en el arte cubano
actual
Si el movimiento de artes plásticas generado en Cuba
en la década del 80 ha llegado a ser calificado como
"Renacimiento cubano", ha sido teniendo en cuenta en
primera instancia el carácter renovador y revitalizador
que tuvo, la manera en que sustituyó las fórmulas desgastadas
de un "vanguardismo tardío" que no encontraba
ubicación exacta en la dialéctica del proyecto cultural
revolucionario. Pero hay otro aspecto que debe
tenerse en consideración, y que sirve para una mejor
comprensión de las motivaciones y los procedimientos
de que se valen las nuevas generaciones de artistas cubanos:
estos creadores asumen la práctica artística desde
un punto de vista multifacético y pragmático. Al estar
estrechamente vinculadas las motivaciones cognoscitivas
y estéticas, el artista comenzó a sostener una actitud
más racional, menos limitada al aspecto "artesanal" de
su actividad; comenzó a interactuar con otras esferas de
la vida espiritual y social: la ciencia, la filosofía, la religión,
la política. Alejado de toda posibilidad de aislamiento,
el artista decide actuar desde dentro de la colectividad,
procesando los modelos de conducta, las manifestaciones
de una psicología colectiva, útil para una
definición de la identidad en términos actuales y no
arqueológicos, vivenciales y no abstractos.
La generación a la que pertenece Luis Gómez Armen-teros
(La Habana, 1968) conserva esa intención inves-tigativa
y el carácter sincrético del objeto estético. Incorporado
a esta promoción desde finales de la década del
80, las primeras obras de Luis Gómez mantuvieron elementos
de la promoción anterior. El tema central de su
creación fue en principio el de los entrecruzamientos culturales;
sin embargo su obra —caracterizada por un
énfasis en el aspecto conceptual— no se detuvo en especificidades
etnoculturales, sino que comenzó a moverse
EUGENIO VALDES
Luis Gómez, El herrero, el artesano, el creador.
A/V
Marta María Pérez.
en una perspectiva antropológica que estimulara la
reflexión y revelara las intersecciones entre lo particular
y lo universal. Se manifiesta así una vocación cada vez
más generalizadora, despojada de una pretensión de inci-
Belkis Ayón.
dencia social a escala local. Estas pretensiones de glo-balización,
este interés en borrar las marcas territoriales,
provocan que ante su obra el espectador de cualquier
latitud, no sólo tome conciencia de sus diferencias
como vehículo de afirmación de identidades, sino que
también reconozca símbolos y comportamientos familiares
como una demostración de que la hibridez es un
común denominador de las culturas y de que lo dialó-gico
es una propiedad de lo cultural.
En la obra de Luis Gómez la monumentalidad no
depende necesariamente de las dimensiones del objeto,
sino de su fuerza simbólica y de su capacidad para condensar
un contenido psicológico impactante y una autonomía
que le permita funcionar en el subconsciente de
manera simultánea (o quizás previa) a la concienciación
de los mensajes que porta la imagen. Ese es el rasgo
que ha venido desarrollando hasta la actualidad, combinándolo
con una sobredimensionalidad de los artefactos
semánticos, lo que amplifica el efectismo, la acción
casi paralizante que ejercen sobre el espectador, para
desencadenar finalmente un ansia de participación, un
deseo fisico del objeto o de su contenido espiritual. De
manera racional juega con las posibilidades de mitifi-cación
del objeto simbólico con las que ya habían experimentado
artistas ampliamente reconocidos como Rodríguez
Brey, José Bedia y Elso Padilla. Como ellos, Luis
parte de una reflexión sobre la universalidad de determinados
procesos y modos de conducta psicosocial, la
uniformidad de sus esencias (y de la simbología que
generan) independientemente de las particularidades históricas
o socio-culturales con que se manifiestan. Ahora
bien, Luis Gómez advierte en los procedimientos de
construcción de la simbología y los modelos culturales
un inmanente sustrato de violencia, y ese es uno de los
conceptos fundamentales amplificados en su obra. Así,
el dolor deviene una parábola del ser, y el sacrificio y
la mutilación, una confirmación de su existencia.
