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RAFAEL ALTAMIRA Y EL HISPANO-AMERICANISMO EN EL HORIZONTE HISTÓRICO
Anuario de Estudios Atlánticos
ISSN 0570-4065, Madrid-Las Palmas (2008), núm. 54-II, pp. 119-130
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RAFAEL ALTAMIRA
Y EL HISPANO-AMERICANISMO
EN EL HORIZONTE HISTÓRICO
P O R
VICENTE PALACIO ATARD
La Emancipación de las repúblicas hispanoamericanas en el
primer cuarto del s. XIX no había producido en España la hon-da
conmoción social y el examen de conciencia colectivo que
produjo el Desastre de 1898. La Emancipación de la América
virreinal quedó envuelta inicialmente en los acontecimientos de
la lucha del pueblo español por la independencia nacional con-tra
la invasión napoleónica, y seguidamente se involucró como
un episodio fatal en la confrontación del liberalismo contra el
Antiguo Régimen.
En los países continentales que habían alcanzado su inde-pendencia
del domino español, la resaca de la Emancipación se
prologó largos años, dando lugar a una hostilidad intelectual
que culpaba a España de todos los males atribuidos a la heren-cia
histórica. Hostilidad que en algunos países se agudizó al
mediar el siglo por la absurda confrontación militar que se lla-mó
la «guerra del Pacífico».
Sin embargo, en los últimos lustros del s. XIX la situación
había comenzado a cambiar. No sólo se habían normalizado las
relaciones diplomáticas y se había mantenido constante la ac-ción
misionera de las órdenes religiosas españolas en aquellos
países, sino que el excedente demográfico español había acudi-
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do a satisfacer la demanda de inmigrantes que las nuevas Re-públicas
requerían para su expansión; y además un flujo de
relaciones económicas abría algunas expectativas de futuro ven-tajosas
para España y para los pueblos del otro lado del Atlán-tico.
Esta situación está en la base de la fundación en 1884 de
la llamada Unión Ibero-americana, entidad que había de tener
larga vigencia hasta el primer tercio de nuestro siglo, y que
desempeñó un papel relevante en la aproximación de España y
de las repúblicas hispanoamericanas. Precisamente a la U.I.A.,
se debe la iniciativa de conmemorar el IV Centenario del Descu-brimiento.
Por primera vez en 1892 España conmemoraba oficialmente
el Descubrimiento de América como un acontecimiento históri-co.
(Cuando en 1992, a raíz del quinto centenario, alguien me
preguntaba por los antecedentes conmemorativos en los siglos
anteriores, yo les decía que sólo el cuarto centenario había sido
objeto de una conmemoración histórica, porque en 1792 Espa-ña,
en el tercer centenario, seguía «descubriendo» América con
los viajes y exploraciones llevados a cabo principalmente por
nuestros marinos).
En los diferentes actos derivados del cuarto centenario ya
alentaba una nueva relación de respeto y simpatía entre Espa-ña
y el mundo hispanoamericano. Pero fue después del Desas-tre
del 98 cuando se produjo una inversión sentimental con re-lación
a España. La U.I.A., convocó la celebración en noviembre
del año 1900 de un congreso económico y social hispanoameri-cano
que produjo una movilización social bastante amplia, con
la participación de 1500 congresistas españoles, portugueses e
hispanoamericanos aprovechando la coincidencia de la Exposi-ción
Universal de París de aquel año. La comisión organizado-ra,
presidida por Rodríguez Sanpedro desplegó una actividad y
un entusiasmo muy notables.
Las sesiones se celebraron en la Biblioteca Nacional. Incluso
una «Comisión de prensa» procuró mantener la coordinación
entre los periódicos de Madrid y de otras partes.
La réplica a este congreso la realizó Estados Unidos convo-cando
en diciembre de ese año 1900 el Congreso Pan-america-no
en la ciudad de Méjico. El Pan-americanismo tenía por aque-
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llos años como principal objetivo eclipsar la aparición de un
hispanoamericanismo o un iberoamericanismo emocional que
surgía después de la desaparición del Imperio residual español
en 1898. La política norteamericana pretendía la hegemonía
política en aquel continente, pero también la preponderancia
comercial y la sumisión intelectual de los países del mundo ibe-roamericano.
Por entonces los Estados Unidos hacían las prime-ras
manifestaciones de su política de intervención directa en el
Caribe.
