mmm \ PELAYO-PEREDA-PÉREZ GALDÚS
DISCURSOS
LEÍDOS ANTE LA
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA
EN LAS RECEPCIONES PÚBLICAS gáf
DEL 7 Y 21 DE FEBRERO DE l8g7
MADRID
EST. TlP? DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO
IMPRESOR DK CÁMARA DE R. M.
C. de San Francisco, 4
1897
J
CAG^
BIBLIOTECA U:.¡V:H31TAR1A
LAS PALMAS n e o CANARIA
N*Documento. '^^_<-_2áS_
SO^.S.^")
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y
DISCURSO
DEI,
SR. D. BENITO PÉREZ GALDÓS
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SEÑORES ACADÉMICOS:
Cuantos recibieron aquí honores semejantes
á los que os dignáis tributarme
en esta solemnidad, habrán de fijo
sentido menos turbación que yo, ante el
deber de disertar sobre un tema literario
digno de vosotros y de esta ilustre
casa. Ordenan la cortesía y la costumbre
que al ingresar en ésta, que bien
puedo llamar orden suprema de las L e tras,
se hagan pruebas de aptitudes críticas
y-de sólidos conocimientos en las
varias materias del Arte, que cultiváis
con tanta gloria. Pero el que en la ocasión
presente habéis traído á vuestro
seno, con sufragio en que se ha de ver
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siempre más benevolencia que justicia,
ha consagrado su vida entera á cultivar
lo anecdótico y narrativo, y por efecto
de las deformaciones que produce en
nuestro ser el uso exclusivo de una facultad
y su forzado desarrollo á expensas
de otras, hállase privado casi en a b soluto
de aptitudes críticas, y no le obedecen
las ideas ni la palabra cuando
trata de aplicarlas al arduo examen de
los peregrinos ingenios que ilustraron
en nuestra nación y en las extrañas la
Poesía, el Drama ó la Novela.
La inmensa labor de los siglos que
fueron, ya sentenciada por el tiempo y
la opinión humana; la labor de nuestros
contemporáneos, más difícil de sentenciar
en el viciado ambiente de esta atmósfera
de disputas que autores y críticos
respiramos, sobrecogen igualmente
el ánimo del que os habla, balanceándolo
entre el respeto y el pavor. Intento
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pedir auxilio á la erudición, á esa fácil
y somera sabiduría que en los modernos
centros de cultura puede encontrar
quien se tome el trabajo de buscarla.
Pero las bibliotecas, aun llegándome á
ellas con el honrado intento de beneficiar
tan sólo los yacimientos á flor de
tierra, me imponen un respeto supersticioso,
y sus ingentes masas de letra
impresa, desde lo superficial y corriente
para uso del estudiante precoz, hasta
las capas hondísimas de griego y latín,
en que sólo penetra el minero de profesión,
conturban terriblemente mi espíritu,
dándome una impresión tan clara
como triste de la magnitud de lo que
ignoro: ante aquellos depósitos de ciencia,
mi flaca memoria desmaya, mi r a zón
se desvanece, y tengo que alejarme,
convencido de que allí donde otros encuentran
manantial de luz, de vida, de
verdad, yo he de encontrar tan sólo con-
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fusión y desaliento, quizás el error y la
duda.
A otra obligación, también impuesta
por la costumbre y la cortesía, puedo
dar más fácil cumplimiento en este acto,
pues aunque los estudios y trabajos á
que consagró toda su vida mi digno antecesor
D. León Galindo de Vera pertenecen
al orden legislativo, que casi en
absoluto desconozco, tienen, por feliz
consorcio de facultades, un valor literario
que los profanos en materia jurídica
podemos apreciar claramente. Gratísimo
es para mí ensalzar la memoria
del sabio jurisconsulto que supo dar á
las áridas cuestiones de Derecho una
forma de intachable hermosura. De su
profundo estudio de la legislación hipotecaria,
á cuyo planteamiento contribuyó
activamente, resultaron los Comentarios
que todos conocéis y apreciáis como
un modelo de literatura jurídica. En su
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Historia de la lengua castellana en los Códigos,
premiada por la Academia, admiramos
la investigación crítica y la dicción
castiza y elegante. Fué asimismo
historiador de las Posesiones españolas en
África, y prodigó su entendimiento en
multitud de escritos de controversia ó
de apología religiosa, en que resplandecen
su culto de la tradición y la forma
severa y castiza. Aparte de sus méritos
literarios, fué generalmente apreciado y
enaltecido por la integridad de su carácter,
por la firmeza de sus convicciones,
más bien religiosas que políticas, realzadas
siempre por el más puro desinterés.
Cumplido el deber que me imponía la
memoria del ilustre Académico á quien
sucedo, afronto de nuevo las dificultades
de esta solemnidad; y no pudiendo esperar
cosa de provecho de la erudición
ni del estudio crítico, me a.tengo á vuestra
probada indulgencia, suplicándoos
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que me permitáis por excepción, que mi
inexperiencia justificará, cumplir este
trámite sin ningún alarde ni esfuerzo de
ciencia literaria, encerrándome dentro
de límites modestísimos, sin más objeto
que dar á este acto la extensión conveniente,
atendiendo á que la excesiva
brevedad pudiera ser tomada por descortesía.
A mi buena estrella debo que
haya sido designado para contestar á estas
indoctas páginas un insigne ingenio,
crítico y filósofo literario, á quien dotó
Naturaleza de prodigiosas facultades para
definir y desentrañar toda la ciencia
estética del mundo, y además de un arte
soberano para expresar sus opiniones.
Pues bien: la mayor prueba de respeto
que puedo dar al ilustre Académico que
se digna contestarme en vuestro nombre,
es no poner mis manos profanas en
el sagrado tesoro de la erudición y del
saber crítico y bibliogi'áfico.
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Si por una parte mi incapacidad crítica
y mi instintivo despego de toda
erudición me imposibilitan para explanar
ante vosotros un asunto de puras
letras, por otra una ineludible ley de
tradición y de costumbre ordena que
estas páginas versen sobre la forma literaria
que ha sido mi ocupación preferente,
ó más bien exclusiva, desde que
caí en la tentación de escribir para el
público. ¿Qué he de deciros de la Novela,
sin apuntar alguna observación
crítica sobre los ejemplos de este soberano
arte en los tiempos pasados y presentes,
de los grandes ingenios que lo
cultivaron en España y fuera de ella,
de su desarrollo en nuestros días, del
inmenso favor alcanzado por este encantador
género en Francia é Inglaterra,
nacionalidades maestras en ésta como
en otras cosas del humano saber?
Imagen de la vida es la Novela, y el arte
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de componerla estriba en reproducir los
caracteres humanos, las pasiones, las
debilidades, lo grande y lo pequeño, las
almas y las fisonomías, todo lo espiritual
y lo físico que nos constituye y nos
rodea, y el lenguaje, que es la marca de
raza, y las viviendas, que son el signo
de familia, y la vestidura, que diseña
los últimos trazos externos de la personalidad:
todo esto sin olvidar que debe
existir perfecto fiel de balanza entre la
exactitud y la belleza de la reproducción.
Se puede tratar de la Novela de
dos maneras: ó estudiando la imagen
representada por el artista, que es lo
mismo que examinar cuantas novelas
enriquecen la literatura de uno y otro
país, ó estudiar la vida misma, de donde
el artista saca las ficciones que nos i n s truyen
y embelesan. La sociedad presente
como materia noveladle, es el punto sobre
el cual me propongo aventurar ante vos-
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otros algunas opiniones. En vez de mirar
á los libros y á sus autores inmediatos,
miro al autor supremo que los inspira,
por no decir que los engendra, y
que después de la transmutación que la
materia creada sufre en'nuestras manos,
vuelve á recogerla en las suyas para juzgarla;
al autor inicial de la obra artística,
el público, la grey humana, á quien
no vacilo en llamar vulgo, dando á esta
palabra la acepción de muchedumbre
alineada en un nivel medio de ideas y
sentimientos; al vulgo, sí, materia primera
y última de toda labor artística,
porque él, como humanidad, nos da las
pasiones, los caracteres, el lenguaje, y
después, como público, nos pide cuentas
de aquellos elementos que nos ofreció
para componer con materiales artísticos
su propia imagen: de modo que empezando
por ser nuestro modelo, acaba por
ser nuestro juez.
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Quiero, pues, examinar brevemente
ese natural, hablando en términos pictóricos,
que extendido en derredor nuestro,
nos dice y aun nos manda que le
pintemos, pidiéndonos con ardorosa sugestión
su retrato para recrearse en él,
ó abominar del artista con critica severa.
Con él me encaro valerosamente, y
de todas veras os digo que el mal ceño
de este modelo y su rostro de pocos amigos,
me imponen también vivísima turbación,
aunque ésta no llega á las proporciones
del espanto que siento ante
las bibliotecas. La erudición social es
más fácil que la bibliográfica, y se halla
al alcance de las inteligencias imperfectamente
cultivadas. Examinando las
condiciones del medio social en que vivimos
como generador de la obra literaria,
lo primero que se advierte en la
muchedumbre á que pertenecemos, es
la relajación de todo principio de uní-
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dad. Las grandes y potentes energías de
cohesión social no son ya lo que fueron;
ni es fácil prever qué fuerzas sustituirán
á las perdidas en la dirección y gobierno
de la familia humana. Tenemos tan
sólo un firme presentimiento de que esas
fuerzas han de reaparecer; pero las p r e visiones
de la Ciencia y las adivinaciones
de la Poesía no pueden ó no saben
aún alzar el velo tras el cual se oculta
la clave de nuestros futuros destinos.
La falta de unidades es tal, que hasta
en la vida política, constituida por naturaleza
en agrupaciones disciplinadas,
se determina claramente la disolución
de aquellas grandes familias formadas
por el entusiasmo de la acción constituyente,
por afinidades tradicionales, por
principios más ó menos deslumbradores.
Para que todo falte, desaparece también
el fanatismo, que ligaba en estrecho haz
enormes masas de personas, uniforman-
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dolos sentimientos, la conducta y hasta
las fisonomías, de lo cual resultaban caracteres
genéricos de fácil recurso para
el Arte, que supo utilizarlos durante
largo tiempo. Las disgregaciones de la
vida política son el eco más próximo de
ese terrible rompan filas que suena de
un extremo á otro del ejército social,
como voz de pánico que clama á la desbandada.
Podría decirse que la sociedad
llega á un punto de su camino en que se
ve rodeada de ingentes rocas que le cierran
el paso. Diversas grietas se abren
en la dura y pavorosa peña, indicándonos
senderos ó salidas que tal vez nos
conduzcan á regiones despejadas. Contábamos,
sin duda, los incansables viajeros
con que una voz sobrenatural nos
dijera desde lo alto: por aquí se va, y
nada más que por aquí. Pero la voz sobrenatural
no hiere aún nuestros oídos,
y los más sabios de entre nosotros se
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enredan en interminables controversias
sobre cuál pueda ó deba ser la hendidura
ó pasadizo por el cual podremos salir
de este hoyo pantanoso en que nos revolvemos
y asfixiamos.
Algunos, que intrépidos se lanzan por
tal ó cual angostura, vuelven con las
manos en la cabeza, diciendo que no
han visto más que tinieblas y enmarañadas
zarzas que estorban el paso; otros
quieren abrirlo á pico, con paciente labor,
ó quebrantar la piedra con la acción
física de substancias destructoras;
y todos, en fin, nos lamentamos, con
discorde vocerío, de haber venido á parar
á este recodo, del cual no vemos manera
de salir, aunque la habrá seguramente,
porque aquí no hemos de quedarnos
hasta el fin de los siglos.
En esta muchedumbre consternada,
que inventa mil artificios para ocultarse
su propia tristeza, se advierte la des-
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composición de las antiguas clases sociales
forjadas por la historia, y que habían
llegado hasta muy cerca de nosotros
con organización potente. Pueblo
y aristocracia pierden sus caracteres tradicionales,
de una parte por la desmembración
de la riqueza, de otra por los
progresos de la enseñanza; y el camino
que aún hemos de recorrer para que las
clases fundamentales pierdan su fisonomía,
se andará rápidamente. La llamada
clase media, que no tiene aún existencia
positiva, es tan sólo informe aglomeración
de individuos' procedentes de
las categorías superior é inferior, el producto,
digámoslo así, de la descomposición
de ambas familias: de la plebeya,
que sube; de la aristocrática, que baja,
estableciéndose los desertores de ambas
en esa zona media de la ilustración, de
las carreras oficiales, de los negocios,
que vienen á ser la codicia ilustrada, de
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la vida política y municipal. Esta enorme
masa sin carácter propio, que absorbe
y monopoliza la vida entera, sujetándola
á un sin fin de reglamentos, l e gislando
desaforadamente sobre todas
las cosas, sin excluir las espirituales, del
dominio exclusivo del alma, acabará por
absorber los desmedrados restos de las
clases extremas, depositarías de los sentimientos
elementales. Cuando esto llegue,
se ha de verificar en el seno de esa
muchedumbre caótica una fermentación
de la que saldrán formas sociales que
no podemos adivinar, unidades vigorosas
que no acertamos á definir en la confusión
y aturdimiento en que vivimos.
De lo que vagamente y con mi natural
torpeza de expresión indico, resulta,
en la esfera del Arte, que se desvanecen,
perdiendo vida y color, los caracteres
genéricos que simbolizaban grupos capitales
de la familia humana. Hasta los
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rostros humanos no son ya lo que eran,
aunque parezca absurdo decirlo. Ya no
encontraréis las fisonomías que, al modo
de máscaras moldeadas por el convencionalismo
de las costumbres, representaban
las pasiones, las ridiculeces, los
vicios y virtudes. Lo poco que el pueblo
conserva de típico y pintoresco se destiñe,
se borra, y en el lenguaje advertimos
la misma dirección contraria á lo característico,
propendiendo á la uniformidad
de la dicción, y á que hable todo el mundo
del mismo modo. Al propio tiempo,
la urbanización destruye lentamente la
fisonomía peculiar de cada ciudad; y si
en los campos se conserva aún, en personas
y cosas, el perfil distintivo del cuño
popular, éste se desgasta con el continuo
pasar del rodillo nivelador que arrasa
toda eminencia, y seguirá arrasando hasta
que produzca la anhelada igualdad de
formas en todo lo espiritual y material.
