REVISTA
E l ES MI i
HIENAS DE
D
El Festival de Cine de Nueva York es siempre
motivo de fiesta. Una gota de lluvia dorada que cae en
la superficie del negro desierto, es fi-ecuentemente, la
única oportunidad que tiene el neoyorquino (y el americano),
de ver la nueva película de Jean Luc Godard,
o a Agnes Varda, o Aki Kaiuismaki, o Theo Angelou-polous,
o Jacques Rivette, con subtítulos en inglés y en
suelo americano. A cambio se nos pide que aguantemos
la última ofensa de Jim Jarmusch o Jacques Doilon, y
aunque la experiencia es dolorosa, no deja, sin
embargo, de parecer un precio pequeño. Para un estudioso
auténtico del cine o mero (¿mero?), entusiasta del
género que valora el cine internacional y el acceso limitado
que América ha tenido a él durante la última
década más o menos (imo de los peores legados culturales
de la era Reagan es que la importación de películas
europeas e internacionales a los EE.UU., se hizo
un proceso más arduo, difícil y costoso), no estar en
CHRISTIAN LEIGH
Nueva York durante el Festival sería el equivalente de
un hincha del ñítbol americano que estuviera en Beirut
el domingo del Superbowl.
El festival de 1992, que se celebró como cada año en
septiembre, no estuvo a la altura habitual. Los niveles
de alta calidad normales parecen haber cedido terreno
a una tendencia hacia la notoriedad y el subproducto,
como si la oportunidad de ser aceptable para un
público mayor aunque todavía minoritario, pudiera de
algún modo exculpar el número limitado de películas
de interés por no dedr de sustancia presentadas al consumo,
como si a los hambrientos, un hueso seco, descamado
y roído por otros, quizá aquellos que visten
traje y corbata y colocan anuncios en New York Times
del domingo. Aparte del más reciente Eric Rohmer (que
esta vez trata, de manera hermosa y armoniosa el
invierno), y la intrigante (aunque sobreestimada) pelí-
AA r
Hyeaes (Senegal) de Djibríl Diop Mambety. Caanes. 1992.
cula de Neil Jordán, The Crying Game (Juego de Lágrimas),
hubo poco que defender o incluso discutir, a
menos que no se tuviera el gusto morboso de acercarse
a la película española, inmensamente popular (e increíblemente
vacía). El Sol del membrillo (Dios nos libre),
la versión enormemente moribunda (y patética), que Víctor
Erice nos da de la relación amorosa entre el pintor
Antonio López y su lienzo, sus pinceles, sus tubos de
pintura, su batín, su amigo, por no mencionar su propia
y poco encantadora personalidad. Comparada a la
perla del festival del año pasado. La Belle Noisseuse,
de Rivette, protagonizada por Michel Piccoli como un
artista similarmente obsesionado (no hablemos de fuego
en la mirada). García nos resulta más infatuado con su
ombligo que con su arte. Todos hemos visto a artistas
comportarse de esta manera en sus estudios, pero a mi
no se me mete en la cabeza porque existe el impulso de
grabarlo para siempre en celuloide, que me parece más
bien un arma para chantajear que un camino a la idolatría.
El filme de Erice, como el tratado penosamente
aburrido de un profesor de Instituto sobre las cualidades
enardecedoras de la miseria, intenta, con cubos y
más cubos de sudor (que no deja de correr), reiterar la
importancia y garantizar el futuro de la aureola con
que los formalistas y los fascistas a la vez, ciñen con
vehemencia la palabra Arte, como si soltar este ideal
retrógrado pudiera traer consecuencias peligrosas. Y tienen
razón, la tendria, porque esta estúpida película apa-receria
tal como es, una farsa. Pon atención Hilton Kra-mer,
aquí tienes una película que incluso te llegaría a
gustar. Mientras que no puedo criticar la obra, los
métodos o la carrera de García (a pesar de lo más aburrido
que me resulten todos), no puedo decir lo mismo
de Erice, que tiene el tacto de un sepulturero borracho
con los ojos vendados. Con cada golpe de pala rígido
cubre de más suciedad a su sujeto sagrado. Si su sujeto
estuviera vivo, quizá lo denunciaría por asesinato. En
vez de ésto, hice lo más fácil, me marché por la puerta,
rápidamente, y con gran determinación.
