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ENRIQUE RUIZ DE LA SERNA SEBASTIÁN CRUZ QUINTANA PREHISTORIA Y PROTOHISTORIA DE BENITO PÉREZ GALDÓS CONTRIBUCIÓN A UNA BIOGRAFÍA EDICIONES DEL EXCMO. CA BILDO INSULAR DE GRAN CANA RIA Entre los primordiales propósi tos del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria se ha contado siem pre el estímulo y exaltación de to das las actividades del espíritu en la Isla. Para hacer más eficiente ese propósito, el Excmo. Cabildo, a través de su Comisión de Educa ción y Cultura, ha emprendido unas cuidadas ediciones que abar can diversas ramas del saber y de la creación literaria. Entre otros textos, se publica rán antologías, monografías y ma nuales en que se presenten y estu dien aspectos relativos a nuestras Islas; y se reeditarán, además, obras que por su rareza, por su importancia o por su antigüedad, merezcan ser divulgadas. A com petentes especialistas se encomen darán los prólogos y notas, así co mo cada una de las ediciones. Esta empresa editorial constará de las secciones siguientes: 1.— Lengua y literatura. 11.— Bellas Artes. 111.— Geografía e historia. IV.— Ciencias. V.— Libros de antaño. VI.— Varia. DONACIÓN Cabildo Insular de Gran Canaria Ediciones del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria ( Comisión de Educación y Cultura) 1 LENGUA Y LITERATURA ( Al cuidado de Ventura Doreste y de Alfonso Armas) ENRIQUE RUIZ DE LA SERNA SEBASTIÁN CRUZ QUINTANA PREHISTORIA Y PROTOHISTORIA DE BENITO PÉREZ GALDÓS CONTRIBUCIÓN A UNA BIOGRAFÍA Prólogo de ALFONSO ARMAS AYALA ¡:‘ i :“ ¡ N.° c: d / qoçq 7 :: ‘ 973 Depósito Legsl G. C. 344- 69 Lit. Sssvedra- CI. E. Fuentes, 33- Lss Palmss La biografía de un personaje comienza mucho antes del año de su nacimiento, ya que desde mucho antes comienzan a actuar las fuerzas secretas que han de influir sobre ella. EL CANCILLER LÓPEZ DE AYALA MARQUÉS DE LOSOYA PRÓLOGO Enrique Ruiz de la Serna — el que fue excepcional periodista, fino prosista y cronista nada común— y Sebastián Cruz Quintana — profesor, investigador mi nucioso, valioso colaborador de Ruiz de la Serna— acaban de terminar para entregar a la imprenta este volumen que hoy se añade a la ya copiosa bibliografía galdosiana. Estudian estos biógrafos galdosianos una faceta de Galdós poco conocida, precisamente sus años ju veniles en Las Palmas. Concretamente, el libro con cluye en 1864, año en que Galdós realiza su primer regreso a la isla, después de haber marchado a Madrid en 1862 para iniciar sus estudios universitarios. Han conseguido los autores del libro reunir una muy rica y desconocida documentación galdosiana encontrada en los archivos parroquiales, particulares y aun oficiales de Tenerife y Las Palmas. Gracias a ella es posible conocer nuevos ángulos de la vida del novelista. Para ser más exactos, del entorno familiar del escritor. Ix De ahí que se pueda conocer, con todo detalle, quiénes fueron los ascendientes de Don Benito y qué ambiente vivieron, ya en Valse quilla, ya en Las Pal-mas. Resulta curioso saber las vinculaciones mercan tiles de uno de los abuelos, dedicado al comercio de la pesca africana, con sus veleros “ Jesús, José y la María” y “ Stma. Trinidad”; y mucho más, leer su nombre en el Diario del inefable comerciante Don An tonio Bethencourt, cronista fiel aunque nada riguroso de la intimidad ciudadana de Las Palmas a fines del siglo XVIII y comienzos del XJX. También, haber encontrado los registros del Seminario Conciliar ha ayudado bastante a comprender la estela eclesiástica en que se desenvolvió la vida del padre y tíos del no velista. Y así resulta esclarecedor conocer ya con exac titud ese falso halo inquisitorial que ha rodeado los antecedentes familiares de Galdós; una vez más Ruiz de la Serna y Cruz han demostrado que el S. O. fue una oficina de patentes familiares al servicio de las ape tencias burocráticas de los más afortunados. Haber hecho, en paralelismo, la investigación de la ascendencia de los Pérez y de los Galdós ha ayu dado asimismo a tener una idea más cabal de la clase media burocrática y agrícola de Gran Canaria repre sentada por dos familias luego enlazadas por los ma trimortios de los padres de Benito. En una y otra rama, la fecundidad es el signo más evidente; y en las dos impera también el espíritu de superación económica ante tantas dificultades familiares. No es otra la ex plicación de tantos afanes por conseguir el padre de Don Benito cargos en la Contaduría de la Catedral, x al igual que el abuelo se había preocupado por arren dar la “ hacienda de Guanarteme”, conservada ain por los herederos de Don Ignacio, el hermano de Don Be nito, hasta fechas muy recientes. Comercio, agricul tura y milicia van a ser tres notas predominantes en la ascendencia galdosiana; ya se verán reflejadas en algunos de los hermanos de Don Benito, dedicados en Cuba o en Las Palmas a transacciones comerciales y agrícolas, o en la estela militar de Don Ignacio, que moriría siendo Capitán General de Canarias. Los capítulos III y IV refieren con todo detalle los sucesos de 1808, en Las Palmas y Tenerife, y, aun que eran ya conocidos, destaca la manera viva y origi nal con que han sido relatados por los dos autores. El “ Diario”, incompleto por desgracia, del tío de Don Benito es fuente de primera mano que con toda seguridad el novelista debió haber conocido y no se sabe si llegó a utilizar como fuente de alguno de sus “ Episodios”. Todo este bagaje de anecdotario histó rico, tan igual al de otras provincias españolas sacu didas por el huracán napoleónico, no debió haber resultado baldío para un escritor como Galdós, tan amigo de memorias, de diarios, de relatos y de cró nicas. Si años después, sin cumplir los veinte, se con vertiría en un cronista gráfico de su ciudad, no des perdiciaría tan fácilmente este arsenal de noticias, de hechos, y hasta de cotilleos insulares que llenaron la trasvida del Archipiélago entre 1808 y 1814, cuando ya regresan las fuerzas de “ La Granadera” canaria. Y cuando el teniente “ Pérez” tiene que simultanear su vida militar con la administración de las rentas XI capitulares por encargo de su hermano Domingo, el capellán del batallón canario. Domingo y Sebastián, los dos hermanos unidos en tantos avatares, que se rían propietarios de la “ data” de Los Lirios, en el Mon te Lentiscal, donada por el Ayuntamiento para com pensar los haberes nunca recibidos de los años de milicia y de guerra. “ Data” en donde Sebastián, el padre del novelista, fabricó “ un lagar y casa terrera”, tal vez la misma que, con algunas variaciones, conser van hoy los herederos del General Pérez Galdós. Desde el nacimiento de Benito los sucesos de Es partero interrumpen la duermevela de la sociedad es pañola; también la de Don Sebastián Pérez, coman dante de la Fortaleza de San Francisco, que, por arte de pronunciamientos, juntas y expedientes, se ve des tituido de su cargo: cuando ya tenía en su haber diez hijos, el último de los cuales había sido Benito. Los autores del libro han sabido rodear el nacimiento de este último vástago del ambiente histórico adecuado; y de este modo resulta mucho más fácil conocer cómo la ciudad de Las Palmas empezaba a despertar de su letargo un poco antes de mediados del siglo. Gracias al esfuerzo de “ los niños de La Laguna” — años des pués caricaturizados por Don Benito—, gracias a ese hálito de liberalismo y progresismo que va imperando poco a poco. Y gracias sobre todo a la providencial existencia de unos hombres que, aun a costa de sus propias vidas — médicos, abogados, comerciantes—, supieron vencer los estragos del Cólera para conseguir remozar una ciudad insular e irla convirtiendo en una urbe provinciana, enriquecida con alientos cultu XII rales, remozada en su incipiente urbanismo y cada vez más deseosa de romper la monotonía somnolienta en que había vivido. El futuro novelista, en sus primeros diez años, testigo de tantos cambios, de tantas trage dias — qué visiones o recuerdos pudo haber tenido Galdós de la mortandad de 1815, en nuestros días re vivida con tanto gracejo por Claudio de la Torre?—; descifrador de aquella ebullición política que fructi ficara en la fundación del Gabinete Literario, en la construcción del nuevo Teatro, en la creación de un Colegio de Segunda Enseñanza — y hasta de un fugaz instituto, cercenado por las pugnas políticas insulares; compañero entrañable de su hermano Ignacio, inci piente seminarista y más tarde futuro cadete de la Escuela Militar. Almacenando, en fin, material para sus futuras páginas novelescas. Los capítulos Xli, XIII y XIV resumen el período que abarca desde 1852 a 1862, diez años que resultarán capitales para la vida de Benito. De un lado, como se ñalan muy bien los autores del libro, su aprendizaje escolar, sus monigotes de barro y papel; de otra parte, sus juegos infantiles, sus primeras amistades, sus es carceos de bachiller primerizo, sus exámenes, sus cali ficciciones, su vida de escolar semi- interno, sus pri meros palotes literarios. “ Años de aprendizaje” que representan un hito importantísimo en la vida del fu turo escritor. Es el primer contacto con la vida pú blica, enriquecida de algaradas, de festejos, mientras sus paisanos juegan a independencias administrativas, al estreno de Puertos Francos ( creados en 1852), entre algazara de chicos y grandes en el patio del viejo con XIII vento de San Agustín, lugar de celebración de tantas novedades y tantas alegrías... Los capítulos en los que se trata de la educación de Benito en el Colegio de San Agustín ( XIV, XVI, XVII, XVIII), aclaran muchos extremos que otros biógrafos hasta ahora habían pasado muy a la ligera; y que futuras investigaciones deben dar más amplia información. La influencia ejercida en el Colegio por un grupo de profesores, entre los que destacan primor dialmente los hermanos Martínez de Escobar ( espe cialmente, Teófilo y Emiliano) y el paso un tanto fugaz del Doctoral Afonso — figura capital dentro de la his toria del siglo XIX insular— son datos que los autores del libro han sabido valorar con toda exactitud. El es píritu liberal que predominó en el Colegio es muy po sible que haya sido huella nada despreciable para expli carse mejor la ideología del novelista; las continuas menciones que de Galdós hacen los hermanos Martí nez de Escobar en su epistolario, el viaje que harán juntos Teófilo y Benito a la Península, el cariño y el celo con que siguen la carrera literaria de Benito, prue ban muy bien que el paso del estudiante por el Colegio y la relación con aquellos que fueron sus profesores — educados en los mejores postulados de “ progreso” y liberalismo — no resultaron nada accidentales ni transitorios, sino que, por el contrario, fueron algo permanente y duradero. Por último, los capítulos finales — dedicados a dar a conocer las “ Primicias literarias” y las “ Aficiones artísticas” — representan una fiel ordenación de los pri XIV meros escarceos del futuro novelista. La reproducción de “ La Emilianada” — con toda seguridad uno entre los muchos poemillas satíricos escritos por Benito— demuestra el ingenio y el humor no sólo del escritor, sino del caricaturista; la innata predisposición a lo ca ricaturesco que algunos críticos han señalado en la obra galdosiana, tiene origen en estos años bachille rescos en los que la pluma y el lápiz carbón se aunaban para un mismo fin: expresar la visión humorística que de la realidad iba adquiriendo un mozo de poco más de quince años. Con toda seguridad, las investigaciones que se hagan para conocer mejor este período de ini ciación artística no resultarán baldías; explicarán me jor el comportamiento del escritor en años posteriores. No de otra manera hay que considerar los álbumes de dibujos galdosianos — hasta ahora los únicos cono cidos —, sino como primeras páginas de episodios grá ficos, en los que se mezclan lo cotidiano y lo solemne, tan sabiamente fundidos, que en ocasiones no es fácil distinguir la tonalidad de uno y otro color. Porque el propio artista se esforzó precisamente para no dif eren ciarlos. Han conseguido los autores del libro, en conse cuencia, dar un panorama muy completo del período insular de Galdós, el menos conocido dentro de su vida y, sin duda, el más necesitado de mayores detalles. Es este período el que se enlaza directamente con el de sus primeros años madrileños, época en la que to dczvía estaba viva la huella insular y durante la cual es el Galdós humorístico el que más fácilmente se ma nifiesta. Con sus dibujos, con sus artículos periodís xv ticos, con sus crónicas. Porque en cada uno de estos aspectos, el escritor iba volcando su visión de la reali dad teñida por el tamiz de la sonrisa. AÑOS MADRILEÑOS Cuando Galdós llega a Madrid, para comenzar sus estudios universitarios, en septiembre de 1862, co mienza también a alternar los pasillos del caserón de San Bernardo con los del Ateneo o con los de las re dacciones de algunas revistas y periódicos. Son años de madurez y de formación; el escritor está empezando a crear su estilo, y ninguna otra arma mejor que las páginas periodísticas. Aunque ya se han publicado mu chas de sus colaboraciones en la prensa de la época, es menester conocer con mayor amplitud este período que antecede al de las primeras novelas. En estos años, y siguiendo la pauta iniciada en Las Palmas, Galdós prosigue haciendo caricaturas, tan-tea el periodismo informativo, escribe las primeras crónicas, se hace resonador de muchas de las contro versias insulares, asiste como espectador excepcional a los graves sucesos premonitorios de la revolución septembrina. Toda esta prosa galdosiana anterior a 1870 responde a los moldes que habían sido fraguados en las aulas del Colegio de San Agustín: aquí, el estu diante retrataba lo que veía, mientras que en el amplio coso madrileño el periodista contaba lo que sentía. Empezaba ya a pulir, a filtrar las imágenes, a hacerlas más vivas a fuerza de destacar sus contornos. xv’ En Las Palmas, Benito había empezado a hacer crónica gráfica y en Madrid la convierte en política. El riquísimo álbum de caricaturas madrileñas — zilti inamente tan puntualmente comentado por tan sagaz galdosiano como el Dr. Pérez Vidal— es el documento más valioso del que hasta el momento se dispone acer ca del temperamento, del carácter y de la seibilidad de un incipiente escritor que se va viendo envuelto en los sucesos y los acontecimientos que lo rodean. Así como en Las