I. LA NATURALEZA ANIMADA
La historia del logos es susceptible de
ser leída como un trayecto de fragmentaciones.
En ese proceso de desencuentros,
del que resulta la escisión
interna y exterior del hombre contemporáneo
-lugar común en las estéticas
y manifestaciones artísticas de nuestro
siglo-, la fractura de la phisis constituye
el eje axial del desgarro, su centro
inaugural.
ARTE Y
NATURALEZA
en la propuesta
estética de
CÉSAR
MANRIQUE
POR FERNANDO
GÓMEZ AGUILERA
La razón ha tiranizado y desordenado
el universo. Sobre su voluntad cultural
de dominio recae la responsabilidad de
haber obturado los fluidos del diálogo entre hombre y naturaleza. Un
tiempo así es un tiempo de inclemencia, turbado, un largo tramo de
conflicto, en el que las redes originarias de comunicación y equilibrio
se desmembran.
En un principio esplendía la solidaridad de la naturaleza y su organismo
se representaba como la relojería orgánica de un gran animal
(Platón) cuya respiración alentaba el inmenso espacio común de la vida:
el mundo entendido como ser vivo, concepción que podemos aún
rastrear en cosmogonías y figuraciones de comunidades primitivas.
Resultaba entonces un territorio sagrado en el que les era dado morar
a todos los dioses (Thales). La arrogante carrera del /o^os significa la disolución
de esa manera esencial: la quiebra de la gran cadena del Ser. Su
cristalización en el racionalismo cartesiano y
la física newtoniana instaura en la conciencia
moderna la muerte de la naturaleza, su condición
inanimada y mecanicista. Subsidiaria
y fungible, derivada del triunfo del ojo totalitario
y hegemónico humano. El universo se
desacraliza y, en el sometimiento, es vaciado
tanto de su contenido espiritual cuanto de su
condición de paradigma. Por esa vía, al hombre
no le queda sino construir su exilio auto-satisfecho
en la fortaleza de la razón -un edificio
tras cuyos muros se han urdido excesivas
exclusiones y uniformidades-, su soledad
esencial también y el riesgo de extremar la
tensión de sus límites, como individuo y como
especie, arrastrado por la presión hostil
que se ejerce contra los límites de la naturaleza.
Dentro de este contexto, tanto la actitud creativa de Manrique como
su lenguaje son decididamente regeneracionistas. Su punto de partida
es la concepción de una natura mater, generadora de aliento vital y de
modelos de representación de vida. El artista se dispone a conciliar su
respiración con la respiración del universo y a resacralizarlo. Se trata
de un proyecto adánico: promover una activa voluntad integradora
que le devuelva el alma a la naturaleza, su condición orgánica, y restablezca
la gran cadena del Ser. La gramática creativa de su obra se gobierna
por una normativa implícita que pretende mostrarnos la verte-bración
sagrada del universo, su orden esencial, recuperando las leyes
del diálogo originario interrumpido.
^ ^ T A T
C(NI(0 aUANtFCODl ARTE MODERNO
La dirección de su propuesta no se organiza al margen de la historia nificativos del ciclo de agitación literaria, anotan con precisión el pa-de
las ideas, aunque Manrique no se nutra de ellas literariamente
Baste recordar y rastrear, en diferentes etapas del pensamiento, la línea
de continuidad señalada por las formulaciones
de los filósofos presocráticos,
los neoplatónicos renacentistas o, ya más
próximos a nosotros, los naturphiloso-phen.
Su contexto reflexivo delimita un
marco teórico al que referir la obra de
Manrique, que, al margen de las tendencias
predominantes, ha querido, en la segunda
mitad de nuestro siglo, abordar la r ^
superación de la confrontación entre naturaleza
y cultura. La proximidad con estéticas
similares no se debe a planteamientos
ni estrategias intelectuales sino a
desencadenantes intuitivos, en coincidencia
con las palabras que Poe atribuye
a Kepler en Eureka: "Nada sé de caminos;
pero conozco la maquinaria del universo.
Eso es todo. La aprehendí con mi alma, la
alcancé por la simple fuerza de la intuición". No obstante, sus pro
puestas artísticas son susceptibles de ser referidas a estadios y catego
rizaciones históricas en que concepciones similares en su fundamen
to gozaron de aceptación y argumentación filosófica y estética sufi
cíente.
radigma creativo del artista canario. Manrique atribuía la energía y
disposición creadora a un dictado desconocido, ajeno a su conciencia,
que tutelaba la actividad artística. De
este modo, el pintor, el arquitecto, el
urbanista se convierte en prolongación
de las fuerzas productoras de la
naturaleza, de su movimiento genesía-co.
La imitación no es, pues, formal ni
mecánica, sino estrictamente ontoló-gica.
