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L I T E R A T U R A Núm. 51 (2005) 21 68 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN PO R ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA A mis compañeros del Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna, por su trabajo, su fe y su amistad. Toda comunidad humana mínimamente evolucionada está definida en su misma esencia, y de manera decisiva, por las re-laciones que mantiene con otras comunidades y otras lenguas. Tan sencilla verdad tiene su verificación acaso más exacta en el fenómeno de la traducción, que, en la acepción más común del término, es el medio del que la cultura se sirve para hacer posi-ble la comunicación entre grupos humanos poseedores de len-guas diferentes. Sin embargo, no puede ni debe en modo algu-no limitarse el concepto de traducción únicamente al hecho de «volver la sentencia de una lengua en otra», para decirlo con la vieja y bella definición de Sebastián de Covarrubias. Es precisa-mente el filólogo toledano quien nos recuerda en su admirable repertorio lexicográfico de 1611 que «en lengua latina [tradu-cir] tiene otras algunas sinificaciones analógicas». De hecho, la traducción —vale decir: la traslación, la transferencia— no es sólo la que se produce de un idioma a otro, sino también la que puede producirse de una situación cultural a otra, de un géne- 22 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 2 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA ro literario a otro, de una forma artística a otra... «Aprender a hablar es aprender a traducir», afirmó en cierta ocasión Octavio Paz. Otros van aún más lejos, y aseguran que incluso pensar es traducir. ¿Qué es la historia de las civilizaciones, la historia de las culturas, sino la historia de las traducciones, de las trasla-ciones que han tenido lugar de unas a otras? Canarias, ponga-mos por caso, es el resultado de un conjunto de traducciones culturales, es decir —en el sentido aludido—, del modo en que hasta estas Islas se han trasladado formas de vida, conocimien-tos y hasta una lengua diferente a la hablada en el archipiéla-go antes de la conquista castellana. Es preciso, sin embargo, limitar aquí nuestro objeto de re-flexión a la traducción entre lenguas. Y debemos hacerlo subra-yando que la traducción, en este sentido, es un capítulo central de la teoría de la cultura. «Las fronteras de la cultura no están, ni deben estar, cerradas», afirma T. S. Eliot en el capítulo final de su libro Notas para la definición de la cultura. En ese mismo ensayo, al hablar de su concepto de la cultura europea, asegura lo siguien-te: «Ya he afirmado que no puede haber cultura “europea” si los países están aislados unos de otros. Ahora añado que no puede haberla tampoco si los países son reducidos a su identidad. Nece-sitamos variedad en la unidad, no en la organización sino en la naturaleza», concluye Eliot. Si enlazamos esta idea con el hecho de que, en la práctica, las culturas no son nunca impermeables (nunca lo son, al menos, las de aquellas que antes llamé socieda-des mínimamente evolucionadas), es fácil deducir que las culturas serán tanto más ricas cuanto más interflujos o intercambios mantengan con otras culturas. Es lo que el mismo Eliot recono-ce en su ensayo cuando, al pasar a hablar de literatura, afirma que «el día en que los poetas dejen de leer la literatura escrita en otros idiomas, la poesía decaerá en todos los países». Pues bien: una de las formas en que más y mejor tienen lugar esos intercam-bios, esos influjos, es precisamente la traducción, cuyas caracte-rísticas principales no son otras que la pasión por la alteridad y el diálogo intercultural. Ambas cosas han sido, sobra decirlo, decisi-vas para nuestra civilización. Una vez señalada la relevancia que la traducción entre len-guas presenta en la «definición de la cultura», debo apresurar- Núm. 51 (2005) 23 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 3 me a precisar el objeto de mis reflexiones de hoy, y también su marco o su contexto. Empezaré por decir que me propongo, en lo que sigue, examinar de manera panorámica cuál ha sido el papel de la traducción en el desarrollo de la literatura y de las ideas literarias en Canarias. Hago, pues, una primera acotación, que consiste en escoger, de todas las formas de traducción exis-tentes, tan sólo las de carácter literario. Es inútil aclarar que no puedo aquí, por limitaciones de tiempo, entrar a valorar la apor-tación específica de cada uno de los traductores literarios en las Islas. Lo que ahora me interesa, sobre todo, es conocer cuál ha sido el interés de los autores canarios por la traducción a lo largo de la historia, lo que equivale a decir que lo que en ver-dad me importa es, en realidad, saber el grado de conciencia que los escritores canarios han tenido de la importancia del fenóme-no de la traducción. Y no en abstracto, sino también —cuando ello es posible— en relación con el medio cultural preciso de Canarias, un medio que ha ido transformándose a lo largo de los tiempos. No se me oculta que sería acaso más eficaz, en orden a lo que persigo, ceñir mi pesquisa a una época determi-nada o a un autor o a unos autores concretos; lo cual es inne-gable, sobre todo, en cuanto a la profundización que aquí no puedo llevar a cabo. Sin embargo, ocurre que la investigación que realizo no tiene, que yo sepa, antecedentes, fuera de algún trabajo suelto sobre tal o cual traducción específica. Y lo que aquí me propongo es ofrecer una información hasta hoy no sistematizada ni vista en su continuum histórico, una informa-ción que nos permita tener una visión panorámica de nuestro tema, previa y tal vez especialmente útil a otros trabajos futu-ros que busquen penetrar en valoraciones y aportaciones parti-culares e indagar la significación de textos concretos. La traduc-ción, pues —y eso es lo que dice el título de estas notas—, como tradición, como continuidad cultural. No acaban aquí las necesarias aclaraciones preliminares. Debo decir también que la visión panorámica aludida ha de interrumpirse forzosamente con los escritores canarios llamados del mediosiglo, porque prolongar el análisis a la situación cultu-ral posterior a la década de 1960 —es decir, la década en que se produce el llamado «cambio social» en Canarias— y llevarla 24 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 4 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA hasta el momento presente exigiría, sin duda, tanto por el nú-mero de traductores y traducciones como por las características culturales del período en cuestión, un tiempo y un espacio del que no dispongo aquí; quede eso para otra ocasión, para una posible segunda parte de esta aproximación inicial a nuestro tema. Mi última aclaración preliminar es también un asunto de método: hablo ante todo de traductores canarios o residen-tes en Canarias que han realizado sus trabajos de traducción en las Islas. Mencionaré también, sin embargo, traducciones rea-lizadas por autores canarios más allá del concreto contexto in-sular. * * * No deja de ser significativo el que la traducción se encuen-tre en la raíz misma del capítulo con el que arranca la expre-sión literaria en el archipiélago. En efecto, debemos al ingenie-ro cremonés Leonardo Torriani, como es sabido, la conservación de dos endechas en lengua aborigen, una recogida en Gran Canaria y otra en El Hierro. Y el ingeniero traduce esos versos. Lo hace, claro está, a la lengua de su informe, el italiano. La Descripción e historia de las Islas Canarias está escrita en un idioma que no es el de los conquistadores castellanos, y las en-dechas aludidas nos llegan, junto a los versos originarios, en una traducción. Lo que nosotros leemos —la traducción caste-llana— es, nótese bien, la traducción de una traducción, lo cual proporciona ya una idea clara de hasta qué punto el mecanis-mo traductor opera ineludiblemente en los procesos de transmi-sión cultural. Digo ineludiblemente porque, además, la comuni-dad aborigen y los conquistadores tenían lenguas diferentes, y el proceso de aculturación no preservó, por desgracia, otros tex-tos en lengua prehispánica a través de traducción. Semejante cruce de lenguas en la transmisión de las dos endechas citadas se diría que es ya una metáfora no sólo de los cruces étnicos ya presentes en la propia población aborigen, según los antropó-logos (cromañoide norteafricano, euroafricano protomediterrá-neo, mediterráneo), sino también de las múltiples aportaciones que la cultura insular recibirá tanto de castellanos como de ita- Núm. 51 (2005) 25 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 5 lianos, flamencos, portugueses, judíos, moriscos, negros y hasta indios. La primera gran manifestación del uso estético de la traduc-ción en las Islas no es otra, sin embargo, que la versión de la Jerusalemme liberata de Torquato Tasso realizada por el canóni-go grancanario Bartolomé Cairasco de Figueroa. Alguien que ha estudiado concienzudamente ese trabajo, el recordado profesor Alejandro Cioranescu, afirma que «la traducción del Tasso era quizás la obra más difícil que podía proponerse un poeta de fi-nes del siglo XVI». Por varias razones, se trata de un trabajo notable y significativo. Si nos atenemos a lo que el traductor nos dice en la «Canción dedicatoria» al arzobispo don Rodrigo de Castro que precede a la obra, el primer trabajo literario de Cairasco fue precisamente esta traducción. Este dato no es, des-de luego, irrelevante: resulta, entre otras cosas, una especie de declaración de intenciones poéticas, luego confirmadas en la nota «Al lector». Elocuente es ya, de entrada, que Cairasco haya deseado templar su lira con un ejercicio tan difícil como éste. Es verdad que sus orígenes ítalo-nizardos lo forzaban un poco a esta tarea; nada, sin embargo, lo obligaba desde el exterior. Cairasco rinde así tributo, con una empresa desafiante, a la lí-rica italiana de la que bebe todo el Renacimiento español. Al traducir las rutilantes octavas italianas, Cairasco está no sólo ejercitando sus dedos en la estrofa por antonomasia del poema extenso —una estrofa de la que extraerá más tarde ricas sutile-zas constructivas en su Templo militante—, sino que inaugura con su traducción un trabajo poético que se quiere ambicioso, porque ambiciosa es ya su empresa de traducción del Tasso. Las libertades que se toma al traducir (y que hoy nos pueden pare-cer sorprendentes) eran sin embargo habituales en su tiempo, en el que traducir significaba sobre todo recrear. Más nos debe llamar la atención, sin embargo, el que declare, en la nota «Al lector», que siempre ha sido «enemigo destas traducciones», por su dificultad casi insuperable. ¿Por qué decidió, entonces, reali-zar la suya? Sus palabras son más que curiosas: la culpa —dice— la tienen «el ruego de amigos (...) y el gusto de nove-dades, cosa muy propia de islas, y especialmente desta de Cana-ria ». El «ruego de amigos» tiene todo el sabor de un tópico de 26 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 6 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA época. No así, en cambio, lo segundo, una declaración verdade-ramente preciosa para lo que aquí nos ocupa: esas palabras hablan no ya sólo de un rasgo espiritual de la condición insular (ese «gusto de novedades [que es] cosa muy propia de islas») sino también de un rasgo cultural específico de su tierra natal. Que un poeta canario realice a fines del siglo XVI, en Canarias —una comunidad que ha conocido un proceso muy intenso de acul-turación—, una traducción como la del poema de Tasso resulta no sólo un hecho revelador en lo que hace a la personalidad poé-tica del traductor, sino que muestra también un estado de cosas y una actitud cultural precisos. La curiosidad, la búsqueda del otro, de lo otro —lo que hace sólo un momento, en suma, he llamado la «pasión por la alteridad» característica de la traduc-ción literaria—, aparecen ya aquí nítidamente definidas. Gofredo famoso —el título que Cairasco puso a su versión del poema de Tasso— es la única traducción que conocemos de Cairasco. A mediados del siglo XIX, el doctoral Graciliano Afonso se extrañaba de que esta traducción aún permaneciese inédita, «monumento —dice— que quizá será el más grande y más dig-no de hombre tan célebre» (La capilla y sepulcro de Cairasco, 1840); sólo se editaría, como es sabido, en 1967. No volveremos a encontrar en las Islas, en el ámbito de la traducción literaria, un trabajo de esta ambición y este calado cultural hasta el siglo XVIII. Porque, en efecto, ni Antonio de Viana ni Juan Bautista Poggio ni Pedro Álvarez de Lugo ni, con la excepción que men-cionaré en seguida, el franciscano Fray Andrés de Abreu —las voces literarias más representativas del Seiscientos en el archi-piélago—, por lo que sabemos hasta hoy, fueron tentados por la traducción. Al decir esto, sin embargo, soy muy consciente de una ambigüedad cultural que marca todo este período, y que no nos permite, en rigor, decir que todos estos autores no han tra-ducido de otras tradiciones y otras lenguas. Pues si hubiéramos preguntado a cada uno de ellos acerca de este asunto, nos ha-brían dicho con toda seguridad que nunca hicieron otra cosa que traducir a su modo, es decir, al modo de la poética vigente en aquellos tiempos. En efecto, la tradición literaria entendida como imitatio representaba un comportamiento creador que aseguraba la continuidad de la philosophia perennis y de la Núm. 51 (2005) 27 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 7 sapientia veterum, e incluía entre sus procedimientos un concep-to de imitación no alejado de la traducción (entendida ésta, ya se ha dicho, como recreación). Es lo que hará decir a Francisco de Quevedo, por ejemplo, en su edición de Fray Luis de León, al transcribir algunos versos de Propercio, que no sabe si ha hecho con ellos imitación o traducción. Y otra vez tenemos aquí las «sinificaciones analógicas» del concepto de traducción cita-das por Sebastián de Covarrubias. Al escribir sus octavas, sonetos, décimas y romances, todos los poetas canarios que aca-bo de mencionar estaban transfiriendo, adaptando y, en sentido lato, traduciendo la tradición clásica, renacentista y barroca que les venía de la antigüedad grecolatina, Italia y España. Y de ahí, diría yo, el que no se sintieran específicamente tentados por la traducción stricto sensu: ya ellos estaban haciendo traducción, pero de otro modo. Nótese que, precisamente por ello, la traduc-ción del Tasso realizada por Cairasco adquiere, desde un punto de vista retrospectivo, mayor singularidad aún. Pero no nos olvidemos de los humanistas. Solemos pensar que la única literatura que se hacía en Canarias en ese período —y en todo el ámbito de la lengua española— es la escrita sólo en esta lengua, y olvidamos que existe igualmente una produc-ción literaria en latín escrita sobre todo por los llamados «hu-manistas ». Tenemos la suerte de contar en Canarias con una investigación que nos guía en este terreno; me refiero al libro Humanistas canarios de los siglos XVI al XIX (1999), del profesor Francisco Salas. Es verdad que sólo un concepto un poco laxo de «humanismo» permite hablar de humanismo más allá de 1600 (los studia humanitatis pasaron a ser ante todo studia eloquentiae). Poco importa eso ahora. Lo que nos debe intere-sar es que también hay traducciones a otra lengua —el latín— en este momento. Sabemos que el propio Cairasco escribió al-gún poema latino en esdrújulos, pero no conocemos ninguna traducción realizada por él a esa lengua. Sí tenemos noticia, en cambio, de la traducción al latín del tomo primero de la Mística ciudad de Dios de sor María de Ágreda realizada por el francis-cano Fray Andrés de Abreu. No hay en el siglo XVII en Cana-rias, sin embargo, traducciones significativas al latín. Pero las cosas iban a ser distintas muy pronto. 