo, más que relatar en torno
al pasado del difunto, venía a servirle a éste para el futuro, o
sea, que no era tan simbólico como parece desde nuestra posición.
En realidad el carácter simbólico - es decir, parcialmente
ocioso - no es más que el resultado de un proceso de decantación
y de añadidura, lo que Jan Mukarov^sky llamaba un "factor
de economía cultural", del que resulta un congelamiento de
las posibilidades factuales del objeto y una recirculación (o reciclaje)
de sus posibilidades estéticas (1).
Sin embargo, es curioso que culturas como la egipcia, las asiáticas
y algunas de la América precolombina organizaran la
tumba con un carácter escenográfico, propiciando una funcionalidad
también de orden estético. Era casi una organización
museológica del espacio, tal vez la justificación o el origen para
la tendencia a la descontextualización (no menos necrológica
y conmemorativa) de que hacen gala los museos tal como
los conocemos hoy (2).
Los ataúdes de los Quaye siguen vinculados a esa tradición, mitad
simbólica, mitad práctico-utilitaria de la objetualidad funeraria.
Sólo que en su carácter material no están destinados a
la posteridad; son tan efímeros y tan corruptibles como el cuerpo
que contienen. En este sentido, nunca poseerán el trascen-dentaUsmo
de la escultura en piedra, los sarcófagos y la arquitectura
funeraria que desarrollaron otras culturas.
Decir que no están destinados a la posteridad implica decir que
no están destinados al museo (como no sea teniendo en cuenta,
cual sugiere Néstos García Candini, las nuevas conciliaciones
de lo culto y lo popular, derivadas de las "eficaces" alianzas
de la institución culta-elitista con los medios masivos y el turismo)
(3). Al ser descontextualizado y pasar a formar parte de
un espacio museológico, el objeto neutraliza sus funciones
prácticas, las que solamente son indicadas mediante la forma
(o mediante explicaciones suplementarias), en tanto su contenido
adquiere un carácter arqueológico, mientras recibe un
añadido de valor estético, una re-actualización que lo hace actuar
como un texto de nuevo tipo.
Los ataúdes realizados por Quaye son sometidos a un consumo
conmemorativo (es decir, simbólico) antes de su consumo
práctico, de manera que no deberían admitir una lectura arqueológica
sin haber sido usados en ambos modos. Sin embargo,
sí propician una actualización dentro de los códigos occidentales
de comunicación visual, es decir, un reordenamiento
de las prioridades semánticas del objeto : lo que era un ataúd
con un contenido estético puede pasar a ser un objeto estético
con una fimción potencial, la función necrológica.
Hermanos Quaye, Ghana. Cortesía Centro Wifredo Lam, La Habana.
La readecuación de las funciones comunicativas es posible, en
este caso, porque los ataúdes realizados por los Quaye están
dentro de una tradición artesanal que ya ha formado antecedentes
de esta índole (este es uno de los factores que ha permitido
"disfrutar" de una gran parte de la producción simbólica
africana, estimulando incluso su influencia en la cultura
visual occidental). Esta tradición artesanal no tiene que ver sólo
con los modos de producción, sino también con los contenidos.
Ese es el tipo de relación que se establece entre estos féretros
y la escultura policromada destinada a un ceremonial,
donde cumplirá una función de enmascaramiento y desdoblamiento.
Esa es una de las funciones del féretro-escultura como
símbolo funerario: la expresión de una simbiosis, de un tránsito
entre la esfera material y la espiritual, pero con el sentido
que tiene dicho tránsito para la cultura africana tradicional, el
espíritu del individuo pasa a una nueva fase como componente
de la naturaleza, sin perder su influencia en el mundo de los
vivos.
La recontextualización (descontextualización) y consiguiente
"actualización" de los modos de lectura en el caso de los ataii-des
de los Quaye (un consumo estético relativamente discriminatorio)
no puede ignorar el nivel de actualidad preexistente,
la manera en que estos objetos interactúan con su medio origi-
nal, los códigos que les permiten ir almacenando referencias
culturales no implícitas en la forma.
El ataúd -realizado por encargo- habría de biografiar simbólicamente
al muerto, servir tanto como receptáculo del cuerpo
como de panegírico. Al tratar de simbolizar la personalidad, la
jerarquía o la actividad que en vida realizase el "usuario", puede
resultar un ataúd en forma de avión, con el distintivo de la
Pan American, o en forma de automóvil, modelo Mercedes
Benz. De tal modo, se sustituyen los signos referidos a unidades
culturales restringidas (la familia, la tribu, etc.) por otros
referidos a unidades culturales transnacionalizadas y masifica-das.
Dichos signos son por tanto susceptibles de una señalización
(impuesta, además, por el propio mercado), diluyéndose
su función denotativa individual. Esto explica que, aunque el
catálogo de formas pudiera ser infinito, exista un número más
o menos limitado de modelos, que se repiten de acuerdo con
una demanda más afín a lo convencional que a lo novedoso.
Estos modelos pudieran ser divididos desde el punto de vista
iconográfico: formas de animales y vegetales por una parte,
formas instrumentales y objetos de uso y consumo, por la otra.
Tienen una correspondencia casi exacta con los grupos de consumidores:
pescadores, agricultores, mujeres, cabeza de familia
(peces, botes, semillas, frutos, gallinas), ricos comerciantes y
propietarios, hombres de negocio (automóviles, aviones, casas),
así como jefes tradiconales (la "silla dorada" (4) y diversos
animales totémicos como el tigre, el elefante, el cocodrilo y
el águila). A esto se añade una más reciente clientela: los turistas
(que constituyen un público espectador, pero no consumidor
real del objeto) y los funcionarios y mercaderes del arte.
que aspiran a ampliar (unlversalizar) esa función espectacular
y totalmente simulacionista de dichos objetos. Estos grupos no
tienen preferencia en relación con los diferentes modelos, a no
ser sus propios gustos estéticos, además de específicos intereses
de mercado, educación y propaganda.
