NARRACIONES HISTÓRICAS
Colón en Canarias
(1)0 la novela «Tierra Virgen», del gratí
escritor italiano Antonio Julio Barrili.),
yERSION CASTELLANi»)
de
FRANCISCO JAVIER GODO
O O P
SANTA CRUZ DE TENERIFB
Valentín Sanz. 16,
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EN A L T A MAR
Puede admitirse la existencia de días nefastos,
sea para unos, sea para todos; pero hay.
que convenir en que el viernes, tan calumniado,
no figura entre aquellos días. De mi sá
Üecír qiie, si consulto loa hechos de mi vida,
hé de tener el viernes por tin día bueno. Y
por tal dehía tenerlo Cristóbal Colón que eri
la mañana del 3 'de agosto de 1492, que era
Im viernes, salía del Palos para llevar a cabo
BU viajé de descubrimiento, con tres carabelas,
como tres cascaras de nuez, y ciento veíri.
te tripulantes, entre marineros, soldados, oficíales
'de a bordo y sobrecargos: todos los qué
fee habían embarcado sin tener un cargo particular,
Sea de mando u obediencia, én la indicada
nave.-
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Otras ideas, otras dudas y temores ocupaban
la mente del navegante genovés; no el
terror de la marcha en viernes. Dos de aquellos
cascarones habían sido cogidos y equipados
por mandato real, o sea, por fuerza. Y
por fuerza fueron embarcados casi todos sus
tripulantes. F n primer ejemplo de sorda re-pistencia
acababa de demostrarle la poca confianza
que habia de tener en aquella tripulación
cuando se aplicó mal el timón a la «Pinta
», de modo que al primer golpe de mar, escapara
de popa, dejando ingobernable la cara.r
bela. Perú entraban ya en el agua y babia
que navegar. Mas ^:no podía aún la mala intención
de alguien idear alguna infamia y hacer
que las naves retrocedieran ? ¡ El miedo
es tan ingenioso! Pecordaba el almirante del
mar Océano que otra carabela fenviada ociil-tamente
por los portugueses, sobre la ruta
j)or él indicada, con objeto 'dé robarle la glor
i a del descubrimiento, no había regresado a
Lisboa; no por pocos 'deseos que tuviera su
ííomandante de ir bacia lo 'desconocido, sino
pc.T deliberado propósito de la rebelde tripula»
fción.
Para oue nada semejante ocurriese a Cristóbal
Colón era precisa una cosa: que entre
'm pequeña escuadra naval y las columnas 'd»
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Hércules mediaran mudms centenares de \é-í^
as marinas. Pero ¿cómo iba a creer que
Ruellos marinos, obligados a navegar por
fuerza, se adaptaran a andar tantos centenares
leguas sin una tentativa de rebelión ? ¿ Y si
•"sta bubiera estallado y las naves hubieran
•íebido regresar, qué vergüenza no habría si-
*ío para él? ¿ En qué imposibilidad de acó.
Jneter nuevamente y con otras fuerzas navales
semejante viaje, no se habría encontrado?
••^l, seguramente, para no prestar demasiadas
srmas ai la resistencia de su gente, había dejado
de apuntar en el libro de bitácora el número
exacto de leguas recorridas, guardando
*1 cálculo para sí. Pero cuántos otros moti-
'''cs de rebelión contra su autoridad, no ha-oría
ofrecido el miedo a aquellos hombres ru-
^^s. ignorantes, q u e había reunido c o n pre-
'"pitación en lugar de escogerlos cuidadosa-
^ l e n t e entré los mejores de la clase marinera '
Todo esto pensaba Cristóbal Colón y esto le
^tiitaba la alearía; le impedía disfrutar plenamente,
como hubiera podido y debido, del
Poce honesto dé su -victoria alcanzada, a. costa
tantas contrariedades, pasando por encima
tantos hombres y tantas cosas. Y s n s «os-
T^P'^has no e r a n vanas. Al amanecer del lunes.
^ de agosto tercer día de viaje, la «Pinta»
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hizo señal de que no podía seguir adelante por
habérsele roto el timón; precisamente aquel
timón que en la playa de Palos había debido
arreglarse porque no estaba bien aplicado.
Gómez Pascón y Cristóbal Quintero, dueños
de la nave, que era sin disputa la mejor dé
las tres, volvían a la carfra con sus ingeniosas
ideas?
'N'o dudaba el ahriirante de los malévolo*
propósitos de aquéllos, mientras se dirisna a
la «Pinta» para prestarle auxilio. Pero el
viento soplaba con fuerza; el mar rugía albo»
rotado, y, con un tiempo semejante, más fácil
era un choque con la «Pinta» que acercar,
se a ella. Afortunadamente, el comandante de
la nave era Martín Alonso Pinzón, y este nó
opinaba como los dueños de la misma en materia
de averías parciales.
-—¡Almirante!—gritó desde el extremo dó
la banda—. Tío temáis nada. To les quitaré
a todos las ganas dé echar a perder otra vez
tel timón, dando un palo en la cabeza al orí-mero
qué hable de volver para atrás. Por
ahora arreglaré el timón de cualouier manera;
luego, veremos. As? sea cojeando, nosotros
'seguiremos la capitana, ^ o obstante, «alvo
nuestro parecer, yo haría mmbo a las Canarias
para arreglar mejor esta rotura.
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I I
«LAS I S L A S ESTÁN MUY CERCA», D I CE
COLON
ÜTo tenía él almirante Seseos 'de aetenersé
én las Canarias, ni en isla o costa algnna cíe
aquéllos sitjos. Pero era preciso someterse al
Hestino y seguir los consejos de la prudencia.-
El día después, ya no era cuestión de pruden-fcía,
sino de necesidad. «La Pinta» seguramente
babía sido mal arreglada y empezaba a ha»
cer agua. I-a ligadura del timón sp había aflo.
jada y la carabela volvía a navegar mal. La
«Santa María» y la «Niña» hubieron de aferrar
algimas velas para pillar menos viento
'e ir al ctiidado de la pobre coja. El,almirante,
mientras se resolvía a hacer un alto en las
Canarias, pensó que le convendría mejor buscar
allí otra carabela, a fin de librarse 3e
fi
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aquella nave que empezaba a parecerle un
verdadero castigo de Dios.
¿Y por qué había de ir a laa Canarias?,
aquellas islas estaban todavía muy lejos.;
(JNO era mejor volver atrás con los dos buques
que marchaban muy bien y a los cuales
podía trasbordar toda la gente de la «Pinta»,
a fin de que ésta siguiera como pudiese, así
fuera a remolque? Tal era la opinión de los
marineros, reforzada con la de los pilotos.
5\lgunos de éstos, como Pedro Alonso Tíiño y
Sancho Ruiz, dé la «Niña», creían efectiva^
mente que se hallaban muy lejos, de las Ca-iiarias.
Tal vez menos sincero, porque estaba
más desposo de rep^resar, era otro piloto de lá
«Niña», Bartolomé Roldan. Pero nada franco,
y ardiente sostenedor de la gran distancia,-
i r a Pérez Mateo Hernéa, piloto de la «Santa
•María». Este empezó muy pronto a dar pruebas
'de su mala voluntad coníra él jefe supremo
a quien no 'dejaba 'dé juzgar—aunque
por él momento «sotto vocé»—como un impostor
amhícíóSS,
Pero el mismo comandante 3e la «Pinta»,
la nave coja, había manifestado el deseo dei
aetenerse en las Canarias y, por consiguiente,!
Ide seguir el viaje hasta allí. Con Martín Alon-
8
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eo Pinzón, marino esperto y bien visto de los
tripulantes, no era posible luchar, y menos
cuando amenazaba con acudir a los argumen-tos
«'ad hominem». Más tranquilo, más seguro
en su doctrina náutica, Cristóbal Colón
'dijo:
—Os engañáis en vuestros cálculos. Las Islas
están muy cerca. De mañana a pasado las
Veremos.