En este contexto la "invención natural" del hombre
está vinculada al dolor de la génesis. El concepto del
Beikis Ayón.
O ATLAN'IICA
hombre como expresión metafórica del universo (y consecuentemente,
como "resumen" de la perfección) entra
en una contradicción casi irónica con la imagen del
hombre que surge del caos, y conserva sus huellas. Esta
es una reformulación muy contemporánea del antropo-centrismo
históricamente localizado en las culturas "clásicas",
y un ejemplo del humanismo de nuevo tipo que
preconiza el arte cubano contemporáneo.
Este antropocentrismo está presente en la mayoria de
las obras de las nuevas promociones de artistas cubanos.
Se evidencia no sólo en la reflexión conceptual
sobre la problemática humana (la razón de ser, el origen,
la muerte), sino también explícitamente en las nuevas
variantes de antropomorfismo que constituyen el
centro de las tendencias figurativas de la plástica
cubana más reciente.
En esa línea de pensamiento se inserta la obra de
Marta María Pérez, dirigida a una reconstrucción visual
de los mitos en torno a la fecundidad y el lugar de la
figura materna en la sociedad. Marta Maria se sirve de
tres elementos esenciales: a nivel conceptual los mitos
y tabúes heredados de la santería y otras prácticas rituales
afrocubanas (estos son proclamados y violados al
mismo tiempo, en lo que puede ser visto también como
una violación metafórica de los modernos tabúes discriminatorios
que ha construido Occidente en torno a
la maternidad); a nivel operacional, de la práctica de
una acción corporal, dramática y realista al mismo
tiempo, que adquiere las características de un performance
realizado a solas frente a una cámara fotográfica;
la presencia de la cámara determina el tercer elemento:
el nivel representacional, asumido por el soporte
fotográfico como testimonio de la acción y texto artístico
definitivo.
Dicho texto encierra connotaciones que desbordan la
simple literalidad de la imagen; aquellas que se desprenden
de la manera agresiva y poco tierna con que se presenta
la maternidad. El vientre materno aparece como
un terreno lleno de peligros para el hijo y para la
madre, como una materialización de la confluencia, en
un solo acontecimiento —la concepción— de conceptos
antagónicos: la vida y la muerte, la armonía y la violencia,
la inocencia y el daño, la pureza y la suciedad,
la regla y su transgresión.
Por su compromiso con una identidad sexual, históricamente
marginada, la obra de Marta María Pérez es
perfectamente vinculable a la de Belkis Ayón; mientras
que por sus referencias a conceptos cosmogónicos en
una línea estético-cognoscitiva, se acerca a las creaciones
de Santiago Rodríguez Olazábal.
El punto de partida para la indagación plástica de
Belkis Ayón es la Sociedad Secreta Abakuá y el cuerpo
de mitos que ha posibilitado la supervivencia de los
modelos de comportamiento que establece (1). Su obra
vence las versiones trilladas de carácter expositivo. La
artista cuenta con sobrados precedentes en la búsqueda
ATLAN'HCA
artística que penetra la naturaleza del mito como materia
reflexiva, y logra aportar nuevos ángulos exploratorios
y especulativos, sobre todo porque su discurso
está marcado raigalmente por una conciencia sexual que
resulta casi contestaria.
"Abakuá, Sociedad Secreta, exclusiva para hombres,
autofinanciada mediante cuotas y colectas recaudadas
entre sus miembros, y con una compleja organización
jerárquica de dignatarios (plazas) y asistentes, la presencia
de seres ultramundanos, un ritual oscuro cuyo
secreto —celosamente guardado— se materializa en un
tambor llamado ekwé, ceremonias de iniciación, renovación,
purificación y muerte, beneficios temporales y
eternos, leyes y castigos internos de obligatoria ejecución
y aceptación, un lenguaje hermético, esotérico y
lenguaje gráfico, complementario, de firmas y sellos y
trazos sacros constituye hasta nuestros días, un fenómeno
cultural sin paralelo en Cuba y América..." (2).
