L A
D E
P A R Í S
L A G U N A
por
ALEJANDRO CIORANESCU
estituido de mi empleo
de consejero cultural
en la embajada
de Rumania en París,
mi buen amigo Antonio
Tovar me había
puesto en contacto
con la Universidad de
La Laguna, donde sabía
que buscaban un
lector de francés. Aceptada mi candidatura, liquidamos
las pocas cosas que teníamos en Francia y el 25
de noviembre de 1948 pasamos poco triunfalmente
la frontera de Irún.
Yo conocía España, por haberla recorrido años
antes de Valladolid a Madrid y de Sevilla a Granada.
Para Lyda, todo aquel espectáculo era nuevo. Ya en
París, había tenido que explicarle a donde íbamos. Pero
la verdad es que de Canarias no sabía prácticamente
nada, y había tenido que estudiar previamente mi explicación,
mediante una lectura concienzuda de las
páginas correspondientes de la enciclopedia Espasa-
Calpe. Aquella lectura no había sido muy aleccionadora.
El artículo dedicado a las Islas tenía más años
que yo; los grabados y los datos estadísticos daban
una impresión de tristeza y de cansancio que condecía
bien con la idea de exilio. Naturalmente, me abstuve
de comunicarle a Lyda aquella impresión.
Mi segundo informante fue el consejero cultural
de la Embajada de España. No había tenido ocasión
de encontrarle antes; pero me interesaba visitarlo, para
saber qué calidad de vida me ofrecía el salario comu-
,M.m.\Nl)R() CIDRANBSCl*
pnr L DR,\GI:TE,SCL'
nicadc) por la Universidad, que era de 160 pesetas
mensuales. En 1935 había pasado varios meses en Va-lladolid,
y sabía que aquella cantidad, poco más o menos,
me había permitido una vida holgada, con hotel
de primera clase, salidas con amigos y largos viajes
a través de España. Pero habían pasado muchos años
y largas guerras, y mis conocimientos, más recientes
que los de Espasa-Calpe, corrían el riesgo de hallarse
desfasados.
El consejero estaba charlando con un compañero
de trabajo. Me invitó a sentarme mientras ellos agotaban
la discusión. Se trataba de los méritos comparados
de los mejores camiseros de París: el uno prefería
a Sulka, más serio y más clásico, mientras el otro
había optado por Seymoor, más al corriente con las
exigencias de la moda. La conversación hubiera debido
interesarme, porque yo mismo había pasado por
las mismas dudas, posiblemente naturales en los consejeros
culturales. Cuando me tocó declarar mi futura
renta canaria, hubo entre Itxs dos un cambio rápido
de impresiones por medio cié las miradas, y luego me
contestaron con la misma rapidez que sí, que dos personas
podían vivir en España, y particularmente en
Canarias, con l60 pesetas al mes. Me había alegrado
esta confirmación procedente de dos bocas autorizadas
y me olvide por completo de Espasa-Calpe, hasta
mi llegada a La Laguna.
En Irún sentimos que encarábamos una vida diferente.
El tren francés se había descompuesto para
volver a Francia, silbando alegremente. Nuestro coche,
arrastrado al andén de líneas interiores, parecía
abandonadc:), como nosotros. Esperábamos pacientemente,
tal vez una mejora del tiempo, ya que habían
pasado varias horas después de la prevista para la salida.
En Irún debían de pasar cosas raras, porque el
andén estaba cuajado de hombres que iban y venían,
charlaban, gritaban y escupían concienzudamente.
Lyda los miraba intensamente, intentando comprender
lo que decían a dos pasos de ella, al otro lado de
la ventana abierta. En cierto momento, se volvió para
preguntarme en francés: —¿Qué significa amo en
español? Le contesté con otra pregunta: —¿De dónde
conocías esta palabra? La había retenido debido
a la frecuencia con que la empleaban todos cuantos
esperaban en el andén o paseaban, en un radio conveniente
para que ella los oyese. Fue la primera y la
única palabra de su vocabulario español, hasta nuestra
llegada a Tenerife.