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I II
FRENTE A GRAN CANARIA
El vaticinio de Colón se confirmaba en
un todo. Al despuntar pl alba del día
9, se veían las cimas de la Gran Canaria.-
Desgraciadamente, ora por poco, ora por mucho
viento, no fera posible hacer rumbo a ella.-
Dos días estuvieron esperando en vano una
ocasión propicia; pero el almirante, que no
quería perder tiempo, bordeando en aquellas
aguas, dejó atrás la «Pinta», ordenando ai
Martín Alonso Pinzón que fuera cuando pudiera
y se procurara otra nave para cambiarla
con la suya. El, entretanto, se dirigía con las
otras dos carabelas hacia la Gomera con el
mismo objeto. Y llegó a la Gomera én lá
tarde del 12 de agosto, donde supo, cori
pran satisfacción, que se esperaba de uti
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Dionieuto a otro una buena nave que batía
ido precisamente a la Gran Canaria.
Esperemos, pues, cou confianza—dijo el
iiimirante—. Si la citada nave se encuentra
anclada allí, Martín Alonso la habrá éncon-traJc>,
sp habrá hecho cargo de ella y vendrá
con ella a mi encuentre.
l'ero la aguardó iniiíilmente. Y cansado de
esperar salió el 23 para ir en busca de su
Compañero. Llegó el 25 a la Gran Canaria.
ÍMartín Alonso Pinzón había llegado el día
ante» y había oído de labios de aquellos habilantes
que la nave había estado allí; pero
que había salido hacía muchos días, .sin que
se supiera por dónde.
Había que renunciar a toda esperanza dé
'cambiar la nave y era preciso arreglar la
«Pinta» lo mejor que fuera posible. Martín
Alonso Pinzón mandó a tierra a los maestros
calafates para buscar la madera necesaria y
cortar a toda prisa otro timón. Al propio
tiempo, como en su carabela entraba el agua,
los marineros sé convirtieron en calafates J
8e pusieron a fabricar estopa alquitranada,
fcon viejas cuerdas desechas; estopa que, con'
U'artillos y escalpelos, habían luego de meter
•^ntre las planchas de zinc del forro, en la osa-
^i^enta, en los nudos de las maderas, alrededor
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de las clavijas y donde fuera preciso, cubriéndolo
luego con pez.
La «Niña» aprovechó aquel tiempo para
cambiar el velamen. Sus velas latinas se mudaron
por otras cuadradas, y en las antena.i
fueron, por consiguiente, sustituidas las in-
Bisrnias. De este modo, de carabela que era y
parecida a un jabeque, se transformó en una
especie de bergantín. Esto por lo que se refiere
al velamen; no a la arboladura. I,a3 carabelas
llevaban tres palos: el trinquete, el
palo maestro y el palo mesana; pero éste último
estaba colocado más hacia la popa y era
más corto de lo qup se usa hov día respecto
a los palos de los bergantines. De ahí que la;
vela triangular o latina, o bien, de popa, en
fm forma cuadrada no fuese tampoco muy ancha.
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IV
UN DIALOGO SORPRENDIDO POR
COLON
Cuando la «Niña» desplegó al viento su"
nuevo \^iamen hubo de afrontar el juicio de
las otras naves, que la esperaban para marchar
a un tiempo. El marinero es criticador
por excelencia. Imaginad, pues, lo qué hubieron
de decir de la «Niña» al presentarse de tal
modo transformada. La crítica de sus velas
fué como una sonrisa: la primera en medio
'de tantos días de melancolía.
—Estará bien así—decía uno—; pero me
parece algo desgarbada.
—Justo—decía otro—, como un campesino
3e Vizcaya cuando viste un traje nuevo.
—j Y mirad—añadió el tercero—, entre laá
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insignias y los palos", que desentonación dé
colores!
—Claro está: las insignias son nuevas y los
palos son viejos.
—Árbol viejo... buena hoguera.
—i Y esos racamentos! Debieran apretar al.
go más.
—Esperad que beban y apretarán: apretarán
tal vez dem3.siado.
En fin: cada cual quería echar su cuarto
a espadas. Y el almirante, paseando gravemente
por el puente de la «Santa María», podía,
como suele decirse, oir tocar torlaa lag
campanas una a una y hasta todas a la vez.
Entre tantas oyó una que Ip impresionó ha.
fciéndole dar de súbito, media vuelta. Dos marineros
que estaban apoyados en la banda, algo
separados de sus compañeros, hablaban dé
cosas fútiles que no habían de llamar la aten-ición
del almirante. Pero el tono es lo qne hace
la música, y ambos cantaban en uno qué
había de conmover a Cristóbal Colón. Hablaban,
cn una palabra, en dialecto genové«.
'¿Cómo se encontraban dos genoveses a bordo?
'¿ Y sin saberlo el ?
T,a tripulación de las tres carabelas no la:
había escogido él. Aquella gente había sido
alistada a viva fuerza en su mayor parte, y la
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otra sé embarcó imitando a los Hermanos Pin.
zón. Los marinos de Palos, Huelva y Moguei;
eran valientes;, de modo que todos podían tomarse
a ojos cerrados. Pero, ora por una cosa,;
ora por otra, el almirante no había intervenido
en la formación de la tripulación. Cuanto
al nombre, patria y demás particulares dé
aquella gente, todo lo había ido conociendo
poco a poco, durante el viaje, sin necesidad
'de leer él registro que llevaba el primer pilo-
'to.
Figuraos, piies, que 'dulce alegría debiÓ
éxiierimentar Cristóbal Colón aquel día y en
aquel momento. La lengua de la madre patria
es siempre la más 'sxiave al oído del hombre
que se encuentra fuera de sil país. Acude al
sonido de la lengua como a una fiesta del alma;
óyelo con júbilo, y quisiera también cambiar
algunas palabras como para demostrarse
a sí mismo que no ha olvidado aquel idioma,
.y que es, sin disputa, el más hermoso 'del universo.
T hablándolo, 'después de tantos años,
én una región leiana, encuentra en aquel idioma,
en aquella lengua nativa, un gust/j especial,
un sabor fie novedad qué es fuente para
^1 de incsr>erada3 delicias, revelación 'de arcanas
bellezas,
Pero no era aquél el momento dé detener,sg
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ia liablar. La dignidad del mando obligaba al
almirante a pasar de largo, no siendo por otra
parte, propicia la ocasión para perder el tiem-po
en cb arlar. Las carabelas estaban en fila
y era preciso partir. La «Santa María» salió la
primera del ancladero de la Gran Canaria, di.
1-igiéndose a la Gomera, donde había dejado
¡Una escuadra de hombres para hacer provisión'
He víveres. Era en domingo; el día 2 de septiembre,
un mes después de la salida dé Palos.
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EL MARAVILLOSO ESPECTÁCULO DEL
TEIDE EN ERUPCIÓN
Para ir a la Gomera se pasaba por delante
pe Tenerife, que es la isla central del grupo
fle las Canarias. El gran pico de Tenerife estaba
precisamente entonces en plena erupción
^olcánica, maravilloso espectáculo que podía
"eeirse desconocido para la mayoría de los maQUEROS
de Cristóbal Colón. Al oir los rumores
"6 la montaña y los frecuentes truenos que ba,
j^an temblar el aire en torno suyo, al ver la
•"iinénsa columna de bumo que salía del ele-
^^do cráter, las llamas que serpenteaban en
^edio 'de aquel btimo, los torrentes de rojiza
**Va qué caían Hurante la noche, deslizándose
los flancos 'del cono, aquellos pobres mari.
"firos 'DOL siglo XV experimentaron lois roís-
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mos temores q u e , cinco siglos antes d e la
vulgar, habían hecho retroceder a los coffl'
pañeros de Hannóu, el cartaginés.
