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VENEZUELA EN LA REVOLUCIÓN ATLÁNTICA. ALGUNOS PROBLEMAS Y POSIBILIDADES
Anuario de Estudios Atlánticos
ISSN 0570-4065, Las Palmas de Gran Canaria. España (2012), núm. 58, pp. 185-214
VENEZUELA EN LA REVOLUCIÓN ATLÁNTICA.
ALGUNOS PROBLEMAS Y POSIBILIDADES
VENEZUELA IN THE ATLANTIC REVOLUTION.
SOME PROBLEMS AND POSSIBILITIES
Tomás Straka*
Recibido: 28 de mayo de 2011
Aceptado: 5 de julio de 2011
Resumen: El presente artículo es
una revisión historiográfica en tor-no
a las principales propuestas teó-ricas
relativas a la independencia
de Venezuela, así como su posible
relación desde el punto de vista de
la Historia Atlántica. La idea es pre-sentar
un estado de la cuestión y
extraer del mismo algunas sendas
interpretativas para futuros desa-rrollos.
Palabras clave: Historiografía, Ve-nezuela-
Independencia, Venezuela-
Historia Atlántica.
Abstract: This article is a revision of
the history of the main theoretical
proposals for the independence of
Venezuela, together with the possi-ble
relationship with the Atlantic
History focus. The idea is to present
the State of the Art on the question
and to extract some interpretative
clues for future developments.
Key words: Historiography, Vene-zuela-
Independence, Venezuela-At-lantic
History.
* Doctor en Historia. Universidad Católica Andrés Bello. Profesor
agresado del Instituto Pedagógico de Caracas. Investigador en el Instituto de
Investigaciones Históricas «Hermann González Oropeza, sj». Universidad Ca-tólica
Andrés Bello-Caracas. Correo electrónico: thstraka2@yahoo.es
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1. ¿QUÉ FUE LA INDEPENDENCIA? A MODO DE INTRODUCCIÓN
Aunque la historiografía venezolana sobre la independencia
es superabundante, los ensayos para comprenderla en términos
teóricos o generales tienden a ser escasos. Salvo el esfuerzo de
Germán Carrera Damas, que desde 1958 se ha empeñado en
revisar críticamente todo lo escrito sobre el período y proponer
enfoques novedosos para su interpretación1; o los trabajos con
los que Federico Brito Figueroa (1922-2000) analizó la historia
venezolana a través del marxismo2, no son muchos los que han
propuesto una visión de conjunto sobre el proceso3. Quien, por
ejemplo, se formule la pregunta con la que titulamos este
acápite y busque una respuesta en la historiografía venezolana
reciente, tendrá, con contadas salvedades, que echar mano de
las producidas por estos autores (la crisis de la sociedad colo-nial,
la recomposición y perfeccionamiento de la estructura de
poder interna, la «larga marcha hacia la democracia», el des-montaje
de la monarquía y el establecimiento primario del Es-tado
republicano liberal, según Carrera Damas; o la revolución
nacional, en el sentido leninista, para Brito Figueroa).
La buena noticia es que esto está comenzando a cambiar.
Como la influencia de François-Xavier Guerra y de Jaime E.
Rodríguez4 ha sido tan grande en Venezuela como en el resto de
Hispanoamérica, ya contamos con algunas obras de aliento
supranacional —andino, del mundo hispánico o atlántico (cada
uno con énfasis en un parámetro distinto)— sobre todo para el
bienio 1808-1810, que ensayan, unas más que otras, criterios
explicativos más depurados5. La circunstancia del bicentenario,
el boom editorial —tanto público como privado— que vive Ve-nezuela,
el clima político que ha despertado el interés por la
1 Véase: CARRERA DAMAS (1991 [1964]; 1983 [1969]; 1995; 2000, pp. 33-
119; 2003, como director; 2009; 2010).
2 Sobre todo en BRITO FIGUEROA (1966-1987), 4 tomos.
3 Pensemos en el también muy marxista estudio de CARDOSO (1986),
3 vols. O en BOZA (1978), ensayo estructuralista.
4 Hablamos de GUERRA (1993) y de RODRÍGUEZ (2008).
5 Véase: QUINTERO (2002); GARRIDO RIVORA (2008 y 2011); VAAMONDE
(2009); ALMARZA (2010); MICHELENA (2010); AA.VV. (2010).
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historia (por varios años los libros de temas históricos han sido
los más vendidos, incluso por encima de las novelas)6, la conse-cuente
buena salud de la disciplina, que multiplica sus vocacio-nes
e investigaciones, demarcan el contexto de esta tendencia.
Pero que el ambiente prometedor tampoco nos confunda: no
sabemos si se mantendrá a largo plazo; y si bien «la relativa
pobreza temática» que identificó Carrera Damas en su famoso
ensayo de 1961 sobre la historiografía venezolana7, ya está so-bradamente
superada, debates que en otras partes parecieran
cosas del pasado, como los de la dimensión atlántica de las in-dependencias
o su perspectiva en la historia global, sólo empie-zan
a ser atendidos por los historiadores del patio8.
No ocurre igual, por supuesto, con los venezolanistas, es de-cir,
con los que investigan y escriben en el extranjero sobre Ve-nezuela
(o al menos la tocan en estudios más amplios). El pro-blema
es que tienden a ser desconocidos en un país donde la
llegada de libros o su adquisición por internet se han dificulta-do
con las políticas cambiarias de los últimos años (algunos
atribuyen a eso parte del boom editorial). Lo mismo puede de-cirse
de la visita a archivos o la realización de trabajos de cam-po
en el exterior. Son, sin lugar a dudas poderosas —y torturan-tes—
razones pero que tampoco anulan otras asociadas de
forma más específica a nuestra academia. Todo hay que decir-lo:
comprar libros o viajar a archivos en el extranjero es difícil,
pero no imposible, de modo que el tópico de la simple falta de
interés no debe dejar de considerarse, al menos si se hace un
balance global. Tampoco la aprehensión por enfoques —como el
de la historia comparada— que huelen a los marxismos de hace
6 En enero de 2011, por ejemplo, el segundo libro más vendido fue una
compilación de entrevistas a historiadores, teniendo como eje el tema de la
independencia: http://www.lapatilla.com/site/2011/01/06/conozca-los-5-libros-mas-
vendidos-en-venezuela/
7 CARRERA DAMAS (1996 [1961]), tomo I, pp. 517-556.
8 Recientemente, Reinaldo Rojas ha planteado en diversos foros el enfo-que
de los estudios atlánticos como una posibilidad importante de interpre-tación.
Influido por las tesis del sistema-mundo de Immanuel Wallerstein,
Jorge Bracho se ha aproximado al problema en varios de sus trabajos, por
ejemplo: BRACHO (2008) y (coord.) (2009).
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treinta o cuarenta años, más bien desprestigiados, y no sin ra-zones,
entre la mayor parte de los investigadores actuales9.