La verdad es que de Canarias no sabía prácticamente
nada, y había tenido que estudiar...
las páginas correspondientes de la Enciclopedia
Espasa-Calpe
El viaje a Madrid fue quizás el más largo de la historia.
No duró mucho más de lo previsto, pero lo hacía
interminable el frío, que no habíamos tenido la
inteligencia de prever; sabíamos que íbamos al Sur y
habíamos confundido la dirección con el punto final.
El frío cortante de Madrid nos hizo añorar el frescor
clemente del coche que nos había traído. Al bajar las
maletas al andén, descubrimos en el pasillo una pequeña
cesta de mimbre con tres hojas de lechuga y,
sobre ellas, un concjito que temblaba más que nosotros
y parecía enfermo. Nosotros éramos los últimos
en bajar; no cabía duda de que el animalito había sido
olvidado o abandonado. A pesar de mis reparos
juiciosos, de que no hizo ningún caso, Lyda cargó con
la cesta, protegiéndola penosamente entre el bolso repleto
y la caja de sombreros, mucho más incómoda
que pesada. Llegamos indemnes a pesar del viento,
primero al taxi y, gracias a él, al hotel, que había escogido
en Atocha, para estar más cerca de la estación
del Sur. El hotel, que no era malo, no resultó más caluroso
que el tren. Al conejito lo acostamos en un pañuelo
de lana y le dejamos un poco de leche y una
lechuga fresca; salimos para comer y al volver lo encontramos
muerto.
En Madrid, sabía que no podría ver a Tovar. Afortunadamente,
me recibió y me ayudó en la transferencia
a Canarias otro amigo, Alejandro Busuioceanu,
profesor de Historia del Arte, poeta y escritor conocido,
destituido como yo mismo de su puesto de consejero
cultural y responsable de la enseñanza del
rumano en España. Había entre nosotros quince años
de diferencia; pero hacía algún tiempo que lo conocía
ya, principalmente por el sesgo de nuestro común
interés por las cosas de España. Yo conocía bien y
apreciaba mucho sus actividades, y él quedó sobre
todo conmovido y encantado conmigo cuando supo
que tenía en mi biblioteca (cuando la tenía) los versos
publicados por su abuelo, escritor y uno de los
primeros viajeros rumanos a España. Busuioceanu era
ahora un exilado más, de hacienda no mucho más boyante
que la mía; pero llevaba varios años en Madrid,
donde se había ganado un buen sitio en el mundo
literario y artístico, sobre todo como colaborador de
la revista ínsula y autor de dos tomos de poesías en
español. En los años en que lo frecuenté en España,
se había dedicado, no sin pasión, al estudio de la serie
de emperadores romanos de origen dácico, así como
de los contactos de la España medieval con la
civilización daco-gótica. Sus trabajos merecerían una
consideración mejor de la que ha gozado hasta ahora.
Con él volví a visitar el Prado, que pretendía conocer,
pero que descubría con él por segunda vez.
Aprendí también a conocer los restaurantes de Madrid,
los buenos y caros y los modestos y humildes,
éstos bastante más que los otros. Él hablaba de sus
proyectos y yo de los míos; y si nos entendíamos y
nos aprobábamos fervorosamente, creo que era por-c]
ue los dos naciábamos en las mismas aguas puras,
cuyo nivel nada tenía que ver con lo contingente.
Finalmente llegamos a Cádiz, donde nos hospedamos
en una pensión que se llamaba Canarias. La
coincidencia era meramente casual: yo no conocía Cádiz
y me había dejado guiar por el chófer del taxi que
habíamos parado en la estación. Desde antes de bajar
del coche, Lyda había hecho ya su segunda experiencia
española, que era el perfume dominante del
aceite frito. El almuerzo se componía de huevos al plato,
fritos en aceite, sardinas fritas en aceite y una chuleta
a la plancha, que olía a buen aceite, es decir, aceite
no refinado.