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Mientras la nivelación se realiza, el
Arte nos ofrece un fenómeno extraño
que demuestra la inconsistencia de las
ideas en el mundo presente. En otras
épocas, los cambios de opinión literaria
se verificaban en lapsos de tiempo de
larga duración, con la lentitud majestuosa
de todo crecimiento histórico. Aun
en la generación que ha precedido á la
nuestra, vimos la evolución romántica
durar el tiempo necesario para producir
multitud de obras vigorosas; y al marcarse
el cambio de las ideas estéticas,
las formas literarias que sucedieron al
romanticismo tardaron en presentarse
con vida, y vivieron luego años y más
años, que hoy nos parecerían siglos, dada
la rapidez con que se transforman
ahora nuestros gustos. Hemos llegado á
unos tiempos en que la opinión estética,
ese ritmo social, harto parecido al flujo
y reflujo de los mares, determina sus
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mudanzas con tan caprichosa prontitud,
que si un autor deja transcurrir dos ó
tres años entre el imaginar y el imprimir
su obra, podría resultarle envejecida
el día en que viera la luz. Porque si
en el orden científico la rapidez con que
se suceden los inventos, ó las aplicaciones
de los agentes físicos, hace que los
asombros de hoy sean vulgaridades mañana,
y que todo prodigioso descubrimiento
sea pronto obscurecido por nuevas
maravillas de la mecánica y de la
industria, del mismo modo, en el orden
literario, parece que es ley la volubilidad
de la opinión estética, y de continuo
la vemos pasar ante nuestros ojos,
fugaz y antojadiza, como las modas de
vestir. Y así, en brevísimo tiempo, saltamos
del idealismo nebuloso á los extremos
de la naturalidad: hoy amamos
el detalle menudo, mañana las líneas
amplias y vigorosas; tan pronto vemos
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fuente de belleza en la sequedad filosófica
mal aprendida, como en las ardientes
creencias heredadas.
En resumen: la misma confusión evolutiva
que advertimos en la sociedad,
primera materia del Arte novelesco, se
nos traduce en éste por la indecisión de
sus ideales, por lo variable de sus formas,
por la timidez con que acomete
los asuntos profundamente humanos; y
cuando la sociedad se nos convierte en
público, es decir, cuando después de
haber sido inspiradora del Arte lo contempla
con ojos de juez, nos manifiesta
la misma inseguridad en sus opiniones,
de donde resulta que no andan menos
desconcertados los críticos que los autores.
Pero no creáis que de lo expuesto intentaré
sacar una deducción pesimista,
afirmando que esta descomposición social
ha de traer días de anemia y de
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muerte para el Arte narrativo. Cierto
que la falta de unidades de organización
nos va sustrayendo los caracteres
genéricos, tipos que la sociedad misma
nos daba bosquejados, cual si ti'ajeran
ya la primera mano de la labor artística.
Pero á medida que se borra la caracterización
general de cosas y personas,
quedan más descarnados los modelos
humanos, y en ellos debe el novelista
estudiar la vida, para obtener frutos de
un Arte supremo y durable. La crítica
sagaz no puede menos de reconocer que
cuando las ideas y sentimientos de una
sociedad se manifiestan en categorías
muy determinadas, parece que los caracteres
vienen ya á la región del Arte
tocados de cierto amaneramiento ó convencionalismo.
Es que, al descomponerse
las categorías, caen de golpe los
antifaces, apareciendo las caras en su
castiza verdad. Perdemos los tipos, pero
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el hombre se nos revela mejor, y el Arte
se avalora sólo con dar á los seres imaginarios
vida más humana que social. Y
nadie desconoce que, trabajando con
materiales puramente humanos, el esfuerzo
del ingenio para expresar la vida
ha de ser más grande, y su labor más
honda y difícil, como es de mayor empeño
la representación plástica del desnudo
que la de una figura cargada de
ropajes, por ceñidos que sean. Y al compás
de la dificultad crece, sin duda, el
valor de los engendros del Arte, que si
en las épocas de potentes principios de
unidad resplandece con vivísimo destello
de sentido social, en los días azarosos
de transición y de evolución puede y
debe ser profundamente humano.
Encuéntrome al llegar á este punto
con que las ideas que voy expresando,
sin ninguna arrogancia dogmática me
llevan á una afirmación que algunos po-
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drían creer falsa y paradógica, á saber:
que la falta de principios de unidad favorece
el florecimiento literario; afirmación
que en buena lógica destruiría la leyenda
de los llamados Siglos de Oro en
ésta y la otra literatura. Ello es que la
historia literaria general no nos permite
sostener de una manera absoluta que la
divina Poesía y artes congéneres prosperen
más lozanamente en las épocas de
unidad que en las épocas de confusión.
Quizás podría comprobarse lo contrario
después de investigar con criterio penetrante
la vida de los pueblos, haciendo
más caso de la documentación privada
que de los relatos de la vieja Historia,
comunmente artificiosa y recompuesta.
Esta narradora enfática y algo tocada
del delirio de grandezas, nos habla con
tenaz preferencia de los altos poderes del
Estado, de guerras, intrigas y privanzas,
de los casamientos y querellas entre
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familias de reyes y príncipes, dejando en
la penumbra las profundísimas emociones
que agitan el alma social. Teniendo
esto en cuenta, no creo dislate asegurar
que en los llamados Siglos de Oro hay no
poco de aparato oficial ó ficción palatina;
hechura de cronistas asalariados, ó
de historiadores de oficio, más atentos á
la composición de su arte, que á reproducir
la interna verdad política. No dan
valor sino á las que son ó aparecen ser
acciones culminantes, y descuidan, como
asunto prosaico y baladí, el verdadero
sentir y pensar de los pueblos.
Bien sé que ésta es materia para un
examen lento, y si yo intentara desentrañarla,
incurriría en mi propia censura,
por lanzarme á trabajos para cuyo
empeño he declarado mi ineptitud en las
primeras cláusulas de este discurso. Con
paciencia y libros á mano todo se prueba,
y yo intentaría demostrar lo que an-
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tes indiqué, si más fuerza que mis deseos
no tuviera mi incapacidad para compulsar
textos antiguos y modernos. Dejo,
pues, á otros que diluciden este punto, y
concluyo diciendo que el presente estado
social, con toda su confusión y nerviosas
inquietudes, no ha sido estéril para
la novela en España, y que tal vez la
misma confusión y desconcierto han favorecido
el desarrollo de tan hermoso
arte. No podemos prever hasta dónde
llegará la presente descomposición. Pero
sí puede afirmarse que la literatura narrativa
no ha de perderse porque mueran
ó se transformen los antiguos organismos
sociales. Quizás aparezcan formas
nuevas, quizás obras de extraordinario
poder y belleza, que sirvan de anuncio
á los ideales futuros ó de despedida
á los pasados, como el Quijote es el adiós
del mundo caballeresco. Sea lo que quiera,
el ingenio humano vive en todos los
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ambientes, y lo mismo da sus flores en
los pórticos alegres de flamante arquitectura,
que en las tristes y desoladas
ruinas.
HE DICHO.
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CONTESTACIÓN
DEL EXCMO. SEÑOR
D, M. MENENDEZ Y PELAYO
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SEÑORES ACADÉMICOS:
Más de veintitrés años hace (periodo
considerable en la vida del Sr. Pérez
Galdós y en la mía, y bastante próximo
al que Tácito llamaba magnum CBVÍ hu-mani
spatmm) tuve la honra de estrechar
relaciones de amistad con el fecundísimo
y original novelista, cuya entrada en
nuestro gremio festeja hoy la Real Academia
Española. Desde entonces, á pesar
del transcurso del tiempo, que suele
enfriar todos los afectos humanos, y á
pesar de nuestra pública y notoria discordancia
en puntos muy esenciales, y á
pesar, en fin, de los muy diversos rumbos
que hemos seguido en las tareas l i -
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terarias, nuestra amistad, como cimentada
en roca viva, ha resistido á todos los
accidentes que pudieran contrariarla, y
ni una sola nube la ha empañado hasta
el presente. Baste decir que ni siquiera
se ha quejado de mí el Sr. Galdós, porque
habiendo sido elegido miembro de
esta Academia en 1889, venga, por culpa
mía principalmente, á recibir siete
años después la investidura que le otorgaron
vuestros sufragios, con aplauso
unánime de la crítica y del pueblo español,
que ve en el Sr. Galdós á uno de sus
hijos predilectos y de los que con más
gloria han hecho sonar el nombre de la
patria, donde quiera que la literatura de
imaginación es conocida y estimada.
La misma notoriedad del Académico
que hoy toma asiento entre nosotros parece
reclamar en esta ocasión un extenso
y cabal estudio de su inmensa labor
literaria, tan rica, tan compleja, tan me-
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morable en la historia literaria de nuestro
tiempo, tan honda y eficaz aun en
otras relaciones distintas del puro arte.
Imposible es hablar en este momento de
otra cosa que no sean los libros y la persona
del Sr. Pérez Galdós, artífice valiente
de un monumento que, quizá después
de la Comedia humana, de Balzac,
no tenga rival, en lo copioso y en lo vario,
entre cuantos ha levantado el genio
de la novela en nuestro siglo, donde con
tal predominio ha imperado ésta sobre
las demás formas literarias. Pero la misma
gravedad del intento haría imposible
su ejecución dentro de los límites de un
discurso académico, aunque mis fuerzas
alcanzasen, que seguramente no alcanzan,
á dominar un tema tan arduo por
una parte, y por otra tan alejado de mis
estudios habituales. Al .hablar de literatura
contemporánea, yo vengo como caído
de las nubes, si me permitís lo fami-
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liar de la expresión. Me he acostumbrado
á vivir con los muertos en más estrecha
comunicación que con los vivos, y
por eso encuentro la pluma difícil y rehacía
para salir del círculo en que voluntaria
ó forzosamente la he confinado.
Sin alardes de falsa modestia, podría
decir que nadie menos abonado que yo
para dar la bienvenida al Sr. Galdós en
nombre de la Academia, si, á falta de
cualquier otro título de afinidad, no me
amparase el de ser aquí, por ventura, el
más antiguo de sus amigos, y aquí y en
todas partes uno de los admiradores más
convencidos de las privilegiadas dotes
de su ingenio. Oídme, pues, con indulgencia,
porque nunca tanto como hoy la
he necesitado.
Ha sido tema del discurso del Sr. Galdós,
que tantas ideas apunta, á pesar de
su brevedad sentenciosa, la consideración
de las mutuas relaciones entre el
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público y el novelista, que de él recibe la
primera materia y á él se la devuelve artísticamente
transformada, aspirando,
como es natural y loable, á la aprobación
y al sufragio, ya del mayor número, ya
de los más selectos entre sus contemporáneos.
Por más que esta ley, comparable
en sus efectos á la ley económica de
la oferta y la demanda, rija en todas las
producciones de arte, puesto que ninguna
hay que sin público contemplador se
conciba (por la misma razón que nadie
habla para ser oído por las paredes solamente),
no se cumple por igual en todas
las artes ni en todos los ramos y variedades
de ellas. Artes hay, como la poesía
lírica, la escultura y aun cierto género
de música, que, á lo menos en su
estado actual, ni son populares ni conviene
que lo sean con detrimento de la
pureza é integridad del arte mismo. Si
ha habido pueblos y épocas más exqui—
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sitamente dotados de aquella profunda y
á la vez espontánea intuición estética
que es necesaria para percibir este gi'a-do
y calidad de bellezas, tales momentos
han sido fugacísimos en la historia de
la humanidad, muy raros los pueblos
que han logrado tales dones; y el árbol
maravilloso que floreció al aire libre en
el Ática ó en Florencia, sólo puede prosperar
en otras partes, y nunca con tanta
lozanía, amparado por mano sabia y solícita
que le resguarde de lluvias y vientos.
Tales artes son, esencialmente, aristocráticas;
y aunque conviene que cada
día vaya siendo mayor el número de los
llamados á participar de sus goces, es
evidente que la delicada educación del
gusto que requieren, los hará siempre
inaccesibles para el mayor número de
los mortales.
Pero hay otros géneros que, sin rebajarse,
sin perder ni un ápice de su inter-
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na virtud y eficacia, requieren una difusión
más amplia, una acción más continua
de la fantasía del contemplador sobre
la del artista; de la facultad estética
pasiva, que es la del mayor número de
los hombres, sobre la facultad activa y
creadora. El teatro y la novela viven, y
no pueden menos de vivir, en esta benéfica
servidumbre; como vive también el
arte de la oratoria, género mixto, pero
que nadie concibe puesto al servicio del
pensamiento solitario y de la especulación
abstracta, sino cobrando bríos y
empuje con el calor de la pelea y con el
contacto de la muchedumbre á quien habla
de lo que todos comprenden y de lo
que á todos interesa. El público colabora
en la obra del orador; colabora en la
obra del dramaturgo; colabora también,
aunque de una manera menos pública y
ostensible, en la obra del novelista. Y
esta colaboración, cuando es buscada y
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aceptada de buena fe y con la sencillez
de espíritu que suele acompañar al genio,
le engrandece, añadiendo á su fuerza
individual la fuerza colectiva. Los
más grandes novelistas, los más grandes
dramaturgos, han sido también los más
populares: así, entre nosotros, Cervantes
y Lope. El pueblo español no sólo
dio á Lope la materia épica para crear el
drama histórico; no sólo le dio el espectáculo
de su vida actual para crear la comedia
de costumbres, sino que le emancipó
de las trabas de escuela, le infundió
la conciencia de su genio, le obligó á encerrar
los llamados preceptos con cien
llaves, le ungió vate nacional, casi á pesar
suyo, y se glorificó á sí mismo en su
apoteosis, proclamándole soberano poeta
de los cielos y de la tierra.