28 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 8 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA A pesar de la completa vigencia de la poética de la imitatio en el siglo XVIII (con matices en los que no puedo entrar aho-ra), la situación cambia completamente en la nueva centuria. La continuidad del principio de la imitatio no impidió, en efec-to, la práctica de la traducción. Cristóbal del Hoyo es autor de una «Paráfrasis del psalmo Miserere mei Deus» sospechosa de haber sido realizada a la vista de otra de su amigo Marcos Alayón. En otra ocasión me he detenido en el análisis de la poesía «seria» del Vizconde de Buen Paso e, indagando en una dirección ya señalada en 1978 por Manuel González Sosa, he examinado el peculiar concepto de traducción e imitación (un concepto, digamos, furtivo) que tenía el autor de Madrid por dentro. Pero el siglo XVIII será un período excepcional en mate-ria de traducción literaria, y son varios los autores canarios que se distinguirán en esta tarea. Veamos los ejemplos más notables. Ya que nos hemos referido a la tradición humanística, siga-mos con ella. Algunos de los escritores canarios de los que ha-blaré a continuación realizaron su trabajo en las Islas; otros, fuera de ellas. Es sabido que todos los Iriarte fueron consuma-dos latinistas, y de Tomás se dice que ya a los doce años no sólo traducía a Cicerón, a Virgilio y a Ovidio sino que también com-ponía versos latinos. (Cabe aquí, entre paréntesis, cierto ejerci-cio de nostalgia cultural de unos tiempos en que el sistema edu-cativo hacía posible un hecho como éste, o el que Arthur Rimbaud obtuviera en 1869, es decir, a sus catorce años, el pri-mer premio de versos latinos en un concurso académico.) Juan de Iriarte traduce una selección de los epigramas de Marcial, pero también, en elegantes dísticos elegíacos latinos, una colec-ción de Epigramas ajenos profanos y sagrados, y unos Refranes castellanos; es sabida, además, su afición incontenible a poner en latín casi cualquier cosa que leía o escuchaba, y que dedicó a la suciedad de Madrid un divertido poema en hexámetros. Es, sin embargo, su sobrino Tomás quien más relieve alcanzó en esa vocación clásica, con versiones de Virgilio, y también de Horacio (que suscitó críticas adversas, y que le hizo polemizar con López de Sedano). Para su versión de los cuatro primeros libros de la Eneida consultó traducciones toscanas, francesas y castellanas, así como la inglesa de Dryden y la portuguesa de Barreto; he Núm. 51 (2005) 29 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 9 aquí, ciertamente, un importante antecedente de lo que hoy lla-mamos la «traducción comparada». Es lástima, por otra parte, que de don José de Viera y Clavijo no tengamos sino escasos fragmentos traducidos del latín; una muestra de esa faceta suya la tenemos, por ejemplo, en los versos de las Geórgicas virgilia-nas con que remata su Librito de la doctrina rural. Tanto Fran-cisco de Saviñón como Miguel de los Santos o el ya citado Marcos Alayón tradujeron sobre todo textos litúrgicos (himnos y salmos), lo mismo que, años más tarde, harían Rafael Bento o José Díaz Loysel, de todos los cuales ofrece puntuales referen-cias la Bio-bibliografía de Millares Carlo. Más interés tiene la tarea llevada a cabo por el gramático tinerfeño José de Acosta, que centró sus desvelos en Virgilio, traduciendo las églogas, las Geórgicas y buena parte del Libro Primero de la Eneida, todo ello acompañado de argumentos y notas explicativas. Pero si el siglo XVIII tiene una importancia central en la tra-ducción literaria para los escritores canarios es sobre todo por la mirada a la Europa del momento que —en consonancia con el espíritu de su tiempo— proponen los Iriarte, Viera y Clavijo y José Clavijo y Fajardo. Todos ellos realizaron traducciones sig-nificativas de diversas lenguas europeas y de la literatura y la ciencia de la época. Cada uno de ellos merece, sin duda, un estudio que analice monográficamente este aspecto de su tra-bajo literario, entendiendo «literario» en la amplia, generosa acepción dieciochesca del término. Tanto Juan de Iriarte como su sobrino Tomás fueron, recuérdese, oficiales traductores de la primera Secretaría del Estado. Para el teatro de los Reales Si-tios tradujo Tomás piezas teatrales como El enfermo imaginario de Molière y La Escocesa y El huérfano de la China de Voltaire, y otras de Destouches, Gresset y Fazon. Años después tradujo El nuevo Robinson, de Campe, pero lo hizo no del original ale-mán sino de su traducción inglesa, como se hace constar en el libro. Bernardo de Iriarte, por su parte, tradujo la tragedia Tancredo (1765) de Voltaire. Veamos lo que su hermano Tomás dijo una vez sobre la traducción: [Aplauden a los traductores] Los que saben cuánto cuesta una buena traducción, cuán útil es y cuántos hombres 30 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 10 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA grandes de todas naciones han empleado sus ingenios en traducir; pero no los que creen que una versión de un idio-ma a otro, aun cuando sea hecha en verso, y de verso, es obra facilísima y que sólo debe ser empleo de escritores incapaces de inventar. [...] Claro está que los que tal dicen o nunca se han puesto a traducir o, si se han puesto, han traducido como los que traducen a destajo y a salir del día: «Deum de Deo, dé donde diere». De otro modo hablarían si se viesen precisados a buscar los equivalentes con pro-piedad, a corregir, o disimular a veces los yerros del origi-nal mismo, a limar la traducción de suerte que no pue-da conocerse si lo es, y a connaturalizarse (digámoslo así) con el autor cuyo escrito traslada, bebiéndole las ideas, los afectos, las opiniones, y expresándolo todo en otra lengua con igual concisión, energía y fluidez. (Cito por Julio Cé-sar Santoyo, ed., Teoría y crítica de la traducción: antolo-gía, 1987.) Una traducción «que no pueda conocerse si lo es»... Ese ideal de transparencia resulta suficientemente explícito en lo estético y en lo ético. Con razón subraya este fragmento José Francisco Ruiz Casanova en su Aproximación a una historia de la traduc-ción en España (2000). Regresemos, sin embargo, a nuestro recorrido. Capítulo es-pecial merece, en este panorama, don José de Viera y Clavijo. Un simple repaso a los títulos recogidos en las Memorias ... con relación a su vida literaria que leemos al frente de su Dicciona-rio de historia natural de las Islas Canarias arroja un considera-ble número de obras traducidas. En la excelente monografía que Victoria Galván ha dedicado al gran polígrafo canario (La obra literaria de José de Viera y Clavijo, 1999) encontramos sendos capítulos dedicados a la traducción de obras teatrales y a la poesía imitada y traducida, algunas de cuyas conclusiones son, por cierto, extensibles a otros autores del momento, canarios o no, que todavía carecen de estudios específicos en esta materia. En el teatro, Viera tradujo seis tragedias francesas, entre ellas dos de Racine (Berenice y Mitrídate) y una de Voltaire (Junio Bruto), además de una tragedia italiana, Mérope, de Scipione Maffei, que Voltaire había elogiado calurosamente. Como se encarga de aclarar Victoria Galván oportunamente tomando como ejemplo el Bruto de Voltaire, Viera, en rigor, no traduce, Núm. 51 (2005) 31 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 11 sino que adapta, según una fórmula que ha llegado hasta nues-tros días, y que en la época era ya moneda común. Ampliar o modificar el texto de origen, así como suprimir fragmentos en-teros, formaba parte, en efecto, de la «recepción» de la pieza teatral, especialmente fuera de su contexto cultural inmediato. Alejandro Cioranescu ya subrayó el interés estético o estilístico de las dos versiones de Racine, y Victoria Galván no deja de subrayar las libertades —a veces injustificadas y más allá de lo esperable, y por ello nos sorprenden doblemente— que es posi-ble advertir en la práctica traductora de Viera. Casi otro tanto puede decirse de sus traducciones poéticas, de Perrault (Apolo-gía de las mujeres) a Boileau (dos de sus doce sátiras, la de La nobleza y la de El hombre) pasando por Blain de Saint-Mort, Delille, La Serre, Helvetius, Jean-Antoine Roucher... El Ensayo sobre el hombre de Alexander Pope lo tradujo no del inglés sino a partir de una traducción francesa. Llegó a flexibilizarse tanto, en la época, el procedimiento traductológico que se borraban casi por completo las fronteras entre imitación y traducción. Aseguraba la segunda edición de la Enciclopedia francesa: «Nada más difícil, nada más raro que una buena traducción, porque nada es ni más difícil ni más raro que guardar un justo medio entre la licencia del comentario y la servidumbre a la letra. Un atenerse demasiado escrupuloso a la letra destruye el espíritu y es el espíritu el que le da vida; demasiada libertad destruye los rasgos característicos del original y hacen infiel la copia». ¿Cómo se veía, en ese momento, la diferencia entre imi-tación y traducción? Añade la Enciclopedia: «si [el traductor] se aleja demasiado del original, no traduce, imita; si copia dema-siado servilmente, hará una versión y no será más que un trasladador. Y en esto no hay término medio» (M. A. Vega, ed., Textos clásicos de la teoría de la traducción, 1994). La doctrina de la imitatio permitió a Viera, como se lo permitió a otros mu-chos neoclásicos, hacer toda clase de aproximaciones a diferen-tes textos en lenguas extranjeras al adaptarlos libremente en español. ¿Imitación o traducción? Tiene razón Cuyás de Torres cuando, al hablar de algunos textos de Juan de Iriarte en un artículo de 1989, se preguntaba: «¿Juan de Iriarte, traductor o poeta original?» (Actas del VI Congreso Español de Estudios Clá- 32 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 12 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA sicos, III, 1989). La misma pregunta debemos hacernos en el caso de Viera y de tantos otros líricos del momento. Con toda la poe-sía imitada o traducida del XVIII —y Viera no es en esto una ex-cepción— debemos, me parece, buscar un equilibrio entre el irre-nunciable juicio crítico y la consideración de las ideas literarias de la época. La traducción suele ser, para el escritor del XVIII, más un arma de combate ideológico que una preocupación estética, aunque ésta no se desprecie en muchos casos; con la traducción quiere el escritor contribuir tanto a combatir la superstición y facilitar la reforma del teatro y de las letras todas como a difun-dir los progresos científicos y la racionalidad que debe presidir en todo momento cualquier actividad humana. Estos principios fueron igualmente, claro está —e incluyo también en ellos las ideas sobre la traducción—, los de José Clavijo y Fajardo. La traducción constituye, en efecto, una fa-ceta especialmente importante en la fecunda personalidad inte-lectual del escritor lanzaroteño. Es sabido que tradujo, entre otras obras, las Conferencias y discursos de Massillon y la Andró-maca de Racine, El vanaglorioso de Destouches y El heredero universal, de Regnard. Más sorprendente es que tradujera asi-mismo, según Viera, El barbero de Sevilla de Beaumarchais, des-pués del aparatoso y conocido affaire que puso en boca de todos los cortesanos europeos el nombre del lanzaroteño. Las muy elásticas ideas sobre la traducción que alimentaban Clavijo y su época tienen claro reflejo en las páginas de El Pensador, muchas de las cuales son a menudo simples traducciones directas de sus modelos franceses y, a través de éstos, los ingleses. Pero no sólo traduce Clavijo los periódicos europeos, sino que cada vez que lo necesita traslada abiertamente a los autores que admira, como es el caso de Rousseau. En fecha aún no