Nuestro barco zarpaba a las ocho horas del día
siguiente. Tenía los pasajes reservados desde Madrid.
A las siete y media estábamos al pie de la escalera, con
nuestro equipaje. Presenté nuestros billetes de pasaje
al marinero de turno, que me pidió, además, la auto
rización de embarque. Le expliqué que no sabía qué
significaba aquel extraño requisito, del que nadie me
había hablado hasta entonces, y él me contestó enseñándome
con el dedo una barraca a cien pasos del
barco, donde despachaban aquel artefacto, y recomendándome
que me diese prisa. En la puerta había
un cartel cjuc decía Policía y un candado cjue indicaba
cjue no había nadie dentro. Comprendí que no había
más cera que la que ardía y esperé pacientemente
hasta las ocho menos ocht), cuando un señor medio
viejo vino para abrir la puerta y preguntarme qué era
lo que deseaba. Mi ruego le pareció) razonable. Me invitó
a sentarme del otro lado tie una mesa en cjue
abrió cuidadosamente una enorme matrícula, tan
grande y gruesa como los misales que se pueden ver
en algunas iglesias antiguas. Examinó mi pasaporte,
por lo visto con poca satisfacción, ya que seguidamente
me preguntó por mi primer apellido, del que tomó
nota, con buena escritura de pendolista. Acto
seguido me preguntó por mi segundo apellido, que
declaré no tener. Esta confesión espontánea lo dejó
muy desazonado. Con aparente calma, que contradecía
su mirada severa, volvió a preguntar por mi segundo
apellido: por ser yo extranjero, era evidente
que era yo el que no comprendía. Le rogué que mirara
bien mi pasaporte, donde figuraban los apellidos
de mi padre y mi madre; que podía sacar de él las conclusiones
que bien le pareciera y que sólo los españoles
y los portugueses gozaban del privilegio de
poseer dos apellidos. A él le pareció sin duda que le
daba murga. Con la misma calma, delicadamente, sin
prisa, cerró el libro de la matrícula y dio el asunto por
terminado, anunciando con firmeza que: «No hay segundo
apellido, no hay embarque».
Con la misma calma, delicadamente, cerró el
libro de la matrícula... anunciando con firmeza
que: «No hay segundo apellido, no hay
embarque»
El barco acababa de lanzar al aire su primer silbido.
Haciendo de tripas corazón, le contesté con la
misma tranquilidad prefabricada: «Será lo que usted
diga, pero usted responderá por haberme vedado el
embarque». La severidad se hizo sorpresa y me preguntó
qué quería decir. Entonces le expliqué pausadamente
que, en vista de su negativa, mi intención
era volver a mi pensión, para esperar nuevas órdenes,
y que me convenía perfectamente pasar un par de semanas
en Cádiz, mientras que él pagaría el pato; que
sin duda él no se había percatado que yo le había presentado
un pasaporte diplomático (lo cual era todavía
cierto en aquel momento) y que su rechazo traería
cola forzosamente (lo cual era sólo una hipótesis atrevida);
que en el mismo pasaporte estaba un telegrama
de la Universidad de La Laguna, que indicaba que
debía presentarme para tomar posesión el día dos de
diciembre, y que estábamos en el tiltimo día de noviembre,
con lo cual empeoraba mucho su caso (y
sobre todo el mío).
Tengo que decir, modestamente, que mi alegato
surtió efecto. El empleado me dijo que no debía hacer
caso del segundo silbato, porque el barco ni) saldría
sin su orden; que la cosa tenía arreglo; y que
aquello de las personas sin segundo apellido era para
él una novedad, sobre la cual le gustaría adquirir algunas
nociones precisas. Discutimos el caso durante
un cuarto de hora, más o menos, y nos separamos
los mejores amigos del mundo. Quedamos en que él
no dejaría de visitarme, si acaso viajase a Canarias, y
luego me acompañó hasta el pie de la escalera, desde
donde dio luego luz verde para la salida.