La espantosa erupción de Tenerife era u n a
advertencia a los males sufridos. Y si terré'
motos y volcanes habían hundido én e l abismo
allá a lo lejos una srran tierra de q u e ha'
biaban obscuras leyendas, aquel mismo m
oue la tragara ,;no podía devorarlos a ello!
de nn momento a otro?
La llegada a la Gomera fué causa de ot
temores, no p a r a los marineros, sino para
jefe supremo. Hacía ñoco qué hablan entradi
en l a r a d a , c u a n d o llecró una carabela, esp:
ñola también, q u é nrcstaba servicio entrí
aquellas islas. Procedía de la isla d e l Hierro,
la más occidental de las Canarias, y llévahü
noticias de una" cruzada extraordinaria. Tre"
naves nortuffuesas habían tocado en la citad*
isla, y de las conversaciones de los marínero^i
d e las preguntas 'de l o s oficiales, se había
d i d o deducir n u e el r e y Tuan TT de P o r t u T a '
mandaba aquéllas tres naves n esperar el p S '
íüo de una expedición descubridora p a r a haccf
prisionero al comandanfé.
No l e costó g r a n trabajo a Cristóbal Colófl
él comprender nuien e r a el esperado. Pietí
a ñ o s antes había huido d e Portugal porqué o"
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esperaba naJda de aquél rey que le tenía entre,
tenido con buenas palabras. Reclamado poí;
él, que seguramente se había arrepentido y ^Qiía que España pusiera buena cara a los
proyectos del navegante genovés, Cristóbal
Colón no quiso en manera alguna volver a •Lisboa. Lo que temía Portugal había sucedido;
aunque tarde, en verdad, pero con tiempo
Suficiente para contrariar la fortuna de aquel
*eino, los reyes de Castilla habían dado a
Cristóbal Colón las naves v los hombres ne-
•^esarios para acometer la empresa del Océano,
ííuevals islas, nuevos continentes tal vez,
^han, pues, a descubrirse en provecho de
íspaña. Pero no eran de Portugal todas
'as tierras que había más allá de Ahila y
Calpe? Era ya demasiado pretender por parte
de Castilla que se arrogase derechos sobre
*as Canarias y que alguna que otra vez des-
Pués de la empresa de Bethencourt, ejerciese
^1 ellas actos de dominio. Nada más balna de
esperar ni pretender la corona de Castilla en
campo adjudicado a la actividad portuguesa.
^Fomentaban esta pretensión, fortificándola
Yertamente en el ánimo del rey Juan,>los escasos
conocimientos epigráficos y cnsmográ-
'tcos de la época. ¿ A dónde iba, después de
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todo, el navegante genovés ? ¿ Más allá de 1**
Azores ? ¿ Más allá de" Madera ? ¿ Más allá dá
las islas de Cabo Verde ? Todas ellas eran conquistas
portuguesai y portugués había dé sel
todo cuanto se encontrara más allá. Pero
se hubiera hecho un descubrimiento por cuen*
ta de España, difícilmente habría podido dis*
putársele la posesión. Con la toma de Granar
da y el completo exterminio de la dominación
morisca, los reyes de Castilla y Aragón sen'
tíanse más poderosos que nunca, y la reunió^
'de todas las provincias españolas bajo un solo
cetro, marcaba la decadencia dé Portugal.
TJna conquista allende los mares, en los confr
nes del Asia, de aquella Asia a doAde sé di'
rigían entonces los esfuerzos 'de la Corte d*
Lisboa, habría acabado de Hundir el poderío
portugués. De ahí la necesidad urgente de p"'
nér un obstáculo a la empresa de Cristóba'
Colón y 'de apoderarse de 'él a toda costa.
por qué, después 'de todo, no podía intentarse
l a misma empresa con fuerzas portiiguesas^
Tres naves equipadas para capturarle podía"
'seguir también el viaje d e 'descubrimient"
apoderándose dé sus proyectos y su ' d i r e c c i ó O'
Con los brazos atados é l comandante habrí*
losrrado el mismo fin y conquistado lá misio*
gloria. T t a l v e z , ' ¿ q u i e n s a b e ? , t a l v ez
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mejor ir prisionero, pero respetatlo, a descubrir
un nuevo mundo, en un primer viaje,
que volver encadenado y humillado del tercero,
después de haber hecho y asegurado la
conquista de aquel nuevo mundo a ün monarca
desgraciado.
Pero los hombres no pueden prever lo futuro.
Y aunque Cristóbal Colón hubiese previsto
su destino, podemos tener la convicción
de que habría hecho exactamente lo mismo
que hizo, apenas tuvo noticia de la cruzada
portuguesa. Ordenó con rapidez que no se hicieran
más provisiones; llamó a todos los tripulantes
y se hizo a la vela.
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YI
HORAS DE ANSIEDAD.—LA PEQUEÑA
ESCUADRA SE ALEJA DE LAS ISLAS
Las tres carabelas dejaron el ancladero el
jueves, 6 de septiembre, dos horas antes del
alba. Alejándose un buen trecho hacia mediodía,
el almirante creía apartarse de la vista
del enemigo, si éste hubiera salido de la isla
'del Hierro para ir a su encuentro. TJn viento
fresco que se había levantado durante la noche,
le daba alientos de salir satisfactoriamente
con su iptento. Pero aquella brisa calmó
en seguida, y las tres carabelas hubierori
'de pasar todo aquel jueves y hasta el viernes
con las velas caídas. Afortunadamente el almirante
había ganado tres horas de caminó
y no era probable que el viento de las islas
favoreciese tanto a las naves portuguesas qvi®
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laa lanzara en su camino. Ni era probable
tampoco que dicbas naves se hubieran separado
de poniente de la isla del Hierro, donde
podían vigilar a derecha e izquierda de aquel
archipiélago. Era njás de temer que tocasen
en la Gomera, que se enteraran de que había
estado allí y que trataran de darle caza apenas
se levantara el viento.
Y él aguardaba también con ansiedad el
viento, que no se levantó hasta la mañana del
sábado. Pero no era un viento bueno; soplaba
del sur, y empujaba las carabelas hacid
la isla del Hierro. Horas terribles fuerori
aquéllas para él, pero el viento que soplaba
era también contrario para las naves portuguesas.
No había perdido, por consiguiente",
toda esperanza.
A] alba de' domingo, aquel viento pronto
cambié por fin, y húbolo en popa para lal
carabelas. Entonces, el almirante dio gracias
a Dios por la buena idea que le había Inspirado
haciendo poner velas cuadradas a la"
«Niña» que con las latinas no habría podido
"andar nl lado de las otras, ni sustraerse, por
consiguiente, al peligro. Desplegadas al viento
todas las velas, la peqiieña escuadra 3é
Cristóbal Colún en un día y la noche qué
feiguió, se alejó cuarenta y ¿os leguas de la
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isla flel Hierro. Y, naturalmente, perdió dé
vista aquella última tierra occidental del viejo
mundo. iQué alegría la de Cristóbal Colón
cuando no v i o más que agua en torno suyo
y en cuanto abarcaba la mirada!
Pero estaba escrito que cuando él se hallaba
alegre no habían de estarlo sus marineros.
Estos habían visto con terror el pico de Tenerife
vomitar llamas y humo. Con el mismo
íerror vieron aquella inmensa extensión de
aguas, la primera tal vez que vieran los navegantes
sin la certeza de un puerto. Y allí
no esperaban encontrarlo, aun cuando asegurara
el almirante que lo hallarían a setecien-ías
leguas dé distancia del estrecho de G i braltar.