Palmas el proyecto del nuevo Teatro originó la caricatura deformadora, ahora en Madrid la cari catura se hace más personal, la visión se ahonda y la crítica se enriquece con nuevos matices. Recuérdese, entre otras, la crónica del “ Carnaval de 1865”, en donde no se sabe si admirar más la des cripción o la ironía. Galdós, despojado ya de la gracia suave que había usado en sus caricaturas canarias, las enriquece con matices nuevos, adoba su prosa con nue vas tintas, llena su lente de una ligera mordacidad que recuerda en cierta manera a Larra, maestro al que tanto admiró Galdós. Lo mismo ocurre con el artículo “ 16 de marzo” ( del mismo año 1865), en el que se hace eco de la Ley de Imprenta, de la aceptación de la Encíclica Papal, de las multas impuestas por el gobierno y de la corrida de toros anunciada para el domingo, entrevista por el cronista con visos de humor y de burla. Colo cado en la oposición, Galdós satiriza, caricaturiza: “ No nos ocupemos de estos pequeños acontecimientos que no indican más que la fuerza moral de un partido que no se compone más que de las tres cuartas partes de los españoles; veamos si en la semana que atravesamos ha ocurrido alguno XVII de esos incidentes pasmosos que absorben la atención por su grave trascendencia. Para eso invocaremos el auxilio de ese órgano de la verdad que es “ La Correspondencia”, ministrum fulminis, de todos los chismes políticos, sacerdotisa de la velei dad que se parece al escéptico en que no tiene fe, al escribano en que la da, y a la fe en que tiene vendados los ojos para poder imaginarse las cosas al revés y como mejor le viene a cuento”. O se duele del rigor político, como en el artículo del 23 de abril del mismo año; en él se mezclan la ironía y el dolor por los sucesos trágicos del mes de marzo en la Puerta del Sol; artículo que nos da un Galdós poco frecuente, fustigador de manifestaciones religiosas po pulares. Y una nota curiosa, la muerte de Alcalá Ga liano, el orador de las Cortes, tan maravillosamente recreado por Galdós pocos años después en las páginas de “ La fontana de Oro”. Galdós, diablo cojuelo madrileño, va y viene por todos los rincones de Madrid: cuenta, pinta, refiere, fustiga, ironiza. Va desde los buñuelos de las verbenas a la pompa de la Corte; desde los comedores palaciegos a los rumores de la calle preñados de ímpetu revolu cionario; desde la solemnidad del Palacio Real al valor de los sonambulistas de los Campos Elíseos; desde el comentario de las noticias de Callao a las ínfulas dic tatoriales de O’Donnell, desde la Pastelería Nacional del Congreso a la Camarilla del Palacio Real. Galdós en todas partes; caricaturizando, pintando, satirizando. Es hora ya de analizar el periodismo galdosiano. No sólo como fuente de información, sino también tanteo de un estilo novelístico. Hacer armas de novelista no es palabra yana; la XVIII novela de 1873 está ya potenciándose en la gacetilla de 1865, en que, una vez más, la ironía cervantina, la punzante cari catura y el dominio de la línea y la figura se aúnan; falta sólo la cartulina para ver, con viveza este rasgo de humor galdosiano. Más de uno de sus dibujos refleja esta misma escena. Galdós, pues, haciendo de resonador: ya en sus crónicas, ya, años después, en sus Episodios. Como en uno de ellos, al referirse a las luchas de 1854, diría: “ Venga, sí, toda la libertad del mundo, pero venga también las mejoras de las clases.., porque, lo que yo digo, ¿ qué adelanta el pueblo con ser muy libre si no come? Los gobernantes nuevos mandan mirar mucho por el trabajo y por la industria.” Y de los sucesos de 1860- 62 ( Castillejos, Méjico, créditos de la Banca Jecker) vale la pena resaltar un hecho: Galdós, en su episodio Prim, al comentar el final de los sucesos del Cuartel de la Montaña — Isigno trágico el del cuartel, en 1857 y 1936!— escribe el si guiente diálogo expresivo: “ Confusio ( Santiute). Te aseguro que es Prim el que he visto... Prim mandaba el simulacro dentro del cuartel... y fuera, el intrépido Serrano dirigía el asalto. — Teresa...: Quítate allá, Juan... Eres loco. — Confusio. Soy lo que soy. Compon go la Historia lógica y estética, estudiando los aconte cimientos, no en la superficie, sino en el fondo... En el fondo veo a Serrano y a Priin abrazados. Veo los muertos vivos, los enemigos reconciliados, el Altar y el Trono llevados a la carpintería para que los compongan, la Historia de España escrita por los XIX orates... Tú no sabes de esto, pobrecilla... Léeme y verás.” El novelista, disfrazado de personaje, habla, des-cifra la clave de la historia. Frente a frente Serrano, general gubernamental, y Prim, revolucionario: la lu cha, la sangre, el asalto al cuartel, una mujer que busca a su hombre entre los muertos, la voz irónica, mordaz de Galdós: “ léeme y verás”. Y no solamente anun ciando algo que va a contar en el Episodio siguiente, “ La de los Tristes Destinos”, sino una vez más soñando lo imposible: la unidad de los españoles, la desapa rición grotesca del esperpento del carlismo, la crítica contra los historiadores, “ los orates de la historia”. Galdós, siempre recreando la historia: novelando, idea lizándola. Diríase que, animado del espiritualismo que se manifestó en estos años, Galdós buscaba en lo ina lienable, lo que la realidad le ofrecía de tan amargos modos. La imaginación creadora del escritor hacía el milagro. La Revolución del 68: nuevos ambios, aunque no bastantes. Los economistas hablan de un pacto tácito entre burguesía y oligarquía. Hay nuevas indus trias, minas, empresas; Madrid estrena en 1871 el pri mer servicio de tranvías de mulas. Por esas mismas fechas, Galdós termina El Audaz y publica la Fontana y la Sombra. En las dos primeras, Galdós, hombre del 68, refleja algo del malestar existente: el escaso poder adquisitivo del jornalero, los cascros- ogros ( tan fre cuente en las posteriores novelas), la miseria del asa lariado. Huelen las páginas de Galdós a malestar social; xx y a desilusión revolucionaria. Tal vez sea en estas pri meras novelas- cuentos o novelas- ensayos ( como las ha querido llamar Montesinos) en donde se pueda adi vinar ya la honda, la profunda preocupación social que embarga al novelista. Ese del que se llegaría a decir, por crítica miope, que estuvo desligado de los proble mas sociales, de su tiempo. “ Avanzaron por el corredor — dice en Fortunata y Jacinta— y a cada paso un estorbo... Veían las cocinas con las pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar junto a la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la indispensable có moda, con su hule, el velón con pantalla verde, y en la pared, una especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna lámina al cromo de prospecto o periódicos satíricos y muchas fotografías. Después de recorrer dos lados del corredor principal penetraron en una especie de túnel en que había puer tas numeradas: subieron como seis peldaños, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el anterior”. Feo, sucio, triste, tres adjetivos que resumen la descripción. Una casa de vecindad que huele a miseria, que se palpa conforme se corre la aventura de inter narse por sus galerías. Diríase que casi se está frente a una estampa neorrealista. Galdós no sólo está ha ciendo literatura, sino además hace crónica de infor mación; como la hará años después, Baroja, otro gran guía de miseria, de arrabales, de barriadas, de hambre y de necesidades. Galdós, como Costa, fue una voz serena y nada estridente en aquel páramo español que va del 68 al 98. Pretendió, en sus novelas, no sólo crear una nueva manera de narrar, sino reflejar unos viejos y unos nuevos modos de vivir. XXI Denunció hambre, iniquidad, caciquismo, sucios manejos, pero también supo pintar la nueva vida de una sociedad, la de la Restauración, que empezaba a vivir bajo el signo de muchas interrogantes: huelgas, reivindicaciones sociales, creación de grupos sindicales, llegada de los primeros manifiestos socialistas y mar xistas. Frente a gobiernos con giros poco eficaces y con rutas nada novedosas. Es curioso señalar que Galdós va precisando cada vez más su ideología política conforme va entrando el XX, cuando las nuevas trayectorias políticas y eco nómicas de una nación iban surgiendo. “ Sin pulso” parecía hacer más fácil y llevadera la vida a un escritor que había alcanzado prestigio, fama y posición. No le arredró manifestarse en grupos so cialistas, ni presidir mítines republicanos, ni escribir cartas o manifiestos que le granjearían la enemistad o el ceño arrugado de los grupos conservadores. Pero, en especial, en donde resulta más ostensible esta crisis, esta profunda crisis del pensamiento galdosiano, es en la última serie de los Episodios. Pueden leerse hoy, y así lo han señalado muchos galdosianos, como documentos de primera mano para conocer el tras fondo, el vaivén y la complicada trama que fue la his toria española desde 1874 a 1914: mientras Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Marruecos, las huelgas revolu cionarias, los piquetes de ejecución y la ceguera polí tica sin talla conducían a la Nación a una grave crisis de la cual resultaba difícil liberarse. A pesar del ago rismo de unos pocos, a pesar del esfuerzo de una XXII élite, a pesar de las genialidades de los menos, Galdós, ya casi ciego, presentía el desastre, contemplaba, casi envuelto ya en la postura de espectador inmóvil en que lo inmortalizó Macho, aquella catarata abismal en que se iba hundiendo una nación más llena en la ima ginación del novelista de cuerdos tontos que de locos geniales. Conviene releer lo que Galdós, en un texto poco conocido, decía en 1909, año trágico, cruel y revolu cionario. Ferrer estaba a punto de ser fusilado; la reac ción nacional e internacional precipita el cese del gobierno Maura. Don Benito, con una pluma nada cautelosa, denuncia los males: “ oponer a los citrevi mientos de nuestros gobernantes algo más que el asom bro.., algo más que las protestas”; es necesario, añade, que “ se llame ante la faz atónita las insensateces de los que trajeron la guerra del Rif.... Que la Nación hable, que la Nación se levante, en el sentido de vigo rosa erección de su autoridad... No estorbemos a la justicia, sino a la desenfrenada arbitrariedad y al furor vengativo. No temamos que nos llamen anarquistas o anarquizantes, que esta resucitada inquisición ha des cubierto el ardid de tostar a los hombres en las llama radas de la calumnia.” Galdós, nunca con más energía, pedía paz, sosiego y unión. Y lo hacía, ya se ha visto, con valor y sin rodeos. En una carta abierta al pueblo español, el pri mer paso de una alianza republicano- socialista ( Igle sias, Azcárate, Galdós) estaba dado, aunque luego no fraguase. Las páginas de Cánovas, el más lúcido, el más XXIII espectral y más agorero de los Episodios, no pueden ser más explícitas. Están escritas en 1912, cuando ya habían ocurrido los sucesos más tristes y sangrientos; cuando asomaba ya el pánico de la Guerra Europea: “ Los políticos se constituirán en castas, dividiéndose, hi pócritas, en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer o destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el ma lestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comer ciales y los menesteres de la grande y pequeña industria”. Y más adelante, en una visión casándrica, augura: “ Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el can-sedo cuerp6 de tu nación. Declaraos revolucionarios, digamos, si os parece mejor la palabra, contumaces en la rebeldía... Sed constantes en la pro testa, sed viriles, románticos y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío.” Las palabras de la Musa de la Historia, en ese ve lazqueño mundo mitológico creado por el novelista, parecen esconder alguna clave; tal vez no las entende ríamos si no hubiésemos conocido las que en 1909 había escrito, sin tanta clave, con mucho realismo y con mayor pasión. Aquí, en Cánovas, asoma esa pru dente reflexión de Galdós, tan amigo del término me dio, tan de vuelta en tantas cosas, pero con vigor XXIV juvenil en sus expresiones. Cuando ya, medio ciego, dictaba a su Secretario el texto del libro. Galdós estuvo, pues, atento a su España, no vivió de espaldas a ella. Se comprometió, para su bien o para su mal, y estuvo siempre dispuesto a dejar oír su voz. Ya la hemos escuchado. Pero Galdós, además, fue un escritor; un español que vivió de su pluma. Colocado en una bandería, de fensor de unos ideales. Y en su tiempo, en la España de su tiempo, hubo muchos otros escritores que tam bién tomaron partido en aquel coso más trágico que festivo que era la vida española. Vicente Marrero ha recopilado, en su volumen editado recientemente, Historia de una amistad, Pere da, Rubén, M. Pelayo, Galdós, Clarín, Valera... la his toria, la intrahistoria de una amistad entre todos los españoles de la Restauración. Apoyándose en fuentes documentales muy valiosas ( epistolarios hasta ahora poco manejados), Marrero llega a la conclusión de que los unió la “ devotio”, la vivencia originaria y más pro funda de la amistad entre los hombres, sean o no li teratos. Yo pienso, además, que todos ellos fueron hondos, sinceros, profundos liberales. Con el más amplio y generoso contenido del vo cablo. Fueron capaces de entenderse con sus contra rios, aunque hubiese materias tan ásperas y tan duras como las religiosas, en el caso Pereda- Galdós. Leer XXV línea a línea ( y hay que leer la totalidad de la corres pondencia por ambas partes) estas cartas demuestra una altura de miras, un afán de respeto y una gene rosidad que pueden hoy servirnos de profunda lección. Militando en bandos tan distantes — Pereda, car lista; liberal- radical, Galdós—, supieron en sus juicios, aún en los momentos más apasionados, observar una pureza, una altura de miras y un afán de cordura que hoy puede causarnos asombro y hasta nostalgia. Cuan do el estreno de La Loca de La Casa, en un homenaje público en Santander, hay en los discursos de Galdós y Pereda, párrafos tan expresivos como éste, de Don Benito: “ Concluyo manifestándoos que entre los muchos motivos de gratitud que en esta ocasión os debo, no es menor el haber elegido, para interpretar los sentimientos de este generoso con curso a su antiguo y querido compañero de fatigas literarias, maestro además con quien me une una inalterable y acendrada amistad, él fue mi revelador de la Montaña, sírvame también ahora