El viaje a Santa Cruz de Tenerife transcurrió sin
pena ni gloria. Sin pena es una manera de decir, porque
la comodidad de los servicios a bordo no era todo
lo buena que hubiéramos podido desear. El barco
que nos llevaba era, si no me equivoco, el Escolaría.
Si me equivoco, no tiene mucha importancia, porque
seguramente no podía ser sino su gemelo, el Rumeu.
Eran dos valientes correíUos, viejos y medio desvencijados,
que enlazaban Tenerife con la Península. Su
edad y su porte no inspiraban mucha confianza, pero
la vida a bordo no resultaba tan desagradable como
prometía su edad, Los viajeros eran pocos, con
lo cual se viajaba en cierto modo en familia, ya que
todos se conocían o acababan conociéndose; y el personal
de servicio se esmeraba en hacer olvidar los inconvenientes
de la travesía.
Una mañana nos despertamos en medio de un
hormigueo de viajeros que subían y bajaban escaleras,
en una especie de zafarrancho. Estábamos doblando
el cabo de Anaga. Seguimos después el rumbo
^IOl%Q>
paralelamente a la costa. Subimos nosotros también
al puente, para tomar contacto con «nuestra» isla. Una
serie de riscos abruptos, de color dominantemente
grisáceo; unas alturas peladas, de aspecto inhóspito;
una total ausencia del verde en la gama cromática; todo
aquello hacía inexplicable para nosotros el júbilo
de aquella gente que nos rodeaba gritando a voz en
cuello su alegría de volver a aquellos paisajes. Más adelante
descubrimos el descanso luminoso de San Andrés
y el abra de Santa Cruz, con el desfile de su frente
marítimo, con sus casuchas coloradas y chatas, que
no tenían nada que ver con la actual verticalidad de
la avenida Marítima. Todo ello daba una impresión
bastante siniestra, de pobreza aletargada o, como
aprendí a decirlo más tarde, amodorrada. Visto de lejos,
Santa Cruz se parecía mucho al Espasa-Calpe.
E mbarcamos en un taxi que nos llevó rápidamente
a La Laguna. Al salir de Santa Cruz
por lo que llamamos ahora la carretera vieja,
observé cjue el paisaje cambiaba. Más
tarde supe que la observación no tenía ningún
mérito, ya que muchos viajeros experimentaron
la misma sorpresa. El camino subía por
una pendiente bastante áspera. Había casas diseminadas
por los dos lados de la carretera, pero eran casas
diferentes, rodeadas de jardines o de espacios verdes;
y el verde dominaba también en las lejanías, donde
se perfilaban montañas borrosas, entrevistas por entre
la cortina tupida de la lluvia.
El chófer nos dejó en la puerta del hotel Agüere,
que nos había sido recomendado por ser el único de
La Laguna. En realidad la insinuación no era totalmente
correcta. Había también otro hotel, el Battembcrg,
del que no se sabía con seguridad si nos abriría o no
y, por otra parte, el Agüere se recomendaba también
por sus méritos intrínsecos. La mayor parte de la planta
baja estaba ocupada por un sak')n inmenso, adornado
con plantas y arbustos que le daban un aspecto
exótico, de patio cubierto. En las horas idóneas servía
también de comedor La pared que daba a la calle
había desaparecido, sustituida por una gran vidriera.
Durante las comidas, nos hallábamos de este modo
en un escaparate luminoso, que daba envidia a los
transeúntes y nos permitía a nosotros mirar su desfile,
como los peces miran a los visitantes del acuario.
La calidad de la comida y de los servicios fue una grata
sorpresa. También
hubiera debido
serlo el
precio de la pensión;
pero no fue
así, porque me di
cuenta de que,
para nosotros, la
fiesta no podía
durar mucho, y
que a nosotros
nos resultaba caro
lo que seguramente
parecía
barato a los
demás.