En cambio temían ver surgir de los
iabismos los monstruos marinos q\ie habían dé
volcar las naves y castigar a los temerarTos
violadores de los secretos del Océano. ¡Cuántas
vpces se v i o oblisrado Cristóbal Colón á
tranquilizarlos, a echar su sermoncito cosmográfico
a aquellos rudos marineros, tratando
3 é convencerlos de lo iniustificado de sus temores!
Le oían con atención. T)e momento
parecían O^e se dejaban convencer y se sentían
noseídos de insólita bravura-, pero lueco
'se abandonaban de nuevo en brazos de la co-
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Bardía y téinblabari y sé lamentaLan más q\ié
antes.
Otro motivo de recelo y decaimiento fyiá
para ellos encontrar el día 11 de septiembre,
a ciento cincuenta leguas de la isla del Hierro,
flotando en las aguas, uíTpedazo de palo
'de gavia. A primera vista podía calcularse
que había pertenecido a una nave de ciento
veinte toneladas. Pero la nave ¿dónde estaba?
Se habría hundido, seguramente, en el
abismo. Y ¿no podía sucederles a ellos otro
tanto ?
El recelo se convirtió en terror, cuando ob".
¡servaron la brújula seis días despiiés de haber
hallado aquel resto de nave náufraga. La
aguja magnética, en lugar de dirigir la piin-t
a a la estrella Polar, había bajado cinco O
seis grados hacia Poniente. ¿Qné significaba
aquello ? ¿ Entraban en una región del mundo
'donde no regían las leyes "de la naturaleza?
Y el 'desviamiento de la aguja, diariamente
observado, se veía aumentar todos los días.
El almirante había observado el fenómenS
Hacía alcrunos días y temía que se fijaran eri
él. Cuando esto ocurrió hubo de inventar una
explicación plausible del hecho.
—¿Qué creéis? ¿Que el imán dirisre la
t u n t a hacia la estrella Polar? No; la dirige
2S
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a un punto fijo e inamovible. La estrella Po.
Jar, como todo cuerpo celeste, se mueve en
fe] espacio girando en torno de aquel puntó
invisible. Y de abí por qué algunas veces
veréis el imán separarse de la dirección de
la estrella Polar. En realidad quien se separa
Íes la estrella misma.
Persuadiéronse los pilotos, que tenían eri
mucha estima la doctrina astronómica de Colón.
Y convencidos ellos^^ se convencieron
también los marineros.
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V I I
ECHA EL ANCLA Y ESPERA EN DIOS
Renacía la calma en los ánimos timoratosi
Pero era la calma tenue del soldado que entre
una y otra batalla goza el descanso de la
Tangimrdia, aprovechando todas las horas del
día, aunque teniendo siempre en el alma una
"vaga inquietud, que le quita el deseo de pensar
en las cosas lejanas en el tiempo o en et
espacio. Reina ciertamente la calma en torno
Kuyo; pero es la calma que precede a la tempestad.
El sendero se presenta Ubre ante sus
ojos; pero la emboscada está próxima; la
muerte puede estar en acecho al volver de
aquel camino que verdea allí a lo lejos. Y ha.
cia aquel sitio miran de mal grado aun loj
más valientes.
También allá, en el Océano, había comple-
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ta calma. El sol brillaba sin derretir los sé-sos;
el aire era dulce, suavísimo; una especio
'de abril de Andalucía, usando una frase del
almirante- un abril de Andalucía al cual no
faltaba más que el canto del ruiseñor para
qiie la ilusión fuera completa.
Cristóbal Colón tuvo siempre pran afecto
al canto del ruiseñor. El recuerdo del cantor
de los bosques se bailaba siempre en sus relaciones
de viaje y en su diario de a bordo. Pero
si por e? momento le faltaba el niiseñor,
tina golondrina de mar y un paro, especie dé
ave, de bermoso plumaje, habían venido a revolotear
pn torno de las carabelas. No le extrañaba
ver la crolondrina de mar, nnrquf» m
misión era la de volar encima de las agiias,,
Un cambio, la presencia de \xn paro sólo
se la explicaba pensando que l a tierra no
'estaba muy lejos de allí.
T que tenían muy próxima la tierra suponían
los marineros deduciéndolo también dé
la presencia de tan hermoso páiaro silvestre
en tan lejana latitud marina. Péró no todof»
pensaban de ÍRual manera; particxdarmenfé
'nuestros dos genoveses.
—¡Ay, pobre «parissola»!—decía uno dé
fellos a 8U fiel compañero—. Sería preciso conocer
por qué desdicha ha venido a perderse
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por este lado y qué ráfagas endiabladas le han
sellado en aita mar. Al tuincipio debió rglu-eiarse
en la gavia de algún buque. Después,
Siguiendo este viento de Levante...
—^Habrá perdido la tiantoutana—interrum-pió
el c*ro, que era el más donoso de los
dos—. Y, un día, viendo ese gran verde,
*o tomaría por uu prado. ¡Debe estar gordal
, íil diálogo de los doa marineros genoveses
^ué interrumpido por el sonido de la campaba
que desde el castillo de popa llamaba a los
tripulantes a la oración de la tarde. Era la
"Ora aquella que el gran poeta Dante ba
*^antado con versos tan suaveraentes nielan-
•bélicos en los célebres tercetos del Purgatorioj
Era giá l'ora volge '1 desio
A' naviganti e 'ntenerisce el core
1^0 di cb'han detto ai dolci amici addio;
E clie lo novo peregrir^ d'amore
Punge, se ode squilla di lontano
Clie paia '1 giorno pianger cbe si more.
, Todos arrodillados en cubierta, y después
" 6 santiguarse con la mayor bumildad, los
'"harineros de la «Santa María» rezaban en
^5"' baja, con el almirante, que les decía en
^^^a voz la plegaria del'«Ángelus Domini»,
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instituida en 1095 por el papa Urbano II, én
el concilio de Clermont, para los cruzados qu»
iban a Palestina, y puesta en vigor un siglo
después, por Gregorio TX, para todo el orbe
católico. Pero liavsta aquel día, la campana
vespertina y la plegaria de los cristianos 8*
habían oído más lejos en el aire. Tjas navefl
de Cristóbal Colón estaban entonces a tres-cienta.
s le<ruas más allá de los confinés da
Europa.
Facía poco que había terminado el rezo d e l
«Ang-elus» y los marineros que no estaban dé
guardia én las velas, en las gravias o al timón,
se disponían a acudir bajo cubierta,
cuando una luz extraña apareció ante siJ'
oíos a cuatro o cinco leguas de di.stancia.
Fna cinta luminosa y rojiza se dibujaba eri
el cielo, surcándolo en forma de arco y dejando
oir un ffran fragor como de artillería diS'
p a r a d a a distancia. Parecía verse una bola d^
hierro enrojecido, o varias, vomitadas por uO
mortero, que iban estallando poco a poc^í/
yendo a hundirse en pl mar y dejando trní
de sí un disco luminoso. La extraordinaria^
magnitud de aquel globo luminoso no permí'
tía pensar én las esírella.s candentes. fenómeri>5
bastante común én las resionéa cálidas y P''
ciertos meses del año. La mayor parte ¿8
.3ÍL
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^luellos marineros no habían visto nunca bó-
"dos; y ninguno de ellos vio jamás uno de
extraordinarias dimensiones. Por lo de-
^ás, a cada fenómeno natural cuya causa se
•^Bconoce, es más fácil aturdirse q\ie hilvanar
•^^8 ideas. ¿Qué significaba aquello? ¿Anunciaba
el principio del fin del mundo? ¿Era
*^dicio tal vez de una secuela de ruinas y desgracias
?
Pero no sucedió nada de lo que empezaban
^ temer. Del disco luminoso no quedaba en
*1 cielo la menor huella.
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
VIII
UNA SORPRESA Y UNA ALEGRÍA
liü paz reino aquella noche y los siguientes
días. Soplaba de Levante una brisa ligera %
constante que tenía las velas en continuo
ejercicio, sin dar quehacer a la tripulación.!