para expresar mi profundo cariio u los montañeses.” O las mil y una vez que Pereda, preocupado, se interesa por el humor, por el silencio o por el disgusto de Galdós, a través de la correspondencia con Menén dez Pelayo. El triángulo de estos tres escritores s6lo aparece roto, en parte, con la aparición de Clarín, devoto de Galdós, feroz en sus críticas, genial en sus novelas, infeliz en su vida. Un Clarín que se desgañitaba pidiendo, una y otra vez, a Galdós, datos para la biografía que de él estaba escribiendo, y a lo que don Benito, por indif e XXVI rencia o por ocultar altanería, no mostraba mucho in terés. Tal vez, de todos, haya sido Galdós el que más actividad mostró en lides políticas — en contra de lo que se ha pensado de él—; se manifestó más abierta mente y hasta se acercó más a ese complejo y difícil mundo de las reivindicaciones sociales. Inclusive, más que Clarín, teorizante y más concienzudo conocedor de la materia por su profesión universitaria. Fueron los dos, Clarín y Galdós, los más socialistas, en el más amplio sentido; Pereda y Pelayo los más conservado res; Valera el más ecle’tico o indiferente. Se diría que en aquella España de “ los tiempos bobos”, como la llamó Galdós, aquel grupo de esclare cidos españoles estaba dictando la mejor lección de convivencia y tolerancia. Estaban ellos intentando, en fin, sentar cátedra de liberalidad. Y tal vez sea ésta la mejor lección que de ellos hayamos podido recibir. Galdós, por tanto, en Madrid, en el primer Madrid que él conoció llegado de Las Palmas, haciendo man gas y capirotes. Jugando a escritor dramático, urdien do sus primeras novelas, escribiendo sus primeros cuentos, pergeñando sus caricaturas, dibujando hom bres y perfilando descripciones. En realidad, en cual quiera de estas facetas, el escritor estaba cargando todas sus actividades de un sello dramático del que no se libró nunca. Y que le ayudaría mucho en aquella su vuelta a la escena, cuando “ La Incógnita”, primero, y “ Realidad”, después, aparecen en el teatro de manos del novelista Galdós. Es ese mismo tono dramático XXVII con el que jugó, primero, en sus años de infancia, y después, en el Colegio, en sus arreglos escénicos. Aquella su preocupación por la suerte del teatro de su ciudad, y aquella sus primeras crónicas teatrales madrileñas de los años 64 y 65, en revistas madrileñas, prueban muy bien con cuánta hondura y con cuánta dedicación vivía Galdós la vida teatral. Por otro lado, como han demostrado con mucho acierto los autores del libro, el germen de la ideología liberal galdosiana, estaba también implícita en sus años de colegial, en sus amistades canarias, y hasta en sus muy recientes madrileñas, algunas de ellas también in sulares: las que le facilitaron la entrada en las primeras redacciones de periódicos. La isla, pues, inspirando y dando forma al futuro escritor; sirviendo de arcilla para la obra definitiva. Justo es que celebremos la aparición del libro en el que, con mayor lujo de detalles y con mayor aten ción, se han podido conocer los entresijos de la pri mera época biográfica de Galdós, la más ignorada y, como ya se ha dicho, la más necesitada de esclareci mientos. Para entender mejor su quehacer vital futuro, cuando la madurez literaria y la notoriedad del escritor parecen hacer olvidar los balbuceos de un estudiante de Colegio insular y provinciano en el que tantas y tan fructificadoras cosas aprendió Benito Pérez Galdós. ALFONSO ARMAS AYALA XXVIII CAPfTULO 1 LOS PÉREZ, DE VALSEQUILLO Una dinastía de campesinos. En la primera página de su magnífico Balzac, Stefan Zweig, biógrafo prirnus inter pares, escribe: Un hombre del genio de Balzac que, gracias a una fan tasía exaltada, consigue colocar al lado del cosmos terres tre otro cosni os completo, muy raramente será capaz de atenerse con toda rigurosidad a la verdad cruda y desnuda en episodios sin importancia de su vida privada; todo en él se subordinará al arbitrio de su voluntad, soberano y transformador. Pues bien, si en la literatura universal existe otro genio que puede alojarse en el menguado ámbito que el adverbio “ raramente” concede a la excepción, ese genio es, sin duda, nuestro Galdós. Otros que no los de orden personal e íntimos, son los sucesos que, desde la primera juventud, solicitan el interés de Galdós y ganan su pluma para la inmortalidad: Episodios, pre cisamente Episodios los titula él, y a este marbete hu biera podido sujetar, no ya las cuatro series y media 9 famosas, mas toda su obra que no es, en definitiva, sino un siglo de historia española cantado en espléndida epopeya. Galdós, como Balzac — y no será esta la úl tima vez que comparemos a ambos novelistas, ya para establecer curiosas semejanzas, bien para señalar di ferencias radicales—, proviene, por la línea paterna, de gente campesina. Sólo que el escritor español no intentará amañarse una ascendencia prócer, ni inven tará un escudo de armas para acreditar una nobleza imaginaria; acaso, porque sabe que ya el cultivo de la tierra la supone y entraña real y efectiva (“ apenas — dice Feijoo— hay arte u ocupación alguna digna de más honra que la agricultura”), o, tal vez, porque presiente que la aristocracia de su estirpe, como la del plebeyo Cicerón frente al patricio Catilina, comenzará en él mismo. Mas tal estimativa diferencial de los respectivos árboles genealógicos no es para tratada de momento. Ocasión, y no lejana, tendremos de insistir sobre ello. Es el caso que, como queda apuntado, la progenie paterna de Galdós era también campesina. Su tronco se erguía y proliferaba en Valsequillo, que, por ei tonces, no pasaba de ser un caserío anejo al municipio de Teide. Ya en el siglo XVII ostentaba Telde el título de ciudad, distante dos leguas de la de Las Palmas, según atestigua el obispo “ de la Gran Canaria y su Santa Iglesia” doctor Don Cristóbal de la Cámara y Murga, quien añade: Tiene dos Beneficios, provisión de Su Majestad, muy buena Iglesia, un Hospital, un Convento de San Francisco, lo PLANO rmas se? iatadas po el F% cy D Ferrart4o el Catotico en / 5- 06 VELA CJUDiW DE LAS PALMASDI2 CANAP. L’. SeUo de su PSooedad ohcQdg& pi el Rey 1) CarLos 111 en 17 A a- r4e J& e. V del re, ada, de ‘ Le- rze e ¿ & d B .5w,- w’i. ca de. . Qtg- u. ad / 2 Ca C& v 4 3 Jao vaI tt jcZ/ rr4.. a del Cc de ¿ a - ii. 4 1 O’vtN e4i. 2 de ‘‘ ea42... 4 c_ tJ* 4t4—)- v 9 2 ¿ J& m / 0 2 » / 11 i64?. d. c. J Cta.’ ra, It ¿ e- / A) eru, ro6r I 87’ s4 ¿ e / jiw Zsa 14 EIJIIa, ¿ - e- ¿ ai z/ 7, ze’ / a’ del ¿ tt> r1z: ! a’i2 f’ 2,. ¿ A ( 3. 2)*., de- 1’ ; t44r . y. 0 1.9. a-o. S. a... cie ¿ Lev. eel ti. ¿ e f ‘ 7?-? 1r y X9ij4e d /, 4a, v 3. / .. - ií ad-& 7tlfl r ‘ 24 fÉaide del 6•. 4coa-. Ce? 3 Oa4tlJLcr ¿ e ‘ to de. / o de’ / ta. y ‘ 31 9, de- ‘ 3L r zr? vz/ 33. ii:, de f Z4 3.4 . Z-,- dV .4244.4 .3 ç. de/ d’Cf4 i6 de. cTejo1- 37. ¿ e ¿ a Çte / e- n. aecal 33 . de 5a4’ tC ¿ d1I4 1-) c’deade- y, ‘ 4 ‘ z, d. w.. f Plano de la Ciudad de Las Palmas, ( dibujo de Alvarez Rixo). como de treinta religiosos, seis Hermitas, que son la de San Gregorio, San Sebastián, San Antonio, la Concepción en el Valle de Ginemar..., San Joseph en el Pago de la Matanza, San Miguel en el Pago de Valsequillo. Cornpónese de 1173 vecinos, de los quales havrá 340 en el pueblo. El resto de esta vecindad se distribuía entre los diversos pagos y ermitas. A San Miguel de Valsequillo le correspondían 19, y al adjunto caserío de Colmenar, 23. Sabido es que durante los últimos Austrias la población de España no sólo no aumentó, mas decreció lamentablemente, sin que en el primer período bor bónico este bajo índice demográfico sufriese variación notable. De suerte que cuando hacia 1738 — al año justo de publicadas las sinodales del obispo Don Pedro Manuel Dávila y Cárdenas— hallamos ya establecida en Valsequillo a la familia de los Pérez, el lugar no debía de ser mucho más populoso. Sin remontarnos más allá de los tatarabuelos de don Benito, encontramos — y siempre, por ahora, refi riéndonos a la estirpe paterna— que en 16 de junio de 1738 contrajeron justas y es de presumir que felices nupcias don Sebastián Pérez y doña Catalina Josefa Gutiérrez. Ambos eran naturales de Valsequillo, y la boda se celebró, con licencia del párroco de Teide ( en la ciudad de Canaria’ por uno de los señores curas deI Sagrario de la Santa Iglesia.. .), según constó por certi ficación de dicho señor cura”.’ Los nuevos esposos eran hijos respectivamente de los matrimonios de don Fernando Pérez con doña 11 María Peña, y de don Fernando Sánchez3 con doña Bea triz Gutiérrez. De rama en rama, damos de bruces con otra pareja: la que formaron don Gregorio Macías y doña Juana Martel, que, en 20 de mayo de 1756, se unieron en indisoluble y asimismo queremos creer que dichosísimo vínculo que bendijo en Teide, y con licen cia del Señor Beneficiado Semanero, fray Salvador Quintana, de la Orden de Predicadores. 4 Don Gregorio era hijo de don Pedro Macías y de doña Isabel Rodrí guez, y doña Juana había nacido de don Roque Marte! y doña María de la Cruz. Y hétenos aquí con los abuelos. Fueron éstos don Antonio Pérez Gutiérrez y doña Isabel Macías Martel, cuyas bodas se celebraron, de igual suerte, en la Parroquia de San Juan Bautista de Telde en 23 de julio de 1769, ante don Pedro Antonio de Mattos, “ co mo Delegado del Beneficiado Don Domingo Monagas Sonta”. 5 Era toda gente lugareña y, al parecer, bien aco modada. El fértil suelo canario les procuraba, no sólo el sustento cotidiano, sino con sus relieves lo suficiente, o quizá más de lo suficiente, para atender con hol gura, siquiera no con lujo, a otras atenciones menos perentorias, a las que no fue ajeno, sin duda, el afán de que los hijos superasen el nivel social de sus ascen dientes. Y así, doña Isabel y don Antonio decidieron, sin abandono de los intereses ligados al terruño, tras ladarse a la “ ciudad” por antonomasia, o dígase Las Palmas. 12 Un poco — muy poco— de urbanismo. ¿ Cómo era “ illa tempestate”, esto es, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, la capital de Gran Canaria? Difícil sería para los actuales habitantes de ella reconstituir su topografía y su ambiente social, de no contar con la preciosa ayuda que nos brindan di versos documentos de la época y testimonios fide dignos de los escritores canarios que la han estudiado más a fondo.’ El primitivo recinto de Las Palmas se repartía en dos barrios, llamados de la Vegueta el del Sur, y, el del Norte, de Triana. Los dividía, y los divide, el fa moso barranco del Guiniguada. En ocasiones las llu vias invernales son causa de que “ corra el Barranco”, locución con que el pueblo canario designa los pruritos hidráulicos de un cauce por lo común seco, pero que a veces . tiene sus ambiciosas pretensiones de río, para decirlo con el inmarcesible alejandrino de Tomás Morales. Ambos barrios, Vegueta y Triana, ofrecen no ya distinta, mas opuesta fisonomía. El primero, se ñorial y teocrático, parece dormir un sueño de siglos, roto tan sólo por el tañido de las campanas catedra licias y conventuales; activo y mercantil el segundo, en él concurre y se enfebrece todo el tráfago urbano. Vegueta, enclavada en la parte alta de la ciudad, es 13 como su espíritu, en perenne anhelo de ascensión; Triana, en el llano, representa al prosaico afán de cada día. Mas avecindémonos de una vez en Las Palmas de los postrimeros lustros setecentistas. ¿ Cómo era entonces, insistirnos, esta ciudad que hoy se nos apa rece tan pulida, acicalada y bien compuesta, y en la que no falta nada de cuanto solicita y requiere el exi gente vivir moderno? No trazaremos por nuestra cuenta un cuadro cuyas tintas pudieran parecer a al gunos excesivamente recargadas. Vengan en nuestro auxilio y asistencia esclarecidas plumas isleñas, de probado amor a la tierra nativa y que, por ende, a nadie se le antojarán sospechosas. De tales páginas, unas son fruto de quien vio con sus propios ojos lo que relata; otras están abastecidas de documentación copiosa y fehaciente: en cualquier caso, todas nos llegan avaladas por el prestigio de los que las escri bieron y firmaron. A tres siglos bien cumplidos de su fundación, Las Palmas apenas rebasaba su área primigenia. Limi tábanla, por el Norte y por el Sur, sendos murallones. El primero subía de Oriente a Occidente enlazando así el derruido Castillo de Santa Ana con el hoy to davía subsistente de San Francisco o del Rey, o dicho de otro modo, el mar con la montaña. En cuanto al murallón meridional, casi paralelo al anterior, unía asimismo aguas y rocas al descender desde el lomo de Santo Domingo hasta el Atlántico, por el lugar, aproximadamente, donde hoy levanta su bella arqui tectura el Colegio de los Jesuitas. Encerrada en este cuadrilátero, vivía o, mejor di 14 cho, dormía la ciudad, extraña a cuanto en el resto del mundo pudiese acontecer. Ni siquiera las tremendas sacudidas sísmicas de la Revolución Francesa fueron registradas aquí hasta mucho tiempo después de su máxima actividad. La incomunicación de aquellos is leños con los ultramarinos hacíase, naturalmente, más sensible en lo que a la Península atañía. Así, cuando un buque español tocaba en la caleta, daba ocasión a gran fiesta y holgorio. Ansiosas de noticias, las gen tes corrían a la playa, y, apenas llegado a tierra el bote de desembarco, eran sus tripulantes acosados a pre guntas. Porque es de advertir que la principal fuente de información era verbal, pues que la escrita reducíase a tal Gaceta, cual Mercurio — atrasadísimos, por otra parte—, que solía recibir algún personaje de campa nillas para luego leerlos y comentarlos con sus amigos; aindamais, unas cuantas cartas, cuyos destinatarios no podían, a veces — demasiadas veces—, leerlas de visu, por la sencilla razón de que les estorbaba lo negro. Correo que, por su parvedad, “ cabía holgadamente — afirma don Domingo J. Navarro— en el bolsillo del patrón que lo conducía”. Tampoco los navíos de pabellón extranjero visi taban con asiduidad las costas de las Afortunadas — que en aquel tiempo no lo eran tanto—, y de las que huían como del diablo; porque los corsarios ingleses, ya desde el almirante Drake que corría de su rosada aurora hasta Canaria por probar la espada, como si fuera gente que pudiera huir el rostro a su arrogancia fiera!, 15 las infestaban y expoliaban. Ni con esto se confor maban los insaciables hijos de la vieja Albión, quienes explotaban a conciencia la isla, llevándose a cambio de