El día de
nuestra llegada,
sólo dos mesas
quedaron ocupadas
durante el almuerzo:
la nuestra
y la de un señor
más bien viejo,
de semblante adusto, bien vestido y muy atildado,
que se retiró inmediatamente después de haber
terminado de comer. Lo volvimos a ver en la cena,
y todos los días siguientes, siempre solo, con la misma
cara de pocos amigos y muy poco interesadt) por
todo cuanto pasaba a su alrededor. Sentí verdadera
curiosidad por saber quién era, y un día se lo pregunté
al gerente. Supe que era don Tomás Tabares de Nava,
persona a quien todos conocían en La Laguna, menos
yo. Lo conocí personalmente años más tarde,
HOTEL Afil'KRK (l..\ l..-«,rN.\)
cuando escribí la Guia
histórica de La Laguna,
que difícilmente hubiera
podido llevar a
cabo sin su ayuda.
Don Tomás era un
personaje singular, como
los hubo a menudo
en el pasado de La Laguna.
Descendiente de
familias tituladas o con
ínfulas de nobleza, publicó
varios trabajos
histórico-genealógicos
sobre sus antepasados y
mantuvo largas y homéricas
discusiones sobre
este tema con su íntimo
enemigo don José Pera-za
de Ayala. Don Tomás
conocía al dedillo todas
las casas de La Laguna,
con su historia y la de
sus dueños a lo largo de
los siglos. Durante casi
dos semanas recorrí
con él a diario las calles
de la ciudad, tomando
apuntes que después
contrastaba con mi propia
información de archivo. Lo que más llamaba la
atención en don Tomás no era su erudición, sino su
pasión. Su pasado personal se confundía totalmente
con el pasado de la ciudad y todo lo que era La Laguna
parecía .ser o haber sido de él. A lo mejor había
en esta pasión suficiente verdad para justificarlo. Lln
día me había dicho, sin pestañear: «Don Alejandro,
yo soy una persona modesta por mis diecisiete apellidos
». Pero todo esto pertenece a una arqueología
personal de fecha posterior. Mientras tanto, don Tomás
sólo era para mí un enigma. Supe que había venido
a vivir en el hotel, donde tenía una habitación,
no sé si alquilada o
comprada, y en la que
lo visité varias veces,
más tarde. Su vida era
ascética y perfectamente
solitaria. La palabra
no es la más apropiada.
Supongo que su aislamiento
no le impedía el
trato con una infinidad
de sombras del pasado,
que eran el objeto único
de su pasión y de sus
mimos.
Después de nuestro
primer almuerzo lagunero,
acordamos dar
una vuelta por las calles
de la ciudad, para conocer
lo que entonces
considerábamos nuestra
residencia definitiva.
La lluvia había amainado
y el aire, con ser frío,
distaba mucho del que
nos había recibido en
Madrid. Descubrimos
las viejas casonas de nobles
portadas blasonadas,
el silencio de las
iglesias y el casi igual de las calles, la soledad de una
ciudad que nos parecía sacada del Bosque Durmiente.
A Lyda le estremecieron las contraventanas lijgu-bremente
cerradas en todas las casas, sin excepción,
como para cortar toda esperanza de retorno del sol.
De vez en cuando se abría en algunas de ellas el minúsculo
cuadrado de un postigo, y dos veces me parcelé)
sorprender detrás de aquel marco una mirada
inquieta y escudriñadora, que se retiraba rápidamente,
sorprendida de haber sido sorprendida desde la
calle. También nos inquietó la cantidad de verodes
que habían echado ancla sobre las tejas o en las gote-
(,.\>>.\ i.iJic.AKi) 11.A i,A(',rN.\)/í-Y/;í); /•: c /
. .,, POR ENTRE LA CORTINA TIU'IDA 1)K LA LH'VTA.