El Congreso Económico y Social Iberoamericano de 1900 era
un exponente del nuevo tono de las relaciones intelectuales en-tre
los españoles e iberoamericanos, que emergían de lo que
podía constituir un hispanoamericanismo de nuevo cuño. En la
sesión inaugural hizo uso de la palabra en nombre de la repre-sentación
hispanoamericana, el profesor mejicano Justo Sierra,
hombre prestigioso y reacio a la penetración del pan-ame-ricanismo
impulsado por los Estados Unidos en Méjico. En
aquel discurso Justo Sierra subrayaba que «este acto ha sido
posible precisamente después de la pérdida (por España) de sus
últimas posesiones americanas».
Así, pues, la otra cara de la moneda del desastre era la co-rriente
de simpatía que se despertó en aquellos países hacia una
España humillada por el coloso del Norte, y el reconocimiento
del potencial cultural de la herencia española en aquellos paí-ses
para afianzar su propia identidad.
Segismundo Moret en el discurso de clausura de aquel Con-greso
hizo suyas las palabras que el mejicano Sierra había pro-nunciado
en el discurso de apertura: «los representantes de las
repúblicas hispanoamericanas no podían venir a España ni unir-se
a ella en esta aspiración común (hispanoamericana) y en este
abrazo fraternal, mientras la antigua metrópoli estuviera en
guerra con algún pueblo americano, porque el extraño contras-te
que hubiera resultado entre las aspiraciones de paz y los ac-tos
de lucha habrían quitado por completo su carácter a este
acto y habrían sembrado la desconfianza entre los mismos que
a él venían».
En las conclusiones del Congreso de Madrid de 1900 se for-mulaban
algunas propuestas concretas: la creación de un tribu-
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nal de arbitraje para resolver amistosa y pacíficamente los con-flictos
internos de aquellos países, que mantenía (y han seguido
manteniendo en nuestros días) por cuestiones de límites fronte-rizos
y otros motivos contenciosos. Se recomendaba la tenden-cia
a la unificación del derecho civil. Se proponía la legislación
que encauzara la emigración y la protección jurídica del emi-grante.
Se proponía la mejora de las comunicaciones y el esta-blecimiento
de un cable trasatlántico que uniera telegráfica-mente
las dos orillas del Atlántico, así como se sugería la
creación de un banco Interamericano.
Entre las conclusiones y recomendaciones de carácter cultu-ral
cabe subrayar la defensa y conservación de la lengua como
patrimonio común y el reconocimiento de la autoridad de la Real
Academia Española y de las Academias asociadas. La forma-lización
de tratados sobre propiedad científica y literaria, y la
celebración de exposiciones artísticas, así como la celebración de
asambleas pedagógicas y la creación en España de un Instituto
pedagógico hispanoamericano.
Lo mejor del Congreso, lo más significativo para la defini-tiva
cancelación de la incomunicación en que habían vivido
España y las repúblicas americanas de habla. española en el si-glo
XIX, era la afirmación de las posibilidades de un «hispa-noamericanismo
», que desde el punto de vista español nada te-nía
que ver con la nostalgia del Imperio, y desde el punto de
vista hispanoamericano podía servir de salvaguardia a la perso-nalidad
histórica de aquellos países.
Este es el momento y el clima en que desarrolla sus tareas
como historiador Rafael Altamira, un profesor de la Universidad
de Oviedo. Altamira había nacido en Alicante en 1866. Estaba,
pues, en la madurez de su juventud. En la Universidad de Oviedo
a finales de siglo se había reunido un grupo de profesores que
dieron ejemplo de su ímpetu renovador y de gran competencia
científica.
Altamira puede ser considerado como uno de los pioneros de
la renovación metodológica de los estudios históricos en Espa-ña,
al proponer una ampliación del campo histórico a los dis-tintos
sectores de la actividad humana, para interpretar la va-riedad
de factores culturales, sociales, económicos y políticos que
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se engloban en una síntesis totalizadora del pasado histórico. Su
concepto de la Historia lo resumía al afirmar que a ella le com-pete
«la unidad de la vida en el organismo social... Todo lo que
no sea ofrecer al lector la impresión clara de la unidad de la vida,
está en rigor fuera del nuevo concepto de la historia». (Así lo de-cía
en el ensayo que en 1891 había publicado sobre La enseñan-za
de la Historia)
Desde 1895 había dirigido, Altamira, la Revista Crítica de
Historia y Literatura española, donde apuntaba ya al tema his-panoamericano
y a la necesidad de incluir en los planes de es-tudios
españoles la historia y la geografía de América; así como
estar más al tanto del desarrollo historiográfico en las repúbli-cas
americanas.