El modelo de la naturaleza opera
así en cuanto pauta de generación, y
esta actitud de sintonía con el poder
formador de la physis equipara al artista
con la naturaleza en su condición
más esencial: la de natura naturans.
Mirador del Río. Foto: Pedro Martínez de Albornoz,
Cortesía Fundación Manrique, Lanzarote.
Manrique se refirió en distintas ocasiones
a la posibilidad de conjunción
de las fuerzas internas del universo
con el impulso artístico. Dependía la
coincidencia, a su juicio, de la disposición de éste hacia la naturaleza,
de su aceptación por parte de aquélla, de la capacidad de conectar, reconocer
y convivir con la esencia generadora de lo real. El sustrato de
misticismo no pasa inadvertido. Certifica también un comportamiento
que, sin estridencias, se refleja en su obra.
II. EL ARTISTA COMO NATURA NATURANS
El artista nato no se satisface con mirar la naturaleza; la debe imitar,
segtin su ejemplo, y formar, crear como ella". Estas palabras de K. Ph.
Moritz, protegido de Goethe y uno de los escritores alemanes más sig-
¿Dónde es susceptible de situarse el origen de la insistencia de
Manrique en reivindicar para su producción la etiqueta Arte-
Naturaleza/Naturaleza-Arte, a la que atribuía el carácter de novedosa
y avanzada en los tiempos? En realidad, no sólo hacía referencia a un
arte total, en simbiosis con la naturaleza, sino al aliento que orientaba
eo
Jardín de Cactus, 1990. Foto: IViJio Martínez de Albornoz. Cortesía
Fundación Manrique, Lanzarote.
la dirección de su proyecto estético: la asimilación de la experiencia
creativa a la de la propia naturaleza y el consiguiente organicismo del
artista: "algo, en mí, crea", que Mozart dejó apuntado: el artista como
natura naturans, en sintonía con el soplo creador del universo.
III. LA UTOPÍA ARTÍSTICA
La isla representa el territorio natural de la utopía. Platón, en el Timeo
y Crinas, ubica su lugar soñado en la Isla de Atlantis, Tomás Moro remite
su particular Utopía a la insularidad y Bacon resucita la Nueva
Atlantis. El arzobispo Benedeit hace llegar legendariamente a Brandan
a la isla paradisíaca de San Borondón, que hasta el siglo XVIII los cartógrafos
no dudaron en dibujar como octava isla del archipiélago canario.
Virgilio y Ovidio localizaron, por su parte, el mito de la Edad de
oro y del Jardín Edénico en islas paradisíacas.
Manrique descubre y opta por la isla como escenario propicio para
construir su particular utopía, impulso que modula su proyecto artístico
a lo largo del tiempo, desde que en 1968 regresa de Nueva York y
se instala definitivamente en Lanzarote. En su isla, un territorio virgen,
clausurado y poderoso visualmente, quiere fundar su eutopía. La
concurrencia de belleza, cultura y naturaleza, originarán virtualmen-te
la armonía que fundamenta cualquier lugar feliz: no sólo construyó
espacios en los que se integran arte y naturaleza, sino que promovió,
en diversos momentos, un Museo Internacional de Arte Contemporáneo
(1974), un centro cultural dinámico -Centro Polidimen-sional
El Almacén- (1974), su propia Fundación (1992) y, aunque fracasó
en el empeño, procuró la confluencia, en el espacio elegido, de
artistas y personalidades de la cultura.
El paisaje contextual del mito utópico-paradisíaco constituye un espacio
literario adecuado al que remitir la tentativa moderna de
Manrique, que, junto a la señalización del imaginario insular, incluye
una expresa invitación a socializar su contenido, a convivirlo. La utopía
estética se presenta y concibe alojada en los límites de la experiencia.
Emulador de los ideales poéticos de la Arcadia, el Elíseo o el Jardín
de las Hespérides -espacios clásicos de la unidad-, procura un arte
amable, asentado en el referente de la naturaleza, que apela a la reconciliación
de las confrontaciones entre inteligencia y corazón, phy-sis
y logos. Su estética utópica ambiciona la armonía interior del hombre,
la conformación de un homo felix cesthetícus, que bien por la contemplación
de lo sublime -miradores del Río (Lanzarote, 1973), La
Peña (El Hierro, 1989) o del Palmarejo (La Gomera, 1994) y Jámeos
del Agua (Lanzarote, 1968)-, bien por la armonía del jardín -Costa
Martiánez (Tenerife, inic. 1970), Jardín de Cactus (Lanzarote, 1990),
Playa Jardín (Tenerife, inic. 1990) Parque Marítimo de Santa Cruz
(Tenerife, inic. 1991)- se reconcilia con la felicidad y transforma en
conducta la experiencia estética.
