Elcanariodeayer
yeldehoy
En 1930 don Agustín Mtllares Carla pronunció una conferencia en la Asociación Canaria de Buenos Aires con el
título . 'El Canario de ayer y el de hoy' '. Teníamos programado reproducir su texto en esta revista, como uno de los trabajos
de don Agustín más próximos a los intereses generales de nuestra gente y más accesible al lector medio. A pesar de que los
estudios posteriores han proporcionado una nueva visión de aspectos como la antropología prehispánica de Canan'as, el
contenido de la conferencl'a mantiene un interés que justifica su lectura y su inserción en las páginas de nuestra revista, que
ha venido a coincidir con la pérdida irreparable que la muerte de su autor deja en la cultura de las Islas.
L a ciencia antropológica apenas
ofrece un asunto que en interés
y oscuridad pueda competir
con el del origen de la raza que hallaron
en las Islas Afortunadas los marinos,
comerciantes y aventureros de
toda clase que las visitaron durante
los siglos XIII, XIV Y XV.
Al lector incauto de libros de
viajes y de novelas, parecería cosa
naturalísima que los primeros exploradores
de las Islas Canarias hubiesen
encontrado en ellas tribus salvajes de
raza negra, análogas a las que pueblan
algunos territorios africanos.
En vez de ello, Angliolino del
Teghia, Juan de Bethencourt, Juan
Rejón y Alonso de Lugo, fueron acogidos
por indígenas de pura raza blanca,
entre los cuales descollaban hombres
de cabellos rubios y de ojos azules,
cuya estatura, rayana a veces en
lo anormal, causaba admiración a los
buenos capellanes y cronistas del barón
normando, los señores Bontier y
Leverrier; pueblo relativamente civilizado,
tanto acaso, como el que más
tarde había de ser testigo y víctima, a
un tiempo mismo, de la fantasía y
prodigiosa aventura de Hernán Cortés.
Vivían los indígenas canarios,
los guanches, en sociedad regular,
sometidos a un gobierno monárquico
absoluto, templado por la intervención
de la nobleza y del sacerdocio.
En efecto, el rey Guanarteme en Gran
Canaria (Mencey en Tenerife) reconocía
y respetaba la influencia de los
Faicanes o sacerdotes y de los nobles
y guayres y agrupaba en determinadas
circunstancias a dichas clases privilegiadas,
formando la magna asamblea
llamada Tábor en el recinto denominado
Tagóror.
La religión era esencialmente
monoteísta. Los antiguos habitantes
del Archipiélago adoraban a un ser
supremo, con el nombre de Acorán o
Alcorac y dábanle culto en los almo-garenes,
especie de recinto de piedra
seca que, por lo común, construían
en lo más alto de sus ásperas cumbres;
de ellos quedan aún vestigios
numerosos en las Islas, singularmente
en la de Gran Canaria, y en especial
en Mogán, Tirajana y Montaña de las
Siete Puertas; vense aún restos de
las cabañas en que el guanche guardaba
las cabezas de ganado destinadas
al sacrificio y los hornos en que
se las quemaba en holocausto a la
divinidad.
Independientemente de los sacerdotes
o «faycanes» ha podido
comprobarse la existencia de verdaderas
comunidades de religiosas, las
«Harimaguadas», muy semejantes en
sus ceremonias a las clásicas vestales,
mantenedoras vigilantes del inextinguible
fuego sagrado. Practicaban
nuestros antepasados las tres industrias
fundamentales del vivir humano,
1il agricultura, la pesca y el pastoreo,
siendo de notar en Gran Canaria, gracias,
sin duda, a la preponderancia
del elemento semítico de que luego
hablaré, la práctica de un rito funerario
y religioso, en alto grado significa-tivo:
me refiero al embalsamamiento
de los cadáveres, cuya relativa perfección
patentiza la curiosa colección
de momias que posee la ilustre y benemérita
sociedad «El Museo Canario
», de Las Palmas, y a la alfarería,
del cual arte, que invade en este caso
la esfera de la cerámica artística, se
custodian en la citada sociedad hermosísimos
ejemplares.
Tales antecedentes inclinan casi
fatalmente el espíritu a ver en la población
primitiva de las Islas Canarias
los restos de alguna colonia procedente
de la infanda Libia, tipo formado
por la fusión del bereber con otra
raza acaso procedente del norte de
Europa, que impuso en la mezcla los
cabellos rubios y los ojos característicos
del guanche.