El mito Abakuá explica la alianza de dos tribus africanas,
el origen mismo de la Sociedad Secreta, por qué
la Sociedad es exclusivamente masculina. La Sikán, personaje
mítico central, es una mujer que reveló el secreto
de Tanze, pez que encamaba el espíritu de un antiguo
jefe Ekoi. Esto se vincula a un tipo de adoración toté-míca
de carácter matrilineal. Era la pesca la actividad
productiva más importante de la zona del Calabar en
aquella época y representativa de la hegemonía femenina.
El mito de la Sikán justifica, en definitiva, la
imposición de un nuevo orden social bajo el control de
los hombres-leopardos, la penetración del tótem del
hombre en el tótem de la mujer, la sustitución del
matriarcado por el patriarcado. Belkis trata de desentrañar
verdades ocultas por los argumentos míticos y
ofrece su propia versión de los hechos.
La sensación inquietante de su arte es potenciada en
gran medida por el carácter sutilmente marginal y herético
de la propuesta. Para amplificar su conflicto, a Belkis
no le ha quedado más remedio que violar unas
cuantas fronteras: las fronteras entre un sexo y otro, las
fronteras entre lo mítico y lo sociológico, las fronteras
entre el espacio religioso y el espacio artístico.
La estrategia del feminismo postmodernista, sagazmente
calificada como un "reclamo de la diferencia",
adopta en la práctica artística una forma de exhibicionismo
no gratuito. Es una especie de imposición de lo
femenino como apariencia y como psicología; a la vez
una denuncia de lo falsas que pueden resultar ciertas
convenciones perceptivas y simbólicas estatuidas por el
macho. En el caso de Belkis la imposición adopta la
forma de intromisión. Que sea precisamente una mujer
la que se dé a la tarea de recrear plásticamente los contenidos
de esta "religión" es casi provocativo, más
cuando a la iconografía que propone incorpora la
figura femenina —y muchos de sus atributos simbólicos—
como centro, como protagonista de un mito que
en su realización práctico-ritual pertenece exclusivamente
al dominio de los varones.
Belkis re-expone visualmente los fundamentos de la
exclusión del factor femenino de la cofradía. Muestra
lo dramático de la separación entre la mujer y el
macho consagrado. En realidad una de las versiones del
mito narra que la primera consagrada y la primera en
conocer los secretos fue una mujer. La pérdida del derecho
a la presencia e incluso del tótem que la protegía
se explícita desvelando la esencia conciliadora del mito
como supuesto argumento que consolida e institucionaliza
desde sus propios orígenes un estado de cosas. Las
prescripciones, tabúes y mandamientos que establece el
mito pretenden fijar en definitiva un sistema de relaciones
sociales que subestiman el rol de la mujer.
La reinterpretación formulada por la artista se
resuelve plásticamente por la vía del sincretismo y la
ubicuidad. La misma autora ha confesado las referencias
—visibles por demás— a la iconografía bizantina,
las cuales se mezclan con algunas sugerencias de la grafía
de las firmas abakuá (sistema gráfico ereniyó), o con
alguna evocación muy estilizada del paisaje en que
supuestamente se desarrollaron las escenas del mito, y
se refuerzan con un eficaz empleo del gesto significativo
o de la supresión del signo como significante (por ej.
la ausencia de boca connota secreto). Se trata de un
uso altamente expresivo y simbólico de la colografía,
que impone una serie de lecturas por articulación de
códigos, respaldada por el propio tratamiento técnico
de las piezas, a la manera de un collage pegado sobre
un soporte de cartón.
En el fondo hay una especie de nostalgia por los orígenes
míticos de la Sociedad Abakuá. Esos orígenes
marcados por la lucha en torno a la posesión del
secreto y en la cual la intervención de la mujer fue
determinante. De allí, del fondo de la memoria mito-poética
pudiera extraerse también el origen de la mar-ginación
de la mujer en la actualidad, ya no sólo en los
marcos de la Sociedad Secreta, estigmatizada y aislada
ella misma, sino incluso en un mundo que se precia de
ser civilizado y que continua siendo patriarcal.