INLNDACIÓN DE LA LAGUNA (NOVIEMliRE DE 19=i(l)
/HOTO: (il'ruRA /
ras, fantasmales
c increíbles como
un milagro:
Piscium et
summa genus
haesit ulmo, /
nota quae sedes
fuerat co-lumbis,
me
decía, sin atreverme
a decírselo
a Lyda
también. Más
tarde vimos los
verodcs arborescentes
del
Brasil, c incluso
conservo una fotografía que saqué a Lyda, a la sombra
de un magnífico verode del parque que rodea el
palacio imperial de Petrópolis. Entonces me extrañó
tanto el verlo crecer en aquella tierra feraz como antes
me había confundido el haber tomado posesión
de los tejados.
Aquel breve paseo por las calles siempre desvencijadas
de La Laguna tuvo por lo menos la virtud de
convencernos de que, en efecto, habíamos abandonado
el mundo conocido. Fue una revelación tardía
y, a pesar de ello, dolorosa. Estábamos explorando tierras
incógnitas, sin tener el alma ni el ánimo de los
exploradores. No habíamos venido allí para descubrir,
sino para poder respirar. Menos mal que esto nadie
nos lo impedía o reprochaba; pero el aire que respirábamos
no dejaba de resultar opresivo. No por culpa
de lo que él nos daba, sino por lo que nosotros
veníamos a pedirle tontamente.
Al día siguiente por la mañana fui a presentarme
a don Elias Serra Rafols, decano de la Eacultad de Letras,
profesor de Historia Universal y autor de la invitación
que nos había traído a La Laguna. La Universidad
ocupaba dos casonas esquinadas de la calle de
San Agustín: la que había sido colegio de Jesuítas y
abriga actualmente la Real Sociedad Económica, y la
casa Lercaro, que acaba de ser remozada y parece destinada
a museo. Don Elias tenía su doble despacho,
de decano y de catedrático, en la primera de estas dos
casas. Me recibió con el mismo interés algo inquieto
con que yo mismo venía a verle.
Por fuerza el contacto con don Elias debía de resultar
difícil. Acabé de darme cuenta de esta verdad
aquella misma mañana —si bien recuerdo— por informaciones
recibidas del gerente de nuestro hotel.
Él padecía los efectos de una malformación congéni-ta
de su paladar o de la epiglotis, o acaso de los dos
a la vez. Este defecto le impedía hablar claro, por lo
cual una conversación con él era un verdadero suplicio.
Las palabras le salían a borbotones, confusamente,
faltos de resonancia. Si su interlocutor se quedaba
sin comprenderlo, él se ponía nervioso, con lo cual
las frases repetidas salían todavía menos inteligibles.
Era una lástima, pero es a este defecto al que se debe
la permanencia de don Elias en Tenerife. De haber hablado
como cualquiera, .se hubiese quedado en su Cataluña
natal, porque en realidad era un historiador
erudito, de gran categoría, al que esperaba una carrera
brillante en I3arcelona, como la de su hermano, el
arqueólogo, que sufría de la misma malformación. A
él la dificultad de comunicarse le había desanimado.
Se resignó a pasar su vida en Tenerife, cuando la gran
mayoría de los catedráticos que venían de la Península
se las ingeniaban para volver a ella cuanto antes.
Tenerife y la Universidad de La Laguna ganaron con
este sacrificio suyo más de lo que imaginan las generaciones
actuales.
Para mí, la soledad de don Elias no se explica tan
sólo por el defecto señalado. Su hablar era afanoso
y confuso, pero no tanto como para no comprender
nada, como ocurría siempre. Intervenía también en
esta falta de comprensión una falta de buena voluntad
cuya explicación psicológica salta a la vista. Al saber
de antemano que la persona con la que hablamos
está impedida desde este punto de vista, se produce
en el interlocutor un fenómeno de rechazo, suficientemente
fuerte para impedir la captación del mensaje.