El Cro-Magnon, constituía el
fondo étnico de la población del Archipiélago.
Con él convivían en Tene-rife
y Gran Canaria, sobre todo en
esta última isla, individuos del tipo
semita, de advenimiento posterior y
de civilización más avanzada que la
de los primitivos pobladores. A los
semitas se debió, sin disputa, el florecimiento
de la cerámica y las prácti-cas
funerarias antes indicadas, como
lo demuestra el hecho harto elocuen-te
de que aquéllas y éstas fuesen totalmente
desconocidas en las islas de I
Lanzarote y Fuerteventura, en que
dominaba el Cro-Magnon, y estuvie-sen
muy adelantados en Gran Canaria
por abundar en ella el tipo semita
puro o cruzado con el otro elemento
étnico.
En fin, hállanse vestigios de otra
raza de cráneo redondo, de origen
ignorado, cuyos ejemplares se encuentran
con alguna frecuencia en los
cementerios indígenas de la Isla del
Hierro.
En Iesumen: el Cro-Magnon, cimiento
y origen remoto de la raza
isleña, era el pastor, el labrador rudimentario
que arañaba la tierra cana -
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2010
ria, maravillosamente fértil, con un
arado primitivo, el troglodita que nunca
conoció el arte de la edificación:
mientras que el semita inmigrado en
las Islas mayores en ignorada época,
era el arquitecto, el constructor de
las casas isleñas, de las cuales se hallan,
apenas, ejemplares, ~n Tunte y
Gáldar de la Gran Canaria, ya que las
«casas hondas» de Lanzarote y Fuerteventura
son en realidad cavernas artificiales;
era el importador de ritos
funerarios de antiguas civilizaciones
orientales y era en fin el alfarero cuyas
obras, o al menos la mayoría de
ellas, entran de lleno en la categoría
de Bellas Artes.
Ahora bien; esa raza indígena,
ese guanche inteligente, sano, fuerte,
benévolo, hospitalario y hasta caballeresco
y heroico, como lo demuestran
muchos episodios de su humilde
historia (el de la Cuesta de Silva, el
del suicidio de Bentejuí, por ejemplo)"
¿desapareció radicalmente, absorbido
o aniquilado por la raza conquistadora?
Así lo han creído y asegurado,
con notorio error, algunos historiadores,
siendo hoy un hecho indiscutible
-sobre todo después del admirable y
documentado estudio pronunciado
ante la Academia de la Historia por
don Rafael Torres Campos, - la supervivencia
de ese elemento étnico, \'
su permanencia actual en la población
del Archipiélago.
Desde luego parece estar fuera
de toda duda, y así lo afirman y prueban
los historiadores generales de las
Canarias. que los personajes conspicuos
de la raza vencida (reyezuelos,
guayres, faycanes) continuaron residiendo
en el país después de su rendición
y recibieron de los conquistadores,
no sólo mercedes y privilegios,""
sino también terrenos yaguas en los
repartimientos.
Recuérdese que al rendirse la
Isla de Lanzarote a Juan de Bethencourt,
el infortunado rey Guardafía
solicitó y obtuvo del barón normando
la concesión de ciertas tierras de labor
y del castillo de Zonzamas; que
los dos reyezuelos de Fuerteventura
(el de Jandía y el de Majorata) recibieron
del mismo conquistador casas
y hogares y que después de la conquista
de Gran Canaria el rey vencido
don Fernando Guanarteme, tras de
ayudar a las armas españolas en la
sumisión de Tenerife, fijó su residencia
en Buenavista por instigación de
Pedro de Vera que juzgaba peligrosa
su presencia en Gran Canaria.
Frecuentes fueron asimismo los
enlaces entre los miembros de las dos
aristocracias, la española y la canaria,
Bastará, para nuestro objetivo, citar
el caso conocido del matrimonio de
doña Catalina García Bencomo, hija
de la gentil princesa Dácil, heroína
del poema de Viana, la de «largo cabello
más que el sol dorado» y «cejas
sutiles que del color mismo parecen
arcos de oro», con el capítán de caballos
Hernán Cortés del Castillo.
Mil testimonios más podrían
aducirse. De ellos resulta probado que
los próceres de la raza indígena siguieran
después de la conquista habitando
el territorio isleño, conservando
su rango y preeminencias y mezclando,
muchas veces, su sangre, con la
de los invasores normandos o castellanos.
