EL MUSEO COMO
L U G A R D E
REFERENCIA Y
E N C U E N T R O
Por Cristina Molina Pelit
«En principio,
ninguna, obra, de
arte ha sido
creada para ser
expuesta en un
museo.»
Parece evidente el que una obra de
arte cobre su pleno sentido en el lugar
para el que fue concebida y en
la función a que la destinó su autor. El artista,
aunque tenga la capacidad de anticiparse
a su época y aunque en ocasiones actúe
como un visionario, es, ante todo, un
hombre de su tiempo: pinta, escribe o hace
música desde su época y para sus contemporáneos.
Si bien hoy no puede defenderse sin reservas
el supuesto de una literal historia social
del arte según la cual la obra de arte
sería un mero producto de las condiciones
histórico-sociales del momento, sí resulta
comúnmente aceptada la idea de que el artista
extrae las claves de lectura y de expresión
de su época vertiéndolas en una obra
que representa los puntos de vista de su
mundo, de los que se convierte en portavoz
(Francastel, 1970). En este sentido, la
obra museificada, es decir, la obra que se
ha arrancado de su lugar de origen y a la
que se ha desprovisto de su primitiva función,
presenta ciertos problemas. Aurora
León, en su libro El Museo. Teoría y praxis,
nos muestra agudamente el conflcito de
una obra que se crea para un uso-que-ya-no-
es, que ha muerto de algima manera,
dándole al museo ese tinte «funerario» de
colección de piezas del pasado. Incluso la
palabra «musco», dice, connota para todos
cierto significado hostil con «una vivencia
Exterior del duí^enluim de j\ueva York.
apriorística de aburrimiento y cansancio»
(A. León, 1978). Martín Chirino ha puesto
además de manifiesto en un artículo (IM
Provincia, 24-8-89) la contradicción conceptual
añadida cuando se habla de un museo
(lugar dedicado al arte pretérito) que quie-
Detalle del interior.
re ser al mismo tiempo contemporáneo,
contradicción que puede ser superada a
través de la fusión del museo tradicional
con el centro de arte productor y difusor
de cultura.
En principio, ninguna obra de arte ha
sido creada/?ara ser expuesta en un museo.
Esta afirmación, que parece clara de entrada,
no lo es tanto si nos atenemos a ciertas
experiencias dentro del arte contemporáneo.
¿Qué decir, por ajemplo, de las clásicas
obras pictóricas del expresionismo
americano en las que ya sus dimensiones
requieren para su correcta apreciación
unos enormes espacios que sólo se dan en
las salas de los grandes museos? ¿O dónde
pueden montarse las llamadas instalaciones
con medios mixtos que precisan igualmente
de grandes espacios y complicadísimas
«puestas en escena»?
Pero no sólo para estas obras de grandes
formatos el museo es el lugar adecuado.
El museo es un lugar privilegiado de exhibición
de la obra de arte (si se cumplen
unas condiciones técnicas y metodológicas
mínimas).
Quizá nuestra deficiente relación con la
obra haya contribuido a que tomemos el
museo como esta «inoperante experiencia
funeraria» de la que habla Aurora León y
IB Ari.A.vric;A
«Es una tarea
poco menos que
imposible el
reconstruir el
sentido original
que le dio el
autor a la obra
de arte. La
resurrección del
sentido se dará
de otro modo: en
la lectura que
haga el
espectador de
hoy desde su
propia
exp e rienda.»
que lo que nos haga falta, en el decir de la
misma autora, sea el vitalizar la comunicación
entre la obra y el espectador.
La exhibición es un aspecto fundamental
de la propia obra de arte, si bien no el
único, como defienden en el fondo quienes
quieren convertir el arte en espectáculo. Si
entendemos el arte como un proceso de comunicación,
la exhibición es un factor vital.
El museo aventaja a la galería de arte
como lugar de exhibición porque ésta se
mueve con criterios comerciales y de mercado.
El museo, al no estar concebido para
la compraventa, nos libera de aquella falsa
relación con el arte que decía Adorno que
es la angustia por su propiedad. El museo
está abierto a todos y guarda un patrimonio
de todos. Si, en primer lugar, el museo
se presenta como un archivo de lo que se ha
hecho, ello no debe considerarse superfluo
o inútil u objeto de mera curiosidad, porque
las obras de arte representan, ante
todo, formas de ver, historias de la expresión,
síntesis de reflexiones y conductas, y
quien prescinde de su historia cae fácilmente
en la barbarie.
La necesaria vitalización de la obra de
arte museificada puede darse desde este
«estar abierto a todos» propio del museo.
En primer lugar, es importante recordar
que cualquier obra perdurable lo es porque
es susceptible de generar muchas lecturas
en el tiempo. La multiplicidad de mensajes,
más allá incluso de los que quiso expresar
el autor, es una característica que
siempre ha señalado la crítica de arte. Lo
que ya no es tan fácil de admitir por la crítica
especializada es que la propia obra de
arte no puede separarse de sus lecturas o interpretaciones
como una pieza musical o una obra
de teatro, ya no puede explicarse sin sus
múltiples ejecuciones o fuera de sus representaciones
o puestas en escena. La historia
de las interpretaciones musicales o de
las puestas en escena teatrales es también
la historia de la propia obra original, de lo
que ha llegado a ser. Igualmente la historia
de las lecturas o interpretaciones de una
obra plástica pertenece también a la historia
actual de esa misma obra. Pero estas
lecturas no tienen por qué ser exclusivas de
la crítica especializada. Todos conocemos
casos en los que la imaginación popular ha
descubierto aspectos c interpretaciones que
perduran en una obra de arte a pesar de
las posibles exégesis más rigurosas de los
críticos. La vida de la obra de arte está precisamente
en esta interrelación de la obra
con el espectador. El crítico no es el único
mediador posible.
Realmente, es una tarea poco menos que
imposible —y muy ingrata - el reconstruir
el sentido original que le dio el autor a una
obra de arte. La resurrección del sentido
se dará de otro modo, a saber, en la lectura
que haga el espectador de hoy desde su
propia experiencia. En esta mediación del
espectador es donde la obra de arte alean-báP
liila (le inlmiir.
za su verdadero sentido y entonces el papel
del museo sería el de poner las condiciones
para que se dé un autentico diálogo
entre todos los espectadores y las obras expuestas.
Y esta relación, donde el espectador,
por un lado, atiende a ver qué le dice
la obra y, por otro lado, la conecta a sus experiencias
vitales, es un modelo de relación
válida no sólo para el arte sino para otros
campos donde no se les dé todo el papel a
los expertos y donde no quieran imponerse
relaciones de dominio, A
La disposición del interior del Guggenheim es una espiral.
A'IIANIICA 17