En la casa santacruccra a la que nos habíamos mu-
I'ROF ELIAS SERKA RAFOI.S
dado poco después de nuestra llegada, la dueña tenía
por criada una moza del campo, con la que me
las entendía a las mil maravillas, cada vez que ella tenía
que comunicarme algo o cuando yo le preguntaba
si doña Blanca estaba en casa o si había pasado ya
el cartero. Un día supo casualmente que nosotros no
éramos canarios ni españoles; y a partir de aquel mo-niento,
nunca logró comprender una frase pronunciada
por mí, aunque fuese alguna de las que tan bien
comprendía antes. Cuando me veía llegar, su reacción
espontánea era la de huir.
Creo que lo mismo pasaba, de manera general,
con todos los interlocutores de don Elias. Sabían todos
que su defecto le impedía hablar normalmente
y que no se le entendía. Dado que se sabía de antemano
que no se le entendería, la gente no se tomaba
ya el trabajo de escucharle. Todos los alumnos, todos
los amigos y colaboradores suyos pasaron por este
trance. Leopoldo de la Rosa colaboró con don Elias
durante bastantes años, y juntos han leído y transcrito
numerosos documentos de historia canaria. Estaban
a menudo, a veces a diario, reunidos alrededor
de la misma mesa. Sin embargo, cuando se veía en
la necesidad de hablar con don Elias por teléfono, me
rogaba a mí que le llamase, buscando cualquier pretexto,
porque él decía que no lo entendía.
La verdad es que yo lo entendía más que regularmente
bien. Mi problema no era idéntico a los demás.
Yo partía instintivamente de la idea de que mi
español no era suficiente para comprenderlo todo de
golpe y, para vencer la dificultad, doblaba la atención
cuando me hablaba un español, bien fuese Elias Se-rra
o La Rosa o algún alumno. La amistad y la confianza
de don Elias para conmigo se deben también,
en buena parte, a la circunstancia de que yo no le di
a entender nunca que no había comprendido lo que
me estaba diciendo; yo consideraba, sin pensarlo mucho,
que, si no comprendo, toda la culpa debe de ser
mía. No esperaba hacerle a él que hablara mejor, sino
que me obligaba a mí mismo a comprenderle
mejor.
La primera cosa que dije entonces a don Elias fue
que aún no estaba seguro de que me quedaría definitivamente
en Canarias. Le expliqué incluso en qué circunstancias
había comprendido que podíamos vivir
dos personas con 160 pesetas al mes; y que lo más
probable era que me vería obligado a buscar otra cosa.
La verdad es que no se me ofrecía la posibilidad
de buscar otra cosa mejor. El poco dinero con que
habíamos venido de París, últimos restos de una ruina
total, estaba casi consumido. Para continuar buscando,
se necesitaba no sólo vivir con 160 pesetas al
mes durante todo el tiempo de la búsqueda, sino viajar,
caso de terminar hallando algo mejor.
A fortunadamente, Elias Serra me explicó
que el diablo no era tan negro como yo
me lo pintaba. Comprendí, de sus explicaciones,
que los salarios universitarios
no se calculaban en España en base a una
remuneración mensual fijada de antemano,
sino que a los profesores se les pagaba al destajo,
según el número de cursos que explicaban. En mi caso,
se entendía que me correspondía un salario de 160
pesetas para desarrollar un curso de lengua francesa;
pero c]ue también se me había reservado el curso de
Filología Románica, que produciría un salario equivalente
al primero. Para el año académico en curso,
que estaba ya estructurado y en marcha, era todo
cuanto se me podía ofrecer; pero para el año próximo
se había previsto para mí un tercer curso, no me
acuerdo si de segundo de Francés o de Literatura
galaico-portuguesa, que fueron los que expliqué en
los años siguientes. Era evidente que don Elias había
comprendido la situación antes de explicársela yo. Esta
situación había cambiado, aunque no mucho, porque,
de todos modos, seguía siendo igualmente
evidente que dos personas no podían vivir con tres
salarios acumulativos. Pero parecía suficiente para dar
lugar a la esperanza de un arreglo futuro; suficiente,
en todo caso, para alejar la tentación de seguir bus-
cando. En la persona de don Elias había hecho mis
paces con Canarias.
