SOL
EN UNA HABITACIÓN
VACIA
por
CLAUDE ESTEBAN
O conozco los
Estados Unidos
de América. Como
tantos otros
europeos, solamente
los he cruzado.
He visto
aeropuertos, cam-pus
que se parecen, avenidas de mármol y
de cristal en las que me perdía. No he visto
nada. Un día traté de saber más. Contemplé
detenidamente pinturas de Edward
Hopper En Nueva York, Boston y, recientemente,
Marsella. París, siempre tímida, no
se interesó. He aquí, pues, una serie de escenas,
digamos de relatos cortos que esas
telas me propusieron, una a una. Quizá con
algo de interpretación, a pesar de un acercamiento
que he pretendido fiel. Quisiera
que estas líneas se leyeran sin tratar de reconocer
esta o aquella imagen. Los admiradores
de Hopper, que son numerosos,
podrán no obstante, y si lo desean, referirse
a las obras de que hablo.
CHOP 5'UEY
a escena es demasiado vasta para abarcarla L de una sola mirada. Se trata de un salón de
té, o quizá de un restaurante, a todas luces
chino ya que del otro lado de los grandes vanos
puede leerse el rótulo, su parte inferior
para ser más exactos, donde las cuatro letras
azules, SUEY, destacan sobre un fondo rojo. A decir
verdad, la Y es apenas visible, salvo por los dos palotes
superiores. Está protegido por una cortina o una
estera ligera que oculta a la curiosidad de los transeúntes
el interior del establecimiento, las mesas a cuyo alrededor
la gente viene a sentarse, a tomar una taza de
té, quizá a cenar La escena tiene lugar en Nueva York,
en el barrio chino. A menos que no se trate del barrio
chino, sino de un simple salón de té regentado por asiáticos,
en otro lugar, en una zona más tranquila. Sin embargo,
el rótulo tiene que iluminarse por la noche.
Pueden verse, en el interior de las cuatro letras azules,
unas bombillas eléctricas, que dibujarán con suficiente
intensidad el contorno de las mayúsculas. Incluso
puede ser que las bombillas se enciendan y se apaguen
como en las casetas de feria, y que un hombre, vestido
de uniforme, esté en la entrada y abra la puerta a
los clientes. Pero es muy temprano. Se distingue el día
tras las cristaleras, una luz gris, casi macilenta, como
en las tardes de invierno de Nueva York. Es lo bastante
fuerte, sin embargc:», como para que las sombras de
las guías de madera se recorten, en el interior de la sala,
en los rebordes más claros de las mesitas. En el fondo,
en el ángulo de la derecha, otra ventana está
estriada de blanco y de azul, en rayas brutales, como
geométricas. Pero probablemente no sea otra cosa que
el reflejo de una cortina, o una iluminación del exterior,
o quizá una ilusión óptica. Carece de importancia,
porque la escena transcurre en el interior, en torno
a las mesas de mármol, los encuentros, las conversaciones,
en definitiva, todo. Tendría que ocurrir de esa
manera, pero no puede verse todo, por ejemplo los
camareros, o la barra, o la puerta que da a las cocinas.
No sabemos si alguien va a pedir una bebida, un dulce
de arroz, un plato tal vez. Nos gustaría saberlo, porque
estamos en un restaurante que se llama Chop Suey.
Pero lo que tenemos delante, a la vista, en primer plano,
basta. Son dos mujeres, más bien jóvenes, una frente
a otra. Estamos al final de los años 20. Caemos en
la cuenta de ello porque las dos mujeres lucen esos
pequeños sombreros de campana de fieltro verde o
azul que les cubren la frente, el cabello y las orejas.
Gorros más que sombreros. Todas las mujeres, sobre
todo las más jóvenes, los llevan. Son dos jóvenes casi
idénticas. Si la mesa no las separase, pensaríamos que
hay sólo una, y que está mirándose en un espejo. Tienen
el mismo sombrero, es verdad, pero también la
misma compostura, la misma manera de vestir Una está
de espaldas, lleva una especie de vestido o de jersey
violeta. Con un toque amarillo alrededor del cuello,
sin duda un fular, es ahora la moda. Tiene los codos
apoyados en la mesa. No distinguimos nada de su cara,
tan sólo una mejilla algo redonda, cierta energía en
la pose, esta mano izquierda, por ejemplo, presta a moverse,
a describir con un gesto afirmativo, perentorio,
cualquier cosa. La otra joven está enfrente. Su suéter
es de un verde muy vivo, un poco vulgar quizá, con
un escote por delante. Está excesivamente maquillada,
los labios pintados de rojo vivo, las mejillas resaltadas
con colorete sobre la piel blanquísima. Se diría una muñeca.