-¿Y el pueblo? En los ejemplos
antes citados, en atención a la
calidad de las personas de que se
trata, resulta relativamente fácil seguir
la pista a los entronques y filiaciones.
Pero, en lo que concierne a las clases
humildes, la tarea resulta casi imposible
de realizar, a causa, principalmente,
de la costumbre establecida desde
los primeros tie.mpos de la Conquista
de dar a los canarios en el bautismo
los nombres de sus padrinos y protectores
y la de castellanizar, traduciéndolos,
los apodos y sobrenom-
"
bres con que eran conocidos entre
los suyos. Poseemos, sin embargo,
un documento interesante, que arroja
alguna luz en esta difícil cuestión. El
Tribunal del Santo Oficio ordenó a
principios del siglo XVI al inquisidor
Tribaldos el levantamiento de un padrón
general de los habitantes de las
Islas, con indicación de cuáles fuesen
españoles y cuáles indígenas. Tribaldos
remitió dicho padrón--que por
desgracia se ha perdido-a sus superiores;
y en la carta que acompañaba
al envío, hacía constar la existencia
de 1.200 familias canarias «fuera de
otras-añadía-que estaban mesturadas
con ellas, pues con los conquistadores
vinieron muy pocas mujeres y
éstas casadas, por lo que la mayor
porción de los conquistadores casó
con las desta tierra».
La raza indígena no desapareció
del Archipiélago poblado por sus mayores:
el «fiero castellano» jamás le
hizo guerra de exterminación, antes
bien, multiplicó con ella sus enlaces
legítimos o ilegítimos; se suerte que
puede afirmarse que el tipo canario
constituye el fondo de la población
isleña, o a lo menos uno de sus factores
más importantes, siendo el otro
el elemento peninsular, con predominio
del semita, procedente de uno de
los solares dei Islam, la tierra privilegiada
de «EI-Andalus».
Ahora bien: han sido tantas en
el transcurso de cuatro siglos las alianzas
y las «mesturas», que diría el bueno
de Tribaldos, entre guanches, españoles
y normandos, que hoy se hace
difícil dar con un canario de pura
raza. No obstante, en aquellas comarcas
cuyos habitantes han vivido durante
esos cuatro siglos en el aislamiento,
casi libres de cruzamientos
con gente forastera, por ejemplo en
las ábruptas jurisdicciones de Artenara,
San Nicolás y Mogán, de la Gran
Canaria, en la isla del Hierro o en el
interior de la de Fuerteventura, y aun
en las cosmopolitas ciudades de litoral,
por un fenómeno de atavismo no
es caso raro tropezar con algún autén-
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2010
tico ejemplar de la raza guanche,
hombres de prócer estatura, de anchas
espaldas, nariz y boca mal formados,
ojos azules y pequeños cabellos
de un extraño matiz rubio, confinante
con el rojo.
Pero estos hombres, que conmueven
nuestra sensibilidad y nuestra
fantasía como un eco del pasado remoto,
no tienen de guanches más
que el esqueleto, la configuración del
cráneo, el color de los ojos y de la
piel. Son tan españoles y tan canarios
como sus convecinos del tipo semítico,
enjutos de cuerpo, cetrinos de
color, de poblada ceja, ágiles, sobrios
y resistentes a la fatiga. Su lenguaje
es el mismo, su modo de cantarlo
también. Unos y otros emplean iguales
modismos, utilizan las voces del
misterioso idioma guanche, llegadas
hasta nosotros, a saber: nombres numerosísimos
de localidades, como
Gáldar, Telde, Teror, Tenoya, Alajeró,
Tuineje, Icod, Taoro; de alimentos,
como «gofio» (base del sustento
del pueblo), de utensilios domésticos,
como «gánigo» (especie de vasija) o
de animales y plantas, como «guirre»
(cuervo), «baifa» (cabra), «tabaiba»
(especie de euforbia), etc.
Ambos, el Cro-Magnon y el semita
tienen el mismo género de vida,
los mismos ritos y prácticas en nacimientos,
bodas y entierros: ambos
descuellan en la <ducha canaria», el
noble ejercicio tradicional de los indígenas,
el mismo en que fuera maestro
insuperable Doramas, el héroe de
la independencia de Gran Canaria;
ambos son trogloditas y conviven en
los pagos. exclusivamente compuestos
de cuevas talladas en la roca, como
la Atalaya y Artenara; ambos ejercen
la noble virtud de la hospitalidad,
tan franca y tan simpática; en los
pueblos del interior del Archipiélago,
donde no existen hoteles ni siquiera
posadas, y tanto las madres del tipo
rubio como las del tipo trigueño, adormecen
a sus hijos con el son monótono
del «arrorró» que vino a reemplazar
los primitivos cantos familiares
de la mujer isleña, aquellos cantos
que conciliaban el sueño del niño salvaje
en la sombra fresca de las cuevas.