Todo iba a pedir de boca: si favorables eran
las señales del cielo, más favorables aún eran
la.s del mar.
Efectivamente, oíd: En la superficie de las
aguas comenzaba a verse un graciosísimo espectáculo.
Aquí y allí, flotando sobre las olaS
o, por mejor decir, sobre la líqiiida superfi'
cié del mar suavemente encrespada por la brisa,
se divisaban unos a manera de pequeños
tapices verdes. Al entrar las naves en me*
dio de ellos, vieron que aquellos tapices esta^
ban construidos con hierbas verdes que pare*
3 2
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cían recientemente arrancadas de la tierra. Ti
aquellas hierbas iban siendo poco a poco más
grandes, más frecuentes, más espesas.
De momento fué una fiesta para los ojos,
y por consiguiente una alegría para las almas,
La falta de lo verde es la enfermedad deLma-í-
inero. El verde es el color predominante, dei
l a tierra. Dicen los astrónomos que, mirándolo
desde el observatorio de los demás planetas,
nuestro globo despide una luz esmeralda, ti
causa de sus tierras y de la vegetación quei
las cubre. ¡Lástima qué no estemos en Marte,
o en Júpiter, para ver la hermosa figura d^
piedra preciosa que debemos tener nosotros en'
la inmensidad del espacio !
—¡ Las islas están cerca!—gritaron los ma-l-
ineros—. Ved cuan frescas son estas hierbas.
Parecen arrancadas ayer.
—Efecto dé estar en el agua—dijo alguien'i
—Aunque sean arrancadas de dos, tres,
fcinco días. Al fin y al cabo se marchitarían".,
iT siendo frescas como son, tengan los díasi
que tengan es indudable que la tierra nó est
á lejos.
—Que tengan seis i^ías, no seamos avaros,
!Me contentaré con qué toquemos tierra dent
ro de siete.
Así discurrían, riendo y bromeando, y olvl-
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
3an.do los recientes temores. Un marinero se
arrojó al agua para coger una mata de aquella
hierba, y trajo a bordo un cangrejo vivo,
que presentaron en seguida al almirante.
Aquel pobre crustáceo del Océano no sé
'diferenciaba en nada de sus congéneres de
las^ costas de Europa. Pero según el pargcer
'de los marinos de Moguer, grandes pescadores
por cierto, de la presencia del cangrejo
en aquellas latitudes se podía deducir un excelente
pronóstico acerca de la proximidad
'de las playas. Decían dichos marinos que a
ochenta leguas de la tierra no se encuentran
cangrejos.
Poco después del cangrejo, indicio segiiro
'de tierra dentro dé las ochenta leguas de distancia,
se vio una multitud de atunes que fueron
nadando en torno de las naves. Y poco
'después de los atunes, llegó otro paro a revolotear
entre el palo maestro y él trinquete dé
la «Ranta María». Era tal vez el paro de los
'días anteriores: el pobre paro perdido qué había
enternecido el cora^^ón de Cosme. Pero sea
lo que fuere, el paro y los atunes eran nná
prueba más de la proximidad de la tierraj
Hasta él agua del mar que probó el pescador
del cangrejo y probaron otros con él,
era menos salada en aquellos sitios que cerca
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3e las Canarias. Y aquello, jvive Diosl, era
indicio de tierras vastísimas, de todo un continente
del cual iban a desembocar en el
Océano las dulces aguas de grandísimos ríos.
Y el mar seguía tan tranquilo, el viento tan
favorable. Hacia el Sur la atmósfera era algo
obscura; lo cual era otro indicio de tierra. Y,
finalmente, vieron un espeso enjambre de
pájaros que volaban a gran altura hacia Poniente;
nuevo y precioso indicio también de
que a Poniente o al Norte, pero siempre 3e-lantí)
'de ellos, estaba próxima la tierra.
65
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IX
LA IMPACIENCIA DE MARTIN ALONSO
PINZÓN
La «Pinta», la gran velera (le la escuadra,
&e acercó al lado de la «Santa María» pidien-
'do permiso al almirante para avanzar lihre-mente
y descubrir aquella tierra bendita.'
•Martín Alonso Pinzón moría de impaciencia;
Seguro 'de sí mismo, babría deseado ser el prl-mero
en dar la buena noticia. Pero el almirante
no concedió el permiso solicitado. Tenían
qué ir todos juntos para no perderse. T
<él, según s\is cálculos no consideraba tan uró-xima
la tierra. '¿ Quié obstinación era aniiélla ?
Las señales aumentaban de día en día. casi
'a cada legua dé camino que baci'an las naves;
yíTío acababan de -pa.sar los pelícanos que vé-iiían
'de Poniente? Los pelícanos no acostum»
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bran alegarse mas allá 3e 25 leguas de lá
tierra. Y esto no lo decían tan sólo los pescadores
de Moguer; lo confirmaban todos. Ti
Jaquellos enormes nubarrones que se levanta»
ban en el horizonte sin necesidad de vientoj
¿qué otra cosa sig^nificaban, sino qué el via«
iie de descubrimiento tocaba a su término?
Bien hacía Cristóbal Colón oponiéndose S
los deseos de Martín Alonso Pinzón. Suá
cálculos podían bien ser erróneos, y seguramente
lo eran. Pero no de modo qué íustífí-fcaran
las precoces esperanzas dé sus tripulantes;
porque la distancia entré Europa y el
Nuevo Mundo debía resultar mayor de las Setecientas
leguas imaginadas por él. Obrandoi
asf, hacía valer su autoridad ; y si hubiera lié-frado
él día de los desengaños, no se le habría
visto vacilante éri su doctrina y dispuesto ai
fenfurpcerse por cualquier cosa como sus compañeros
dé viajé, vagando al azar por loa
mares como uri aventurero o uri loco.
—Estaremos todos en fila, Martín AlonsíJ
—fijóla al comandante 'de la «Pintá>—: há«
brá gloria para todos. Las Reñaléa qué observamos
son éri verdad notables. Tal vez noS
demuestran lá éxisTéncía 'dé alguna isla S lá
'derecha. Pero íihora Hd Ps él momento dé íí-
5amo3 éri riimiedades. Tá lo veremos a M
8T
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
vuelta. Aprovechemos este buen viento T
avancemos hacia Poniente. Deseo tocar tier
r a a la vez que vosotros; pero creo que estamos
todavía algo distantes de ella.
Y decía la verdad. La expedición se hallaba
apenas a mitad del camino. Pero no había
archipiélagos a la derecha, ni a la izquierda,
y los pelícanos, los paros, los cangrejos, los
atunes, el agua menos salada, los nubarrones,
'el mar herboso, nada significaban de lo que
creían los demás.
Y marchaban, entretanto; avanzaban, con-
'fíados, entre aquellas manchas de verde vivo.
Mas, gradualmente, crecían, las referidas
manchas se iban ensanchando, hasta que al
fin no se vio más que una sola; lodo él mar,
alrededor 'de las naves, era verde a causa dé
aquellas hierbas, cómo lo és un pantano, uri
depósito 'de aguas éstanca'das. Al llegar §
cierto punto, aquel pavimento 'de hierbas era
tan espeso qué impidió la marcha 3e las carabelas,
obligando a los tripulantes a cblprarse
3e la proa, provistos 'de largos arpones, para
romper y alejar con ellos el obstáculo.^
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
XI
EN EL MAR DE LOS SARGAZOS
Era la primera vez qne los marineros di
la vieja Europa, veían aquellos prados flotantes.