Cervantes, que pertenece quizá á otra
categoría superior de ingenios (si es que
puede imaginarse otra más alta), no deja
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de ser profundamente nacional, puesto
que España está íntegra en sus libros,
cuya interpretación y comentarios, rectamente
hechos, pudieran equivaler á
una filosofía de nuestra historia y á una
psicología de nuestro carácter en lo que
tiene de más ideal y en lo que tiene de
más positivo; pero es al mismo tiempo,
elevándonos ya sobre esta consideración
histórica y relativa, ingenio universal,
ciudadano del mundo; y lo es por su in -
tuición serena, profunda y total de la
realidad; por su optimismo generoso,
que todo lo redime, purifica y ennoblece.
No se traen tan altos ejemplos para
justificar irreverentes y ociosas comparaciones
entre lo pasado y lo presente.
La estimación absoluta de lo que hoy se
imagina y produce, sólo podrán hacerla
con tino cabal los venideros. Es grave
error creer que los contemporáneos puedan
ser los mejores jueces de un autor.
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Por lo mismo que sienten más la impresión
inmediata, son los menos abonados
para formular el juicio definitivo. Conocen
demasiado al autor para entender
bien su obra, que unas veces vale menos
y otras veces vale más que la persona
que la ha escrito. Tratándose de ingenios
que han vivido en tiempos muy próximos
á nosotros, me ha acontecido muchas
veces encontrar en completa discordancia
el juicio que yo en mis lecturas
había formado y el que formaban de
esos mismos escritores los que más í n t i mamente
los habían tratado. Y, sin embargo,
he tenido la soberbia de persistir
en mi opinión, porque el numen artístico
es tan esquivo por una parte, y tan
caprichoso por otra, que muchas veces
se disimula cautelosamente á los amigos
de la infancia, y, en cambio, se revela y
manifiesta al extraño que recorre las páginas
de un libro, en las cuales, al fin y
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al cabo, suele quedar lo más puro y exquisito
de nuestro pensamiento, lo que
hubiésemos querido ser más bien que lo
que en realidad somos.
Quiere decir todo esto, que el principal
deber que nos incumbe á los contemporáneos
es dar fe de nuestra impresión
y darla con sinceridad entera. Lo
que nosotros no hayamos visto en las
obras de arte de nuestro tiempo, ya vendrá
quien lo vea: las demasías de nuestra
crítica ya las corregirá el tiempo,
que es, en definitiva, el gran maestro de
todos, sabios é ignorantes.
Hablar de las novelas del Sr. Galdós,
es hablar de la novela en España durante
cerca de treinta años. Al revés de muchos
escritores en quienes sólo tardíamente
llega á manifestarse la vocación
predominante, el Sr. Galdós, desde su
aparición en el mundo de las letras en
1871, apenas ha escrito más que novelas,
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4^
y sólo en estos últimos años ha buscado
otra forma de manifestación en el teatro.
En su labor de novelista, no sólo ha sido
constante, sino fecundísimo. Más de 45
volúmenes lo atestiguan, pocos menos de
los años que su autor cuenta de vida.
Tan perseverante vocación, de la cual
no han distraído al Sr. Galdós ninguna
de las tentaciones que al hombre de letras
asedian en nuestra patria (ni siquiera
la tentación política, la más funesta y
enervadora de todas), se ha mostrado
además con un ritmo progresivo, con un
carácter de reflexión ordenada, que convierte
el cuerpo de las obras del Sr. Galdós,
no en una masa de libros heterogéneos,
como suelen ser los engendrados
por exigencias editoriales, sino en un
sistema de observaciones y experiencias
sobre la vida social de España durante
' más de una centuria. Para realizar t a maña
empresa, el Sr. Pérez Galdós ha
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45
empleado sucesiva ó simultáneamente
los procedimientos de la novela histórica,
de la novela realista, de la novela
simbólica, en grados y formas distintos,
atendiendo por una parte á las cualidades
propias de cada asunto, y por otra á
los progresos de su educación individual
y á lo que vulgarmente se llama el gusto
del piiblico, es decir, á aquel grado de
educación general necesaria en el público
para entender la obra del artista y
gustar de ella en todo ó en parte.
Con esta clave, quien hiciese con la
detención que aquí me prohibe la índole
de este discurso, el examen de las novelas
del Sr. Pérez Galdós en sus relaciones
con el público español, desde el día
en que salió de las prensas La Fontana
de Oro como primicias del vigoroso ingenio
de su autor, hasta la hora presente
en que son tan leídos y aplaudidos
Nazarín y Torquemada, trazaría al mis-
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mo tiempo las vicisitudes del gusto público
en materia de novelas, formando,
á la vez que un curioso capítulo de p s i cología
estética, otro no menos importante
de psicología social. Porque es
cierto y averiguado que desde que el señor
Pérez Galdós apareció en el campo
de las letras, se formó un público propio
suyo, que le ha ido acompañando
con ñdelidad cariñosa, hasta el punto en
que ahora se encuentran el novelista y
su labor, con mucha gloria del novelista
sin duda, pero también con esa anónima,
continua é invisible colaboración
del público, á la cual él tan modestamente
se refiere en su discurso.
Cuando empezó el Sr. Galdós á escribir,
apenas alboreaba el último renacimiento
de la novela española. El arte de
la prosa narrativa de casos ficticios, ese
arte tan propio nuestro, tan genuino ó
más que el teatro; tan antiguo como que
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sus orígenes se confunden con los primeros
balbuceos de la lengua; tan glorioso
como que tuvo fuerza bastante para
retardar un siglo entero la agonía de la
poesía caballeresca mediante la maravillosa
ficción de Amadís, y para enterrarla
después cubriéndola de flores en su
tumba; ese arte que dio en la representación
de costumbres populares tipo y
norma á la literatura universal y abrió
las fuentes del realismo moderno, había
cerrado su triunfal carrera á fines del
siglo XVII.
Su descendencia legítima durante la
centuria siguiente, hay que buscarla fuera
de España: en Francia, con Lesage;
en Inglaterra, con Fielding y SmoUett.
A ellos había transmigrado la novela picaresca,
que de este modo se sobrevivía
á sí misma y se hacía más universal y
adquiría á veces formas más amenas,
aunque sin agotar nunca el rico contení-
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do psicológico que en la Atalaya de la
vida humana venia envuelto.
Pero durante el siglo xviii, la musa de
la novela española permaneció silenciosa,
sin que bastasen á romper tal silencio
dos ó tres conatos aislados: memorable
el uno como documento satírico y
mina de gracejo más abundante gue culto;
curiosos los otros como primeros y
tímidos ensayos, ya de la novela histórica,
ya de la novela pedagógica, cuyo
tipo era entonces el Emilio. La escasez
de estas obras, y todavía más la falta de
continuidad que se observa en sus propósitos
y en sus formas, prueba lo solitario
y, por tanto, lo infecundo de la empresa,
y lo desavezado que estaba el vulgo
de nuestros lectores á recibir graves
enseñanzas en los libros de entretenimiento,
cuanto más á disfrutar de la belleza
intrínseca de la novela misma; lo
cual exige hoy un grado superior de cul-
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tura, y en tiempos más poéticos no exigía
más que imaginaciones frescas, en
quien fácilmente prendía la semilla de
lo ideal.
Así entramos en el siglo xix, que tuvo
para España largo y sangriento aprendizaje,
en que el estrépito de las armas
y el fiero encono de los opuestos bandos
ahogaron por muchos años la voz de las
letras. Sólo cuando la invasión romántica
penetró triunfante en nuestro suelo,
empezó á levantar cabeza, aunque tímidamente,
la novela, atenida al principio
á los ejemplos del gran maestro escocés,
si bien seguidos en lo formal más que en
lo substancial, puesto que á casi todos
los imitadores, con ser muchos de ellos
varones preclaros en otros ramos de l i teratura,
les faltó aquella especie de segunda
vista arqueológica con que Wal-ter-
Scott hizo famil¡a.res en Europa los
anales domésticos de su tienda y las tra-
4
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5°
diciones de sus montañas y de sus lagos.
Abundaba entre los románticos españoles
el ingenio; pero de la historia de su
patria sabían poco, y aun esto de un
modo general y confuso, por lo cual rara
vez sus representaciones de costumbres
antiguas lograron eficacia artística, ni
siquiera apariencias de vida, salvo en el
teatro y en la leyenda versificada, donde
cabía, y siempre parece bien, cierto género
de bizarra y poética adivinación,
que el trabajo analítico y menudo de la
novela no tolera.
De este trabajo, que dentro del molde
de la novela histórica prosperó en Portugal
más que en Castilla, por el feliz
acaso de haberse juntado condiciones de
novelista y de grande historiador en una
misma persona, se cansaron muy pi"esto
nuestros ingenios, que suelen ser tan fáciles
y abundosos en la producción, como
rehacios al trabajo preparatorio; tan fér-
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tiles de inventiva, como desestimadores
de la obscura labor en que quieta y calladamente
se van combinando los e l e mentos
de la obra de arte. Vino, pues, y
muy pronto, la transformación de la novela
histórica en libro de caballerías adobado
al paladar moderno; y hubo en Es-pana
un poeta nacido para mayores c o sas,
que pródigamente despilfarró los tesoros
de su fantasía en innumerables fábulas,
muchas de ellas enteramente olvidadas
y dignas de serlo; otras donde
todavía los ceñudos Aristarcos pueden
pedir más unidad y concierto, más r e s peto
á los fueros de la moral y del gusto,
más aliño de lengua y de estilo; pero no
más interés novelesco, ni más pujanza
dramática, ni más fiera osadía en la l u cha
con lo inverosímil y lo imposible.
Este género, sin embargo, tenía sus
naturales límites. Si á la novela histórica,
entendida según la práctica de los
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imitadores de Walter-Scott, le había faltado
base arqueológica, á la nueva novela
de aventuras, concebida en absoluta
discordancia con la realidad pasada y
con la presente, le faltaba, además del
fundamento histórico, el fundamento humano,
sin el cual todo trabajo del espíritu
es entretenimiento efímero y bala-di.
Si las obras de la primera manera solían
ser soporíferas, aunque escritas muy
literariamente, las del segundo período,
además de torpes y desaseadas en la dicción,
eran monstruosas en su plan y aun
desatinadas en su argumento. El arte de
la novela se había convertido en granjeria
editorial; y entregado á una turba de
escritores famélicos, llegó á ser mirado
con desdén por las personas cultas, y
finalmente rechazado con hastío por el
mismo público iliterato cuyos instintos
de curiosidad halagaba.
Pero al mismo tiempo que la novela
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histórica declinaba, no por vicio intrínseco
del género, sino por ignorancia y
desmaño de sus últimos cultivadores, había
ido desarrollándose lentamente y con
carácter muy original la novela de costumbres,
que no podía ser ya la gran novela
castellana de otros tiempos, porque
á nuevas costumbres correspondían fábulas
nuevas. Tímidos y obscuros fueron
sus orígenes: nació, en pequeña parte,
de ejemplos extraños; nació, en parte
mucho mayor, de reminiscencias castizas,
que en algún autor, erudito á la par
que ingenioso, nada tenían de involunta-i'ias.
Pero ni lo antiguo renació tal como
había sido, ni lo extranjero dejó de transformarse
de tal manera que en su tierra
natal lo hubieran desconocido. El contraste
de la realidad exterior, finamente
observada por unos, por otros de un modo
más rápido y somero, dio á estos bretes
artículos de pasatiempo una base
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5+
real, que faltaba casi siempre en las novelas
históricas, y todavía más en los
ensayos de novela psicológica, que de
vez en cuando aparecían por aquellos
tiempos.
Pero la observación y la censura festiva
de las costumbres nacionales, se había
encerrado al principio en marco muy
reducido: escenas aisladas, tipos singulares,
pinceladas y rasguños, á veces de
mano maestra, pero en los cuales, si podía
lucir el primor de los detalles, faltaba
el alma de la composición, faltaba un
tema de valor humano, en cuyo amplio
desarrollo pudiesen entrar todos aquellos
accidentes pintorescos, sin menoscabo
del interés dramático que había de
resultar del conflicto de las pasiones y
aun de las ideas apasionadas. Tal empresa
estaba reservada á una mujer ilustre,
en cuyas venas corrían mezcladas la
sangre germánica y la andaluza, y cuya
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temperamento literario era manifiesta
revelación de sus orígenes. Si un velo de
idealismo sentimental parecía interponerse
entre sus ojos y la realidad que
contemplaban, rompíase este velo á trechos
ó era bastante transparente para que
• la intensa visión de lo real triunfase en
su fantasía y quedase perenne en sus páginas,
empapadas de sano realismo peninsular,
perfumadas como arca de cedro
por el aroma de la tradición, y realzadas
juntamente por una singular especie
de belleza ética que no siempre coincide
con la belleza del arte, pero que á
veces llega á aquel punto imperceptible
en que la emoción moral pasa á ser fuente
de emoción estética: altísimo don concedido
sólo á espíritus doblemente privilegiados
por la virtud y por el ingenio.
No puede decirse que fuera estéril la
obra de Fernán Caballero; pero sus primeros
imitadores lo fueron más bien de
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56 -
SUS defectos que de sus soberanas bellezas,
y en vez de mostrar nuevos aspectos
poéticos de la vida, confundieron lo popular
con lo vulgar y lo moral con lo casero,
creándose así una literatura neciamente
candorosa, falsa en su fondo y en
su forma, y que sólo las criaturas de corta
edad podían gustar sin empalago.