Ese propio aislamiento casi absoluto,
en que han vivido algunas regiones
del Archipiélago desde la conquista
hasta la época presente, nos
explica que hayan sido nuestros isleños
fieles guardadores del castellano
que hablaban los ballesteros de Juan
Rejón y de Alonso de Lugo. El pastor,
el campesino de las enriscadas
jurisdicciones de Teror, San Mateo,
Mogán, Tejeda, dan a sus padres el
tratamiento de señoría, de señor padre
y señora madre y conservan la
conmovedora costumbre castellana
de pedirles la bendición al encontrarse
con ellos por primera vez en cada
día; tratan de «su merced» a toda
persona digna de respeto por su posición
o saber; al dueño de la finca que
llevan en arrendamiento o a medias,
al médico, al cura, al notario: hablan
de la hora del yantar como si vivieran
en el siglo XVI; emplean diariamente
formas arcaicas de lenguaje, como
«trujo», «mesmo», «ansina» y «arregostarse
» y lo que es verdaderamente
curioso y peregrino, conservan la pronunciación
de la s sonora castellana,
que sólo subsiste en contadas regiones
de la Península.
Vosotros sois- hijos de la tierra
en que nacimos y que vio transcurrir
los años de la infancia - los representantes
de esa supervivencia étnica
del isleño primitivo, noble, tenaz, abnegado,
honrado por naturaleza y
hasta por instinto.
En vosotros, como en mí, perdura
el recuerdo imborrable del solar
nativo. La árida tierra de Fuerteventura,
con sus arbustos retorcidos que
contemplaron. un día los ojos asombrados
del señor de Bethencourt; el
perfil armonioso de la Isleta, a trechos
cortado por la clara mancha de los
Arenales y dei Confital y de improviso
iluminado por la lumbrera del faro,
que los ojos del marino buscan afanosamente
en la noche, como el niño
perdido en el bosque de nuestros
cuentos infantiles; el abrupto acantilado
de la costa tinerfeña, cayendo a
pico, imponente, sobre un mar clarísimo
y sereno; la exuberante vegetación
de La Palma, cuyas orillas vieron
partir al Rey cautivo, sepultado en la
tumba inmensa del Atlántico.
Esas imágenes, proyectadas en
el espíritu, adquieren a distancia insospechadas
dimensiones. Y hasta los
más rudos, los más insensibles, se
complacen en representárselas, idealizándolas,
simplificándolas. ¡Cuántas
veces, tierra adentro, en pleno corazón
de Castilla, hemos acariciado la
ilusión de que más allá de la montaña,
enrojecida en su agonía por el sol
poniente, se extendiera la dilatada llanura
marina y hasta nos parecía respirar
la salobre fragancia de que habló
nuestro poeta o el negro sollozo del
mar de Víctor Hugo, que en la noche
serena llegaba hasta nuestro lecho
para decirnos: ¡aquí estoy, duerme
tranquilo!
y tal es el encanto del recuerdo
que aún cerramos los ojos para resucitar
mejor las imágenes dormidas en
el fondo de la retina; y, al precisarse
los det,alles, llegamos a sentir los mil
ruidos familiares de la ciudad que
despierta, el lento esquileo del rebaño
que cruza las calles muy de mañana,
el pregón de las mujerucas descalzas,
de anchas caderas, quizás con el chi-quilla
escarranchado en la cintura y
sosteniendo en la cabeza, por un
inexplicable prodigio de equilibrio, la
cesta de sardinas, recién salidas del
chinchorro de los pescadores de San
Cristóbal. Y en inolvidable caravana,
vemos descender a los campurrios
por las carreteras que conducen a la
ciudad, ellos silenciosos, con la cachimba
negruzca entre los dientes, y
ellas coloreadas por la marcha y el
airecillo fresco que tiene olor de mariscos
y de flores. Bajan desde las
cumbres, y de la tela parda de la~
alforjas-«toscamente tejidas en el
telar casero»-o de debajo de la amplia
manta que forma la capa del
«mago» tinerfeño, se ve surgir el disco
blanco y jugoso del queso de flor,
que por su solo nombre más parece
manjar de dioses que de mortales.
y ellas, las feligresas, van sacando de
las cestas, envueltas, que conservan
en su superficie gotas de rocío, las
pellas de manteca, acaso fabricadas
por sus manos y que ellas ponderan
siempre de igual modo, torpemente,
con esa inocencia que constituye el
fondo del carácter del campesino
isleño.
