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Ángel González García PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO Donde se verá cómo algunos fragmentos de la literatura artística del París decimonóni-co cobran vida nueva al devolverles su rumor de fondo y sus silencios, confiriéndoles, de este modo, una actualidad que sirve para avisar, con toda seriedad, de lo que siempre hubo en la vida moderna de cosa de risa y de cómo en esa inevitable expansión de lo ri-sible se viene a confirmar algo que ya sabían aquellos primeros testigos de la moderni-dad: su hermandad irremisible con el terror. Pues bien; aquí están. Y por entrar directamente en materia, aún podría deciros que ahí estaba todo cuando Charles Blanc decidió poner a esta formidable pareja de “anima-les domésticos” para abrir su librito sobre Grandville. Ahí tenéis, en efecto, el estado de la cuestión en 1855; la cuestión de la caricatura. Blanc no fue su cronista, como Champfleury, que la ha perseguido a través de sus incesantes declives y repuntes, de revolución en revolución, que es cuando ella saca la cabeza y enseña los dientes. Blanc, que ha entrado en el mundo, que se ha puesto a pensarlo y criticarlo, viendo las revis-tas cómicas publicadas por Philippon, La Caricature primero y poco más tarde Le Charivari, comienza in medias res, sin más explicaciones.Tal vez se haya sentido tan con-cernido por “la cosa misma” que no haya tenido tiempo para ponerse a explicar su origen cierto y su probable destino,como Champfleury precisamente.Pero el caso es que Blanc no fue el historiador de la caricatura que bien podría haber sido, sino el de los “pin-tores de todas las escuelas”, aunque quizás le haya tentado lo primero, como se deduce de lo que se atrevió a decir en su introducción a “la escuela francesa” para justificarse de no haber incluído a los pintores de su tiempo:“Y hoy, ¿dónde está la pintura? [...] Yo bus-co la invención, el viejo principio francés, y no la encuentro en ninguna parte, salvo en Charlet, que sólo con un lápiz ha moralizado tanto y con tanta gracia; en Paul Delaroche, pintor de historia en su más alto grado, pintor feliz, y tan hábil en sacar partido de sus co-nocimientos, de su ingenio,de la elección largamente meditada de sus temas; y finalmen-te en Gavarni, ese periodista del arte, ¡ese fino pensador!”1 267 1.Vid. BLANC, Charles : Histoire des peintres de toutes les écoles. École française, París: 1845. vol. I, p. 48. Sin dejar de ser un liberal, Blanc no se ha sentido tan libre como Champfleury pa-ra seguir con esa averiguación del lugar donde pudiera estar todavía la pintura, y concretamente “el viejo principio francés” de “la invención”. Lo poquísimo que ha dicho al respecto, con esa elocuente confusión entre un aparatoso pintor de historia como Delaroche y dos finos dibujantes satíricos –más que caricaturistas, la verdad– merecía sin duda una continuación... Sin embargo, cuando Blanc publicó su pla-quette sobre Grandville en 1855, ya estaba atrapado en su ingente tarea de refundación, y casi diría que invención de la Historia del Arte; absorbido por la redacción de esa enorme Histoire des peintres de toutes les écoles, y a punto de embarcarse y encerrarse en la dirección de La Gazette des Beaux Arts. Su librito sobre Grandville era un respi-ro que se tomó entre esas dos empresas colosales, aunque como tal respiro o toma de aire, algo imperioso e ineludible. En realidad, todo Blanc respira por ahí; y quiero decir el que había sido hasta llegar a ser otro más consciente o más poseído de su importancia e influencia; el que probablemente había sido de joven, cuando llegó a París en compañía de su hermano Louis y se comprometió junto a él en los aconte-cimientos que llevaron a la caída del rey Luis Felipe y la instauración de un régimen re-publicano que ya se había derrumbado a su vez en 1855. De manera que su Grandville era sobre todo un respiro que Blanc se tomó en este otro nuevo régimen autoritario y vagamente grotesco del Segundo Imperio,mucho menos tolerante con los carica-turistas que el de Luis Felipe, tal vez por ser realmente mucho más ridículo. El libro de Blanc es por ello no poco cauteloso, y a veces se ve metido en rodeos difíciles de seguir y de entender, pero no tan cauteloso como para que de él no se desprendan un par de cosas que dan francamente que pensar sobre la dirección que había toma-do la caricatura en aquella Francia incesantemente revolucionada.Y de entrada, según lo abrimos, esta estampa de Grandville, curiosamente la única del libro,donde una pa-reja de burgueses seguros de sí mismos hace su propia entrada casi triunfal, sobre todo el marido, pisando fuerte con el paraguas debajo del brazo; tan heroico con sus botas de charol y su plumero en lo alto del morrión; o como hubiera dicho Baudelaire, “tan grande y tan poético”... Grandville la había publicado veintidós años antes, en el nº 207 de Le Charivari, con el título algo inocente de Promenade y otra pareja de ani-males insatisfechos en segundo plano, aludiendo precisamente a un lugar de paseo, y no al avance incontenible de la pareja aislada y destacada –como si se tratara de un retrato más de una escena de género– que se nos viene encima de la versión de 1855. ¿Quién llevó a cabo ese recorte; esa enfática abreviación? Como no sé nada del editor del libro, un tal Émile Audois, yo me inclino a pensar en su autor, y por dos ra-zones al menos: porque la pareja del primer término tal vez le recordara a Blanc la costumbre de Luis Felipe de pasearse por París con su mujer del bracete y el paraguas bien ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 268 a mano que tanto había divertido a los caricaturistas de su juventud; y porque no que-ría que se perdiera de vista el objetivo principal, obsesivo y casi maníaco, de los sarcas-mos de esos mismos caricaturistas, no sólo en aquella época, sino también en esta otra, a pesar de que Napoleón III se diera otros aires o tomara más en serio su posi-ción :“EL BURGUÉS”; así , con mayúsculas, de cuerpo entero,y desde luego en singular, como monumental arquetipo de una clase social que muchos creían execrable.Ambas razones venían a coincidir en esa abominación de “La Burguesía”, que seguía siendo la misma de siempre, y por lo tanto, la misma tozuda razón de ser de “La Caricatura”, en-cargada providencialmente, no tanto de ridiculizarla, como de borrarla de este mun-do.“ La primera parte de este libro podría haberse titulado los demoledores de la burguesía”, escribió Champfleury en su Histoire de la caricature moderne,“pues la burguesía no tuvo enemigos más encarnizados que Daumier, Travière y Monnier”.2 Son palabras fuertes: demolición; encarnizamiento...Como si la sola existencia de “La Burguesía”,y no hablo de sus tejemanejes económicos y políticos, sino de su sola presencia en las calles, fuera tan insoportable, o tan enemiga de cualquier esperanza de verdad, bondad y be-lleza en este mundo, que no fuera posible imaginar tarea más noble y más urgente que PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO 269 2. Cito por la segunda edición “muy aumentada”, s.l., s.a. El subrayado es mío. ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA disparar contra ella allí donde se la encuentre, y ya veis en la estampa de Grandville que no es chupándoles la sangre a los obreros o revolcándose en sus criminales ganan-cias. El recorte tiene como fin harto probable seleccionar y fijar el objetivo, pues siem-pre es más fácil disparar contra una sola pareja de burgueses que contra una multitud de ellos. Ahí la tenéis a tiro en la estampa de Grandville, otro “demoledor de la burgue-sía”; como cualquier caricaturista moderno. Y la verdad es que sus nombres son insig-nificantes: Daumier, Traviès,Monnier o Grandville parecen las muescas de un mismo garrote con que apalear al burgués que va de paseo haciéndose el inocente; los anillos de una única cadena de caricaturistas conocidos a menudo por sus seudónimos, ins-trumentos anónimos –y no diré que ciegos,pero sí providenciales– de un tremendo ajus-te de cuentas con esa horrible lacra, ese estigma en el espectáculo del mundo, ese chachafarrinón que constituye “EL BURGUÉS”, con su intrínseca fealdad mal disfra-zada; porque como la mona del refrán, aunque “EL BURGUÉS”se vista de seda, o luz-ca un airoso plumero en lo alto del morrión, sigue fatalmente siendo el mismo que estropeaba completamente este mundo, aunque, por suerte, no con tan rematado disi-mulo que pueda escapar a los atentos y penetrantes ojos de “La Caricatura”... Esa feal-dad de “La Burguesía”es a su vez completa,y concierne no sólo a sus costumbres sociales y a sus estrategias políticas, sino también, y casi diría que en primer lugar, a su aspecto físico, su fealdad propiamente dicha; lo que no quita para que también repugnara vi-vamente su afán de enriquecerse a toda costa, causa probable de sus restantes defectos y deformaciones.Pero ni en 1830, ni en 1848, ni siquiera en 1855, y curiosamente con in-dependencia de las simpatías de los caricaturistas, así como de su público, lo que en este caso vuelve irrelevante el hecho de que Blanc y Champfleury hayan sido más bien de izquierdas y Gavarni, por ejemplo,más bien de derechas,3 se veía claramente aquella cau-sa económica, siendo mucho más visibles y censurables, más ofensivos, sus efectos, in-distintamente éticos, políticos y estéticos.Y conste aquí, como testimonio chocante de la relativa ignorancia de la causa última por la que “la Burguesía” se había vuelto tan irri-tantemente presente, y estaba tan de por medio en cualquier cosa, que amenazaba con robarle la luz del sol a cualquier otra clase de gente –casi del rey abajo– y oscurecer así de-finitivamente el mundo, como Balzac se temía,4 el hecho chocantísimo de que los cari-caturistas se ensañaran con los primeros que empezaron a entrever y criticar el origen 270 3. A los Goncourt no se les podía escapar esta paradoja; en passant, desde luego: “Los dos grandes pinto-res de costumbres del siglo XIX, Balzac y Gavarni, han sido dos temperamentos anti-liberales, anti-iguali-tarios”. Vid. su Gavarni, l´homme et l´oeuvre, [1878].Cito por la llamada “edición definitiva”, publicada bajo los auspicios de la Académie Goncourt, París, s.a., p. 257. 4. O así lo recuerdo yo al menos, sin que haya podido encontrar dónde lo dice; a saber: que la oscuridad estaba creciendo y en 1900 sería ya total. “Cae la noche en el mundo”, dirá Cézanne, buen lector de Balzac, en ese preciso instante. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO evidente y crudamente económico de la hegemonía burguesa: los partidarios de Saint- Simon, y más aún los de Fourier, él mismo un estupendo humorista. Pero volvamos a Balzac para saber un poco más del pecado capital,mucho me temo que imperdonable, de la clase dominante:“Las ruinas de la Iglesia y la Nobleza, las del Feudalismo y la Edad Media, son sublimes y aún siguen admirando a sus atónitos y turulatos vencedores.En cambio, las ruinas de la Burguesía serán un innoble montón de cartón-piedra, escayola y colorines. Esta inmensa fábrica de cosas menudas, de eflorescencias caprichosas y baratas, no dejará nada, ni polvo siquiera. El guardarro-pa de una gran dama de otros tiempos puede adornar el gabinete de un banquero de es-tos nuestros.Pero en 1900, ¿qué se podrá hacer con el guardarropa de una reina del Juste Milieu...? No habrá quien lo encuentre, pues habrá servido para hacer papel como és-te en el que leéis todo lo que se lee en nuestros días. ¿Y qué será de todos esos monto-nes de papel?” Esta era la feroz “moraleja artística”, como el propio Balzac la llamó, de un artículo suyo sobre “Lo que desaparece en París”, publicado en uno de aquellos ta-bleaux misceláneos y aproximadamente “fisiológicos”que entonces estaban tan de mo-da, Le Diable à Paris,5 libro que me ha venido aquí que ni pintado. Es un texto más combativo que nostálgico, donde Balzac hace esta terrible profecía: “La alta burguesía ofrecerá más cabezas que cortar que la Nobleza.Y aunque no le falten fusiles, tendrá por adversarios a quienes los fabrican”...Por si acaso,Balzac –como Grandville o como Blanc– ya se ha puesto a disparar... “Todo el mundo ayuda a cavar la fosa, sin duda porque todo el mundo tiene interés en ello.” Pero la fosa ¿de quién? Pues obviamente la fosa de todo el mundo, y no sólo la fosa de “La Burguesía”. Balzac no se ha hecho demasia-das ilusiones: la oscuridad crece, y al final, de ese mundo moderno en el que vive sólo quedará polvo, y ni siquiera; polvo de cualquier cosa y por doquier; oscuro polvo cósmico. Eso es lo que tiene emprender con tanto ahínco tareas de demolición... Inquietante palabra ésta; y peligrosa tarea, que las vanguardias convertirán muy pronto en la más urgente y noble de todas. Y no me vayáis a ser tan ingenuos como para poneros a pensar en Dada y cosas de ese estilo entre heroico y fosforescente. Tendríais que cavar más hondo, hasta dar con la tarjeta de visita que Léon Bloy lleva-ba en un bolsillo del chaleco y lo presentaba –¡Dios nos ampare!– como “CONTRATIS-TA DE DEMOLICIONES”. 271 5.Vid.Le Diable à Paris. Paris et les parisiens.Moeurs et coutumes, caractères et portraits des habitants de París. Tableau complet de leurs vie privée, publique, politique, artistique, lettéraire, industrielle, etc., etc.., París: 1846.Vol. II, pp. 18-19. Por cierto que el libro estaba ilustrado por el viejo Gavarni y el joven Bertall. Más aun: en la “table de matieres” del segundo volumen, y con el título de “Panteón del Diablo en París”, se encuentra una relación de los principales pintores, aunque sobresalen los dibujantes satíricos y los carica-turistas. He aquí la extraña lista: “Daguerre,Horace Vernet, Ingres, Decamps, Scheffer, Paul Delaroche, Droling, Couture, Français, Gérard Séguin,Meissonier, Johannot, Gavarni, Charlet,Grandville, Daumier, Henri Monnier, Laridon, Cham, Bertall, etc., etc.” ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA En fin; sigamos... Os decía que a Balzac no le dominaba la nostalgia, aunque no haya disimulado la que sentía por la desaparición de antiguos edificios, oficios y servi-cios del Vieux Paris, y sobre todo, la que olímpicamente proclamó de los reyes de anta-ño, como Luis XIV o Felipe II:“Desde que un hombre dijo: ¡Los reyes se van!,hemos visto más reyes que antes.Cuantos más reyes fabricaban, menos reyes teníamos...”Bueno; ya veis que algunas “ilusiones” sí que se hacía Balzac: ilusiones legitimistas, como aún le reprocharon Marx y Lenin cariñosamente. Pero no creo que fueran tan grandes co-mo para dejarlo atontado: “El pintoresquismo de las cosas sencillas y la grandeza prin-cipesca son desmenuzadas por la misma mano de mortero.”Ya lo había dicho: no quedará más que polvo; y ni siquiera.No hay manera de distinguir entre lo sencillo y popular –co-mo intentará después su biógrafo y ferviente admirador Champfleury, que aún creía po-der reinventarse la Historia de la Revolución Francesa a través de lo que se ve en humildes platos de loza– y el soberbio esplendor de los príncipes; y de haber alguna, no sería precisamente muy halagüeña: “Entre lo clásico verdadero y lo romántico verdadero parece que no queda sitio. Sólo tenéis dos cosas: o las lentejuelas del viejo Zéfiro de la ópe-ra, o el barro de París...” Es decir: o una falsificación de lo antiguo o una degradación de lo moderno. O por decirlo aún de otro modo: sólo hay sitio para cosas groseras y grotescas,como las que llamaban la atención de “La Caricatura”,empezando por ella mis-ma. Quienes se escandalizaron de las bromas impías de Daumier y Grandville a costa de los dioses y los héroes de la Antigüedad deberían haber considerado que tampoco so-bre los escenarios hacían ellos una bella figura, y basta con echar un vistazo al vestua-rio con que aparecían en los dramas y en las óperas desde hacía ya dos o tres siglos: todos aquellos harapos heterogéneos de los que habló Nietzsche a propósito de Wagner, cu-yo formidable Wotan apenas puede ocultar que sus conflictos con La Walkiria son los mismos que tendría cualquier padre burgués con una hija que llegara tarde el viernes por la noche.Así que me figuro que Grandville, que por motivos familiares había empeza-do dibujando figurines para el teatro,6 debió de caer pronto en la cuenta de que para eso casi mejor se ponía a dibujar caricaturas, y sin irse mucho más lejos, caricaturas de “La Moda”; con lo que seguramente ya hemos tocado fondo. Y es que, en el fondo,“La Moda”y “La Caricatura”se confunden y necesitan.Fue así desde el principio de LA RISA MODERNA; desde que abrió la boca con la Revolución Francesa, cuando las modas empezaron a ser tan estrafalarias que –como dijo Champfleury en un momento de extrema lucidez– “al hojear las revistas [de modas] uno cree estar viendo caricaturas, uno se pregunta si no serán la más perfecta expresión del gusto de las mujeres en materia de atavíos...”.7 Tanto en su acepción falsamente etimo- 272 6.Vid. su primera serie de litografías, Costumes de Théâtre, publicada en París por Vizertini, en 1826. 7.Vid. su Histoire de la Caricature sous la République, l´Empire et la Restauration [1874]. Cito por la se-gunda edición, París: s.a., pp. 352-353. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO lógica de cosa que cambia o muda,como en la muy habitual de cosa moderna o novedo-sa,“ La Moda”prácticamente cubre todo el campo de acción de “La Caricatura”,que al fin y al cabo,como también dijo Champfleury,“abre el ojo”cuando Jenner descubre algo tan cómico, tan ridículo, o tal vez incluso tan grotesco, como que la viruela pueda preve-nirse inoculándosela a la gente por mediación de una vaca enferma... Esto de que lo nue-vo dé risa, o que las invenciones, sea cual sea su género,y el propio Champfleury se ocupó al mismo tiempo de otra de carácter lúdico, y casi del mismo tiempo: la montaña ru-sa, sean motivo de cachondeo incluso cuando se dan por buenas y hasta beneficiosas, tie-ne bastante miga. Pero me vais a permitir seguir con lo que “La Moda” tiene de más notorio, y es que cambia sin cesar y a la mayoría nos pilla con el pie cambiado, de mo-do que no sabemos nunca qué es más ridículo: si seguir las modas según las vemos llegar o encontrarnos de pronto sobrepasados por ellas. En realidad, estar a la moda es tan ma-lo como estar pasado de moda.Así que sólo nos queda sufrir impepinablemente el más espantoso de los ridículos. Ignoro si Baudelaire quería consolarnos de esa fatali-dad, o sencillamente tomarnos el pelo,al decir cuán heroicos y poéticos parecíamos “con nuestras botas de charol y nuestras corbatas”; pero en cuanto a las intenciones de los caricaturistas no cabe la menor duda: reírse de todo el mundo; de todos sin excepción y uno por uno, desde el rey hasta el último mono, coincidencia en lo ridículo que no sé si debería confortarnos o deprimirnos.Me pregunto si todos seguimos siendo tan ridículos como se lo parecían los burgueses a los caricaturistas,y mucho me temo que en eso no hemos ido a menos, sino a muchísimo más, tanto en frecuencia como en in-tensidad. Ya hablaré de esa intensificación y exacerbación de la risa moderna, que po-co a poco no ha ido dejando nada de lo que no hacer completo y constante escarnio, y encima con el consentimiento o el aplauso generales; hasta el punto de que un nuevo “RÍETE DE TODO” ha suplantado al antiguo mandato délfico del “CONÓCETE A TI MISMO” y entrado en alborotada u alborozada concurrencia con el rabelasiano “HAZ LO QUE QUIERAS”que durante siglos sólo afectaba al tiempo del Carnaval. Que el mundo sea un Carnaval se les ocurrió a los caricaturistas del siglo XIX casi antes que a nadie; sobre todo porque durante esa fiesta, que en el París de Gavarni duraba una eternidad, como quien dice, y concretamente mes y medio, na-da ni nadie es lo que parece; todo está confundido o al revés. Semejante afán de apa-rentar lo que no se tiene derecho a ser el resto del tiempo, esa afición a disfrazarse o travestirse, tuvo a los ojos atentos y penetrantes de los caricaturistas su partidario más furioso, casi febril en “La Burguesía”, pues ciertamente el Carnaval le daba una oca-sión impagable para dar rienda suelta a numerosos pecadillos: su gusto por la moda en lo que tienen de cambiante y de chocante; su empeño en parecerse a la Nobleza y en rivalizar con ella; su carácter veleidoso y al mismo tiempo ventajista, como de veleta; su tendencia a la mixtificación y al engaño; y en suma: su asombrosa capacidad para 273 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA metamorfosearse. Disculpadme por la palabreja,pero me va a servir para volver al pun-to de arranque: aquella pareja de burgueses perfectamente satisfechos de sí mismos con que Blanc comenzaba –y casi podría haber concluido– su librito sobre Grandville. Pues tengo que deciros que Blanc lo había escrito en realidad como introducción a una reedición de Les Métamorphoses du Jour que la librería de Gustave Havard había publi-cado en 1854, un año antes de la aparición de dicho librito y veinticinco años des-pués de que Grandville publicara las setenta litografías coloreadas con que había pretendido ilustrar la idea cada vez más popular de que las transformaciones y hasta el transformismo estaban a la orden del día. Blanc escribió –¿y qué otra cosa podía haber escrito, si le pagaban por prologarlo?