Ignoraban, por lo tanto, que el mar
de los Sargazos, como fué llamado luego a
causa de las algas de que estaba formado,
ocupa en mitad del Atlántico un espacio ocho
veces mayor que la península Ibérica. La
formación de aquella especie de tapiz verde no
es un misterio para la ciencia, después del
descubrimiento del «Golf-stream», o sea, de
la corriente del Golfo, el gran río oceánico
qué, partiendo del polo Antartico va subiendo
hasta el Ártico, aunque dividiéndose su C\IT-so
en dos corrientes, una de las cuales costea
el África, y va a parar la otra al Golfo de
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Méjico, 'dejando én el céníro nn vasto campo
de mar más tranquilo y más frío; mar a
t u y o fondo van a parar todos los troncos dé
árboles, cascos de buques y otras materias
más pesadas que el agua, mientras se recogen
'en su superficie y flotan en ella tranquilamente
como en un estanqué todas las hierbaá
marinas del Océano,
Los marineros sé alegraron al principio &
l a vista 'de lo verde. HaWan llegado hasta a
reír al ver que tenían qué abrir camino por
medio 'de los arpones. Pero no puede reírse
feiempre; y 'después de haber reído, volvieron
a, entristecerse. ¿ N o podían tan grandes masas
He hierba hacerse más profundas y aprisionar
fentre ellas las naves? ¿No era posible que
aquellos temibles monstruos estuvieran preci-feamente
en acecKo 'detrás dé "aquellos montes
He viscosa verdura? T si tales monstruos nó
había, ¿ no podía haber acaso bajos profundos^
feecos y escollos 'don'de encallar las carabelas?
¡El almirante no temía los monstruos; perd
í^mpezó a temer los sécoS, 'A" ?1, qué recordaba
todos log textos 'dé las antiguas escrituras, lé
Tenía A la memoria lá Atlántida 'de Platón,
aquella Atlántida llena 'dé abismos, cuyos res-
Sos po'dían haber que'daHo S flor 'dé agua 8 d
fcna altura tal 'dehajo 'dé fellá;. qü? pudieran:
!4Q
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
ocasionar graves 'desperfectos a los cascos dé
las naves. Pero semejantes temores desaparecieron
luego, gracias a la sonda que fué arrojada
al mar repetidas veces sin encontrar obs.
táculo algxino, ni a doscientas brazas de i)ro-fundidad.-
4i
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
X I I
A 580 LEGUAS AL PONIENTE DE
CANARIAS
Durante muchos días continuó jel buetí
viento, el mar tranquilo, el cielo sereno y
una dulce teriiperatura. Las aguas eran tari
tranquilas que parecían de un lago, y los
marineros, repuestos un tanto de su mefan-colía,
se echaban a menudo al mar y nadaban
en torno de las naves. Ofrecíanse nuevos In-
'dicios dé tierra, lo cual contribuía a calmar
los secretos temores de la tripulación; loa
'deMines empezaban a mostrarse a manadas;
los peces voladores, saltando y saliendo a Tá
superficie, iban a caer a bordo.
Así llegaron hasta el primero de octubre. 'Aqxiél día, segiín el cálculo dé Pérez Mateo
Hernea, la expedición naval del mar Océano
é2
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
había hecho sus quinientas ochenta leguas de.
navegación a Poniente de las islas Canarias.
Pero esto era el total deducido de los cálculo»
aparentes de Cristóbal Colón. El almirante
hacía un cálculo exclusivamente para sí, que
giiardaba cuidadosamente secreto, y éste
arrojaba setecientas siete leguas. E'n el terreno
de los hechos, pues, se había sobrepasado
en mucho la distancia señalada por el físico
ToscanelH a aquella bendita isla de Cipango.
Las murmuraciones habían nuevamente
empezado entre los tripulantes y con ellas las
maldiciones. TTn día u otro se habrían presentado-
en abierta rebelión, si alguna vea
que otra una nueva ilusión óptica no hubier
a hecho ver tierra en el horizonte. Pero hasta
esas vagas visiones, saludadas con gritos de".
alegría y seguidas siempre de imprecaciones
'de gente 'des'esuéra'da. fastidiaban al almiran,
te, el cual resueltamente declaró, y lo hfzo"
publicar én todas las naves, a son de tromna.
que cuñlriuiem nue rrr-ítasé tiprra, sin oué
esta se descubriera en los tres 'días Sucesivos,
perdería todo derecho re"OTnr)en<:i. fii-'TinnS
l u P T o la 'descubriese de veras.
Y ya nó gritó tierra Afartín 'Alonso Pinzón.
El coman'dante He la «Pinta» no creía ya ed
la exisíencía 'die la tierra, según el rumbo se-
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
guido por Cristóbal Colón. Esta ¡desconfianza
subió de punto, d^ tal manera, que la nocbe
del 6 de octubre, Martín Alonso Pinzón
pe mostró dispuesto a dirigirse resueltamente
bacia la izquierda, buscando tierra bacia Mediodía.
Es inútil decir quo el almirante no
estimó conveniente satisfacer los deseos de
Martín Alonso Pinzón.
La mañana del 7 de octubre, al salir el sol,
muchos marineros de la «Santa María» creye,
ron "v^er tierra a Poniente. Pero temían equi-yocarse
también, y no dijeron palabra, para
no perder la esperanza del premio. No fueron
tan prudentes los de la «Niña», que 'aquel día
iba delante de las otraa carabelas. Yicenté
Yáñez creyó ver tierra; y le pareció verla cori
t a n t a claridad, que no admitía duda alguna.-
En vista de esto, mandó izar el estandarte y
'disparar un cañonazo. Aquéllas eran las señales
convenidas para el que primero descubrier
a la suspirada tierra. Grande fué la alegría
ien todas las naves, pero duró poco. L a nueva
lengua de tierra que había aparecido én el ho.
rizonte, desapareció como laa de los demás
'días anteriores; y, caídos de nuevo en él decaimiento,
empezaron los tripulantes otra vez
a lanientarse.
Por otra parte, los nuevos indicios no fal-
? 4 «
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
tabari. Numerosos grupos 'de pájaros pasaban,
a gian altura por encima de las naves^ desplegando
el vuelo en dirección del leveche.i
¿Era, pues, por aquel lado, por donde había
de buscarse el nuevo continente? Cristóbal
Colón empezó a sospechar que tal vez había
incurrido en algún error de latitud; y por
esto, en noche del 7, se resolvió a dirigirse
ídondé había visto volar los pájaros.
Por espacio de tres días siguió navegando en
'dirección del leveche; y los indicios de tierra
iban aumentando. Bandadas de pájaros de variados
colores volaban en torno de las naves;
los atunes aparecían numerosos a flor de
agua; pasaron a cierta distancia, un gallo
real, un pelícano y un ánade; hierbas frescas
y verdes flotaban alrededor de la «Santa Ma-ría
», y parecían arrancadas de la tierra aquel
mismo día.
Pero tales signos engañosos, ¿ no se habíaií
visto ya alguna otra vez? Los tripulantes no
podían alimentar ya aquellas ilusiones y pi-üieron
en alta voz el regreso a España.
¿Precisamente entonces? Había que ser
fciegos. Cristóbal Colón afrontó aquel día resueltamente
a su tripulación. Le harían peda-
Eos, pero él resistiría hasta el último momento.
La expedición estaba destinada por el rey
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
y la reina al descubrimiento de las Indias;
sucediera lo que sucediera, él, no nacido en.
Castilla, había de prestar obediencia a aquellos
reyes, e ir adelante en su empresa, hasta
que, por la gracia de Dios, llegase al término
de la misma.
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
X l l l
UNA MADRUGADA HISTÓRICA.—,
I T I E R R A í, G R I T A UN TRIPULANTE
DE LA «PINTA»
Cristóbal Colón no se movía de su observación.
Velaba siempre durante la noche, J,
casi casi no se sabía decir a bordo cuando encontraba
una hora para cerrar los ojos, pero
aquella vez había de vigilar más que nunca.
Figuraos además con qu? ansiedad esperaba
la mañana. Pero eran apenas laa once dé
la noche, y para el alba había mucho que esperar.