En días domingueros el recuerdo
adquiere otros matices. Era el día
en que las manos maternales extraían
de la cómoda, que al abrirse exhalaba
olor a manzanas, el traje festivo, el
que nos poníamos para llevar la «naveta
» o cargar con el estandarte en
las procesiones de Semana Santa.
Ese día de domingo cruzan las calles
de la ciudad unos hombres serios,
vestidos de negro de la cabeza a los
pies, con el sombrero ladeado sobre
la oreja y el eterno cigarro en los
labios: son los hombres de Arucas
que vienen a apostarle sus buenos pa:
tacones al gallino de San José o al
«canabuey» invencible de Fuera la
Portada. Y con la imaginación nos
trasladamos a los muelles y nos complacemos
en mezclarnos a los grupos
de «roncotes», que cuentan andanzas
marineras «en las que acaso fueron
los héroes un día». Todos están enronquecidos
por el hálito del mar y
por' el masticar incansable del tabaco
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2010
«piola», por lo general hay uno que
lleva la voz cantante, y narra alguna
escena de pesca en la costa africana.
Suele ser algún viejo que ya no
navega y que, al añorar las pasadas
aventuras, se ofrece sin modestia como
ejemplo a los otros más jóvenes
que le escuchan en silencio, asintiendo
gravemente. A veces buscan el
refugio de alguna «tiendita» y beben
sus rondas. Recordemos a nuestro
poeta del mar que supo encerrar la
imborrable escena en los límites estrechos
de un soneto:
La taberna del muelle tiene sus atracciones
En esta silenciosa hora crepuscular.
Yo amo los juramentos de las conversaciones
y el humo de las pipas de los hombres de mar.
Es tarde de Domingo. Esta sencilla gente
La fiesta del descanso tradicional celebra;
Son viejos marineros que apuran lentamente
Pensativos y graves sus copas de ginebra.
Uno muy viejo cuenta su historia; de grumete
Hizo su primer viaje el año treinta y siete
En un patache blanco fletado en Singapur,
y contemplando el humo relata conmovido
Un cuento de piratas de fijo sucedido
En las lejanas costas de América del Sur,
El recuerdo se desplaza; ahora
nos hallamos en pleno campo, e intentamos
aprisionar los mil detalles
de la plácida vida pueblerina. Hay un
sendero largo, sombreado por los árboles
de la 'pomarrosa, y una acequia
clarísima en cuyo remanso croan las
ranas, al atardecer. Cerca, a dos pasos,
está la finca del indiano: él viste
amplio traje de seda cruda con el jipijapa
de alto precio y luce sobre el addomen
la rutilante leontina de oro. Es
el hombre que estuvo en La Habana,
el que amasó su fortuna- Dios sabe
a costa de qué sudores y sacrificiosen
Venezuela, en el Perú, o en la
Argentina -. Para el no cultivado cerebro
del campesino isleño, la única
tierra existente fuera de sus peñas es
La Habana un sitio misterioso y risueño,
especie de tierra de promisión, de
donde se vuelve con traje de seda
cruda y leontina de oro. Esto es Bana,
suele oírse en las Islas en tono ponderativo;
y todos recordaréis que
cuando dos campesinos se hallan en
el caso de traspasar juntos los umbrales
de una casa, suele oírse un diálogo
parecido a este:
-Pase, compadre.
-No, compadre; pase usted.
- Usted primero que estuvo en
La Habana.
- Bueno; pues a la par y a un
tiempo.