manufacturas de poco precio, los mejores vinos — que Shaskespeare cantó, sin duda por haberlos voluptuosamente paladeado— y otros frutos de esta tierra. Situémonos, pues, en un punto cualquiera de la capital moderna: en el Parque de Cervantes, verbi gracia, más conocido por de San Telmo, que nos coge cerquita. Al contemplar su urbana belleza, que her mosos edificios flanquean y como custodian, y el mar halaga, ¿ quién podría representarse este lugar según Domingo J. Navarro lo describe: “ un extenso basu rero lleno de escombros, de lanchas viejas, áncoras y cables inservibles”? El trazado de las calles no se sujetaba a plan al guno. En su conjunto ofrecían el aspecto más irregular que darse puede. Por contera, aquellas “ vías emula tonas de montañas rusas” eran verdaderos almacenes de inmundicias y oficinas de horrura, donde todo in noble residuo tenía su asiento. Sin pavimentar, emba chadas y polvorientas, si no es que la lluvia las con vertía en torrenteras, con peligrosos altibajos, el solo hecho de transitar por ellas entrañaba espíritu haza ñoso; apenas había aceras ni, en rigor, calzada. Una contemplación panorámica de la ciudad, pin toresco apiñamiento de riscos y barrancadas, hubiese sido estímulo de orógrafos e invitación al alpinismo. Los zaguanes eran a su vez repulsivos evacuato rios, ofensa de la vista e injuria al olfato. En cuanto al alumbrado público, Dios lo diera; porque los hombres, 16 por muy regidores que fuesen, nunca habían pensado en ello. Hasta tal punto estimaban, sin duda, sus luces naturales. Bien — mal— que esto, como lo otro, acaecía en la propia Villa y Corte. Quien quisiere saber lo que era el Madrid de entonces, hallará datos cumplidos en los costumbristas de la época, especialmente en Larra y Mesonero. Excusado decir que, con tales anfractuosi dades y tinieblas tales, el tránsito rodado era pura entelequia. No se conocía en todo el recinto de Las Palmas otro coche que el del Conde de la Vega Gran de, que, desde luego, rara vez se adentraba en la zona urbana y para eso, en previsión de posibles riesgos, había de precederlo una tropa de servidores que alla nase el camino. Su propietario lo utilizaba, con prefe rencia, en viajes al interior de la isla, en mucha parte sometida al señorío de esta ilustre casa. De la instruc ción pública, ocasión tendremos muy pronto de es cribir algo. Señalemos, de momento, que estaba casi del todo desatendida. Sin periódicos, sin bibliotecas, sin teatros, cualquier ciudadano de hoy podía creer que aquellas buenas gentes se aburrían de lo lindo. Gra ve error. Los grancanarios de siglo y medio ha gozaban con pacífica beatitud las distracciones que les propor cionaban algunas fiestas anuales. Eran muy dados a comilonas y banquetes, y — las mujeres, sobre todo— se perecían por las visitas aderezadas con el sabroso sainete o mojo de un picante comadreo. En este punto, las costumbres no han variado gran cosa. Fuera de los templos y los palacios de algunas fa milias próceres, cuya gallarda y armoniosa arquitec tura puede aún, en muchos casos, admirarse, el caserío 17 estaba a tono — o desentono— con aquella abigarrada confusión infraurbana, modelo y paradigma de posi bies lienzos y tablas mucho más desconcertantes que los de Picasso, cuando — según él mismo ha confesado a Giovanni Papini, o por lo menos dice Giovanni Pa pini que le ha confesado— quiere épater le bourgeois con divertida francachela pictórica. Todavía — escribe el Dr. Navarro— conservaba la mezquina construcción de los primitivos tiempos y el as pecto morisco de las indolentes y sucias poblaciones del continente africano. Casuchas de planta baja ennegrecidas y ruinosas, algunas de piso alto con huecos discordantes cerrados con rejas o celosías, y otras con balcones tan des comunales, que bien pudieran pasar por habitaciones col gantes; azoteas verdinegras erizadas de enormes canales de piedra que parecían cañones... Las tiendas eran pocas y mal acondicionadas. Por su angostura y lobreguez más que atraer al cliente, lo hubiesen ahuyentado de no estar ya hecho a tan extre ma modestia. Y nada digamos de sistemas de alcantarillados y conducción de aguas, porque tales primores se re ducían a dos pilares adonde el vecindario había de acudir para proveerse del líquido elemento, no sin las colisiones y disputas que inevitablemente se originan de las colas, cuya accidentada historia comienza, sin duda, con el encuentro de las dos primeras mujeres que coincidieron al adquirir algo en el mundo. 18 “ Los Mareantes de San Telmo”. Tal era la Muy Ilustre y Leal Ciudad del Real de Las Palmas cuando don Antonio y doña Isabel asen taron a los suyos en ella, movidos, como apuntado que da, del deseo de buscar para sus hijos una educación social y una formación intelectual que en Valsequillo no les hubiese sido hacedero procurarles. Porque, con todos sus defectos y limitaciones, Las Palmas, capital al fin de la Isla, era el único lugar de ella en que la muchachada de entonces podía recibir alguna ins trucción superior. Establecióse el matrimonio, con su prole, Fuera de la Portada, al oeste de lo que hoy es Plaza del Inge niero León y Castillo, vulgarmente conocida por su antiguo nombre de Plaza de la Feria, paraje en nues tros días tan céntrico y populoso, como en aquellos a trasmano y solitario. No querían, sin duda, los labriegos de Valsequillo perder del todo su amistad con el agro, ni aun dejar de cultivarlo. De aquí que procurasen rodear su mo rada de terreno suficiente para sembrar buena copia de hortalizas y legumbres y, sobre todo, patatas o papas, millo o maíz, trigo y cebada. Con tal profusión lo hicieron que las lucidas cosechas no sólo bastaban para proveer con largueza a la familia, sino, de añadi dura, a los asociados en una industria que, en aquellos benditos tiempos, era la principal, cuando no la única, que se ejercía en la isla: aludimos a la industria pes quera. 19 La antiquísima devoción de la gente de mar a San Pedro González de Frósmita, más conocido, por razones que no son de momento, por San Pedro Gon zález Telmo, y, a la postre, por San Telmo, a secas, llegó a Canarias, trasplantada de la península �� quizá directamente de Sevilla—, y “ sus símbolos de la nao y la candela verde protegieron también a los nave gantes canarios”, como dice don Sergio F. Bonnet. Agrupáronse éstos en una “ Cofradía de Pesca dores”, para cuya sede escogieron la ermita que es hoy Parroquia de San Bernardo y que, primitivamente, es taba bajo la advocación del bienaventurado y milagrero patrono de nuestros pescadores. La elección fue, en verdad, acertada, ya que recayó en uno de los más be llos templos de Las Palmas. Se erigió éste en susti tución del que antes se alzaba en el mismo lugar y que, por su estado ruinoso, implicaba grave peligro para la feligresía. En su construcción sólo se invirtieron dos años. Comenzadas las obras en 9 de mayo de 1745, se les dio cima y remate el 20, también de mayo de 1747. No vamos a describir este acabado modelo de nuestro arte religioso; mas no queremos omitir que, entre las joyas que decoran y ennoblecen la iglesia de San Telmo, resalta una de las maravillas de Alonso Cano, gloria de la imaginería española: la incompa rable Inmaculada, en que el egregio granadino dejó huella imperecedera de su genio. Es lástima que en buena parte se haya perdido la documentación relativa a la Confraternidad de Ma reantes de San Telmo. Con todo, queda la suficiente para reconstruir la historia de aquella curiosa y bene mérita hermandad; tarea que tampoco nos cumple 20 acometer aquí. Nos limitaremos a dar una somera idea de cómo vivía y funcionaba una asociación que fue, en algún modo, precursora de las que, en nuestros días, cumplen ciertos fines sociales, para muchos cosa nueva y como recién nacida. El número de descubridores de Mediterráneos es infinito. Fueron los propios pescadores quienes tuvieron la feliz iniciativa de agruparse en persecución de mejoras y ventajas, no sólo de orden material y económico, mas también moral y religioso. Su primer acierto lo halla mos en el nombre con que bautizaron a su flamante organización. El sustantivo confraternidad traduce, por fiel manera, el espíritu que los lanzaba a tal em presa: querían, en efecto, constituir una familia, en que todos fueran hermanos, con intereses comunes, mutua y colectivamente defendidos. Para ello, comen zaron por establecer aportaciones individuales que se fijaron, para cada uno de sus miembros, en un tres por ciento del importe de la pesca que su barco o barcos lograsen. Del fondo así formado, una mitad, o sea el uno y medio por ciento, se destinaba “ al culto del Pa trono y adorno de la ermita” — para “ luz”, leemos en algunos de los documentos por nosotros consultados—; el otro uno y medio por ciento se invertía en atenciones de índole social, tales como asistencia médico- farma céutica, pensiones de viudedad y orfandad, auxilios a inválidos y ancianos, pagos de entierros, préstamo sin intereses...; por donde se comprueba lo que ya hemos apuntado acerca de la perspicacia con que aquellos hombres se adelantaron a su época en lo que atañe a normas de previsión y de solidaridad que habían de tardar mucho tiempo en imponer su vigencia. Todavía 21 hallaban los confratres modo de separar parte de estos ingresos para contribuir con donativos a obras que re basaban su propia área. Así, en determinada ocasión, aprontaron cincuenta pesos para aliviar los males causados por un terremoto en la isla del Hierro, y entregaron, en otra, cien pesos para combatir cierta epidemia que asolaba el barrio de “ La Atalaya”. 6 No ya los dueños de los barcos pesqueros, mas también sus tripulantes — los bravos roncotes que to davía perduran—, considerábanse con derecho — que nunca se les impuso como deber— a ser miembros de la Confraternidad. Contadísimos eran los que dejaban de acogerse a las ventajas que de esta condición se derivaban, como lo prueba el hecho de que “ una ter cera parte del vecindario de Las Palmas” figurase en las listas de afiliados. Los tales roncotes no percibían salario alguno; iban a la parte — o “ en campaña”—, en el negocio. No hemos hallado, hasta ahora, prueba escrita de que los Pérez, de Valsequillo, constasen en las rela ciones de con fratres; mas, por referencias orales, y de autorizada fuente, presumimos que, de aventurarnos a afirmarlo, no incurriríamos en error. Ceres y Neptuno. Y aquí viene, como anillo al dedo, lo del famoso campo de patatas y cereales. Ya se insinuó con qué pródiga mano cultivaban nuestros rústicos amigos el sabroso tubérculo y las nutritivas gramíneas, cuyos granos, convertidos luego en gofio, saboreaban con el 22 1 r 1 41 ‘ 1441 11 4( a 44 ,4f1 4 i 4 1 f t 1 1/ . j 1 1 Y / / ‘ f1 4 4 4441 ( tV4 J ( r 1 1 Plazuela. deleite que a los paladares isleños regala este alimento peculiarmente canario. Mas, por mucho que fuese el apetito de aquellas buenas gentes, no podían, sin grave peligro para sus funciones digestivas, consumir cuanto sus fértiles tierras producían. Pero les era fácil darles salida; pues, si bien el que más y el que menos de los vecinos acomodados poseía asimismo su finquita o finquitas correspondientes, el avisado ingenio y ma dura experiencia de don Antonio Pérez lo ayudaron a resolver prontamente el problema de descargar sus campos de la superproducción que los abrumaba. Ad virtió, sin duda, que lo mejor que podría hacer con esa natural riqueza, sería emplearla en el mantenimiento de los mareantes que, a la sazón, absorbían toda o casi toda la actividad industrial y mercantil de la ínsula. Ceres y Neptuno proveían, como se ve, con mano abierta, al hogar de los Pérez, donde — buena “ amiga de la casa”— aposentábase la horaciana áurea medió critas: término de todo afán ambicioso para el varón prudente y sueño apacible de la mujer discreta. Dis creción y prudencia eran virtudes de ambos esposos que, a cubierto de enfadosos agobios económicos, po dían repartir sus horas entre el cuidado de la hacienda y la educación de los hijos, tiernos arbolillos que pro metían troncos robustos a la “ tupida selva de los Pérez hispánicos”, como, a propósito de un remoto y celebé rrimo tocayo de don Antonio, escribe con graciosa me táfora nuestro Dr. Marañón. 23 Majores pennas nido.. Con seis frutos de bendición agasajó el cielo a la ejemplar coyunda: tres hembras, Catalina, An tonia y María, y tres varones, Pedro, Domingo y Sebastián. Los que aquí nos importan son Domingo y Sebastián, nacidos ambos en Valsequillo, el 20 de di ciembre de 1776 y el 6 de mayo de 1784, respectiva mente. En su anhelo de aumentar en la descendencia el lustre de la casa, majores pennas nido, no omitieron los solícitos padres esfuerzo ni sacrificio para salir ade lante con su empeño. Ya por entonces — concretamente, en 1777—, habíase fundado en Las Palmas la Real Sociedad Eco nómica de Amigos del País, cuyo origen hay que bus car en la guipuzcoana ciudad de Vergara, y que en toda España realizó una ímproba labor en pro de la ense ñanza. La poca o ninguna asistencia oficial con que contó la ilustre institución fue causa de que su noble intento, si no fracasó, tampoco alcanzase la buena for tuna que sus iniciadores y paladines esperaban. Por lo que hace a esta capital isleña el ramo de instrucción primaria estaba en mantillas. Solamente existían para atenderla las amigas — que el vulgo llamaba migas—, y las escuelas públicas que “ eran dos y ninguna bue na”: Una en Vegueta y otra en Triana. En realidad, el único establecimiento docente — aparte una Academia de Dibujo creada por los Ami gos del País—, capaz de llevar a buen cabo una tarea fecunda, era el Seminario Conciliar. Fue en 1777 24 — año afortunado para la cultura canaria—, cuando el Obispo Servera, de insigne memoria, lo erigió en tal Seminario. Cubríanse en él diversas etapas de la vida escolar, desde la preparación para el ingreso en la segunda enseñanza hasta, luego de haber pasado por ésta, los estudios humanísticos, filosóficos y eclesiás ticos necesarios y suficientes para alcanzar la orde nación sacerdotal, exclusivo fin que allí se perseguía, siquiera en muchos alumnos se truncase tan santo propósito. Al Seminario, pues, fueron a parar sucesivamente los jóvenes Domingo y Sebastián Pérez Macías. Nos ha sido imposible cronolizar las fechas de los respectivos ingresos, porque, al parecer, no se archi vaba la relación nominal de los seminaristas, en tanto que éstos no comenzasen los estudios filosóficos y teo lógicos, verdadero punto de arranque de la carrera eclesiástica. No alcanzó Sebastián tales alturas. Ahorcó los hábitos, sin duda por no hal1arse asistido de la vo cación que exige el sagrado ministerio sacerdotal. De aquí que no se halle huella de su paso por el Seminario. Lo que sí puede afirmarse es que aquellos años fueron muy beneficiosos para su formación espiritual y le pro curaron una cultura superior, con mucho, a la corriente y moliente en los jóvenes de su tiempo. En cuanto a don Domingo sabemos que, ya orde nado de diácono, estudió el primer curso de filosofía en el de 1799 a 1800, bajo el magisterio de don Josef Cabeza, y que, una vez sacerdote, salió del Seminario en 1803. 