Altamira se sumó también a una tendencia intelectual muy
en boga en aquel tiempo en Europa, que ensayaba interpretar
la historia desde el análisis de la psicología colectiva de los pue-blos.
Precisamente en plena crisis de 1898 dio a conocer en
Oviedo el primero de los ensayos que algunos años más tarde
reunió en el libro Psicología del pueblo español, tema en que no
dejaría de insistir a lo largo de toda su vida y que remató en su
conocido libro Los Elementos de la civilización y del carácter de
los españoles. La historia de un pueblo, dirá en una ocasión, «no
es más que su psicología en acción. Precisamente en los trági-cos
acontecimientos bélicos del 98 le tocó pronunciar el discur-so
de inauguración del año académico en la Universidad de
Oviedo, en la que disertó sobre El patriotismo y la universidad.
En este discurso se refleja su amargura de aquella hora y se
hace un llamamiento en pro de un patriotismo inteligente, ca-paz
de superar las desgracias que entonces se abatían sobre
España y que en aquel momento ahondaban el pesimismo de
quienes se dejaban abatir por ellas.
Altamira no es un arquetipo de la generación del 98, pero es
a partir de esa fecha cuando su actividad intelectual se proyec-tará
con más fuerza, por la convicción de que para España se
inicia un nuevo horizonte histórico en el que Hispanoamérica
ha de ocupar una singular atracción. Este discurso fue repro-ducido
en el volumen misceláneo que con el título de Cuestio-nes
hispanoamericanas se publicó en 1900 precisamente a raíz
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del Congreso celebrado en Madrid aquel año al que ya hemos
aludido.
Rafael Altamira es un historiador que interroga al pasado
español, que sugiere interrogaciones para la investigación o el
análisis interpretativo. Por supuesto, renuncia a tener respuesta
para todo, pero cree que la Historia ayuda a interpretar la psi-cología
de los pueblos y, por tanto, a comprender su comporta-miento
colectivo, así como las posibles expectativas de futuro.
Pero la gran pregunta que Altamira deja en el aire es si los
componentes del modo de ser español constituyen algo esencial,
y por tanto inmutable en cuanto a la perdurable existencia de
tal pueblo, o si son algo mudable en circunstancias históricas
diferentes. En la segunda edición de la Psicología del pueblo es-pañol
entra en el tema, con cautela y distingos, para tratar de
intuir lo que hay de permanente y de mudable, para convencer-se
de la capacidad que la educación tiene en la remodelación
de las sociedades humanas. La cuestión se plantea en la posibi-lidad
de que España, sin dejar de ser España y los españoles sin
dejar de sentirse españoles, vislumbren horizontes históricos
nuevos en n mundo por otra parte, cambiante. Pero esta res-puesta
excede a lo puramente histórico, y el historiador no tie-ne
misiones proféticas. De ahí su vacilante interrogación cuan-do
escribe: «¿de qué nos sirve realmente saber lo ocurrido hasta
hoy en la vida española, si no tenemos la garantía, o la triste
comprobación de que seguirá siendo como ha sido siempre, o
que podrá cambiar lo único que nos interesa que cambie... esto
es, los errores repetidos y los defectos?».
Sin embargo, un esperanzado optimismo parece apuntar
cuando considera que los cambios sociales y culturales deriva-dos
de la nueva economía industrial vendrán «a influir honda-mente
en la concepción de algunos problemas... y nos impon-drán
su planteamiento en términos no sospechados hasta ahora,
y en virtud de los cuales se resuelvan algunos de los defectos
que padecemos o de los obstáculos con que hemos llegado a
convertir en insolubles algunos de nuestros problemas nacio-nales
».
Para los españoles constituye la historia «una angustia que
llega a sangrar espiritualmente, con viveza de dolor y de congo-
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ja... me duelen los problemas de este género, mi deber de histo-riador
me obligan a mirarlos cara a cara...».
En la disociación espiritual de los españoles ante la historia
lo que le duele, o sea el tema de las dos Españas que afloraba
entonces en las interpretaciones históricas. Confiesa también
alguna vez su preocupación por la disociación del concepto de
«nación española» que apuntaba en el ánimo de los nacientes
nacionalismos surgidos por entonces en algunas regiones espa-ñolas.