Ingenuidad, inocencia, si querels:
pero iqué profundo encanto tiene
para mí recordar esas escenas en
un instante como éste! Esos campesinos
son los mismos que aún invocan
a la hora del yantar el nombre de
Dios que se sirvió darles de comer sin
haberlo merecido; gente ruda y sobria
para quienes el trabajo no es un castigo,
como suele serlo para el hombre
de la ciudad, sino una bendición. Y
que al anochecer, mientras la señora
madre asa en el brasero la piña rojiza
y la espolvorea de sal, se complacen
con algún cuento de brujas, de aquellas
brujas que hacían «maleficios» y
escapaban por la chimenea cabalgando
en un «pírgano», o recitan romances
de pura cepa española, de esos
que ya no se oyen sino en el corazón
de la tierra castellana. Para conocer
bien todo el encanto de esas existencias
humildes, es preciso haber convivido
con ellas, haberse agrupado en
torno al amplio lebrillo de gofio amasado,
sin más asiento que las duras
piedras del suelo: es necesario haberlos
sorprendido en sus fiestas familiares,
en sus «últimas», bailando gravemente
con los ojos bajos y a respetuosa
distancia, o haber oído cantar a
los viejos los aires de Lima en improvisadas
estrofas:
Los aires de Lima quiero
mi bien contigo bailar,
que antes que te pongas vieja
contigo me ha de casar.
Mientras repite el estribillo:
Ay, más ay, más ay,
Contigo me ha de casar.
y todo el canto, suave, lánguido,
desmayado, va y viene, dilatándose,
extendiéndose en medio de un
paisaje qiJe ríe y se ilumina bajo la
azul serenidad.
Espíritus excepcionales, el de
don Benito Pérez Galdós, por ejemplo,
la más pura gloria literaria del
Archipiélago, no olvidaron, a pesar
de los años y de la distancia, todo el
cúmulo de recuerdos que he intentado
esbozar. Permitidme que recuerde
los últimos años del Maestro: a su
hotelito de la calle de Hilarión Eslava
acudimos unos cuantos, no todos los
que debieran-que la ingratitud y el
olvido suelen ser la recompensa
humana de una vejez gloriosa. -Al
atardecer-ya en el lecho-nos recibía
el creador ele León de Albrit y de
Marianela. Diríase aquella la habitación
de un estudiante modesto. La
cabeza descarnada surgía de entre las
sábanas y la voz inolvidable hablaba
de sus recuerdos juveniles, casi constantemente.
Las campanas de una
iglesia cercana le entretenían, evocándole
el repicar de la Catedral de
Las Palmas llevado al pentágrama por
Camilo Sain-Saens. Recordaba tipos
y figuras del solar canario y más de
una vez le oí contar el caso de aquella
buena señora que vivía en Madrid
obsesionada por el recuerdo de las
Islas, y que creyendo ver por todas
partes hijos de su tierra, un buen día,
en plena Puerta del Sol, abordó a un
sujeto de amplio sombrero yanchurosas
espaldas, espetándole, con gran
asombro del interpelado, esta inefable
pregunta: «Cristiano, ¿usted es de
Telde?».
¿Cuántas inolvidables figuras de
las novelas galdosianas no fueron
creadas por su autor a base de tipos
entrevistados en su tierra natal? Que
si la vida fatalmente le alejó de ella,
esos recuerdos de sus últimos tiempos,
que personalmente tuve la dicha
de conocer, prueban que en su espíritu
seguían viviendo las imborrables
reminiscencias de los tiempos juveniles.
Es grande el consuelo que al
espíritu produce la contemplación del
ejemplo que dan los hijos de nuestro
Archipiélago, en él y fuera de él. Dentro
de las corrientes actuales de la
ciencia, la literatura y el arte, los isleños
forman un nutrido grupo, una
verdadera pléyade que habla elocuentemente
de las cualidades de esa raza
cuya supervivencia y caracteres he
querido evocar. La calle de Cano,
perdida en el seno de una peña atlántica,
vio nacer al patriarca de las letras
hispanas, que con su vida y su
obra trazó una trayectoria luminosa
que arranca del humilde rincón isleño
y acaba en la gloria de los elegidos.
y para hablar tan sólo de los que ya
no existen veo representárseme la figura
recia, fuerte, marcada en la frente
con el signo de los predestinados
de Tomás Morales, que cantó con
infinita melancolía nuestro
Puerto de Gran Canaria sobre el sonoro
Atlántico
Con sus faroles rojos en 'la noche calina
Rielando en la movible serenidad marina.
y el disco de la luna sobre el azul romántico
La tradición, por dicha nuestra,
no se ha roto; dispersos por el haz de
la Tierra los hijos del Atlántico vuelven
amorosamente los ojos hacia el
suelo patrio y saben encontrar nuevas
energías en el contacto mutuo, en el
mutuo apoyo, en la unión espiritual,
para decirlo con una sola palabra.
Yo os invito a ella, paisanos y
amigos, que sois ejemplo elocuente
de lo que pueden la constancia, el
cariño consciente hacia la patria re·
mota.
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2010