25 CAPÍTULO II EL PINO Y LA PALMERA Rectificación de un error biográfico. Si por sus ascendientes paternos Galdós era del todo canario, por la línea materna lo fue sólo en parte, ya que también llevaba en sus venas sangre guipuz coana. Y si su estirpe insular nunca ostentó escudo ni carta de nobleza, su abolengo vasco muestra, por modo patente, condición hidalga. Remontando el curso de esta genealogía, hallamos que don Domingo de Galdós y de Alcorta, abuelo de don Benito, nacido en la villa de Azcoitia el 15 de junio de 1756, era hijo de don Manuel de Galdós y de Gá rate, y éste, a su vez, de otro don Manuel de Galdós y de doña Micaela de Gárate. Por madre tuvo a do. ña María Josefa de Alcorta, que hubieron de su matri monio don Tomás de Alcorta y doña María Ana de Narbaiza, toponimia toda que no desmiente el solar nativo. Conviene subrayar la frecuencia con que el pre suntuoso “ de” enlaza nombres y apellidos en esta fa milia. Qué lucida cosecha para un Balzac, movido 29 siempre de pruritos nobiliarios! El gran Honorato, no hallando en sus pesquisas heráldicas ni un de para un remedio, acabó por inventario. De apellido Balssa, que su padre mudara en el sonoro Balzac, un día más o menos a los veintinueve años de edad re vela al mundo que no se llama Honorato de Balzac, y afirma que siempre tuvo derecho a usar esta partícula indicativa de nobleza. 7 ¡ Maravillosos efectos de la imaginación, cuanto más si es tan poderosa y creadora como la del autor de la Comedia humana! Esta megalomanía del inmortal novelista francés contrasta singularmente con la modestia de nuestro no menos egregio don Benito. Por encima de rancios pre juicios sociales, tenía en muy poco, si no es que los desdeñaba en absoluto, arrequives y faramallas, que suelen bastar a la vanidad de quienes no pueden permi tirse el lujo de tener orgullo. Y así, lo que en otro hubiese sido un Pérez de Galdós, a que tenía acreditado legítimo derecho, él lo dejó en un Pérez Galdós mondo y lirondo. Hemos dicho que don Domingo de Galdós nació en Azcoitia, y ésta es comprobada y auténtica verdad. Insistimos sobre tal punto, porque debemos combatir y rectificar un antiguo error propalado y sostenido por muchos autores, y en que incidió incluso el propio Galdós, quien en sus Memorias de un desmemoriado — y nunca justificó mejor el título— escribe: Al siguiente día, tomé un coche en Beasain para irme a Azpeitia, lugar famoso de cuyo nombre era deber mío 30 4 — — 4 — — — — —. — r r — —, — — 4 — — —_* 4 . a — a .,* * — T) DLL SL. DL LA CATEDRAL L acordarme siempre, porque allí nació mi abuelo materno, don Domingo Galdós y Alcorta. ( Nótese, de paso, cómo Galdós no se limita a prescindir para sí mismo del consabido de, sino que también des poja de él a sus ascendientes.) Hasta el norteamericano Berkowitz — el más documentado galdosiano, aunque menos de lo que suele creerse— sitúa en Azpeitia la cuna de don Domingo: Domingo Galdós y Alcorta, the maternal grand- father of Benito Pérez, was a native of Azpeitia, an ugiy oid town in the province of Guipuzcoa. Pues bien, lo cierto es, repetimos, que don Do mingo abrió sus ojos a la luz en Azcoitia, villa famosa, entre otros motivos, porque de ella salieron los caba lleritos que introdujeron en España las doctrinas de la “ Ilustración” y contribuyeron, en gran medida, a crear y sostener el célebre y benemérito Real Seminario de Vergara. Jordán del neófito fue la pila de la azcoitiana Pa rroquia de Santa María la Real, según se registra “ en el Libro de Bauptizados, que empezó el año De mil se tecientos ciquenta y dos, y acabó el de mil setez. se senta y ocho”, y en él al fol. 122, partida núm. 61, consta que la ceremonia se celebró en dieciséis de junio de mil setecientos cincuenta y seis, esto es, el día siguiente al del nacimiento, de concierto con el cristiano uso de la época. Recibió el infante las aguas redentoras, de manos de don Pascual Manuel de Ariz ti, “ Presvítero” Beneficiado y “ theniente” de Cura de 31 la Parroquia de la Villa de Azcoitia. Fueron padrinos don Domingo y doña María de Alcorta, no sabemos si tíos o primos de la criatura. Acopiamos sobre este hecho una información tal vez excesiva, para que lo fehaciente de la “ prueba do cumental” deje bien sentado y asentado que fue Az coitia y no Azpeitia quien escuchó el primer llanto — siempre anterior a la primera sonrisa— del futuro abuelo del eximio español que, tiempo adelante, in mortalizaría el apellido. De la niñez de Dominguito nada sabemos. Como la de la mayor parte de los mortales, no dejó huella. Es, sin embargo, cosa averiguada que hasta los diez años vivió en Azcoitia, donde cabe conjeturar que aprendería las primeras letras. Quizá hubiese seguido los cursos del Seminario vergarés, ni más ni menos que tantos otros jóvenes de su tierra y de su época, de no haber quedado, en la temprana edad antedicha, huér fano de padre y madre, lo que movió a su hermano José María, a la sazón residente en Madrid y que en edad lo aventajaba mucho, a llevárselo consigo y otor garle fraternal — o más bien, paternal— amparo. No sería aventurado suponer que allí continuó sus estudios hasta entonces, en el mejor de los casos, elementales y primarios. Las actividades de José María debían de ser entre mercantiles y curialescas, y es tam bién lícito sospechar que Domingo, ya adelantada su instrucción, lo ayudaría en algún modo, siquiera no fuese sino por mostrar su gratitud a los beneficios re cibidos. El espíritu de solidaridad regional común a todos los hombres que han nacido en el mismo suelo, y más 32 silos azares de la vida los han obligado a abandonarlo, se acusa, tal vez con mayor relieve que en otros pue blos, en el vasco. Debía, pues, José María de frecuentar el trato de sus coterráneos entre los cuales encontra mos a don Francisco Xavier Fermín de Yzurriaga y Espeleta, sonoros y retumbantes nombres y apellidos de cierto magistrado a quien el rey Carlos III, “ confian do de la suficiencia, fidelidad y letras” de tan insigne varón, lo designó para desempeñar el cargo de Procu rador fiscal de S. M. y Promotor de su Justicia en la Real Audiencia de Canarias, cuya sede estaba — y es tá— en Las Palmas. El Fiscal electo venía en susti tución de don Joseph Antonio Coronada, ascendido a “ oydor” de la Audiencia de Cataluña. La fecha del título es de 25 de diciembre de 1776. El derecho a tomar posesión de aquel regalito de Pascuas caducaba el 21 de junio del año siguiente. Con todo, no prestó juramento hasta el 23, aunque, hombre previsor, ha bía solicitado y obtenido una prórroga que expiraba el 11 de agosto. Se nos preguntará qué tiene que ver todo esto con el joven Domingo; a lo que responderemos que mucho y bueno. Don Javier, cautivado sin duda por las bue nas prendas y natural despejo que, presumiblemente, se daban en el muchacho, determinó, de acuerdo con el hermano mayor, cuando no a instancias suyas, lle varlo en su compañía en calidad de familiar o paje. A partir de aquí, se puede seguir paso a paso la vida de este guipuzcoano que ya no había de volver a su tierra vernácula. Pero, tal empresa, que quizás algún día acometamos en otro libro, no sería oportuna en éste. Nos limitaremos a señalar los principales hitos 33 de una carrera que, por su vinculación a la historia de la ciudad, no deja de ofrecer interés. Otro error rectificado. Está visto que Galdós no debió de detenerse mu cho en compulsar datos y noticias relativos a su abue lo. Si volviendo a las Memorias de un desmemoriado reanudamos el hilo del párrafo antes interrumpido, leeremos: En los últimos años del siglo XVIII, fue destinado aquel señor a Las Palmas con el cargo de Secretario de la Inquisición. También en esto se equivoca don Benito y en su descarriada afirmación lo sigue el gregarismo perezoso de los biógrafos que no han querido tomarse la moles tia de revolver por sí mismos los archivos. Más cierto es que aquel “ varón digno y virtuoso, contemporáneo de la Revolución Francesa”, llegó de Madrid a Las Pal mas con el fin y propósito que ya se ha dicho: Asistir como hombre de confianza al Fiscal Yzurriaga, su paisano y protector. Así lo comprueban, confirman y demuestran estas palabras de uno de los documentos anejos al expediente matrimonial de don Domingo, trasladadas por primera vez directamente del original, y sin alterar su ortografía: Nos el Dr. Dn Josef Macieu Caballero delorn De Calatraba, Dean y Canonigo Dela Sta Yg- lecia Cath. Destas Yslas, Juez Exam. Sin. Ynqq. Ordinario Prov, y Vicario Gen. De este Obpdo, por el Yltmo S. D. Antonio De la Plaza Del Conzejo De Su Mag. Obispo De Canarias mi S. Por quanto por D. Domingo Galdos, natural De Viscaya Provincia De Guipuscoa, enla Villa De Ascoitia, y Vez. Dea esta Ciu. se nos representó para usar De su Perzona como tenia premeditado, y le era co.. . iente, nesecitava sele reciviera Ynformacion De que haviendo fallecido sus Padres lejitimos a tiempo q. contava Dies años sehavia trasladado en derechura ala Villa y Corte de Madrid, donde havia permanecido algunos años bajo la protección y Compañía De Dn. Josef Maria Galdos su hermano m.° y que havia otros dies a. q. sehavia conducido a esta Ysla en Compañía, y en calidad Defamiliar Del S.° D. Fran. Xavier de Ysurriaga Del Conzejo De Su Mag. y su oydor Fiscal en la R. Audiencia Deestas Yslas... Basta. Lo largo de la cita queda compensado por la precisión con que pone la verdad en su punto. Pero hay más: El Señor de Galdós y de Alcorta ni vino co mo “ Secretario de la Inquisición”, ni lo fue nunca se gún a su tiempo se verá. Apuntaba el verano de 1776, cuando siempre en compañía y al amparo de Yzurriaga, arribó a Las Pal mas su flamante paje. Acababa de cumplir los veinte años. ¿ Qué impresión recibiría de esta ciudad, tal y como la hemos descrito, aquel mozo que directamente llegaba de la corte? No es de creer que el contraste fuese muy acusado, pues que, como también queda dicho, en aquellas kalendas tampoco era Madrid un dechado de perfección urbana. Las reformas de Carlos III, más suntuarias por lo común, que de inmediata utilidad, embellecieron, sin duda, Ja villa, que así debe gratitud y homenaje a aquel buen rey. Pero los ma 35 drileños seguían viviendo incómoda y suciamente, con la sola excepción de las clases elevadas, que, por lo demás, desconocían usos higiénicos ya introducidos y consuetudinarios en no pocas capitales extranjeras. No debieron de asombrarle mucho la angostura y lobreguez de las calles; la ausencia total de pavimento y alumbrado; la hediondez de portales y zaguanes, ni otras mil lindezas ya enumeradas y que la caput ca nariense no monopolizaba, por cierto. Una estancia de diez años en Madrid era buena escuela para afron tar tales y otras inconveniencias. En cambio, le pla cería un clima cuya benignidad ha extendido por el mundo la opinión de que las Afortunadas gozan de eterna primavera. Así es, en efecto, y mejor lo advierte quien conoce, como conocía nuestro doncel, el rigor de los estíos y la crudeza de los inviernos en Castilla. Sea de ello lo que quiera, Domingo había de afin carse en Las Palmas para el resto de sus días. Sin que él mismo lo sospechase, lo llamaba a la isla una misión mucho más alta que las que sus más ambiciosos sueños de burócrata pudiesen haberle prometido. A los dos años y medio día más, día menos, de haberse establecido en Canarias el “ familiar” de Yzu rriaga fue nombrado, por acuerdo de 20 de febrero de 1779, oficial de Contaduría de la Santa Iglesia Catedral de Las Palmas “ con el salario de 30 ducados antiguos que hacen 45 ducados corrientes”, y por otro de 18 de junio del mismo año “ se le aumentó la renta hasta la cantidad de 90 ducados corrientes”. En 6 de septiembre de 1779, su nombre y su firma aparecen por primera vez en un voluminoso infolio de Libranzas de Cabildo y Hacimientos, con ocasión de habérsele abo 36 nado “ 266 rs. y 16 mvs. que por acuerdo de este día se le mandaron librar por la prorrata del tercio de su salario cumplido en fin de Agosto próximo de este año”. Es de tener en cuenta que tales estipendios se co braban por cuatrimestres vencidos, a partir de enero. 8 “ Honni soit.. .“ Todo hace suponer que el futuro abuelo de su nieto era lo que suele llamarse un joven serio, con la cabeza muy sentada sobre los hombros, morigerado en sus costumbres y “ cristiano viejo”: Un verdadero mirlo blanco; eterno ideal, en fin, de las madres de familia que tienen hijas en estado de merecer. Y quiso Dios que una de estas ejemplares señoras, doña María de la Concepción Alvarez Domínguez, tuviese coyun tura, para ella dichosa, de hallar en su camino al edi ficante veintenario. Un tal Claudio de Vega atestigua haber oído que la joven María de la Concepción de Medina, hija de doña María de la Concepción Domín guez, “ avitaba en la casa del Don Domingo”. A pri mera vista, tal hipótesis entraña menoscabo para la honestidad y buen nombre de ambas mujeres; pero esta turbia interpretación queda invalidada mediante un sencillo razonamiento. Por de pronto, doña Concha era dama de intachable reputación y virtud probada, y Conchita, niña todavía, estaba a cubierto de toda in fame sospecha. En cuanto a don Domingo, si ya no lo abonase su propia conducta, honrada a carta cabal, bastaría advertir que en modo alguno hubiese logrado 37 — o de lograrlo lo hubiese perdido— un empleo tan adscrito a la Iglesia, como el que por entonces desem peñaba, de haber ofrecido el menor síntoma de vida irregular. Fuera de esto, téngase presente que el marido de aquella dama, don Juan Antonio de Medina, hallábase a la sazón “ ausente en América” movido probable mente, como tantos otros isleños, por el afán de hacer fortuna, lo cual prueba que la suya no debía de ser muy copiosa, ni muy boyante, por ende, la situación económica de su familia. Aventurémonos, pues, a pre sumir que doña María Domínguez acudió en remedio de su penuria al clásico expediente de acoger huéspedes en su hogar, y que uno de éstos fuese don Domingo. De donde se infiere que lo más verosímil es lo con trario, precisamente de lo que, quizá por defecto de expresión, pudiera desprenderse del testimonio del bueno de don Claudio. No era, lógicamente pensando, doña María la que habitaba en casa de don Domingo, sino éste quien vivía como pensionista en casa de aquélla. Honni soit qui mcd y pense. “ El rapaz de los ojos vendados...” Tan bien debieron de llevarse patrona y pupilo que pronto su trato como tales ascendió a noble y ho nesta amistad, fruto que sólo puede rendir la mutua estimación que, a su vez, se deriva del conocimiento y reconocimiento de las más bellas prendas que adornan el espíritu y que, así en la matrona como en el man cebo, concurrían a mejorar sus ya buenas cualidades. 