Así, entre ñoñeces y monstruosidades,
dormitaba la novela española por los
años de 1870, fecha del primer libro del
Sr. Pérez Galdós. Los grandes novelistas
que hemos visto aparecer después,
eran ya maestros consumados en otros
géneros de literatura; pero no habían
ensayado todavía sus fuerzas en la novela
propiamente dicha. No se habían escrito
aún ni Pepita Jiménez, ni Las Ilusiones
del Doctor Faustino, ni El Escándalo,
ni Sotileza, ni Peñas Arriba.
Alarcón había compuesto deleitosas narraciones
breves, de corte y sabor trans-
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pirenaicos; pero su vena de novelista castizo
no se mostró hasta 1875 con el salpimentado
cuento El Sombrero de tres picos.
Valera, en Parsondes y en algún otro
rasgo de su finísimo y culto ingenio, había
emulado la penetrante malicia y la
refinada sencillez del autor de Cándido,
de Memnón y de los Viajes del escarmentado;
pero su primera novela, que es al
mismo tiempo la más célebre de todas las
suyas, data de 1874. Y finalmente, Pereda,
aunque fuese ya nada menos que
desde 1864 (en que por primera vez fueron
coleccionadas sus Escenas montañeras)
el gran pintor de costumbres rústicas
y marineras, que toda España ha
admirado después, no había concedido
aún á los hijos predilectos de su fantasía,
al Tuerto y á Tremontorio, á Don
Silvestre Seturas y á D. Robustiano
Tres Solares, á sus mayorazgos, á sus
pardillos y á sus indianos, el espacio su-
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ficiente para que desarrollasen por entero
su carácter como actores de una fábula
extensa y más ó menos complicada.
No hay duda, pues, que Galdós, con ser
el más joven de los eminentes ingenios á
quienes se debió hace veinte años la restauración
de la novela española, tuvo
cronológicamente la prioridad del intento;
y quien emprenda el catálogo de las
obras de imaginación en el período novísimo
de nuestras letras, tendrá que comenzar
por La Fontana de Oro, á la cual
siguió muy luego El Audaz, y tras él la
serie vastísima de los Episodios Nacionales,
iniciada en 1873, y que comprende
por sí sola veinte novelas, en las cuales
intervienen más de quinientos personajes,
entre los históricos y los fabulosos:
muchedumbre bastante para poblar
un lugar de mediano vecindario, y en la
cual están representados todas las castas
y condiciones, todos los oficios y esta-
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dos, todos los partidos y banderías, t o dos
los impulsos buenos y malos, todas
las heroicas grandezas y todas las extravagancias,
fanatismos y necedades que
en guerra y en paz, en los montes y en
las ciudades, en el campo de batalla y
en las asambleas, en la vida política y en
la vida doméstica, forman la trama de
nuestra existencia nacional durante el
período exuberante de vida desordenada,
y rico de contrastes trágicos y cómicos,
que se extiende desde el día de Tra-falgar
hasta los sangrientos albores de
la primera y más encarnizada de nuestras
guerras civiles.
El Sr. Galdós, entre cuyas admirables
dotes resplandece una, rarísima en
autores españoles, que es la laboriosidad
igual y constante, publicaba con matemática
puntualidad cuatro de estos volúmenes
por año: en diez tomos, expuso
ía guerra de la Independencia; en otros
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6o
diez, las luchas políticas desde 1814 á
1834. No todos estos libros eran ni podían
ser de igual valor; pero no había
ninguno que pudiera rechazar el lector
discreto; ninguno en que no se viesen
continuas muestras de fecunda inventiva,
de ingenioso artificio, y á veces de
clarísimo j uicio histórico disimulado con
apariencias de amenidad. El amor p a trio,
no el bullicioso, provocativo é i n temperante,
sino el que, por ser más ardiente
y sincero, suele ser más recatado
en sus efusiones, se complacía en la mayor
parte de estos relatos, y sólo podía
mirar con ceño alguno que otro; no á
causa de la pintura, harto fiel y verídica,
por desgracia, del miserable estado
social á que nos condujeron en tiempo
de Fernando VII reacciones y revoluciones
igualmente insensatas y sanguinarias;
sino porque quizá la habitual serenidad
del narrador parecía entoldarse
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
6i
alguna vez con las nieblas de una pasión
tan enérgica como velada, que no llamaré
política en el vulgar sentido de la palabra,
porque transciende de la esfera en
que la política comunmente se mueve,
y porque toca á más altos intereses humanos,
pero que, de fijo, no es la mejor
escuela para ahondar con entrañas de
caridad y simpatía en el alma de nuestro
heroico y desventurado pueblo y aplicar
el bálsamo á sus llagas. En una palabra
(no hay que ocultar la verdad, ni yo sirvo
para ello), el racionalismo, no iracundo,
no agresivo, sino más bien manso,
frío, no puedo decir que cauteloso,
comenzaba á insinuarse en algunas narraciones
del Sr. Galdós, torciendo á veces
el recto y buen sentido con que g e neralmente
contempla y juzga el movimiento
de la sociedad que precedió á la
nuestra. Pero en los cuadros épicos, que
son casi todos los de la primera serie de
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los Episodios, el entusiasmo nacional se
sobrepone á cualquier otro impulso ó
tendencia; la magnífica coi-riente histórica,
con el tumulto de sus sagradas
aguas, acalla todo rumor menos noble;
y entre tanto martirio y tanta victoria
sólo se levanta el simulacro augusto de
la patria, mutilada y sangrienta, pero
invencible, doblemente digna del amor
de sus hijos por grande y por infeliz. En
estas obras, cuyo sentido general es a l tamente
educador y sano, no se enseña
á odiar al enemigo, ni se aviva el rescoldo
de pasiones ya casi extinguidas, ni se
adula aquel triste género de infatuación
patriótica que nuestros vecinos, sin duda
por no ser los que menos adolecen de
tal defecto, han bautizado con el nombre
especial de chauvinisme; pero tampoco
se predica un absurdo y estéril cosmopolitismo,
sino que se exalta y vigoriza
la conciencia nacional y se la tem-
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pía para nuevos conflictos, que ojalá no
sobrevengan nunca; y al mismo tiempo
se vindican los fueros eternos é imprescriptibles
de la resistencia contra el invasor
injusto, sea cual fuere el manto de
gloria y poder con que quiera encubrirse
la violación del derecho.
Estas novelas del Sr. Galdós son históricas,
ciertamente, y aun algunas pueden
calificarse de historias anoveladas,
por ser muy exigua la parte de ficción
que en ellas interviene; pero por las condiciones
especiales de su argumento, difieren
en gran manera de las demás obras
de su género publicadas hasta entonces
en España. Con raras y poco notables
excepciones, así los concienzudos imitadores
de Walter-Scott, como los que, siguiendo
las huellas de Dumas, el padre,
soltaron las riendas á su desbocada fantasía
en libros de monstruosa invención,
que sólo conservaban de la historia a l -
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6|
gunos nombres y algunas fechas, habían
escogido por campo de sus invenciones
los lances y aventuras caballerescas de
los siglos medios, ó á lo sumo de las
centurias décimasexta y decimaséptima,
épocas que, por lo remotas, se prestaban
á una representación más arbitraria, en
que los anacronismos de costumbres podían
ser más fácilmente disimulados por
el vulgo de los lectores, atraídos tan sólo
por el prestigio misterioso de las edades
lejanas y poéticas. Distinto rumbo tomó
el Sr. Galdós, y distintos tuvieron que
ser sus procedimientos, tratándose de
historia tan próxima á nosotros y que
sirve de supuesto á la nuestra. El español
del primer tercio de nuestx'o siglo no
difiere tanto del español actual, que no
puedan reconocerse fácilmente en el uno
los rasgos característicos del otro. La
observación realista se imponía, pues, al
autor, y á pesar de la fértil lozanía de su
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imaginación creadora, que nunca se
mostró tan amena como en esta parte de
sus obras, tenía que llevarle por senderos
muy distintos de los de la novela romántica.
No sólo era preciso el rigor
histórico en cuanto á los acontecimientos
públicos y famosos, que todo el mundo
podía leer en la Historia del Conde
de Toreno, por ejemplo, ó en cualquier
otro de los innumerables libros y Memorias
que existen sobre la guerra de la
Independencia; sino que en la parte más
original de la tarea del novelista, en los
episodios de la vida familiar de medio
^^gloj que van entreverados con la ac—
oión épica, había que aplicar los proce—
•iitnientos analíticos y minuciosos de la
dovela de costumbres, huyendo de abstracciones,
vaguedades y tipos convencionales.
De este modo, y por el natural
desarrollo del germen estético en la men-
^^ del Sr. Galdós, los Episodios que en
5
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SU pensamiento inicial eran un libro de
historia recreativa, expuesta para más
viveza y unidad en la castiza forma autobiográfica,
propia de nuestra antigua novela
picaresca, presentaron luego combinadas
en proporciones casi iguales la
novela histórica y la de costumbres, y
ésta no meramente en calidad de accesorio
pintoresco, sino de propia y genuí-na
novela, en que se concede la debida
importancia al elemento psicológico, al
drama de la conciencia, como generador
del drama exterior, del conflicto de las
pasiones. Claro es que no en todas las
novelas, aisladamente consideradas, están
vencidas con igual fortuna las dificultades
inherentes al dualismo de la
concepción; y así hay algunas, como Zaragoza
(que es de las mejores para mi
gusto), en que la materia histórica se
desborda de tal modo que anula enteramente
la acción privada; al paso que en
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otras, como en Cádiz, que también es
excelente en su género, la historia se reduce
á anécdotas, y lo que domina es la
acción novelesca (interesante por cierto,
y romántica en sumo grado), y el tipo
misterioso del protagonista, que parece
trasunto de la fisonomía de Lord Byron.
Pero esta misma variedad de maneras
comprueba los inagotables recursos del
autor, que supo mantener despierto el
interés durante tan larga serie de novelas,
y enlazar artificiosamente unas con
otras, y no repetirse casi nunca, ni siquiera
en las figuras que ha tenido que
introducir en escena con más frecuencia,
como son las de guerrilleros y las de
conspiradores políticos. Son los Episodios
Nacionales una de las más afortunadas
creaciones de la literatura española
en nuestro siglo; un éxito sinceramente
popular los ha coronado: el lápiz y el buril
los han ilustrado á porfía; han pene-
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trado en los hogares más aristocráticos y
en los más humildes, en las escuelas y en
los talleres; han enseñado verdadera historia
á muchos que no la sabían; no han
hecho daño á nadie, y han dado honesto
recreo á todos, y han educado á la juventud
en el culto de la patria. Si en
otras obras ha podido el Sr. Galdós parecer
novelista de escuela ó de partido,
en la mayor parte de los Episodios quiso,
y logró, no ser más que novelista español;
y sus más encarnizados detractores
no podrán arrancar de sus sienes esta
corona cívica, todavía más envidiable
que el lauro poético.
Cuando Galdós cerró muy oportunamente
en 1879 la segunda serie de los
Episodios Nacionales, la novela histórica
había pasado de moda, siendo indicio
del cambio de gusto la indiferencia con
que eran recibidas obras muy estimables
de este género, por ejemplo Amaya, de
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Navarro Villoslada, último representante
de la escuela de Walter-Scott en España.
En cambio, la novela de costumbres
populares había triunfado con Pereda,
ingenio de la familia de Cervantes;
la novela psicológica y casuística
resplandecía en las afiligranadas páginas
de Valera, que había robado á la lengua
mística del siglo xvi sus secretos; comenzaba
á prestarse principal atención
á los casos de conciencia; traíanse á la
novela graves tesis de religión y de moral,
y hasta el brillantísimo Alarcón,
poco inclinado por carácter y por hábito
á ningún género de meditación especulativa,
había procurado dar más transcendental
sentido á sus narraciones, componiendo
El Escándalo. Había en todo esto
un reflejo del movimiento filosófico, que,
extraviado ó no, fué bastante intenso en
España desde 1860 hasta 1880; había la
influencia más inmediata de la crisis re-
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volucionaria del 68, en que por primera
vez fueron puestos en tela de juicio los
principios cardinales de nuestro credo
tradicional. El llamado problema religioso
preocupaba muchos entendimientos,
y no podía menos de revestir forma
popular en la novela, donde tuvieron representantes
de gran valer, si escasos en
número, las principales posiciones del
espíritu en orden á él: la fe integra, r o busta
y práctica; la fe vacilante y combatida;
la aspiración á recobrarla por
motivos éticos y sociales, ó bien por di-lettantismo
filosófico y estético; el escepticismo
mundano, y hasta la negación
radical más ó menos velada.
Galdós, que sin seguir ciegamente los
caprichos de la moda, ha sido en todo
tiempo observador atento del gusto p ú blico,
pasó entonces del campo de la novela
histórica y política, donde tantos
laureles había recogido, al de la novela.
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idealista, de tesis y tendencia social, en
que se controvierten los ñnes más altos
de la vida humana, revistiéndolos de
cierta forma simbólica. Dos de las más
importantes novelas de su segunda época
pertenecen á este género: Gloria y La
Familia de León Roch. Juzgarlas hoy sin
apasionamiento, es empresa muy difícil:
quizá era imposible en el tiempo en que
aparecieron, en medio de una atmósfera
caldeada por el vapor de la pelea, cuando
toda templanza tomaba visos de complicidad
á los ojos de los violentos de
uno y otro bando. En la lucha que desgarraba
las entrañas de la patria, lo que
menos alto podía sonar era la voz reposada
de la crítica literaria. Esas novelas
no fueron juzgadas en cuanto á su valor
artístico: fueron exaltadas ó maldecidas
con igual furor y encarnizamiento, por
los que andaban metidos en la batalla de
ideas de que aquellos libros eran trasun-
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to. Yo mismo, en los hervores de mi j u ventud,
los ataqué con violenta saña, sin
que por eso mi íntima amistrid con el s e ñor
Galdós sufriese la menor quiebra.