Tiene pechos voluminosos, bien separados, sobre
los que la luz se difunde. No vemos sus manos,
sólo sus antebrazos. Es un poco maciza, de hombros
muy anchos. Sus ojos, no obstante, son vivarachos,
como curiosos, atentos a lo que la otra joven le está
diciendo, ojos alegres, despreocupados, ojos de
animal salvaje. Ella escucha, se contenta con escuchar,
pero pronto va a hablar, evidentemente, se prepara para
responder. Es, pese a todo, muy bonita, pese a ese
jersey un tanto vulgar. Entre las dos, sobre la mesa
blanca, se encuentra colocada una extraña tetera rosa
bombón, una tetera demasiado pequeña para dos
personas, de contornos angulosos, un pitorro muy corto,
una tetera algo cómica. No le prestan siquiera atención.
Se encuentran allí para hablar, para descansar un
momento, cada tarde, después del trabajo. Son modistas,
o actrices que aún no tienen más que pequeños
papeles en Broadway, o secretarias que creen
KS
en su porvenir. Viven solas, en cualquier caso, pero
satisfechas de su juventud, de sus vestidos, de su manera
de ser. Tras ellas, en el ángulo iluminado de azul,
un hombre está sentado en otra mesa. No se le distingue
bien. Lleva un terno oscurc). En el cuello de
su camisa, la luz es también azul. Da la impresión de
conversar con una mujer sentada delante de él, o quizá
mira sus manos, simplemente, aparentando reflexionar.
Tiene ya la frente despoblada, se acerca a la
cuarentena. No vemos casi nada de la mujer que está
frente a él. Un perfil solamente, una nariz respingona,
picara y, sobre todo, en el rincón derecho, ese pequeño
extremo de sombrero rojo, como una nota de
alegría, casi de extravagancia, en la tarde un poco gris
de un salón de té. [1929]
//OMBRE LEYENDO EL PERIÓDICO
H, HOPPER. CHOP SUEY
(1929) ICOL. MR. AND MRS.
B. A, EBSWORTHI
P uede suceder que un hombre lea el periódico
en una habitación. Por múltiples razones.
Porque juega a las carreras, porque se interesa
en la política, o sencillamente porque
le gusta distraerse así antes de salir a la calle
e ir a su trabajo. Es una ocupación que a nadie molesta,
de modo que encontramos muchos periódicos
en los kioscos y en los cruces, hacia las cinco de la
tarde, cuando los chiquillos vocean el título de la última
edición, con el curso de la Bolsa y el resultado
de un partido de béisbol. Nada más natural que est),
comprar un periódico, leerlo, y pensar en otra cosa.
Pero el hombre que está ahí en la habitación no lee
el periódico de esa manera. Lee o, mejor, hace que
está leyendo, se aferra a la página como si no quisiera
ver lo que ocurre a su alrededor, lo que puede ocurrir
si tan sólo levanta los ojos. Se diría que tiene miedo
de saber, de ct)nocer lo que ya sabe, y leer el
periódict) es un medio cómodo de ganar algunos
minutos antes de enfrentarse cara a cara con lo que,
fatalmente, debe producirse. ¿Por qué actúa así? ¿Por
qué se esconde detrás de esa página de la que lee interminablemente
las últimas líneas? No llegaremos a
saberlo, pues para ello sería necesario conocer desde
hace tiempo su historia, su infancia, su profesión,
quizá incluso la historia de sus padres, de hecho, casi
todo, para explicar su actitud, y como siempre en la
vida, no sabemos casi nada sobre los otros y nos inventamos
a su cuenta historias hechas de pequeños
detalles que no tienen gran cosa que ver con ellos.
Este hombre, sin embargo, parece gozar de buena salud.
Es joven, apenas algo más de treinta años sin duda,
de aspecto fornido, anchos hombros, un torso
muy desarrollado. Es un deportista. Si se levantase de
su sillón, veríamos que su talla es elevada y que camina
a grandes zancadas balanceando los brazos. Podría
ser un jugador de hockey o hasta un boxeador.
Pero nos cuesta imaginar a un hombre semejante
leyendo el periódico en una habitación durante toda
una tarde. El hombre ha de tener sus razones, pero
nadie lo sabrá nunca, ni siquiera la mujer que está cerca
de él, en la habitación. Además, probablemente no
es una habitación, más bien un salón, pues, a la derecha,
hay un piano ante el cual la joven está sentada.