38 J5PADR DL LA CATLDRAL t ANiRIA i r ‘ a’ r a’ i / No tenía, a buen seguro, el joven burócrata pelo de tonto, ni por lo mismo es fácil que en la diaria con vivencia se le ocultaran los agobios económicos de su locandiera, aunque ella, pudorosamente, los recatase. Esta dignidad en la pobreza es y ha sido siempre virtud peculiar de los españoles de condición media. Ya los autores clásicos nos ofrecen frecuentes ejemplos, y el propio Galdós hace de algunos de estos tipos, entre sublimes y grotescos, protagonistas de varias de sus novelas. No diremos que doña María de la Concepción alcanzase la cima de lo sublime; pero tampoco nos in clinamos a creer que cayese en lo grotesco. Cada jor nada exigía de la señora esa capacidad heroica que no se manifiesta en brillantes funciones de guerra, mas en el callado y sostenido esfuerzo que requiere la lucha por la vida sin mengua del decoro ni deslustre del buen nombre. Testigo, como decimos, de esta dura brega fue el mozo de Azcoitia, en cuyo corazón, generoso por naturaleza, brotaría un nuevo sentimiento, mezcla de compasión y de respeto, hacia aquella casada a quien la prolongadísima ausencia de su marido convertía prácticamente en viuda. Por otra parte, las crecientes gracias de la hija, en quien ya despuntaba la mujer, iban ganando día tras día al huésped de la madre. No olvidemos que a éste se le murió la suya en edad muy tierna y, acaso por ello, estuviese ávido de halagos femeninos que él casi desconocía y donde por lo que suelen tener de maternales hay que buscar la razón de ser del verda dero hogar. Y esto, el hogar, es lo que el huérfano halló 39 al fin en aquella casa que, por dicha, reavivaría en él memorias ya borrosas de los felices años de Azcoitia. Sólo que la naturaleza tiene sus leyes que nunca se vulneran en vano. Y así, el afecto al principio casi paternal de Domingo por Conchita fue evolucionando — sin que posiblemente él mismo lo advirtiese— hasta dar en amor, en el Amor, con mayúscula, che muove ji sol e l’altre stelle y arrastra a toda criatura en incesante y apasionado vuelo hacia la primitiva mitad que, según el divino Platón, en el comienzo de los siglos perdiera. Como en la Balada de Tomás Morales “ el rapaz de los ojos vendados” golpeaba también aquella puerta... El pino del norte, más afortunado ahora que en el lied de Heme, lograba al fin aproximarse a la pal mera del sur. No tardarían sus ramas en abrazarse y unirse sus raíces. Otro poco de genealogía. María de la Concepción de Medina y Alvarez ha bía nacido en Las Palmas ( y no en la tinerfeña Laguna, como equivocándose otra vez afirman no pocos) el 13 de noviembre de 1770. Fue bautizada en la “ Parroquia matriz del Sagrario de esta Sta. Igla Catedral” seis días después. La sacó de pila don Andrés Ardid. Era hija legítima, como sabe el lector, de don Juan Antonio Medina Domínguez, natural del lugar de la Vega, feligresía, entonces, de la parroquia de Santa 40 Brígida en Gran Canaria, y de doña María de la Con cepción Álvarez Domínguez, que lo era de La Laguna, capital, a la sazón de Tenerife. La identidad de los nombres de la madre y de la hija haría explicable la inexactitud, ya mencionada, en que acerca del lugar del nacimiento de ésta ha solido incurrirse, si la fron dosa documentación que sobre el particular existe no viniese a demostrar que todos esos trabajos son pura fantasía y de segunda cuando no cuarta mano. Los abuelos paternos fueron don Francisco Me dina y doña Sebastiana Domínguez y los maternos don Agustín Alvarez y doña Catalina Domínguez. Marcha nupcial. Como quiera que, según se ha visto, en sus rela ciones con la niña de Medina llevaba Domingo buen fin, no tardó doña María Alvarez en ratificarlas, y aun, sin pecar de malignos, nos atrevemos a sugerir que fo mentó y dio vuelo a unos amores, de cuya resolución en matrimonio esperaba la buena señora dichas sin cuento y gran beneficio para su hija. Esta condición de lo que hoy diríamos novio ofi cial autorizaba al galán para ejercer, sin detrimento del recato, cierta manera de protección a una familia que pronto habría de ser la suya. De esta suerte, pro puso a su futura suegra establecerla en un a modo de despacho donde se expendería el salpreso o pescado en salazón que él adquiría de los mareantes de San Telmo, ya conocidos del lector. Tenemos de ello prueba con cluyente por el Agustino fray Rodrigo Raymond, 41 quien, al declarar como testigo en el expediente que hubo de preceder a estas bodas, asevera bajo jura mento “ in verbo Sacerdotis, tacto pectore” que “ co noce a D. Domingo Galdós y a D? María Concepn. de Medina contrayentes, pr. haver tratado al D. Do mingo desde su venida a esta ciudad, y haver conocido a la D. María Concepn. desde su menor edad, en casa de D. Josef Cortaella en donde el referido D. Domingo puso a la Madre de la dha. una Lonja.” Celebráronse, al fin, las nupcias “ in facie Eccie siae” el 19 de octubre de 1786 — por la noche, según antigua tradición canaria que todavía subsiste—, en la Parroquia del Sagrario de la Catedral. Bendijo la unión el Sacerdote doctor don Blas Fernández Calañas, titular de la feligresía — y que, por cierto, había bau tizado a Conchita—, y fueron testigos — de padrinos nada dice la inscripción matrimonial— don Ildefonso de Santa Ana; don Ventura Ruiz, Procurador de la Audiencia; don Rodrigo Raymond, presbítero, “ y más personas todas de este vesindario”. Al margen de la partida consta: “ Velados oy 21 de octu. de 1786, en la Igl. a de Sn. Pedro Telmo”. Contaba el novio poco más de treinta años, y la desposada no cumpliría hasta noviembre siguiente los dieciséis. El 17 de julio de 1787, esto es, a los nueve meses, casi día por día, de su enlace, les nacía a los esposos una niña, a quien pusieron el nombre de María del Carmen, primer fruto de la dilatada cosecha de hijos con que el tierno pimpollito isleño obsequiaría a lo largo de los años a su dueño y señor. A fuer de buen vasco debía de ser don Domingo 42 hombre cauto y previsor. Ya hemos visto cómo con los ahorrillos que indudablemente fuera reuniendo pudo acudir en ayuda de la desamparada Medina. Antes del casorio comprendería, pues, las obligaciones y respon sabilidades que tal cambio de estado lleva siempre consigo. Persuadido de que su modesta mesada de oficial de Contaduría no le sería suficiente para sos tener el hogar de que iba a ser fundador, aspiraba a cosa de más pro y ganancia. El negocio de pescado rendía a lo que parece cum plidos beneficios para considerarlo ventajoso. Pero esto no bastaba. Tanto es así, que nuestro hombre decidió ampliarlo y adquirir dos bergantines de los quehacían la pesca enla costa occidental de Africa: El Jesus, Jose y Maria y el Santisima Trinidad El Abuelo “ Inquisidor”. Para don Benito era artículo de fe que por sus venas corría sangre de inquisidor, y aun se jactaba donosamente de ello. El contraste que esta presunta ascendencia ofrecía con las ideas liberales del nove lista, le hacía mucha gracia. ¿ De dónde provenía esta equivocada opinión gal dosiana? Es muy posible que se la debiese a su madre, movida acaso de esa propensión, tan común en las mujeres, a abultar la importancia y jerarquía de sus parientes más o menos próximos. Todos conocemos viudas y huérfanos que hacen de un difunto oficial de Sala un magistrado, o de un fenecido ayudante de Obras Públicas un ingeniero. 43 Y así no tendría nada de particular que Galdós oyese, desde pequeñito, hablar a su progenitora del “ abuelo inquisidor”. Pero lo cierto es que don Domingo de Galdós no lo fue nunca. El objeto de estos p��rrafos es precisamente restablecer la verdad sobre tal punto. Que don Domingo de Galdós y de Alcorta no fue a Las Palmas por causa que ni de cerca ni de lejos se relacionase con el Santo Oficio, lo hemos demostrado ya a la letra, con aportación documental que no per mite margen a la menor duda. Hemos visto también cómo, de familiar del fiscal Yzurriaga, pasó a des empeñar una plaza en la Contaduría y Hacimiento del Cabildo catedralicio de Las Palmas. AHí sostuvo, sin duda, trato frecuente con los funcionarios de la Inqui sición que habían de resolver en su oficina asuntos administrativos ligados a aquélla. Como el azcoitiano era mozo despierto y, a lo que parece, aplicado al tra bajo, los asiduos visitantes del eclesiástico despacho tuvieron ocasión de percatarse de su valía y de cuán eficaces podían ser sus servicios en cualquier linaje de actividad burocrática. Por aquel entonces, las funciones inquisitoriales de Las Palmas estaban casi desasistidas de personal idóneo, por la sencilla razón de que en Canarias los sueldos y emolumentos de jueces, oficiales y ministros eran más reducidos que en la Península, mucho más que en el otro archipiélago — el de las Baleares— y muchísimo más que en la América española. Desde 1724, año en que falleció el teniente coronel don Jacinto Falcón, último receptor en propiedad del Santo Oficio en Las Palmas, esta plaza venía prove yéndose interinamente, y ello no sin dificultad, pues 44 nadie quería calificarse para ejercerla “ por la cortedad de salario”. Y así, sólo la aceptaban, en espera de aco modo más lucrativo, personas que se veían en muy apurada situación económica. Tal estado de cosas se prolongó por más de se senta años, hasta el de 1785. Alguno de los funciona rios de la Inquisición que, como queda dicho, visitaba con frecuencia la Contaduría catedralicia y estimaba en su debido precio las prendas de don Domingo de Galdós, debió de ofrecerle, movido de ellas, la recep turía interina de la secular institución, a la que acababa de renunciar un tal don José Martel Monzón. Qué razones pudieron influir en el buen caballero vascongado para rendirse a esta propuesta, las desco nocemos. Tal vez fuesen motivos de amistad y aun de paisanaje; acaso, un pique de vanidad, ya que, al fin y al cabo, ser receptor, aunque interino, del Santo Oficio, significaba más en el escalafón social que ser empleado en una Contaduría. Ello es que el 9 de marzo de 1785, el Tribunal nombra a don Domingo de Galdós receptor interino con el salario de 3.246 reales y 3 maravedises por año. Adviértase que esto ocurría a los nueve de haber arri bado don Domingo a Las Palmas, detalle importante porque desvirtúa la afirmación, erróneamente susten tada con unánime asenso, de que el abuelo del gran novelista fue a Canarias como Secretario, según los más, o Receptor, según los menos, de la Inquisición. Tal es la verdad hasta ahora agazapada en los archivos. En 1792 el señor de Galdós, receptor interino, fue solicitado para ayudar en la Secretaría del Secreto — la redundancia no es nuestra—, a lo que hombre 45 servicial, por las trazas, accedió asimismo, conside rando que “ El Srio. D. Dionisio Treviño hace ya 31 a. q. sirve, y en el día, por su abanzada edad no puede trabajar; D. Manuel de Retolaza Srio mas antiguo por lo mucho que ha trabajado, y en algunos tpos. solo, le ha faltado la vista en términos que no puede tener las fatigas q. antes”. El 4 de julio fue don Domingo juramentado e inmediatamente asumió sus nuevas funciones sin abandonar las antiguas, y no por interés, al menos de momento, si se considera que había de transcurrir casi año y medio hasta que, por auto del Tribunal, fechado en 23 de diciembre de 1793 — sin duda para alegrarle las navidades—, “ se le señalaron mil y cuatrocientos reales en cada año, para remune rarle su trabajo y continua asistencia, que tiene, cons tándonos que para ella hace falta a los negocios de su Casa y Comercio”. El comercio a que aquí se alude era el ya indicado de la pesca, que reportaba a don Domingo más pingües rendimientos que sus eventuales empleos burocráticos, en cuya aceptación hemos dicho que indudablemente tuvo más parte el deseo de complacer a algún amigo y quién sabe si paisano. Pudo muy bien ser éste el más antiguo de los Secretarios del Santo Oficio a la sazón en activo, don Manuel de Retolaza, guipuzcoano como el propio Galdós y Alcorta, pues era natural de El gueta.(*) (‘) De lo que antecede se hiñere. Primero: que don Domingo de Galdós y de Alcorta no fue a Canarias por motivo alguno relacionado con la Inquisición. Segundo: que habfan de pasar nueve años, desde su llegada a Las Palmas, hasta que en 1785 fue nombrado receptor interino del Santo Tribunal, “ sin estar califi cado”. Tercero: que nunca fue secretario de éste, sino habilitado para escribir en el Secreto desde julio de 1792, y que hasta diciembre del año siguiente no comenzó 46 Lluvia de hijos. Entre 1787 y 1798, el matrimonio Galdós- Medina alcanza del cielo copiosa cosecha filial. Ocho hijos le nacen en aquellos once años. Registremos sus nombres por orden de aparición en la escena del mundo: María del Carmen ( 17 de julio de 1787) Manuela d e( 2 a1bril de 1789) Benito Manuel ( 2 d2e julio de 1790) Pedro María ( d1e9 octubre de 179fl Tomasa 7 d( e marzo de 1793) Ignacio Rafael ( 3d1e octubre de 1794) Manuel Esteban ( 2 d5e diciembre de 1796) José María d( 1e1 junio de 1798) Aquel chaparrón de hijos era para amilanar a varón menos intrépido que don Domingo. Pero éste capeó el temporal como pudo y a su tiempo verá el curioso lector. a percibir gratificación ni gaje alguno por su auxiliaría, que, en ocasiones, llegó a extenderse a la Secretaría de Secuestros. Cuarto: que de esto, más que beneficio se le originó desventaja, por la obligada mengua de atención al comercio de pescado que era su principal fuente de ingresos. Quinto: que sus actividades inquisitoriales fueron para él cosa adjetiva y ac cesoria, y que si las desempedó fue por satisfacer a personas de su particular esti mación y agrado, aparte de por la consideración social que le aportaban tales empleos. Y sexto: que don Domingo no fue en ningún momento inquisidor propiamente dicho, sino un funcionario adscrito a la Inquisicián, lo cual no es precisamente lo mismo. 