lejana, y a tra-vés de un estudio comparativo, José Santos Puerto («La pene-tración de Rousseau en España: el caso de El Pensador de Clavijo y Fajardo») ha mostrado cómo prácticamente la mitad del Pensamiento XII de Clavijo, que versa sobre la educación, es una puntual traducción de algunas páginas del libro I del Emilio de Rousseau. Esta flexibilidad en cuanto a la «apropiación» no ya sólo de ideas sino también de textos ajenos escritos en otras lenguas Núm. 51 (2005) 33 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 13 —una flexibilidad que llegaba a desdibujar casi por completo los límites entre texto original y texto traducido— no significaba, sin embargo, despreocupación o desinterés por los problemas inhe-rentes a la traducción literaria. Más bien todo lo contrario: es dato no demasiado sabido que los mismos ingenios que idearon y crearon en el siglo XVIII la Real Academia de la Lengua desea-ron crear asimismo una institución paralela: la Real Academia de Traductores. Los dos últimos decenios de esa centuria cono-cieron en España, en efecto, una verdadera multiplicación de libros traducidos. José Clavijo y Fajardo contribuyó a ese intere-sante fenómeno. El trabajo de traducción, sin duda, más nota-ble realizado por Clavijo fue su versión de la Historia natural de Buffon: desde 1785, en que aparece el primer volumen, hasta la publicación en 1805 del tomo XXI (otros tres verían la luz póstumamente, treinta años más tarde), la Historia de Buffon (continuada por La Cépède) pudo ser leída en español gracias a una empresa de traducción de considerable alcance. Se trata de un hito para la historia de la ciencia en España, empezando por las setenta páginas admirables del «Prólogo» del traductor. Pero éste, una vez más, adapta, añade, quita y remodela el texto ori-ginal a su gusto y criterio. En sus excelentes apuntes sobre la historia de la traducción, la investigadora Brigitte Lépinette ha comentado esta traducción. Vale la pena reproducir casi por entero su reflexión: El canario Clavijo y Fajardo, al final de una vida digna de ser novelada, traduce la Historia natural de Buffon que se publica en Madrid en la Imprenta Real en 1785. Precede a esta traducción un largo prólogo en el que, entre otras cosas, Clavijo y Fajardo sostiene la tesis de la superioridad de los españoles en el campo de la historia natural hasta el siglo XVII. Esta especie de contrapeso a una supuesta superioridad científica francesa al final del siglo XVIII me-rece indudablemente ser integrada como elemento signifi-cativo en el debate ideológico de la Ilustración y como dato que sirve para reconstruir la imagen que los españoles te-nían de sí mismos y de su país. En lo directamente relati-vo a la traducción misma del texto francés, el traductor explica, sin embargo, las razones por las que su propio tex-to no puede tener la belleza del original y los motivos por 34 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 14 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA los que su traducción no recoge íntegramente el original, lo que sirve a su vez como justificación del derecho del traductor a suprimir elementos de su fuente o a transfor-marla. Se observa, por otra parte, que este mismo tra-ductor de la Historia natural de Buffon añade también al texto original fragmentos de su propia cosecha, lo que, fi-nalmente, transforma la traducción en una obra sorpren-dentemente dual. Textos de esta naturaleza —que hace falta reunir, repertoriar, analizar, etc.— representan piezas importantes para la construcción de la historia de la tra-ducción en España en lo relativo a las concepciones meta-traductológicas. (Brigitte Lépinette, «La historia de la tra-ducción. Metodología. Apuntes bibliográficos», 1997.) Queda claro, así pues, el concepto que tenían de la traduc-ción tanto Clavijo como, en general, todos los escritores y «lite-ratos » de su tiempo (y entre los «literatos» se cuentan también, naturalmente, los científicos). En 1793, José de Vargas Ponce escribía: «Por eso [por la dificultad del traducir] son tan acree-dores al agradecimiento nacional un Clavijo, un Yriarte y algu-nos otros, [...] pues en una era tan deplorable para la lengua, no tan solamente traducen obras importantes y necesarias, sino con decencia, propiedad y conocimiento» (Santoyo, en su cita-da Teoría y crítica...). Fase histórico-literaria apasionante, sin duda, es la que pre-cede al romanticismo, movimiento cuya debilidad en España no debe hacernos olvidar su extraordinaria trascendencia en toda Europa. Ocurre que no es fácil delimitar con absoluta nitidez el paso que va de las ideas neoclásicas a las románticas, empezan-do por el mismo Goethe. No entraré aquí en esta delicada cues-tión. Lo que me interesa ahora es subrayar que Canarias contó en ese período con una figura de indudable relieve; me refiero, claro está, al doctoral Graciliano Afonso, cuya vida se prolonga hasta 1861, y cuya fecundidad como traductor —el único aspec-to que aquí examino— le otorga un puesto de privilegio en este panorama. Ya en las anacreónticas que edita en El beso de Abibina, de 1838, agrupa poemas originales y traducciones, como lo haría, y de hecho lo hace, más de un poeta de hoy mismo. Pero la Arcadia del valle de Tacoronte dejará paso a paisajes menos idílicos y cantados con más exaltación. Sus tra- Núm. 51 (2005) 35 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 15 ducciones de poetas clásicos y modernos nos hacen pensar tan-to en un humanista —es, se dice, el «último humanista» ca-nario— como en un moderno homme de lettres para el cual la lectura en otras lenguas y la traducción constituyen parte irre-nunciable de su forma mentis. No sorprende que un helenista y latinista intente su propia versión de las Odas de Anacreonte y de Hero y Leandro de Museo; de la Eneida de Virgilio y del Arte poética de Horacio, pero sí que se atreva con la Antígona de Sófocles, y que lo haga siempre con notas y comentarios. Pero el interés de Afonso por la traducción lo llevó a verter igualmen-te en español el Ensayo sobre la crítica y El rizo robado de Alexander Pope. No contento aún con ello, se las ve con el Pa-raíso perdido de Milton y con los Basia del poeta flamenco neo-latino Juan Segundo Everaerts. A pesar de las disculpas que ofrece al lector sobre la mucha edad con que se enfrenta a casi todos estos trabajos (de El rizo robado, por ejemplo, dice con gracia que «el traductor concluyó su tarea en quince días, apre-miado por los setenta y cinco años bien cumplidos bajo el go-rro »), hay que examinar esas traducciones como lo que en ri-gor son: esfuerzos muy notables de traer a nuestra lengua obras y valores literarios a partir de unos principios estéticos muy pre-cisos. Es tan amplio el corpus de obras traducidas por Afonso que esta vertiente de su obra merece, en efecto, un detenido estudio monográfico, un estudio que revise los juicios negativos emitidos por Menéndez Pelayo y elabore nuevos planteamientos críticos, no para mantener que se trata de las mejores traduc-ciones que existen al español de esas obras, sino para corregir o matizar juicios críticos previos y, en todo caso, profundizar en el concepto afonsiano de la traducción. Ya se ha dado algún paso en esta línea (véase por ejemplo, de Francisco Salas, «Re-flexiones sobre la traducción del humanista canario Graciliano Afonso», 2003), pero nada se logrará, a mi juicio, si la valora-ción de esas traducciones no se hace a la luz de la propia obra poética del autor y de lo que he llamado sus principios estéti-cos, de los cuales su obra de traducción es inseparable. Es mucho lo que aún queda por hacer, desde luego, en ma-teria de historia de la traducción en las Islas (o, si se prefiere, en el ámbito de la aportación de los autores canarios a esta 36 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 16 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA modalidad literaria). El siglo XIX está especialmente necesitado de aproximaciones críticas que empiecen por proporcionarnos información hoy por hoy ignorada por la mayoría de nosotros. Yo mismo, interesado como estoy desde hace tiempo por la his-toria de la traducción literaria, he sabido por ejemplo sólo hace muy poco de la existencia de un manuscrito inédito, Extracto de la filosofía de la historia, de Voltaire, traducido por Agustín Mi-llares Torres. Del polígrafo grancanario existen también, por cierto, otros cinco volúmenes que contienen traducciones suyas, sobre todo del francés, realizadas entre 1843 y 1846. Del mismo modo, tampoco se ha acercado nadie hasta hoy, a pesar de que se tiene sobrado conocimiento de esas traducciones, a las reali-zadas en París, para la casa editorial Garnier, por Nicolás Estévanez: Diderot (El sobrino de Rameau, 1897), Montesquieu (Del espíritu de las leyes, varias ediciones), La Bruyère (Los ca-racteres de Teofrasto, 1890), Cyrano de Bergerac (Historia cómi-ca de los estados e imperios de la Luna y del Sol, 1902), Walter Scott (Linda moza de Perth, 1907; El Abad, 1908), Hans Chris-tian Andersen, Sainte-Beuve (Juicios y estudios literarios, 1899), Louis Desnoyers (Aventuras de Juan Pablo Chopart, 1898), Tolstoi (Katia, 1905), Henry Greville (La Mamselka y Villoré, 1905), en-tre otros muchos libros de ciencia, de entretenimiento, para público infantil, etcétera, trabajos de los cuales apenas hay re-ferencias en las Memorias del autor, pero sí en su epistolario, editado en 1974 por Marcos Guimerá. Estévanez fue traductor de profesión, y no sin autoironía asegura en una carta de 1908 que «Todo traductor es un canalla», quién sabe si pensando en su propio caso de traductor alimenticio que no puede recrearse en las obras que traduce sino entregarlas sin falta al editor en fecha fija. Ya que hemos aludido a la casa Garnier, es imprescindible referirse a un dato sociológico de particular relevancia en este momento. A lo largo de todo el siglo XIX se asiste a un progre-sivo aumento de la industrialización del libro, que llega, en el último cuarto de la centuria, a límites insospechables hasta en-tonces. Es la época en que proliferan los folletones —muchos de ellos traducidos—, así como las versiones firmadas con pseudónimo o con una simple inicial, o, en fin, las versiones de Núm. 51 (2005) 37 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 17 autores que se traducen no de su lengua original, sino de otra traducción, generalmente el francés si hablamos de España; es el caso, como se sabe, de las Aventuras de Pickwick, de Charles Dickens, que tradujo Pérez Galdós y que vio la luz por entregas en La Nación desde el 9 de marzo hasta el 8 de julio de 1868: la primera versión del Pickwick al español —y también, por cier-to, la única traducción que hizo Galdós— fue realizada no del original inglés sino a partir de su traducción francesa, como ha mostrado un importante artículo de Pilar Olero («Galdós como traductor», 1997). Se trataba de una práctica muy habitual en la época (y que tiene raíces en el siglo XVIII: ya cité antes el caso de El nuevo Robinson, de Campe, traducido no del original ale-mán sino del inglés por Tomás de Iriarte), una práctica que hoy no ha desaparecido del todo; su razón de ser, en el XIX, es el aludido crecimiento de la industria editorial, que crea, por otra parte, el oficio de traductor para grandes editoriales; fue ése exactamente el caso de Nicolás Estévanez. También en Canarias abundan en este período las traducciones firmadas con pseu-dónimo o con una mera inicial, como las que encontramos en la Revista de Canarias, en su sucesora La Ilustración de Cana-rias o en los incontables periódicos de la época. Luis Millares Cubas, por ejemplo, tradujo para el periódico de Las Palmas El Liberal algunos artículos de Le Figaro; su hermano Agustín ver-tió al español, entre otros, a Maupassant. Nada se diga de Fran-cisco González Díaz, periodista de profesión, para quien la tra-ducción de cuentos y relatos en su Diario de Las Palmas fue una práctica muy habitual. Los escritores canarios del modernismo no fueron, por su-puesto, insensibles a la traducción. De un poeta que los acom-pañó de cerca, Domingo Rivero, sólo conocemos una traducción —muy bella— del soneto «El soldado», del inglés Rupert Brooke. Tomás Morales, por invitación de Carmen de Burgos, tradujo con acierto en 1909 un puñado de poemas de Leopardi, entre ellos «El infinito». No me resisto a detenerme en uno de esos poemas, no sólo para contrarrestar la prolijidad de estas notas, sino también por tratarse de un texto muy significativo en el que Leopardi traduce («imita», dice él mismo) al poeta francés A. V. Arnault: 38 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 18 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA LA HOJA Lejos de la floresta, débil hoja marchita, ¿dónde vas? —De la oscura haya donde nací, me apartó el viento, y volando en su entraña, desde el bosque llevóme a la llanura y desde la llanura a la montaña... Consigo eternamente voy peregrina, a su capricho fiel; voy donde toda cosa: a donde, fatalmente, va la hoja de rosa y la hoja de laurel. Al traducir una traducción (Arnault es traducido por Leo-pardi, Leopardi es traducido por Morales), el poeta canario nos estaba entregando, acaso sin saberlo (dudo mucho que conocie-ra el texto francés del poema), una metáfora perfecta de la tra-dición poética europea, hecha de sucesivas traducciones o traslaciones, de intercambios, transfusiones y adaptaciones lite-rarias múltiples, empezando por las adaptaciones de la cultura griega por parte de la cultura latina. Hace muchos años yo mismo reuní y reedité unas cuantas traducciones que Alonso Quesada llevó a cabo de poetas como Teixeira de Pascoais, Heine, Jean Moréas, el desconocido Guido Foglietti, D’Annunzio y otros. Recientemente, el investigador Antonio Henríquez ha encontrado