El almirante paseaba nervioso en el
pequeño espacio del castillo de popa; pero dé
cuando en cuando, se detenía, fijando la vist
a en el horizonte. Sumergido siempre en lai
tinieblas.
La «Santa María» avanzaba en tanto, pío-
4T
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
ríosamenfe, cortando ias olas, con él viento
en popa; y, a la plácida luz de las estrellas,
se dibujaban en la sombra todas sns velas
liincbadas. Venía luego la «Niña», con sná
velas cuadradas, que sustituyeron a las latinas
durante su estancia en las Canarias, y
habían hecho la nave más ligera. Precedía
a ambas a buen trecho la «Pinta», la gran'
velera de la expedición; a la cual, ésta propia
cualidad, y el humor de su comandante
Martín Alonso Pinzón, habían hecho aplicarle
los epítetos de impaciente frenética,-
«—Rí, decid, decid lo que os parezca», respondía
Martín Alonso Pinzón, cuando veíoi
oue bromeaban acerca del andar apresurado
'de su carabela. «Si la «Pinta» corre más lé-íruas
que vosotros todos los días, és prueba"
'de que tiene buen estómajTO. j Y sin beber;
fiiaoa en ello: sin beber! Aunqiie su nombré
casi le daría el derecho de hacerlo.»
•^'Van las dos de la madrugada y Cristóbal
Collón paseaba todavía por el castillo, cuando
le vino de pronto nn relámpago a los ojos,
y después del relámpago a los ojos un ruido
fragoroso a los oídos. EVa la «Pinta» qué
'disparaba un cañonazo, en alegré feeñal dé
haber visto tierra.
T a «Pinta> había hecho la señal otra reü
•4S
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
y té habla arrepentido 3é ello. Nó iba S
arriesgarse de nuevo, sin la seguridad absoluta.
Si esta vez se arriesgaba a disparar,
era que tenía sprio fundamento para hacerlo,
'i'oda la marinería de la «Santa María», todos
Jos oficiales de popa, saltaron a cubier-tii.
IJOS manneros de guardia en las velas, habían
dado la voz, de proa y de las gavias.
Fra la «Pinta» la que había descubierto tte-rra.
Efectivamente: después de aquel cañonazo,
aferraba velas y bacía más lenta la
marcha. Así parecía, al menos, en la penumbra
de la estrellada noche.
La «Santa María» seguía, entretanto, su"
camino, y alcanzó a la «Pinta», mientras ést
a acababa la maniobra para empañicarse.
—¡Tierra! ¡Tierra!—gritó Martín Alonso
Pinzón, apenas vio acercarse la «Santa Ma-^
lía»—. ¡Tierra, señor almirante! ¡Tierral
T todos, desde a bordo de la «Pinta» repew
tían con eco formidable en la «Santa María»,
y en la «Niña», que avanzaba a toda vela.
Cristóbal Colón esperó que sé aplacase el
clamor y preguntó luego en alta voz:
—¿Quién la ha descubierto?
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
— U n marinero 'de ^ a r d i a : Ro'drigo 'dfi
T r i a n a .
—¿A qué horaP
— U n a t o r a h a : disparamos en seguida él
cañonazo para daros de ello conocimiento.
—También la descubrió el señor almirante,
y hace cuatro horas de eso—dijo a su vpz
Pedro G u t i é r r e z — . Serían las diez 'de l a noche
cuando vio brillar una luz en l a p l a y a.
Cambiadas las noticias de este mo'do entr8
ambas carabelas, pusiéronse toílos a observar
l a lengua de tierra, que empezaba a vérsS
claramente como una masa negra én l a sif-perficie
del mar, a dos léguaá de distancia.
—iDeprísa. a aferrar las velas—ordenó él
almirante.
E n seguida fueron aferradas én l a «Santa
María». No tár'dó l a «Nitía» Stí Seguir él
ejemplo. E r a preciso que empañicaran to'doS,
p a r a evitar el peligro dé qué hubiese escollo!
o bajos fondos cerca de l a tierra. P a r a andar
3e nuevo y acércírsé a l a orilla, esperábase
él 'despuntar del alba.
60
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
XIV,
LA EMOCIÓN DE COLON
Cristóbal Colón estaba visiblemente nerw
vioso. Habría querido rezar y no podía: la
turbación del espíritu, oprimido por mil ideas
que Ip acudían en tropel, y el temblar 'de to-
'das las convulsas fibras, le quitaban, no solo
fel uso de la palabra, sino la ordenada cohesión
de las ideas. Con objeto de cortar el espectáculo
de su emoción, bajó del castillo; y
bajó con cautela, porque sentía que las pierdas
apenas le podían sostener; entró de nuevo
en su camarote, y una vez alU, echándose
con log brazos en cruz sobre cl borde dé su litera,
delante dp una ímairen de María y de un
ramo de espino que un marinero había recogi.
'do en el mar, no rezó, no dio gracias al cielo;
se desató én copioso llanto. Y ftieron mu-
61
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
c i a s las lágrimas vertidas antes qng pndierá
'desliacer el nudo que los sollozos le hicieran
en la garganta, y los pensamientos en la
¿paginación.
Todas las fatigas pasadas, los sufrimientos
físicos, los dolores morales, las dudas, las
desilusiones, los temores de tantos años desdichados,
se ahogaban en aquel mar de lágrimas,
que ojo humano no había de ver^
¡Cómo le consoló aquel llanto! j Y cuántas
cosas dijo que la lengua no habría sabido repetir
jamás! ¡Cuánta elevación de alma eri
aquella postración de nervios! ¡Qué efusión
reconocida de un corazón honrado, que gustaba
de confesar su poquedad, repitiendo quei
había recibido del cielo aquella afortunada
virtud, sin la cual, él, obscuro marinero, ridiculizado
y despreciado, había sido nombrado
ministro de una gran obra: de la máá
grande, tal vez, a que pudiese lanzarse jamás
criatura humana.
Tjioraba, y llorando se durmió. Estas debilidades
ine-speradas son propias de robustosi
organismos. Estos han velado tanto en el dolor
del deseo, en la agonía de la esperanzo,
que al fin, como cuerdas de arco demasiado
prietas, acaban por sentir debilitarse sus fibras,
Y mientras dormía, soñó con fantástí-
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eos reinos, que ofrecía a los soberanos de Cas-tilla;
soñó con luminosas regiones que le ofre.
¡cía una mujer dotada de sin igual belleza)
que llevaba en la mano y acercaba a su pe.
cho palpitante el ramo de espino florido.
ÍPero aquélla no era la desconocida de los
mares. El había visto ya aquel semblante
¡dé nobles y delicadas líneas; no le eran desconocidas
las largas pestañas que sombrea-
¡ban, sin ocultarlas, dos brillantes pupilas de
luz vivísima; ni lo era el blanco sonrosado
!de sus mejillas, ni los hermosos cabellos negros,
ni la esbeltez de aquel elegante y flexible
cuerpo. El la vio, y en sueños murmu-ió
su nombre: Beatriz de Bobadilla. Era pa-r
a ella, protectora constante y generosa, era
para ella el ramo de espino florido. Pero ést
a no lo aceptó como presente, sino para regalarlo
a la Virgen; pero lo retenía en sus
manos, para probarle a él que no desagradecía
el presente. Mientras, le dirigía una
mirada resplandeciente de pasión, que languidecía
en la expresión del anonadamiento
feupremo; con la mirada, una sonrisa, un latido,
un beso enviado lentamente con la puní
a de los dedos; y desaparecía. El anjiel de
los puros pensamientos, que todos hemos
imaginado y entrevisto, amoroso custodio del
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
hombre, de ese inexperto Tobías del terrestre
viaje, uo había de aturdirse por aquel beso
que la visión del sueño ofrecía al pobre
almirante del mar Océano. Pero ¿era un beso?