En este sentido el presente trabajo tan sólo espera ofrecer,
con base en la lectura de la última —y no tan última— historio-grafía,
posibles desarrollos para el análisis de la independencia
venezolana en una clave interpretativa más amplia. El objetivo
es propiciar el diálogo entre enfoques que no siempre coinciden
en una misma mesa, y esbozar, hasta donde eso sea posible, cri-terios
que nos ayuden a responder la pregunta inicial, es decir,
que se trató en última instancia en un proceso tan lleno de aris-tas
e interpretaciones —históricas e ideológicas, sobre todo esto
último— posteriores10. Partiremos del estado de la cuestión,
apenas para dar una visión primaria y de conjunto; pero la idea
es detenernos en otros problemas menos trajinados que, al me-nos
para el caso venezolano, podrían representar una novedad.
Tomaremos como eje el criterio de la historia atlántica, sobre
todo por las oportunidades que ofrece para una visión de global.
Primero en una perspectiva, digamos, cisatlántica del proceso,
estudiando las relaciones de Venezuela con todo el océano, o
bien con otras regiones específicas del mismo (por ejemplo Es-tados
Unidos o Canarias), a modo de comprenderla en su con-texto11.
En segundo lugar el enfoque desde el «Atlántico Negro»
y el «Caribe Negro», acaso el espacio cisatlántico por excelencia,
esa intersección que representa en términos geohistóricos,
geoeconómicos y geoculturales el «Gran Caribe», en el cual la
era de las revoluciones tuvo connotaciones muy particulares.
Nuestra hipótesis es que ellas fueron en gran medida las vene-
9 En este sentido, véase KOSSOK (1989), obra revalorada en los últimos
años, es prácticamente desconocida. Hace poco se ha publicado una compi-lación
de sus textos, más bien difíciles de conseguir para el público de habla
castellana: ROURA y CHUST (eds.) (2010).
10 Sobre el tema, véase: CARRERA DAMAS (1969, 1986 y 2005); CASTRO
LEIVA (1984); PINO ITURRIETA (2003); CABALLERO (2006); STRAKA (2009).
11 «La historia cisatlántica, en el sentido más expansivo que proponemos
aquí, es la historia de un lugar cualquiera —una nación, un Estado, una re-gión,
incluso una institución concreta— puesto en relación con el mundo at-lántico
en que se encuentra [...] insistiendo en las características comunes y
analizando los efectos locales de los movimientos oceánicos», ARMITAGE
(2004), pp. 21-23.
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zolanas, en especial según lo vivieron las clases populares. Y
finalmente desde lo que podríamos llamar el «otro atlantismo»
—si se nos permite el término— de la época: es decir, el de quie-nes
se opusieron a los «valores atlánticos» del liberalismo, o
apoyándolos los soñaron posibles dentro de la «nación atlánti-ca
» que podría haber sido las «dos Españas» (la americana y
europea). Su proyecto no fue el de la «destrucción del Atlántico
español», como lo definió Jeremy Adelman12, sino el de su man-tenimiento
o conversión, un «Atlántico iberoamericano»13, pero
moderno.
Obviamente, por sus dimensiones este trabajo sólo tendrá el
alcance de una ponderación historiográfica, casi de un ensayo
bibliográfico, y del subsecuente planteamiento de unas hipóte-sis
(esperamos) razonables.
2. EL ESTADO DE LA CUESTIÓN:
«NUESTRA REVOLUCIÓN FRANCESA»
Robert Palmer, el creador, junto a Jacques Godechot, del tér-mino
Civilización Atlántica14, no dudó en incorporar dentro de
las «revoluciones occidentales» —como las definió inicialmen-te—
a los movimientos inspirados por las revoluciones norte-americana
y francesa en la «otra extremidad» de Occidente, es
decir, desde Quebec hasta las conspiraciones sudamericanas de
finales del siglo XVIII15. Eric Hobsbawm, aunque está en la otra
acera ideológica —los marxistas siempre criticaron lo de la
Civilización Atlántica como una argucia para legitimar al capi-talismo
e incluso a la OTAN: al cabo una organización atlántica
12 ADELMAN (2006), pp. 258-307. En su enfoque, la causa esencial del
derrumbe de los imperios español y portugués estuvo en su derrota ante
otras potencias atlánticas. De hecho, señala que las independencias fueron
más consecuencia que causa de estos derumbes.
13 Javier Fernández Sebastián está proponiendo una «historia intelectual
comparada» al través del «Atlántico Iberoamericano»; en el Jharbuch für
Geschichte Lateinamerikas, núm. 45 (Colonia/Weimar/Viena, 2008), organizó
un dossier sobre el punto.
14 En su famoso trabajo GODECHOT y PALMER (1955), pp. 175 y ss., cita-do
por LUCENA GIRALDO (2010 a), 56, p. 40.
15 PALMER (1959), vol. I, pp. 6-8.
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para defender los valores del liberalismo— sostiene algo similar.
Según su modelo interpretativo, una vez pasado el ciclo de la
Revolución Francesa, hubo otros tres grandes ciclos revolucio-narios
entre 1815 y 1848: el del Mediterráneo durante la déca-da
de 1820 —España (1820), Nápoles (1820) y Grecia (1821)—
donde incluye a las independencias de la América Española, que
reduce sólo a una secuela de la revolución española (lo que de-nota
cierta incomprensión de las mismas); después un ciclo
entre 1829 y 1834, donde se destaca la Revolución de Julio y la
independencia de Bélgica; y finalmente la «Primavera de los
Pueblos» de 184816.
Traemos a Palmer y Hobsbawm a colación porque son dos
clásicos —aunque el segundo no específicamente de los estudios
atlánticos— que manifiestan con mucha claridad los criterios
esenciales con que han sido entendidas, sobre todo en la acade-mia
anglosajona, a las independencias iberoamericanas como
partes de la revoluciones atlánticas17. De data más reciente
—sobre todo después del vendaval que desató Guerra— historia-dores
hispanoamericanos (es decir, de los dos bordes hispanoha-blantes
del océano) han hecho otro tanto en función del colapso
de la corona española en 1808, entendido como detonante de los
procesos de emancipación, por un lado, y de la revolución espa-ñola
por el otro, con estrechos vasos comunicantes entre ambos,
cuando no, al menos al principio, como «revolución única». José
Manuel Portillo Valdez incluso ha llegado a hablar de una espe-cie
de big-bang, que produjo a las repúblicas hispanoamericanas
en cuanto la propuesta de un «Estado Atlántico» y liberal en
Cádiz demostró ser inviable18. Recuérdese que Guerra agregó a
esto el nacimiento, también, de la España moderna19.
Es un enfoque que ha tenido eco en la historiografía venezo-lana20.
Con ello se ha ensanchado la mirada sobre el proceso y
16 HOBSBAWM (2005), pp. 117-118
17 Para tres trabajos recientes: CALDERÓN y THIBAUD (eds.) (2006);
KLOOSTER (2009); ARMITAGE y SUBRAHMANYAM (eds.) (2010).
18 PORTILLO VALDÉS (2006), p. 24. Otro texto que analiza el proceso con
una mirada global es el de LUCENA GIRALDO (2010).