47 CAPÍTULO III INTERLUDIO, BISTóRICO ( Acaso algunos lectores hallen este capítulo superfluo. Nosotros, empero, lo consideramos no ya útil, mas necesario; pues, si bien no guarda relación directa con los antepasados de Galdós, los lances que en él se narran precedieron mme liatamente a la intervención de los canarios en una guerra que, como la de la Independencia, había de influir, por modo notable, en los destinos de la familia, a lo que quizá debe don Benito la idea generatriz de sus Episodios Nacionales.) El paso de un siglo a otro no señala una solución de continuidad entre dos épocas. Nada se parece tanto a los últimos años — y aun, a veces, lustros— de una centuria, como los primeros de la siguiente. Estas pe riódicas divisiones que Saturno preside y sanciona no se ajustan, en realidad, a las leyes de una cronología estricta y, en cierto modo, artificial: se rigen por otras más profundas, si bien no tan precisamente formu ladas, En Francia, por ejemplo, el XIX comienza cuan do el 26 de agosto de 1789 la Asamblea Nacional aprueba el acta que contenía la “ Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. En cambio, España no ve morir al XVIII hasta el 18 de marzo de 1812, víspera del día en que se proclamó la consti tución de Cádiz. Este rezago de nuestra patria para incorporarse a las “ nuevas ideas” y a los usos nuevos era aún más acusado en el archipiélago canario, a causa del aisla miento e incomunicación en que vivía. En 1808, Las 51 Palmas ofrecía, así en lo urbano como en lo social, el mismo aspecto e iguales características que en 1790. Seguía siendo una ciudad incómoda, “ destartalada, sucia, tristísima”, para emplear los calificativos de uno de sus cronistas. Algunas mejoras habían conseguido la buena yo luntad y el denodado esfuerzo de los corregidores Eguiluz y Cano. Don José de Eguiluz, vasco de nacimiento des empeñó el cargo desde septiembre de 1780 hasta di ciembre de 1786. ( Dígase de paso que, como tal autoridad, firmó la “ habilitación de justicia” que a su paisano don Domingo de Galdós le fue indispensable para contraer matrimonio.) Hombre de extraordinario espíritu emprendedor a su diligencia y celo debió la ciudad muchos beneficios. No fue menos fecunda y provechosa la gestión de don Vicente Cano. De Eguiluz, precisamente, heredó la vara corregidora y la sostuvo en sus manos desde el 1.° de mayo de 1787 hasta que en 29 de abril de 1793 regresó a la Península. Ambos excelentes magistrados hubieron de po ner en juego toda su energía y entereza para luchar contra la guerra que la rutina, la inercia y los intereses creados hacían a las mejoras que se afanaban por in troducir. Vaya a este propósito una anécdota repre sentativa. En cierta tertulia comentábase una vez la cues tión, entonces sobre el tapete, del alumbrado público que ya Eguiluz trataba de establecer en la capital. El insigne historiador canario don José de Viera y Clavijo, 52 que asistía a la reunión y cuyos hábitos sacerdotales realzaban su bien adquirido prestigio, exclamó: — Señores, ya no es civilizado un pueblo que no tiene unas malas lámparas para evitar que el tran seúnte se rompa una pierna... y en estas calles, ¡ en estas calles! A lo que uno de los presentes, hombre que tal vez con frecuencia se alumbraba por dentro, opuso esta magnífica doctrina: — No veo (¡ cómo iba a ver!) tal necesidad; por que la noche se ha hecho para dormir y no andar de la Ceca a la Meca. Y sobre todo, el que quiera salir que lleve su luz. No es cosa de que se la pague el ve cino. En lo social tampoco el avance era notable. El pueblo seguía viviendo como podía. Se trabajaba o se holgaba y según caían las pesas se comía en casa o se iba en busca de la sopa boba. La juventud dorada repartía sus frívolas horas en tertulias y saraos, entre reverencias de minué, pasos de pavana, juegos de pren das y chascarrillos sosones; pasatiempos no siempre tan inocentes como pudiera creerse,. ya que, en oca siones, eran cobertura o tercería de menos candórosos devaneos. De vez en vez, aquellos distinguidos jóvenes se convertían en comediantes, para representar alguna tragedia. Como nota curiosa diremos que en Las Pal mas los papeles femeniles solían estar a cargo de mo zos barbilampiños, sin duda por no considerarse ho nesta la intervención de mujeres en estos espectáculos. Fuera de ello, no siempre esta flor y espuma de la mocedad canaria se comportaba como su posición social requería. A veces — demasiadas veces, quizÚ— 53 se desmandaba y dábase a hazañas que bien pudiera valerles a estos donceles el título de lo que hoy flama ríamos gamberros. No es el gamberrismo plaga exclusiva y definidora de nuestra edad. Ya en la primera del mundo se re gistran casos típicos. ¿ Qué fue sino un gamberro Cam que para divertirse a costa de Noé, su padre, no vaciló en hacerle beber más de la cuenta? La Historia Uni versal es, a la postre, una sucesión de hazañas gambe rrísticas; lo sublime de ella reside, cabalmente, en la oposición del auténtico héroe al gamberro. Gamberros, cómo no, amenazaban y hasta cierto punto amenizaban, el pacífico vivir del vecindario. Lo peor es que estos perillanes reunían en de rredor suyo una corte de admiradores y panegiristas, muchas veces no pasivos, sino colaboradores activos en sus fechorías, que luego celebraban y exaltaban co mo si, por su ingenio y valor, tan desaforadas trapi sondas fuesen dignas de perpetua fama. A tales excesos llamábaselos y se los sigue llamando “ cosas de fulano”; y el que logra un buen repertorio de ellas, es consi derado por el papanatismo circundante como un ser superior. El Paraíso perdido. Pero algo más grave que las fechorías de los gam berros venía a soliviantar, en ocasiones, el ánimo de unas gentes tan bien avenidas con su sosiego como las que poblaban el solar canario: la presencia de cor sarios, principalmente ingleses, que prodigaban sus 54 visitas a las islas para desvalijarlas, saquearlas y hasta incendiar barcos, edificios y, en fin, cuanto a su mala ralea de piratas se les antojaba. Apenas se advertía una vela en el horizonte, to caban a rebato las campanas de la Catedral, tronaba el cañón de San Fernando, y los blanquillos ( denomi nación que se daba a los soldados, por ser blanco su uniforme), armas al hombro y con redobles de cajas y tambores, recorrían las calles. El vecindario se lanzaba fuera de sus casas y aun las mujeres, con heroico tem ple, se aprestaban a una posible lucha. Junto a esto, la de España con Inglaterra, que nos valió, entre otras cosas, el desastre de Trafalgar — gloriosa pero desdichada página de nuestra his toria— y la derrota del cabo de San Vicente, contribu yeron a sacudir la apatía de los canarios. Aunque tales y tan malaventurados sucesos tar daron en ser aquí conocidos y no tuvieron repercusión notoria, el nunca desmentido patriotismo de los isleños se conmovió profundamente y no faltarían quienes se alistasen en las fuerzas de la Marina para intervenir personalmente en la contienda. Ya en 1793 habíase reclutado y enviado al Rosellón tropas que sumaban varios miles de hombres y que en 1796 regresaban no sin haber sacrificado 500 vidas en la campaña. La tierra donde, según doctos autores pudo estar el Paraíso, comenzaba a conocer los males y peligros de que ya otros pueblos, tenían dolorosa experiencia: Estaba en trance de ser un Paraíso perdido; sólo que, ahora, sin un Milton que lo cantase. 55 Cagi gal y O’Donnell. Porque aquella seráfica existencia un poco boba, y un mucho inconsciente, no sería ya muy duradera. Rondaba la tormenta, de la que hasta entonces, y pese a su fragor, no llegaran a los oídos isleños sino apa gados ecos: bien así como un rodar de truenos lejanos. Ya antes, empero, de que los efectos del incendio en que se abrasaba Europa — iniciado por la Revo lución Francesa y propagado por las guerras napo leónicas— se dejasen sentir en el Archipiélago, algunos sucesos de orden puramente vernáculo vinieron a des pabilar de su modorra a los insulares. Aludimos a la pugna entre Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife por la capitalidad de las Islas, y a la célebre — tristemente célebre— rivalidad del Teniente Coronel, graduado de Coronel del Ejército, don Carlos O’Donnell, con el Mariscal de Campo, don Fernando Cagigal, Marqués de Casa- Cagigal. En lo que toca al primer punto, la historia insular lo trata con amplitud y detenimiento que nos exime de insistir sobre él. Tampoco nos de tendríamos demasiado en exponer, ni menos comentar, las incidencias del pleito que sostuvieron con encono digno de mejor causa Cagigal y O’Donnell, a no ser por las lamentables y públicas derivaciones que tuvo. Residían estos Jefes castrenses en Santa Cruz, puerto principal de la isla picuda y asumían los respec tivos cargos de Capitán General de las Canarias y Teniente de Rey ( hoy diríamos Gobernador militar de la Plaza, única fuerte en todo el archipiélago). 56 Durante algún tiempo, sostuvieron trato tan cor dial y amistoso que todo el mundo tenía a O’Donnell por hombre de confianza de Cagigal. Quizá lo fuese y hubiera seguido siéndolo de no ponerse por medio las respectivas esposas. Cherchez la femme — que aquí son les femmes— y daréis con los hilos secretos y ocul tos resortes de la historia, desde la guerra de Troya hasta nuestros días. Es el caso que, allá por la primavera de 1808, don Carlos, hombre ostentoso y muy pagado de su aristocracia — descendía de una familia irlandesa—, organizó en su morada una función teatral. Estaban, entonces, de moda las tragedias, y así se eligió Otelo. No sabemos si en la “ detestable traducción que don Teodoro Lacalle había hecho del Otello de Ducis, arre glo muy desgraciado del drama de Shakespeare” 9 y que es la que Galdós hace representar, en el palacio de la marquesa de Leyva, a algunos personajes de La Corte de Carlos IV. Sea de ello lo que quiera, el papel de Desdémona — Edelmira, si en efecto se acudió a la malhadada ver Sión de Lacalle—, se lo apropió, naturalmente, la Te nienta del Rey, que fue sin duda quien hizo el reparto. Rabía sido esta señora camarista de la reina María Luisa, de lo que hacía infatuado alarde. Las invita ciones a esta solemnidad casera ( que para la vanidosa O’Donnell tendría honores de palatina) se reservaron a los personajes más encumbrados de la ciudad. El acontecimiento fue comentadísimo en Santa Cruz, es pecialmente en las tertulias más o menos aristocráticas. En una de ellas, la marquesa de Casa- Cagigal preguntó 57 a uno de los actores que intervinieron en la represen tación, si ésta habría . de repetirse. — Sí, señora — replicó el interpelado—, se repe tirá para la gente de mediana clase, ya que la principal asistió a la primera. — Pues, podían ustedes repetirla por tercera vez, para que la vean las aguadoras — se chanceó la mar quesa o su hija ( que esto no lo puntualizan las cró nicas). Las veloces y siempre apercibidas alas de la chis mografía trasladaron en rápido vuelo a oído de los O’Donnell la chistosa respuesta, que hubo de enfure cerios en extremo. Desde aquel punto y hora, el Go bernador Militar declaró guerra sin cuartel al Capitán General, quien — justo es decirlo— devoró, al prin cipio en silencio, los insultos y ultrajes que, ya de palabra o bien por escrito, asaetaban sin tregua al matrimonio; pero la creciente virulencia de tales in jurias, y una solapada campaña de insidias y calumnias, hízolo, al fin, salir de sus casillas; de lo que resultó una feroz e implacable contienda en la que, como es obligado, tomaron parte activísima las mujeres. Ni Cagigal, ni O’Donnell eran hombres que estu viesen a la altura de las circunstancias. Incapaces de sacrificar a la pública conveniencia la suya personal, éranlo asimismo de acallar y señorear sus pasiones, aun cuando el mejor servicio de la patria lo exigiere. Pasaba el marqués por avaro y fácilmente sobornable mediante adecuado estipendio, y tan adulador y dúctil con los superiores, como altanero y duro con los su bordinados. O’Donnell, por su parte, se mostró siem pre engreído y, lo que es peor, rencoroso. La lucha 58 entre dos individuos que tenían en depósito y custodia supremos y sagrados intereses, había de resultar fa talmente desastrosa para éstos. Pero sobre la fatalidad está la Providencia. No quiso ésta, en sus altos designios, que aquella bufa marimorena interdoméstica diese en tragedia, como su teatral origen solicitaba, sin duda, porque sus pro tagonistas no merecían calzar coturno. Todo quedó en un episodio desagradable con vetas de sainete. Véase cómo se desarrollaron los sucesos, cuya memoria no ha caducado todavía en las islas. Más de un mes había ya corrido desde el heroico alzamiento madrileño del 2 de mayo, y aún no se conocía en el archipiélago noticia alguna de esta magna efemérides. Tanto es así que el 5 de junio de aquel mismo 1808, y por disposición y orden del Marqués de Casa- Cagigal, celebraba el pueblo tinerfeño, con fervoroso entu siasmo, la buena nueva de haber sido proclamado “ Rey de España e Indias y de todos los Estados de la Mo narquía” el deseado Fernando VII, por abdicación de Carlos IV, su padre. Todo júbilo era aquel felicísimo día la gran Santa Cruz. Después de unas vísperas a que profusión de juegos artificiales dieran inusitado es plendor, hubo en la Parroquia Matriz solemne función religiosa “ con la mayor pompa y regocijo público, entre las alegres salvas de toda la artillería de la línea y la de toda la guarnición puesta sobre las armas”. Venciendo su acreditada tacañería — y quizás en espera de lucidos intereses—, el Capitán General, preparaba “ a sus expensas propias un espléndido y costoso refresco para todos los jefes y oficiales que guarnecían la plaza”. 