¿O era, más bien, un pensamiento compasivo,
un saludo, un adiós?
Despertó, por fin. ¿Cuánto había durado
su sueño? Púsose en pie, volviendo a la conciencia
de sí mismo. No había, sin dudaj
dormido mucho, porque todo era obscuro
aún en el camarote, y tenía todavía las mejillas
humedecidas por el llanto. Enjugó sus
láiírtmas, sacudióse y subió de nuevo a cubierta.
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XV
LA HERMOSA DESCONOCIDA
No había despuntado el alba todavía, peto
en el horizonte distinguíase ya mejor aquella
lengua de tierra, isla o promontorio de
continente metido en el mar. Aqnella vez no
t a b í a que temer una desilusión matutina;
las líneas no eran de una nube; se presenta-t
a n negruzcas como las siluetas de las coligas
en él fondo del cielo. Y era la tierra
deseada: era, por fin, aquélla. ¿Cómo iba
a presentarse a sus ojos? ¿Semejante en 'a
Vegetación a las tierras de Europa? ¿Qué
gente la habitaría? ¿Sería el último confín
'del mal conocido Catay? ¿TJna isla solitaria
el mar, y muy distante aún de la rica Ci-
Pango? iQué preguntas, a aquella hora? El
día era inminente; las dudas iban a desapa-
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récér; la curiosida'd iba á^ quedar satisfecbá,
Por el pronto, era la tierra.
A esta conclusión vinieron más fácilmente
los marineros, que no sentían la necesidad dé
saber tantas cosas, y bailaban alegremente
sobre cubierta, acompañando los saltos y cabriolas
con alegres canciones campesinas.
El alba deseada iluminó él borizonte, difundiendo
poco a poco su luz por todo el firmamento.
La tierra se veía negra atíri; perd
gradualmente se bizo azul violeta, y, por fin,
al despuntar en él horizonte los primeros rayos
del sol, mostró sus crestas doradas, mientras
las costas se teñían dé verde.
La hermosa desconocida del mar tenebrói
80, la donante del ramo dé espino florldOj
estaba, pues, allí, a la vista 'dé To'dós. T todos
la devoraban con los ojos. Fu2 preciso qu?
el almirante repitiese la orden uii par dé Veces,
para qué los pilotos dejaran dé contemplarla,
y pusieran isu atención én las velaS
que iban nuevamente a tenSersé..
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XVI
LAS MARAVILLAS DE LA TIERRA
PROMETIDA
En nn viernes, qué fué el día 3 de agosto
'de 1942, Cristóbal Colón salió del islote de
Saltes, situado en la costa Occidental de Europa,
para dirigirse al Nuevo Mundo. Y en
btro viernes, que fué el 12 de Octubre del
propio año, debía poner el pie en la primera
tierra descubierta allende el Atlántico, el te-irible
mar tenebroso. Y abora seguid hablan-
So mal del viernes, teniéndolo, si os atrevéis,
por un día fatal.
El disco solar hallábase ya por completo
fuera de las aguas, cuando el señor Almirarte
del mar Océano dio orden de echar las anclas
y arriar los botes al agua. El doblp traliajo
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fué ejecutado rápidamente por la marinería,
loca de júbilo. En la barca, como más capaz,
quiso Cristóbal Colón como compañeros a l o3
primeros oficiales de la expedición; Diego de
Arana, gran alguacil, o jefe de justicia; Pedro
Gutiérrez, gentilhombre de Cámara, y,
cantinero del rey, convertido en racionista general
de la escuadra; Rodrigo Sánchez, inspector
de armamento y revisor de cuentas;
J?o<lrig"o de Escovedo, notario real; Bemardino
de Tapia, historiador, y Luis de Torres,
judío convertido e intérprete de lenguas orientales,
que se suponían se hablarían allí. Seguían
los pilotos o lugartenientes de a bordo;
Pedro Alonso Niño, Bartolomé Roldan, Sancho
Ruiz, Juan de la Cosa. El quinto, Pérez
Mateo Flernea, que quedaba de guardia a bordo.
Aquel hombre impaciente y Sblérico, no
había creído en la tierra, .y la suerte le castigaba
no dejándole tomar la tierra entre lo9
primeros.
En el bote más pequeño hizo el almirante
que se colocaran los tres escuderos adictos á
su persona: Diego Méndez, el fidelísimo;
Francisco Jiménez Roldan, el futuro ingrato,
y Diego de Salcedo. Con éstos y entre los marineros,
colocó también a Cosme y Damián:
muestra de particular cortesía para sus dos
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genoveses. Y no supondréis en él mira alguna
de parcialidad por haber pensado en senie-jante
ocasión en sus conciudadanos. Durante
*1 viaje habían sido dos marineros ejemplares.-
la obediencia, la prontitud en él trabajo, merecían
un premio. Por lo demás, aunque él los
consideraba de superior condición a la que
ellos demostraban, no parecía distinguirlos
de los demás marineros, puesto que los colocó
entre los demás remeros.
Y él, en la barca, de pie, en popa, diri<iién.
3o el rumbo, se alzaba sobre todos sus oficiales.
Tenía en la mano él asta del estandarte:
él estandarte de la capitana, el que llevaba el
gran crucifijo en campo blanco; mientras los
otros comandantes, Martín .\lonso Pinzón, dé
la «Pinta», y Vicente Yañez. de la «Niña»,
^ne bajaron en sus botes respectivos, empujaban
los estandartes de sus naves. Estos
^ran blancos con una gran cruz verde, ador-hada
con las iniciales del rey Fernando y de
la reina Isabel, encima de las cuales había la
borona real.
^_TJOR seis botes sé dirigieron a todo remo liaría
la orilla, precediendo a todos el que cnn-
^ncía el almirante. Este y sus compañeros
Sitaban asombrados ante el espectáculo de las
^nchíis florestas que se veían en las bajas co-
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linaa de la isla, y de las frutas de clase desconocida,
que colgaban de los arbolee. El cielo
era puro; laa aguas, transparentes como cristal;
el aire, templado y saturado de silvestre^
perfumes; todo cuanto veían, todo cuanto sentían,
era alegre y encantador.
Al bailarse cerca de la orilla, los remeroí
bicieron girar diestramente el bote sobre suC
eje, con objeto de que presentara la popa a lá
playa. Cristóbal Colón fué el primero en saltar
a tierra, siguiéndole sus oficiales, aunque
a respetuosa di.stancia, reverentes.y conmoví.,
dos al ver que él, apenas puesto el pie en IS
arena, se arrodilló y besó tres veces el suelo.
Todos le imitaron en este acto de homenaje *
Dios; pero tal vez ninguno de ellos vertió laS
cálidas lá'írima.'! qua un vivo sentimiento d«[
profunda gratitud le arrancaba de los ojos.
Alzado después de aquel acto de adoraciótíj
desenvainó Colón la espada, desplegó el están.»
darte real, y, llamando a su lado a los comari.
dantes de la «Pinta» y la «Niña», mientras
postraban los demás oficiales, recitó la pie»
garia latina que había compuesto él mismo eri
el viaje, para aquella ocasión:
—Señor Dios eterno y omnipotente, que coa
tu sagrada palabra creaste el cielo, la Herr*
.y el mar: Sea tu nombre bendito y gloriftcá-
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.<Jo; sea alabaÜa tu majestad, que se Ha dignado
Hacer, por obra de éste tu humilde siervo,
que tu sagrado nombre sea conocido y predicado
en esta otra parte del mundo.
Terminada ia plegaria, el almirante plantó
fel estandarte, levantó la espada, y, clavándola
punta en tierra, tomó solemne posesión dé
la isla, en nombre del rey y la reina de Castilla,
imponiéndole el nombre de San Salva-i
dor.
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