– que Les Métamorphoses du Jour era el libro “más notable y original”de Grandville; también el más famoso y el de mayor éxi-to, sobre todo desde el día en que la gente descubrió que no se trataba de una ino-cente versión moderna de las fábulas genéricas de La Fontaine o de Lavallette, sino de caricaturas de rabiosa actualidad, y en algún caso, de maliciosas alusiones a suce-sos escandalosos de la corte. “Desde ese día, las Métamorphoses de Grandville se convirtieron en objeto de todas las conversaciones...” Lo de menos es que la mayoría de las presuntas alusiones de Grandville a la sociedad francesa de 1829 fueran ya in-comprensibles en 1855, salvo para el propio Blanc y quienes la hubieran frecuenta-do o conocido, o que esas alusiones hubieran perdido ya su vigencia y su gracia, su piquante. Más aún: lo de menos es que el libro de Grandville pudiera no haberse li-mitado a ser una sátira explícita de la vida contemporánea, sino que tuviera también algo de las viejas fábulas y quién sabe si cierto gusto por lo extraño –por lo bizarre más que por lo caricaturesco– que atestiguan muchos de sus libros posteriores, co-mo el titulado Un autre monde de 1844, o los Cent Proverbes, de 1855, a él no le im-portaba sin embargo tanto como estas dos otras cosas: que “La Caricatura” no podía dejar de seguir dando la cencerrada, y que el motivo para seguir dándola era preci-samente que todo seguía gobernándose por el mismo y sospechoso principio meta-mórfico; por los mismos deseos de aparentar lo que no se era y cambiar constantemente de chaqueta, de disfraz; la misma carnavalada de siempre, si es que con el Imperio no era todavía peor que con la Monarquía.A Blanc, pues, no le interesaba tanto el con-tenido del libro de Grandville, como su título. El objeto primero y principal de “La Caricatura” no es propiamente este escánda-lo o aquella corruptela, sino que las cosas no dejen de cambiar, y hay que presumir que en beneficio de unos más que de otros. Es probable que esto último le preocupara mucho a Blanc, que se tenía por republicano y liberal, pero seguramente no tanto –ca-si nada– a Balzac o a Gavarni, quienes a pesar de sus ínfulas aristocráticas, o precisamen-te por causa de ellas, reaccionaban casi automáticamente a los cambios, y no sólo a los que “La Burguesía”había introducido o provocado en cualquier orden de cosas.Con to- 274 PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO do, no cabe duda de que fueron los cambios de opinión de los políticos los que empe-zaron por llamar más la atención y ser objeto de burla a través de lo que se llamó La Orden de la Veleta, que consistía en dibujar al lado de cada hombre público una por cada cambio de chaqueta, hasta cinco, seis o siete de ellas en el caso de los más camaleóni-cos, como Tayllerand o Cambacéres. La mudanza de opiniones y posiciones políticas no era obviamente nueva, pero ciertamente se había acelerado con el fin del Antiguo Régimen y el abrupto advenimiento del nuevo, famoso por sus constantes y violentos cambios en la dirección y la fuerza del todavía más famoso “Viento de la Historia”.Así que, en realidad, no era la moderna volubilidad de los políticos lo que finalmente re-sultó más escandaloso y más ridículo, sino esa tendencia del “viento”a volverse más fuer-te e imprevisible, acelerando en efecto hasta la más tímida mudanza de las cosas, por doquier y en todos los órdenes de la vida, poniéndola sin cesar patas arriba; volvién-dola del revés; o precisamente haciéndola girar sobre sí misma, como una veleta; revolu-cionándola y sacándola al fin de quicio, para desesperación de muchos y regodeo de los caricaturistas, que engordaron con toda clase de revoluciones, ya fueran en materia de política, costumbres, arte o tecnología. A medida que los cambios que tanta risa da-ban se fueron, pues, intensificando, también lo hizo esa misma risa, que fue rápida-mente a más, y a más, y a más, hasta volverse temible y definitivamente demoledora; mucho más tal vez que los cambios que la habían provocado.Lo que había empezado en forma de comedia, con sus características entradas y salidas, sus enredos y travesti-mientos, su amable, o al menos no del todo desagradable confusión entre lo que es y lo que parece, o entre lo que cambia y lo que permanece, eso mismo probablemente que llevó a Balzac a emprender su enorme Comédie Humaine, ya les parecía a los Goncourt, hablando de su querido Gavarni, algo mucho más reconcentrado y quizás mucho menos inofensivo: “la comédie de la comédie”, y a Blanc directamente un “vau-deville”; y eso que aún faltaba lo peor, lo absolutamente peor, como fue que, por reírse de los judíos de Europa, sus guardianes y verdugos en los campos de exterminio les di-jeran que iban a darles una ducha y aprovecharan entonces para gasearlos. ¿Quién po-dría dudar de que se trataba de una broma,en lo que las bromas tienen a veces de engaño, absoluto y fatal en este caso verdaderamente extremo y atroz? No fue la poesía lo que salió más afectado de Auschwitz, sino la risa, como ahora se ha vuelto a ver en las cár-celes iraquíes, con todos esos soldaditos norteamericanos descacharrándose de risa con las bromas atroces que están infligiendo a sus prisioneros. Tan descacharrados se les ve en las fotos, que algunos se han caído encima de ellos, evidentemente partidos de la risa... Pero vamos a ir por partes antes de llegar a la parte del Diablo y entrar en sus dominios infernales; aunque desdichadamente el camino hasta ahí no va a ser muy largo, sino una especie de tobogán. 275 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA Ese camino no lo han abierto Blanc y Champfleury, ni los críticos de arte de los que ahora hablaré un poco, como Théophile Gautier o su amigo Baudelaire,pero sí han con-tribuido a despejarlo.Todos ellos, y hasta los propios hermanos Goncourt, a pesar de sus sensatísimas cautelas hacia esa tendencia de la risa moderna a entrar deprisa en el Infierno, creyeron que para cumplir con su tarea de hablar de los artistas de su tiempo había que hacerlo necesariamente también de los caricaturistas. ¿A qué venían sin embargo esa necesidad y esas prisas? Blanc, por ejemplo, que se había tenido que frenar en su Histoire des peintres de l´école française, no sólo se ha lamentado en el prólogo de tener que dejar fuera a Charlet y Gavarni, sino que se ha precipitado a incluir las semblanzas de Grandville y Gavarni precisamente en la adenda de ese enorme libro que constituye el que dedicó a Les artistes de mon temps,8 cuyo título,o concretamente esa alusión al pro-pio tiempo, es ya un modo de contestar a mi pregunta: aquella necesidad y aquellas prisas tenían, en efecto,mucho que ver con que los caricaturistas fueran, y tal vez mucho más que los demás artistas, ¡de su tiempo!; en un doble redoblado sentido: contempo-ráneos de aquellos críticos, y dedicados exclusivamente, a diferencia de la mayoría de los artistas, a observar y representar con mejores o peores intenciones las costumbres de los tiempos que a todos les había tocado compartir. De manera que la urgencia de los críticos por hablar de los caricaturistas apenas se distingue de la comprensible urgen-cia de esos mismos caricaturistas por hablar de lo que ocurría “en su tiempo”. Ese tiempo común era sin duda un tiempo apresurado, y eventualmente tan acelerado co-mo las costumbres que se censuraban, en perpetuo y vertiginoso cambio. “Nunca se exigió tanto al hombre y a la materia como hoy en día”, escribió Gautier de los veloces apuntes de Gavarni.9 “Los cerebros están tan calientes como las locomo-toras. Es preciso que la mano corra sobre el papel como el vagón sobre las vías. El sue-ño del siglo es la velocidad...”Pero Gautier no sólo ha puesto en circulación este lugar común de lo deprisa que va todo, sino también otro menos evidente, o más dudoso, y es que “el arte de nuestro tiempo tenga que interesarnos y convencernos por el solo hecho de serlo”, sin que apenas quepa o se nos permita lo contrario, so pena de exclusión de la comunidad que forman los contemporáneos. La perogrullada de que todo arte sea “de su tiempo”, como dirá Kandinsky con una insistencia que tiene algo de amena-za, se ha convertido en un vínculo colectivo a toda prueba; de obligación que no tolera reparos ni excepciones: un auténtico y aterrador juicio final...“Gavarni, dicen los de antes, sólo es un caricaturista, un fabricante de croquis más o menos frívolos que uno 276 8. París, 1876. La semblanza de Grandville reproduce la que ya había publicado en 1854 y 1855, aunque con nuevas ilustraciones. 9.Vid. su prólogo a las Oeuvres choisies de Gavarni, París: 1846.Vol. I, s.p. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO puede hojear por diversión, pero nada tienen que ver con el arte. Los pedantes se equi-vocan. Gavarni es un artista en la más alta acepción de la palabra... La antigüedad y la tra-dición no tienen nada que reivindicar de su talento; es completa y exclusivamente moderno”.Su ignorancia de la antigüedad,sigue diciendo Gautier,que para algunos cons-tituye un error, “para nosotros es una cualidad”. La cualidad por excelencia, cabría añadir; y no tanto la de ignorar el pasado, como esa ya suficientemente dicha de reco-nocerse completa y exclusivamente en el presente; de no ser otra cosa que moderno, y serlo, por ejemplo, por no hacerle ascos a los encantos físicos de las chicas de su tiem-po, ni mucho menos a sus encantadoras toilettes modernas.Gavarni aparece así como to-do un galant’uomo; un hombre de mundo –de su mundo y no sólo de su tiempo– que sabe disfrutar de lo que había empezado por parecernos, o así al menos nos lo habían he-cho parecer los caricaturistas, una ridiculez: “La Moda”. A ese respecto, ciertamente Gavarni constituye una excepción, y de ahí –sobre todo de ahí– que casi nadie se atrevie-ra a llamarlo caricaturista. Y es que Gavarni, no sólo “conocía perfectamente las mo-das”, como asegura Gautier, sino que “fue él quien las hizo”, lo que bastaría para garantizar que le encantaban. Esta pàradójica condición de árbitro de la moda y al mismo tiem-po censor de las costumbres modernas tampoco molestó a los Goncourt, que tantos elo-gios harían de su elegancia en el vestir.Por el contrario, fue esa doble condición de satírico elegante,más propia del siglo XVIII que del XIX, lo que más apreciaban de Gavarni; con-que en el fondo no debió de parecerles un perfecto y exclusivo artista de “su tiempo”, sino de otro ya pasado y tristemente perdido a cuyo estudio y conservación dedicaron los Goncourt buena parte de su propio tiempo. Los Goncourt no mostraron muchas simpatías por los caricaturistas más inflexibles y “demoledores”.Su nostalgia de “lo rien-te”, de aquel recatado y amable presiflage que había triunfado en los salones del Antiguo Régimen, los mantuvo al margen de las violentas expresiones que la risa había empe-zado a adoptar con el Nuevo Régimen y que más arriba calificaba yo de “descacha-rrante”; apartamiento o desprecio que les hizo particularmente sensibles a los peligros demoníacos que entrañaba su exacerbación, como luego veremos. Pero la elegante distinción de Gavarni, su propio distanciamiento de los carica-turistas con los que coyunturalmente había coincidido en Le Charivari, y a los que ama-blemente sólo reprochaba cierta “ingenuidad” o “puerilidad” en el dibujo, no disipa aquella paradoja de que la modernidad que por excelencia se manifestaba en las modas fuera a la vez una cualidad encantadora y una pretensión ridícula, una mala costum-bre de “La Burguesía”, su vicio más notorio y censurable. Claro que, puestos a hablar de paradojas, ¿acaso no lo era, y mucho más injusta e inquietante, el hecho concreto, mondo y lirondo, de que por un lado, Gautier animara a sus contemporáneos a reco-nocerse “completa y exclusivamente modernos”, y por otro lado los caricaturistas 277 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA despellejaran a los burgueses por intentarlo de todas las formas y con todas sus fuer-zas? Más que una paradoja, me parece a mí propiamente un círculo infernal: tene-mos el deber de ser modernos aún a sabiendas de que así nos volvemos ridículos, y conste que tanto por serlo como por congratularnos de ello, esencial y rematada-mente ridículos; de cabo a rabo y de una sola pieza.Así que ya vais empezando a sa-ber en qué consiste este mandato y esta fatalidad de ser y aparentar ser modernos: en reírnos los unos de los otros, sin que prácticamente medie nada más entre nosotros, automáticamente; y en efecto, en forma de círculo infernal. Antes de que Baudelaire entrara al trapo de la moda como expresión suprema de lo moderno, lo cierto es que Gautier ya había cortado casi toda la tela que cabía cor-tar al respecto, empezando por su elogio de las asombrosas habilidades de Gavarni co-mo modisto, que culmina en un artículo de 1857 titulado sin rodeos «L’art moderne. Gavarni»,10 y acabando con la seria y razonada reprimenda a los pintores de “su tiempo” que preferían los ropajes antiguos que encontramos en su vigoroso panfle-to de 1855,De la Mode. Gautier lo tenía efectivamente dicho casi todo antes de que Baudelaire se pusiera a redactar Le peintre de la vie moderne,11 salvo el pequeño deta-lle de que “La Moda” había venido siendo objeto de burla, materia habitual de los caricaturistas desde hacía mucho tiempo; demasiado como para pasarlo por alto. Fiel a los argumentos de su amigo Gautier, y a pesar de lo que había farfullado en 1857 al hablar de Quelques caricaturistes français, no quiso mezclar modas y risas en su más famoso análisis de “La Modernidad”, que se queda así incompleto, literalmente a medias.12 “Tengo frente a mí una serie de grabados de modas que comienza con la Revolución y termina más o menos con el Consulado. Esos trajes, que hacen reír a mu-cha gente irreflexiva, a esa gente grave sin verdadera gravedad, presentan un encanto de naturaleza doble, artístico e histórico.”13 Y por si esta exclusión categórica de la ri-sa no fuera suficiente, el propio Baudelaire se ha encargado de darle un fundamento más artero que ingenioso: “Estos grabados pueden ser traducidos en feo y en bello; en feo se vuelven caricaturas; en bello, estatuas antiguas.”Vistos de este modo y enfren-tados a semejante disyuntiva, ¿quién de nosotros tomaría partido por lo feo? ¿No se 278 10. Recogido luego en sus Portraits contemporains, París: 1874. pp. 326-336. 11.Hacia 1859–1860. El ensayo de Baudelaire apareció por entregas en 1863. Todas mis citas por la edi-ción de las Oeuvres complètes, París: 1968. pp. 547-565. 12. Ibidem, p. 378: “A menudo, las caricaturas, como las estampas de modas, se vuelven más caricatures-cas a medida que están más pasadas de moda”.No era una observación irrelevante; pero hay que recono-cer que Champfleury iba a ser más exigente. “Las caricaturas de modas de Carle Vernet son soberbias”, dice luego Baudelaire sin andarse por las ramas. 13. Ibidem, p. 547, en Le peintre de la vie moderne. Llevado en volandas por ese encantamiento inmacula-do, Baudelaire no duda en proclamar y subrayar más adelante que “todas las modas son encantadoras”. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO habría vuelto loco, además de ser un tonto irreflexivo? Baudelaire ha puesto tanto cui-dado en apartarse de una “traducción en feo”, que habiendo definido la moda como “una deformación sublime de la naturaleza”, lo que podía hacer creer a sus lectores que simpatizaba con las deformidades de “La Caricatura”, se ha apresurado a decir que “más bien [habría que considerarla] como un ensayo permanente y sucesivo de reforma de la naturaleza.”14 Hay que reconocer que el señor “G.”, si es que se trata exclusivamente de Constantin Guys y no, por ejemplo, un poco además del señor “G[avarni]”, no era un dibujante humorístico; pero Baudelaire no ha ocultado que su ensayo lo era también sobre “La Modernidad”en general; o para ser exactos: sobre todo aquello que concernía a un genuino “pintor de la vida moderna”.Y si entre todo eso encontra-mos cosas tan menudas como un piececito que asoma bajo una falda, o en realidad tan remotas, tan exóticas, como las “pompas y solemnidades” de la corte turca, ¿cómo es que no le quedó sitio a Baudelaire para la risa, tan moderna ella, lo que más de todo lo moderno? La razón de esta ausencia escandalosa, de esta falta inconcebible e im-perdonable en un ensayo sobre “La Modernidad”, no ha debido de ser otra que la anticipación: aquel otro ensayo sobre L´essence du rire, et généralement du comique dans les arts plastiques que Baudelaire ya tenía escrito y publicado en 1855.Lo cómico, pues, antes que lo moderno; aunque más bien habría que decir que escindido, separado, aje-no lo uno a lo otro.Y lo que es casi peor: lo cómico llevado finalmente al terreno de las artes plásticas, aunque por fortuna sólo de palabra.Y digo que por fortuna, por-que lo que Baudelaire escribió sobre “La Risa”es mucho más clarividente e implacable que lo que en 1857 escribió sobre Quelques caricaturistes français y Quelques carica-turistes étrangers, de acuerdo con esa estrategia suya de ir fragmentando y aplazando el análisis de “lo moderno” en su totalidad. Entre las cosas enormes y enormemente atinadas que Baudelaire ha escrito en la primera parte de ese ensayo sobre la esencia de la risa, yo quisiera destacar una en la que él mismo ha insistido, y es su origen diabólico; de manera que para él la risa era esencialmente satánica: procede de la conciencia cristiana de una caída original. “Es en nosotros, los cristianos, donde está lo cómico...” Pero decir que la risa es cristiana, e incluso algo tan extraño como que “se ha reído después de la venida de Jesús”, equivale a decir que no es antigua, sino moderna, y en efecto: “Venus, Pan y Hércules no eran personajes risibles”, y de serlo, sólo para nosotros,15 divididos en-tre la conciencia de aquella caída en los lazos del Diablo y la idea desmesurada y 14. Ibidem, p. 562. Lo suyo no eran, pues, las “de-formas”, ni siquiera las “formas”, y mucho menos las “formas naturales”, sino las “re-formas”. 15. Ibidem, p. 374: “los ídolos indios y chinos no saben que son ridículos”. 