19 GUERRA (1993), p. 12
20 Véase nota 5.
6
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rescatado todo lo que tuvo de raigalmente hispano. Sin lugar a
dudas estos autores han demostrado hasta qué punto los venezo-lanos
de las provincias que se opusieron a la Regencia y organiza-ron
sus juntas lo hicieron como los españoles que se sentían (y en
rigor eran); cómo con base en el derecho español y en los princi-pios
del pactismo y el populismo tomista declararon un año más
tarde la independencia; cómo fueron actores de los grandes con-flictos
del mundo hispano vivieron y padecieron los siguientes
años. Otros estudios han rescatado al otro porcentaje de venezo-lanos
—acaso el mayoritario hasta la Revolución de 1820— que
actuaron como leales súbditos al Rey, pelearon en la guerra, escri-bieron
documentos ideológicos y propagandísticos, intentaron re-constituir
o mantener el régimen monárquico —unos de una for-ma
liberal, otras completamente «servil»— y después emigraron a
Cuba, Puerto Rico o la Península una vez que su causa se vino
abajo21. No pocos participarían como unos ayacuchos más en las
Guerras Carlistas. Uno de ellos, por ejemplo, fue Narciso López, el
precursor de la independencia cubana. Germán Carrera Damas ha
insistido en que, al menos desde ciertos sectores, «la Monarquía se
mantuvo jurídicamente vigente en la República de Venezuela has-ta
el reconocimiento de su independencia por nuestra Corona, el
30 de marzo de 1845»22.
No obstante lo cual, también es necesario prevenir sobre los
posibles excesos que una especie de movimiento pendular pue-de
producir, pasando de obviar el mundo español en el que es-tábamos
inmersos, a desconocer las especificidades de nuestra
realidad. Tal vez ahora que se está revalorando la obra de
Manfred Kossok23 —quien por cierto mantuvo una muy estrecha
relación con Brito Figueroa, publicando algunos de sus trabajos
en Venezuela; así como estableció contactos académicos con
Carrera Damas— valga la pena recordar sus tesis de la «relación
21 Hemos estudiado el tema en: STRAKA (2000). Véase, también: LOMBARDI
BOSCÁN (2006).
22 CARRERA DAMAS (2009), p. 11. La visión venezolana de que el pacto se
había roto con los sucesos de Bayona y por lo tanto retornada la soberanía
al pueblo en 1808, y de que Isabel II lo que hizo fue renunciar a sus pre-tensiones,
ha sido desarrollada por nosotros en: STRAKA (2003), 653-654,
pp. 35-42.
23 Véase nota 9.
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dialéctica de los componentes continental y regional»24; de que
entre 1789 y 1808 «van madurando las condiciones objetivas»,
para que en 1808 estalle una «situación revolucionaria» común,
aunque «no linealmente causal»25. Es al menos lo que demues-tra
Gustavo Adolfo Vaamonde en su documentado trabajo sobre
la Junta Suprema de Caracas. Siendo precisamente uno de los
que mejor ha hilvanado sus afinidades jurídicas e ideológicas
con las peninsulares, y de los que más luces ha dado para enten-derla
en el contexto de la crisis del mundo hispánico26, también
ha demostrado los alcances de la «máscara fernandina» que usó
—ella, o siquiera muchos de sus miembros— para llevar adelan-te
un proyecto independentista y revolucionario27. Volvamos a
Kossok: ¿una revolución única, o una situación revolucionaria
común pero no linealmente causal?
En rigor, la historiografía venezolana ya tiene un buen cami-no
andado en este tema. Es bueno recordar, por ejemplo, el en-sayo
juvenil de Germán Carrera Damas sobre los alcances Nues-tra
Revolución Francesa28, tanto por quién lo escribió, como por
cuándo lo hizo. Fue publicado en 1958 cuando comienza su
gran revaluación crítica de la historiografía venezolana. Por eso,
como casi todo lo que escribe en la siguiente década, es una
respuesta a aquellas certezas de la Historia Patria que le gene-ran
dudas: en este caso, la gran importancia que tradicional-mente
le asignaba a la Revolución Francesa como causa de la
Emancipación29. Si bien no se opone a lo que tuvo —y obtuvo—
la independencia de ella, sí aclara que el objetivo de su estudio
ha de ser el de aquello que la caracteriza «tal como sucedió en
América»30. Es decir, la manera en la que sus valores y proce-dimientos
efectivamente se desplegaron en la región. Por eso,
propone que lo que llama la disputa de la independencia que
24 KOSSOK (2010 [1987]), p. 233.
25 KOSSOK (1989), p. 161
26 Véase: VAAMONDE (2008).
27 VAAMONDE (2009), pp. 51-59
28 CARRERA DAMAS (1980 [1958]), pp. 137-160.
29 Sobre el tema, véase: HARWICH VALLENILLA (1990), pp. 275-286.
30 La frase que emplea es la «Revolución Francesa tal como sucedió en
América», ibidem, p. 139.
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debe entenderse sobre todo en función de sus variables funda-mentalmente
endógenas. Si bien las influencias ideológicas ex-ternas
jugaron un papel fundamental31, y la crisis de 1808 tuvo
un efecto desencadenador indudable, el sentido histórico de
todo el proceso reside en la búsqueda, por parte de la elite de las
ciudades criollas, de una solución que atajara y, cuando eso no
fue ya posible, conjurara los problemas de una sociedad colonial
que ya estaba en crisis32. Fue una crisis en todos los órdenes,
apenas contenida por la institucionalidad monárquica que, en el
momento en el que ésta colapsa (1808), llega a su paroxismo,
pero cuyo núcleo explicativo está en la sociedad colonial33.
Así las cosas, al menos en este aspecto, en la «revolución
historiográfica» que se inicia en 1958 lo novedoso fue resaltar lo
vernáculo, en términos económicos y sociales. Las propuestas
de Brito Figueroa sobre el carácter «antiesclavista y socialmen-te
igualitario» de la «guerra nacional de independencia», con su
«ideario revolucionario democrático-burgués»34, no hizo sino
abundar en esta dirección atendiendo al carácter social de las
rebeliones de los «de abajo» y su impacto en el conjunto del
proceso. Otro tanto puede decirse de la muy influyente obra que
en la década de 1970 produjo durante su estancia en Venezuela
Miquel Izard, donde se analiza el proceso desde las transforma-
31 En 1971 Elías Pino Iturrieta publicó un texto que haría escuela al res-pecto:
Mentalidad venezolana de la emancipación, su tesis doctoral dirigida
por José Gaos y prologada por Leopoldo Zea (hay varias ediciones, acá he-mos
seguido la segunda, Caracas, Ediciones Eldorado, 1991).
32 «... Fue [la independencia] una compleja y prolongada disputa —en el
sentido de contienda—, sobre la preservación, primero, y el restablecimien-to
y la consolidación luego, de la estructura de poder interna de la sociedad
formada en el seno del nexo colonial; disputa a lo largo y en virtud de la cual
fue formulado definitivamente el Proyecto nacional venezolano», CARRERA
DAMAS (1995), p. 24.
33 «Bajo la denominación de crisis de la sociedad colonial englobamos el
corto período que se inicia a finales del siglo XVIII y culmina en 1830, pe-riodo
durante el cual se replantean las cuestiones básicas de esa sociedad,
tanto desde el punto de vista de su estructura interna, y de su correspondien-te
dinámica, como desde el de sus nexos con otras entidades políticas…», CA-RRERA
DAMAS (1983), p. 7.