Está sentada al piano y con un solo dedo presiona una
tecla. También la mujer aparenta hacer lo que hace,
como su compañero hace que lee, porque es imposible
tocar el piano sentada como lo está, casi en el extremo
del instrumento, con el codo izquierdo
plantado sobre el montante, y un solo dedo de la mano
derecha, el índice, sobre el teclado de marfil. Sin
embargo, es un piano que está en uso. Hay una partitura
abierta en el atril. La página destaca sobre la madera
negra, sin duda de ébano. Debe ser un saloncito.
Todo es confortable, mullido, el sillón de terciopelo
rosa en donde el hombre está sentado, la mesa redonda
con un mantel encima, y en los muros deliciosos
cuadros enmarcados. Uno de ellos representa un paisaje
de alta montaña. Para que lodo sea armonioso
en el mobiliario, sólo faltan, parece, algunos objetos
aquí y allá, o un ramo de flores. Pero nadie ha pensado
en ello, ni siquiera la joven. Si el hombre tiene una
constitución de atleta, ella, por el contrario, es muy
delgada, casi endeble, con la piel lechosa de alguien
que no se expone al sol. Sus cabellos son negros, del
mismo tono que la madera del piano, y recogidos detrás
de las orejas en un moño espeso que desciende
por el cuello. Es una joven soñadora. No distinguimos
sus ojos, pues los mantiene obstinadamente bajos
hacia el piano. Pero comprendemos que eso no
es más que una pose. Ella trata sobre todo de no mirar
al hombre. Llega incluso a persuadirse de que está
sola en la habitación y que teclea el piano por
aburrimiento. Su vestido es rojo, un vestido muy largo,
muy suave, que deja libre los brazos, con pequeños
lazos estrafalarios encima de los hombros. Es un
vestido para salir de tarde, no para estar cerca de un
piano sin hacer nada. La mujer parece malhumorada.
Es joven, sin embargo, un poco más joven que
el hombre. Su rostro es delicado, un poco anticuado.
con tintes de porcelana. Podría ser inglesa, pero sin
duda no lo es. ¿Cómo decidir, cómo saber lo que pasa
aquí, en esta habitación, puesto que nadie hace nada,
puesto que nadie habla? Las paredes son amarillas,
la puerta de madera clara, el marco del gran vano posee
reflejos azul noche. Estas son cosas que podemos
describir, cosas que no mienten. Podemos inquietarnos
por la luz, darnos cuenta de que llega de la izquierda,
que el día se acaba. Podemos detenernos,
proporcionar más detalles sobre las ropas del hombre
y de la mujer, precisar, por ejemplo, que el hombre
está en mangas de camisa, que lleva un chaleco,
que su corbata es azul. Podemos añadir, indefinidamente,
muchas cosas. Pero de este hombre, de esta
mujer, nunca sabremos nada, sólo que él está leyendo
el periódico y ella acariciando con el dedo una
tecla. ¿Qué habría que hacer para saber más? Habría
que escuchar la nota aguda en el silencio, sería necesario
que el hombre dejase de leer y se levantase y
que le dijese a la mujer lo que guarda en el corazón
y que ella le respondiese. Quizá entonces la luz se hiciera
diferente. Quizá el periódico caería por el suelo
como un trapo viejo. Quizá el piano se perdería en
la sombra. Pues el hombre es joven. No podrá durante
mucho tiempo hacer que lee. Tendrá que moverse,
que explicarse. Y la mujer le responderá. Comprenderá
lo que significa ese silencio, y cómo hacer para
que no vuelva a caer otra vez en esta habitación, en
Nueva York, donde la puerta está cerrada, donde la
ventana ya es casi negra. [1932]
H. HOPPER, ROOM IN NEW
YORK (1932) ISHELDON MEMORIAL
ART GALLERY,
UNIV. OF NEBRASKA, LINCOLN,
COL. R M. HALLl
ZA SECRETARIA
E s ella, naturalmente, quien ha querido quedarse
hasta esa hora tardía en la oficina, quien
ha insistido durante toda la tarde para que
él la mantenga a su lado, con el fin de ayudarlo,
dijo ella, preparándole los papeles
necesarios. Él, el patrón, se defendió ligeramente, y
aceptó, no sabe bien por qué. No le gusta esa joven,
o mejor, la aprecia por su seriedad en el trabajo, su
ardor, su competencia. Nada más. No quiere mezclar
su vida personal con los negocios. Ya tiene bastantes
preocupaciones sin eso. Pero ella, él se ha dado cuenta,
desearía que la situación cambiase. Cierto, nunca
le ha dicho nada al respecto. Sabe mantenerse en su
sitio, es discreta. Pero hay miradas que no engañan,
ni siquiera a un hombre que da la impresión de no
advertirlo, también gestos, o esbozos de gestos que
hablan por sí solos. Así, cuando está sentado detrás
de su mesa de despacho leyendo una hoja, un texto
que ella sin duda ha pasado a máquina, siente una mirada
sobre él, aunque se absorba en su lectura. No
llega de verdad a concentrarse con esa mirada que recae
sobre él, rotunda, tenazmente, mientras que ella
entreabre un cajón del armario metálico donde se clasifican
los expedientes. No tiene que darse la vuelta,
sabe cómo ella lo está mirando de hito en hito con
sus grandes ojos negros muy pintados, muy brillantes.