279 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA contradictoria que por su culpa nos hacemos de nuestra propia superioridad y nos lleva a pensar que siempre son otros los que se caen y resultan ridículos; otros los que resbalan y dan de bruces, y otros siempre también los que se mueren, como di-jo Marcel Duchamp desde su tumba, en un alarde de orgullo verdaderamente satáni-co. “Ahí está el punto de partida: yo no me caigo; yo ando derecho; yo tengo un pie firme y seguro.No soy yo quien cometería la torpeza de no ver que la acera se inte-rrumpe o que un adoquín bloquea el camino... ”Así es como empieza a desplegarse “La Risa Moderna”; o propiamente su programa, que Georges Bataille ha resumido y definido drásticamente:“Reírse de una caída es ya,de alguna manera reírse de la muer-te.” Aunque para mí que tendría que haberlo dicho con menos remilgos; o sea, que re-írse de los caídos es como reírse de los muertos, y ya lo acabáis de ver en las cárceles iraquíes, donde los prisioneros muertos se confundían con los caídos para cachon-deo general de sus guardianes. En la segunda parte de su ensayo sobre L’essence du rire,menos divagatoria, lisa y descarnadamente descriptiva,ha escrito Baudelaire co-sas aún más enormes y alarmantes sobre las que volveré una vez que ajuste un poco las cuentas entre el Diablo y quienes le hicieron un hueco a “La Caricatura” en sus generalmente prudentes juicios sobre el arte, como Blanc, Gautier, los Goncourt, Champfleury o el propio Baudelaire, que pecaron de circunspectos en mayor o me-nor grado a la hora de hablar, no sólo del arte de tiempos pasados, sino también del arte “de su tiempo”. La posteridad ha juzgado a todos esos críticos de arte en función del grado de be-nevolencia que demostraron hacia el que acabó por imponerse o parecer “más moder-no” al cabo de muchísimos años, y el caso es que aún se cree que Baudelaire fue un crítico congruentemente “más moderno” que Gautier por no haber hecho tantas bromas sobre Manet, o que Champfleury lo fue tal vez un poco más que Baudelaire por haberse tomado mucho más en serio a Courbet, o que Blanc tiraba fuertemente a reaccionario por no haberse ocupado ni de Courbet ni de Manet en Les artistes de mon temps; pero está claro que en todos esos casos el calificativo de moderno ha si-do desvirtuado, sin contar con que la mayoría de esos críticos coincidió sobre todo –y suficientemente– en su admiración por Delacroix o por Ingres.Yo no voy a en-trar aquí a considerar las causas ni los efectos de este uso perverso y partidista del adjetivo moderno que seguimos haciendo, sino solamente señalar un inconveniente, que no podría ser otro que el oscurecer su uso original, tal y como se manifiesta, no tanto en el ensayo de Baudelaire sobre «El pintor de la vida moderna», que por desgra-cia casi se limita a repertorizar lo que habría de más “moderno” en esa “vida”, como en un libro anterior de Gautier titulado elocuentemente, y creo que por primera vez, L’art moderne, aparecido en 1856.16 Es una grandísima suerte que Gautier se ha- 280 PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO ya decidido a explicar en qué consistía para él eso del “arte moderno” y no sólo a in-dicar, de un modo perogrullesco, que las levitas y las botas de charol resultaban más modernas que las clámides y los coturnos. Claro que cabía imaginar algo aún más mo-derno, y era hacerles vestirse y comportarse a los antiguos romanos como si fueran pa-risinos de 1840.Mucho más moderno y, sobre todo,mucho más ridículo.No es extraño que Daumier y Grandville hayan explotado esa grotesca mezcolanza entre lo anti-guo y lo moderno: el uno con su serie de L’Histoire Ancienne, que Baudelaire calificó justamente de “blasfemia divertidísima”, y el otro en el capítulo sobre «Une Journée à Rheculanum» de su libro Un autre monde. Veamos de qué estaba hecho el libro de Gautier sobre “el arte moderno”; o co-mo ahora se dice, de qué iba, empezando por el primero y más extenso de sus capí-tulos, dedicado a las pinturas murales proyectadas por Chenavard para el Panteón de París, un ciclo descomunal donde su autor se proponía narrar de un modo ex-haustivo, e insuperablemente pedantesco, la Historia de la Humanidad. ¿Se os ocu-rre algo más moderno que este proyecto de apropiarse de LA HISTORIA EN SU TOTALIDAD, aunque la manera de intentarlo, la maniera de pintarlo, ahora nos lo pa-rezca poquísimo? Al propio Gautier la maniera de Chenavard le parecía censurable, aunque no por anticuada, sino por descuidada; pero en su favor dijo también algo que a mí me deja pensativo, y es que “a pesar de no haberse preocupado mucho por la factura, [Chenavard] parece haber descubierto una nueva ciencia: las matemáticas de la composición”. Ahí la tenéis: una ciencia que acopla con precisión matemática la HISTORIA y su REPRESENTACION... ¿Se os ocurre algo más moderno? Palabras co-mo propaganda o publicidad no sabrían hacerle justicia a semejante “descubrimien-to científico”... Lamento no poder detenerme en este descomunal proyecto de Palingenesia Universalis que Ledru-Rolin le encargó a Chenavard a razón de diez fran-cos al día, pero sí quiero deciros lo que Gautier concluyó del mismo: que una vez acabado, haría del Panteón de París el rival de San Pedro de Roma,y entiéndase que de su Capilla Sixtina, empezando por el techo y acabando por EL JUICIO FINAL. Ahora bien: concluida LA HISTORIA,o resucitada TODA ELLA en esta especie de lla-nura de Armagedón,¿de qué podría haberse puesto a hablar Gautier sino de lo que aún 281 16. De cuyo superior e impagable valor os podréis hacer una idea sólo con enviarle hipotéticamente esta cuestión de “lo moderno en arte” a un historiador que dentro de cincuenta años quisiera saber lo que nosotros pensábamos de ello. Porque, a ese historiador, ¿qué le vendría mejor saber: aquello que nos pa-recía nuestra propia “vida moderna”o concretamente lo que entendíamos por “arte moderno”? No digo que haya completo acuerdo sobre lo que constituya esencialmente dicha vida, si coger aviones o viajar por Internet, celebrar encuentros sobre “La Risa Moderna” o padecerla en una cárcel iraquí, pero me tendréis que re-conocer que la cuestión de lo que sea o deje de ser el arte que tenemos me parece mucho más peliaguda, y desde luego harto más controvertida. ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA no había sido capturado y domesticado por “La Historia Universal”: el último re-ducto de vida salvaje y tumultuosa, y verosímilmente más moderna que la que po-dría llevarse en una ciudad paralizada, definitivamente detenida por el proyecto arcangélico de Chenavard? “El Pasado le pertenece a Dios”, le dijo Stalin a Churchill, que debió alucinar el pobre hombre, aunque no sé si entendió lo que el sanguinario “Koba” le estaba arrojando a la cara: que sólo él, dueño y severo maestro del Presente, y obviamente de un presente sin Dios, era moderno; o incluso: que vida propiamen-te moderna sólo la había en “el infierno de los trabajadores”, en los tajos infernales del Mar Blanco y de Kolyma. De manera que llevaban razón los que juraban no ha-ber artistas tan modernos como los de “la vanguardia soviética”... Allí donde “La Historia” se impone,“La Modernidad” se retira, y efectivamente a lugares salvajes, indómitos, excesivos, residencia favorita de toda clase de demonios, como aquellas islas tremebundas a donde se fuera Gauguin en busca de una vida más moderna que la que había llevado en París.No nos engañemos: modernos, lo que se dice intensa y peligrosamente modernos, los salvajes sine historia, y sobre todo los que habitan el corazón de las tinieblas, ese continente de fantasmas, pero en modo alguno fantasmal, y epicentro de todos los horrores que aún sigue siendo “África”, o tal vez ahora más que nunca:“El África moderna”... Joseph Conrad lo ha visto con más claridad que Picasso. Lo que llamamos exotismo no fue sino un afán de vida moderna. De ahí que Gautier, una vez despachado el pacificador proyecto de Chenavard, se haya puesto a hablar de un pintor “orientalista”: el malogrado Prosper Marilhat, amigo suyo y también de Nerval . “Prosper Marilhat, El Egipcio”, como firmaba a veces con una demoníaca y modernísima insolencia que “Lawrence de Arabia” llevará al colmo. Es probable que Gautier se sintiera moderno por haber estado en Oriente; como el propio Nerval; o como Flaubert y Rimbaud un poco más tarde. Todos ellos conocieron el Infierno de primera mano, in situ.Hay quien lo sigue buscando en las andanzas, patéticas más que románticas, de Rimbaud; pero lo encontrareis con mayor comodidad y provecho en las sórdidas descripciones que hizo Flaubert de sus visitas a los burde-les egipcios. El título del tercer capítulo del libro de Gautier es a su vez engañoso:“Sobre lo be-llo en el arte”. También lo es un poco el contenido, donde Gautier parecería inclinar-se por una idea de belleza no muy moderna, que él precisamente sigue llamando, como se venía haciendo desde el siglo XVIII, lo bello ideal.No es más que una patraña; uno de esos mohines de hipocresía que Gautier encontraba de lo más chic; sobre todo si, como ocurre sobre esta presunta reflexión sobre lo bello, se declara desde el primer mo-mento que en realidad lo va a ser sobre un famoso libro de un caricaturista famosí-simo: Reflexiones et menus propos d’un peintre genevois, de Rodolphe Töpffer, que él 282 PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO mismo subtituló Essai sur le beau dans les arts, aunque no haga otra cosa que darle vuel-tas y vueltas al asunto, hasta que el lector, o al menos el lector actual, acaba por creer que el autor le está tomando el pelo. La verdad es que es un libro desconcertante. También lo es el éxito que tuvo a mediados del siglo XIX, del que ciertamente el ca-pítulo tercero del libro de Gautier constituye una buena prueba. De hecho, Gautier no dice ahí prácticamente nada que no hubiera dicho Töpffer, aunque nos queda-mos sin saber si es a su vez una prueba de la cara dura de Gautier, que como perio-dista curtido en la pereza no habría tenido ningún empacho en resumir lo que debería haber juzgado, o si es que sólo ha seguido la broma de Töpffer, que consistiría en hacer como que se habla de lo bello, capítulo tras capítulo de un libro que alcanza la considerable extensión de 400 páginas en la “nueva edición”de 1864 que manejo.Pero esto no es todo. En el prólogo al primero de los siete libros en que Töpffer ha dividi-do sus “reflexiones y chismorreos” nos dice que se trata de “Un tratado sobre la aguada a la tinta china” para reconocer de inmediato que una vez concluido ese pri-mer libro se dio cuenta de que ni la aguada ni la tinta china aparecían por ninguna par-te. Aparecen en cambio en los libros siguientes, pero sólo para evitar hablar de ambas cosas, para aplazarlas sucesivamente y sine die.Dado que Töpffer era un humorista, ca-bría pensar que ese aplazamiento buscaba un efecto cómico, y lo cierto es que los lectores de aquella época, y Gautier en primer lugar, no dejaron de reconocer que la co-sa venía directamente de la novela de Sterne sobre la vida de Tristram Shandy, donde no se cuenta nada de esa “vida”, sino sólo lo que se contaron unos a otros los asisten-tes al parto del nunca llegado a nacer protagonista del libro.Ya os he dicho que no sé muy bien qué pensar del de Töpffer, pero para mí que ese no era un modo muy se-rio de ocuparse de lo bello, sin que tenga motivos para considerarlo una mera paya-sada. Por el contrario, tal vez haya sido ese el mejor, si es que no el único modo de hablar de lo bello moderno, y valga la paradoja de que la belleza pueda ser moderna y no “una figura del pasado”, como dirá sin piedad Valéry. Sea como sea, la risa había empezado a enseñar los dientes en el libro de Gautier, y allí donde más podría dolerles a sus timoratos lectores: en la mismísima boquita de lo bello... Pero aún les aguardaba el capítulo siguiente, titulado “Shakespeare en los Funámbulos”, donde lo peor tal vez no fuera que se hablara de sus dramas como una mezcla presumiblemente grotesca de “risa y terror”, sino que alguien se atrevie-ra a compararlos con las pantomimas que se representaban, delante de un público ma-yormente barriobajero, en el Teatro de los Funámbulos,descendiente de los que durante tres siglos hubo en París dedicados a la commedia dell’arte y templo donde ofició hasta su muerte el gran Debureau, la última encarnación del viejo Pierrot, a punto de sucumbir bajo los violentos aspavientos de los modernísimos payasos ingleses, 283 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA como el descomunal Joseph Grimaldi...17 No merece la pena seguir adelante con el libro de Gautier;18 ya hemos llegado a donde yo quería traeros: precisamente aquí, a los funámbulos, donde en 1846 un Champfleury jovencísimo estrenó la pantomima Pierrot, lacayo de la Muerte,que hizo reír a Gautier, así como otra titulada Pierrot ahor-cado. “Todo lo que atañe a la muerte es de una alegría loca”, escribió el propio Champfleury en un libro ya un poco olvidado: Souvenirs des Funambules, que apa-reció en París tres años después que L’art moderne de Gautier y a mí no me parece menos interesante, sino, por el contrario, imprescindible para conocer las circuns-tancias en que la risa que suscitaba “La Caricatura” se volvió inequívoca y abruma-doramente diabólica, infernal.Cualquier risa lo es,moderna y satánica al mismo tiempo, como recordaréis que dijo Baudelaire; así que para resumir y rematar lo que he ve-nido diciendo a propósito del hueco que los caricaturistas se hicieron en los modelos de explicación del arte de su tiempo propuestos por Blanc, Gautier, Baudelaire, Champfleury o los Goncourt, sólo se me ocurre sugerir que no era otro que el hue-co que se había hecho el Diablo; su lugar o su parte, “la part du Diable”, y ya iremos viendo que una parte que pesaba tanto como el todo. Los Souvenirs des Funambules de Champfleury, y algunos años antes de que se pusiera a estudiar concienzudamente los avatares históricos de “La Caricatura”, reú-nen los principales documentos y testimonios sobre esa exacerbación de lo que per se hay de demoníaco en la risa.Constituyen algo así como el estado de la cuestión; una cues-tión –esta de la importancia del Demonio– en la que ya veis que estoy casi completamen-te de acuerdo con Baudelaire.Pues bien: entre esos documentos y testimonios reunidos por Champfleury ninguno seguramente tan sorprendente como el suyo sobre los pa-yasos ingleses que se encuentra en su ensayo sobre L’essence du rire y Champfleury ya ha-bía citado en 1854, un año antes de su publicación.19 Es un pasaje famoso, en el que 284 17. Pierrot iba a sobrevivir a duras penas, lánguidamente, en los amables dibujos de Willette, y de un mo-do decididamente violento y estridente en los espectáculos de guiñol que en 1880 recogió Edmond Duranty, el precoz defensor de “la nouvelle peinture”, que acabó su vida como animador y conductor del Teatro de Marionetas de las Tullerías. Su Théâtre des Marionnettes. Répertoir du guignol du XIX siècle ha sido reedi-tado por Actes Sud en 1995. En cuanto a Willette, véase su autobiografía, titulada elocuentemente Feu Pierrot [El difunto Pierrot],París: 1919.Véase así mismo las presuntas Memoirs of Joseph Grimaldi, editadas por “Boz” [Charles Dickens], Londres: 1838, con ilustraciones de Cruikshank. 18. Los tres capítulos que siguen –«El teatro de Munich», «Pierre de Cornelius» y «La Nueva Pinacoteca [de Munich]»– componen un retrato muy moderno de «La Nueva Atenas» que los franceses creían se es-taba formando en la capital del reino de Baviera,muy cerquita de ellos. Este sueño llegó a ser en Francia una obsesión que no sé si ha sido estudiada; un sueño del que despertarían en 1870...Viene luego un ca-pítulo sobre «El teatro de Psi de Casiopea», fantasía modernísima sobre la vida en otros mundos; y final-mente, otro sobre «La apoteosis de Napoleón» de Ingres que no podía estar de más actualidad en la Francia neo-bonapartista de 1856 y casi parece un regalo de Gautier a su amiga la princesa Mathilde: un «ca-mafeo moderno», como él mismo dijo para concluir el libro. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO Baudelaire quiso ilustrar físicamente lo que él llamaba “cómico absoluto” y podría re-sumirse en la sensación de vértigo que el “Pierrot inglés” provocaba en el público con sus cabriolas y aspavientos, además de sus muecas, incomparablemente más grotescas que las del “Pierrot francés” que había codificado Debureau. Baudelaire ha empezado por distinguir al uno del otro:“El Pierrot [inglés] no era ese personaje pálido como la lu-na, misterioso como el silencio, ligero y mudo como la serpiente, largo y derecho co-mo la horca, ese hombre artificial movido por resortes singulares al que nos ha acostumbrado el deplorable Debureau.20 El Pierrot inglés llegaba como la tempestad,ca-ía como un fardo, y cuando reía, su risa hacía temblar la sala. Esa risa parecía un true-no jovial...”Y más adelante, a propósito de todos los personajes de la pantomima, dice Baudelaire que “hacen molinetes con los brazos, como molinos de viento atormenta-dos por la tempestad...”; o incluso, que causan tanto “ruido y resplandor” como la arti-llería. Él mismo reconoció que la pluma sólo podía dar una imagen “pálida y congelada” de aquel barullo vertiginoso,pero creo que lo logró indirectamente al decir que “una vez entrado en escena el vértigo circula por el aire; se respira vértigo; es vértigo lo que lle-na los pulmones y renueva la sangre en el ventrículo...”21 Indudablemente, se trataba de una experiencia fisiológica, que afectaba casi exclusivamente a la respiración y a la cir-culación de la sangre; de modo que no es extraño que Pierrot fuera finalmente guillo-tinado. Baudelaire dijo ignorar “por qué la guillotina en vez de la horca en un país como Inglaterra”, pero su perplejidad no era muy distinta de la que los ingleses le ma-nifestaron a Champfleury al ver que a su “Pierrot francés” lo ahorcaban en vez de gui-llotinarlo. Y en efecto, ¿por qué la horca en vez de la guillotina en un país como Francia? “Y allí estaba el fúnebre instrumento plantado sobre las tablas francesas, asombradas de esta romántica novedad”, escribió Baudelaire,despistado más que asombrado.Porque el adjetivo que en verdad le correspondía a esa “novedad” no era romántica, sino cómi-ca; o aún mejor: grotesca.Ustedes los franceses, parecían estar diciéndoles con evidente guasa los ingleses, ¿cómo es que no han sabido encontrarle a la guillotina su lado gro-tesco? Y a Baudelaire en concreto: ¿Se pregunta usted qué es lo cómico absoluto...? Pues 285 19. Esta anticipación pudo deberse al grandísimo interés de Champfleury por las pantomimas inglesas, que tuvo ocasión de conocer mucho mejor que Baudelaire, pues asistió personalmente al estreno de su Pierrot ahorcado en el Teatro Adelphi de Londres. A raíz de ese viaje, Champfleury pudo comprobar las grandes diferencias que había entre la pantomima francesa y la inglesa que se manifestaban antes que nada en la téc-nica de sus intérpretes, destacando los ingleses por su agilidad. A este respecto, resultaba muy elocuente que Gautier, como Champfleury recuerda en su libro, hubiera aconsejado a los comediantes franceses apren-der boxeo, o incluso savate, la pelea francesa a base de patadas. 20.Vid. en cambio su Salón de 1846, en BAUDELAIRE,1968,p. 243:“...Debureau, que es el verdadero Pierrot actual, el Pierrot de la historia moderna...” No cabe duda de que le impresionó vivamente la comparación con el “Pierrot inglés”. 21.Vid.De l’essence du rire, en Ibidem, pp. 376-377. ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA ahí lo tiene: ¡la guillotina! No encontrará usted nada más vertiginoso que este “sencillo mecanismo”,22 como la llamó el Dr.Guillotin en su discurso a la Asamblea Constituyente. Sus miembros se tomaron a risa la modesta proposición del pobre Guillotin, y el cachon-deo siguió luego en las calles y en los periódicos.23 La gente aún se reía de los inventos mecánicos, y más si la Técnica pretendía ha-cerse cargo de la Muerte.Con todo, lo extraño es que la risa volviera a aparecer cuan-do la guillotina llevaba años funcionando a todo meter en una alusión del Dr. Gastellier a la “apariencia de risa”que se pintó en el rostro convulsionado de un sujeto herido de muerto por una estocada en el centro nervioso del diafragma...24 Para llegar la cosa al col-mo sólo faltaba que “La Caricatura” se pusiera a ello.No parecía muy delicado hacerlo, y la verdad es que apenas he encontrado ejemplos; pero basta con éste para echarse a tem-blar. 25 Apareció en Londres el 17 de diciembre de 1819 sin mención de su autor. El lu-gar de edición me parece tan significativo como la fecha.En cuanto a lo primero, es como si esta caricatura tremenda viniera a confirmar lo que acabo de decir sobre la capaci-dad anticipatoria de los ingleses para descubrirles a los franceses el lado grotesco de la guillotina. Y en cuanto a lo tardío de la fecha, y con independencia de que tal vez se es-té caricaturizando algún episodio de la política inglesa del momento, aunque proba-blemente alusivo a los excesos de “La Revolución” en general, llama poderosamente la atención la espantosa lucidez con que el anónimo autor de esta estampa ha logrado conectar las distintas e indistintamente pesadillescas connotaciones de la guillotina: su aspecto orgánico más que mecánico; su FISIOLOGÍA, por decirlo con una palabra que empezaba a estar de moda. La guillotina no aparece ahí como una máquina hecha de madera y metal destinada a cortar máquinas hechas de huesos y músculos, sino co-mo un plexo de funciones –de energías– que apenas distingue entre lo que corta y lo cor-tado; entre cuerpo y máquina; entre técnica y política; entre vida y muerte; entre RISA y TERROR... Podéis advertir fácilmente esta ambivalencia en la “cabeza”que corona el “cuerpo” de la guillotina, constituida en realidad por dos: la que exhibe un gorro frigio y fauces elásticas, y ésa otra que aparece dentro de ella y es aparentemente la cuchilla de la “máquina”, pero dotada de ojos, nariz y boca. ¿A quién representa esta segunda “cabeza”metálica y manchada de sangre: al verdugo o a la víctima? Ya veis que está to- 286 22. Ibidem: “¿Qué es ese vértigo? Es lo cómico absoluto...” 