Pero, dejando de lado ese tema, al enfrentarse con la
historia cara a cara, Rafael Altamira llega al convencimiento de
que el descubrimiento, conquista y colonización española en
América es la aportación más grandiosa de los españoles a la
Historia Universal; una historia que hay que rescatar sin alha-racas
patrioteras, sino con la serenidad que da la razón. No
estaba solo. Desde comienzos del siglo XX se produce la revi-sión
histórica sobre la América virreinal que realizan los más
destacados historiadores de aquellos países: Icaza en Méjico,
Riva Agüero en Perú, Ricardo Levene en Argentina, Barros Ara-na
en Chile. En tan buena compañía Rafael Altamira se con-vierte
en promotor en España de los estudios de historia de
América, que con él alcanzan rango científico universitario.
Altamira entendía que a la fase emocional, reivindicativa y
no exenta de cierta nostálgica soberbia, que había estado pre-sente
en la literatura histórica española sobre la conquista y
colonización de América, debía seguir, de cara al siglo XX, el
estudio disciplinado y científico del pasado histórico español en
América. Así se incorpora esa corriente de estudios históricos al
movimiento científico español que se generaliza a comienzos del
siglo XX en todos los campos de actividades y disciplinas.
En uno de sus primeros libros, España en América, expresa-ba
la fe de su americanismo: «nuestro verdadero porvenir está
en América, con la ventaja de que no es ni será nunca un por-venir
imperialista, sino un porvenir de honda cordialidad, de alto
respeto para todos, de solidaridad en la parte de obra que toca
cumplir a los pueblos hispanos en la empresa mundial de la
civilización».
A la consagración definitiva a los estudios americanistas con-tribuyó
en gran manera el viaje a América que realizó en 1909
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y en 1910. En 1904 el profesor argentino doctor Cobo había
lanzado la idea de una universidad hispanoamericana. Para
Rafael Altamira estaba claro que esa Universidad no podía ser
una improvisación voluntarista, pues sólo una universidad cien-tíficamente
prestigiosa sería capaz de atraer a los estudiosos
hispanoamericanos que entonces iban a las universidades fran-cesas,
alemanas o norteamericanas. La idea de la universidad
hispanoamericana era un bello pero inalcanzable objetivo por el
momento. Pero lo que quedó en pie de aquella idea fue la con-veniencia
de realizar viajes e intercambios de profesores. Un
profesor cubano, Juan Miguel Dihigo había representado a la
Universidad de La Habana en los actos conmemorativos del III
Centenario de la Universidad de Oviedo, en 1908. Las relacio-nes
Asturias-Cuba eran buenas, por la numerosa colonia astu-riana
en la isla. Digo sugirió algún viaje de contacto de algún
profesor ovetense a La Habana. Así surgió el plan de viaje de
Altamira por tierras americanas, calurosamente promovido por
el Rector, Fermín Canellas.
La idea de estrechar las relaciones culturales por la vía uni-versitaria
serviría de base a la posibilidad de que formara una
comunidad intelectual entre las élites españolas e hispanoame-ricanas.
Varios periódicos, El Imparcial entre otros, arroparon
la idea y Rafael Altamira fue el primero de los españoles que
iniciaba esta experiencia. Otro joven profesor del área de Exten-sión
Universitaria, Francisco Alvarado, padre del que sería no-table
profesor de ciencias naturales, Salustio Alvarado, se sumó
al viaje y colaboró con Altamira en aquella misión cultural. Una
breve crónica de este viaje es el mejor testimonio de su impor-tancia
y significación. Altamira lo reflejó en un largo informe
que se publicó en 1911 con el título Mi viaje a América, más de
seiscientas páginas con gran acopio de documentos.
Después de la travesía desde Vigo el recorrido americano
empezó en Buenos Aires. Dio en la universidad de La Plata un
curso de tres meses de duración sobre metodología en la cien-cia
histórica y fue investido Doctor Honoris Causa. En el acto
inaugural el vicerrector leyó un discurso escrito por el Rector
que se iniciaba con estas palabras: «Empieza en este día para
la universidad la realización de uno de los ideales más intensos
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que alientan su joven existencia: la cooperación efectiva en sus
tareas de la notable y experimentada ciencia europea, represen-tada
por un maestro ilustre, hijo y conductor de la nueva Espa-ña,
que viene a hablar a nuestros alumnos argentinos en el idio-ma
familiar... En el campo aún no bien cultivado de las ciencias
históricas, (que) les hará sentir al mismo tiempo, por la sola
virtud del verbo, la emoción del alma antigua de la raza co-mún
».