34 BRITO FIGUEROA (1987), tomo IV, pp. 1.279-1.376.
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ciones de la economía y la sociedad, y sobre todo las tensiones
en el seno de ésta, desde finales del siglo XVIII35.
Son explicaciones que en general mantienen su vigencia. Tal
vez hay enfoques (como los del dependentismo o el neocolonia-lismo,
presentes en Brito Figueroa e Izard) cuya capacidad expli-cativa
ha sido superada, en parte o en mucho, pero el núcleo de
lo que quieren señalar se mantiene airoso ante las evidencias de
investigaciones posteriores. Ahora que los historiadores descubren
(o redescubren) el proceso en una escala global —atlántica, hispá-nica,
andina— es llegada la hora de iniciar un diálogo para poten-ciar
todas sus posibilidades, como lo están demostrando obras
como las de Vaamonde. Veamos, pues, algunas de ellas.
3. ITINERARIOS CISATLÁNTICOS, REVOLUCIONES CARIBEÑAS.
El historiador Manuel Hernández González ha reconstruido
la vida de Eduardo Barry. Nacido a finales del siglo XVIII en el
Puerto de la Cruz, en Tenerife, su destino revela la escala de un
proceso que se queda corto si se le estudia sólo desde uno de
sus costados. Fue hijo natural de uno de los comerciantes irlan-deses
que actuaban en Canarias, con conexiones en los Estados
Unidos y en Venezuela. En 1802 hereda de un tío unas tierras en
Trinidad y el derecho para importar esclavos a Tierra Firme. Se
casa con Juliana Sarmiento, también de Tenerife, pero que por
la vía materna es heredera de la poderosa familia de los Craig,
de Filadelfia. Inicia de ese modo una existencia que tiene al
Atlántico como escenario: vive en Londres, en Caracas, en Ca-narias,
en Nueva Orleáns y en Filadelfia. Se vuelve admirador de
Simón Bolívar y llega a ser cónsul de la Gran Colombia en esta
ciudad. Escribió opúsculos a favor de la independencia, tradu-jo
una novela, publicó una biografía de Washington. Fue difusor
de la masonería. El colapso del sueño bolivariano —así como el
colapso biológico de su promotor— lo apartan de la vida públi-ca.
El último dato que tenernos de él es de 184136.
Itinerarios como el suyo de alguna manera reflejan los de
tantos más y, vistos en términos generales, marcan el contexto
35 Su trabajo más importante: IZARD (1979).
36 HERNÁNDEZ GONZÁLEZ (1991), 37, pp. 337-360.
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geocultural y geopolítico de la independencia venezolana. Dos
capitanes generales de Venezuela —y controvertidos jefes milita-res
realistas— fueron producto de recorridos similares: Domin-go
Monteverde y Francisco Tomás Morales37. No es cualquier
cosa, tampoco, que tanto en Canarias como en Hispanoamérica
se pensó en la independencia y la unificación política del archi-piélago
y el Nuevo Mundo independizado. El punto incluso se
discutió en el Congreso de Panamá38. Las posibilidades, diga-mos,
cisatlánticas, bien desde Canarias, bien desde Caracas o
Cumaná, o desde Nueva Orleáns o Filadelfia, o incluso desde el
mar como objeto específico de investigación39, son múltiples: el
comercio, las idas y venidas de aventureros, revolucionarios,
científicos, mercenarios, comerciantes, u hombres como Barry
que tuvieron un poco de todo eso. Pero hay en particular un
aspecto que se muestra especialmente prometedor: el de Vene-zuela
con el Caribe. Ya en su relación con Estados Unidos, que
en la medida que se la conoce más demuestra una mayor di-mensión,
pero de la que todavía queda un universo por escri-bir40;
o ya en relación con las Antillas, que no sólo fueron esce-nario
de las guerras y conspiraciones, sino también centros de
abastecimiento y destino de emigrados, de los dos bandos. Un
texto revelador al respecto fue el escrito por el recientemente
fallecido Marco Tulio Mérida sobre la emigración de realistas a
Puerto Rico41. Las estadísticas que presenta el trabajo con el
número, origen y destino geográfico, oficio, condición (libre o
esclavo) de los emigrantes, elaboradas fundamentalmente con
documentos del Archivo de la Catedral de San Juan de Puerto
Rico, pueden ser la base para el estudio de vidas y procesos re-veladores
del proceso de Emancipación. Puerto Rico no fue sólo
asiento de emigrados realistas (lo que tuvo un doble impacto: en
37 Véase: HERNÁNDEZ GONZÁLEZ (2010 a y 2010 b).
38 Véase: HERNÁNDEZ GONZÁLEZ (2005).
39 Para dos textos recientes sobre el tema: BRACHO PALMA (2005) y MÉN-DEZ
SERENO (2008).
40 Para un trabajo que se ha hecho canónico —en parte por ser práctica-mente
el único— véase: EWEL (1998). La edición en inglés: Venezuela and the
United States: from Monroe’s Hemisphere to Petroleum’s Empire. Athens, GA.,
and London: University of Georgia Press, 1996.
41 MÉRIDA FUENTES (2006).
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el poblamiento de la isla y en las redes que a partir de entonces
lo articularon con Venezuela), sino que también fue el origen de
muchos de los reclutas del ejército del Rey que combatieron en
Tierra Firme.
El verdadero best seller de Inés Quintero sobre la María
Antonia Bolívar, la hermana realista del Libertador42, es un
ejemplo de todo lo que estos emigrantes nos pueden decir. La
vida de esta mujer enfrentada al desmoronamiento de su mun-do
—de su Rey, de sus jerarquías, de su matrimonio, de su en-cumbrada
familia— no sólo nos exhibe el grado de tragedia que
llegó representar la Emancipación, sino también las vinculacio-nes
de una casta que se desparramó entre la Antillas (María
Antonia, en particular, fue a Cuba), las Canarias (adonde va una
de sus primas), Estados Unidos y Venezuela. Igualmente le de-muestra
a los historiadores que se pueden hacer trabajos rigu-rosos,
de abundante respaldo documental, pero lo suficiente-mente
bien escritos como para vender varias ediciones en
Venezuela, Colombia y Ecuador. Otro tanto puede decirse de la
vida del Marqués del Toro (del mismo modo articulada entre
Canarias, Venezuela y las Antillas, en su caso Trinidad) escrita
por la misma autora43.
Ese Caribe sacudido por los jacobinos —negros y no tan ne-gros44—
tuvo una participación directa en la independencia de
Venezuela. Fue base de operaciones y centro de aprovisiona-miento
para hombres como Francisco de Miranda y Simón
Bolívar; y generó —incluso en los mismos Miranda y Bolívar—
otro tipo de influencia que la historiografía posterior no vino a
rescatar hasta mucho después: su conversión en contraejemplo.