Más de una vez ha sido recordada, con
intención poco benévola para el uno ni
para el otro, aquella página mía. Con
decir que no está en un libro de estética,
sino en un libro de historia religiosa,
creo haber dado bastante satisfacción al
argumento. Aquello no es mi juicio l i t e rario
sobre Gloria, sino la reprobación
de su tendencia.
De su tendencia digo, y no puede extenderse
á más la censura, porque no
habiendo hablado la única autoridad que
exige acatamiento en este punto, á nadie
es lícito, sin nota de temerario ú otra
más grave, penetrar en la conciencia
ajena, ni menos fulminar anatemas que
pueden dilacerar impíamente las fibras
más delicadas del alma. Una novela no
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es obra dogmática ni ha de ser juzgada
con el mismo rigor dialéctico que un tratado
de teología. Si el novelista permanece
fiel á los cánones de su arte, su obra
tendrá mucho de impersonal, y él debe
permanecer fuera de su obra. Si podemos
inducir ó conjeturar su pensamiento
por lo que dicen ó hacen sus personajes,
no por eso tenemos derecho para identificarle
con ninguno de ellos. En Gloria,
por ejemplo, ha contrapuesto el Sr. Caldos
creyentes de la ley antigua y de la
ley de gracia: á unos y otros ha atribuido
condiciones nobilísimas, sin las cuales
no merecerían llevar tan alta representación;
en unos y otros ha puesto
también el germen de lo que él llama intolerancia.
Es evidente para el lector
más distraído, que Galdós no participa
de las ideas que atribuye á la familia de
los Lantiguas; pero ¿por dónde hemos de
suponer que simpatiza con el sombrío
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fanatismo de Daniel Morton, ni con la
feroz superstición, todavía más de raza
y de sangre que de sinagoga, que mueve
á Ester Espinosa á deshonrar á su propio
hijo? Tales personajes son en la novela
símbolos de pasiones más bien que
de ideas, porque Gloria no es novela propiamente
filosófica, de la cual pueda deducirse
una conclusión determinada, como
se deduce, por ejemplo, del drama de
Lessing, Natlián el Sabio, que envuelve,
además de una lección de tolerancia,
una profesión de deísmo. El conflicto trágico
que nuestro escritor presenta, es puramente
doméstico y de amor, aunque
sea todavía poco verosímil en España: es
el impedimento de ciütus disparitas lo
que sirve de máquina á la novela; lo que
prepara y encadena sus peripecias: el
nudo se corta al fin, pero no se suelta; la
impresión del libro resulta amarga, desconsoladora,
pesimista si se quiere; pero
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el verdadero pensamiento teológico del
autor queda envuelto en nieblas, porque
es imposible que un alma de su temple
pueda reposar en el tantum relligio potiiit
suadere malorum. Galdós ha padecido el
contagio de los tiempos; pero no ha sido
nunca un espíritu escéptico ni un espíritu
frivolo. No intervendría tanto la r e l i gión
en sus novelas, si él no sintiese la
aspiración religiosa de un modo más ó
menos definido y concreto, pero indudable.
Y aunque todas sus tendencias sean
de moralista al modo anglo-sajón, más
bien que de metafísico ni de místico,
basta la más somera lectura de los últimos
libros que ha publicado para ver
apuntar en ellos un grado más alto de su
conciencia religiosa; una mayor espiritualidad
en los símbolos de que se vale;
un contenido dogmático mayor, aun dentro
de la parte ética, y de vez en cuando
ráfagas de cristianismo positivo, que vie-
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nen á templar la aridez de su antiguo estoicismo.
Esperemos que esta saludable
evolución continúe, como de la generosa
naturaleza del autor puede esperarse,
y que la gracia divina ayude al honrado
esfuerzo que hoy hace tan alto ingenio,
hasta que logre á la sombra de la Cruz
la única solución del enigma del destino
humano.
Pero tornando á Gloria, diremos que,
aunque esta novela nada pruebe, es l i terariamente
una de las mejores de Gal-dós,
no sólo porque está escrita con más
pausa y aliño que otras, sino por la gi'a-vedad
de pensamiento, por lo patético
de la acción, por la riqueza psicológica
de las principales figuras, por el desarrollo
majestuoso y gradual de los sucesos,
por lo hábil é inesperado del desenlace
y, principalmente, por la elevación ideal
del conjunto, que no se empaña ni aun
en aquellos momentos en que la emoción
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es más viva. Con más desaliño, y también
con menos caridad humana y más
dureza sectaria, está escrita La Familia
de León Roch, en que se plantea y no se
resuelve el problema del divorcio moral
que surge en un matrimonio por disparidad
de creencias, atacándose de paso
fieramente la hipocresía social en sus diversas
formas y manifestaciones. El protagonista,
ingeniero sabio é incrédulo,
es tipo algo convencional, repetido por
Galdós en diversas obras, por ejemplo,
en Doña Perfecta, que como cuadro de
género y galería de tipos castizos, es de
lo más selecto de su repertorio, y lo sería
de todo punto si no asomasen en ella
las preocupaciones anti-clericales del
autor, aunque no con el dejo amargo que
hemos sentido en otras producciones
suyas.
Con las tres últimamente citadas, abrió
el Sr. Galdós la serie de sus Novelas es-
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paitólas contemporáneas, que cuenta á la
hora presente más de veinte obras diversas,
algunas de ellas muy extensas, en
tres ó cuatro volúmenes, enlazadas casi
todas por la reaparición de algún personaje,
ó por línea genealógica entre los
protagonistas de ellas, viniendo á formar
todo el conjunto una especie de Comedia
humana, que participa mucho de las grandes
cualidades de la de Balzac, asi como
de sus defectos. Para orientarse en este
gran almacén de documentos sociales,
conviene hacer, por lo menos, tres subdivisiones,
lógicamente marcadas por un
cambio de manera en el escritor. Pertenecen
á la primera las novelas idealistas
que conocemos ya, á las cuales debe añadirse
El Amigo Manso, delicioso capricho
psicológico, y Marianela, idilio trágico
de una mendiga y un ciego; menos
original quizá que otras cosas de Pérez
Galdós, pero más poético y delicado: en
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el cual, por una parte, se ve el reflejo del
episodio de Mignon en IVilhelm Meister,
y por otra aquel procedimiento antitético
familiar á Víctor Hugo, combinando
en un tipo de mujer la fealdad de cuerpo
y la hermosura de alma, el abandono
y la inocencia.
La segunda fase (tercera ya en la obra
total del novelista) empieza en 1881 con
La Desheredada, y llega á su punto culminante
en Fortunata y Jacinta, una de
las obras capitales de Pérez Galdós,
una de las mejores novelas de este siglo.
En las anteriores, siento decirlo, á vueltas
de cosas excelentes, de pinturas fidelísimas
de la realidad, se nota con exceso
la huella del naturalismo francés, que
entraba por entonces á España á banderas
desplegadas, y reclutaba entre nuestra
juventud notables adeptos, muy dignos
de profesar y practicar mejor doctrina
estética. Hoy todo aquel estrépito ha
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pasado con la rapidez con que pasan t o dos
los entusiasmos ficticios. Muchos de
los que bostezaban con la interminable
serie de los Rougon Macquart y no se
atrevían á confesarlo, empiezan ya á calificar
de pesadas y brutales aquellas narraciones;
de trivial y somera aquella
psicología, ó dígase psico-física; de bajo
y ruin el concepto mecánico del mundo,
que allí se inculca; de pedantesco ó i n congruente
el aparato pseudo-científico
con que se presentan las conclusiones del
más vulgar determinismo, única ley que
en estas novelas rige los actos, ó más
bien los apetitos de la que llaman bestia
humana, víctima fatal de dolencias hereditarias
y de crisis nerviosas; con lo cual,
además de decapitarse al ser humano, se
aniquila todo el interés dramático de la
novela, que sólo puede resultar del conflicto
de dos voluntades libres, ó bien
de la lucha entre la libertad y la pasión.
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Había, no obstante, en el movimiento
naturalista, que en algunos puntos era
una degeneración del romanticismo, y
en otros un romanticismo vuelto del r e vés,
no sólo cualidades individuales muy
poderosas, aunque por lo común mal regidas,
sino una protesta, en cierto grado
necesaria, contra las quimeras y alucinaciones
del idealismo enteco y amanerado;
una reintegración de ciertos
elementos de la realidad dignísimos de
entrar en la literatura, cuando no pretenden
ser exclusivos; y una nueva y
más atenta y minuciosa aplicación, no
de los cánones científicos del método
experimental, como creía disparatadamente
el patriarca de la escuela, sino
del simple método de observación y experiencia,
que cualquier escritor de costumbres
ha usado; pero que, como todo
procedimiento técnico, admite continua
rectificación y mejora, porque la técnica
6
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es lo único que hay perfectible en arte.
Galdós aprovechó en numerosos libros
de desigual valor toda la parte útil de la
evolución naturalista, esmerándose, sobre
todo, en el individualismo de sus pinturas;
en la riqueza, á veces nimia, de
detalles casi microscópicos; en la copia
fiel, á veces demasiado fiel, del lenguaje
vulgar, sin excluir el de la hez del populacho.
No fué materialista ni determinista
nunca; pero en todas las novelas de
este segundo grupo, se ve que presta mucha
y muy loable atención al dato fisiológico
y á la relación entre el alma y el
temperamento. Así, en Lo Prohibido,
verbigracia, Camila, la mujer sana de
cuerpo y alma, se contrapone física y
moralmente al neurótico y degenerado
protagonista. Por abuso de esta disección,
que á veces da en cruda y feroz,
Polo, el clérigo relajado y bravio de
Tormento, difiere profundamente de ana-
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logos personajes de los Episodios, y quizá
sea más humano que ellos; pero no
alcanza su talla ni su prestigio épico.
La mayor parte de las novelas de este
grupo, además de ser españolas, son pe-culiarmente
madrileñas, y reproducen
con pasmosa variedad de situaciones y
caracteres la vida del pueblo bajo y de
la clase media de la capital; puesto que
de las costumbres aristocráticas ha prescindido
Galdós hasta ahora, ya por considerarlas
mera traducción del francés y,
por tanto, inadecuadas para su objeto,
ya porque su vida retirada y estudiosa le
ha mantenido lejos del observatorio de
los salones, aunque con los ojos muy
abiertos sobre el espectáculo de la calle.
Tienen estos cuadros un valor sociológico
muy grande, que ha de ser apreciado
rectamente por los historiadores futuros;
tienen á veces un gracejo indisputable
en que el novelista no desmiente su p r o -
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sapia castellana; tienen, sobre todo, un
hondo sentido de caridad humana, una
simpatía universal por los débiles, por
los afligidos y menesterosos, por los niños
abandonados, por las víctimas de la
ignorancia y del vicio, y hasta por los
cesantes y los llamados cursis. Todo
esto, no sólo honra el corazón y el entendimiento
de su autor, y da á su labor
una finalidad muy elevada, aun prescindiendo
del puro arte, sino que redime de
la tacha de vulgaridad cualquiera creación
suya, realza el valor representativo
de sus personajes y ennoblece y purifica
con un reflejo de belleza moral hasta lo
más abyecto y ruin: todo lo cual separa
profundamente el arte de Galdós de la
fiera insensibilidad y el dilettantismo inhumano
con que tratan estas cosas los
naturalistas de otras partes. Pero no se
puede negar que la impresión general de
estos libros es aflictiva y penosa, aunque
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no toque en los lindes del pesimismo; y
que en algunos la fetidez, el hambre y
la miseria, ó bien las angustias de la pobreza
vergonzante y los oropeles de una
vanidad todavía más triste que ridicula,
están fotografiados con tan terrible y
acusadora exactitud, que dañan á la impresión
serena del arte y acongojan el
ánimo con visiones nada plácidas. ¡Qué
distinta cosa son las escenas populares,
de ese mismo pueblo de Madrid, llenas
de luz, color y alegría, que Pérez Caldos
había puesto en sus Episodios, robando
el lápiz á Goya y á D. Ramón de la
Cruz! Y en otro género, compárese la tétrica
Desheredada con aquella inmensa
galería de novelas lupanarias de nuestro
siglo XVI, en que quedó admirablemente
3-gotado el género (con más regocijo, sin
^uda, que edificación ni provecho de los
rectores), y se verá que algo perdió Gal-
'iós con afrancesarse en los procedimíen-
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tos, aunque nunca se afrancesase en el
espíritu.
¡Fatal influjo el de la tiranía de escuela
aun en los talentos más robustos! Porque
los defectos que en esta sección de
las obras de Galdós me atrevo á notar,
proceden de su escuela únicamente, así
como todo lo bueno que hay en ellas es
propio y peculiar de su ingenio. Es más:
son defectos cometidos á sabiendas, y
que, bajo cierto concepto de la novela^
se razonan y explican. La falta de selección
en los elementos de la realidad; la
prolija acumulación de los detalles; esa
selva de novelas que, aisladamente consideradas,
suelen no tener principio ni
fin, sino que brotan las unas de las otras
con enmarañada y prolífica vegetación,,
indican que el autor procura remedar el
oleaje de la vida individual y social, y
aspira, temerariamente quizá, pero con
temeridad heroica, sólo permitida á tan
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grandes ingenios como el suyo y el de
Balzac, á la integridad de la representación
humana, y por ella á la creación
de un microcosmos poético, de un mundo
de representaciones todo suyo, en que
cada novela no puede ser más que un
fragmento de la novela total, por lo mismo
que en el mundo nada empieza ni
acaba en un momento dado, sino que toda
acción es contigua y simultánea con
otras.