23. Sobre estas primeras risas vid.ARASSE,Daniel: La guillotine et l’imaginarie de la Terreur,París: 1987.pp. 25-27, donde su autor recuerda muy pertinentemente el juicio de Bergson sobre “la mecanización de la vida” como causa principal de la risa. 24. Ibidem, p. 56. Gastellier la llama “risa sardónica”, y de ahí que se atreva a decir que dicho sujeto “murió de risa”. 25.Vid.De l’essence du rire, en BAUDELAIRE, 1968. p. 371: “El sabio sólo ríe temblando...” PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO do muy confuso; aunque no tanto como para ocultar que la “máquina” diseñada por el Dr. Louis, y llamada originalmente Louison o Louisette, es un “cuerpo” que mea san-gre por un agujero y padece de un intenso ardor de estómago.“Luisita la meona”... Es ahí, en ese agujero por el que asoma la cabecita de un esqueleto muerto de risa y nada tranquilizador, donde se concentra todo lo que de grotesco, de “cómico absoluto”y ob-viamente fisiológico,hay en esta caricatura demoníaca que hace palidecer la descripción que Baudelaire intentó de la decapitación de Pierrot en aquella pantomima inglesa: “La cabeza se separaba del cuello –una cabezota blanca y roja– y rodaba ruidosamente hasta el borde del agujero del apuntador, mostrando el disco sangrante del cuello, la vértebra escindida y todos los detalles de un pedazo de carne recién cortado por el car-nicero para su exposición.Pero hete aquí que, de pronto, el tronco encogido [de Pierrot] se alzaba impulsado por la monomanía irresistible del robo, se apoderaba triunfal-mente de su propia cabeza como si se tratara de un jamón o de una botella de vino y [...] ¡se la metía en el bolsillo!” Baudelaire habría querido que todo esto nos lo imagi-náramos sucediendo a una velocidad de vértigo; como visto y no visto o en un abrir y ce-rrar de ojos.26 Lo extraño es, sin embargo, que no haya asociado esa velocidad de Pierrot a la que la guillotina se toma en hacer su trabajo. Los grotescos movimientos 287 26. Ibidem, p. 376. Sobre esta velocidad rayana en la invisibilidad, vid, ARASSE: 1987. pp. 49 y ss. del payaso no son una consecuencia de su decapitación, sino que forman parte de la mis-ma secuencia instantánea.Todo sucede, pues, en el tiempo acelerado que instaura la gui-llotina; o sea, que todo esto no podría suceder sin ella, sin su vertiginosa aceleración. La guillotina es el primer “cuerpo a motor” de la Historia; y cuando digo cuerpo,me refiero a algo que no se exterioriza del todo, que se guarda lo que hace, como Pierrot su propia cabeza en el bolsillo.Claro que siempre se puede ir a mirar en los bolsillos o a mirar por los agujeros. Y a todo esto, ¿qué se ha hecho del Diablo? ¡Cuán cierto es lo que dicen de que no le gusta nada que se hable de él...! Aquello con lo que nos tienta suele estar al borde del abismo y ser causa de un vértigo tan absoluto como lo cómico que tenía fascinado a Baudelaire; así que hablar del vértigo ya es un modo de empezar a hablar del Diablo.Y en primer lugar, del vértigo que resulta de un movimiento acelerado, tal y como ocu-rre no sólo en la guillotina, sino también en las montañas rusas, un logro técnico no mu-cho menos cómico. Champfleury las incluye entre las novedades que atrajeron de inmediato la atracción de los caricaturistas.27 A pesar de que ese invento no fuera toda-vía la fábrica de “vértigo absoluto” en la que se ha convertido, no cabe duda de que es-taban un grado por encima de los clásicos columpios en materia de aceleración y aturdimiento.Compárese al respecto, como yo mismo hacía recientemente con el fin de distinguir entre la cualidad antigua de lo riente y la moderna de lo descacharrante, dos estampas cercanísimas en el tiempo: la caricatura de una montaña rusa que en-ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 288 27. Y curiosamente junto a aquella otra que es casi el paradigma de la moderna fisiología: la vacuna con-tra la viruela.Vid. su Histoire de la caricature sous la République... CHAMPFLEURY, 1874, p. 355, donde dice que así ocurrió también con “la invención del ómnibus en 1828.” contramos en un libro de Champfleury y esa que reproduce el famoso cuadro de Los felices azares de Fragonard,“donde el ir y venir de un columpio define un circuito jo-vial de miradas y gestos,pero también de analogías, entre las espesas enaguas y la vegeta-ción del lugar, por ejemplo, o entre el frú-frú de esas enaguas y el crujido del columpio. [todo ello en presencia de la estatua de Eros que hace el antiguo signo harpocrático del silencio...] El evidente alboroto que se ha hecho sitio aquí [y se concentra en la chinela que sale volando por el aire, como buscando la cara de ese Eros discretísimo,] no es tan grande como para echarlo todo a perder”. Eso parece más bien cosa de las monta-ñas rusas, y así efectivamente ocurre en una vieja caricatura de ese cacharro, donde un caballero ha terminado dentro de las faldas de una dama, dando al traste, vertiginosa y abruptamente, con el deseo de aquel otro caballero del cuadro de Fragonard, que es-piaba a distancia el revoloteo de las de su propia dama. La conclusión del deseo volup-tuosamente prolongado de mirar y seguir mirando, de recrearse en la contemplación activa de su objeto, tiene mucho de cómica, pero en su acepción más moderna: demo-ledora, como dijeron los Goncourt. Y por de pronto, creo yo, demoledora de los en-cantos de la contemplación; de las delicias un poco enmarañadas que evoca una palabra que se ha vuelto absurdamente despectiva: “mirón...”28 Porque, vamos a ver, ahí dentro de las faldas de la dama, ¿qué es lo que podría ver el caballero de la caricatu-ra? Ahí debajo no hay nada que mirar, aunque seguramente sí que oler o tocar, aun-que la verdad es que tampoco podemos ver lo que está haciendo el caballero. La velocidad produce invisibilidad. Pero si no había nada que ver, ¿de qué se reían entonces? Pues al PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO 289 28.Vid.GONZÁLEZ GARCÍA,Ángel: Juegos de manos, texto para el catálogo de la exposición de Juan Navarro Baldeweg en la Galería Marlborough,Madrid: 2004. menos de dos cosas: de la caída misma y de lo que se imaginaron que estaba pasando den-tro y probablemente para sus adentros, no fueran a tomarlos por personas sin sentido de la decencia. El caso de la Olympia de Manet demuestra que no tardaron mucho en sa-car fuera esa risa...Entre tanto, y quiero decir que a la espera de que todo se volviera fran-camente fisiológico y la gente hiciera bromas sobre el olor que desprendía el cuerpo de Olympia,29 Champfleury puso delante de la caricatura de la montaña rusa –y creo yo que intencionadamente– esta otra de modas en materia de sombreros, con el estupendo título de Les invisibles, aunque sin mencionar el año y lugar de su publicación. Ignoro, pues, si se trata de una estampa francesa o inglesa, y si es anterior o posterior a una de James Gillray publicada en 1810 con el mismo título; pero fuera como fuera,y habría que investigar cómo fue, no cabe duda de que la estampa incluida por Champfleury en su libro va un poco más allá, o propiamente más adentro, como ya había ocurrido con la ca-beza del caballerete de la montaña rusa; dentro de un lugar que no podemos ver y donde probablemente nada podía verse, sino más bien intercambiarse el aliento, y en el caso del caballero que mete ahí la cabeza, literalmente beber los vientos de su dama, ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 290 29. A carne faisandée, por ejemplo, como le pareció a un famoso crítico de la época.Yo, sin embargo, creo que mucho más probablemente a pescado; y me voy a explicar. Ese famoso gato del cuadro de Manet, que tanto llamó la atención del público y excitó visiblemente a los caricaturistas, ¿de dónde venía? Pues obviamente, y me extraña que ningún historiador lo haya mencionado claramente, del bodegón más notorio de Chardin: La raie, con el que ingresó en la Academia y que ha estado siempre en el Louvre. Probablemente llegó de ahí a la cama de Olympia, y a la vista estaba que con las patitas manchadas de pescado, pues alguien vio, en efecto,“pi-sadas de gato sobre las sábanas” ...No me vayáis a preguntar en qué estado de frescura se encontraba el maldi-to pescado después de ese viaje. En cuanto a las connotaciones sexuales –fisiológicas– del olor a pescado, y concretamente a ostras, que es lo que se ve que el gato de Chardin estaba pisando, tampoco voy a decir nada. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO y no por su dama, como suele decirse... Para ir aún más allá en la exploración de la fi-siología del cuerpo humano “La Caricatura” tendría que haber puesto patas arriba los criterios de decencia que han regido la sociedad burguesa hasta hace cuatro días, su con-sistente y resistente mojigatería, y bien sabéis que no ocurrió, salvo de manera clandes-tina, y aquí en España tenemos un ejemplo extraordinario en el álbum de caricaturas que maquinaron los hermanos Bécquer contra Isabel II y su camarilla: Los Borbones en pe-lota. La estampa de Les invisibles marca el límite públicamente tolerable de dicha ex-ploración, aunque ya veis que se alcanzó muy deprisa, casi en los orígenes del género.30 Pero si los caricaturistas no pudieron ir más allá en materia tan delicada, los pin-tores en cambio se permitieron ciertas audacias; atentados al pudor que no se conocían desde el siglo XVIII. La Olympia de Manet es desde luego el ejemplo más escandaloso, así que no me extraña que los caricaturistas se tomaran con ella tantas libertades; al fin y al cabo, su autor era como de la familia: de la familia de los deformadores ... Lo cierto es que para llegar a este sorprendente compadreo,Manet tuvo que dejarla medio en pe-lota; reducir la ropa que llevaba a una cinta negra en el cuello; olvidarse de la moda y hacérsela olvidar a los caricaturistas, que a partir de ese momento cayeron en la cuenta de que la pintura nueva podía resultar mucho más cómica. Los mismos que se habían reído de los trapos empezaron a reírse de los cuadros, aunque en 1851 Cham todavía no distinguiera entre una cosa y otra. 291 30. Sobre los aspectos fisiológicos de la caricatura de modas tenemos testimonios menos explícitos, aunque muchísimo más cómicos, en la serie de Monstruosidades que inició muy pronto James Gillray y luego conti-nuó sin compasión George Cruikshank. Son, en efecto, testimonios indirectos, pues caen aparentemente del lado de la anatomía más que del lado de la fisiología; o por decirlo de otro modo: tratan de las formas visi-bles de los cuerpos humanos más que de sus funciones invisibles.Con todo, el límite entre ambas cosas no está del todo claro, y al ver todas esas monstruosidades, todas esas deformaciones, uno no puede dejar de preguntarse qué es lo que estará pasando dentro para que lo de afuera haya cobrado ese aspecto casi deli-rante; qué energías invisibles ensanchan o estrechan monstruosamente esos cuerpos atrapados por la moda. Como cualquier otra novedad o invención modernas, la pintura de Manet y de sus secuaces parecía muy a menudo obra del diablo, como precisamente ponía de relieve la presencia de un gato negro –su emisario más probable– en el retrato de Olympia,31 al que en 1884 un amigo de Cham, el humorista Philippe Gille, aún lla-maba Le chat noir et la dame blanche.Obra del diablo, digo, como los ómnibus y las montañas rusas, los trenes y los globos aerostáticos, la fotografía y el socialismo, las feministas y la natación, los periódicos y la polka, el fusil de aguja y la música de Offenbach... En realidad, a los tempranos editores de Le Diable à Paris, obra o cosa suya les parecía prácticamente todo lo que allí podía verse, hasta el punto de que París se les antojaba el mismísimo Infierno.Walter Benjamin, que cita a menudo Le Diable à Paris, debió sacar de él su idea de que el siglo XIX había sido “la época del Infierno”, pero quizás también el plan general de su Passagen-Werk, que no sería otra cosa, como el citado libro, que una especie de guía o Baedeker del Infierno.32 Como es lógico,Le diable à Paris incluía un plano de la ciudad, además de una descripción o “ge-ografía” de la misma; y como es lógico, me he ido a busca ahí la rue d’Enfer, en pleno Barrio Latino. “Se cree que a la rue d’Enfer se la llamaba en otro tiempo Vía inferior, ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 292 31. Esto de los gatos se las trae; pero no pudiendo entrar aquí en algo que me llevaría de Baudelaire y Champfleury, cuyo libro sobre Les Chats rehuye significativamente ese lazo diabólico, hasta el famoso caba-ret de Chat Noir,santuario y encrucijada de “La Risa Moderna”,no me resisto a recordar que los gatos compar-ten con el Diablo uno de sus lugares favoritos, o incluso su principal observatorio: los tejados, que también lo son necesariamente de los deshollinadores, los fumistes; y de ahí que haya sido en dicho cabaret donde empezara a hacer estragos l´esprit fumiste o fumisme, el más tenaz e influyente de los “ismos”modernos. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO 293 por oposición a la rue Saint-Jacques, a la que se llamaba Vía superior. El nombre le habría venido de ahí.”Eso es lo que cuenta Théophile Lavallée, el autor de esa Geografía de París. Y a continuación: “La calle comprendía varios establecimientos religio-sos...” ¡Vaya por Dios! “Hoy se encuentra en ella la Escuela de Minas...” ¡Dónde si no! Pero hay algo más: según cuentan los Goncourt en su novela Manette Salomon, ha-cia 1840 en esa misma calle del Infierno tenía abierto su taller un tal Langibout, pin-tor de historia, entre cuyos alumnos se encontraban los protagonistas de la novela, y muy especialmente el más revoltoso, descarado y bromista de todos, Anatole, del que los Goncourt aseguran con premonitoria mala intención que “en el fondo se sentía menos llamado por el arte que por la vida de artista”, aunque tendrían que haber dicho –exactamente– que por la vida de estudiante de Bellas Artes; una vida que allí, en el taller de Langibout, se pasaba entre farsas y mistificaciones, que Anatole solía inventar y dirigir con mano firme. Crucificar a los novatos, por ejemplo; o aplicarles hierros al rojo. Bueno... , simularlo sólo, aunque la cosa a veces acabara con un miembro roto. Estas brutales “farsas artísticas” se habían pasado de moda en los talleres, pero Anatole las renovó, y con ellas, lo que los Goncourt llaman “come-dia de la crueldad” y su antipático personaje, “suplicios”... “Lo animaba un siniestro sentido de la payasada.Era Bobèche y Torquemada; la Inquisición en los Funámbulos.”33 En el taller de Langibout, a esa espantosa confusión de bufonería y brutalidad le daban el inocente nombre de “la Blague”; pero escuchad lo que los Goncourt tenían que decir de ella; no tiene desperdicio. “La Blague, esa forma nueva de esprit francés, nacida en los talleres del pasado, [y que de ahí] pasó a las letras, al teatro, a la sociedad; crecida entre las ruinas de las religiones, las políticas, los sistemas, [...] convertida en el credo farsesco del escepti-cismo, en la revuelta parisina de la desilusión, en la forma ligera y pueril de la blasfe- 32.Pero si ese fue el motivo de su plan, queda por saber la razón por la que no lo llevó a término, y se me ocu-rre que una vez más pudiera el Diablo estar por medio. Pues ¿cómo podríamos calificar, sino de diabóli-co, de auténtica diablerie, el hecho de que Siegfried Kracauer se le adelantara en esa visita al Infierno con su libro de 1937 sobre Offenbach y el París de su tiempo? El editor francés que ha traducido “Das Paris sei-ner Zeit”por “El secreto del Segundo Imperio”no lo ha hecho por capricho.Y es que efectivamente el Segundo Imperio guardaba un secreto: el de consistir en un diabólico revoltijo de payasadas y fantasmadas. “Se quejan de que las cosas no vayan bien bajo mi gobierno”, dijo Napoleón III,“Pero, ¿cómo podría ser de otro modo? La Emperatriz es legitimista,Morny es orleanista y yo republicano. Sólo hay un bonapartista, Persigny, y está mal de la cabeza...”Un caricaturista no habría sabido decirlo mejor.Todo el libro de Kracauer se resume en este chiste del Emperador, aunque también en lo que dice de Offenbach en las primeras pá-ginas; que el músico conocía “el arte de convocar a los demonios”.Vid. KRACAUER, S.: Jacques Offenbach ou le secret du Seconde Empire, París: 1994. pp. 214 y 50 respectivamente. 33. Bobèche es nombre de bufón, pero a mí me suena como el de Flammèche, el nombre del primer acóli-to que el Diablo envía a París en el libro de marras. Bobèche “el tontiloco” y Flammèche “el pirómano”, como nuestro Torquemada. mia, en la gran forma moderna, impía y charivárica de la duda universal y del pirro-nismo nacional; la Blague del siglo XIX, esa gran demoledora, esa gran revolucionaria; la Blague, la vis cómica de nuestras decadencias y nuestros cinismos [...]; la Blague, que es la palabra espantosa con que reírse de las revoluciones; [...] esa terrible ma-drina que bautiza todo lo que toca con expresiones que meten miedo y dejan hela-do; la Blague que sazona el pan que los aprendices de pintor se van a comer a la Morgue; [...] que un día de genio ha creado a Prudhomme y a Robert Macaire; [...] que ha hecho encontrar a un parisino un retruécano sobre La Balsa de la Medusa; la Blague que desafía a la muerte; que la profana; [...]la Blague, esa risa terrible, rabiosa, febril, malvada, casi diabólica, de niños maleducados, de niños corrompidos por la decre-pitud de una civilización ...”34 Sólo es un resumen de este impresionante alegato contra lo que tal vez no po-dría traducirse más que por sarcasmo: una risa que muerde y desgarra; canibalesca... todo lo que hay que decir sobre la espantosa complicidad entre “La Risa”y “El Terror” está ya dicho ahí de cabo a rabo...Yo tendría que haber empezado por este pasaje de Manette Salomon, pero tengo que parar. ¿Y en qué otro lugar más elocuente que en la Morgue, como aquellos aprendices de pintor de los que hablan los Goncourt? Felix Ribeyre, el latoso biógrafo de Cham, cuenta que un día se ofreció a enseñarle París a un lord inglés amigo de su padre, el Conde Noè.Cham primero le condujo a la Morgue y luego lo devolvió a su hotel, diciéndole que “no había nada tan curioso en París.”35 ¿Qué había de extraño en ello? ¿Acaso no había dicho Champfleury que todo lo que atañe a la muerte es de una alegría loca ...? ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 34.Vid GONCOURT, Edmond y Jules de:Manette Salomon [1867], París: 1979. pp. 42-43. 35.Vid. RIBEYRE, Felix: Cham, sa vie et son oeuvre, París: 1884. p. 188. 294
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Calificación | |
Título y subtítulo | Pierrot, servidor del diablo |
Autor principal | González, Angel |
Entidad | Universidad de La Laguna |
Publicación fuente | Acto: revista de pensamiento artístico contemporáneo |
Numeración | Número 2-3 |
Sección | Risa cómica y modernidad |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Santa Cruz de Tenerife |