más textos en los periódicos y revistas de la época. Todo ello revela claramente un interés hacia las literaturas extranjeras y la traducción poética por par-te del autor de El lino de los sueños. Es una verdadera lástima el que se hayan perdido (si es que llegaron a terminarse) sus versiones de algunas páginas de Amiel y de la Defensa de la poesía de Shelley, trabajos de los que hoy sólo nos queda la mera noticia. Por supuesto, no puede faltar en nuestro repaso una refe-rencia —aunque sólo pueda ser muy breve— a las revistas del Núm. 51 (2005) 39 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 19 momento. No fue Castalia una revista particularmente afecta a la traducción, pero es curioso, sin duda, el que en su núme-ro 10 viera la luz un estudio de P. Giralt en el que se comparan seis versiones distintas de un mismo poema de Heinrich Heine. Tarea de investigación pendiente, por otra parte, es la recopila-ción de las traducciones de Manuel Verdugo, así como las de Luis Benítez Inglott —algo más tarde, pero muchas de ellas coincidentes en el tiempo: ambos mueren en la década de 1950. La única traducción que publicó la revista La Rosa de los Vien-tos —tres de los Nuevos poemas de Rilke, por el catedrático Abelardo Moralejo— merece ser recordada: Jaime Siles conside-ra que la versión del titulado «La pantera» es la mejor que se ha realizado hasta hoy al español. La revista Gaceta de Arte publicó, por supuesto, muchas traducciones, sobre todo de ar-tículos y ensayos, aunque, extrañamente, no acostumbraba a hacer constar el nombre del traductor. Quisiera retener aquí, sin embargo, las versiones de algunos poemas surrealistas, cuyos traductores se ignoraban hasta fecha muy reciente, y que hoy conocemos gracias a un documento firmado por Pedro García Cabrera (recogido en mi artículo «La literatura de vanguardia en Canarias (1920-1939): hacia un balance crítico», en J. Pérez Bazo, ed., La vanguardia en España. Arte y literatura, 1998). Sabemos, en efecto, que la excelente versión del poema de André Breton «La unión libre», publicada en el número 35 (septiem-bre de 1935), se debe a Domingo Pérez Minik, una traducción autorizada y revisada por el propio Breton y que circuló, según García Cabrera, en diversas antologías del surrealismo publica-das en América. El propio García Cabrera es el traductor no mencionado de los poemas de Benjamin Péret y Paul Éluard que se publicaron en el número siguiente. Todos esos poemas pro-ceden, según parece, del «acto de afirmación poética» que el grupo de franceses y sus amigos canarios celebraron en el Puer-to de la Cruz en mayo de 1935. Otros poetas canarios del gru-po de Gaceta hicieron también traducciones. Por su particular belleza, quisiera leer aquí la que de un poema de Breton hizo el trágicamente desaparecido Domingo López Torres. Fruto de sus conversaciones con Óscar Domínguez, y antes de viajar a Ca-narias, Breton escribió, en efecto, estos hermosos versos: 40 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 20 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA Se me dice que allá abajo las playas son negras de la lava que marcha hacia el mar precipitándose al pie de un inmenso pico de humeante nieve bajo un segundo sol de canarios salvajes. ¿Cuál es, pues, este país lejano que parece sacar toda su luz de tu vida, y tiembla con su realidad en la punta de tus pestañas dulce a tu encarnación como lienzo inmaterial, fresco, salido de la maleza entreabierta de las edades? Detrás de ti, lanzando sus últimos fuegos sombríos entre tus piernas, el suelo del paraíso perdido, cristal de tinieblas, espejo de amor. Y, más abajo, hacia tus brazos que se abren en la prueba de la Primavera. Detrás de la inexistencia del mal, todo el manzanar en flor del mar. En la postguerra, la situación cambió de manera radical. El aislamiento político y cultural del país se dejó notar en seguida. Claudio de la Torre, de la generación anterior, edita en esta épo-ca una traducción de Novelas y cuentos de Oscar Wilde (1945, con Julio Gómez de la Serna y E. P. Garduño). La revista Mensaje no publicó prácticamente traducciones, salvo las de dos o tres auto-res portugueses y la de dos poemas de Jacques Fontaine, en ver-sión de Ventura Doreste. Y ya que cito a este poeta y ensayista, añadiré que a él se debe, pocos años después (1954, en el núme-ro 8 de la revista Gánigo, y luego reeditada en un cuaderno casi secreto), la traducción de seis poemas de Emily Dickinson, tenien-do a la vista —aclara él mismo— otra traducción publicada en Puerto Rico en 1947, que se aparta un tanto del original inglés, lo que le movió a realizar la suya propia. En esa misma revista, Gánigo, publicó Doreste otras traducciones: de André Chenier, por ejemplo, en el número 6 (noviembre-diciembre de 1953). Como Mensaje, no valoró Gánigo de manera especial la traducción, pero, a diferencia de aquélla, su larga existencia (1953-1969) le permitió publicar, excepcionalmente, a poetas como Blaise Cen-drars, Ungaretti o Guillevic. Señalemos también que en sus pági-nas aparece ya alguna que otra traducción de quien habría de ser, con los años, una autoridad en la materia: Ángel Crespo. Núm. 51 (2005) 41 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 21 De ese mismo decenio de 1950 data, sin embargo, un traba-jo que considero de especial importancia. Me refiero a la traduc-ción de la totalidad de la obra poética de Leopardi que publica en Barcelona, en 1951, el poeta canario Diego Navarro. No es la primera vez que hablo del interés que presenta este trabajo, acompañado de unos amplios apéndices con notas, cronología y bibliografía aunque, por desgracia, la edición de los poemas es monolingüe. La traducción de Navarro de los Cantos del poe-ta de Recanati es notable por muchas razones, pero sobre todo, en mi opinión, por su tersura rítmica y por su sabiduría pro-sódica. Tengo noticia de otras traducciones de Navarro, esta vez del persa Omar Khayyam, pero no he conseguido localizarlas hasta el momento. Por derecho propio, un traductor canario de la generación de la vanguardia merece un tratamiento aparte. Me refiero al tinerfeño Antonio Dorta, que tras una brillante carrera como periodista y crítico en el período prebélico pasó en la postguerra a realizar traducciones de particular interés. A partir de 1942, en efecto, empieza a traducir para la madrileña Editorial Pegaso una serie de volúmenes eruditos sobre civilizaciones antiguas —Grecia, Roma, India, Bizancio—, pero pronto se inclinaría ha-cia la prosa de ficción, en la que se especializó, especialmente de prosistas ingleses. Nos impresiona hoy el número de traduc-ciones realizadas por Dorta, así como su notable calidad media. Aunque no vivía de su trabajo como traductor de libros (Dorta era funcionario de un organismo internacional, y vivió muchos años fuera de España), convirtió la traducción en una forma de ser intelectual y ética; su manera de estar en el mundo era, se diría, trayendo al español continuamente obras que amaba por una razón u otra. Ya a finales de la década de 1940 se edita su versión de El anticuario (1948), de Walter Scott, así como los Recuerdos (1949) de Carlyle, al que siguió pronto, del mismo autor, la Vida de Schiller (1952). Era el comienzo de una amplia dedicación a las letras inglesas, que continuó con sus versiones de Mathew Arnold (Poesía y poetas ingleses, 1950), John Ruskin (Sésamo y lirios, 1950), Thomas de Quincey (El asesinato consi-derado como una de las bellas artes; El coche correo inglés, 1966), James Boswell (La vida del doctor Samuel Johnson, 1966, con 42 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 22 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA numerosas reediciones hasta hoy mismo, la última con un pró-logo de Fernando Savater), sin olvidar a los norteamericanos, como Emerson (Ensayos escogidos, 1951) o George Ticknor (Diario, 1952). Este último libro me ha hecho pensar siempre que Antonio Dorta debió de sentir a lo largo de toda su vida una especial predilección por el género o subgénero del diario, pues, además del que acabo de citar, tradujo también una selección del famoso Diario (1954) de Samuel Pepys —la única que ha podido leerse en español hasta una reciente edición publicada en Sevilla, en la que, por cierto, se traduce no del inglés sino de una versión francesa—, o el Diario (1954) de Walter Scott; ese interés por el diario hizo que editara en 1963, en colaboración con Manuel Granell, una excelente Antología de diarios íntimos. Pero Dorta traducía también del francés, y le debemos, igual-mente, versiones del no menos célebre Diario (1952) de Jules Renard o el Diario (1955) de Stendhal, además de la Vida de Séneca (1952) de Diderot. Asombrosamente, Dorta sacó tiempo para traducir también, con la colaboración de Julio Gómez de la Serna, los dos volúmenes de la Historia de la filosofía occi-dental (1971, reeditada en varias ocasiones), de Bertrand Russell, así como otros libros de éste (Spinoza, 1971, o La filosofía mo-derna, 1978). Dorta es, en opinión de un anglista, el poeta y crítico Bernd Dietz, «un excelente traductor de literatura ingle-sa ». Su admirable entrega a la tarea no siempre reconocida de la traducción es, como señalé hace un momento, todo un ejem-plo intelectual y ético. Otro ejemplo, no menos admirable, es sin duda el del san-tanderino Felipe González Vicén, afincado desde 1947 en Tenerife, donde murió en 1991. Aunque la mayor parte de sus traduccio-nes pertenecen al campo de la filosofía y el derecho —de Nietzsche a Bloch, de Bachoffen a Welzel—, realizó también muchas traducciones literarias, entre las cuales figuran los Cuen-tos de la Nueva Holanda de Hawthorne o Michael Kolhass, de Heinrich von Kleist. Tampoco faltó en su trabajo la traducción de estudios literarios, como los de Vossler, o muy conocidos en-sayos críticos, como los de Arnold Hauser o Romano Guardini. Nos acercamos al límite que me he marcado en las presen-tes notas, como anuncié al principio: los autores canarios naci- Núm. 51 (2005) 43 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 23 dos en la década de 1930 y que empezaron a aparecer pública-mente dos decenios después. Arturo Maccanti, por ejemplo, ha traducido a algunos poetas italianos, trabajos que no han sido recogidos en volumen. De este período, sin embargo, quisiera sobre todo mencionar a un poeta y ensayista grancanario que publicó dos volúmenes de traducciones y que logró en ellas un probado nivel de calidad. Hablo de Felipe Baeza Betancort, a mi juicio el escritor canario de su generación que más conciencia ha tenido de la importancia del fenómeno de la traducción. En 1969 publica éste, en efecto, el libro Diez poemas checoslovacos. En una nota inicial leemos: Los poemas de este libro no han sido traducidos directa-mente de su idioma originario, sino de una versión inglesa [...]. He escogido estos diez poemas ... guiándome solamen-te por mi gusto personal [...] esta colección, demasiado breve en su contenido, totalmente libre, por no decir anár-quica, en su selección, y que llega al lector a través de un tercer idioma tan extraño al original como el nuestro ... no puede ofrecerse con otras dimensiones que las de una sim-ple noticia sobre estas literaturas aparentemente remotas, pero no tan extrañas a nosotros si consideramos que, por encima de las diferencias elementales y temporales de ra-zas y sistemas, pertenecimos durante siglos y aún pertene-cemos a un mismo ámbito cultural europeo en el que nada puede ni debe sernos extraño. Estas precisas palabras al frente de una versión de poemas checos encierran, por lo menos, dos aspectos de particular rele-vancia en lo que a la práctica de la traducción se refiere; a esa práctica —añado— en un medio geográfico y cultural concreto: el de Canarias en la década de 1960. En primer lugar, Baeza se comporta como un traductor hedónico, llevado solamente por su gusto personal y por el deseo de ver en su propia lengua unos poemas que le atraen, por mucho que no se traduzcan de su lengua original. En segundo lugar, el europeísmo que revelan las palabras transcritas es algo más que una vocación: es una con-dición, es una realidad cultural de las Islas. Si debemos ser fie-les a esa realidad, las lenguas no serán una limitación. Se me figura que un planteamiento no muy distinto es el que llevó, por 44 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 24 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA ejemplo, a José Ángel Valente a traducir casi por las mismas fechas —también hedónicamente— al poeta judío Jehuda Amichai, y a hacerlo no del hebreo originario sino de su traduc-ción inglesa. Un año después publicó Baeza el libro 50 poemas ingleses, en un arco —no se pretende antología— que va desde el rena-centista Phillip Sidney hasta contemporáneos como Brian Patten y Wendell Berry. No pocas de estas traducciones son, en verdad, modélicas, desde la de «Oda a una urna griega» de John Keats hasta la de «Tú has morir también, amado polvo», de la poeta norteamericana Edna St. Vincent Millay. Creo que podríamos concluir con la lectura de este último, un bello poema en una versión española no menos bella: TÚ HAS DE MORIR TAMBIÉN, AMADO POLVO Tú has de morir también, amado polvo, y toda tu belleza no podrá preservarte. Esta mano sin mancha, la cabeza perfecta, este cuerpo de llamas y de acero, ante el soplo de la muerte o vencido por su escarcha de otoño será como una hoja, no estará menos muerto que la primera hoja que sucumbió, ya herida su belleza. Estragada. Desintegrada. Yerta. Mi amor no ha de salvarte cuando llegue tu hora. A pesar de mi amor, te alzarás ese día, y te irás derrumbando poco a poco en el aire oscuramente, igual que una flor ya marchita. Y nada importará que fueras tan hermoso o mucho más amado que lo demás que muere.