Pero hay entre estas novelas de Caldos
una que para nada necesita del apoyo
de las demás, sino que se levanta sobre
todas ellas cual majestuosa encina
entre árboles menores; y puede campear
íntegra y sola, porque en ninguna ha resuelto
con tan magistral pericia el arduo
problema de convertir la vulgaridad de
la vida en materia estética, aderezándola
y sazonándola (como él dice) con olorosas
especias, lo cual inicia ya un cambio en
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sus predilecciones y manera. Tal es Fortunata
y Jacinta, libro excesivamente largo,
pero en el cual la vida es tan densa;
tan profunda á veces la observación moral;
tan ingeniosa y amena la psicología,
ó como quiera llamarse aquel entrar y
salir por los subterráneos del alma; tan
interesante la acción principal en medio
de su sencillez; tan pintoresco y curioso
el detalle, y tan amplio el escenario,
donde caben holgadamente todas las
transformaciones morales y materiales
de Madrid desde 1868 á 1875, las vicisitudes
del comercio al por menor y las
peripecias de la revolución de Septiembre.
Es un libro que da la ilusión de la
vida: tan completamente estudiados están
los personajes y el medio ambiente.
Todo es vulgar en aquella fábula, menos
el sentimiento; y, sin embargo, hay algo
de épico en el conjunto, por gracia, en
parte, de la manera franca y valiente del
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narrador, pero todavía más de su peregrina
aptitud para sorprender el íntimo
sentido é interpretar las ocultas relaciones
de las cosas, levantándolas de este
modo á una región más poética y luminosa.
Por la realización natural, viviente,
sincera; por el calor de humanidad
que hay en ella; por la riqueza del material
artístico allí acumulado, Fortunata
y Jacinta es uno de los grandes esfuerzos
del ingenio español en nuestros días,
y los defectos que se la pueden notar, y
que se reducen á uno solo, el de no presentar
la realidad bastante depurada de
escorias, no son tales que puedan contrapesar
el brío de la ejecución, con que
prácticamente se demuestra que el ideal
puede surgir del más humilde objeto de
la naturaleza y de la vida, pues, como
dice un gran maestro de estas cosas, no
hay ninguno que no presente una faz estética,
aunque sea eventual y fugitiva.
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Si alguna de las posteriores fábulas de
nuestro autor pudiera rivalizar con ésta,
sería, sin duda, Ángel Guerra, principio
de una evolución cuyo término no hemos
visto aún, pero de la cual debemos felicitarnos
desde ahora, porque en ellaGal-dós,
no sólo vuelve á la novela novelesca
en el mejor sentido de esta fórmula, sino
que demuestra condiciones no advertidas
en él hasta entonces, como el sentido
de la poesía arqueológica de las viejas
ciudades castellanas; y entra además,
no diré que con paso enteramente firme,
pero sí con notable elevación de pensamiento,
en un mundo de ideas espirituales
y aun místicas, que es muy diverso
del mundo en que la acción de Gloria se
desenvuelve. Algo ha podido influir en
esta nueva dirección del talento de Caldos
el ejemplo del gran novelista ruso
Tolstoi; pero mucho más ha de atribuirse
este cambio á la depuración progresi-
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va, aunque lenta, de su propio pensamiento
religioso, no educado, ciertamente,
en una disciplina muy austera,
ni muy avezado, por sus hábitos de observación
concreta, á contemplar las cosas
sub specie ceternitatis, pero muy distante
siempre de ese ateísmo práctico,
plaga de nuestra sociedad aun en muchos
que alardean de creyentes; de ese
mero pensar relativo, con el cual se vive
continuamente fuera de Dios, aunque se
le confiese con los labios y se profane
para fines mundanos la invocación de su
santo nombre.
Esta misma tendencia persiste en Na-zarín,
novela en cuyo análisis no puedo
detenerme ya, como tampoco en el de la
trilogia de Torquemada, espantable anatomía
de la avaricia; ni menos en los ensayos
dramáticos del Sr. Galdós, que
aquí, como en todas partes, no ha venido
á traer la paz, sino la espada, rom-
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piendo con una porción de convenciones
escénicas, transplantando al teatro el
diálogo franco y vivo de la novela, y
procurando más de una vez encarnar en
sus obras algún pensamiento de reforma
social, revestido de formas simbólicas,
al modo que lo hacen Ibsen y otros dramaturgos
del Norte. Si no en todas estas
tentativas le ha mirado benévola la caprichosa
deidad que preside á los éxitos
de las tablas, todas ellas han dado motivo
de seria meditación á críticos y pensadores;
y aun suponiendo que el autor
hubiese errado el camino, in magnis vo-luisse
sat est, y hay errores geniales que
valen mil veces más que los aciertos vulgares.
Tal es, muy someramente inventariado,
el caudal enorme de producciones
con que el Sr. Galdós llega á las puertas
de esta Academia. Sin ser un prosista
rígidamente correcto, á lo cual su propia
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fecundidad se opone, hay en sus obras
un tesoro de lenguaje familiar y expresivo.
Ha estudiado más en los libros vivos
que en las bibliotecas; pero dentro
del círculo de su observación, todo lo ve,
todo lo escudriña, todo lo sabe: el más
trivial detalle de artes y oficios, lo mismo
que el más recóndito pliegue de la
conciencia. Sin aparato científico, ha
pensado por cuenta propia sobre las más
arduas materias en que puede ejercitarse
la especulación humana. Sin ser historiador
de profesión, ha reunido el más
copioso archivo de documentos sobre la
vida moral de España en el siglo xix.
Quien intente caracterizar su talento,
notará desde luego que, sin dejar de ser
castizo en el fondo, se educó por una
parte bajo la influencia anatómica y fisiológica
del arte de Balzac; y por otra en
el estudio de los novelistas ingleses, e s pecialmente
de Dickeris, á quien se pa-
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rece en la mezcla de lo plástico y lo soñado,
en la riqueza de los detalles mirados
como con microscopio, en la atención
que concede á lo pequeño y á lo humilde,
en la poesía de los niños y en el
arte de hacerlos sentir y hablar; y finalmente,
en la pintura de los estados excepcionales
de conciencia, locos, sonámbulos,
místicos, iluminados y fanáticos
de todo género, como el maestro Sarmiento,
Carlos Garrote, Maximiliano
Rubín y Ángel Guerra. Diríase que estas
cavernas del alma atraen á Galdós, cuyo
singular talento parece formado por una
mezcla de observación menuda y reflexiva
y de imaginación ardiente, con vislumbres
de iluminismo, y á veces con
ráfagas de teosofía. Se le ha tachado
unas veces de frío; otras de hiperbólico
en las escenas de pasión. Para nosotros,
esa frialdad aparente disimula una pasión
reconcentrada que el arte no deja
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salir á la superficie: parcentis viribus et
extenuantis eas consulto, como decían los
antiguos. En su modo de ver y de concebir
el mundo, Galdós es poeta, pero le
falta algo de la llama lírica. En cambio,
pocos novelistas de Europa le igualan en
lo transcendental de las concepciones, y
ninguno le supera en riqueza de inventiva.
Su vena es tan caudalosa, que no
puede menos de correr turbia á veces;
pero con los desperdicios de ese caudal
hay para fertilizar muchas tierras estériles.
Si Balzac, en vez de levantar el
monumento de la Comedia humana, con
todo lo que en él hay de endeble, tosco
y monstruoso, se hubiera reducido á e s cribir
un par de novelas por el estilo de
Eugenia Grandet, sería ciertamente un
novelista muy estimable; pero no sería
el genial, opulento y desbordado Balzac
que conocemos. Galdós, que tanto se le
parece, no valdría más si fuese menos
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
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fecundo, porque su fecundidad es signo
de fuerza creadora, y sólo por la fuerza
se triunfa en literatura como en todas
partes.
HE DICHO.
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DISCURSO
DEL
SR. D. JOSÉ MARÍA DE PEREDA
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
SEÑORES ACADÉMICOS:
Sin poner en duda la sinceridad de
cuantos predecesores míos en este sitio y
en otras tantas ocasiones idénticas á ésta,
se han lamentado de ser poco merecedores
y hasta indignos de ocuparle,
puedo afirmar yo, con el testimonio de
los que, de vosotros, me conocen de cerca,
que si no existiera, consagrada por
el uso y admitida por las leyes de la cortesía,
aquélla casi fórmula de encaje, habría
que inventarla hoy para mí; porque
si hay un hombre que, verdaderamente,
pueda considerarse en este recinto fuera
de su elemento natural y propio, ese
hombre soy yo, que «de mis soledades
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
100
vengo,» avezado á contemplar el sol á
través de los follajes de la tierra nativa,
y expuesto aquí, de repente, á los rayos
de su luz deslumbradora, sin la interposición
de una sola nube que la empañe y
temple sus rigores en el hermoso cielo en
que surge y centellea. Y válgame lo que
significa esta declaración honrada y cordial,
como medida de la gratitud que os
debo, y hasta de mi asombro por atreverme
á decirlo en estas alturas, jamás
contadas entre las limitadísimas ambiciones
de mi vida.
Pero independientemente de estos motivos,
hay otro, de índole tan especial,
que, como comprenderíais desde luego si
me fuera lícito publicarle con todos sus
interesantes pormenores, basta por sí
solo para que yo mire y considere con un
respeto rayano del temor supersticioso,
el sitial que me habéis designado al quedar
vacante por la muerte de vuestro in-
.
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
lOI
signe compañero y muy querido y admirado
amigo mío, el Sr. D. José de Castro
y Serrano.
Es ambición corriente, por no decir
innata, en las gentes aficionadas á la lectura,
y muy en particular de obras de
imaginación, la de conocer personalmente
al autor de los libros más de su gusto,
y hecho muy comprobado por la experiencia,
que rara vez se satisface una codicia
de éstas sin el castigo de un desen-
•canto. Ni en lo moral ni en lo físico, suele
resultar la persona que ha forjado la
imaginación. No es raro que el autor de
unas páginas en que chisporrotean los
donaires y las filigranas de un ingenio
vivo y regocijado, sea un hombre macizo,
basto de líneas, torpe y seco de palabra
y perezoso de ideas; ó, al contra-no,
que hayan brotado de la pluma de
*in sujeto enfermizo, débil y atrabiliario,
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aquellos capítulos espléndidos, gallardos
y viriles que nos entusiasmaron en letras
de molde. Castro y Serrano era una señaladísima
excepción en ésta que yo tengo
por regla punto menos que generaL
El hombre y el escritor eran una misma
cosa. Oírle, equivalía á leerle; y mucho-de
lo que en ocasiones se adivinaba en
el libro, todo lo que la malicia daba por
entendido en las páginas impresas, podía
verse confirmado en labios del autor^
y siempre llegaba á dudarse cuál, entre
lo escrito y lo hablado, entretenía y cautivaba
más.
Proverbiales son entre vosotros y cuantos
tuvieron la fortuna de intimar con éU
su exquisita cultura, su incomparable
gracejo, su palabra chispeante, sus donaires
y agudezas, contenidos siempre
en los linderos de la más correcta educación;
aquél, en fin, su don de gentes, por
cuya virtud se le abrían puertas y cora—
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zones. Y por ser ello tan sabido, no quiero
insistir en la pintura de este aspecto
interesantísimo de una figura de tan simpático
relieve en el cuadro de la literatura
española de estos últimos tiempos.
Yo no fui de los afortunados que le trataron
mucho; pero me glorío de ser de
los que con mayor desinterés admiraron
sus prendas personales y sus dotes de escritor.
Me tocó conocer las primeras en
los últimos años de su vida, y lo breve de
este goce dobló en mi corazón el sentimiento
de su muerte.
Como escritor, no fué de los llamados
de alto vuelo; pero sí de los que, volando
á flor de tierra, mejor han sabido mirar
hacia arriba para orientarse acá abajo en
la tarea de buscar, para sus inspiraciones
de artista, el lado más útil y pintoresco
de la vida humana. De este modo
consiguió tan á menudo extraer oro finísimo
del barro común de las flaquezas
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más vulgares y corrientes en el mundo
de la realidad, y con la sutileza de su
observación, descubrir y estimar lo que
á la simple vista parecía más oculto ó
más insignificante. Con arte exquisito lo
daba color y forma: lo demás era obra
privativa y misteriosa de su corazón,
henchido siempre de nobles y hermosos
sentimientos. Así logró más de una vez
inclinar los caritativos de sus lectores al
alivio de grandes y verdaderos infortunios,
presentados como asuntos de sus
cuadros literarios. Por cierto que los
triunfos de este linaje debieron de ser los
que más le halagaron, porque, ó no hay
vanidad lícita en la tierra, ó debe serlo
la de poseer una pluma con la virtud extraña
de convertir las palabras que traza
y las ideas que diluye en un papel, en
pan y abrigo para los hambrientos, desnudos
y desamparados.
De la solidez de sus escritos da testi—
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monio, particularmente en los de crítica
y sátira, pero sátira culta, comedida y
urbana, el interés con que aún se leen,
no obstante lo envejecido y remoto de
las costumbres ó de los asuntos á que se
refieren algunos de ellos; yeito por ejemplo
las Cartas trascendentales y La Novela
del Egipto, dos de los libros más leídos
y con mayor justicia popularizados
en España.
Quizás le fué la palabra más dócil que
la pluma, porque se ve en sus escritos la
huella del escrúpulo y el paso de la lima;
pero nada de ello, como trabajo de a r t i s ta
delicado, quita brillo ni frescura á la
obra de arte: antes la perfecciona y embellece.
Así andan en sus libros las sanas
y honradas ideas expresadas en lenguaje
y estilo primorosos, lo mismo en lo festivo
que en lo grave, porque á ambos tonos
se adaptaba igualmente la complexión literaria
del insigne escritor granadino.