El concepto de la raza como determinante histórico estaba
en boga desde mediados del siglo XIX.
Pero la idea de la raza hispana no tenía para quienes mane-jaban
esta expresión, un contenido étnico biológico, sino princi-palmente
era la afirmación de un factor cultural, hasta identifi-car
de algún modo raza y civilización. En este sentido se había
expresado, pongo por caso, Segismundo Moret en el congreso
de 1900 ya aludido, o el gran maestro Menéndez Pelayo. En
todo caso, la afirmación de la raza española o hispanoamerica-na
contenida un rechazo a las pretensiones de superioridad de
la raza anglosajona, proclamada tanto por los británicos como
por los enfáticos creyentes del «destino manifiesto» norteameri-cano.
La Salutación del optimista de Rubén Darío («ínclitas ra-zas
ubérrimas») es la mayor expresión poética de ese orgullo y
de ese esperanzado futuro que alentaba en los comienzos del
siglo XX. Más tarde, cuando se proyectó el viaje de Alfonso XIII
a América, otro poeta americano, Amado Nervo, refirió lo que
el rey encontraría allí: «pueblos de sangre diversa y mezclada
que sienten, gozan y padecen en el mismo idioma, en las mis-mas
costumbres, en las mismas creencias. Una misma civiliza-ción
». Una misma «raza» en este estricto sentido.
El concepto de Hispanidad es mucho más tardío, elaborado
por Zacarías Martínez Vizcarra y por Ramiro de Maeztu y por
García Moret. Hoy está casi olvidado, por connotaciones políti-cas
y, tal vez, por haberle dado cierto tono de petulante supe-rioridad.
Pero no me extrañaría que llegara a recuperarse inte-lectualmente,
porque identifica lo esencial de una comunidad de
pueblos que miran juntos al pasado y al futuro.
La idea de celebrar el 12 de octubre como Fiesta de la Raza
fue propuesta poco después por la U.I.A., y secundada por va-
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rias sociedades culturales españolas e iberoamericanas, idea que
culminó en la formalización de esa fiesta en Bolivia, Colombia,
Ecuador, Brasil y varios países centroamericanos. Y en 1916 se
estableció precisamente en Argentina la celebración oficial del
12 de octubre como Fiesta de la Raza, cuando allí se decía que
«Dios se había hecho argentino» y se aspiraba a desafiar en el
futuro el creciente predominio de los Estados Unidos. Altamira
más comedido, pensaba sólo en un equilibrio de la cultura de
raíz española, sin desdeñar la norteamericana, cuya potencia
económica sería determinante. No se trataba de buscar un en-frentamiento,
sino de defender la singularidad para salvaguar-dar
valores espirituales y morales propios de la herencia espa-ñola.
En el acto de investidura en Buenos Aires como Doctor H.C.
el rector, sin descuidar la retórica protocolaria de toda laudatio
académica, subrayó la significación de aquel acto: la importan-cia
de estrechar los vínculos personales en el mundo intelectual
hispanoargentino «expresando el amor de esta patria nuestra
—decía el rector— por su augusta y noble madre España».
Este clima de renovación intelectual en las relaciones hispa-noamericanas
alentó en todo el viaje de Altamira por las otras
repúblicas. Su intervención en la Universidad Nacional de Mon-tevideo
tuvo un éxito resonante, que se refleja en algunos co-mentarios
de prensa en los que se equiparaba el nombre de
Altamira con el de otros destacados intelectuales europeos que
habían visitado aquel país, como Anatole France o Guillermo
Ferrero. En el periódico El Día se comentaba el talante y el
mensaje de Altamira: «es un talante y el mensaje intelectual en
toda la pureza del término. Altamira trasporta consigo su cáte-dra
de Oviedo y hace de nuestras universidades y centros edu-cativos
su propia aula... en nombre de una alta fidelidad solita-ria
y altruista».