Al margen del carácter biográfico de sus significaciones, esta
iconografía remite también a un orden de aspiraciones e intereses
sociales. Vista en su contexto no puede dejar de conducir
a la dialéctica entre la cultura y la naturaleza, así como a la dialéctica
entre diferentes grupos sociales. La representación de
animales (en este caso, la representación de individuos mediante
animales, por ejemplo la preferencia de los Ashanti por
el águila o el leopardo) se puede vincular -como sugiriera Elsy
Leuzinger, refiriéndose a la escultura tradiconal afi-icana- a una
necesidad de resaltar la fiíerza y la capacidad de defensa que
deben ser transferidas del animal al hombre, un instinto vinculado
a un interés de supervivencia de la especie (5).
Lo dialéctico de esta relación naturaleza-cultura radica en que
es a la vez atracción y rechazo, transformación y mimesis. Pero
no debemos olvidar que estamos ante un fenómeno contemporáneo,
que como tal remite a un nuevo mundo de conflictos
e intereses, en el que se ven mezclados el jefe tradiconal y el
nuevo rico de ideales burgueses, del que dependerá el fiíturo de
la nación.
Con el paso de las sociedades tribales al híbrido que resultan en
la actualidad las sociedades africanas "modernas", las aspiraciones
individuales y de grupo no se limitan ya al rango de una
relación naturaleza-cultura, sino que se amplía al de las relaciones
entre clases sociales, otorgando un nuevo carácter a los
símbolos de representatividad social que ya eran tradicionales.
Determinados símbolos de la sociedad de consumo, cuando
pasan a resumir la condición del usuario, están destacando
también su carácter excepcional (al fin, siempre se trata de resaltar
lo que diferencia al individuo de la colectividad), en el
sentido de que él fue, hizo o tuvo lo que muchos desean pero
no pueden ser, hacer o tener. El objeto simboliza tanto lo que
logró el individuo, como la aspiración de todo un grupo. De
ahí su prestigio.
Desde esa perspectiva vale entender los ataúdes de Quaye como
reflejos de la propia contemporaneidad africana, a través
de los intereses y los patrones axiológicos, y las aspiraciones sociales
del postcolonialismo.
Componente de esa realidad es el nuevo círculo de influencias
en que se mueve la producción cultural africana: un mercado
mucho más sofisticado, nuevos medios de difusión, propaganda
y educación de la colectividad y un creciente interés por
parte del mundo occidental, que promueve esos productos culturales
en un sistema regido también por mecanismos mercantiles
de oferta-demanda.
33
Hermanos Quaye, Ghana. Cortesía Centro Wifredo Lam, La Habana.
(1) Es conocida la actual capacidad de los medios para renovar y hacer caducar
velozmente los modelos culturales, volviendo arcaico lo que todavía
es funcional, despojándolo de su funcionalidad sólo mediante la sustitución
o la descontextualización. Ésta ha sido una de las fuentes de inspiración
de la postmodernidad: la posibilidad de utilizar arqueológicamente
los productos culturales de la modernidad, aprovechando lo que
Mukarowski denominaba el "frecuente matiz estético de los anacronismos"
(Véase Mukarowski, lan: "Punción, norma y valor estético como
hechos sociales", en Estética. Selección de lecturas. Ed. Pueblo y educación,
C. de La Habana, 1987, p. 161.
(2) Este planteamiento no desdice de los cambios de función y proyección
social que está adquiriendo la museología contemporánea. En relación
con este fenómeno Néstor García Canclini ha afirmado que "Durante
mucho tiempo los museos fueron vistos como espacios fúnebres donde
la cultura tradicional se conservaría solemne y aburrida, replegada sobre
sí misma (...). Desde los años sesenta un intenso debate sobre su estructura
y función, con renovaciones audaces, ha cambiado su sentido. Ya no
son .sólo instituciones para la conservación y exhibición de objetos, ni
tampoco fatales refugios de minorías (...j. Los museos, como medios
masivos de comunicación, pueden desempeñar un papel significativo en
la democratización de la cultura y en el cambio del concepto de cultura"
(García Canclini, Néstor; Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir
de la modernidad. Editorial Grijalbo, México, 1990, pp. 158-159).
(3) Véase García Canclini, Néstor: Ob. cit.
(4) Según cuenta la leyenda en medio de una asamblea de jefes en la que se
discutía una importante decisión política, cayó del cielo un trono -la silla
dorada- y se colocó en las rodillas del rey Osai Tutu, con lo cual se con- '
firmaba la autoridad real y se consolidaba el imperio Ashanti. La silla
dorada se convertía a partir de entonces en el símbolo de la unidad
Ashanti. Sin embargo, esta no es la única etnia que realiza encargos a los
Quaye en Ghana. A ésta se suman los Fanti y los Ewe. Como se observa,
la demanda puede tener también un carácter étnico, lo cual ha permitido
que la tradición se haya extendido a Togo -Quaya Sowah me ha comentado
sobre las solicitudes de los Ewes togoleses- violándose las artificiales
fronteras coloniales. (Nota del autor).
(5) Véase Leuzinger, Elsy: África negra. Editorial Praxis/Seix Barral,
Barcelona, 1961, p. 25.