Editorial | Aula Cultural de Pensamiento Artístico Contemporáneo de la Universidad de La Laguna |
Fecha | 2005 |
Páginas | p. 266-294 |
Materias | Estética ; Historia y crítica ; Arte moderno ; Siglo 21º ; Publicaciones periódicas |
Enlaces relacionados | Página de la revista: http://reacto.webs.ull.es/pg/home_revista.html |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 636496 Bytes |
Texto | Ángel González García PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO Donde se verá cómo algunos fragmentos de la literatura artística del París decimonóni-co cobran vida nueva al devolverles su rumor de fondo y sus silencios, confiriéndoles, de este modo, una actualidad que sirve para avisar, con toda seriedad, de lo que siempre hubo en la vida moderna de cosa de risa y de cómo en esa inevitable expansión de lo ri-sible se viene a confirmar algo que ya sabían aquellos primeros testigos de la moderni-dad: su hermandad irremisible con el terror. Pues bien; aquí están. Y por entrar directamente en materia, aún podría deciros que ahí estaba todo cuando Charles Blanc decidió poner a esta formidable pareja de “anima-les domésticos” para abrir su librito sobre Grandville. Ahí tenéis, en efecto, el estado de la cuestión en 1855; la cuestión de la caricatura. Blanc no fue su cronista, como Champfleury, que la ha perseguido a través de sus incesantes declives y repuntes, de revolución en revolución, que es cuando ella saca la cabeza y enseña los dientes. Blanc, que ha entrado en el mundo, que se ha puesto a pensarlo y criticarlo, viendo las revis-tas cómicas publicadas por Philippon, La Caricature primero y poco más tarde Le Charivari, comienza in medias res, sin más explicaciones.Tal vez se haya sentido tan con-cernido por “la cosa misma” que no haya tenido tiempo para ponerse a explicar su origen cierto y su probable destino,como Champfleury precisamente.Pero el caso es que Blanc no fue el historiador de la caricatura que bien podría haber sido, sino el de los “pin-tores de todas las escuelas”, aunque quizás le haya tentado lo primero, como se deduce de lo que se atrevió a decir en su introducción a “la escuela francesa” para justificarse de no haber incluído a los pintores de su tiempo:“Y hoy, ¿dónde está la pintura? [...] Yo bus-co la invención, el viejo principio francés, y no la encuentro en ninguna parte, salvo en Charlet, que sólo con un lápiz ha moralizado tanto y con tanta gracia; en Paul Delaroche, pintor de historia en su más alto grado, pintor feliz, y tan hábil en sacar partido de sus co-nocimientos, de su ingenio,de la elección largamente meditada de sus temas; y finalmen-te en Gavarni, ese periodista del arte, ¡ese fino pensador!”1 267 1.Vid. BLANC, Charles : Histoire des peintres de toutes les écoles. École française, París: 1845. vol. I, p. 48. Sin dejar de ser un liberal, Blanc no se ha sentido tan libre como Champfleury pa-ra seguir con esa averiguación del lugar donde pudiera estar todavía la pintura, y concretamente “el viejo principio francés” de “la invención”. Lo poquísimo que ha dicho al respecto, con esa elocuente confusión entre un aparatoso pintor de historia como Delaroche y dos finos dibujantes satíricos –más que caricaturistas, la verdad– merecía sin duda una continuación... Sin embargo, cuando Blanc publicó su pla-quette sobre Grandville en 1855, ya estaba atrapado en su ingente tarea de refundación, y casi diría que invención de la Historia del Arte; absorbido por la redacción de esa enorme Histoire des peintres de toutes les écoles, y a punto de embarcarse y encerrarse en la dirección de La Gazette des Beaux Arts. Su librito sobre Grandville era un respi-ro que se tomó entre esas dos empresas colosales, aunque como tal respiro o toma de aire, algo imperioso e ineludible. En realidad, todo Blanc respira por ahí; y quiero decir el que había sido hasta llegar a ser otro más consciente o más poseído de su importancia e influencia; el que probablemente había sido de joven, cuando llegó a París en compañía de su hermano Louis y se comprometió junto a él en los aconte-cimientos que llevaron a la caída del rey Luis Felipe y la instauración de un régimen re-publicano que ya se había derrumbado a su vez en 1855. De manera que su Grandville era sobre todo un respiro que Blanc se tomó en este otro nuevo régimen autoritario y vagamente grotesco del Segundo Imperio,mucho menos tolerante con los carica-turistas que el de Luis Felipe, tal vez por ser realmente mucho más ridículo. El libro de Blanc es por ello no poco cauteloso, y a veces se ve metido en rodeos difíciles de seguir y de entender, pero no tan cauteloso como para que de él no se desprendan un par de cosas que dan francamente que pensar sobre la dirección que había toma-do la caricatura en aquella Francia incesantemente revolucionada.Y de entrada, según lo abrimos, esta estampa de Grandville, curiosamente la única del libro,donde una pa-reja de burgueses seguros de sí mismos hace su propia entrada casi triunfal, sobre todo el marido, pisando fuerte con el paraguas debajo del brazo; tan heroico con sus botas de charol y su plumero en lo alto del morrión; o como hubiera dicho Baudelaire, “tan grande y tan poético”... Grandville la había publicado veintidós años antes, en el nº 207 de Le Charivari, con el título algo inocente de Promenade y otra pareja de ani-males insatisfechos en segundo plano, aludiendo precisamente a un lugar de paseo, y no al avance incontenible de la pareja aislada y destacada –como si se tratara de un retrato más de una escena de género– que se nos viene encima de la versión de 1855. ¿Quién llevó a cabo ese recorte; esa enfática abreviación? Como no sé nada del editor del libro, un tal Émile Audois, yo me inclino a pensar en su autor, y por dos ra-zones al menos: porque la pareja del primer término tal vez le recordara a Blanc la costumbre de Luis Felipe de pasearse por París con su mujer del bracete y el paraguas bien ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 268 a mano que tanto había divertido a los caricaturistas de su juventud; y porque no que-ría que se perdiera de vista el objetivo principal, obsesivo y casi maníaco, de los sarcas-mos de esos mismos caricaturistas, no sólo en aquella época, sino también en esta otra, a pesar de que Napoleón III se diera otros aires o tomara más en serio su posi-ción :“EL BURGUÉS”; así , con mayúsculas, de cuerpo entero,y desde luego en singular, como monumental arquetipo de una clase social que muchos creían execrable.Ambas razones venían a coincidir en esa abominación de “La Burguesía”, que seguía siendo la misma de siempre, y por lo tanto, la misma tozuda razón de ser de “La Caricatura”, en-cargada providencialmente, no tanto de ridiculizarla, como de borrarla de este mun-do.“ La primera parte de este libro podría haberse titulado los demoledores de la burguesía”, escribió Champfleury en su Histoire de la caricature moderne,“pues la burguesía no tuvo enemigos más encarnizados que Daumier, Travière y Monnier”.2 Son palabras fuertes: demolición; encarnizamiento...Como si la sola existencia de “La Burguesía”,y no hablo de sus tejemanejes económicos y políticos, sino de su sola presencia en las calles, fuera tan insoportable, o tan enemiga de cualquier esperanza de verdad, bondad y be-lleza en este mundo, que no fuera posible imaginar tarea más noble y más urgente que PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO 269 2. Cito por la segunda edición “muy aumentada”, s.l., s.a. El subrayado es mío. ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA disparar contra ella allí donde se la encuentre, y ya veis en la estampa de Grandville que no es chupándoles la sangre a los obreros o revolcándose en sus criminales ganan-cias. El recorte tiene como fin harto probable seleccionar y fijar el objetivo, pues siem-pre es más fácil disparar contra una sola pareja de burgueses que contra una multitud de ellos. Ahí la tenéis a tiro en la estampa de Grandville, otro “demoledor de la burgue-sía”; como cualquier caricaturista moderno. Y la verdad es que sus nombres son insig-nificantes: Daumier, Traviès,Monnier o Grandville parecen las muescas de un mismo garrote con que apalear al burgués que va de paseo haciéndose el inocente; los anillos de una única cadena de caricaturistas conocidos a menudo por sus seudónimos, ins-trumentos anónimos –y no diré que ciegos,pero sí providenciales– de un tremendo ajus-te de cuentas con esa horrible lacra, ese estigma en el espectáculo del mundo, ese chachafarrinón que constituye “EL BURGUÉS”, con su intrínseca fealdad mal disfra-zada; porque como la mona del refrán, aunque “EL BURGUÉS”se vista de seda, o luz-ca un airoso plumero en lo alto del morrión, sigue fatalmente siendo el mismo que estropeaba completamente este mundo, aunque, por suerte, no con tan rematado disi-mulo que pueda escapar a los atentos y penetrantes ojos de “La Caricatura”... Esa feal-dad de “La Burguesía”es a su vez completa,y concierne no sólo a sus costumbres sociales y a sus estrategias políticas, sino también, y casi diría que en primer lugar, a su aspecto físico, su fealdad propiamente dicha; lo que no quita para que también repugnara vi-vamente su afán de enriquecerse a toda costa, causa probable de sus restantes defectos y deformaciones.Pero ni en 1830, ni en 1848, ni siquiera en 1855, y curiosamente con in-dependencia de las simpatías de los caricaturistas, así como de su público, lo que en este caso vuelve irrelevante el hecho de que Blanc y Champfleury hayan sido más bien de izquierdas y Gavarni, por ejemplo,más bien de derechas,3 se veía claramente aquella cau-sa económica, siendo mucho más visibles y censurables, más ofensivos, sus efectos, in-distintamente éticos, políticos y estéticos.Y conste aquí, como testimonio chocante de la relativa ignorancia de la causa última por la que “la Burguesía” se había vuelto tan irri-tantemente presente, y estaba tan de por medio en cualquier cosa, que amenazaba con robarle la luz del sol a cualquier otra clase de gente –casi del rey abajo– y oscurecer así de-finitivamente el mundo, como Balzac se temía,4 el hecho chocantísimo de que los cari-caturistas se ensañaran con los primeros que empezaron a entrever y criticar el origen 270 3. A los Goncourt no se les podía escapar esta paradoja; en passant, desde luego: “Los dos grandes pinto-res de costumbres del siglo XIX, Balzac y Gavarni, han sido dos temperamentos anti-liberales, anti-iguali-tarios”. Vid. su Gavarni, l´homme et l´oeuvre, [1878].Cito por la llamada “edición definitiva”, publicada bajo los auspicios de la Académie Goncourt, París, s.a., p. 257. 4. O así lo recuerdo yo al menos, sin que haya podido encontrar dónde lo dice; a saber: que la oscuridad estaba creciendo y en 1900 sería ya total. “Cae la noche en el mundo”, dirá Cézanne, buen lector de Balzac, en ese preciso instante. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO evidente y crudamente económico de la hegemonía burguesa: los partidarios de Saint- Simon, y más aún los de Fourier, él mismo un estupendo humorista. Pero volvamos a Balzac para saber un poco más del pecado capital,mucho me temo que imperdonable, de la clase dominante:“Las ruinas de la Iglesia y la Nobleza, las del Feudalismo y la Edad Media, son sublimes y aún siguen admirando a sus atónitos y turulatos vencedores.En cambio, las ruinas de la Burguesía serán un innoble montón de cartón-piedra, escayola y colorines. Esta inmensa fábrica de cosas menudas, de eflorescencias caprichosas y baratas, no dejará nada, ni polvo siquiera. El guardarro-pa de una gran dama de otros tiempos puede adornar el gabinete de un banquero de es-tos nuestros.Pero en 1900, ¿qué se podrá hacer con el guardarropa de una reina del Juste Milieu...? No habrá quien lo encuentre, pues habrá servido para hacer papel como és-te en el que leéis todo lo que se lee en nuestros días. ¿Y qué será de todos esos monto-nes de papel?” Esta era la feroz “moraleja artística”, como el propio Balzac la llamó, de un artículo suyo sobre “Lo que desaparece en París”, publicado en uno de aquellos ta-bleaux misceláneos y aproximadamente “fisiológicos”que entonces estaban tan de mo-da, Le Diable à Paris,5 libro que me ha venido aquí que ni pintado. Es un texto más combativo que nostálgico, donde Balzac hace esta terrible profecía: “La alta burguesía ofrecerá más cabezas que cortar que la Nobleza.Y aunque no le falten fusiles, tendrá por adversarios a quienes los fabrican”...Por si acaso,Balzac –como Grandville o como Blanc– ya se ha puesto a disparar... “Todo el mundo ayuda a cavar la fosa, sin duda porque todo el mundo tiene interés en ello.” Pero la fosa ¿de quién? Pues obviamente la fosa de todo el mundo, y no sólo la fosa de “La Burguesía”. Balzac no se ha hecho demasia-das ilusiones: la oscuridad crece, y al final, de ese mundo moderno en el que vive sólo quedará polvo, y ni siquiera; polvo de cualquier cosa y por doquier; oscuro polvo cósmico. Eso es lo que tiene emprender con tanto ahínco tareas de demolición... Inquietante palabra ésta; y peligrosa tarea, que las vanguardias convertirán muy pronto en la más urgente y noble de todas. Y no me vayáis a ser tan ingenuos como para poneros a pensar en Dada y cosas de ese estilo entre heroico y fosforescente. Tendríais que cavar más hondo, hasta dar con la tarjeta de visita que Léon Bloy lleva-ba en un bolsillo del chaleco y lo presentaba –¡Dios nos ampare!– como “CONTRATIS-TA DE DEMOLICIONES”. 271 5.Vid.Le Diable à Paris. Paris et les parisiens.Moeurs et coutumes, caractères et portraits des habitants de París. Tableau complet de leurs vie privée, publique, politique, artistique, lettéraire, industrielle, etc., etc.., París: 1846.Vol. II, pp. 18-19. Por cierto que el libro estaba ilustrado por el viejo Gavarni y el joven Bertall. Más aun: en la “table de matieres” del segundo volumen, y con el título de “Panteón del Diablo en París”, se encuentra una relación de los principales pintores, aunque sobresalen los dibujantes satíricos y los carica-turistas. He aquí la extraña lista: “Daguerre,Horace Vernet, Ingres, Decamps, Scheffer, Paul Delaroche, Droling, Couture, Français, Gérard Séguin,Meissonier, Johannot, Gavarni, Charlet,Grandville, Daumier, Henri Monnier, Laridon, Cham, Bertall, etc., etc.” ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA En fin; sigamos... Os decía que a Balzac no le dominaba la nostalgia, aunque no haya disimulado la que sentía por la desaparición de antiguos edificios, oficios y servi-cios del Vieux Paris, y sobre todo, la que olímpicamente proclamó de los reyes de anta-ño, como Luis XIV o Felipe II:“Desde que un hombre dijo: ¡Los reyes se van!,hemos visto más reyes que antes.Cuantos más reyes fabricaban, menos reyes teníamos...”Bueno; ya veis que algunas “ilusiones” sí que se hacía Balzac: ilusiones legitimistas, como aún le reprocharon Marx y Lenin cariñosamente. Pero no creo que fueran tan grandes co-mo para dejarlo atontado: “El pintoresquismo de las cosas sencillas y la grandeza prin-cipesca son desmenuzadas por la misma mano de mortero.”Ya lo había dicho: no quedará más que polvo; y ni siquiera.No hay manera de distinguir entre lo sencillo y popular –co-mo intentará después su biógrafo y ferviente admirador Champfleury, que aún creía po-der reinventarse la Historia de la Revolución Francesa a través de lo que se ve en humildes platos de loza– y el soberbio esplendor de los príncipes; y de haber alguna, no sería precisamente muy halagüeña: “Entre lo clásico verdadero y lo romántico verdadero parece que no queda sitio. Sólo tenéis dos cosas: o las lentejuelas del viejo Zéfiro de la ópe-ra, o el barro de París...” Es decir: o una falsificación de lo antiguo o una degradación de lo moderno. O por decirlo aún de otro modo: sólo hay sitio para cosas groseras y grotescas,como las que llamaban la atención de “La Caricatura”,empezando por ella mis-ma. Quienes se escandalizaron de las bromas impías de Daumier y Grandville a costa de los dioses y los héroes de la Antigüedad deberían haber considerado que tampoco so-bre los escenarios hacían ellos una bella figura, y basta con echar un vistazo al vestua-rio con que aparecían en los dramas y en las óperas desde hacía ya dos o tres siglos: todos aquellos harapos heterogéneos de los que habló Nietzsche a propósito de Wagner, cu-yo formidable Wotan apenas puede ocultar que sus conflictos con La Walkiria son los mismos que tendría cualquier padre burgués con una hija que llegara tarde el viernes por la noche.Así que me figuro que Grandville, que por motivos familiares había empeza-do dibujando figurines para el teatro,6 debió de caer pronto en la cuenta de que para eso casi mejor se ponía a dibujar caricaturas, y sin irse mucho más lejos, caricaturas de “La Moda”; con lo que seguramente ya hemos tocado fondo. Y es que, en el fondo,“La Moda”y “La Caricatura”se confunden y necesitan.Fue así desde el principio de LA RISA MODERNA; desde que abrió la boca con la Revolución Francesa, cuando las modas empezaron a ser tan estrafalarias que –como dijo Champfleury en un momento de extrema lucidez– “al hojear las revistas [de modas] uno cree estar viendo caricaturas, uno se pregunta si no serán la más perfecta expresión del gusto de las mujeres en materia de atavíos...”.7 Tanto en su acepción falsamente etimo- 272 6.Vid. su primera serie de litografías, Costumes de Théâtre, publicada en París por Vizertini, en 1826. 7.Vid. su Histoire de la Caricature sous la République, l´Empire et la Restauration [1874]. Cito por la se-gunda edición, París: s.a., pp. 352-353. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO lógica de cosa que cambia o muda,como en la muy habitual de cosa moderna o novedo-sa,“ La Moda”prácticamente cubre todo el campo de acción de “La Caricatura”,que al fin y al cabo,como también dijo Champfleury,“abre el ojo”cuando Jenner descubre algo tan cómico, tan ridículo, o tal vez incluso tan grotesco, como que la viruela pueda preve-nirse inoculándosela a la gente por mediación de una vaca enferma... Esto de que lo nue-vo dé risa, o que las invenciones, sea cual sea su género,y el propio Champfleury se ocupó al mismo tiempo de otra de carácter lúdico, y casi del mismo tiempo: la montaña ru-sa, sean motivo de cachondeo incluso cuando se dan por buenas y hasta beneficiosas, tie-ne bastante miga. Pero me vais a permitir seguir con lo que “La Moda” tiene de más notorio, y es que cambia sin cesar y a la mayoría nos pilla con el pie cambiado, de mo-do que no sabemos nunca qué es más ridículo: si seguir las modas según las vemos llegar o encontrarnos de pronto sobrepasados por ellas. En realidad, estar a la moda es tan ma-lo como estar pasado de moda.Así que sólo nos queda sufrir impepinablemente el más espantoso de los ridículos. Ignoro si Baudelaire quería consolarnos de esa fatali-dad, o sencillamente tomarnos el pelo,al decir cuán heroicos y poéticos parecíamos “con nuestras botas de charol y nuestras corbatas”; pero en cuanto a las intenciones de los caricaturistas no cabe la menor duda: reírse de todo el mundo; de todos sin excepción y uno por uno, desde el rey hasta el último mono, coincidencia en lo ridículo que no sé si debería confortarnos o deprimirnos.Me pregunto si todos seguimos siendo tan ridículos como se lo parecían los burgueses a los caricaturistas,y mucho me temo que en eso no hemos ido a menos, sino a muchísimo más, tanto en frecuencia como en in-tensidad. Ya hablaré de esa intensificación y exacerbación de la risa moderna, que po-co a poco no ha ido dejando nada de lo que no hacer completo y constante escarnio, y encima con el consentimiento o el aplauso generales; hasta el punto de que un nuevo “RÍETE DE TODO” ha suplantado al antiguo mandato délfico del “CONÓCETE A TI MISMO” y entrado en alborotada u alborozada concurrencia con el rabelasiano “HAZ LO QUE QUIERAS”que durante siglos sólo afectaba al tiempo del Carnaval. Que el mundo sea un Carnaval se les ocurrió a los caricaturistas del siglo XIX casi antes que a nadie; sobre todo porque durante esa fiesta, que en el París de Gavarni duraba una eternidad, como quien dice, y concretamente mes y medio, na-da ni nadie es lo que parece; todo está confundido o al revés. Semejante afán de apa-rentar lo que no se tiene derecho a ser el resto del tiempo, esa afición a disfrazarse o travestirse, tuvo a los ojos atentos y penetrantes de los caricaturistas su partidario más furioso, casi febril en “La Burguesía”, pues ciertamente el Carnaval le daba una oca-sión impagable para dar rienda suelta a numerosos pecadillos: su gusto por la moda en lo que tienen de cambiante y de chocante; su empeño en parecerse a la Nobleza y en rivalizar con ella; su carácter veleidoso y al mismo tiempo ventajista, como de veleta; su tendencia a la mixtificación y al engaño; y en suma: su asombrosa capacidad para 273 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA metamorfosearse. Disculpadme por la palabreja,pero me va a servir para volver al pun-to de arranque: aquella pareja de burgueses perfectamente satisfechos de sí mismos con que Blanc comenzaba –y casi podría haber concluido– su librito sobre Grandville. Pues tengo que deciros que Blanc lo había escrito en realidad como introducción a una reedición de Les Métamorphoses du Jour que la librería de Gustave Havard había publi-cado en 1854, un año antes de la aparición de dicho librito y veinticinco años des-pués de que Grandville publicara las setenta litografías coloreadas con que había pretendido ilustrar la idea cada vez más popular de que las transformaciones y hasta el transformismo estaban a la orden del día. Blanc escribió –¿y qué otra cosa podía haber escrito, si le pagaban por prologarlo?