Algo por el estilo podríamos decir en Santiago de Chile, en
Valparaíso, en Lima. En todas partes era investido como Doctor
H.C. y en la histórica Universidad de San Marcos se le designó
Catedrático Ad Honores. En Lima habló también en el instituto
histórico peruano en el que propuso el trabajo en común de los
investigadores españoles y peruanos sobre la época virreinal,
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idea que señala el nuevo horizonte de la historiografía española
e hispanoamericana, conjugando la utilización de las fuentes
comunes, idea que alentaría más tarde en el Instituto de Estu-dios
Históricos Hispanoamericanos de Sevilla.
En los dos largos meses que permaneció en Méjico prodigó
sus intervenciones en academias y centros culturales, y se le
designó catedrático de Historia del Derecho en la futura Uni-versidad
Nacional, entonces todavía en proyecto.
Era en aquella fecha Ministro de Instrucción Pública don
Justo Sierra, de quien hemos mencionado su intervención en el
congreso del año 1900 en Madrid, y que en carta a Segismundo
Moret decía que «si los monjes misioneros españoles nos ense-ñaron
en el siglo XVI cómo se funda una cultura, Altamira pre-tende
enseñarnos cómo se remata (esa obra)... Otros Altamiras
españoles es lo que necesitamos aquí».
Después de una breve escapada a Nueva York invitado por
varias entidades culturales (y en donde el Sr. Huntington, presi-dente
de la Hispanic American Society le condecoró con la Me-dalla
de Plata), terminó su «viaje misionero» en Cuba.
Aunque el recuero del 98 estaba próximo, cuenta Altamira
el caluroso recibimiento de que fue objeto: el Rector de la Uni-versidad
de La habana, Dr. Berruel y el Dr. Dihigo, dieron calor
humano a las protocolarias relaciones oficiales. A la ofrenda de
flores que Altamira hizo ante la muralla en la que habían sido
fusilados algunos estudiantes por las autoridades españolas, res-pondieron
estos con otra ofrenda floral ante la tumba de un
general español pariente de Altamira.
Cuando regresó a España manifestó Alfonso XIII deseos de
entrevistarse con él. Era ministro de Instrucción Pública el con-de
de Romanotes que hizo las gestiones oportunas. Así, el 31 de
Mayo de 1910 tuvo lugar la visita al rey, a quien entregó una
«memoria» que contenía el boceto del nuevo hispanoame-ricanismo,
sintetizado en una política cultural conjugada con la
política económica. Creación de una biblioteca americanista y
de centros especializados de estudios e investigaciones. Po-tenciación
del archivo de Indias, tesoro documental común y en
creación en Sevilla de un Instituto de Estudios Históricos Ame-ricano.
«Hay que formar americanistas en España», decía. In-
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tercambio de profesores y de estudiantes pensionado. Defensa
del idioma y del libro (franquicias postales y aduaneras). Creía
que el emigrante moderno constituiría un formidable potencial
para revalorizar la presencia española en América y proponía
por eso la creación de una «escuela de emigrantes».
En la universidad española no existía en 1910 ninguna cáte-dra
de Historia de América ni de carácter especializado ame-ricanista.
Alfonso XIII intervino personalmente para que se le
asignase una cátedra en Madrid, y se creó para Altamira la de
Historia de las instituciones Políticas y Civiles en América, asig-natura
optativa para el doctorado en las facultades de Derecho
y de Filosofía y Letras. Poco después se le encargó también la
cátedra de Historia Política Contemporánea de América en el
Instituto Diplomático y Consular. Estas dos cátedras fueron la
cuna del americanismo español del siglo XX; y todo el trabajo
de Altamira en los años siguientes se reflejó en sus tres obras
fundamentales: España y el programa americanista, La política
de España en América y La huella de España en América.
El americanismo de Rafael Altamira no tenía nada de nos-tálgico.
En Hispanoamérica se había planteado el contraste de
la evolución del mundo anglosajón y del mundo hispánico, y
aspiraba a contrarrestar los efectos negativos de esa contraposi-ción;
y a contrarrestar también la invasión cultural de otros
países europeos, además de las presiones del panamericanismo
de los Estados Unidos.
Por eso nos dejó una lección imperecedera. No había que
vivir de nostalgias ni empantanarse en inútiles polémicas. El
siglo XX traía un nuevo quehacer, una respuesta realista de
posibilidades para restablecer la conciencia nacional herida y la
moral social maltrecha. Este había sido ya el sentido de su dis-curso
en Oviedo el 1 de Octubre de 1898. Este fue el sentido de
su obra a lo largo de su vida.
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