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Título y subtítulo | Canarias : la traducción como tradición |
Autor principal | Sánchez Robayna, Andrés |
Publicación fuente | Anuario de estudios atlánticos |
Numeración | Número 51 |
Sección | Literatura |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Madrid ; Las Palmas |
Editorial | Cabildo Insular de Gran Canaria |
Fecha | 2005 |
Páginas | p. 021-044 |
Materias | Traducción e interpretación ; Canarias |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 80554 Bytes |
Texto | L I T E R A T U R A Núm. 51 (2005) 21 68 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN PO R ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA A mis compañeros del Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna, por su trabajo, su fe y su amistad. Toda comunidad humana mínimamente evolucionada está definida en su misma esencia, y de manera decisiva, por las re-laciones que mantiene con otras comunidades y otras lenguas. Tan sencilla verdad tiene su verificación acaso más exacta en el fenómeno de la traducción, que, en la acepción más común del término, es el medio del que la cultura se sirve para hacer posi-ble la comunicación entre grupos humanos poseedores de len-guas diferentes. Sin embargo, no puede ni debe en modo algu-no limitarse el concepto de traducción únicamente al hecho de «volver la sentencia de una lengua en otra», para decirlo con la vieja y bella definición de Sebastián de Covarrubias. Es precisa-mente el filólogo toledano quien nos recuerda en su admirable repertorio lexicográfico de 1611 que «en lengua latina [tradu-cir] tiene otras algunas sinificaciones analógicas». De hecho, la traducción —vale decir: la traslación, la transferencia— no es sólo la que se produce de un idioma a otro, sino también la que puede producirse de una situación cultural a otra, de un géne- 22 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 2 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA ro literario a otro, de una forma artística a otra... «Aprender a hablar es aprender a traducir», afirmó en cierta ocasión Octavio Paz. Otros van aún más lejos, y aseguran que incluso pensar es traducir. ¿Qué es la historia de las civilizaciones, la historia de las culturas, sino la historia de las traducciones, de las trasla-ciones que han tenido lugar de unas a otras? Canarias, ponga-mos por caso, es el resultado de un conjunto de traducciones culturales, es decir —en el sentido aludido—, del modo en que hasta estas Islas se han trasladado formas de vida, conocimien-tos y hasta una lengua diferente a la hablada en el archipiéla-go antes de la conquista castellana. Es preciso, sin embargo, limitar aquí nuestro objeto de re-flexión a la traducción entre lenguas. Y debemos hacerlo subra-yando que la traducción, en este sentido, es un capítulo central de la teoría de la cultura. «Las fronteras de la cultura no están, ni deben estar, cerradas», afirma T. S. Eliot en el capítulo final de su libro Notas para la definición de la cultura. En ese mismo ensayo, al hablar de su concepto de la cultura europea, asegura lo siguien-te: «Ya he afirmado que no puede haber cultura “europea” si los países están aislados unos de otros. Ahora añado que no puede haberla tampoco si los países son reducidos a su identidad. Nece-sitamos variedad en la unidad, no en la organización sino en la naturaleza», concluye Eliot. Si enlazamos esta idea con el hecho de que, en la práctica, las culturas no son nunca impermeables (nunca lo son, al menos, las de aquellas que antes llamé socieda-des mínimamente evolucionadas), es fácil deducir que las culturas serán tanto más ricas cuanto más interflujos o intercambios mantengan con otras culturas. Es lo que el mismo Eliot recono-ce en su ensayo cuando, al pasar a hablar de literatura, afirma que «el día en que los poetas dejen de leer la literatura escrita en otros idiomas, la poesía decaerá en todos los países». Pues bien: una de las formas en que más y mejor tienen lugar esos intercam-bios, esos influjos, es precisamente la traducción, cuyas caracte-rísticas principales no son otras que la pasión por la alteridad y el diálogo intercultural. Ambas cosas han sido, sobra decirlo, decisi-vas para nuestra civilización. Una vez señalada la relevancia que la traducción entre len-guas presenta en la «definición de la cultura», debo apresurar- Núm. 51 (2005) 23 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 3 me a precisar el objeto de mis reflexiones de hoy, y también su marco o su contexto. Empezaré por decir que me propongo, en lo que sigue, examinar de manera panorámica cuál ha sido el papel de la traducción en el desarrollo de la literatura y de las ideas literarias en Canarias. Hago, pues, una primera acotación, que consiste en escoger, de todas las formas de traducción exis-tentes, tan sólo las de carácter literario. Es inútil aclarar que no puedo aquí, por limitaciones de tiempo, entrar a valorar la apor-tación específica de cada uno de los traductores literarios en las Islas. Lo que ahora me interesa, sobre todo, es conocer cuál ha sido el interés de los autores canarios por la traducción a lo largo de la historia, lo que equivale a decir que lo que en ver-dad me importa es, en realidad, saber el grado de conciencia que los escritores canarios han tenido de la importancia del fenóme-no de la traducción. Y no en abstracto, sino también —cuando ello es posible— en relación con el medio cultural preciso de Canarias, un medio que ha ido transformándose a lo largo de los tiempos. No se me oculta que sería acaso más eficaz, en orden a lo que persigo, ceñir mi pesquisa a una época determi-nada o a un autor o a unos autores concretos; lo cual es inne-gable, sobre todo, en cuanto a la profundización que aquí no puedo llevar a cabo. Sin embargo, ocurre que la investigación que realizo no tiene, que yo sepa, antecedentes, fuera de algún trabajo suelto sobre tal o cual traducción específica. Y lo que aquí me propongo es ofrecer una información hasta hoy no sistematizada ni vista en su continuum histórico, una informa-ción que nos permita tener una visión panorámica de nuestro tema, previa y tal vez especialmente útil a otros trabajos futu-ros que busquen penetrar en valoraciones y aportaciones parti-culares e indagar la significación de textos concretos. La traduc-ción, pues —y eso es lo que dice el título de estas notas—, como tradición, como continuidad cultural. No acaban aquí las necesarias aclaraciones preliminares. Debo decir también que la visión panorámica aludida ha de interrumpirse forzosamente con los escritores canarios llamados del mediosiglo, porque prolongar el análisis a la situación cultu-ral posterior a la década de 1960 —es decir, la década en que se produce el llamado «cambio social» en Canarias— y llevarla 24 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 4 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA hasta el momento presente exigiría, sin duda, tanto por el nú-mero de traductores y traducciones como por las características culturales del período en cuestión, un tiempo y un espacio del que no dispongo aquí; quede eso para otra ocasión, para una posible segunda parte de esta aproximación inicial a nuestro tema. Mi última aclaración preliminar es también un asunto de método: hablo ante todo de traductores canarios o residen-tes en Canarias que han realizado sus trabajos de traducción en las Islas. Mencionaré también, sin embargo, traducciones rea-lizadas por autores canarios más allá del concreto contexto in-sular. * * * No deja de ser significativo el que la traducción se encuen-tre en la raíz misma del capítulo con el que arranca la expre-sión literaria en el archipiélago. En efecto, debemos al ingenie-ro cremonés Leonardo Torriani, como es sabido, la conservación de dos endechas en lengua aborigen, una recogida en Gran Canaria y otra en El Hierro. Y el ingeniero traduce esos versos. Lo hace, claro está, a la lengua de su informe, el italiano. La Descripción e historia de las Islas Canarias está escrita en un idioma que no es el de los conquistadores castellanos, y las en-dechas aludidas nos llegan, junto a los versos originarios, en una traducción. Lo que nosotros leemos —la traducción caste-llana— es, nótese bien, la traducción de una traducción, lo cual proporciona ya una idea clara de hasta qué punto el mecanis-mo traductor opera ineludiblemente en los procesos de transmi-sión cultural. Digo ineludiblemente porque, además, la comuni-dad aborigen y los conquistadores tenían lenguas diferentes, y el proceso de aculturación no preservó, por desgracia, otros tex-tos en lengua prehispánica a través de traducción. Semejante cruce de lenguas en la transmisión de las dos endechas citadas se diría que es ya una metáfora no sólo de los cruces étnicos ya presentes en la propia población aborigen, según los antropó-logos (cromañoide norteafricano, euroafricano protomediterrá-neo, mediterráneo), sino también de las múltiples aportaciones que la cultura insular recibirá tanto de castellanos como de ita- Núm. 51 (2005) 25 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 5 lianos, flamencos, portugueses, judíos, moriscos, negros y hasta indios. La primera gran manifestación del uso estético de la traduc-ción en las Islas no es otra, sin embargo, que la versión de la Jerusalemme liberata de Torquato Tasso realizada por el canóni-go grancanario Bartolomé Cairasco de Figueroa. Alguien que ha estudiado concienzudamente ese trabajo, el recordado profesor Alejandro Cioranescu, afirma que «la traducción del Tasso era quizás la obra más difícil que podía proponerse un poeta de fi-nes del siglo XVI». Por varias razones, se trata de un trabajo notable y significativo. Si nos atenemos a lo que el traductor nos dice en la «Canción dedicatoria» al arzobispo don Rodrigo de Castro que precede a la obra, el primer trabajo literario de Cairasco fue precisamente esta traducción. Este dato no es, des-de luego, irrelevante: resulta, entre otras cosas, una especie de declaración de intenciones poéticas, luego confirmadas en la nota «Al lector». Elocuente es ya, de entrada, que Cairasco haya deseado templar su lira con un ejercicio tan difícil como éste. Es verdad que sus orígenes ítalo-nizardos lo forzaban un poco a esta tarea; nada, sin embargo, lo obligaba desde el exterior. Cairasco rinde así tributo, con una empresa desafiante, a la lí-rica italiana de la que bebe todo el Renacimiento español. Al traducir las rutilantes octavas italianas, Cairasco está no sólo ejercitando sus dedos en la estrofa por antonomasia del poema extenso —una estrofa de la que extraerá más tarde ricas sutile-zas constructivas en su Templo militante—, sino que inaugura con su traducción un trabajo poético que se quiere ambicioso, porque ambiciosa es ya su empresa de traducción del Tasso. Las libertades que se toma al traducir (y que hoy nos pueden pare-cer sorprendentes) eran sin embargo habituales en su tiempo, en el que traducir significaba sobre todo recrear. Más nos debe llamar la atención, sin embargo, el que declare, en la nota «Al lector», que siempre ha sido «enemigo destas traducciones», por su dificultad casi insuperable. ¿Por qué decidió, entonces, reali-zar la suya? Sus palabras son más que curiosas: la culpa —dice— la tienen «el ruego de amigos (...) y el gusto de nove-dades, cosa muy propia de islas, y especialmente desta de Cana-ria ». El «ruego de amigos» tiene todo el sabor de un tópico de 26 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 6 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA época. No así, en cambio, lo segundo, una declaración verdade-ramente preciosa para lo que aquí nos ocupa: esas palabras hablan no ya sólo de un rasgo espiritual de la condición insular (ese «gusto de novedades [que es] cosa muy propia de islas») sino también de un rasgo cultural específico de su tierra natal. Que un poeta canario realice a fines del siglo XVI, en Canarias —una comunidad que ha conocido un proceso muy intenso de acul-turación—, una traducción como la del poema de Tasso resulta no sólo un hecho revelador en lo que hace a la personalidad poé-tica del traductor, sino que muestra también un estado de cosas y una actitud cultural precisos. La curiosidad, la búsqueda del otro, de lo otro —lo que hace sólo un momento, en suma, he llamado la «pasión por la alteridad» característica de la traduc-ción literaria—, aparecen ya aquí nítidamente definidas. Gofredo famoso —el título que Cairasco puso a su versión del poema de Tasso— es la única traducción que conocemos de Cairasco. A mediados del siglo XIX, el doctoral Graciliano Afonso se extrañaba de que esta traducción aún permaneciese inédita, «monumento —dice— que quizá será el más grande y más dig-no de hombre tan célebre» (La capilla y sepulcro de Cairasco, 1840); sólo se editaría, como es sabido, en 1967. No volveremos a encontrar en las Islas, en el ámbito de la traducción literaria, un trabajo de esta ambición y este calado cultural hasta el siglo XVIII. Porque, en efecto, ni Antonio de Viana ni Juan Bautista Poggio ni Pedro Álvarez de Lugo ni, con la excepción que men-cionaré en seguida, el franciscano Fray Andrés de Abreu —las voces literarias más representativas del Seiscientos en el archi-piélago—, por lo que sabemos hasta hoy, fueron tentados por la traducción. Al decir esto, sin embargo, soy muy consciente de una ambigüedad cultural que marca todo este período, y que no nos permite, en rigor, decir que todos estos autores no han tra-ducido de otras tradiciones y otras lenguas. Pues si hubiéramos preguntado a cada uno de ellos acerca de este asunto, nos ha-brían dicho con toda seguridad que nunca hicieron otra cosa que traducir a su modo, es decir, al modo de la poética vigente en aquellos tiempos. En efecto, la tradición literaria entendida como imitatio representaba un comportamiento creador que aseguraba la continuidad de la philosophia