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io6
«Si queréis ser leídos, sed amenos,>
dijo al entrar por vez primera en esta
Casa. Y al hablar así, predicaba con el
ejemplo, porque cabalmente es la amenidad
el encanto mayor de esas obras
que le conquistaron un lugar de preferencia
en la literatura contemporánea, y
un puesto merecidísimo entre vosotros.
Del Académico, no debo ser yo quien
hable sino para decir que fué bien poco
afortunado en el sucesor que le cupo en
suerte; porque un escritor como él, hombre,
á la vez, que alcanzó, por lo notorio
de sus virtudes y talentos, el raro
privilegio de pasar á mejor vida sin dejar
en el mundo un enemigo que con su
enconada protesta turbe y desconcierte
el nutrido coro de alabanzas de sus a d miradores,
merecía en esta ocasión panegírico
más resonante y autorizado que
el que le tributa, en estos pocos y descosidos
renglones, mi pluma inhábil y
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loy
torpe, aunque la muevan impulsos de
cariño y de admiración.
En rigor, y juzgando de estos actos y
de estas cosas por los cánones de mi propio
criterio, no muy de fiar, aquí debiera
poner fin á mi tarea, pues que en lo
dicho se contiene ya cuanto puede pedirse
á un hombre de bien y muy agradecido,
al atravesar los umbrales que se
le franquean, por inmerecido favor, de
una morada cuyo esplendor y señorío le
imponen y amedrentan; pero la costumbre
admitida, ó los preceptos reglamentarios
de esta Casa, piden algo más; y
yo, sometiéndome respetuosamente á
esa ley, aunque muy dura para mí, voy
á intentar su cumplimiento, no dogmatizando
sobre punto alguno de los innumerables
de vuestra competencia bien
acreditada, sino apuntando algunas observaciones,
á mi modo y á la buena de
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io8
Dios, sobre aquello que menos mal se
me alcanza dentro de la jurisdicción de
mi temperamento literario, en el cual
habéis visto vosotros, con gran sorpresa
mía, méritos bastantes para traerme á
vuestro lado.
Hablaré, pues, en cumplimiento de
aquel penoso deber, que vuelvo á mencionar
para ofrecérosle por disculpa de
la mortificación que he de causaros, de
la novela; pero no de la novela como género,
sino de una de sus variedades ó especies,
la más acomodada á la extensión
de mis alcances: la novela regional.
Se ha convenido en dar este nombre á
aquélla cuyo asunto se desenvuelve en
una comarca ó lugar que tiene vida, caracteres
y color propios y distintivos, los
cuales entran en la obra como parte principalísima
de ella; con lo que queda dicho
implícitamente que no cae dentro
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log
de aquella denominación la novela urbana,
de donde quiera que fuere la ciudad,
siempre que sea de las que se visten á la
moderna y se rigen por la ley de todas
las sociedades llamadas cultas por ir absorbidas,
y muy á su gusto, en el torrente
circulatorio de las modas reinantes.
La novela á que yo me refiero aquí, tiene
más puntos de contacto con la naturaleza
que con la sociedad; con lo perdurable,
que con lo efímero y pasajero;
con la eternidad del arte, que con el humano
artificio atlas circunstancias; y casi
me atrevo á asegurar que en pocas naciones
del mundo tiene esta importante
rama de la literatura tan bien cimentada
su razón de existencia, como en España,
cuya unidad moral es, por la firmeza de
su cohesión, tan de notarse, como la falta
de ella en sus precedentes históricos y
etnográficos, y en sus costumbres, climas
y temperamentos. Se impone, pues,
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no
aquí la novela regional, como se impone
el sentimiento que la engendra y produce:
el regionalismo, pasión acerca de la
cual tiene el vulgo de los que discurren
en los centros populosos y descoloridos,
muy equivocados conceptos.
En opinión de estos aprensivos, el sentimiento,
no ya la pasión, del regionalismo,
conduce á la desmembración y aniquilamiento
de la colectividad histórica
y política, de la patria de todos, de la
patria grande. Yo no sé si existirá algún
caso de éstos en la tierra española, y, por
de pronto, le niego, porque no le concibo
en mi lealtad de castellano viejo; pero
exista ó no, no es ese el regionalismo que
yo profeso y ensalzo, y se nutre del amor
al terruño natal, á sus leyes, usos y buenas
costumbres; á sus aires, á su luz, á
sus panoramas y horizontes; á sus fiestas
y regocijos tradicionales, á sus consejas
y baladas, al aroma de sus campos, á los
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I I I
frutos de sus mieses, á las brisas de sus
estíos, á las fogatas de sus inviernos, á
la mar de sus costas, á los montes de sus
fronteras; y como compendio y suma de
todo ello, al hogar en que se ha nacido
y se espera morir; al grupo de la familia
cobijada en su recinto, ó á las sombras
veneradas de los que ya no existen de
ella, pero que resucitan en el corazón y
en la memoria de los vivos, en cada rezo
de los que pide por los muertos, entre
las tinieblas y el augusto silencio de
la noche, la voz, que jamás se olvida, de
la campana de la Iglesia vigilante Y
así, por este orden, hasta lo que no se
cuenta por números. Pues á este regionalismo
le tengo yo por saludable, elevado
y patzúótico; y no comprendo cómo
se le puede conceptuar de otra manera
menos honrosa sin desconocer y confundir
lastimosamente los organismos fundamentales
de los Estados; organismos
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cuya consistencia no dimana de unas
cuantas leyes estampadas en un papel,
por la convicción ó la conveniencia de
unos cuantos hombres erigidos en legisladores,
sino de algo que puso Dios en la
esencia de oti'os más humildes; algo que
se roza más con el alma que con el cuerpo;
con el espíritu que se eleva, que con
la materia que se arrastra; algo en que
no se fijan los hombres tocados del vértigo
de la preponderancia en todos los
aspectos de las humanas ambiciones, y
que, sin embargo, es la única sangre rica
que va quedando en el cuerpo social,
medio podrido á estas horas, si no inien-ten
las señales que todos lamentáis á cada
instante en libros y papeles.
Pero aun considerado este regionalismo
como mera pasión romántica y sentimental,
es acreedor á mayores respetos
que los que debe al llamado modernismo
hoy triunfante, que alardea de
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" 3
desdeñarle siempre que le encuentra al
paso, cuando no le escarnece y vilipendia,
como á cosa vetusta y mal oliente,
nocivo á la salud de las nuevas ideas, y
estorbo á las corrientes de la cultura social
y del progreso humano, incompatible,
por lo visto, con toda casta de fronteras,
las ideales inclusive; porque, á mi
modo de ver, no sienta mal un poco de
estética hasta en la ciencia de los números
y en la prosa de la vida doméstica, y
no puedo convencerme de que á un caudal
le perjudique el estar compuesto de
muchos tipos de moneda, ni de que los
vínculos de una familia se relajen porque
el hijo militar se engría con sus arreos
marciales, el sacerdote con sus negros
talares y su pulpito, y el abogado con
su toga y sus batallas forenses. Al cabo,
de varios miembros se compone un cuerpo
bien constituido, y ningún miembro
se parece á otro, ni en la forma ni en el
8
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destino que le está señalado por la naturaleza.
Quien haya tenido la desgracia de nacer
y vivir entre calles urbanizadas y vecinos
temporeros, sin otros horizontes á
la vista que las dos bocas extremas de la
calle, ni otro cielo que la menguada tira
de él columbrada por la rendija de los
contrapuestos aleros de ambas aceras, y
se sienta arrastrado por las seducciones
de la vida mundana, por la fiebre de la
política ó la fiebre de la Bolsa, ó por el
hechizo de los salones y espectáculos;
quien viva, en suma, obligado por el gusto
ó por la necesidad, aclimatado á los
ruidos de las muchedumbres y al estruendo
de las máquinas, y, como reñido
con el sol, acostándose al amanecer
y despertando á la caída de la tarde, no
puede ser juez competente en esta clase
de litigios. No sabrá nunca, no penetrará
jamás lo que hablan, lo que dicen, lo
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que enseñan; la fuerza, el poder atractivo
y vivificante que poseen esos mil
componentes de la vida regional gozada
al aire libre y «de padres á hijos,> sin
las trabas y cortapisas del código del llamado
«bien vivir» en los centros populosos;
lo que esas cosas, tan pequeñas,
comparadas con lo que ahora se entiende
por grande, arraigan en el espíritu de
quien se haya formado entre ellas; cómo
las lleva en el corazón y en la memoria
adonde quiera que va, y le guían y confortan
en las prosperidades y en los i n fortunios
de la vida, y son el norte fijo
de sus grandes ilusiones para el día, ambicionado
siempre, de su vuelta al solar
abandonado por los rigores de la necesidad.
No me atrevo á decir que les suceda
lo propio á los hijos de las grandes poblaciones,
á los nacidos y formados entre
los hormigueros de sus calles, con
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i i6
los recuerdos, mal grabados en la memoria,
de una vivienda, de una plaza ó de
un holgadero cualquiera, que ya no existen
ó han cambiado de forma y de destino
varias veces por imperio de una ley
de conveniencia pública; pero no se puede
negar que el hombre de las ciudades se
acomoda fácilmente á vivir y morir en
otras semejantes fuera de su patria, ni
que esto jamás le sucede al hombre de la
región, especialmente si es montañosa,
que siempre vuelve á ella, como no se lo
impida la mala fortuna, aunque no sea
más que para morir al amparo de la cruz
del campanario y entregar la inútil carga
de sus huesos á la tierra sagrada del
pobre camposanto de su remoto y escondido
lugar.
Repito que conozco lo mísero del precio
que estas minucias de la vida sencilla,
obscura y semipatriarcal, alcanzan
en el mercado en que tan alto se avalo-
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ran los llamados «grandes intereses» de
la vida moderna; pero también me consta,
con toda certidumbre, que no son tan
de despreciar entre los hombres de bien
cultivado entendimiento, que todavía se
resisten á dejarse conducir entre las piaras
de Epicuro, porque saben que tienen
un alma, la cual necesita, por su destino
y por su origen, un ambiente puro en
que respirar, y que este ambiente no
abunda en el espacio en que se revuelven
las desenfrenadas ambiciones que
imprimen sello y carácter á los tiempos
que corren y á las gentes que se usan. De
todas maneras, y por eso le apunto, el
dato no deja de ser de fuerza contra los
aprensivos que afirman que el entusiasmo
por el terruño natal, es decir, por la
patria chica, amengua el amor á la patria
grande. ¡Como si la idea de toda esta patria
no cupiera en aquel pedazo suyo!
i Como si hasta para dar la vida por ella,
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i i8
no fuera aguijón más poderoso que una
imperfecta y vaga abstracción simbólica,
el conocimiento y la posesión de una
realidad palpable!
Pero no es éste el fin á que yo quiero
ir á parar por la senda elegida de propio
intento, aunque no me disgusta haberme
tropezado con él de pasada: lo que me
he propuesto, sencillamente, es presentaros
un esbozo siquiera de lo que yo entiendo
por región y por regionalismo^
como campo de observación y materia
inspiradora de la novela que ha de ser
objeto de las consideraciones con que,
bien á pesar mío, he de seguir molestándoos;
sólo que en nadie como en mí se
cumple lo de que «rara vez se corta por
donde se señala,» ni en ningún trance de
mi vida han andado tan desacordes como
en éste, el sentimiento de la materia tratada
y los medios de su expresión clara
y metódica.
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i i g
Quería yo deciros que el regionalismo
de que voy hablando no tiene nada que
ver con la Geografía política, ni con la
Historia, ni con la ley fundamental del
Estado, ni mucho menos con el Catastro
nacional y demarcación de fronteras; ni
con nadie ni con nada está reñido, sino
con la pompa de los salones, el tufo de
las grandes industrias, los «hombres de
negocios» y el ajetreo político con todos
sus derivados, congéneres, similares y
partehabientes; y de aquí que pueda extenderse
su jurisdicción hasta la ciudad
misma, ó á la parte de ella en que, por
milagro de Dios, respire todavía, como
salamandra en el fuego, algo de la masa
pintoresca del pueblo original y castizo,
con su fe y sus gustos y sus leyes de abolengo.
Donde algo de esto quede, allí
hay regionalismo de ese que yo profeso y
ensalzo y me atrevo á presentaros como
rica, inagotable cantera en que acopia
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SUS materiales la novela regional, ó rústica,
ó, más genérica y expresiva y propiamente
hablando, la novela popular,
y, por ende, nacional, española neta.
Dicho esto, y bien considerada su índole
singularísima, la sencillez de colorido
y contextura de sus elementos principales,
se da por entendido que no basta,
por sí solo, para componerla, el buen
ingenio, por cultivado que esté en otros
ambientes extraños, sino que se necesita
llevar en la masa de la sangre el jugo de
los componentes, que no podrá asimilarse
nunca el novelista, por muy avispado
que sea, llegado, por curiosidad, á la comarca
elegida, con la cartera de apuntes
en la mano, como si se tratara de inventariar
los estragos de un incendio ó los
productos de una cosecha; porque bien
sabido es que en la pintura de caracteres
y costumbres, particularmente los de
este linaje, importa más lo de adentro que
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lo exterior; y lo de adentro no lo ve ni
lo siente nadie que no lo lleve consigo
y bien infiltrado en el alma; afirmación
que me obliga á haceros una advertencia,
aunque también parezca innecesaria,
tratándose de jueces de tan recto
pensar como vosotros, y de una sinceridad
tan patente como la mía; y es, á saber,
que ha de darse también por entendido
que lo que diga en elogio de la novela
regional, no irá ni siquiera en d e fensa
de las desdichadas que yo compongo,
sino de la calidad de los elementos
de que me valgo para componerlas y de
otros semejantes.