Pero hubo una excepción magnífica y notable en el
festival, sin embargo, una película que no sólo me inspiró
alegría, sino, sucesivamente, incluso amor, devoción
y gran respeto. Hienas, superior y emotiva, de Djibril
Diop Mambety me hizo querer alquilar a un hombre
orquesta para que tocara en la puerta del Alice Tully
Hall del Lincoln Center, y atraer la atención que la película
tanto merecía, pero, que, desgraciadamente, esta
vez no iba a disfrutar. (Lo mismo sentí en el festival de
1991 acerca del fracaso ambicioso de Michael Tolkin,
The Raptare. Era necesario verla, aunque sólo fuera
por la fascinante, audaz y fresca interpretación innovadora
de Mimi Rogers.) De muchas maneras, el poder
y la estructura meta-revelatoria de Hienas es la personificación
en sí de Erice y de la peor pesadilla de la
gran tradición (el melodrama), que es a la vez, bella,
apasionada, terrorífica y estructuralmente subversiva. Si
hacia el final del filme estaba a punto de romper a lio-
• i cA
Hyenes (Seaegal) de Djibril Diop Mambety. Canaes. 1992.
rar por lo que Laura Mulvey ha denominado "la lucha
del cineasta", más bien que por la acción en sí desplegada
en la pantalla, estaba igualmente fascinado por el
talento bruto que emanaba, la serena y bien definida
puesta en escena de Mambety, y quizá, más que nada,
por la sagaz habilidad que tenía la película de transgredir
como de reificar su propia presencia dentro (y fuera
de), los múltiples cánones culturales que apropia.
Hienas es un melodrama. Un remake. Una renarración.
Y quizá una no narración. Es un mar picado y
embravecido de contradicción y complejidad. Y está brillantemente
y enfáticamente concebida, escrita, dirigida,
editada, actualizada y fotografiada. Y para quien haya
podido apreciar y ver la obra de Durrenmatt, o la versión
en cine de Ingrid Bergman del 64 basada en ella,
ambas tituladas The Visit, los logros en la narración
deberían ser tan claros como los de la versión a finales
de los 50 de Douglas Sirk de Imitation of Life, con
Lana Turner, lo son en comparación con la versión
estúpida que la precedió a principios de los 30 con
Claudette Colbert. La obra de Durrenmatt es nueva y
mal articulada, y la película de Bergman es un muerto,
aunque Bergman realice un papel inspirado, aunque
acartonado, no visto desde su película con Jean Renoir,
Elena and her Men. Pocas veces ha parecido la crueldad
y la venganza tan elegantes, y tan divertidas.
Pero como siempre ocurre con el melodrama, es la
historia, la trama, los hechos que se suceden, que son
importantes, y no las palabras que lo narran ni la sutilidad
de la narración. Sea Stella Dallas, Now, Voyager,
Terms of Endearment, o El Príncipe de las mareas, lo
que define un potente melodrama son los hechos emotivos
empáticos que se desarrollan dentro del amplio
formato del cineasta, y deben existir tanto dentro de lo
concreto como lo abstracto. Eso, y el preeminente rol
central que ocupa la mujer. Y el gran lobo feroz que
toca a la puerta. ("Tienes que pagar el alquiler/No
puedo pagar el alquiler".) Hienas, gracias a Durrenmatt,
posee todas estas cualidades en abundancia. La
historia patética, aunque burda, de un pueblo sumido
en una grave miseria, hasta el mobiliario de la casa del
alcalde y la casa son embargados por el Estado para
cobrarse impuestos atrasados y otras deudas. Su última
y única salvación aparece bajo la forma de una chica
que regresa al pueblo que ha hecho fortuna en el
mundo. Una vez fue una inocente, medio huérfana,
seducida, abandonada, preñada y tildada de puta, arrastrada
y mentirosa por los vecinos y el hombre que la
denunció para casarse con una mujer mayor y más
próspera, ella tuvo que dejar el pueblo avergonzada,
humillada y desesperada. Ahora, muchos años después,
la mujer es una multimillonaria (o una billonaria según
la versión que os toque), y su regreso proclamado con
jolgorio parece ofrecerle al pueblo la posibilidad de
encontrar a su muy necesitado santo patrón. A su llegada,
está de acuerdo de todo corazón, aunque impone
A
Hyeaes (Seaegal) de Djibril Diop Mambety. Caanes. 1992.