Manrique era una conciencia escasamente socializada, que se prolongaba
ingenuamente en la totalidad de lo real, sin desmembraciones
aparentes, participando de la espontaneidad del universo. No se manifestó
como un ser enajenado, en cuanto artista: alojado en la iden-
tidad del cosmos, pretendía activar a través de sus obras la conciliación.
En este sentido, el contenido de su propuesta es restaurador y
misional. Su orientación utópica se organiza desde un humanismo in-tegrador
que nace de una mirada no escindida sobre el mundo, en el
que no tiene cabida, desde esos supuestos, el drama. Su cosmovisión
bien puede resumirse en la poética del jardín, como emblema de su
proyecto utópico.
IV. LA EDUCACIÓN ESTÉTICA
El ideal formativo es consustancial a la obra y actitudes de César
Manrique. El artista asume para el arte la función educadora que, junto
a la estética, le asignó la Ilustración y que este tiempo histórico hizo
propia y característica de sí. Su propuesta enlaza con la tradición
que, desde el siglo XVIII, confía a la formación estética la restauración
del hombre en la armonía, adentrando, por este camino, el arte en los
dominios de la religión.
Como Schiller, que a fines del siglo XVIII propugnaba la educación estética
del hombre, el artista lanzaroteño confía a la cultura y a la sen-sibiHdad
estética la posibilidad del progreso. La utopía manriqueña es
también un sueño ilustrado, que incluye activamente instrumentos
formativos: museos -MIAC, Casa-Museo del Campesino, proyecto de
un museo de artes populares en Arrecife-, centros culturales -El
Almacén, la Fundación César Manrique- o la sensibilización con el
arte -Centros de Arte, Cultura y Turismo, instalación de esculturas en
distintos puntos de la isla, ajardinamientos públicos, cuidado y ho-mogeneización
de la arquitectura lanzaroteña, concienciación popular
en su isla...-. Manrique siempre concibió Lanzarote como espacio
de
integración artística y cultural potencialmente educador. La asunción
por parte del pueblo de buena parte de sus ideales estéticos, apre-ciable
en la fisonomía de la isla, y la aprobación de un pionero Plan
Insular del Territorio, que regula el desarrollo urbanístico y protege el
territorio, se derivan de la actitud y acción ilustrada del artista. Sus intervenciones
en el territorio insular señalan un itinerario simbólico
global que posibilita un viaje formativo, un desplazamiento que pretende
despertar la vivencia estética -como sucedía en la Ilustración- a
través del paseo. Estrategia que no sólo opera en la geografía insular
como conjunto, sino también aisladamente en cada espacio particular.
Sus obras constituyen auténticas naturalezas vivas, en las que la
integración de diferentes elementos artísticos -escultura, pintura,
murales, jardinería, arquitectura...- provoca una estimulación constante.
En ellas, el espectador -en ningún caso pasivo- es obligado a
participar de su condición dinámica a través del paseo, del desplazamiento,
que le descubre nuevas perspectivas y, al mismo tiempo, le
convierte en agente visual. De alguna manera se le impele a mirar, a
formarse a través de la contemplación activa, desde el interior de la
obra: el hombre, el contemplador es alojado dentro y recorre los lugares
gobernado por una fuerza centrípeta, su empatia espiritual
-modernas catedrales naturales- o sus posibilidades diversas lo facilitan.
Las naturalezas creadas son así no sólo vivas, sino revividas por el
movimiento creativo de cada contemplador, además de instrumentos
de sensibilización: naturalezas infinitas. A esta potencialidad Manrique
le concedía carga transformadora del ojo, educadora de la mira-
Casa de Haría. Foto: Pedro Martínez de Albornoz. Cortesía Fundación
Manrique, Lanzarote.
6B
César Manrique
con Larry Rivers
en Nueva York, 1966.
Cortesía Elba Capri,
Madrid.
da: "Hay que enseñar a ver", solía insistir, apelando a la obligación
moral del artista a comprometerse en esa tarea.
De este modo, la educación estética era susceptible de conducir a la
transformación ética: el hombre a través del arte -de un arte ensamblado
con la naturaleza- podía hacerse mejor. En su dimensión de polemista
y activista social, actuó frecuentemente haciendo uso de categorías
morales, que nacían de los presupuestos nutrientes de su actividad.
El expUcito nivel de compromiso público con el deterioro del
paisaje de sus islas remite a un origen estético y deviene en actitudes
moralizantes de proyección educativa, canalizadas, en una doble vertiente,
a través de las contribuciones positivas de sus obras, y por medio
de un lenguaje cargado de apelación y de radicalidad exhortativa
que se hizo frecuente en los medios de comunicación. Como Kant,
César Manrique siempre creyó que la belleza era el símbolo de la moralidad.