– que Les Métamorphoses du Jour era el libro “más notable y original”de Grandville; también el más famoso y el de mayor éxi-to, sobre todo desde el día en que la gente descubrió que no se trataba de una ino-cente versión moderna de las fábulas genéricas de La Fontaine o de Lavallette, sino de caricaturas de rabiosa actualidad, y en algún caso, de maliciosas alusiones a suce-sos escandalosos de la corte. “Desde ese día, las Métamorphoses de Grandville se convirtieron en objeto de todas las conversaciones...” Lo de menos es que la mayoría de las presuntas alusiones de Grandville a la sociedad francesa de 1829 fueran ya in-comprensibles en 1855, salvo para el propio Blanc y quienes la hubieran frecuenta-do o conocido, o que esas alusiones hubieran perdido ya su vigencia y su gracia, su piquante. Más aún: lo de menos es que el libro de Grandville pudiera no haberse li-mitado a ser una sátira explícita de la vida contemporánea, sino que tuviera también algo de las viejas fábulas y quién sabe si cierto gusto por lo extraño –por lo bizarre más que por lo caricaturesco– que atestiguan muchos de sus libros posteriores, co-mo el titulado Un autre monde de 1844, o los Cent Proverbes, de 1855, a él no le im-portaba sin embargo tanto como estas dos otras cosas: que “La Caricatura” no podía dejar de seguir dando la cencerrada, y que el motivo para seguir dándola era preci-samente que todo seguía gobernándose por el mismo y sospechoso principio meta-mórfico; por los mismos deseos de aparentar lo que no se era y cambiar constantemente de chaqueta, de disfraz; la misma carnavalada de siempre, si es que con el Imperio no era todavía peor que con la Monarquía.A Blanc, pues, no le interesaba tanto el con-tenido del libro de Grandville, como su título. El objeto primero y principal de “La Caricatura” no es propiamente este escánda-lo o aquella corruptela, sino que las cosas no dejen de cambiar, y hay que presumir que en beneficio de unos más que de otros. Es probable que esto último le preocupara mucho a Blanc, que se tenía por republicano y liberal, pero seguramente no tanto –ca-si nada– a Balzac o a Gavarni, quienes a pesar de sus ínfulas aristocráticas, o precisamen-te por causa de ellas, reaccionaban casi automáticamente a los cambios, y no sólo a los que “La Burguesía”había introducido o provocado en cualquier orden de cosas.Con to- 274 PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO do, no cabe duda de que fueron los cambios de opinión de los políticos los que empe-zaron por llamar más la atención y ser objeto de burla a través de lo que se llamó La Orden de la Veleta, que consistía en dibujar al lado de cada hombre público una por cada cambio de chaqueta, hasta cinco, seis o siete de ellas en el caso de los más camaleóni-cos, como Tayllerand o Cambacéres. La mudanza de opiniones y posiciones políticas no era obviamente nueva, pero ciertamente se había acelerado con el fin del Antiguo Régimen y el abrupto advenimiento del nuevo, famoso por sus constantes y violentos cambios en la dirección y la fuerza del todavía más famoso “Viento de la Historia”.Así que, en realidad, no era la moderna volubilidad de los políticos lo que finalmente re-sultó más escandaloso y más ridículo, sino esa tendencia del “viento”a volverse más fuer-te e imprevisible, acelerando en efecto hasta la más tímida mudanza de las cosas, por doquier y en todos los órdenes de la vida, poniéndola sin cesar patas arriba; volvién-dola del revés; o precisamente haciéndola girar sobre sí misma, como una veleta; revolu-cionándola y sacándola al fin de quicio, para desesperación de muchos y regodeo de los caricaturistas, que engordaron con toda clase de revoluciones, ya fueran en materia de política, costumbres, arte o tecnología. A medida que los cambios que tanta risa da-ban se fueron, pues, intensificando, también lo hizo esa misma risa, que fue rápida-mente a más, y a más, y a más, hasta volverse temible y definitivamente demoledora; mucho más tal vez que los cambios que la habían provocado.Lo que había empezado en forma de comedia, con sus características entradas y salidas, sus enredos y travesti-mientos, su amable, o al menos no del todo desagradable confusión entre lo que es y lo que parece, o entre lo que cambia y lo que permanece, eso mismo probablemente que llevó a Balzac a emprender su enorme Comédie Humaine, ya les parecía a los Goncourt, hablando de su querido Gavarni, algo mucho más reconcentrado y quizás mucho menos inofensivo: “la comédie de la comédie”, y a Blanc directamente un “vau-deville”; y eso que aún faltaba lo peor, lo absolutamente peor, como fue que, por reírse de los judíos de Europa, sus guardianes y verdugos en los campos de exterminio les di-jeran que iban a darles una ducha y aprovecharan entonces para gasearlos. ¿Quién po-dría dudar de que se trataba de una broma,en lo que las bromas tienen a veces de engaño, absoluto y fatal en este caso verdaderamente extremo y atroz? No fue la poesía lo que salió más afectado de Auschwitz, sino la risa, como ahora se ha vuelto a ver en las cár-celes iraquíes, con todos esos soldaditos norteamericanos descacharrándose de risa con las bromas atroces que están infligiendo a sus prisioneros. Tan descacharrados se les ve en las fotos, que algunos se han caído encima de ellos, evidentemente partidos de la risa... Pero vamos a ir por partes antes de llegar a la parte del Diablo y entrar en sus dominios infernales; aunque desdichadamente el camino hasta ahí no va a ser muy largo, sino una especie de tobogán. 275 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA Ese camino no lo han abierto Blanc y Champfleury, ni los críticos de arte de los que ahora hablaré un poco, como Théophile Gautier o su amigo Baudelaire,pero sí han con-tribuido a despejarlo.Todos ellos, y hasta los propios hermanos Goncourt, a pesar de sus sensatísimas cautelas hacia esa tendencia de la risa moderna a entrar deprisa en el Infierno, creyeron que para cumplir con su tarea de hablar de los artistas de su tiempo había que hacerlo necesariamente también de los caricaturistas. ¿A qué venían sin embargo esa necesidad y esas prisas? Blanc, por ejemplo, que se había tenido que frenar en su Histoire des peintres de l´école française, no sólo se ha lamentado en el prólogo de tener que dejar fuera a Charlet y Gavarni, sino que se ha precipitado a incluir las semblanzas de Grandville y Gavarni precisamente en la adenda de ese enorme libro que constituye el que dedicó a Les artistes de mon temps,8 cuyo título,o concretamente esa alusión al pro-pio tiempo, es ya un modo de contestar a mi pregunta: aquella necesidad y aquellas prisas tenían, en efecto,mucho que ver con que los caricaturistas fueran, y tal vez mucho más que los demás artistas, ¡de su tiempo!; en un doble redoblado sentido: contempo-ráneos de aquellos críticos, y dedicados exclusivamente, a diferencia de la mayoría de los artistas, a observar y representar con mejores o peores intenciones las costumbres de los tiempos que a todos les había tocado compartir. De manera que la urgencia de los críticos por hablar de los caricaturistas apenas se distingue de la comprensible urgen-cia de esos mismos caricaturistas por hablar de lo que ocurría “en su tiempo”. Ese tiempo común era sin duda un tiempo apresurado, y eventualmente tan acelerado co-mo las costumbres que se censuraban, en perpetuo y vertiginoso cambio. “Nunca se exigió tanto al hombre y a la materia como hoy en día”, escribió Gautier de los veloces apuntes de Gavarni.9 “Los cerebros están tan calientes como las locomo-toras. Es preciso que la mano corra sobre el papel como el vagón sobre las vías. El sue-ño del siglo es la velocidad...”Pero Gautier no sólo ha puesto en circulación este lugar común de lo deprisa que va todo, sino también otro menos evidente, o más dudoso, y es que “el arte de nuestro tiempo tenga que interesarnos y convencernos por el solo hecho de serlo”, sin que apenas quepa o se nos permita lo contrario, so pena de exclusión de la comunidad que forman los contemporáneos. La perogrullada de que todo arte sea “de su tiempo”, como dirá Kandinsky con una insistencia que tiene algo de amena-za, se ha convertido en un vínculo colectivo a toda prueba; de obligación que no tolera reparos ni excepciones: un auténtico y aterrador juicio final...“Gavarni, dicen los de antes, sólo es un caricaturista, un fabricante de croquis más o menos frívolos que uno 276 8. París, 1876. La semblanza de Grandville reproduce la que ya había publicado en 1854 y 1855, aunque con nuevas ilustraciones. 9.Vid. su prólogo a las Oeuvres choisies de Gavarni, París: 1846.Vol. I, s.p. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO puede hojear por diversión, pero nada tienen que ver con el arte. Los pedantes se equi-vocan. Gavarni es un artista en la más alta acepción de la palabra... La antigüedad y la tra-dición no tienen nada que reivindicar de su talento; es completa y exclusivamente moderno”.Su ignorancia de la antigüedad,sigue diciendo Gautier,que para algunos cons-tituye un error, “para nosotros es una cualidad”. La cualidad por excelencia, cabría añadir; y no tanto la de ignorar el pasado, como esa ya suficientemente dicha de reco-nocerse completa y exclusivamente en el presente; de no ser otra cosa que moderno, y serlo, por ejemplo, por no hacerle ascos a los encantos físicos de las chicas de su tiem-po, ni mucho menos a sus encantadoras toilettes modernas.Gavarni aparece así como to-do un galant’uomo; un hombre de mundo –de su mundo y no sólo de su tiempo– que sabe disfrutar de lo que había empezado por parecernos, o así al menos nos lo habían he-cho parecer los caricaturistas, una ridiculez: “La Moda”. A ese respecto, ciertamente Gavarni constituye una excepción, y de ahí –sobre todo de ahí– que casi nadie se atrevie-ra a llamarlo caricaturista. Y es que Gavarni, no sólo “conocía perfectamente las mo-das”, como asegura Gautier, sino que “fue él quien las hizo”, lo que bastaría para garantizar que le encantaban. Esta pàradójica condición de árbitro de la moda y al mismo tiem-po censor de las costumbres modernas tampoco molestó a los Goncourt, que tantos elo-gios harían de su elegancia en el vestir.Por el contrario, fue esa doble condición de satírico elegante,más propia del siglo XVIII que del XIX, lo que más apreciaban de Gavarni; con-que en el fondo no debió de parecerles un perfecto y exclusivo artista de “su tiempo”, sino de otro ya pasado y tristemente perdido a cuyo estudio y conservación dedicaron los Goncourt buena parte de su propio tiempo. Los Goncourt no mostraron muchas simpatías por los caricaturistas más inflexibles y “demoledores”.Su nostalgia de “lo rien-te”, de aquel recatado y amable presiflage que había triunfado en los salones del Antiguo Régimen, los mantuvo al margen de las violentas expresiones que la risa había empe-zado a adoptar con el Nuevo Régimen y que más arriba calificaba yo de “descacha-rrante”; apartamiento o desprecio que les hizo particularmente sensibles a los peligros demoníacos que entrañaba su exacerbación, como luego veremos. Pero la elegante distinción de Gavarni, su propio distanciamiento de los carica-turistas con los que coyunturalmente había coincidido en Le Charivari, y a los que ama-blemente sólo reprochaba cierta “ingenuidad” o “puerilidad” en el dibujo, no disipa aquella paradoja de que la modernidad que por excelencia se manifestaba en las modas fuera a la vez una cualidad encantadora y una pretensión ridícula, una mala costum-bre de “La Burguesía”, su vicio más notorio y censurable. Claro que, puestos a hablar de paradojas, ¿acaso no lo era, y mucho más injusta e inquietante, el hecho concreto, mondo y lirondo, de que por un lado, Gautier animara a sus contemporáneos a reco-nocerse “completa y exclusivamente modernos”, y por otro lado los caricaturistas 277 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA despellejaran a los burgueses por intentarlo de todas las formas y con todas sus fuer-zas? Más que una paradoja, me parece a mí propiamente un círculo infernal: tene-mos el deber de ser modernos aún a sabiendas de que así nos volvemos ridículos, y conste que tanto por serlo como por congratularnos de ello, esencial y rematada-mente ridículos; de cabo a rabo y de una sola pieza.Así que ya vais empezando a sa-ber en qué consiste este mandato y esta fatalidad de ser y aparentar ser modernos: en reírnos los unos de los otros, sin que prácticamente medie nada más entre nosotros, automáticamente; y en efecto, en forma de círculo infernal. Antes de que Baudelaire entrara al trapo de la moda como expresión suprema de lo moderno, lo cierto es que Gautier ya había cortado casi toda la tela que cabía cor-tar al respecto, empezando por su elogio de las asombrosas habilidades de Gavarni co-mo modisto, que culmina en un artículo de 1857 titulado sin rodeos «L’art moderne. Gavarni»,10 y acabando con la seria y razonada reprimenda a los pintores de “su tiempo” que preferían los ropajes antiguos que encontramos en su vigoroso panfle-to de 1855,De la Mode. Gautier lo tenía efectivamente dicho casi todo antes de que Baudelaire se pusiera a redactar Le peintre de la vie moderne,11 salvo el pequeño deta-lle de que “La Moda” había venido siendo objeto de burla, materia habitual de los caricaturistas desde hacía mucho tiempo; demasiado como para pasarlo por alto. Fiel a los argumentos de su amigo Gautier, y a pesar de lo que había farfullado en 1857 al hablar de Quelques caricaturistes français, no quiso mezclar modas y risas en su más famoso análisis de “La Modernidad”, que se queda así incompleto, literalmente a medias.12 “Tengo frente a mí una serie de grabados de modas que comienza con la Revolución y termina más o menos con el Consulado. Esos trajes, que hacen reír a mu-cha gente irreflexiva, a esa gente grave sin verdadera gravedad, presentan un encanto de naturaleza doble, artístico e histórico.”13 Y por si esta exclusión categórica de la ri-sa no fuera suficiente, el propio Baudelaire se ha encargado de darle un fundamento más artero que ingenioso: “Estos grabados pueden ser traducidos en feo y en bello; en feo se vuelven caricaturas; en bello, estatuas antiguas.”Vistos de este modo y enfren-tados a semejante disyuntiva, ¿quién de nosotros tomaría partido por lo feo? ¿No se 278 10. Recogido luego en sus Portraits contemporains, París: 1874. pp. 326-336. 11.Hacia 1859–1860. El ensayo de Baudelaire apareció por entregas en 1863. Todas mis citas por la edi-ción de las Oeuvres complètes, París: 1968. pp. 547-565. 12. Ibidem, p. 378: “A menudo, las caricaturas, como las estampas de modas, se vuelven más caricatures-cas a medida que están más pasadas de moda”.No era una observación irrelevante; pero hay que recono-cer que Champfleury iba a ser más exigente. “Las caricaturas de modas de Carle Vernet son soberbias”, dice luego Baudelaire sin andarse por las ramas. 13. Ibidem, p. 547, en Le peintre de la vie moderne. Llevado en volandas por ese encantamiento inmacula-do, Baudelaire no duda en proclamar y subrayar más adelante que “todas las modas son encantadoras”. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO habría vuelto loco, además de ser un tonto irreflexivo? Baudelaire ha puesto tanto cui-dado en apartarse de una “traducción en feo”, que habiendo definido la moda como “una deformación sublime de la naturaleza”, lo que podía hacer creer a sus lectores que simpatizaba con las deformidades de “La Caricatura”, se ha apresurado a decir que “más bien [habría que considerarla] como un ensayo permanente y sucesivo de reforma de la naturaleza.”14 Hay que reconocer que el señor “G.”, si es que se trata exclusivamente de Constantin Guys y no, por ejemplo, un poco además del señor “G[avarni]”, no era un dibujante humorístico; pero Baudelaire no ha ocultado que su ensayo lo era también sobre “La Modernidad”en general; o para ser exactos: sobre todo aquello que concernía a un genuino “pintor de la vida moderna”.Y si entre todo eso encontra-mos cosas tan menudas como un piececito que asoma bajo una falda, o en realidad tan remotas, tan exóticas, como las “pompas y solemnidades” de la corte turca, ¿cómo es que no le quedó sitio a Baudelaire para la risa, tan moderna ella, lo que más de todo lo moderno? La razón de esta ausencia escandalosa, de esta falta inconcebible e im-perdonable en un ensayo sobre “La Modernidad”, no ha debido de ser otra que la anticipación: aquel otro ensayo sobre L´essence du rire, et généralement du comique dans les arts plastiques que Baudelaire ya tenía escrito y publicado en 1855.Lo cómico, pues, antes que lo moderno; aunque más bien habría que decir que escindido, separado, aje-no lo uno a lo otro.Y lo que es casi peor: lo cómico llevado finalmente al terreno de las artes plásticas, aunque por fortuna sólo de palabra.Y digo que por fortuna, por-que lo que Baudelaire escribió sobre “La Risa”es mucho más clarividente e implacable que lo que en 1857 escribió sobre Quelques caricaturistes français y Quelques carica-turistes étrangers, de acuerdo con esa estrategia suya de ir fragmentando y aplazando el análisis de “lo moderno” en su totalidad. Entre las cosas enormes y enormemente atinadas que Baudelaire ha escrito en la primera parte de ese ensayo sobre la esencia de la risa, yo quisiera destacar una en la que él mismo ha insistido, y es su origen diabólico; de manera que para él la risa era esencialmente satánica: procede de la conciencia cristiana de una caída original. “Es en nosotros, los cristianos, donde está lo cómico...” Pero decir que la risa es cristiana, e incluso algo tan extraño como que “se ha reído después de la venida de Jesús”, equivale a decir que no es antigua, sino moderna, y en efecto: “Venus, Pan y Hércules no eran personajes risibles”, y de serlo, sólo para nosotros,15 divididos en-tre la conciencia de aquella caída en los lazos del Diablo y la idea desmesurada y 14. Ibidem, p. 562. Lo suyo no eran, pues, las “de-formas”, ni siquiera las “formas”, y mucho menos las “formas naturales”, sino las “re-formas”. 15. Ibidem, p. 374: “los ídolos indios y chinos no saben que son ridículos”. 