una irrevocable condición; que el hombre que la
"arruinó" sea ajusticiado.
Aparte de la manipulación habilidosamente superior
del material de Mambety, su desplazamiento fundamental
es trasladar la acción desde un pueblo devastado
por la guerra en Italia a un pueblo asolado por la miseria
en Senegal. Es una decisión tan voluntariosa como
sabia. Al rehusar culpar al mundo exterior de la
pobreza del pueblo, por así decirlo, o ver en él el germen
de su posible salvación, Mambety cimenta el
drama gran drama, más bien que un mensaje politicamente
correcto. La cara del "enemigo", el lobo (femenino),
a la puerta, es igualita a la de los habitantes del
pueblo que deben resistirse a sus cómicos sobornos
(neveras, muebles, sistemas de aire acondicionado, zapatos),
y a la cara del hombre que es asesinado eventual-mente
por sus amigos, quienes tendrán que vivir con la
conciencia de ese crimen también. Además, jamás se
nos deja olvidar que fue el tratamiento acordado por
el pueblo a esta mujer, su sexo no es incidental para
este escenario, depende de él, que ha causado a
ultranza no sólo su miseria y su entrada en Occidente,
donde ella hace su fortuna (su salvación), sino su insaciable
sed de venganza, y la habilidad de reaHzarla.
Pero aún así, todo esto también se ve brillantemente
neutraUzado por la emotiva escena en que la mujer
encuentra a su enemigo y ambos rememoran su
romance, los buenos y viejos tiempos, a decir.
Hienas ciertamente no es estrictamente una película
del nuevo multiculturalismo de pacotilla tan en boga
recientemente entre académicos y mercaderes de los
círculos culturales internacionales, aunque provenga en
efecto del Senegal. Más bien, Mambety usa la acepción
más posmodema de Occidente, y luego reescribe la palabra,
escríbelo de nuevo joven, desde su increíble punto
ventajoso. La película de Mambety tiene el poder de
Ingmar Bergman en su máxima expresión y la abstracción
de Bertolucci cuando es más suscinta. Jamás he
visto algo parecido, y me cabrea que Mambety no
pueda tener la oportunidad de gozar de la carrera que
se merece. Debo especificar que no quiero decir que si
Mambety no cuenta con el respaldo de Europa y América
esté "condenado" a hacer carrera en África. Mi
lamento no es político. Como persona a quien le preocupa
profundamente el cine y su futuro (y la ausencia
de talento que actualmente experimentamos en él y
hacia él), me gustaría tener el placer de ver muchas películas
de Mambety en las próximas décadas. Me gustaría
que él tuviese la libertad de hacer películas (más o
menos), cuantas veces quisiera, y para que yo pudiera
verlas, como hago con las nuevas películas, año tras
año, por autores con mucho menos talento que él. Si
Steven Sondersbergh puede hacer Kafka, y si Mike
Newell hace Enchanted Apríl, y si a Jon Amiel se le
permite hacer Sommersby, entonces a Mambety se le
debería dejar hacer y permitir cualquier película que quisiera.