perennis y de la Núm. 51 (2005) 27 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 7 sapientia veterum, e incluía entre sus procedimientos un concep-to de imitación no alejado de la traducción (entendida ésta, ya se ha dicho, como recreación). Es lo que hará decir a Francisco de Quevedo, por ejemplo, en su edición de Fray Luis de León, al transcribir algunos versos de Propercio, que no sabe si ha hecho con ellos imitación o traducción. Y otra vez tenemos aquí las «sinificaciones analógicas» del concepto de traducción cita-das por Sebastián de Covarrubias. Al escribir sus octavas, sonetos, décimas y romances, todos los poetas canarios que aca-bo de mencionar estaban transfiriendo, adaptando y, en sentido lato, traduciendo la tradición clásica, renacentista y barroca que les venía de la antigüedad grecolatina, Italia y España. Y de ahí, diría yo, el que no se sintieran específicamente tentados por la traducción stricto sensu: ya ellos estaban haciendo traducción, pero de otro modo. Nótese que, precisamente por ello, la traduc-ción del Tasso realizada por Cairasco adquiere, desde un punto de vista retrospectivo, mayor singularidad aún. Pero no nos olvidemos de los humanistas. Solemos pensar que la única literatura que se hacía en Canarias en ese período —y en todo el ámbito de la lengua española— es la escrita sólo en esta lengua, y olvidamos que existe igualmente una produc-ción literaria en latín escrita sobre todo por los llamados «hu-manistas ». Tenemos la suerte de contar en Canarias con una investigación que nos guía en este terreno; me refiero al libro Humanistas canarios de los siglos XVI al XIX (1999), del profesor Francisco Salas. Es verdad que sólo un concepto un poco laxo de «humanismo» permite hablar de humanismo más allá de 1600 (los studia humanitatis pasaron a ser ante todo studia eloquentiae). Poco importa eso ahora. Lo que nos debe intere-sar es que también hay traducciones a otra lengua —el latín— en este momento. Sabemos que el propio Cairasco escribió al-gún poema latino en esdrújulos, pero no conocemos ninguna traducción realizada por él a esa lengua. Sí tenemos noticia, en cambio, de la traducción al latín del tomo primero de la Mística ciudad de Dios de sor María de Ágreda realizada por el francis-cano Fray Andrés de Abreu. No hay en el siglo XVII en Cana-rias, sin embargo, traducciones significativas al latín. Pero las cosas iban a ser distintas muy pronto. 28 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 8 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA A pesar de la completa vigencia de la poética de la imitatio en el siglo XVIII (con matices en los que no puedo entrar aho-ra), la situación cambia completamente en la nueva centuria. La continuidad del principio de la imitatio no impidió, en efec-to, la práctica de la traducción. Cristóbal del Hoyo es autor de una «Paráfrasis del psalmo Miserere mei Deus» sospechosa de haber sido realizada a la vista de otra de su amigo Marcos Alayón. En otra ocasión me he detenido en el análisis de la poesía «seria» del Vizconde de Buen Paso e, indagando en una dirección ya señalada en 1978 por Manuel González Sosa, he examinado el peculiar concepto de traducción e imitación (un concepto, digamos, furtivo) que tenía el autor de Madrid por dentro. Pero el siglo XVIII será un período excepcional en mate-ria de traducción literaria, y son varios los autores canarios que se distinguirán en esta tarea. Veamos los ejemplos más notables. Ya que nos hemos referido a la tradición humanística, siga-mos con ella. Algunos de los escritores canarios de los que ha-blaré a continuación realizaron su trabajo en las Islas; otros, fuera de ellas. Es sabido que todos los Iriarte fueron consuma-dos latinistas, y de Tomás se dice que ya a los doce años no sólo traducía a Cicerón, a Virgilio y a Ovidio sino que también com-ponía versos latinos. (Cabe aquí, entre paréntesis, cierto ejerci-cio de nostalgia cultural de unos tiempos en que el sistema edu-cativo hacía posible un hecho como éste, o el que Arthur Rimbaud obtuviera en 1869, es decir, a sus catorce años, el pri-mer premio de versos latinos en un concurso académico.) Juan de Iriarte traduce una selección de los epigramas de Marcial, pero también, en elegantes dísticos elegíacos latinos, una colec-ción de Epigramas ajenos profanos y sagrados, y unos Refranes castellanos; es sabida, además, su afición incontenible a poner en latín casi cualquier cosa que leía o escuchaba, y que dedicó a la suciedad de Madrid un divertido poema en hexámetros. Es, sin embargo, su sobrino Tomás quien más relieve alcanzó en esa vocación clásica, con versiones de Virgilio, y también de Horacio (que suscitó críticas adversas, y que le hizo polemizar con López de Sedano). Para su versión de los cuatro primeros libros de la Eneida consultó traducciones toscanas, francesas y castellanas, así como la inglesa de Dryden y la portuguesa de Barreto; he Núm. 51 (2005) 29 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 9 aquí, ciertamente, un importante antecedente de lo que hoy lla-mamos la «traducción comparada». Es lástima, por otra parte, que de don José de Viera y Clavijo no tengamos sino escasos fragmentos traducidos del latín; una muestra de esa faceta suya la tenemos, por ejemplo, en los versos de las Geórgicas virgilia-nas con que remata su Librito de la doctrina rural. Tanto Fran-cisco de Saviñón como Miguel de los Santos o el ya citado Marcos Alayón tradujeron sobre todo textos litúrgicos (himnos y salmos), lo mismo que, años más tarde, harían Rafael Bento o José Díaz Loysel, de todos los cuales ofrece puntuales referen-cias la Bio-bibliografía de Millares Carlo. Más interés tiene la tarea llevada a cabo por el gramático tinerfeño José de Acosta, que centró sus desvelos en Virgilio, traduciendo las églogas, las Geórgicas y buena parte del Libro Primero de la Eneida, todo ello acompañado de argumentos y notas explicativas. Pero si el siglo XVIII tiene una importancia central en la tra-ducción literaria para los escritores canarios es sobre todo por la mirada a la Europa del momento que —en consonancia con el espíritu de su tiempo— proponen los Iriarte, Viera y Clavijo y José Clavijo y Fajardo. Todos ellos realizaron traducciones sig-nificativas de diversas lenguas europeas y de la literatura y la ciencia de la época. Cada uno de ellos merece, sin duda, un estudio que analice monográficamente este aspecto de su tra-bajo literario, entendiendo «literario» en la amplia, generosa acepción dieciochesca del término. Tanto Juan de Iriarte como su sobrino Tomás fueron, recuérdese, oficiales traductores de la primera Secretaría del Estado. Para el teatro de los Reales Si-tios tradujo Tomás piezas teatrales como El enfermo imaginario de Molière y La Escocesa y El huérfano de la China de Voltaire, y otras de Destouches, Gresset y Fazon. Años después tradujo El nuevo Robinson, de Campe, pero lo hizo no del original ale-mán sino de su traducción inglesa, como se hace constar en el libro. Bernardo de Iriarte, por su parte, tradujo la tragedia Tancredo (1765) de Voltaire. Veamos lo que su hermano Tomás dijo una vez sobre la traducción: [Aplauden a los traductores] Los que saben cuánto cuesta una buena traducción, cuán útil es y cuántos hombres 30 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 10 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA grandes de todas naciones han empleado sus ingenios en traducir; pero no los que creen que una versión de un idio-ma a otro, aun cuando sea hecha en verso, y de verso, es obra facilísima y que sólo debe ser empleo de escritores incapaces de inventar. [...] Claro está que los que tal dicen o nunca se han puesto a traducir o, si se han puesto, han traducido como los que traducen a destajo y a salir del día: «Deum de Deo, dé donde diere». De otro modo hablarían si se viesen precisados a buscar los equivalentes con pro-piedad, a corregir, o disimular a veces los yerros del origi-nal mismo, a limar la traducción de suerte que no pue-da conocerse si lo es, y a connaturalizarse (digámoslo así) con el autor cuyo escrito traslada, bebiéndole las ideas, los afectos, las opiniones, y expresándolo todo en otra lengua con igual concisión, energía y fluidez. (Cito por Julio Cé-sar Santoyo, ed., Teoría y crítica de la traducción: antolo-gía, 1987.) Una traducción «que no pueda conocerse si lo es»... Ese ideal de transparencia resulta suficientemente explícito en lo estético y en lo ético. Con razón subraya este fragmento José Francisco Ruiz Casanova en su Aproximación a una historia de la traduc-ción en España (2000). Regresemos, sin embargo, a nuestro recorrido. Capítulo es-pecial merece, en este panorama, don José de Viera y Clavijo. Un simple repaso a los títulos recogidos en las Memorias ... con relación a su vida literaria que leemos al frente de su Dicciona-rio de historia natural de las Islas Canarias arroja un considera-ble número de obras traducidas. En la excelente monografía que Victoria Galván ha dedicado al gran polígrafo canario (La obra literaria de José de Viera y Clavijo, 1999) encontramos sendos capítulos dedicados a la traducción de obras teatrales y a la poesía imitada y traducida, algunas de cuyas conclusiones son, por cierto, extensibles a otros autores del momento, canarios o no, que todavía carecen de estudios específicos en esta materia. En el teatro, Viera tradujo seis tragedias francesas, entre ellas dos de Racine (Berenice y Mitrídate) y una de Voltaire (Junio Bruto), además de una tragedia italiana, Mérope, de Scipione Maffei, que Voltaire había elogiado calurosamente. Como se encarga de aclarar Victoria Galván oportunamente tomando como ejemplo el Bruto de Voltaire, Viera, en rigor, no traduce, Núm. 51 (2005) 31 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 11 sino que adapta, según una fórmula que ha llegado hasta nues-tros días, y que en la época era ya moneda común. Ampliar o modificar el texto de origen, así como suprimir fragmentos en-teros, formaba parte, en efecto, de la «recepción» de la pieza teatral, especialmente fuera de su contexto cultural inmediato. Alejandro Cioranescu ya subrayó el interés estético o estilístico de las dos versiones de Racine, y Victoria Galván no deja de subrayar las libertades —a veces injustificadas y más allá de lo esperable, y por ello nos sorprenden doblemente— que es posi-ble advertir en la práctica traductora de Viera. Casi otro tanto puede decirse de sus traducciones poéticas, de Perrault (Apolo-gía de las mujeres) a Boileau (dos de sus doce sátiras, la de La nobleza y la de El hombre) pasando por Blain de Saint-Mort, Delille, La Serre, Helvetius, Jean-Antoine Roucher... El Ensayo sobre el hombre de Alexander Pope lo tradujo no del inglés sino a partir de una traducción francesa. Llegó a flexibilizarse tanto, en la época, el procedimiento traductológico que se borraban casi por completo las fronteras entre imitación y traducción. Aseguraba la segunda edición de la Enciclopedia francesa: «Nada más difícil, nada más raro que una buena traducción, porque nada es ni más difícil ni más raro que guardar un justo medio entre la licencia del comentario y la servidumbre a la letra. Un atenerse demasiado escrupuloso a la letra destruye el espíritu y es el espíritu el que le da vida; demasiada libertad destruye los rasgos característicos del original y hacen infiel la copia». ¿Cómo se veía, en ese momento, la diferencia entre imi-tación y traducción? Añade la Enciclopedia: «si [el traductor] se aleja demasiado del original, no traduce, imita; si copia dema-siado servilmente, hará una versión y no será más que un trasladador. Y en esto no hay término medio» (M. A. Vega, ed., Textos clásicos de la teoría de la traducción, 1994). La doctrina de la imitatio permitió a Viera, como se lo permitió a otros mu-chos neoclásicos, hacer toda clase de aproximaciones a diferen-tes textos en lenguas extranjeras al adaptarlos libremente en español. ¿Imitación o traducción? Tiene razón Cuyás de Torres cuando, al hablar de algunos textos de Juan de Iriarte en un artículo de 1989, se preguntaba: «¿Juan de Iriarte, traductor o poeta original?» (Actas del VI Congreso Español de Estudios Clá- 32 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 12 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA sicos, III, 1989). La misma pregunta debemos hacernos en el caso de Viera y de tantos otros líricos del momento. Con toda la poe-sía imitada o traducida del XVIII —y Viera no es en esto una ex-cepción— debemos, me parece, buscar un equilibrio entre el irre-nunciable juicio crítico y la consideración de las ideas literarias de la época. La traducción suele ser, para el escritor del XVIII, más un arma de combate ideológico que una preocupación estética, aunque ésta no se desprecie en muchos casos; con la traducción quiere el escritor contribuir tanto a combatir la superstición y facilitar la reforma del teatro y de las letras todas como a difun-dir los progresos científicos y la racionalidad que debe presidir en todo momento cualquier actividad humana. Estos principios fueron igualmente, claro está —e incluyo también en ellos las ideas sobre la traducción—, los de José Clavijo y Fajardo. La traducción constituye, en efecto, una fa-ceta especialmente importante en la fecunda personalidad inte-lectual del escritor lanzaroteño. Es sabido que tradujo, entre otras obras, las Conferencias y discursos de Massillon y la Andró-maca de Racine, El vanaglorioso de Destouches y El heredero universal, de Regnard. Más sorprendente es que tradujera asi-mismo, según Viera, El barbero de Sevilla de Beaumarchais, des-pués del aparatoso y conocido affaire que puso en boca de todos los cortesanos europeos el nombre del lanzaroteño. Las muy elásticas ideas sobre la traducción que alimentaban Clavijo y su época tienen claro reflejo en las páginas de El Pensador, muchas de las cuales son a menudo simples traducciones directas de