Por su parte Santiago Rodríguez Olazábal se concentra
en el mundo de la Regla de Ocha o Santería. De
ese modo extrae sus reflexiones sobre la violencia y la
muerte. No entiende la muerte como continuidad del
ciclo vital, ese ciclo que se inicia con la maternidad y
que adquiere su plenitud propia en la experiencia cognoscitiva;
la muerte para él es "la contingencia que
marca el término de (esa) experiencia, la entrada del
espíritu a un mundo ignoto, buscando la hberación,
hacia una existencia superior..." (3).
Este enfoque un tanto místico del asunto tiene que
ver con la identificación del artista con la creencia religiosa.
Santiago Rodríguez Olazábal conserva en su sistema
filosófico la ética del practicante religioso; al dis-
Santiago Rodríguez Olazábal. La misma piedra. 1992.
tanciarse para realizar la obra artística, esta ética se
transforma en poética, pero conserva su carácter cognoscitivo
como explicación del mundo.
Pese al evidente sustrato popular de las referencias
culturales que poseen las obras de este artista, éstas sin
embargo no son fácilmente descodificables para el espectador
común. La razón puede encontrarse en la intelec-tualización
a que el artista somete dichas referencias.
Sus obras poseen un fuerte carácter narrativo e incluso
autobiográfico, sin embargo no son anecdóticas, es
decir, no se detienen en el acontecimiento sino que van
en busca de las relaciones causa-efecto, de sus esencias,
de su lógica interna.
Eso explica el nivel de abstracción que tiene la figuración
realizada por el artista. Es que sus obras no
narran literalmente el universo visual de la santería, ni
recrean con una visión folclorista las estructuras mitológicas,
sino que van a la parte más compleja: el sistema
intelectual en el que se basan las creencias. Es
una especie de conceptualismo que tiene en cuenta, además
de la citada intelectualización del artefacto artístico,
una relación emocional, una aprehensión del universo,
que no descarta siquiera la opción onírica.
Al representar pictóricamente sus propias visiones y
sueños, Santiago está proponiendo al espectador un contexto
de lo contingente, de lo incontrolable por la voluntad
humana; incluso la violencia, la muerte o cualquier
otro accidente en la existencia del hombre aparece
como predeterminado, como inevitable. De ahí la importancia
que concede el artista a los sistemas numéricos
ampliamente utilizados en sus dibujos e instalaciones.
A nivel de la estructura de la obra, los números constituyen
puntos cardinales, asideros para una geometría
de la forma artística. Semióticamente contribuyen al sentido
de la imagen, la cargan de significado, le aportan
un metalenguaje simbólico que dialoga con la iconografía.
Como texto, el número es probablemente más enunciativo
que el icono en el sistema semiótico de la san-
ATI.ANTI(;A
Magdalena Campos. Instalación.
tería; constituye la base del complejo adivinatorio, es la
clave para el desciframiento de los misterios en torno
al destino humano, está identificado con los dioses (establece
como premisa una relación algebraica entre el
hombre y la deidad): cada oricha posee su número, y
a su vez posee distintos "caminos" también numerados,
de modo que el dios existe y actúa sobre el hombre en
razón de un algoritmo metafísico, con infinidad de
variantes, todas ellas paradójicamente invariables, puesto
que no está en las manos del individuo cambiar su destino.
Este es uno de los mensajes más importantes de
la obra de Santiago Rodríguez Olazábal, que se convierte
así en una metáfora sobre lo inevitable, lo incontrolable
y lo inconmensurable del destino humano.
El carácter universalista de estos postulados lo lleva
a buscar símbolos fuera de un contexto cultural restringido,
es una búsqueda de constantes culturales y antropológicas.