Haití y sus «jacobinos negros», tanto o más que el odiado
Bonaparte, hicieron que el común de los patriotas de 1810 y
hasta entrada la década siguiente, tratara de demostrar que su
Revolución Francesa en realidad no lo era, sino que era una
Revolución como la norteamericana. En vez de una «revolución
42 QUINTERO (2003).
43 QUINTERO (2005).
44 Tomamos la categoría, naturalmente, de JAMES (1963). La primera edición
es de 1938. En castellano, por el Fondo de Cultura Económica, 2003.
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terrible», una «revolución moderada»45. O una «revolución pre-ventiva
blanca»46.
Ya Clément Thibaud ha estudiado el impacto de las «revolu-ciones
en el mundo caribeño»47 en la América Española (podría
decirse que en cierto grado Venezuela formaba parte de los dos).
No obstante, para el historiador francés ese impacto debe
matizarse: Haití fue más una referencia que una influencia,
como quiera que «las naciones hispánicas —incluso España—
nacieron de la implosión de la monarquía plural y, para la re-gión,
la primera modernidad política vio luz en Cádiz»48. Es más
o menos lo que sostiene John Lynch cuando afirma que para
Simón Bolívar Haití fue siempre más una advertencia que un
modelo49, como en efecto se evidencia en multitud de documen-tos
y testimonios. Pero el punto es que los criollos no fueron los
únicos protagonistas del proceso, por mucho que lo lideraran y
al final lo usufructuaran, de manera que cabe la posibilidad
otras recepciones del caso haitiano. En todo caso, si bien la in-vocación
a la «ley de los franceses», al menos dicha con esas
palabras, por los negros e indios que se rebelaron en 1795 en la
Serranía de Coro ha sido puesta en duda, sí hay registro de que
propusieron «nuevas leyes»50, al tiempo de que otras variables
45 Ángel Bernardo Viso distingue entre las «revoluciones terribles, al esti-lo
de las francesas» y las «revoluciones moderadas o limitadas, algunos de
cuyos mejores ejemplos —aunque no el arquetipo—, son The Glorius Revolu-tion,
de 1688, y la rebelión de los colonos norteamericanos que conduce a la
creación de los Estados Unidos» (1997, Las revoluciones terribles, Caracas:
Grijalbo, p. 15).
46 Clément Thibaud, «Coupé Tetes, Brúle cazes. Temores y deseos de
Haití», en ÁLVAREZ CAURTERO y SÁNCHEZ GÓMEZ (2005), p. 116.
47 Ibídem, p. 108.
48 Ibídem, p. 113.
49 LYNCH, J. (2006), p. 383.
50 Una revisión del expediente seguido a sus cabecillas no arroja esta fra-se
en específico. Según el esclarecedor trabajo de Gilberto Quintero, el dato
fue consignado inicialmente por Pedro Manuel Arcaya en su clásico sobre el
tema (Insurrección de los negros esclavos de la Serranía de Coro, 1910), y desde
entonces ha sido repetido por todos los historiadores [QUINTERO (1996), «Ori-gen,
desarrollo y desenlace de la Insurrección de la Serranía de Coro de 1795»,
en AA.VV. (1996), pp. 117-143]. Sin embargo no hay que minusvalorar el tra-bajo
de Arcaya: es probable que lo haya tomado de las tradiciones orales que
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demuestran que para el caso venezolano es imposible separar
nuestra independencia del resto de las turbulencias de la región.
Incluso es posible contarla como una de ellas.
En efecto, si algo también se anuncia en la última historio-grafía
es que con una estructura social y económica que com-partía
muchos de sus rasgos con la de las Antillas (plantaciones,
esclavos, una capa media de mestizos; grandes tensiones racia-les51);
con la llegada de inmigrantes antillanos (criollos que hu-yeron
de Haití y Guadalupe a Trinidad y Cumaná, donde aún
hay pueblos que hablan patois; y criollos de Santo Domingo que
huían de las invasiones haitianas a todo el país), con la partici-pación
de venezolanos en las diversas guerras de la región (en-vío
de milicias a Haití; ataques ingleses y finalmente un bloqueo
cuando España se alió a la República Francesa; la pérdida de
Trinidad, ocupada por Inglaterra en 1797; su posterior utiliza-ción
como base de apoyo para Francisco de Miranda); con la
ayuda de los revolucionarios franceses a ciertas rebeliones loca-les,
por el ejemplo el de Víctor Hugues a la conspiración de
Gual y España en 179752; con la ya citada rebelión de negros e
indios en Coro; con las rebeliones esclavas en las vecinas islas
de Curazao y Aruba; con todo eso ocurriendo, las razones para
oponerse al francés y proclamar la fidelidad a Fernando VII en
1810, tuvieron en Caracas un acento distinto al del resto del
mundo hispano.
De tal modo que si bien lo de Haití tuvo una articulación in-mediata
con la Revolución Francesa, y es imposible desligarlo
de esa clave atlántica, también es cierto que, atendiendo a sus
particularidades, se puede hablar de unas «revoluciones caribe-pervivían
en la región. Con todo, en los autos del caso leemos que Chirino
aseguró «que no havia de quedar Blanco baron, ni para semilla, que las hem-bras
se habían de acomodar a sus nuevas leyes, que ya no havia esclavitud,
ni Alcabala...», Memorial, Coro, 7 de septiembre de 1795, Documentos de la
insurrección de José Leonardo Chirino. Caracas: Fundación Historia y Comu-nicación,
1994, p. 112. Véase también: BRITO FIGUEROA (1991), pp. 507-536.
Para un documentado estudio de la rebelión coriana, véase: LAVIÑA (coord.)
(2005), pp. 35-51.
51 LANGUE (2005) y GÓMEZ (2005).
52 GÓMEZ (2008).
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ñas»53. El historiador Alejandro Gómez Pernía, en su importan-te
trabajo sobre la revolución en las Antillas Menores Francesas,
ha demostrado la amplitud del aserto de Aimé Cesaire de que
«no hay “Revolución Francesa” en las colonias francesas. En
cada colonia tuvo lugar una revolución específica, nacida de la
Revolución Francesa, entrelazada con ella, pero discurriendo
con sus leyes propias y sus objetivos particulares»54. Más o me-nos
la tesis del big-bang de Portillo Valdez, pero aplicada al
mundo francófono (en cuyos bordes, o incluso algo más, esta-ba
Venezuela). Se relacionan con el del resto de los procesos de
emancipación hispanoamericana que arrancan hacia 1808,
como es notorio en Venezuela, pero no se les puede meter en el
mismo saco. Mientras en la América Española las elites criollas
son los que lideran al principio la revolución, y como los blan-cos
haitianos también vieron en la independencia un mecanis-mo
para perfeccionar su dominio social, indistintamente del
éxito que alcanzaron en el cometido; las «revoluciones del Ca-ribe
» fueron impulsadas por las bases esclavas o por las clases
en ascenso mulatas, a veces en alianza y a veces opuestas entre
sí, y desde el primer momento implicaron una transformación
social violenta y profunda, aunque no con un programa muy
claro más allá del genocidio de los blancos y la abolición de la
esclavitud. Rebeliones como las de Guadalupe, Martinica y San-ta
Lucía en 1794, Cuba, Puerto Rico y Venezuela en 179555, las
de Curazao y Aruba el mismo año, la de los marrons de Jamai-ca56,
la de la Gabriel Prosser en Virginia, en 1800; incluso la
impulsada por un mulato haitiano avecindado en Nueva Or-leáns,
Charles Deslondes, en 1811, no siempre aspiraron a la
independencia y la república, pero sí a un nuevo orden de co-sas
expresado en sus declaraciones con menor o mayor vague-dad.