sus modelos franceses y, a través de éstos, los ingleses. Pero no sólo traduce Clavijo los periódicos europeos, sino que cada vez que lo necesita traslada abiertamente a los autores que admira, como es el caso de Rousseau. En fecha aún no lejana, y a tra-vés de un estudio comparativo, José Santos Puerto («La pene-tración de Rousseau en España: el caso de El Pensador de Clavijo y Fajardo») ha mostrado cómo prácticamente la mitad del Pensamiento XII de Clavijo, que versa sobre la educación, es una puntual traducción de algunas páginas del libro I del Emilio de Rousseau. Esta flexibilidad en cuanto a la «apropiación» no ya sólo de ideas sino también de textos ajenos escritos en otras lenguas Núm. 51 (2005) 33 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 13 —una flexibilidad que llegaba a desdibujar casi por completo los límites entre texto original y texto traducido— no significaba, sin embargo, despreocupación o desinterés por los problemas inhe-rentes a la traducción literaria. Más bien todo lo contrario: es dato no demasiado sabido que los mismos ingenios que idearon y crearon en el siglo XVIII la Real Academia de la Lengua desea-ron crear asimismo una institución paralela: la Real Academia de Traductores. Los dos últimos decenios de esa centuria cono-cieron en España, en efecto, una verdadera multiplicación de libros traducidos. José Clavijo y Fajardo contribuyó a ese intere-sante fenómeno. El trabajo de traducción, sin duda, más nota-ble realizado por Clavijo fue su versión de la Historia natural de Buffon: desde 1785, en que aparece el primer volumen, hasta la publicación en 1805 del tomo XXI (otros tres verían la luz póstumamente, treinta años más tarde), la Historia de Buffon (continuada por La Cépède) pudo ser leída en español gracias a una empresa de traducción de considerable alcance. Se trata de un hito para la historia de la ciencia en España, empezando por las setenta páginas admirables del «Prólogo» del traductor. Pero éste, una vez más, adapta, añade, quita y remodela el texto ori-ginal a su gusto y criterio. En sus excelentes apuntes sobre la historia de la traducción, la investigadora Brigitte Lépinette ha comentado esta traducción. Vale la pena reproducir casi por entero su reflexión: El canario Clavijo y Fajardo, al final de una vida digna de ser novelada, traduce la Historia natural de Buffon que se publica en Madrid en la Imprenta Real en 1785. Precede a esta traducción un largo prólogo en el que, entre otras cosas, Clavijo y Fajardo sostiene la tesis de la superioridad de los españoles en el campo de la historia natural hasta el siglo XVII. Esta especie de contrapeso a una supuesta superioridad científica francesa al final del siglo XVIII me-rece indudablemente ser integrada como elemento signifi-cativo en el debate ideológico de la Ilustración y como dato que sirve para reconstruir la imagen que los españoles te-nían de sí mismos y de su país. En lo directamente relati-vo a la traducción misma del texto francés, el traductor explica, sin embargo, las razones por las que su propio tex-to no puede tener la belleza del original y los motivos por 34 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 14 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA los que su traducción no recoge íntegramente el original, lo que sirve a su vez como justificación del derecho del traductor a suprimir elementos de su fuente o a transfor-marla. Se observa, por otra parte, que este mismo tra-ductor de la Historia natural de Buffon añade también al texto original fragmentos de su propia cosecha, lo que, fi-nalmente, transforma la traducción en una obra sorpren-dentemente dual. Textos de esta naturaleza —que hace falta reunir, repertoriar, analizar, etc.— representan piezas importantes para la construcción de la historia de la tra-ducción en España en lo relativo a las concepciones meta-traductológicas. (Brigitte Lépinette, «La historia de la tra-ducción. Metodología. Apuntes bibliográficos», 1997.) Queda claro, así pues, el concepto que tenían de la traduc-ción tanto Clavijo como, en general, todos los escritores y «lite-ratos » de su tiempo (y entre los «literatos» se cuentan también, naturalmente, los científicos). En 1793, José de Vargas Ponce escribía: «Por eso [por la dificultad del traducir] son tan acree-dores al agradecimiento nacional un Clavijo, un Yriarte y algu-nos otros, [...] pues en una era tan deplorable para la lengua, no tan solamente traducen obras importantes y necesarias, sino con decencia, propiedad y conocimiento» (Santoyo, en su cita-da Teoría y crítica...). Fase histórico-literaria apasionante, sin duda, es la que pre-cede al romanticismo, movimiento cuya debilidad en España no debe hacernos olvidar su extraordinaria trascendencia en toda Europa. Ocurre que no es fácil delimitar con absoluta nitidez el paso que va de las ideas neoclásicas a las románticas, empezan-do por el mismo Goethe. No entraré aquí en esta delicada cues-tión. Lo que me interesa ahora es subrayar que Canarias contó en ese período con una figura de indudable relieve; me refiero, claro está, al doctoral Graciliano Afonso, cuya vida se prolonga hasta 1861, y cuya fecundidad como traductor —el único aspec-to que aquí examino— le otorga un puesto de privilegio en este panorama. Ya en las anacreónticas que edita en El beso de Abibina, de 1838, agrupa poemas originales y traducciones, como lo haría, y de hecho lo hace, más de un poeta de hoy mismo. Pero la Arcadia del valle de Tacoronte dejará paso a paisajes menos idílicos y cantados con más exaltación. Sus tra- Núm. 51 (2005) 35 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 15 ducciones de poetas clásicos y modernos nos hacen pensar tan-to en un humanista —es, se dice, el «último humanista» ca-nario— como en un moderno homme de lettres para el cual la lectura en otras lenguas y la traducción constituyen parte irre-nunciable de su forma mentis. No sorprende que un helenista y latinista intente su propia versión de las Odas de Anacreonte y de Hero y Leandro de Museo; de la Eneida de Virgilio y del Arte poética de Horacio, pero sí que se atreva con la Antígona de Sófocles, y que lo haga siempre con notas y comentarios. Pero el interés de Afonso por la traducción lo llevó a verter igualmen-te en español el Ensayo sobre la crítica y El rizo robado de Alexander Pope. No contento aún con ello, se las ve con el Pa-raíso perdido de Milton y con los Basia del poeta flamenco neo-latino Juan Segundo Everaerts. A pesar de las disculpas que ofrece al lector sobre la mucha edad con que se enfrenta a casi todos estos trabajos (de El rizo robado, por ejemplo, dice con gracia que «el traductor concluyó su tarea en quince días, apre-miado por los setenta y cinco años bien cumplidos bajo el go-rro »), hay que examinar esas traducciones como lo que en ri-gor son: esfuerzos muy notables de traer a nuestra lengua obras y valores literarios a partir de unos principios estéticos muy pre-cisos. Es tan amplio el corpus de obras traducidas por Afonso que esta vertiente de su obra merece, en efecto, un detenido estudio monográfico, un estudio que revise los juicios negativos emitidos por Menéndez Pelayo y elabore nuevos planteamientos críticos, no para mantener que se trata de las mejores traduc-ciones que existen al español de esas obras, sino para corregir o matizar juicios críticos previos y, en todo caso, profundizar en el concepto afonsiano de la traducción. Ya se ha dado algún paso en esta línea (véase por ejemplo, de Francisco Salas, «Re-flexiones sobre la traducción del humanista canario Graciliano Afonso», 2003), pero nada se logrará, a mi juicio, si la valora-ción de esas traducciones no se hace a la luz de la propia obra poética del autor y de lo que he llamado sus principios estéti-cos, de los cuales su obra de traducción es inseparable. Es mucho lo que aún queda por hacer, desde luego, en ma-teria de historia de la traducción en las Islas (o, si se prefiere, en el ámbito de la aportación de los autores canarios a esta 36 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 16 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA modalidad literaria). El siglo XIX está especialmente necesitado de aproximaciones críticas que empiecen por proporcionarnos información hoy por hoy ignorada por la mayoría de nosotros. Yo mismo, interesado como estoy desde hace tiempo por la his-toria de la traducción literaria, he sabido por ejemplo sólo hace muy poco de la existencia de un manuscrito inédito, Extracto de la filosofía de la historia, de Voltaire, traducido por Agustín Mi-llares Torres. Del polígrafo grancanario existen también, por cierto, otros cinco volúmenes que contienen traducciones suyas, sobre todo del francés, realizadas entre 1843 y 1846. Del mismo modo, tampoco se ha acercado nadie hasta hoy, a pesar de que se tiene sobrado conocimiento de esas traducciones, a las reali-zadas en París, para la casa editorial Garnier, por Nicolás Estévanez: Diderot (El sobrino de Rameau, 1897), Montesquieu (Del espíritu de las leyes, varias ediciones), La Bruyère (Los ca-racteres de Teofrasto, 1890), Cyrano de Bergerac (Historia cómi-ca de los estados e imperios de la Luna y del Sol, 1902), Walter Scott (Linda moza de Perth, 1907; El Abad, 1908), Hans Chris-tian Andersen, Sainte-Beuve (Juicios y estudios literarios, 1899), Louis Desnoyers (Aventuras de Juan Pablo Chopart, 1898), Tolstoi (Katia, 1905), Henry Greville (La Mamselka y Villoré, 1905), en-tre otros muchos libros de ciencia, de entretenimiento, para público infantil, etcétera, trabajos de los cuales apenas hay re-ferencias en las Memorias del autor, pero sí en su epistolario, editado en 1974 por Marcos Guimerá. Estévanez fue traductor de profesión, y no sin autoironía asegura en una carta de 1908 que «Todo traductor es un canalla», quién sabe si pensando en su propio caso de traductor alimenticio que no puede recrearse en las obras que traduce sino entregarlas sin falta al editor en fecha fija. Ya que hemos aludido a la casa Garnier, es imprescindible referirse a un dato sociológico de particular relevancia en este momento. A lo largo de todo el siglo XIX se asiste a un progre-sivo aumento de la industrialización del libro, que llega, en el último cuarto de la centuria, a límites insospechables hasta en-tonces. Es la época en que proliferan los folletones —muchos de ellos traducidos—, así como las versiones firmadas con pseudónimo o con una simple inicial, o, en fin, las versiones de Núm. 51 (2005) 37 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 17 autores que se traducen no de su lengua original, sino de otra traducción, generalmente el francés si hablamos de España; es el caso, como se sabe, de las Aventuras de Pickwick, de Charles Dickens, que tradujo Pérez Galdós y que vio la luz por entregas en La Nación desde el 9 de marzo hasta el 8 de julio de 1868: la primera versión del Pickwick al español —y también, por cier-to, la única traducción que hizo Galdós— fue realizada no del original inglés sino a partir de su traducción francesa, como ha mostrado un importante artículo de Pilar Olero («Galdós como traductor», 1997). Se trataba de una práctica muy habitual en la época (y que tiene raíces en el siglo XVIII: ya cité antes el caso de El nuevo Robinson, de Campe, traducido no del original ale-mán sino del inglés por Tomás de Iriarte), una práctica que hoy no ha desaparecido del todo; su razón de ser, en el XIX, es el aludido crecimiento de la industria editorial, que crea, por otra parte, el oficio de traductor para grandes editoriales; fue ése exactamente el caso de Nicolás Estévanez. También en Canarias abundan en este período las traducciones firmadas con pseu-dónimo o con una mera inicial, como las que encontramos en la Revista de Canarias, en su sucesora La Ilustración de Cana-rias o en los incontables periódicos de la época. Luis Millares Cubas, por ejemplo, tradujo para el periódico de Las Palmas El Liberal algunos artículos de Le Figaro; su hermano Agustín ver-tió al español, entre otros, a Maupassant. Nada se diga de Fran-cisco González Díaz, periodista de profesión, para quien la tra-ducción de cuentos y relatos en su Diario de Las Palmas fue una práctica muy habitual. Los escritores canarios del modernismo no fueron, por su-puesto, insensibles a la traducción. De un poeta que los acom-pañó de cerca, Domingo Rivero, sólo conocemos una traducción —muy bella— del soneto «El soldado», del inglés Rupert Brooke. Tomás Morales, por invitación de Carmen de Burgos, tradujo con acierto en 1909 un puñado de poemas de Leopardi, entre ellos «El infinito». No me resisto a detenerme en uno de esos poemas, no sólo para contrarrestar la prolijidad de estas notas, sino también por tratarse de un texto muy significativo en el que Leopardi traduce («imita», dice él mismo) al poeta francés A. V. Arnault: 38 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 18 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA LA HOJA Lejos de la floresta, débil hoja marchita, ¿dónde vas? —De la oscura haya donde nací, me apartó el viento, y volando en su entraña, desde el bosque llevóme a la llanura y desde la llanura a la montaña... Consigo eternamente voy peregrina, a su capricho fiel; voy donde toda cosa: a donde, fatalmente, va la hoja de rosa y la hoja de laurel. Al traducir una traducción (Arnault es traducido por Leo-pardi, Leopardi es traducido por Morales), el poeta canario nos estaba entregando, acaso sin saberlo (dudo mucho que conocie-ra el texto francés del poema), una metáfora perfecta de la tra-dición poética europea, hecha de sucesivas traducciones o traslaciones, de intercambios, transfusiones y adaptaciones lite-rarias múltiples, empezando por las adaptaciones de la cultura griega por parte de la cultura latina. Hace muchos años yo mismo reuní y reedité unas cuantas traducciones que Alonso Quesada llevó a cabo de poetas como Teixeira de Pascoais, Heine, Jean Moréas, el