Esto le permite una perspectiva global de la
conducta humana, que incluye un análisis de la violencia
como invariante en el desarrollo de la cultura. Este
análisis se resuelve visualmente en una figuración antropomorfa,
que destaca la fuerza fisica del hombre, combinada
contradictoriamente con la apariencia inacabada
de la figura, su disolución en el plano pictórico, de la
que se desprende ese sentido de "producto a medias",
imperfecto y peligroso a la vez. Esta peligrosidad se ve
reafirmada por la utilización frecuente de la imagen del
cuchillo, en función agresiva, amenazadora. A esta
variante se añade la presentación del hombre como víctima
universal (de esta figuración no ha escapado la
imagen paradigmática del Cristo sangrante), como
efecto de su propia agresividad.
Desde una perspectiva parecida pudiera verse la obra
de Magdalena Campos, quien ha transitado por diversas
variantes en las que aflora el antropocentrismo, la
violencia y el dolor como conceptos fundamentales.
Dos de esas variantes son esenciales: primero aquella en
que se constituye ella misma como centro de la obra,
fórmula un tanto más individualista, autobiográfica, y
marcada por su condición de mujer y sus características
etnoculturales; la otra, con una visión más comprometida
con el anonimato de lo histórico, con el interés filosófico
en desentrañar las trampas de los relatos histo-ricistas.
En esa segunda variante se incluye la obra que
presentara en la Cuarta Bienal de La Habana, dirigida
a romper todas las narraciones idílicas de los procesos
históricos a través de los que se generó y configuró la
cultura cubana. En dicha instalación —titulada "Tra,
Tra, Tra..."— Magdalena pretende expresar el shock
físico, psicosocial y cultural que provocó el triple
encuentro de la cultura europea, americana y africana
en el contexto del Nuevo Mundo, así como la persistencia
de sus efectos en la cultura sincrética así conformada.
La artista toma como punto de partida un juego de
palabras: TRAta, TRAuma, TRAnsculturación, TRA-gedia...
que vincula con retratos fotográficos que recogen
imágenes del negro criollo actual, no del todo descolonizado
mentalmente. Es una búsqueda de lo estético
en la proyección psicológica de una de las más
fuertes componentes étnicas de la cultura cubana.
Su diferencia con Santiago Rodríguez Olazábal es
que mientras éste trabaja a partir de productos culturales
ya establecidos, Magdalena busca en los orígenes,
en la propia génesis de tales productos, regodeándose
en el documento histórico, apropiándoselo, recurriendo
incluso a la fotografía para testimoniar identidades y
usando el texto escrito de una manera dinámica que
legitima y juega al propio tiempo con la verosimilitud
del relato historiográfico.
Los grabados de Ibrahim Miranda, en cambio, participan
de esa suspicacia postmoderna ante la presunta
objetividad y racionalidad de la historia. Como se sabe,
la historia —al igual que la mitología— sustenta sus
estructuras éticas en estructuras narrativas sumamente
variables. El principal efecto de la manipulación que
hace Ibrahim de los textos históricos es la pérdida de
su carácter narrativo. Al encerrar personajes construidos
por la narración en su presente real (de manera claramente
recontextualizante) ostenta con más fuerza la confusión
mito-historia. En tal sentido, se produce no sólo
un cambio de contexto, sino que logran que los textos
mismos se vean trastornados.
Las imágenes que el autor nos ofrece son como instantes
congelados, ajenos a la dimensión temporal en
que adquirieron su sentido primigenio y reubicados en
una nueva dimensión, de carácter predominantemente
espacial y semiótico. Importa su estructura en tanto
organización estética y significativa del espacio (entiéndase
que se trata de un espacio virtual construido en
el plano) capaz de provocar una serie de reacciones
emotivas e intelectivas en el espectador.
Tales reacciones responden sobre todo al carácter inusitado
del tratamiento de los signos. Toda la simbología
AILANÜCA
Ibrahim Miranda.
vinculada al universo cristiano o a la mitología greco-latina
(cuando no a cierta morfología enraizada en los
bestiarios medievales) ha sido usada por el artista con
fines personales y eminentemente profanos (para expresar
su propio universo, su propia realidad), aunque sin
perder su definido sustrato ideológico. El resultado es
una iconografía sincrética y polisémica que pone al desnudo
una amplia gama de conflictos existenciales y
"terrenales".