Y aunque el Haití de Toussaint L’Ouverture y de Petion
logró trascender ese estadio para organizarse como una repú-
53 Aunque sabemos que el término puede conducir a equívocos, por el
trabajo referido a las revoluciones socialistas de la segunda mitad del
siglo XX de MEEKS (1993).
54 GÓMEZ PERNIA (2004).
55 BARALT (2003), p. 16.
56 Para el caso de las Antillas británicas: HART (1984).
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blica moderna, en el ánimo general de estos alzamientos si se
lograban esos dos cometidos, y la personas de color podían con-vertirse
en terratenientes, ni siquiera la república o la indepen-dencia
eran valores innegociables. L’Ouverture mismo pactó al-ternativamente
con España o con su Metrópoli según conviniera
a sus intereses. De hecho, en el caso venezolano las insurreccio-nes
raciales («guerras de colores») se hicieron básicamente en
nombre del Rey. Cuando el guerrillero realista —en este caso
indio, que no negro; pero en Venezuela solían pelear juntos—
Dionisio Cisneros dice tan tarde como en 1827 que era fiel a
Fernando VII porque, como suponía, el Rey no quería a los
blancos, demuestra los extremos a los que llegaba esta mentali-dad57.
Tal fue, de hecho, uno de los elementos esenciales del
«realismo popular», tema que aún aguarda por una investiga-ción
sistemática.
En este sentido la famosa conspiración de Gual y España
(1797), sobre la que también se han hecho últimamente aportes
historiográficos notables58, marca un punto medio entre la típi-ca
«revolución caribeña», el contexto de las revoluciones atlán-ticas,
y lo que serían las revoluciones de emancipación criollas.
Primero, su programa cuenta con una clara influencia ideológi-ca
de la Revolución Francesa, editando los Derechos del Hom-bre
y el Ciudadano, traduciendo la Carmañola y redactando
proclamas y unas ordenanzas rebosantes de su espíritu. Hicie-ron
promesas de igualación social para los indios y las capas
pardas, y de libertad para los esclavos. Pero una vez debelados,
entrarían a formar parte en el engranaje de los revolucionarios
de la región: Gual y España se refugian en Trinidad, mientras su
57 Señala el Teniente Coronel español José de Arizábalo y Orobio, envia-do
a Venezuela para articular los movimientos de resistencia, que Cisneros
le había dicho «que su guerra la hacía a toda clase de personas y que no
perdonaba a ninguna que tuviese color blanco, exceptuando a los sacerdotes
y algunos que otros sujetos»; y «que estas instrucciones hacía mucho tiem-po
se las había mandado un Religioso, quien le había mandado a decir: que
el Rey de España no quería otra clase de gentes que los indios y los negros,
pues los blancos eran todos sus enemigos», ARIZÁBALO Y OROBIO (1961
[1830]), núm. 73, pp. 126-127.
58 Véase: REY y otros (2007). También MICHELENA (2010), op. cit.
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gran ideólogo, el español Juan Bautista Picornell, que estaba
purgando en las Bóvedas de La Guaira su participación en la
Conspiración de San Blas59, se va al Guadalupe de Victor Hu-gues,
donde, por si fuera poco, publica los Derechos del Hombre
y el Ciudadano según la versión jacobina de 1793 (aunque le
pone el falso pie de imprenta en Madrid)60. Algo parecido pue-de
decirse de Francisco de Miranda. Para su expedición de 1806
cuenta con el apoyo de Alexander Petion, recala en Jacmel, don-de
iza el tricolor que será la bandera de tres repúblicas. Después
del fracaso también encontrará refugio en Trinidad61.
Pero si la conspiración de Gual y España por su vínculo di-recto
con la Conspiración de San Blas, por sus documentos y
por sus recorridos antillanos posteriores, es probablemente la
más atlántica (y caribeña) de nuestras revoluciones, Miranda,
por su vida «trasatlántica», por sus intereses, por sus valores y
angustias, fue el más atlántico —amén de fascinante— de todos
estos personajes. Partícipe de las revoluciones americana y
francesa, encarna todo lo que de vínculo hubo entre ellas y la
emancipación de Hispanoamérica. Es una figura que no parece
agotarse, de la que tanto en Venezuela como en el exterior,
cotidianamente se siguen escribiendo libros62. A su modo, por-que
ninguno pensó en establecer exactamente una «república
negra» a la haitiana, Chirino, Miranda, Picornell, Gual y Espa-
59 Se trata un movimiento ocurrido el 3 de febrero de 1795 (día de San
Blas) en Madrid, que tenía por objetivo derrocar al rey y establecer una re-pública
como la francesa. Aunque en España no llegó a mayores, el hecho de
que muchos de sus líderes —Juan Bautista de Picornell, Sebastián Andrés,
Manuel Cortés Camponanes y José Lax— fueran condenados a la prisión de
las Bóvedas de La Guaira generó un gran impacto en Venezuela. Entraron
rápidamente en contacto con criollos de ideas afines, y ayudaron a organi-zar
la conspiración de Manuel Gual y José María España en 1797. Aunque
la misma fue debelada, los conspiradores lograron huir a las Antillas france-sas,
desde donde tradujeron y publicaron textos revolucionarios de gran cir-culación
en Venezuela. Picornell regresa a Venezuela y participa activamen-te
en la fundación de la república en 1811. Sobre el tema: MICHELENA (2010).
60 GEORGES, B. (2004), 345, p. 4.
61 Para el caso de los revolucionarios criollos en Trinidad, véase: NAIPAUL,
(1969) y NOEL (1972).
62 Por sólo citar tres de los más recientes: LUCENA GIRALDO (2011); RA-CINE
(2003) y BOHÓRQUEZ MORÁN (2003).
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ña fueron «revolucionarios caribeños»63. Todos tienen en el Ca-ribe
convulsionado de entonces su base de operaciones; reflexio-nan
sobre Haití, aunque con ánimo distinto, de la admiración
en Chirino a una sosegada precaución en Bolívar; mantienen
una relación más o menos directa con las revoluciones haitiana
y francesa, ven cómo en Venezuela se desarrolla un proceso si-milar
(no igual) y colocan, por grado o por fuerza, a la abolición
de la esclavitud (lo que no es cualquier cosa en una sociedad
esclavista) en sus planes. En el caso de Bolívar esto se manifies-ta
por la importancia de Haití en su periplo ideológico y políti-co;
por sus inmensos problemas frente a la pardocracia y la gue-rra
de colores; por la forma en la que el abolicionismo pasó a ser
un elemento esencial de sus luchas64.