desconocido Guido Foglietti, D’Annunzio y otros. Recientemente, el investigador Antonio Henríquez ha encontrado más textos en los periódicos y revistas de la época. Todo ello revela claramente un interés hacia las literaturas extranjeras y la traducción poética por par-te del autor de El lino de los sueños. Es una verdadera lástima el que se hayan perdido (si es que llegaron a terminarse) sus versiones de algunas páginas de Amiel y de la Defensa de la poesía de Shelley, trabajos de los que hoy sólo nos queda la mera noticia. Por supuesto, no puede faltar en nuestro repaso una refe-rencia —aunque sólo pueda ser muy breve— a las revistas del Núm. 51 (2005) 39 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 19 momento. No fue Castalia una revista particularmente afecta a la traducción, pero es curioso, sin duda, el que en su núme-ro 10 viera la luz un estudio de P. Giralt en el que se comparan seis versiones distintas de un mismo poema de Heinrich Heine. Tarea de investigación pendiente, por otra parte, es la recopila-ción de las traducciones de Manuel Verdugo, así como las de Luis Benítez Inglott —algo más tarde, pero muchas de ellas coincidentes en el tiempo: ambos mueren en la década de 1950. La única traducción que publicó la revista La Rosa de los Vien-tos —tres de los Nuevos poemas de Rilke, por el catedrático Abelardo Moralejo— merece ser recordada: Jaime Siles conside-ra que la versión del titulado «La pantera» es la mejor que se ha realizado hasta hoy al español. La revista Gaceta de Arte publicó, por supuesto, muchas traducciones, sobre todo de ar-tículos y ensayos, aunque, extrañamente, no acostumbraba a hacer constar el nombre del traductor. Quisiera retener aquí, sin embargo, las versiones de algunos poemas surrealistas, cuyos traductores se ignoraban hasta fecha muy reciente, y que hoy conocemos gracias a un documento firmado por Pedro García Cabrera (recogido en mi artículo «La literatura de vanguardia en Canarias (1920-1939): hacia un balance crítico», en J. Pérez Bazo, ed., La vanguardia en España. Arte y literatura, 1998). Sabemos, en efecto, que la excelente versión del poema de André Breton «La unión libre», publicada en el número 35 (septiem-bre de 1935), se debe a Domingo Pérez Minik, una traducción autorizada y revisada por el propio Breton y que circuló, según García Cabrera, en diversas antologías del surrealismo publica-das en América. El propio García Cabrera es el traductor no mencionado de los poemas de Benjamin Péret y Paul Éluard que se publicaron en el número siguiente. Todos esos poemas pro-ceden, según parece, del «acto de afirmación poética» que el grupo de franceses y sus amigos canarios celebraron en el Puer-to de la Cruz en mayo de 1935. Otros poetas canarios del gru-po de Gaceta hicieron también traducciones. Por su particular belleza, quisiera leer aquí la que de un poema de Breton hizo el trágicamente desaparecido Domingo López Torres. Fruto de sus conversaciones con Óscar Domínguez, y antes de viajar a Ca-narias, Breton escribió, en efecto, estos hermosos versos: 40 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 20 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA Se me dice que allá abajo las playas son negras de la lava que marcha hacia el mar precipitándose al pie de un inmenso pico de humeante nieve bajo un segundo sol de canarios salvajes. ¿Cuál es, pues, este país lejano que parece sacar toda su luz de tu vida, y tiembla con su realidad en la punta de tus pestañas dulce a tu encarnación como lienzo inmaterial, fresco, salido de la maleza entreabierta de las edades? Detrás de ti, lanzando sus últimos fuegos sombríos entre tus piernas, el suelo del paraíso perdido, cristal de tinieblas, espejo de amor. Y, más abajo, hacia tus brazos que se abren en la prueba de la Primavera. Detrás de la inexistencia del mal, todo el manzanar en flor del mar. En la postguerra, la situación cambió de manera radical. El aislamiento político y cultural del país se dejó notar en seguida. Claudio de la Torre, de la generación anterior, edita en esta épo-ca una traducción de Novelas y cuentos de Oscar Wilde (1945, con Julio Gómez de la Serna y E. P. Garduño). La revista Mensaje no publicó prácticamente traducciones, salvo las de dos o tres auto-res portugueses y la de dos poemas de Jacques Fontaine, en ver-sión de Ventura Doreste. Y ya que cito a este poeta y ensayista, añadiré que a él se debe, pocos años después (1954, en el núme-ro 8 de la revista Gánigo, y luego reeditada en un cuaderno casi secreto), la traducción de seis poemas de Emily Dickinson, tenien-do a la vista —aclara él mismo— otra traducción publicada en Puerto Rico en 1947, que se aparta un tanto del original inglés, lo que le movió a realizar la suya propia. En esa misma revista, Gánigo, publicó Doreste otras traducciones: de André Chenier, por ejemplo, en el número 6 (noviembre-diciembre de 1953). Como Mensaje, no valoró Gánigo de manera especial la traducción, pero, a diferencia de aquélla, su larga existencia (1953-1969) le permitió publicar, excepcionalmente, a poetas como Blaise Cen-drars, Ungaretti o Guillevic. Señalemos también que en sus pági-nas aparece ya alguna que otra traducción de quien habría de ser, con los años, una autoridad en la materia: Ángel Crespo. Núm. 51 (2005) 41 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 21 De ese mismo decenio de 1950 data, sin embargo, un traba-jo que considero de especial importancia. Me refiero a la traduc-ción de la totalidad de la obra poética de Leopardi que publica en Barcelona, en 1951, el poeta canario Diego Navarro. No es la primera vez que hablo del interés que presenta este trabajo, acompañado de unos amplios apéndices con notas, cronología y bibliografía aunque, por desgracia, la edición de los poemas es monolingüe. La traducción de Navarro de los Cantos del poe-ta de Recanati es notable por muchas razones, pero sobre todo, en mi opinión, por su tersura rítmica y por su sabiduría pro-sódica. Tengo noticia de otras traducciones de Navarro, esta vez del persa Omar Khayyam, pero no he conseguido localizarlas hasta el momento. Por derecho propio, un traductor canario de la generación de la vanguardia merece un tratamiento aparte. Me refiero al tinerfeño Antonio Dorta, que tras una brillante carrera como periodista y crítico en el período prebélico pasó en la postguerra a realizar traducciones de particular interés. A partir de 1942, en efecto, empieza a traducir para la madrileña Editorial Pegaso una serie de volúmenes eruditos sobre civilizaciones antiguas —Grecia, Roma, India, Bizancio—, pero pronto se inclinaría ha-cia la prosa de ficción, en la que se especializó, especialmente de prosistas ingleses. Nos impresiona hoy el número de traduc-ciones realizadas por Dorta, así como su notable calidad media. Aunque no vivía de su trabajo como traductor de libros (Dorta era funcionario de un organismo internacional, y vivió muchos años fuera de España), convirtió la traducción en una forma de ser intelectual y ética; su manera de estar en el mundo era, se diría, trayendo al español continuamente obras que amaba por una razón u otra. Ya a finales de la década de 1940 se edita su versión de El anticuario (1948), de Walter Scott, así como los Recuerdos (1949) de Carlyle, al que siguió pronto, del mismo autor, la Vida de Schiller (1952). Era el comienzo de una amplia dedicación a las letras inglesas, que continuó con sus versiones de Mathew Arnold (Poesía y poetas ingleses, 1950), John Ruskin (Sésamo y lirios, 1950), Thomas de Quincey (El asesinato consi-derado como una de las bellas artes; El coche correo inglés, 1966), James Boswell (La vida del doctor Samuel Johnson, 1966, con 42 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 22 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA numerosas reediciones hasta hoy mismo, la última con un pró-logo de Fernando Savater), sin olvidar a los norteamericanos, como Emerson (Ensayos escogidos, 1951) o George Ticknor (Diario, 1952). Este último libro me ha hecho pensar siempre que Antonio Dorta debió de sentir a lo largo de toda su vida una especial predilección por el género o subgénero del diario, pues, además del que acabo de citar, tradujo también una selección del famoso Diario (1954) de Samuel Pepys —la única que ha podido leerse en español hasta una reciente edición publicada en Sevilla, en la que, por cierto, se traduce no del inglés sino de una versión francesa—, o el Diario (1954) de Walter Scott; ese interés por el diario hizo que editara en 1963, en colaboración con Manuel Granell, una excelente Antología de diarios íntimos. Pero Dorta traducía también del francés, y le debemos, igual-mente, versiones del no menos célebre Diario (1952) de Jules Renard o el Diario (1955) de Stendhal, además de la Vida de Séneca (1952) de Diderot. Asombrosamente, Dorta sacó tiempo para traducir también, con la colaboración de Julio Gómez de la Serna, los dos volúmenes de la Historia de la filosofía occi-dental (1971, reeditada en varias ocasiones), de Bertrand Russell, así como otros libros de éste (Spinoza, 1971, o La filosofía mo-derna, 1978). Dorta es, en opinión de un anglista, el poeta y crítico Bernd Dietz, «un excelente traductor de literatura ingle-sa ». Su admirable entrega a la tarea no siempre reconocida de la traducción es, como señalé hace un momento, todo un ejem-plo intelectual y ético. Otro ejemplo, no menos admirable, es sin duda el del san-tanderino Felipe González Vicén, afincado desde 1947 en Tenerife, donde murió en 1991. Aunque la mayor parte de sus traduccio-nes pertenecen al campo de la filosofía y el derecho —de Nietzsche a Bloch, de Bachoffen a Welzel—, realizó también muchas traducciones literarias, entre las cuales figuran los Cuen-tos de la Nueva Holanda de Hawthorne o Michael Kolhass, de Heinrich von Kleist. Tampoco faltó en su trabajo la traducción de estudios literarios, como los de Vossler, o muy conocidos en-sayos críticos, como los de Arnold Hauser o Romano Guardini. Nos acercamos al límite que me he marcado en las presen-tes notas, como anuncié al principio: los autores canarios naci- Núm. 51 (2005) 43 CANARIAS: LA TRADUCCIÓN COMO TRADICIÓN 23 dos en la década de 1930 y que empezaron a aparecer pública-mente dos decenios después. Arturo Maccanti, por ejemplo, ha traducido a algunos poetas italianos, trabajos que no han sido recogidos en volumen. De este período, sin embargo, quisiera sobre todo mencionar a un poeta y ensayista grancanario que publicó dos volúmenes de traducciones y que logró en ellas un probado nivel de calidad. Hablo de Felipe Baeza Betancort, a mi juicio el escritor canario de su generación que más conciencia ha tenido de la importancia del fenómeno de la traducción. En 1969 publica éste, en efecto, el libro Diez poemas checoslovacos. En una nota inicial leemos: Los poemas de este libro no han sido traducidos directa-mente de su idioma originario, sino de una versión inglesa [...]. He escogido estos diez poemas ... guiándome solamen-te por mi gusto personal [...] esta colección, demasiado breve en su contenido, totalmente libre, por no decir anár-quica, en su selección, y que llega al lector a través de un tercer idioma tan extraño al original como el nuestro ... no puede ofrecerse con otras dimensiones que las de una sim-ple noticia sobre estas literaturas aparentemente remotas, pero no tan extrañas a nosotros si consideramos que, por encima de las diferencias elementales y temporales de ra-zas y sistemas, pertenecimos durante siglos y aún pertene-cemos a un mismo ámbito cultural europeo en el que nada puede ni debe sernos extraño. Estas precisas palabras al frente de una versión de poemas checos encierran, por lo menos, dos aspectos de particular rele-vancia en lo que a la práctica de la traducción se refiere; a esa práctica —añado— en un medio geográfico y cultural concreto: el de Canarias en la década de 1960. En primer lugar, Baeza se comporta como un traductor hedónico, llevado solamente por su gusto personal y por el deseo de ver en su propia lengua unos poemas que le atraen, por mucho que no se traduzcan de su lengua original. En segundo lugar, el europeísmo que revelan las palabras transcritas es algo más que una vocación: es una con-dición, es una realidad cultural de las Islas. Si debemos ser fie-les a esa realidad, las lenguas no serán una limitación. Se me figura que un planteamiento no muy distinto es el que llevó, por 44 ANUARIO DE ESTUDIOS ATLÁNTICOS 24 ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA ejemplo, a José Ángel Valente a traducir casi por las mismas fechas —también hedónicamente— al poeta judío Jehuda Amichai, y a hacerlo no del hebreo originario sino de su traduc-ción inglesa. Un año después publicó Baeza el libro 50 poemas ingleses, en un arco —no se pretende antología— que va desde el rena-centista Phillip Sidney hasta contemporáneos como Brian Patten y Wendell Berry. No pocas de estas traducciones son, en verdad, modélicas, desde la de «Oda a una urna griega» de John Keats hasta la de «Tú has morir también, amado polvo», de la poeta norteamericana Edna St. Vincent Millay. Creo que podríamos concluir con la lectura de este último, un bello poema en una versión española no menos bella: TÚ HAS DE MORIR TAMBIÉN, AMADO POLVO Tú has de morir también, amado polvo, y toda tu belleza no podrá preservarte. Esta mano sin mancha, la cabeza perfecta, este cuerpo de llamas y de acero, ante el soplo de la muerte o vencido por su escarcha de otoño será como una hoja, no estará menos muerto que la primera hoja que sucumbió, ya herida su belleza. Estragada. Desintegrada. Yerta. Mi amor no ha de salvarte cuando llegue tu hora. A pesar de mi amor, te alzarás ese día, y te irás derrumbando poco a poco en el aire oscuramente, igual que una flor ya marchita. Y nada importará que fueras tan hermoso o mucho más amado que lo demás que muere. |
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