Volviendo al asunto, repito que no
anda muy conforme con la definición que
dejo hecha de la llamada vulgarmente
novela regional, cierta crítica al uso,
que no quiere ver en ella otra cosa que
una pintura más ó menos fiel, especie de
monografía, más ó menos literaria, de un
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lugar determinado y de unas gentes y
unas cosas singularísimas y excepcionales,
fuera de toda relación y comercio
con el resto de la patria común; «ordinarieces
y vulgaridades» más que suficientemente
remuneradas con el «pase» desdeñoso
del lector «culto y distinguido.»
Para estos señores compasivos, que muy
á menudo se equivocan, la novela propiamente
«seria» y digna de los honores
de la crítica sesuda y docta; la novela
nacional, legítima, de costumbres españolas,
es la de guante blanco, la de los
salones elegantes, la de la alta banca, de
la alta política; la filosófica de los problemas
y conflictos en cualquiera de los
órdenes y jerarquías del presente estado
social, etc. Y es que estos apasionados
«modernistas» confunden lo interesante
con lo castizo; lo más usual y á la moda,
con lo característico y permanente; las
ramas con el tronco; porque pase, y de
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buen grado mío, que esta novela que tan
altos y admirables vuelos ha tomado en
el día, sea más interesante y atractiva
para mayor número de lectores que la
otra, porque es el reflejo del estado a c tual
de ciertas cosas en muchas partes
del mundo; pero por lo mismo que es
así; por lo mismo que su asunto es moneda
corriente en todos los salones, ó en
todos los talleres, ó en todas las plazas
públicas, en todas las sociedades, en fin,
que alcanzan altura igual en el nivel de
la cultura moderna, no puede ser la novela
de ninguna de esas partes, porque
está formada de elementos comunes á
todas ellas; y todo lo podrá ser en España,
que es la nación de Europa que más
de lo ajeno va vestida, cuando á la moda
se viste, menos novela de costumbres españolas,
porque no son genuinamente españoles
ni el modo de ser de sus personajes,
ni los fondos de su escenario, ni
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siquiera las pasiones ó virtudes que en
ella juegan.
A la francesa ó á la inglesa, se vive
hoy en la clásica tierra castellana, y
se anda, y se legisla, y se viaja, y se
piensa; á las horas que en Francia ó en
Inglaterra, se sientan á comer nuestros
proceres y gentes encopetadas; en francés
se imprime la minuta de lo que van
comiendo y hasta de los famosos vinos
españoles que van bebiendo; extranjeros
son los criados que hormiguean en d e rredor
de la mesa; extranjero el vestido
que los confunde con sus amos; extranjeros
el aparato y los nombres de cada
mueble y objeto de la estancia; extranjera
la lengua que á ratos se habla entre
los satisfechos comensales; extranjera
la decoración del resto de la casa, y
extranjeros, en fin, han de ser los libros
que lean en sus ratos de ocio las señoras
que la habitan. Al procer ostentoso r e -
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meda el industrial acaudalado, y á éste
el tendero presumido y el rentista vanidoso;
y así, por esta escala abajo, hasta
el empleadillo del entresuelo y el barbero
de la esquina. Al teatro nacional le
ahogan, como la yedra al arbusto que
nació sano y vigoroso, los mal llamados
arreglos de las producciones del vecino;
de malas traducciones se nutren y atiborran
los folletines de nuestros papeles
públicos, y sabe Dios en qué lengua están
escritas las restantes secciones de
muchos de ellos; el deslavazado cuadrúpedo
inglés ha sustituido en calles y paseos
al gallardo potro jerezano, y á la
hora presente ya le encuentra su jinete
caprichoso menos divertido y elegante
que pernear, encorvado y á horcajadas,
sobre un artefacto, exótico también. De
afuera han venido ciertas ideas que, ó
porque no son buenas, ó por haber sido
mal digeridas, tienen á los hombres, al-
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tos y bajos, en perpetua locura y desconcierto.
Por último, y en honra nuestra
se diga, no brotó en España, tierra
de cristianos, el germen venenoso del
impulso brutal y despiadado que, con
mano española, lanza la bomba mortífera
y siembra el estrago sangriento en
las muchedumbres desprevenidas é indefensas.
De este modo anda el extranjerismo
infiltrado en nuestra vida social; en las
costumbres que seguimos, dentro y fuera
del hogar; en los nombres de las cosas
más usuales y corrientes; en las ideas
que ventilamos, en las leyes que nos rigen,
y hasta en la lengua que se habla,
y en los libros que se leen, y en la a t mósfera
que se respira. Y yo pregunto
en vista de ello: ¿se puede construir con
estos materiales extranjeros, y sin un
milagro de Dios, una obra española, en
el sentido en que debe tomarse esta pa-
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labra cuando se trata de obras de arte?
Responda el más obcecado modernista, y
advierta de paso que, al negar esta condición
á esa novela que tantas y tantas
otras eminentísimas posee, no hago más
que reclamar lo que el vulgo equivocadamente
le adjudica, para dárselo á quien
pertenece en buen derecho: á la novela
regional, motivo de estas descosidas é
insignificantes observaciones. Porque, ó
no hay novela propiamente española, ó
lo es ésta, hecha precisamente con los
elementos indígenas desdeñados ó desconocidos
por la otra; lo es, repito, esta
novela, la novela de la provincia, la novela
del campo ó de la costa; la del pueblo,
en fin, alto ó bajo, urbano ó rústico,
pero pueblo siempre, libre aún del contagio
de esa invasión extraña, que todo
lo desnaturaliza, confunde y amontona;
del pueblo con sus leyes, usos, grandezas
y miserias, virtudes y preocupacio-
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nes, y, sobre todo, con su lengua original,
rica y briosa; con sus modismos
provinciales, que son, al decir de una
autoridad (i) que no rechazai'éis vosotros
seguramente, «la savia, el jugo de
la hermosa lengua castellana;» de la
lengua del Quijote, y de todo el inapreciable
tesoro de nuestra literatura
clásica, del cual es parte principalísima
la novela picaresca de los siglos de oro,
y cuyos Guzmanes de Alfarache, Lazarillos
de Tormes, Rinconetes, Monipodios,
Pablos de Segovia y otros tales,
bien poco tienen, en verdad, de caballeros
elegantes de salón, ó de personajes
de Parlamentos y Academias; ilustre y
nunca bastante ensalzado abolengo del
actual realismo castellano, bien escaso,
por desdicha, en el vertiginoso movimiento
literario de nuestros días; realis-
(i) Menéndez y Pelayo.
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mo apenas advertido por los linces de la
crítica poco há mencionada, y eso para
considerarle como esfuerzo, «muy plausible,>
de imitación del intruso, desconsolador
y, á menudo, mal oliente naturalismo;
que á extremos tales conduce
la ceguedad humana, ó la fuerza de la
rutina pedantesca, que tanto monta.
Pues bien, señores Académicos, y salvo
siempre mejor parecer que el mío: yo
creo que si no se otorga á la novela r e gional
contemporánea el título de castizamente
española, hay que negársele también
á las citadas de los siglos de oro de
nuestra literatura; porque, mal ó bien,
hechas están las de hoy con los mismos
elementos que las de ayer, y la condición
de la hechura no modifica en nada
la calidad de las cosas.
Con tiempo que yo no quiero robaros,
Se podrían establecer aquí unas cuantas
diferencias muy substanciales entre las
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2010
dos castas de novela á las cuales voy
refiriéndome, para venir á parar á que,
siendo, como es, la moderna, la de hondo
análisis, la filosófica y social, la llamada,
en fin, en castellano vigente,
auuque bien poco castizo, <alta novela;
» siendo ésta, repito, la preeminente
hoy, no tanto por la fuerza de la moda,
como por el valor positivo que la han
dado sus grandes prendas artísticas, no
es la otra, la popular, cosa de menospreciarse,
y mucho menos tomada en el
punto de perfección á que ha llegado la
primera.
Os diría, entre otras cosas, que esta
novela es á la regional, lo que los cuadros
de taller son á las pinturas murales:
hay en aquélla mayor lujo de composición
y de estudio del modelo; la otra es,
en cambio, más espontánea y briosa. La
primera es la novela de las ideas; la segunda
es preferentemente la de los h e -
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chos, más real, menos retórica. Aquélla
estudia las cosas en el estado en que las
pone el movimiento incesante de las novedades
que pasan; ésta prefiere lo inamovible
y duradero; la una pule y cincela,
investiga y ahonda en los organismos
sociales influidos por el llamado medio
ambiente; la otra esculpe las figuras
de sus cuadros en la roca misma de los
montes, al aire libre y á la luz del sol.
La primera busca para fondo de sus
creaciones el aliño artificioso de la ciudad,
hechura de los hombres; la segunda
la naturaleza, obra de Dios é inmutable
y de todos los tiempos. Aquélla se
cuida y se paga más del dibujo, de las
filigranas; ésta, del colorido. Por eso es
más sencilla, y por ser así, menos interesante
que la otra para la gran masa de
lectores que respiran el mismo ambiente
que el novelista que produce la de su
gusto aunque estirando un poco la
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materia y sin gran esfuerzo, esto del interés
en las novelas (que no es siempre
el placer estético) pudiera también dar
motivo á otra larga serie de consideraciones
que yo haría de muy buena g a na,
sin el temor de molestaros con ellas.
Porque, en primer lugar, ¿qué se entiende
por interés en una novela? Para un
lector adocenado, el que resulta de las
complicaciones y sorpresas de su argumento.
Todo lo demás huelga para él en
el libro.
Para otro lector, de los que se llaman
simplemente «bien educados,» es decir,
de los que andan muy á punto en lo de
vivir á la moda, discretos á su manera y
«correctamente» duchos en todos los t i quismiquis
de la buena sociedad, el interés
consiste en que cada personaje y
cada accesorio ocupe en la novela de «su
mundo» el lugar correspondiente; que el
marqués sea siempre marqués, y el laca-
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yo, lacayo; y, por último, que todo acabe
en el libro como los gladiadores r o manos
sobre la arena del circo: con la
elegancia que piden el escenario y los
personajes.
Para otros lectores más modernistas
aún, es decir, pai^a los tétricos de la negación
y de la duda, que son los melenudos
de ahora, el interés estriba en el
escalpelo sutil, en el análisis minucioso
de las pi'ofundidades del espíritu humano;
profundidades sombrías, ¡muy sombrías!
negras si es posible, y en las
cuales no exista nada, absolutamente
nada de lo que hemos supuesto en ellas
ios simples mortales; nada, por consiguiente,
de impulsos vírgenes, de ideas
madres, de sentimientos nativos, espontáneos;
nada de amor ciego, desinteresado
y noble, como recurso, como elemento
artístico. Este es achaque de tontos,
rutinario y vetusto. Si acaso, la pie-
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dad puramente filantrópica y razonada,
á fin de que el marido, hombre de los refundidos
en los últimos troqueles, que
no es capaz de hacer dichosa á su mujer,
aunque la idolatra y colma de respetos
y de lujos, acabe por darle, gustosa
y espontáneamente, la libertad que
ella desea para ser más feliz con el amante,
consentido y aceptado, tiempo hace,
en el domicilio conyugal; que á esto y
mucho más obliga la dignidad del hombre
nuevo, sometida á la ley de su razón
soberana y luminosa; ley que desconocieron
ó profanaron lastimosamente
los galanes puntillosos de Lope y Calderón.
Mucho «molde nuevo» para todo,
y nada, por consiguiente, de Providencia
de tejas abajo ni de tejas arriba; algún
cadáver que otro por los suelos al final,
y, si acaso, el «hombre superior, > héroe
de la novela, gozándose á su modo en
aquella palpable demostración de la con-
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sistencia y buena calidad de su tesis redentora,
y condensando su sentir humanitario
en un aforismo rimbombante,
muy parecido á la blasfemia de otros
tiempos.
Suplid vosotros con la memoria los
ejemplos que yo me callo, para venir á
parar cuanto antes á la afirmación que
me atrevo á hacer de que se cuentan por
los dedos los lectores que buscan el interés
y la verdadera delectación estética
en sus legítimas fuentes: en las galas artísticas
de la obra; en su desarrollo firme,
natural y diáfano; en la verdad eternamente
humana de sus caracteres, y, sobre
todo, en la concordancia substancial,
íntima, justa, del asunto y del lugar, con
el lenguaje y el estilo del novelista que
los refiere y describe. El mejor asunto
tratado impropia, incorrecta ó desaliñadamente
por el escritor, resulta, á lo
sumo, estatua fría, marmórea y obra más
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de cantero que de escultor; porque el
lenguaje y el estilo, no solamente han de
ser la vida que dé movimiento y color
al cuadro literario, sino el alma que le
infunda expresión, fisonomía y carácter
propios é inequívocos. Y quien esto sabe
leer en un libro, sabe igualmente, y sin
que yo se lo diga, que todos los idiomas,
según dictamen de un meritísimo escritor
contemporáneo (O, «tienen en sí una
virtualidad estética que obra en el espíritu
del lector como manantial de deleite,
independientemente del contenido
interior de ideas, de imágenes ó de afectos
á que sirven de vestidura, y que esta
virtualidad estética radica en la contextura
gramatical y sintáxica de la frase,
en el valor prosódico de los-vocablos,
valor que, aun mentalmente, distingue
ese cierto oído que reside en el fondo
(I) J. Sarda.
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del cerebro; radica en el enlace de las
letras, de las sílabas, de las palabras; en
la elección de éstas, en el desarrollo de
las cláusulas, en el ritmo del período, en
la trabazón, en fin, de todos y cada uno
de los elementos gramaticales que forman
los idiomas en la pluma de los
escritores privilegiados.»
Privilegio, añado yo, que, como el numen
poético, es don de Dios, y no se en