279 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA contradictoria que por su culpa nos hacemos de nuestra propia superioridad y nos lleva a pensar que siempre son otros los que se caen y resultan ridículos; otros los que resbalan y dan de bruces, y otros siempre también los que se mueren, como di-jo Marcel Duchamp desde su tumba, en un alarde de orgullo verdaderamente satáni-co. “Ahí está el punto de partida: yo no me caigo; yo ando derecho; yo tengo un pie firme y seguro.No soy yo quien cometería la torpeza de no ver que la acera se inte-rrumpe o que un adoquín bloquea el camino... ”Así es como empieza a desplegarse “La Risa Moderna”; o propiamente su programa, que Georges Bataille ha resumido y definido drásticamente:“Reírse de una caída es ya,de alguna manera reírse de la muer-te.” Aunque para mí que tendría que haberlo dicho con menos remilgos; o sea, que re-írse de los caídos es como reírse de los muertos, y ya lo acabáis de ver en las cárceles iraquíes, donde los prisioneros muertos se confundían con los caídos para cachon-deo general de sus guardianes. En la segunda parte de su ensayo sobre L’essence du rire,menos divagatoria, lisa y descarnadamente descriptiva,ha escrito Baudelaire co-sas aún más enormes y alarmantes sobre las que volveré una vez que ajuste un poco las cuentas entre el Diablo y quienes le hicieron un hueco a “La Caricatura” en sus generalmente prudentes juicios sobre el arte, como Blanc, Gautier, los Goncourt, Champfleury o el propio Baudelaire, que pecaron de circunspectos en mayor o me-nor grado a la hora de hablar, no sólo del arte de tiempos pasados, sino también del arte “de su tiempo”. La posteridad ha juzgado a todos esos críticos de arte en función del grado de be-nevolencia que demostraron hacia el que acabó por imponerse o parecer “más moder-no” al cabo de muchísimos años, y el caso es que aún se cree que Baudelaire fue un crítico congruentemente “más moderno” que Gautier por no haber hecho tantas bromas sobre Manet, o que Champfleury lo fue tal vez un poco más que Baudelaire por haberse tomado mucho más en serio a Courbet, o que Blanc tiraba fuertemente a reaccionario por no haberse ocupado ni de Courbet ni de Manet en Les artistes de mon temps; pero está claro que en todos esos casos el calificativo de moderno ha si-do desvirtuado, sin contar con que la mayoría de esos críticos coincidió sobre todo –y suficientemente– en su admiración por Delacroix o por Ingres.Yo no voy a en-trar aquí a considerar las causas ni los efectos de este uso perverso y partidista del adjetivo moderno que seguimos haciendo, sino solamente señalar un inconveniente, que no podría ser otro que el oscurecer su uso original, tal y como se manifiesta, no tanto en el ensayo de Baudelaire sobre «El pintor de la vida moderna», que por desgra-cia casi se limita a repertorizar lo que habría de más “moderno” en esa “vida”, como en un libro anterior de Gautier titulado elocuentemente, y creo que por primera vez, L’art moderne, aparecido en 1856.16 Es una grandísima suerte que Gautier se ha- 280 PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO ya decidido a explicar en qué consistía para él eso del “arte moderno” y no sólo a in-dicar, de un modo perogrullesco, que las levitas y las botas de charol resultaban más modernas que las clámides y los coturnos. Claro que cabía imaginar algo aún más mo-derno, y era hacerles vestirse y comportarse a los antiguos romanos como si fueran pa-risinos de 1840.Mucho más moderno y, sobre todo,mucho más ridículo.No es extraño que Daumier y Grandville hayan explotado esa grotesca mezcolanza entre lo anti-guo y lo moderno: el uno con su serie de L’Histoire Ancienne, que Baudelaire calificó justamente de “blasfemia divertidísima”, y el otro en el capítulo sobre «Une Journée à Rheculanum» de su libro Un autre monde. Veamos de qué estaba hecho el libro de Gautier sobre “el arte moderno”; o co-mo ahora se dice, de qué iba, empezando por el primero y más extenso de sus capí-tulos, dedicado a las pinturas murales proyectadas por Chenavard para el Panteón de París, un ciclo descomunal donde su autor se proponía narrar de un modo ex-haustivo, e insuperablemente pedantesco, la Historia de la Humanidad. ¿Se os ocu-rre algo más moderno que este proyecto de apropiarse de LA HISTORIA EN SU TOTALIDAD, aunque la manera de intentarlo, la maniera de pintarlo, ahora nos lo pa-rezca poquísimo? Al propio Gautier la maniera de Chenavard le parecía censurable, aunque no por anticuada, sino por descuidada; pero en su favor dijo también algo que a mí me deja pensativo, y es que “a pesar de no haberse preocupado mucho por la factura, [Chenavard] parece haber descubierto una nueva ciencia: las matemáticas de la composición”. Ahí la tenéis: una ciencia que acopla con precisión matemática la HISTORIA y su REPRESENTACION... ¿Se os ocurre algo más moderno? Palabras co-mo propaganda o publicidad no sabrían hacerle justicia a semejante “descubrimien-to científico”... Lamento no poder detenerme en este descomunal proyecto de Palingenesia Universalis que Ledru-Rolin le encargó a Chenavard a razón de diez fran-cos al día, pero sí quiero deciros lo que Gautier concluyó del mismo: que una vez acabado, haría del Panteón de París el rival de San Pedro de Roma,y entiéndase que de su Capilla Sixtina, empezando por el techo y acabando por EL JUICIO FINAL. Ahora bien: concluida LA HISTORIA,o resucitada TODA ELLA en esta especie de lla-nura de Armagedón,¿de qué podría haberse puesto a hablar Gautier sino de lo que aún 281 16. De cuyo superior e impagable valor os podréis hacer una idea sólo con enviarle hipotéticamente esta cuestión de “lo moderno en arte” a un historiador que dentro de cincuenta años quisiera saber lo que nosotros pensábamos de ello. Porque, a ese historiador, ¿qué le vendría mejor saber: aquello que nos pa-recía nuestra propia “vida moderna”o concretamente lo que entendíamos por “arte moderno”? No digo que haya completo acuerdo sobre lo que constituya esencialmente dicha vida, si coger aviones o viajar por Internet, celebrar encuentros sobre “La Risa Moderna” o padecerla en una cárcel iraquí, pero me tendréis que re-conocer que la cuestión de lo que sea o deje de ser el arte que tenemos me parece mucho más peliaguda, y desde luego harto más controvertida. ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA no había sido capturado y domesticado por “La Historia Universal”: el último re-ducto de vida salvaje y tumultuosa, y verosímilmente más moderna que la que po-dría llevarse en una ciudad paralizada, definitivamente detenida por el proyecto arcangélico de Chenavard? “El Pasado le pertenece a Dios”, le dijo Stalin a Churchill, que debió alucinar el pobre hombre, aunque no sé si entendió lo que el sanguinario “Koba” le estaba arrojando a la cara: que sólo él, dueño y severo maestro del Presente, y obviamente de un presente sin Dios, era moderno; o incluso: que vida propiamen-te moderna sólo la había en “el infierno de los trabajadores”, en los tajos infernales del Mar Blanco y de Kolyma. De manera que llevaban razón los que juraban no ha-ber artistas tan modernos como los de “la vanguardia soviética”... Allí donde “La Historia” se impone,“La Modernidad” se retira, y efectivamente a lugares salvajes, indómitos, excesivos, residencia favorita de toda clase de demonios, como aquellas islas tremebundas a donde se fuera Gauguin en busca de una vida más moderna que la que había llevado en París.No nos engañemos: modernos, lo que se dice intensa y peligrosamente modernos, los salvajes sine historia, y sobre todo los que habitan el corazón de las tinieblas, ese continente de fantasmas, pero en modo alguno fantasmal, y epicentro de todos los horrores que aún sigue siendo “África”, o tal vez ahora más que nunca:“El África moderna”... Joseph Conrad lo ha visto con más claridad que Picasso. Lo que llamamos exotismo no fue sino un afán de vida moderna. De ahí que Gautier, una vez despachado el pacificador proyecto de Chenavard, se haya puesto a hablar de un pintor “orientalista”: el malogrado Prosper Marilhat, amigo suyo y también de Nerval . “Prosper Marilhat, El Egipcio”, como firmaba a veces con una demoníaca y modernísima insolencia que “Lawrence de Arabia” llevará al colmo. Es probable que Gautier se sintiera moderno por haber estado en Oriente; como el propio Nerval; o como Flaubert y Rimbaud un poco más tarde. Todos ellos conocieron el Infierno de primera mano, in situ.Hay quien lo sigue buscando en las andanzas, patéticas más que románticas, de Rimbaud; pero lo encontrareis con mayor comodidad y provecho en las sórdidas descripciones que hizo Flaubert de sus visitas a los burde-les egipcios. El título del tercer capítulo del libro de Gautier es a su vez engañoso:“Sobre lo be-llo en el arte”. También lo es un poco el contenido, donde Gautier parecería inclinar-se por una idea de belleza no muy moderna, que él precisamente sigue llamando, como se venía haciendo desde el siglo XVIII, lo bello ideal.No es más que una patraña; uno de esos mohines de hipocresía que Gautier encontraba de lo más chic; sobre todo si, como ocurre sobre esta presunta reflexión sobre lo bello, se declara desde el primer mo-mento que en realidad lo va a ser sobre un famoso libro de un caricaturista famosí-simo: Reflexiones et menus propos d’un peintre genevois, de Rodolphe Töpffer, que él 282 PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO mismo subtituló Essai sur le beau dans les arts, aunque no haga otra cosa que darle vuel-tas y vueltas al asunto, hasta que el lector, o al menos el lector actual, acaba por creer que el autor le está tomando el pelo. La verdad es que es un libro desconcertante. También lo es el éxito que tuvo a mediados del siglo XIX, del que ciertamente el ca-pítulo tercero del libro de Gautier constituye una buena prueba. De hecho, Gautier no dice ahí prácticamente nada que no hubiera dicho Töpffer, aunque nos queda-mos sin saber si es a su vez una prueba de la cara dura de Gautier, que como perio-dista curtido en la pereza no habría tenido ningún empacho en resumir lo que debería haber juzgado, o si es que sólo ha seguido la broma de Töpffer, que consistiría en hacer como que se habla de lo bello, capítulo tras capítulo de un libro que alcanza la considerable extensión de 400 páginas en la “nueva edición”de 1864 que manejo.Pero esto no es todo. En el prólogo al primero de los siete libros en que Töpffer ha dividi-do sus “reflexiones y chismorreos” nos dice que se trata de “Un tratado sobre la aguada a la tinta china” para reconocer de inmediato que una vez concluido ese pri-mer libro se dio cuenta de que ni la aguada ni la tinta china aparecían por ninguna par-te. Aparecen en cambio en los libros siguientes, pero sólo para evitar hablar de ambas cosas, para aplazarlas sucesivamente y sine die.Dado que Töpffer era un humorista, ca-bría pensar que ese aplazamiento buscaba un efecto cómico, y lo cierto es que los lectores de aquella época, y Gautier en primer lugar, no dejaron de reconocer que la co-sa venía directamente de la novela de Sterne sobre la vida de Tristram Shandy, donde no se cuenta nada de esa “vida”, sino sólo lo que se contaron unos a otros los asisten-tes al parto del nunca llegado a nacer protagonista del libro.Ya os he dicho que no sé muy bien qué pensar del de Töpffer, pero para mí que ese no era un modo muy se-rio de ocuparse de lo bello, sin que tenga motivos para considerarlo una mera paya-sada. Por el contrario, tal vez haya sido ese el mejor, si es que no el único modo de hablar de lo bello moderno, y valga la paradoja de que la belleza pueda ser moderna y no “una figura del pasado”, como dirá sin piedad Valéry. Sea como sea, la risa había empezado a enseñar los dientes en el libro de Gautier, y allí donde más podría dolerles a sus timoratos lectores: en la mismísima boquita de lo bello... Pero aún les aguardaba el capítulo siguiente, titulado “Shakespeare en los Funámbulos”, donde lo peor tal vez no fuera que se hablara de sus dramas como una mezcla presumiblemente grotesca de “risa y terror”, sino que alguien se atrevie-ra a compararlos con las pantomimas que se representaban, delante de un público ma-yormente barriobajero, en el Teatro de los Funámbulos,descendiente de los que durante tres siglos hubo en París dedicados a la commedia dell’arte y templo donde ofició hasta su muerte el gran Debureau, la última encarnación del viejo Pierrot, a punto de sucumbir bajo los violentos aspavientos de los modernísimos payasos ingleses, 283 ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA como el descomunal Joseph Grimaldi...17 No merece la pena seguir adelante con el libro de Gautier;18 ya hemos llegado a donde yo quería traeros: precisamente aquí, a los funámbulos, donde en 1846 un Champfleury jovencísimo estrenó la pantomima Pierrot, lacayo de la Muerte,que hizo reír a Gautier, así como otra titulada Pierrot ahor-cado. “Todo lo que atañe a la muerte es de una alegría loca”, escribió el propio Champfleury en un libro ya un poco olvidado: Souvenirs des Funambules, que apa-reció en París tres años después que L’art moderne de Gautier y a mí no me parece menos interesante, sino, por el contrario, imprescindible para conocer las circuns-tancias en que la risa que suscitaba “La Caricatura” se volvió inequívoca y abruma-doramente diabólica, infernal.Cualquier risa lo es,moderna y satánica al mismo tiempo, como recordaréis que dijo Baudelaire; así que para resumir y rematar lo que he ve-nido diciendo a propósito del hueco que los caricaturistas se hicieron en los modelos de explicación del arte de su tiempo propuestos por Blanc, Gautier, Baudelaire, Champfleury o los Goncourt, sólo se me ocurre sugerir que no era otro que el hue-co que se había hecho el Diablo; su lugar o su parte, “la part du Diable”, y ya iremos viendo que una parte que pesaba tanto como el todo. Los Souvenirs des Funambules de Champfleury, y algunos años antes de que se pusiera a estudiar concienzudamente los avatares históricos de “La Caricatura”, reú-nen los principales documentos y testimonios sobre esa exacerbación de lo que per se hay de demoníaco en la risa.Constituyen algo así como el estado de la cuestión; una cues-tión –esta de la importancia del Demonio– en la que ya veis que estoy casi completamen-te de acuerdo con Baudelaire.Pues bien: entre esos documentos y testimonios reunidos por Champfleury ninguno seguramente tan sorprendente como el suyo sobre los pa-yasos ingleses que se encuentra en su ensayo sobre L’essence du rire y Champfleury ya ha-bía citado en 1854, un año antes de su publicación.19 Es un pasaje famoso, en el que 284 17. Pierrot iba a sobrevivir a duras penas, lánguidamente, en los amables dibujos de Willette, y de un mo-do decididamente violento y estridente en los espectáculos de guiñol que en 1880 recogió Edmond Duranty, el precoz defensor de “la nouvelle peinture”, que acabó su vida como animador y conductor del Teatro de Marionetas de las Tullerías. Su Théâtre des Marionnettes. Répertoir du guignol du XIX siècle ha sido reedi-tado por Actes Sud en 1995. En cuanto a Willette, véase su autobiografía, titulada elocuentemente Feu Pierrot [El difunto Pierrot],París: 1919.Véase así mismo las presuntas Memoirs of Joseph Grimaldi, editadas por “Boz” [Charles Dickens], Londres: 1838, con ilustraciones de Cruikshank. 18. Los tres capítulos que siguen –«El teatro de Munich», «Pierre de Cornelius» y «La Nueva Pinacoteca [de Munich]»– componen un retrato muy moderno de «La Nueva Atenas» que los franceses creían se es-taba formando en la capital del reino de Baviera,muy cerquita de ellos. Este sueño llegó a ser en Francia una obsesión que no sé si ha sido estudiada; un sueño del que despertarían en 1870...Viene luego un ca-pítulo sobre «El teatro de Psi de Casiopea», fantasía modernísima sobre la vida en otros mundos; y final-mente, otro sobre «La apoteosis de Napoleón» de Ingres que no podía estar de más actualidad en la Francia neo-bonapartista de 1856 y casi parece un regalo de Gautier a su amiga la princesa Mathilde: un «ca-mafeo moderno», como él mismo dijo para concluir el libro. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO Baudelaire quiso ilustrar físicamente lo que él llamaba “cómico absoluto” y podría re-sumirse en la sensación de vértigo que el “Pierrot inglés” provocaba en el público con sus cabriolas y aspavientos, además de sus muecas, incomparablemente más grotescas que las del “Pierrot francés” que había codificado Debureau. Baudelaire ha empezado por distinguir al uno del otro:“El Pierrot [inglés] no era ese personaje pálido como la lu-na, misterioso como el silencio, ligero y mudo como la serpiente, largo y derecho co-mo la horca, ese hombre artificial movido por resortes singulares al que nos ha acostumbrado el deplorable Debureau.20 El Pierrot inglés llegaba como la tempestad,ca-ía como un fardo, y cuando reía, su risa hacía temblar la sala. Esa risa parecía un true-no jovial...”Y más adelante, a propósito de todos los personajes de la pantomima, dice Baudelaire que “hacen molinetes con los brazos, como molinos de viento atormenta-dos por la tempestad...”; o incluso, que causan tanto “ruido y resplandor” como la arti-llería. Él mismo reconoció que la pluma sólo podía dar una imagen “pálida y congelada” de aquel barullo vertiginoso,pero creo que lo logró indirectamente al decir que “una vez entrado en escena el vértigo circula por el aire; se respira vértigo; es vértigo lo que lle-na los pulmones y renueva la sangre en el ventrículo...”21 Indudablemente, se trataba de una experiencia fisiológica, que afectaba casi exclusivamente a la respiración y a la cir-culación de la sangre; de modo que no es extraño que Pierrot fuera finalmente guillo-tinado. Baudelaire dijo ignorar “por qué la guillotina en vez de la horca en un país como Inglaterra”, pero su perplejidad no era muy distinta de la que los ingleses le ma-nifestaron a Champfleury al ver que a su “Pierrot francés” lo ahorcaban en vez de gui-llotinarlo. Y en efecto, ¿por qué la horca en vez de la guillotina en un país como Francia? “Y allí estaba el fúnebre instrumento plantado sobre las tablas francesas, asombradas de esta romántica novedad”, escribió Baudelaire,despistado más que asombrado.Porque el adjetivo que en verdad le correspondía a esa “novedad” no era romántica, sino cómi-ca; o aún mejor: grotesca.Ustedes los franceses, parecían estar diciéndoles con evidente guasa los ingleses, ¿cómo es que no han sabido encontrarle a la guillotina su lado gro-tesco? Y a Baudelaire en concreto: ¿Se pregunta usted qué es lo cómico absoluto...? Pues 285 19. Esta anticipación pudo deberse al grandísimo interés de Champfleury por las pantomimas inglesas, que tuvo ocasión de conocer mucho mejor que Baudelaire, pues asistió personalmente al estreno de su Pierrot ahorcado en el Teatro Adelphi de Londres. A raíz de ese viaje, Champfleury pudo comprobar las grandes diferencias que había entre la pantomima francesa y la inglesa que se manifestaban antes que nada en la téc-nica de sus intérpretes, destacando los ingleses por su agilidad. A este respecto, resultaba muy elocuente que Gautier, como Champfleury recuerda en su libro, hubiera aconsejado a los comediantes franceses apren-der boxeo, o incluso savate, la pelea francesa a base de patadas. 20.Vid. en cambio su Salón de 1846, en BAUDELAIRE,1968,p. 243:“...Debureau, que es el verdadero Pierrot actual, el Pierrot de la historia moderna...” No cabe duda de que le impresionó vivamente la comparación con el “Pierrot inglés”. 21.Vid.De l’essence du rire, en Ibidem, pp. 376-377. ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA ahí lo tiene: ¡la guillotina! No encontrará usted nada más vertiginoso que este “sencillo mecanismo”,22 como la llamó el Dr.Guillotin en su discurso a la Asamblea Constituyente. Sus miembros se tomaron a risa la modesta proposición del pobre Guillotin, y el cachon-deo siguió luego en las calles y en los periódicos.23 La gente aún se reía de los inventos mecánicos, y más si la Técnica pretendía ha-cerse cargo de la Muerte.Con todo, lo extraño es que la risa volviera a aparecer cuan-do la guillotina llevaba años funcionando a todo meter en una alusión del Dr. Gastellier a la “apariencia de risa”que se pintó en el rostro convulsionado de un sujeto herido de muerto por una estocada en el centro nervioso del diafragma...24 Para llegar la cosa al col-mo sólo faltaba que “La Caricatura” se pusiera a ello.No parecía muy delicado hacerlo, y la verdad es que apenas he encontrado ejemplos; pero basta con éste para echarse a tem-blar. 25 Apareció en Londres el 17 de diciembre de 1819 sin mención de su autor. El lu-gar de edición me parece tan significativo como la fecha.En cuanto a lo primero, es como si esta caricatura tremenda viniera a confirmar lo que acabo de decir sobre la capaci-dad anticipatoria de los ingleses para descubrirles a los franceses el lado grotesco de la guillotina. Y en cuanto a lo tardío de la fecha, y con independencia de que tal vez se es-té caricaturizando algún episodio de la política inglesa del momento, aunque proba-blemente alusivo a los excesos de “La Revolución” en general, llama poderosamente la atención la espantosa lucidez con que el anónimo autor de esta estampa ha logrado conectar las distintas e indistintamente pesadillescas connotaciones de la guillotina: su aspecto orgánico más que mecánico; su FISIOLOGÍA, por decirlo con una palabra que empezaba a estar de moda. La guillotina no aparece ahí como una máquina hecha de madera y metal destinada a cortar máquinas hechas de huesos y músculos, sino co-mo un plexo de funciones –de energías– que apenas distingue entre lo que corta y lo cor-tado; entre cuerpo y máquina; entre técnica y política; entre vida y muerte; entre RISA y TERROR... Podéis advertir fácilmente esta ambivalencia en la “cabeza”que corona el “cuerpo” de la guillotina, constituida en realidad por dos: la que exhibe un gorro frigio y fauces elásticas, y ésa otra que aparece dentro de ella y es aparentemente la cuchilla de la “máquina”, pero dotada de ojos, nariz y boca. ¿A quién representa esta segunda “cabeza”metálica y manchada de sangre: al verdugo o a la víctima? Ya veis que está to- 286 22. Ibidem: “¿Qué es ese vértigo? Es lo cómico absoluto...” 23. Sobre estas primeras risas vid.ARASSE,Daniel: La guillotine et l’imaginarie de la Terreur,París: 1987.pp. 25-27, donde su autor recuerda muy pertinentemente el juicio de Bergson sobre “la mecanización de la vida” como causa principal de la risa. 24. Ibidem, p. 56. Gastellier la llama “risa sardónica”, y de ahí que se atreva a decir que dicho sujeto “murió de risa”. 25.Vid.De l’essence du rire, en BAUDELAIRE, 1968. p. 371: “El sabio sólo ríe temblando...” PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO do muy confuso; aunque no tanto como para ocultar que la “máquina” diseñada por el Dr. Louis, y llamada originalmente Louison o Louisette, es un “cuerpo” que mea san-gre por un agujero y padece de un intenso ardor de estómago.“Luisita la meona”... Es ahí, en ese agujero por el que asoma la cabecita de un esqueleto muerto de risa y nada tranquilizador, donde se concentra todo lo que de grotesco, de “cómico absoluto”y ob-viamente fisiológico,hay en esta caricatura demoníaca que hace palidecer la descripción que Baudelaire intentó de la decapitación de Pierrot en aquella pantomima inglesa: “La cabeza se separaba del cuello –una cabezota blanca y roja– y rodaba ruidosamente hasta el borde del agujero del apuntador, mostrando el disco sangrante del cuello, la vértebra escindida y todos los detalles de un pedazo de carne recién cortado por el car-nicero para su exposición.Pero hete aquí que, de pronto, el tronco encogido [de Pierrot] se alzaba impulsado por la monomanía irresistible del robo, se apoderaba triunfal-mente de su propia cabeza como si se tratara de un jamón o de una botella de vino y [...] ¡se la metía en el bolsillo!” Baudelaire habría querido que todo esto nos lo imagi-náramos sucediendo a una velocidad de vértigo; como visto y no visto o en un abrir y ce-rrar de ojos.26 Lo extraño es, sin embargo, que no haya asociado esa velocidad de Pierrot a la que la guillotina se toma en hacer su trabajo. Los grotescos movimientos 287 26. Ibidem, p. 376. Sobre esta velocidad rayana en la invisibilidad, vid, ARASSE: 1987. pp. 49 y ss. del payaso no son una consecuencia de su decapitación, sino que forman parte de la mis-ma secuencia instantánea.Todo sucede, pues, en el tiempo acelerado que instaura la gui-llotina; o sea, que todo esto no podría suceder sin ella, sin su vertiginosa aceleración. La guillotina es el primer “cuerpo a motor” de la Historia; y cuando digo cuerpo,me refiero a algo que no se exterioriza del todo, que se guarda lo que hace, como Pierrot su propia cabeza en el bolsillo.Claro que siempre se puede ir a mirar en los bolsillos o a mirar por los agujeros. Y a todo esto, ¿qué se ha hecho del Diablo? ¡Cuán cierto es lo que dicen de que no le gusta nada que se hable de él...! Aquello con lo que nos tienta suele estar al borde del abismo y ser causa de un vértigo tan absoluto como lo cómico que tenía fascinado a Baudelaire; así que hablar del vértigo ya es un modo de empezar a hablar del Diablo.Y en primer lugar, del vértigo que resulta de un movimiento acelerado, tal y como ocu-rre no sólo en la guillotina, sino también en las montañas rusas, un logro técnico no mu-cho menos cómico. Champfleury las incluye entre las novedades que atrajeron de inmediato la atracción de los caricaturistas.27 A pesar de que ese invento no fuera toda-vía la fábrica de “vértigo absoluto” en la que se ha convertido, no cabe duda de que es-taban un grado por encima de los clásicos columpios en materia de aceleración y aturdimiento.Compárese al respecto, como yo mismo hacía recientemente con el fin de distinguir entre la cualidad antigua de lo riente y la moderna de lo descacharrante, dos estampas cercanísimas en el tiempo: la caricatura de una montaña rusa que en-ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 288 27. Y curiosamente junto a aquella otra que es casi el paradigma de la moderna fisiología: la vacuna con-tra la viruela.Vid. su Histoire de la caricature sous la République... CHAMPFLEURY, 1874, p. 355, donde dice que así ocurrió también con “la invención del ómnibus en 1828.” contramos en un libro de Champfleury y esa que reproduce el famoso cuadro de Los felices azares de Fragonard,“donde el ir y venir de un columpio define un circuito jo-vial de miradas y gestos,pero también de analogías, entre las espesas enaguas y la vegeta-ción del lugar, por ejemplo, o entre el frú-frú de esas enaguas y el crujido del columpio. [todo ello en presencia de la estatua de Eros que hace el antiguo signo harpocrático del silencio...] El evidente alboroto que se ha hecho sitio aquí [y se concentra en la chinela que sale volando por el aire, como buscando la cara de ese Eros discretísimo,] no es tan grande como para echarlo todo a perder”. Eso parece más bien cosa de las monta-ñas rusas, y así efectivamente ocurre en una vieja caricatura de ese cacharro, donde un caballero ha terminado dentro de las faldas de una dama, dando al traste, vertiginosa y abruptamente, con el deseo de aquel otro caballero del cuadro de Fragonard, que es-piaba a distancia el revoloteo de las de su propia dama. La conclusión del deseo volup-tuosamente prolongado de mirar y seguir mirando, de recrearse en la contemplación activa de su objeto, tiene mucho de cómica, pero en su acepción más moderna: demo-ledora, como dijeron los Goncourt. Y por de pronto, creo yo, demoledora de los en-cantos de la contemplación; de las delicias un poco enmarañadas que evoca una palabra que se ha vuelto absurdamente despectiva: “mirón...”28 Porque, vamos a ver, ahí dentro de las faldas de la dama, ¿qué es lo que podría ver el caballero de la caricatu-ra? Ahí debajo no hay nada que mirar, aunque seguramente sí que oler o tocar, aun-que la verdad es que tampoco podemos ver lo que está haciendo el caballero. La velocidad produce invisibilidad. Pero si no había nada que ver, ¿de qué se reían entonces? Pues al PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO 289 28.Vid.GONZÁLEZ GARCÍA,Ángel: Juegos de manos, texto para el catálogo de la exposición de Juan Navarro Baldeweg en la Galería Marlborough,Madrid: 2004. menos de dos cosas: de la caída misma y de lo que se imaginaron que estaba pasando den-tro y probablemente para sus adentros, no fueran a tomarlos por personas sin sentido de la decencia. El caso de la Olympia de Manet demuestra que no tardaron mucho en sa-car fuera esa risa...Entre tanto, y quiero decir que a la espera de que todo se volviera fran-camente fisiológico y la gente hiciera bromas sobre el olor que desprendía el cuerpo de Olympia,29 Champfleury puso delante de la caricatura de la montaña rusa –y creo yo que intencionadamente– esta otra de modas en materia de sombreros, con el estupendo título de Les invisibles, aunque sin mencionar el año y lugar de su publicación. Ignoro, pues, si se trata de una estampa francesa o inglesa, y si es anterior o posterior a una de James Gillray publicada en 1810 con el mismo título; pero fuera como fuera,y habría que investigar cómo fue, no cabe duda de que la estampa incluida por Champfleury en su libro va un poco más allá, o propiamente más adentro, como ya había ocurrido con la ca-beza del caballerete de la montaña rusa; dentro de un lugar que no podemos ver y donde probablemente nada podía verse, sino más bien intercambiarse el aliento, y en el caso del caballero que mete ahí la cabeza, literalmente beber los vientos de su dama, ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 290 29. A carne faisandée, por ejemplo, como le pareció a un famoso crítico de la época.Yo, sin embargo, creo que mucho más probablemente a pescado; y me voy a explicar. Ese famoso gato del cuadro de Manet, que tanto llamó la atención del público y excitó visiblemente a los caricaturistas, ¿de dónde venía? Pues obviamente, y me extraña que ningún historiador lo haya mencionado claramente, del bodegón más notorio de Chardin: La raie, con el que ingresó en la Academia y que ha estado siempre en el Louvre. Probablemente llegó de ahí a la cama de Olympia, y a la vista estaba que con las patitas manchadas de pescado, pues alguien vio, en efecto,“pi-sadas de gato sobre las sábanas” ...No me vayáis a preguntar en qué estado de frescura se encontraba el maldi-to pescado después de ese viaje. En cuanto a las connotaciones sexuales –fisiológicas– del olor a pescado, y concretamente a ostras, que es lo que se ve que el gato de Chardin estaba pisando, tampoco voy a decir nada. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO y no por su dama, como suele decirse... Para ir aún más allá en la exploración de la fi-siología del cuerpo humano “La Caricatura” tendría que haber puesto patas arriba los criterios de decencia que han regido la sociedad burguesa hasta hace cuatro días, su con-sistente y resistente mojigatería, y bien sabéis que no ocurrió, salvo de manera clandes-tina, y aquí en España tenemos un ejemplo extraordinario en el álbum de caricaturas que maquinaron los hermanos Bécquer contra Isabel II y su camarilla: Los Borbones en pe-lota. La estampa de Les invisibles marca el límite públicamente tolerable de dicha ex-ploración, aunque ya veis que se alcanzó muy deprisa, casi en los orígenes del género.30 Pero si los caricaturistas no pudieron ir más allá en materia tan delicada, los pin-tores en cambio se permitieron ciertas audacias; atentados al pudor que no se conocían desde el siglo XVIII. La Olympia de Manet es desde luego el ejemplo más escandaloso, así que no me extraña que los caricaturistas se tomaran con ella tantas libertades; al fin y al cabo, su autor era como de la familia: de la familia de los deformadores ... Lo cierto es que para llegar a este sorprendente compadreo,Manet tuvo que dejarla medio en pe-lota; reducir la ropa que llevaba a una cinta negra en el cuello; olvidarse de la moda y hacérsela olvidar a los caricaturistas, que a partir de ese momento cayeron en la cuenta de que la pintura nueva podía resultar mucho más cómica. Los mismos que se habían reído de los trapos empezaron a reírse de los cuadros, aunque en 1851 Cham todavía no distinguiera entre una cosa y otra. 291 30. Sobre los aspectos fisiológicos de la caricatura de modas tenemos testimonios menos explícitos, aunque muchísimo más cómicos, en la serie de Monstruosidades que inició muy pronto James Gillray y luego conti-nuó sin compasión George Cruikshank. Son, en efecto, testimonios indirectos, pues caen aparentemente del lado de la anatomía más que del lado de la fisiología; o por decirlo de otro modo: tratan de las formas visi-bles de los cuerpos humanos más que de sus funciones invisibles.Con todo, el límite entre ambas cosas no está del todo claro, y al ver todas esas monstruosidades, todas esas deformaciones, uno no puede dejar de preguntarse qué es lo que estará pasando dentro para que lo de afuera haya cobrado ese aspecto casi deli-rante; qué energías invisibles ensanchan o estrechan monstruosamente esos cuerpos atrapados por la moda. Como cualquier otra novedad o invención modernas, la pintura de Manet y de sus secuaces parecía muy a menudo obra del diablo, como precisamente ponía de relieve la presencia de un gato negro –su emisario más probable– en el retrato de Olympia,31 al que en 1884 un amigo de Cham, el humorista Philippe Gille, aún lla-maba Le chat noir et la dame blanche.Obra del diablo, digo, como los ómnibus y las montañas rusas, los trenes y los globos aerostáticos, la fotografía y el socialismo, las feministas y la natación, los periódicos y la polka, el fusil de aguja y la música de Offenbach... En realidad, a los tempranos editores de Le Diable à Paris, obra o cosa suya les parecía prácticamente todo lo que allí podía verse, hasta el punto de que París se les antojaba el mismísimo Infierno.Walter Benjamin, que cita a menudo Le Diable à Paris, debió sacar de él su idea de que el siglo XIX había sido “la época del Infierno”, pero quizás también el plan general de su Passagen-Werk, que no sería otra cosa, como el citado libro, que una especie de guía o Baedeker del Infierno.32 Como es lógico,Le diable à Paris incluía un plano de la ciudad, además de una descripción o “ge-ografía” de la misma; y como es lógico, me he ido a busca ahí la rue d’Enfer, en pleno Barrio Latino. “Se cree que a la rue d’Enfer se la llamaba en otro tiempo Vía inferior, ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 292 31. Esto de los gatos se las trae; pero no pudiendo entrar aquí en algo que me llevaría de Baudelaire y Champfleury, cuyo libro sobre Les Chats rehuye significativamente ese lazo diabólico, hasta el famoso caba-ret de Chat Noir,santuario y encrucijada de “La Risa Moderna”,no me resisto a recordar que los gatos compar-ten con el Diablo uno de sus lugares favoritos, o incluso su principal observatorio: los tejados, que también lo son necesariamente de los deshollinadores, los fumistes; y de ahí que haya sido en dicho cabaret donde empezara a hacer estragos l´esprit fumiste o fumisme, el más tenaz e influyente de los “ismos”modernos. PIERROT, SERVIDOR DEL DIABLO 293 por oposición a la rue Saint-Jacques, a la que se llamaba Vía superior. El nombre le habría venido de ahí.”Eso es lo que cuenta Théophile Lavallée, el autor de esa Geografía de París. Y a continuación: “La calle comprendía varios establecimientos religio-sos...” ¡Vaya por Dios! “Hoy se encuentra en ella la Escuela de Minas...” ¡Dónde si no! Pero hay algo más: según cuentan los Goncourt en su novela Manette Salomon, ha-cia 1840 en esa misma calle del Infierno tenía abierto su taller un tal Langibout, pin-tor de historia, entre cuyos alumnos se encontraban los protagonistas de la novela, y muy especialmente el más revoltoso, descarado y bromista de todos, Anatole, del que los Goncourt aseguran con premonitoria mala intención que “en el fondo se sentía menos llamado por el arte que por la vida de artista”, aunque tendrían que haber dicho –exactamente– que por la vida de estudiante de Bellas Artes; una vida que allí, en el taller de Langibout, se pasaba entre farsas y mistificaciones, que Anatole solía inventar y dirigir con mano firme. Crucificar a los novatos, por ejemplo; o aplicarles hierros al rojo. Bueno... , simularlo sólo, aunque la cosa a veces acabara con un miembro roto. Estas brutales “farsas artísticas” se habían pasado de moda en los talleres, pero Anatole las renovó, y con ellas, lo que los Goncourt llaman “come-dia de la crueldad” y su antipático personaje, “suplicios”... “Lo animaba un siniestro sentido de la payasada.Era Bobèche y Torquemada; la Inquisición en los Funámbulos.”33 En el taller de Langibout, a esa espantosa confusión de bufonería y brutalidad le daban el inocente nombre de “la Blague”; pero escuchad lo que los Goncourt tenían que decir de ella; no tiene desperdicio. “La Blague, esa forma nueva de esprit francés, nacida en los talleres del pasado, [y que de ahí] pasó a las letras, al teatro, a la sociedad; crecida entre las ruinas de las religiones, las políticas, los sistemas, [...] convertida en el credo farsesco del escepti-cismo, en la revuelta parisina de la desilusión, en la forma ligera y pueril de la blasfe- 32.Pero si ese fue el motivo de su plan, queda por saber la razón por la que no lo llevó a término, y se me ocu-rre que una vez más pudiera el Diablo estar por medio. Pues ¿cómo podríamos calificar, sino de diabóli-co, de auténtica diablerie, el hecho de que Siegfried Kracauer se le adelantara en esa visita al Infierno con su libro de 1937 sobre Offenbach y el París de su tiempo? El editor francés que ha traducido “Das Paris sei-ner Zeit”por “El secreto del Segundo Imperio”no lo ha hecho por capricho.Y es que efectivamente el Segundo Imperio guardaba un secreto: el de consistir en un diabólico revoltijo de payasadas y fantasmadas. “Se quejan de que las cosas no vayan bien bajo mi gobierno”, dijo Napoleón III,“Pero, ¿cómo podría ser de otro modo? La Emperatriz es legitimista,Morny es orleanista y yo republicano. Sólo hay un bonapartista, Persigny, y está mal de la cabeza...”Un caricaturista no habría sabido decirlo mejor.Todo el libro de Kracauer se resume en este chiste del Emperador, aunque también en lo que dice de Offenbach en las primeras pá-ginas; que el músico conocía “el arte de convocar a los demonios”.Vid. KRACAUER, S.: Jacques Offenbach ou le secret du Seconde Empire, París: 1994. pp. 214 y 50 respectivamente. 33. Bobèche es nombre de bufón, pero a mí me suena como el de Flammèche, el nombre del primer acóli-to que el Diablo envía a París en el libro de marras. Bobèche “el tontiloco” y Flammèche “el pirómano”, como nuestro Torquemada. mia, en la gran forma moderna, impía y charivárica de la duda universal y del pirro-nismo nacional; la Blague del siglo XIX, esa gran demoledora, esa gran revolucionaria; la Blague, la vis cómica de nuestras decadencias y nuestros cinismos [...]; la Blague, que es la palabra espantosa con que reírse de las revoluciones; [...] esa terrible ma-drina que bautiza todo lo que toca con expresiones que meten miedo y dejan hela-do; la Blague que sazona el pan que los aprendices de pintor se van a comer a la Morgue; [...] que un día de genio ha creado a Prudhomme y a Robert Macaire; [...] que ha hecho encontrar a un parisino un retruécano sobre La Balsa de la Medusa; la Blague que desafía a la muerte; que la profana; [...]la Blague, esa risa terrible, rabiosa, febril, malvada, casi diabólica, de niños maleducados, de niños corrompidos por la decre-pitud de una civilización ...”34 Sólo es un resumen de este impresionante alegato contra lo que tal vez no po-dría traducirse más que por sarcasmo: una risa que muerde y desgarra; canibalesca... todo lo que hay que decir sobre la espantosa complicidad entre “La Risa”y “El Terror” está ya dicho ahí de cabo a rabo...Yo tendría que haber empezado por este pasaje de Manette Salomon, pero tengo que parar. ¿Y en qué otro lugar más elocuente que en la Morgue, como aquellos aprendices de pintor de los que hablan los Goncourt? Felix Ribeyre, el latoso biógrafo de Cham, cuenta que un día se ofreció a enseñarle París a un lord inglés amigo de su padre, el Conde Noè.Cham primero le condujo a la Morgue y luego lo devolvió a su hotel, diciéndole que “no había nada tan curioso en París.”35 ¿Qué había de extraño en ello? ¿Acaso no había dicho Champfleury que todo lo que atañe a la muerte es de una alegría loca ...? ÁNGEL GONZÁLEZ GARCÍA 34.Vid GONCOURT, Edmond y Jules de:Manette Salomon [1867], París: 1979. pp. 42-43. 35.Vid. RIBEYRE, Felix: Cham, sa vie et son oeuvre, París: 1884. p. 188. 294 |
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