4. LOS «CRIOLLOS ATLÁNTICOS»
El 16 de febrero de 1815 el Capitán Jean Baptiste Bideau,
jefe del «Gobierno Independiente de Güiria», embarca hacia
Trinidad. Sucumbía así el último baluarte patriota en el Orien-te
de Venezuela. Poco antes, Bideau, ante la inminencia de la
debacle, había decretado la libertad de los esclavos, pedido que
se refugiaran en los montes y ordenado que continuaran la re-sistencia
contra el Ejército Pacificador español.
Por varias razones se trata de un caso digno de subrayar. No
sólo es el primer decreto francamente abolicionista —del que,
por desgracia, sólo tenemos noticias por terceros— promulgado
en cualquiera de los estados más o menos autónomos, más o
menos reales, en los que se dividió Venezuela durante aquella
fase de la guerra65. Fueron también una vida, unos itinerarios y
63 Para la animada narración de los itinerarios caribeños de Miranda y
de Bolívar, véase el clásico de ARCINIEGAS (1957).
64 La historiografía colombiana ha presentado mucha atención en los
últimos años a este problema, haciendo algunos aportes muy interesantes.
Véase: LASSO (2006), vol. 111 fasc. pp. 45-63 y (2007); CONDE CALDERÓN
(2009) y HOYOS KÖRBEL (s/f).
65 La llamada Segunda República (1813-1814) fue en realidad la partición
del país en dos Estados: el Estado de Venezuela, al Occidente, bajo el man-do
de Bolívar; y el Estado de Oriente, bajo el de Santiago Mariño. Maracaibo
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unas ejecutorias emblemáticas de su momento. Bideau era un
«mulato francés», nacido en la isla de Santa Lucía. Marino de
profesión, ejerció el corso para Victor Hughes en Guadalupe. En
1811 entra al servicio de la república venezolana. Ayuda a San-tiago
Mariño a organizar la Expedición de Chacachacare en
1813. A partir de entonces estableció su base de operaciones,
acaso su suerte de Barataria, en Güiria. Cuando la república
vuelve a ser arrollada por los realistas, tuvo el prodigio de resis-tir
un par de meses más. Huye pero no se rinde. Desde Trinidad
acudió a la cita con Bolívar en Haití, participó en la Expedición
de Los Cayos (fue quien rescató al Libertador en el desastre de
Ocumare, cuando estuvo a punto de suicidarse), fue nombrado
comandante de la marina en el Oriente, muriendo en la defen-sa
de la Casa Fuerte de Barcelona en 181766.
La vida del mulato curazoleño —por cierto, también de fa-milia
canaria— Manuel Carlos Piar dibuja un periplo similar.
Brillante oficial de las fuerzas independentistas, gracias a él pu-dieron
controlar Guayana en 1817; esto significa, la plataforma
desde la que se desparramaron por toda Sudamérica, y en la
que Bolívar edificó la Gran Colombia. Ídolo —acaso el primer
patriota— de los sectores de color, fue finalmente fusilado por
Bolívar al enarbolar la bandera de la pardocracia. Es un perso-naje
que merece ser revisitado desde claves novedosas, en vista
de todo lo que nos puede dar. Es lo que por ejemplo hizo la re-cientemente
fallecida antropóloga Yolanda Salas en un revela-dor
trabajo sobre su pervivencia en la memoria colectiva. En Ve-nezuela
—al menos en Guayana— Piar es el único adversario
del Libertador al que se le sigue rindiendo tributo popular (ade-más
de oficial)67. Y su ejecución, de hecho, es de las poquísimas
acciones que el venezolano común le censura al Padre de la Pa-había
sido desprendida por las Cortes y era una Capitanía General aparte.
Por supuesto, los dos republicanos no reconocían a la tercera, pero en térmi-nos
prácticos funcionó. Margarita también funcionaba en la práctica como
un Estado aparte. Ya Barcelona se había declarado república por unos me-ses
en 1811, aunque al final decidió entrar a las Provincias Unidas. Y Güiria
también operaba con autonomía, sobreviviendo por unos meses como una
suerte de ciudad-estado.
66 Véase: VARGAS (1970) y VERNA (1968 y 1973).
67 SALAS (2004).
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tria. El caso de Páez, al que muchos —comenzando con el pre-sidente
Hugo Chávez— acusan de traidor por encabezar la rebe-lión
secesionista de Colombia en 1826, es más complejo (basta
colocar las palabra «Páez traidor» en Google para ver la magni-tud
del debate). Primero porque no se le presenta como una víc-tima,
sino como un victimario; segundo porque sus ejecutorias
anteriores y posteriores son de tal importancia que es difícil re-ducirlo
a un episodio; tercero porque pocos se arrepienten sin-ceramente
de la secesión y el caso, para evitar choques con el
Culto a Bolívar, de manera muy conveniente se ha relegado más
bien al olvido (puede parecer insólito, pero no es infrecuente dar
con venezolanos que no sepan de la unión colombiana).
Pero a lo que vamos: Bideau y Piar pudieran encajar en lo
que Jane G. Landers llama los «Atlantic Creoles» en un trabajo
que debe ser leído con atención68. Un poco en la clave del «At-lántico
Negro» —pese a ser una categoría pensada inicialmente
para la contemporaneidad69— o del «Caribe Negro»70 define
como tales a aquellas personas de origen africano que hicieron
del Atlántico un espacio de transacción cultural. El libro está in-tegrado
de apasionantes historias de esclavos capturados en
África que van rehaciendo su identidad en la dinámica de la era
de las revoluciones que los lleva de esclavos, por ejemplo, en las
colonias del Sur de lo que hoy son los Estados Unidos, a cima-rrones
o a seminoles, después a fugitivos en la Florida españo-la
o a milicianos en Cuba. Pasan de sus nombres africanos a
otros ingleses y después españoles; y de, por ejemplo, su islamis-mo
inicial al catolicismo final. También demuestra que en las
relaciones atlánticas, especialmente en los agitados tiempos re-volucionarios
de finales del siglo XVIII e inicios del XIX, es po-sible
otro registro «desde abajo». Aunque Bideau y Piar en rea-lidad
están en otro estrato (no tienen, por ejemplo, que cambiar
de identidad, aunque el primero sí se castellaniza de Jean
Baptiste a Juan Bautista; ni fueron esclavos), es probable que
muchos de sus seguidores sí hayan experimentado procesos si-milares.
Existen muchas noticias de negros «franceses» e «ingle-
68 LANDERS (2010).
69 GILROY (1993).
70 ZEUSKE (2005).
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ses» que se establecen con sus amos —en ocasiones exiliados de
las Antillas francesas— en Venezuela y sobre todo en Trinidad71.
Los tipógrafos, por ejemplo, de la primera imprenta de Caracas
—la de los irlandeses Mateo Gallagher y James Lamb, estable-cida
en 1808— eran tres esclavos traídos de Trinidad72. Un estu-dio
reciente ha mostrado el drama de los negros que combatie-ron
con los españoles en Santo Domingo y que intentaron ser
reubicados en Trinidad, dentro del marco de una diáspora en la
región que tiene como agentes principales a libertos (por las
buenas o por las malas)73. Son apenas algunas muestras de un
campo que se vislumbra prometedor.