Para una secretaria, puede decirse que tiene presencia.
Cuida particularmente su cara. Siempre va muy
maquillada, quizá en exceso, pero él se guarda de hacer
la más pequeña observación. Ella no esperaría sino
eso para preguntarle lo que prefiere de las mujeres,
si le gustan o no los labios pintados de rojo, los párpados
ribeteados de negro, los cabellos castaños con
un moño en el cuello. Se describiría así con gusto,
como si se tratase de otra mujer, y para evitar que la
conversación se prolongara tendría él que responder
que sí, que es así, e incluso al expresarse con medias
palabras, parecería interesarse en ella, y no quiere caer
en absoluto en esa trampa. Lleva siempre vestidos que
moldean más de la cuenta sus formas. No lo ignora,
claro, y juega con ello. Cuando se sienta delante de
él para que le dicte una carta, se las arregla para que
la falda se le suba casi hasta las rodillas, y cruza sus
piernas de lado, como las actrices, con un descuido
muy estudiado. Él lo sabe desde hace tiempo, y sin
embargo no puede evitar, cuando le está dictando frases
largas y precisas, una mirada de soslayo a sus piernas,
piernas nerviosas, con un ligero abultamiento en
la pantorrilla, enfundadas en medias claras transparentes.
Esta tarde está vestida con un traje ajustado,
de un azul vivo. Un traje que evidentemente destaca
su pecho, apretado en la cintura, y que la ciñe muy
fuerte en las caderas. El hombre sabe todo eso, y también
que el traje está escotado por delante, con una
abertura entre los dos senos. Muchas mujeres llevan
ahora ese estilo de ropa, y en otras mujeres, por la
calle, esa moda no le desagrada. Pero se pregunta,
mientras lee la hoja, si eso conviene verdaderamente
a una secretaria, y sobre todo esta noche en una oficina
en la que él se encuentra solo con ella. Se pregunta
si no ha ido ya demasiado lejos al aceptar su
compañía y si ella no va a sacar conclusiones embarazosas
para él. Ya es tarde. Por la ventana, a la dere-
E. HOPPER. DRAWING FOR
OFFICE AT NIGHT (1940)
(WHITNEY MUSEUM OK
AMERICAN ART, NEW
YORK]
cha, penetra un raudal de luz eléctrica que se extiende
en una superficie oblonga, con un resplandor metálico,
contra el muro blanco. El cuerpo de la
secretaria está atrapado en esa luz, y eso al menos tranquiliza
al hombre, pues de otro modo no habría como
fuente luminosa más que la pequeña lámpara
verde encima de su escritorio, una lámpara demasiado
íntima en semejantes circunstancias. El farol de fuera
viene a socorrerlo un poco, a sustraerlo de esa
promiscuidad casi molesta, y si alguien entrara, no encontraría
nada que decir y vendría a sentarse, sencillamente,
en el sillón. Pero ése es, a sus ojos, el único
elemento positivo. Todo lo demás lo pone incómodo.
La joven no deja de mirarlo. El brazo desnudo de
ella, apoyado en el cajón metálico, está a un metro,
poco más, de su hombro, y siente casi el olor de su
piel, el olor de ese perfume que flota en la habitación
desde que ella llega. A él no le agrada ese perfume.