No pasa inadvertida la imposibilidad de fundar la utopía sin acordar
la sensibilidad estética y ética de los individuos que se incluyan en el
espacio de la isla feliz. Por consiguiente, la paideia resulta irrenuncia-ble
para el artista, en orden a evitar la esterilidad del felix cestheticus y
a su extender el poder emancipador del arte.
V. UNA ESTÉTICA OPERATIVA
Las actuaciones orgánicas de Manrique en el medio, adaptadas formalmente
a las exigencias del entorno natural, equidistan tanto de
planteamientos conservacionistas cuanto de excesos descontextuali-zados.
Sucede en la relación que mantienen con el medio natural y en
la que entablan tipológicamente con la tradición arquitectónica del
lugar. Decía Konraz Lorenz que la sucesión de distintas mutaciones
sin conservar la necesaria dosis de pasado, ocasiona monstruos, bien
por pérdida de información genética bien por pérdida de tradición.
César Manrique estuvo atento al riesgo de contribuir a esa teratología.
Su manera combina la reserva de elementos de la tradición con una
relectura moderna del conjunto en el que se incluyen, consciente de la
imposibilidad de evolución cultural sin conservación de fundamentos
originarios, pero tampoco sin dinamización de lo antiguo a través
de mestizajes.
Las obras espaciales que resultan de su trabajo creativo, conformadas
a partir del diálogo entre tradición y modernidad y de la convivencia
de diferentes elementos reunidos con voluntad sincrética, no nacen
del artista con una vocación que se ajusta exclusivamente al canon estético.
Sus bellezas naturales procuran incidir en la realidad, transformándola.
De hecho, sus actuaciones impulsan en Lanzarote un modelo
económico de desarrollo turístico sostenible sin precedentes, recientemente
reconocido por UNESCO al declarar la isla Reserva
Mundial de la Biosfera. Interviniendo en diferentes zonas de la isla
provoca la transformación de las actividades económicas y de la propia
figura estética de Lanzarote, pero modifica además la relación del
hombre con el paisaje, educa su sensibilidad, acordándola socialmen-te,
y convierte ese nuevo trayecto de contemplación en un impulso
potencial de lectura simbólica que entronca con el mito, transformando
las conciencias y fortaleciendo la identidad de la comunidad.
Las propuestas del artista canario, en el sentido referido, no tienen carácter
purista; responden a una estética de carácter operativo, suscep-
tibie de ser interpretada como modelo de futuro, de probada rentabilidad
ecológica, económica y social.
VI. LA ALEGORÍA LÜDICA
Las aristas en las construcciones de Manrique suelen ser romas. Los
trayectos de recorrido, dispersos, de posibilidad miiltiple, si no laberínticos.
El color, intenso y provocativo. Las formas, móviles, acumuladas
y, con frecuencia, barrocas. La obra, abierta a la participación del
espectador ¿Qué fuente originaria fertiliza ese paisaje?
El impulso lúdico resulta uno de los elementos moduladores de sus
propuestas artísticas, operando no sólo como estrategia visual, sino
como instrumento conceptual al servicio de la restauración de la armonía
de la naturaleza, hasta constituirse en recurso fundamental en
la representación de su sentido de la existencia. Schiller creyó encontrar
en la fuerza lúdica un campo de integración y superación de la
confrontación entre razón y sensibilidad. Y Nieztsche primero y
Heide gger después apuntaron la idea del mundo como juego, que tanto
eco encontró en lecturas del arte de la modernidad, incluidas las
que comienzan a reivindicar la opera apena y concluyen en la propuesta
interactiva, preocupaciones que, de algún modo, están presentes
en las naturalezas de Manrique. Por este camino, el juego, inclui-rundación
César Manrique. Foto: Pedro Martínez de Albornoz. Cortesía
Fundación Manrique, Lanzarote.
¡ardín de Cactus, 1990. Foto: Pedro Martínez de Albornoz. Cortesía
Fundación Manrique, Lanzarote.
do en un contexto general de exaltación hedonista, permanente en el
artista canario, es susceptible de convertirse en alegoría de la vida.
Sus propuestas artísticas eluden el conflicto: su representación del
mundo no es problemática. Los elementos lúdicos que introduce son
síntomas de una visión basada en valores de felicidad y benevolencia.
El juego se convierte pues en contribución añadida a aquella utopía
que se ha concebido como "hagnópolis", ciudad pura e inocente, donde
el hombre-niño simboliza la capacidad ante el asombro, hacia una
disposición receptiva y de una conciencia no socializada que garantiza
la fruición de la belleza, la armonía y el destino último de aquel arte
total que Manrique nunca dejó de perseguir a lo largo de su carrera
artística.