Dentro de esta visión subversiva de la historia —y en
consecuencia de los textos históricos, entre los que cuentan,
por supuesto, los textos artísticos— se encuentra
también la obra de Lázaro García. La pintura de
Lázaro García es un buen argumento para una disquisición
sobre la historia del arte como ciclo; y más aún,
para un discurso sobre la anulación de la historia por
sus propias constantes. Con una actitud que tiene más
de exorcismo que de conmemoración, el artista se apropia
de los estilos históricos y de los géneros tradicionales
para poner al descubierto una cualidad inherente
a la imagen: su condición potencial de fetiche. Parte de
la tesis de que la relación entre el sujeto que observa
y el objeto observado (lo que eufemísticamente se
conoce como "comunicación estética") no es más que
Lázaro García.
un simulacro de las primitivas relaciones de adoración,
un ejercicio de religiosidad, que cuidadosamente Lázaro
escenifica a partir de una iconografía cristiana, reproducida
con un virtuosismo nada común.
El artista propone un distanciamiento en el fenómeno
de la recepción de modo que el espectador no se vea
inmiscuido involuntariamente en la ceremonialidad que
tipifica dicho fenómeno. Pero esta propuesta no niega
la variante de un uso sacro de la imagen, simplemente
la desenmascara usando recursos que pudieran llegar
incluso al nivel de la profanación (una profanación
dada especialmente por las formas de apropiación usadas,
que agreden sobre todo al supuesto estatismo del
concepto de "estilo" y la pretendida inmunidad de lo
histórico). En definitiva, la sacralidad no es exclusiva
de la imagen religiosa convencional, sino que está contenida
en los modelos de acercamiento al objeto artístico
y determinada por su cualidad ancestral como
doble de un sujeto ideal o como materiahzación de un
concepto. En ambos casos el contacto con la imagen
representa un acercamiento a lo intangible, al reino de
la abstracción. Se entiende por qué hasta el momento
tal contacto ha sido objeto de culto y de placer. En el
fondo, el concepto de placer estético no ha variado
mucho desde que Aristóteles habló de la catarsis:
compensación, consuelo, autosatisfacción; todo lo que
puede encontrarse en el catálogo de cualquiera de las
religiones conocidas.
ATI-ANI'ICA
Los temas, los géneros, los xisos convencionales de la
iconografía son modalidades de veneración. El placer
estético, y de modo general el arte, constituyen manifestaciones
de carácter ritual de la comunicación.
Lázaro García no se opone, como otros, a la sacralidad
de la obra artística, sino que expone tal status (a partir
de sus múltiples variantes paradigmáticas) como un
fenómeno que se inscribe dentro de una perspectiva
antropológica.
Para Lázaro García resulta importante dejar al desnudo,
ostentar su propio proceso de creación —la selección
y reproducción de imágenes extraídas de los libros
de arte—. Su propuesta participa del exhibicionismo
que caracteriza al arte postmodemista, cuya génesis se
localiza en la poética duchampiana que pretendía hacer
estallar el criterio de autoría, los secretos de la maestría,
el aura misteriosa de los procedimientos de la creación,
la musa inspiradora.
Pero la obra de este artista adquiere particulares connotaciones
a la luz de las relaciones entre la periferia
latinoamericana y los centros hegemónicos, y las nuevas
aristas de análisis que de esta situación ofrecen los debates
sobre la postmodemidad que se han venido desarrollando
en nuestro continente. Lázaro pretende exhibir
una actitud que parece ser una invariante «n el arte latinoamericano.