O mejor, reconoce inmediatamente ese perfume, y sabe,
al instante, que ella está allí, en la oficina, antes
incluso de haberla visto sentada cerca de su máquina
de escribir, ante la mesa que tiene enfrente. Pero en
este momento está de pie. Tarda demasiado en volver
a cerrar el cajón y él no puede acabar la lectura
de la hoja. Es un hombre joven, de rostro serio, con
algo aplicado, casi infantil en la mirada. No debe de
sonreír nunca. Sabe que es todavía demasiado joven
de apariencia para el trabajo que desempeña y busca
deliberadamente parecer viejo para inspirar confianza
a sus clientes, a sus colegas. Sus cabellos rubios son
cortos, casi alisados por la gomina sobre su cráneo.
Eso también le da un aspecto serio, al menos él lo cree
así cuando se peina, por la mañana, ante su espejo.
Desearía sin duda una calvicie incipiente que le despejase
la frente, pero por mucho que se peine hacia
atrás, aplaste sus cabellos con crema, se ve a las claras
que es joven, que es viril, cosa que la secretaria
comprendió desde el primer día, desde que él la contrató.
Lleva un terno estricto, de corte inglés, probablemente
de tweed, con un chaleco abotonado hasta
arriba, una camisa blanca, una corbata grande. Tiene
un porte muy digno, tal vez demasiado. Es más una
defensa que un vestido, una armadura de probidad,
un caparazón de virtud que lo protege. Sería débil,
o al menos vulnerable, si se vistiera de otro modo.
La secretaria lo sabe, y podemos comprenderla, si dejamos
de hacernos preguntas sobre el hombre y pensamos
en ella por un momento. No tiene nada que
reprocharse. Hace su trabajo con una eficacia, una
destreza indiscutibles. Antes incluso de que él se dirija
a ella, es verdad, adivina lo que le va a decir, y
prepara todo, incluidos los expedientes más difíciles,
con una precisión que fascina al hombre, que lo asusta.
Tiene la misma edad que él, pero es un inconveniente
cuyas consecuencias ella estima poder atenuar,
y, por qué no, sacarle partido. No manifiesta nunca
cansancio. Es jovial, viva. Nunca habla de sus padres.
Vive en un pequeño apartamento con una amiga de
infancia. El domingo visita museos y exposiciones de
técnicas industriales. Lee encuestas sobre las mujeres,
nunca revistas ilustradas, Le gusta este hombre por lo
que es; desearía que viviera mejor, que fuera más libre.
Le aconsejaría en sus negocios, si él lo consintiese.
No trata, por ahora, de aventurarse más lejos. Le
gustaría solamente que él le dijese que su vestido le
sienta bien, que está contento de no quedarse solo
tan tarde a trabajar en un asunto urgente. Pero el hombre
no dice nada. Nada dirá tampoco cuando haya terminado
su lectura, o acaso algunas palabras para
agradecerle su ayuda. Cogerá su paraguas del rincón
izquierdo de la habitación, detrás del sillón. Un paraguas
con un mango de madera torneado, un paraguas
de lujo. Dejará que ella se cuide de arreglar los papeles,
y de apagar. Sobre su mesita de secretaria, la máquina
de escribir está impecablemente colocada. Es
negra, brillante, y el cilindro donde se deslizan los folios
brilla en su funda beis. Todo está preparado para
el día siguiente. El hombre no se mueve. Ha dejado
caer una hoja sobre la moqueta. La mujer va quizá a
recogerla. Está esperando. También hay un teléfono
negro sobre el escritorio del hombre. Pero ya es demasiado
tarde para que alguien llame. [1940]
ACOCHE DE VERANO
H an salido a la terraza para hablar, pero el ambiente
sigue igual de cargado a su alrededor,
el aire casi húmedo bajo la luz enceguecedo-ra
de la bombilla. La terraza se parece a un
gran cubo pálido, arrojado ahí en la oscuridad,
absurdo, inexpresivo, irrisorio. Quizá sea por eso
por lo que los dos personajes se sientan incómodos.
Pero tal vez habían tenido ya como un presentimiento,
una inquietud aún difusa de verse el uno frente al
otro, antes incluso de venir a darse explicaciones fuera
de la casa. Se trata de una mujer y de un hombre.