Cuando se le comprendía, don Elias resultaba ser
persona de muchos recursos y de fértil y agradable
conversación. De haber declarado esto a alguna de
las personas que le frecuentaban, se habría desternillado
de risa. Hablamos entonces de lo que más nos
preocupaba a los dos, la investigación. Naturalmente,
sine Baccho et Cerere la investigación actúa como
Venus, es decir, que se echa a aletargarse; pero conviene
decir que también suele ser un remedio elegante
contra el hambre.
Con don Elias continué la conversación por la
tarde, en su casa del Cercado del Marcjués, a donde
subí respondiendo a su invitación. Él fue quien más
habló, feliz sin duda de haber encontrado a alguien
que le escuchaba; y yo lo escuché con atención, porque
me interesaba lo que decía. Yo le había confiado
que no sabía nada de Canarias y la verdad es que no
sabía por dónde empezar. Él me sacó de un estante
una edición de Abreu Galindo, que me dio, recomendándome
su lectura y añadiendo que podía conservarla,
porque casualmente él tenía dos ejemplares. Me
habló también de Viera y Clavijo, cuyo nombre me
era tan desconocido como el de Abreu Galindo, y de
la crónica de la conquista de Béthencourt. Me interesó
el tema, porcjue era una fuente escrita en francés.
Don Elias tenía una fotografía (entonces no se usaba
la fotocopia) del manuscrito de Gadifer, y me prometió
que me lo daría, como lo hizo poco después; le
interesaba que yo lo leyese, para discutir algunas dudas
que se le presentaban en la lectura. No regresé
al hotel transformado en canariólogo; pero el hecho
es que don Elias había sabido azuzarme.
Supongo que él había quedado tan satisfecho como
yo de estos primeros contactos. Debió de decir
a sus acólitos algún bien de mi persona, porque pocos
días más tarde se me presentó uno de ellos, el que
más soñaba con el puesto de valido, para saludarme
y comunicarme un ruego de don Elias. Ocurría que
don Elias había publicado años atrás dos documentos
en latín, interesantes para la historia de Juan de
Béthencourt, y ahora necesitaba de inmediato la tra-ciucción
española de uno de ellos, que me rogaba hacérsela
yo. Para ello, me enviaba la revista en que había
publicado aquel documento.
La chapuza no había sido estudiada suficientemente.
Don Elias había publicado el documento, lo
cual significaba que lo había copiado sobre el original:
ergo, sabía latín y no ignoraba la paleografía del
latín medieval. De no ser asi, por nada en el mundo
don Elias hubiera denunciado su ignorancia, por el
solo gusto de confesarla. Por otra parte, se daba la circunstancia
de que el valido era profesor de latín. Por
lo tanto, el tiro iba a demostrar que quien no sabía
latín era yo y, por lo tanto, curarse en salud. Tampoco
podía esperarse que la llegada de un extranjero desconocido
llenaría de flores todos los caminos.
Además, tenía ya la prueba de esta verdad. Un par
de días antes había encontrado en el casillero de la
sala de profesores un sobre a mi nombre. Dentro venía
una cuartilla en que aparecía dibujada a lápiz una
cabeza de toro, o a lo mejor de buey, que ostentaba
un magnífico par de cuernos. Debajo, el autor había
escrito con letras mayúsculas: cabrón. Me tragué la
vergüenza solo y no se la conté a nadie. Más tarde,
años después, supe casualmente a quién debía aquel
mensaje de bienvenida. Era una profesora de instituto
cjue había solicitado el puesto de profesora de francés;
de no haber intervenido mi invitación, era cosa
segura que lo habría conseguido. Era una persona encantadora,
buena amiga nuestra, a la que veíamos frecuentemente,
y siempre con gusto. El único reproche
que se le podía hacer era que ignoraba el francés, A