El problema con la categoría «Atlantic Creoles» es que es
muy difícil de traducir: criollos atlánticos remite, en castellano,
fundamentalmente a los blancos descendientes de españoles,
por mucho que también se hablara entonces de «negros crio-llos
» para diferenciarlos de los «negros guineos», o de los «ne-gros
loangos». Landers emplea el término en el sentido de los
«Creoles of Color» de Lousiana o en el sentido de Haití y otras
Antillas (incluso de algunos pueblos del Oriente venezolano) de
una identidad cultural fuertemente definida por la herencia afri-cana,
sobre todo por el uso del patois. Sin embargo creemos
que, ajustándolo a nuestra realidad, hombres desde Piar hasta,
pasando por todas las escalas sociales, el mismo Bolívar, tam-bién
pueden considerarse a su modo «criollos atlánticos». Pri-mero,
porque en mayor o menor medida todos participaron de
la africanía, como quiera que se trató de una sociedad muy
mestizada y de una guerra con un fuerte sesgo igualitario, que
obligó a los mantuanos a liderar a la población de color (lo que
significó hacer algunas concesiones) y a incorporarla, aunque de
forma controlada y limitada, a las nuevas estructuras de poder.
Segundo, porque si bien la criollidad es un concepto estrecha-mente
asociado con lo atlántico (incluyéndose en esto a los crio-llos
canarios)74, dentro del marco del mundo Hispano vale la
71 Véase NOEL (1972), op. cit.
72 RATTO-CIARLO (1967), p. 29.
73 VICTORIA (2006), pp. 54-73.
74 HERNÁNDEZ GONZÁLEZ (2005), pp. 7-15.
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pena resaltar a aquellos que de forma más directa participaron
en las dinámicas y conflictos de ese espacio.
Dos trabajos recientes sobre la región coriana, de Elina
Lovera Reyes e Isaac López, nos dan una imagen clara de lo que
fueron estos «criollos atlánticos». En el primero se analiza el
periplo de la elite coriana, caracterizada por su realismo hasta
1821, cuando se hace republicana75. Buena parte de las tesis
aducidas al principio sobre la «revolución preventiva» ante la
agitación caribeña y el deseo de perfeccionar su estructura de
poder, se confirman con este estudio de caso. Los corianos pre-fieren
mantenerse leales a la Regencia y a las Cortes. La cerca-nía
con las Antillas y el susto de 1795 los disuadieron de aven-turas.
De hecho, para obtener un control más efectivo de su
territorio, como premio a su importante participación en el de-rrumbamiento
de la Primera República, le piden a la Metrópoli
la promulgación de una provincia separada de Caracas (cosa
que logran en 1815); así como algunas ventajas de libertad de
comercio, artes e industria. Es decir, son el ejemplo más claro
del proyecto de una España como nación atlántica y liberal. En
1821, con la coyuntura que abre el Trienio Liberal y la firma del
armisticio con Colombia, deciden, como muchos venezolanos,
pasarse al bando patriota. Aunque un porcentaje significativo
huye a Cuba o Puerto Rico, es difícil saber si lo hicieron por
temor a las medidas liberales (como ocurre con el obispo de
Maracaibo, que veía en Bolívar una mejor opción para la Igle-sia),
o por la muestra de debilidad que todos ven en el armisti-cio,
o por una combinación de las dos cosas. Sin embargo es
notable que los pueblos indios de la región que también habían
sido consecuentes defensores del Rey, no los acompañen en el
movimiento y que el resultado es una represión que termina con
las masacres de los sitios de Justicia —aparentemente llamado
así por el ajusticiamiento— y Tamaruse en 1823, con las que,
definitivamente, el poder criollo se hace completo. Isaac López,
por su parte, estudia el proceso a través de una de las principa-les
familias de aquella elite, la Garcés, uno de cuyos miembros,
Juan Garcés, después de haber sido un oficial realista durante
75 LOVERA REYES (2007).
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casi toda la guerra, terminó como uno de los héroes de Junín y
Ayacucho76.
En todo caso, esta triangulación entre España, las Antillas y
Tierra Firme no sólo en la clave revolucionaria —bien de los ins-pirados
por las nuevas ideas, o bien de los creoles con una agen-da
propia aunque dialogante con el entorno— ofrece, por lo que
vemos, otra oportunidad de indagación. La clave atlántica como
espacio, en términos geohistóricos, de encuentros e hibridacio-nes,
pero también como universo cultural de unos valores y
procesos determinados, estuvo también presente en esa mitad
(en realidad más de la mitad, al menos hasta 1820) de venezo-lanos
que fueron los realistas. No sólo sus jefes asociados al
comercio de finales de la colonia —por ejemplo, como ya seña-lamos,
Monteverde— sino también las elites locales de la cuen-ca
—muchos, al cabo, socios o familiares de quienes llevaban
adelante ese intercambio— e incluso aquellos que las seguían.
5. PARA UNA CONCLUSIÓN
Al menos tres cosas esperamos haber demostrado con esta
apretada revisión bibliográfica. Primero, la existencia de una
historiografía potente que se desarrolla en Venezuela (y en la
que ya aparecen algunos nombres nuevos como el de Gustavo
Vaamonde, u otros consagrados, como el de Inés Quintero), o
por venezolanos en el exterior (como Alejandro Gómez), o por
entusiastas especialistas foráneos en Venezuela (como Manuel
Hernández González). Ella permite revistar las viejas visiones de
conjunto sobre la independencia, más para redondearlas o ex-plotar
su potencialidad, que para desmentirlas. Todo indica que
el legado de Germán Carrera Damas sigue siendo sólido y que
las numerosas investigaciones sobre casos específicos tienden a
confirmarlo.
En segundo lugar, las oportunidades que ofrecen los enfo-ques
desde la historia atlántica son numerosos y, como espera-mos
haber demostrado, atendibles. Antes que nada porque
aumenta la comprensión del proceso venezolano ponderándolo
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208 ISSN 0570-4065, Las Palmas de Gran Canaria. España (2012), núm. 58, pp. 185-214
desde su entorno global. También porque propicia una reflexión
teórica a la que no siempre se atreven los investigadores, pero
que es necesario hacer. Hemos hecho énfasis en que tampoco se
trata de minusvalorar lo específico; de hecho, la insistencia ha
sido en resaltar ese aspecto, aunque entendiéndolo, en gran
medida, como parte de esos procesos, sin lugar a dudas atlánti-cos,
pero con rasgos tan particulares, que fueron las revolucio-nes
caribeñas. Si el Caribe fue un lugar de intersección entre los
diversos planos de las relaciones en el Océano, Venezuela —al
menos su costa— resulta emblemática al respecto. No sólo por
las relaciones directas que tuvo con estos procesos, sino por las
características del suyo propio.
Numerosas posibilidades de desarrollo se han planteado en
estas páginas, lo que demuestra cuánto queda por hacer, y lo
que ojalá se convierta en una invitación a labrar este campo. El
«atlantismo» de los realistas, los «criollos atlánticos» (negros o
blancos, americanos o canarios), los itinerarios de revoluciona-rios
y aventureros, utopistas y emprendedores, son partes de un
proceso intenso y lleno de aristas que fungió como el almácigo
de nuestra identidad.
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