Las preocupaciones estéticas y filosóficas de esta
nueva generación de artistas, no difieren en gran
medida de las que impulsaron al arte cubano en la
década pasada. Aunque es predecible para los años 90
un arte más metafórico y quizá menos propagandístico,
puede observarse una continuidad de la línea de creación
iniciada hace unos diez años. El arte cubano de
los 90 parece seguir concentrado en objetivos antropológicos,
buscando una interacción de aspectos universales
con situaciones culturales específicas de nuestro
contexto. El aporte —lo que permite definir esta época
como una nueva etapa en el desarrollo de nuestra plástica—
está en el aprovechamiento de los mismos elementos
teórico-conceptuales, pero con una concepción de la
forma que resulta cualitativamente diferente. El "retorno
a la forma", el énfasis a la técnica, el oficio, el
aspecto constructivo, están dirigidos a una reubicación
conceptual del objeto artístico, una renovación del sistema
de valores que éste genera y transmite. De esta
manera se abren nuevas perspectivas ante el factor
sociológico de la creación y en particular ante el
soporte material de la comunicación estética, y se sugieren
vías de solución a los conflictos internos que va
generando —dialéctica mediante— la propia práctica
artística.
Diciembre, 1992.
Históricamente la cultura latinoamericana, en su condición
de subalterna y marginada frente al centrismo
autoritario de las metrópolis, ha recurrido a la "copia"
—cuando no al enmascaramiento y a la simulación—
guiada por su afán de legitimación y de trascendencia.
"Como toda cultura secundaria, Latinoamérica ha
estado desde siempre acostumbrada a relacionarse con
los "originales" (tomados en el sentido de modelos de
verdad y perfección) mediante traducciones vulgariza-doras
o sustitutos rebajados: una cultura de la imitación
—fatalizada como modalidad invalidante por el discurso
latinoamericano de lo "propio"— que ha encontrado en
el repertorio postmodemo un sorpresivo estímulo para
deshinibirse frente al complejo plagiario" (4). Lo que
resulta realmente significativo es el hecho de que
Lázaro García, un artista latinoamericano, desmantele
toda la estructura sacra del arte occidental y al propio
tiempo nos conduzca hacia la reflexión sobre las relaciones
centro-periferia, problematizando un comportamiento
aparentemente paradójico: la "aceptación" de
modelos impuestos como mecanismo defensivo. El simulacro,
la resemantización de esos modelos, la recontex-tualización
y el reordenamiento de los códigos foráneos,
el encubrimiento, fueron modelando nuestra estrategia
de resistencia. Esa voluntad de apropiación que se atribuye
a Latinoamérica ha sido el caldo de cultivo para
el pastiche, la parodia, la subversión; y Lázaro no lo
ignora. De este modo su obra se inscribe dentro de esa
línea del pensamiento actual que, desde los márgenes,
reformula conceptualmente los discursos sobre la colonización.
(1) La Sociedad Secreta Abakuá constituye —junto con la
Santería y la Regla Palera— uno de los principales cultos originados
en Cuba durante el período colonial, especifícamente
en el siglo XIX, como resultado del proceso de transcultura-ción
y que conserva un predominante componente de ascendencia
africana. Sus antecedentes se localizan en la región del
Calabar (entre los actuales Nigeria del Sur y Camerún). Se
trata de sociedades de socorro y ayuda mutua, surgidas fundamentalmente
en las zonas de los puertos de La Habana,
Matanzas y Cárdenas, en las que la religión funciona como
un mecanismo de cohesión ideológica. Frecuentemente se le
compara con la Masonería por poseer rasgos comunes (nota
del autor).
(2) Sosa Rodríguez, Enrique. Los ñañigos. Ediciones Casa
de las Américas, La Habana, 1982, p. 124.
(3) Rodríguez Olozábal, Santiago. Catálogo Exposición
Obo Lowo Olorun. Todo lo dejo en manos de Dios. Galería
Casa de la Obra Pía. IV Bienal de La Habana, 1991.
(4) Richard, Nelly. La estratifícación de los márgenes.
Francisco Zegers Editor, Santiago, 1989, p. 56.
Todas las fotognBas soa corteja del Ceatro Wlfredo Lam
de La Habana. Coba.
ATÍ.ANTICA