Se conocen desde hace mucho tiempo. El hombre tenía
necesidad de sacar algo en limpio, y por eso ha
venido a entrevistarse con la mujer, esta noche, y quiere
explicarle todo. Está hablando y la mujer lo escucha,
pero con un fastidio evidente, sin volverse hacia
él, sin mirarlo, como si supiese ya todo lo que él trata
de decirle. Es una mujer que podría ser joven, pero
que ya no tiene gracia, ni encanto, ni frescura. Está vestida,
sin embargo, como se visten las jóvenes, una tarde
de verano. Al hombre le agrada verla así, con ese
short rosa, muy corto, que deja al descubierto los muslos,
y ese sostén del mismo tono, sin tirantes. Su vientre
está desnudo, y sus hombros, sus brazos. Es una
vestimenta de playa, un poco extraña, un poco equívoca
de noche. Se aprecia el nacimiento de los senos
y el pequeño surco que los separa. La mujer calza zapatillas
de color azul celeste. Pero nada de todo eso
significa que intente seducirlo. Se conocen desde hace
tanto tiempo, han hecho el amor tantas veces, lo
saben todo el uno del otro. La mujer está cansada. Él
ha insistido tanto en venir esta noche; ella prefiere
recibirlo fuera, en la terraza, para no tener que volver
a empezar. Hubiese podido vestirse más, ponerse
un jersey, pero hace mucho calor. No tiene nada que
temer de este hombre, nada que esperar tampoco. Se
ha apoyado en la pared, las dos manos detrás sobre
el reborde, las piernas rígidas. No quiere sentarse. No
quiere que el encuentro se prolongue. Él, por el contrario,
trata de retenerla. Está sentado cerca de ella,
de lado. Hace como si dispusiera de todo el tiempo.
Finge creer que ella va a dejarle el tiempo de volver
a contar lo que le ha dicho otras noches. Pero algo
en él sabe igualmente que tiene que actuar con rapi-
E. HOPPER, SUMMER EVE-NING
(1947) ICOL. MR. AND
MRS. O. H. KINNEY)
dez, ser persuasivo, obligarla a responderle. Acaba de
decir algo importante, algo en lo que estuvo pensando
todo el día y, para que ella no lo ponga en duda,
ha colocado su mano izquierda sobre el pecho, como
para ratificar su buena fe. Es un gesto natural, un
gesto que sale del corazón; espera que ella vaya a interpretarlo
así. Tiene las facciones en tensión, un rostro
que se concentra. Trata de mantener la calma. Sabe
que si se deja llevar, si levanta la voz, todo estará perdido.
Su pierna derecha está muy cerca del muslo de
la mujer. No la toca, podría hacerlo, pero todo estaría
perdido. Sabe que ella puede darle la espalda, volver
a entrar en la casa, dejarlo solo en la terraza.
Tampoco él ya no es lo que se dice joven. Ejerce un
oficio que lo fatiga. Probablemente sea camionero.
Lleva ropa de camionero o de repartidor de objetos
muy pesados. Una camiseta azul oscuro, un pantalón
caqui, tenis. No se le ocurrió arreglarse un poco. Ha
venido esta noche, justo después del trabajo, porque
pensó que si esperaba un día más, sólo un día más,
perdería la partida. Y se siente apegado de verdad a
esta mujer. No se dice a sí mismo que la quiere, se
dice simplemente que le hace falta. No quiere decirse
que sin duda la quiere, que la quiere de verdad,
pues si se confesase esto, ya no tendría otra cosa que
hacer sino irse y morir. Ha conocido a otras mujeres,
más guapas, más amables. Es demasiado vieja para él.
Cuando habla con sus compañeros de trabajo, se burlan,
le dicen que lo deje. Ya quisiera creer en lo que
dicen. No puede. Es tan dura, sin embargo. Sólo se
interesa en sus vestidos de playa, en sus cabellos teñidos
de rubio platino, en su casa que se parece a cualquier
otra. Es desagradable. Es brusca cuando hace
el amor. Él está ahí, en la oscuridad. No encuentra las
palabras que la harían sonreír, que la obligarían a sonreír,
a mirarlo como antes. El aire está demasiado caliente,
la luz de la lámpara es demasiado blanca. Ella
tiene unas rodillas feas, y él lo sabe. La casa también
es fea, con muebles absurdos, muñecas y cojines rosas
sobre la cama. Le gustaría que lo invitase a entrar,
a tomar una copa. Pero sigue ahí, en su traje de nylon.
Su piel transpira. La quiere demasiado para tocarla,
para rozarle el muslo, aunque sea con el tejido de su
pantalón caqui. [1947] A
[TRADUCCIÓN DE F. ARNOLD]
LAUDE ESTEBAN, poeta y ensayista francés (1935), es autor de Critique de la raison poétique (1987) y de Le Nom et la Demeure
(1985), entre otros libros.