59 Mas, ¡ ay!, tanto gozo se fue al pozo. No con cluido aún el Te Deum, llegaban a la Iglesia informa ciones alarmantes. A las once de aquel mismo día que, de afortunado entre todos, se mudaba en más que ninguno nefasto, arribó al puerto una nave cuyo maes tre, don Esteban Capello, dijo a todo el que quiso oírlo que, durante su escala en Algeciras, había leído en la Gaceta de Madrid “ la protesta del Sr. D. Carlos IV hecha en Bayona de Francia; la forzosa renuncia de nuestro amado soberano y el nombramiento del ge neral francés Murat para lugarteniente del Reino...” No faltó quien tachase a Capello de excesivamente crédulo en las ya entonces proverbiales mentiras de la Gaceta. Mas, en realidad, la consternación fue casi unánime. El pobre Cagigal que, según es fama, estaba siempre al sol que más calienta, exclamó parodiando acaso sin saberlo a Francisco 1 en Pavía: “ Señores, el día se ha perdido. Murat reina en España”. No eran de esta opinión O’Donnell y algunas otras personas de su bando, quienes manifestaron “ que no creían que Bonaparte fuera capaz de obrar con un aliado y una nación amiga de un modo con que no había procedido jamás ni con sus enemigos: que era necesario esperar noticias más positivas y que la Gaceta de Madrid a que se refería el Maestre de la embarcación podía ser obra de las acostumbradas ma quinaciones del Gobierno británico”. 60 “ La cadetada de O’Donnell” (*) Movido, acaso más que por un celo patriótico que luego demostró no sentir, por el insano prurito de mortificar a su enemigo, el Teniente de Rey se reunió aquella misma noche con un grupo de jefes y oficiales en casa de uno de ellos. Se bebió de lo lin do, se pronunciaron fogosas peroratas y, finalmente, O’Donnell se apoderó de un retrato de Fernando VII, que allí había, y dispuso que sobre unas andas se pa sease en triunfo por las principales calles de la po blación. La pintoresca comitiva, a los acordes de la música del batallón veterano de Canarias, recorrió su itinerario entre los gritos, aclamaciones y berridos del populacho que veía en esto, más que un acto de fe fernandina, una divertida mascarada. Para llevarla a su colmo y ápice, quiso don Carlos que también a él lo encaramasen al improvisado trono; pero lo que de buen sentido quedaba en sus compañeros, a los que no se les ocultaba el lastimoso estado en que un pon che bien cargadito de ingredientes alcohólicos había puesto al gobernador militar, se opuso a la grotesca determinación de éste. Con todo, el cortejo siguió su recorrido. Lo gracioso fue que, al enterarse de lo que ocurría y lejos de mostrar enfado, el propio Cagigal se incorporó a la procesión — que para él valía por dos, con la que llevaba por dentro—, dio vivas a Fernando, (*) En gracia a lo gráfico y exacto de la expresidn, utilizamos las mismas palabras con que se ha calificado el hecho que aquí se narra. 61 lanzó reiteradamente su sombrero al aire, y llegó oh, dioses! al inverosímil extremo de arrojar puñados de monedas a la chiquillería, como padrino rumboso en día de bateo. Lo cual demuestra la timidez y manse dumbre del cuitado marqués frente al irreductible encono, que no había de parar allí, de su adversario. El bergantín de Vigo y la cólera de Aquiles. Pero el amor siempre vivo del pueblo canario a la madre España estaba muy por encima de todos estos rifirrafes y rencillas de dos jefes militares. Todos anhelaban saber lo que en la Península ocurría: si bueno, para celebrarlo; si malo, para acudir al remedio en la medida o más allá de la medida de las fuerzas de cada uno. Ya avanzada la primera quincena de aquel mismo junio, entró en el puerto de Santa Cruz un bergantín que provenía de Vigo, y cuya tripulación asediada a preguntas sólo supo responder que se había declarado la guerra entre España y Francia; pero ni los mari neros ni su maestre o capitán acertaron a dar informes más concretos. Ignoraban quién había provocado el conflicto; si éste se limitaba a determinadas provincias o se extendía a todo el reino; desconocían asimismo quién gobernaba la nación, y si el infante don Antonio seguía ejerciendo la regencia. Total, que aquella gente no logró sino aumentar el desconcierto con el consi guiente desánimo de los patriotas. En su deseo más o menos sincero de calmar esta incertidumbre, el marqués de Casa- Cagigal decidió 62 enviar a la Península un oficial que siguiese el curso de los acontecimientos y le informase de ellos con detalle. Eligió para tal misión al capitán de artillería don Feliciano del Río, a lo que todos los jefes asin tieron, menos, naturalmente, O’Donnell, quien alegó que del Río no podía asumir esa responsabilidad por que no hablaba inglés, idioma que consideraba indis pensable en aquellas circunstancias, ya que durante la travesía pudiera caer en manos británicas. Es de notar que, en las islas, aún se creía que estábamos en guerra con Albión. Luego de exponer sus razones, el Teniente de Rey, siempre a lo suyo, se ofreció a desempeñar por sí mismo el cometido. El rubicundo marqués rechazó muy finamente tal propuesta, apoyándose en que ya disponía, para llevarlo adelante, de persona de su con fianza. Ni la cólera de Aquiles ante el cadáver de Patroclo puede compararse a la que encendió la sangre e in cendió el alma del desairado héroe, digno tal vez — co mo su antagonista— de ser cantado por Homero: Sólo que, no en la Ilíada, sino en la Batracomioma quia. Por ser pronto, y en espera de mejor coyuntura para una ejemplar venganza — si es que la venganza puede ser nunca ejemplar—, propaló O’Donnell por calles y plazuelas, corros y corrillos, tertulias y saraos, donde quiera en suma, que lo que verdaderamente se proponía el marqués, con aquella embajada, era poner a salvo sus bienes y procurar compañía, en su regreso a Canarias, a una hija casada que tenía en Madrid. 63 La goleta de Bayona. Llegamos con esto a un episodio que ha dejado memoria indeleble en los anales canarios. El 25 de junio de 1808, poco después del mediodía, arribaba a Las Palmas una goleta de pabellón español. La pre sencia del navío vino a aumentar la incertidumbre en que desde semanas atrás vivía el pueblo. Apenas se advirtió su arboladura, muchedumbre de personas co rrió al puerto en busca y espera de noticias que cal masen su inquietud. Súpose, por fin, que la goleta era, en efecto, española y que procedía de Bayona de Fran cia, donde, por entonces, se escribía una de las más tristes y vergonzosas páginas de nuestra historia. El capitán, don José Izarbirivil, declaró al gobernador militar don José Verdugo que iba en ruta para Indias, con la misión de difundir en nuestras colonias la nueva de que Fernando VII había abdicado en Napoleón y que José Bonaparte reinaba en España. Al mismo tiem po, y como el que no quiere la cosa, le entregó una proclama firmada por el nuevo rey. Este relato, lejos de sosegar las revueltas aguas de la opinión pública, contribuyó a encresparlas. Los comentarios eran apasionadísimos; los pareceres dis crepantes, aunque predominaba el de los partidarios de que el navío fuese retenido e Izarbirivil puesto en prisión. Al día siguiente y después de cierto misterioso almuerzo ofrecido por don José Verdugo, y al que asistieron el Capitán de la goleta, el Corregidor Agui 64 rre, “ hombre de estos que no descompadran nunca”, y otros — muy pocos— personajes, determinó el anfi trión que un subordinado de su confianza embarcase para Tenerife, diese cuenta de lo que ocurría al Capitán General, y pusiese en sus manos la proclama de José. Supo Cagigal, en esta ocasión al menos, cumplir su deber. Dispuso que un oficial saliese inmediata mente para Las Palmas con pliegos para Verdugo don de se le ordenaba a éste que, sin demora, se tomase declaración a Izarbirivil y se impidiese hasta nueva orden la salida del buque. Mas O’Donnell, que estaba al acecho, vio salir al correo de casa del marqués y valiéndose de su superio ridad jerárquica lo requirió a que le entregase el pliego. Hízolo así el otro y el Teniente de Rey cometió “ la acción escandalosa de abrirlo y leerlo”. Con esto y otras cosas consiguió lo que sin duda se proponía: retrasar la salida del emisario que, prevenida para las dos de la tarde, no pudo efectuarse hasta las seis. De suerte que cuando la orden de Cagigal llegó a Las Pal mas hacía unos momentos que el barco de Bayona había zarpado. 65 CAPÍTULO IV LOS GRANADEROS DE CANARIAS Por Dios, por la Patria y el Rey. A todo esto se iban recibiendo en el Archipiélago informes menos inciertos e inseguros, aunque escasos, de lo que en tierra peninsular acaecía: la épica jornada del 2 de Mayo; la inmortal proclama de don Andrés Torrejón, el Alcalde de Móstoles; la batalla de Bailén, que si a Castaños le valió su primera victoria, para Dupont significó la derrota primera, y, en fin, otros sucesos jubilosos y luctuosos, faustos o infaustos que, no ya mantenían, mas acrecentaban la tensión heroica de los canarios. Ya era hora: porque O’Donnell, que siempre ba rría hacia adentro, veníase aprovechando de las cir cunstancias hasta el punto de sustituir en su mando al Capitán General. Al socaire de su nuevo cargo fomentó la creación de una Junta Superior Guberna tiva del Archipiélago y sólo dependiente de la Supre ma de Sevilla. Lo que suscitó en Las Palmas indecible enojo y violentas protestas. Y sin embargo... Sin embargo, tales resquemores y diferencias entre 69 las dos islas se acallaron y como adormecieron ante el peligro que a España amenazaba. Tanta es la fuerza del amor patrio, siempre vivo y ardiente en los hijos de las Afortunadas, que nunca le hurtaron sacrificio. Esta noble pasión henchía e inflamaba con cre ciente fuego todos los corazones. Ni la edad ni el sexo escapaban al contagio. Una voz unánime, un clamor multitudinario demandaba y exigía el concurso a la causa de España de sus islas atlánticas. Y así llegó febrero de 1809. Más que mediado este breve mes, corrió por Las Palmas un rumor que, en medio de lo dramático de las circunstancias, no dejaba de ser cómico. Tan cierto es que aun en los trances de mayor llanto se le brinda ocasión a la sonrisa. Díjose que los españoles habían librado un gran combate, cuyo lugar no se determi naba, contra los franceses, a los que habían derrotado y puesto en fuga; que Pepe Botella había perecido en la refriega y que el propio Napoleón, que la capita neaba — o si se quiere, iinperatorizaba—, habíase de jado una oreja, no diremos en el ruedo, pero en el campo de batalla. Claro está que las personas sensatas no cayeron en el bulo; no faltaron, con todo, criaturas ingenuas que lo tuviesen por artículo de fe y le diesen vuelo y revuelo. A primeros de marzo, y pese a que la comuni cación siempre infrecuente del Archipiélago con la Península ofrecía dificultades aún mayores en aquellos terribles días, se recibieron nuevas de la capitulación de Madrid y del valor con que Valencia y Zaragoza se defendían. El instinto del pueblo, que en las gran des ocasiones nunca falla, pedía una acción inmediata 70 y vigorosa, sin dilaciones ni regateos. Esposas y ma dres, novias y hermanas sacrificaban su amor a la Pa tria en peligro. En los hombres no era ya admisible la condición de espectadores: todos anhelaban ser ac tores en la lucha. El día 5 se reunió el Cabildo que se mostró unánime en acudir sin tardanza en socorro de la nación: “ Con qué soldados? Con los nuestros, veteranos, bisoños... ¿ Con qué recursos pecunia nos?... Con los de todos los bolsillos repletos y ané micos... ¿ Con qué buques?... Con los que se puedan fletar, propios y extraños...” Por aclamación acordóse el reclutamiento de fuerzas expedicionarias y conferir su mando a don Juan María de León y Romero, militar distinguido que años adelante, entonces sólo contaba treinta y nueve, había de ser abuelo del insigne patricio don Fernando de León y Castillo. En aquella solemne coyuntura pronunció don Juan María estas memo rables palabras que, ciertamente, no habían después de desmentir sus hechos: “ Con mi persona y con mis bienes estoy al servicio de Dios, de la Patria y del Rey”. Apresuróse, con febril diligencia, el alistamiento y formación del cuerpo expedicionario. Los primeros recursos fueron aprontados por el Cabildo, que para ello enajenó una dehesa que en Tamaraceite poseía. Aunque cuantioso, el producto de esta operación no alcanzó a cubrir los gastos de la bélica empresa. Du rante la campaña se contrajeron deudas que no hubo posibilidad de salvar. Pero allí estaba don Juan María de León para hacer honor a su palabra y responder con su hacienda de los compromisos contraídos. Cuan do en 1812, y su misión cumplida, aquel buen caballero y valiente jefe regresó a Canarias, se desprendió, por 71 noble impulso de amor patrio, del mayorazgo de Ga rachico vinculado a su persona, no sin antes solicitar y obtener licencia de su hijo don Francisco, a la sazón soltero y por tanto sin descendencia, a quien de mo mento pudiese perjudicar. Como única recompensa a su valor y sacrificio se le reconoció a León y Romero el grado de coronel efectivo. Nunca solicitó más de su Patria. La Partida. Organizado y puesto en pie de guerra el Batallón de Granaderos de Canarias, el día 3 de abril de 1809 formó en la plaza de Santa Ana, para que las autori dades civiles y los jefes militares le pasasen revista. No todos lucían el uniforme elegido: pantalón blanco, guerrera azul y sombrero del país, prendas las dos úl timas con vivos encarnados. La mayoría vestía de paisano; pero ni esto, ni la escasez de armamento, restaban marcialidad al conjunto de aquella tropa, donde veteranos y bisoños fraternizaban, y cuyas evo luciones seguía con frenético entusiasmo la inmensa multitud que, desde horas antes, afluía sin tregua al espacioso paraje desde todos los rincones de la isla. Una breve y viril alocución del Sargento Mayor, don Federico Travieso, elevó a grado de delirio las ma nifestaciones de la muchedumbre. Volteaban las cam panas; las músicas atronaban el aire, cuyo aliento sacudía banderas y flámulas. De súbito, hízose un si lencio profundo: desde el balcón verde de su palacio, frontero a la plaza, el obispo Verdugo10 se apercibía, 72 con paternal emoción, a bendecir a los granaderos. En los ojos más varoniles asomaban lágrimas. El día 5, al mes justo de haberse reunido el Ca bildo en la memorable sesión que arriba queda regis trada, los granaderos canarios embarcaban rumbo a las tierras peninsulares en que habían de defender la causa de Fernando, que los españoles de aquel tiempo identificaban con la de la nación. La jornada dejó re cuerdo imborrable en Las Palmas. Acudió el pueblo entero a la Puerta de Triana para acompañar y escoltar a los voluntarios que, formados en la explanada de San Telmo, esperaban el momento del embarque. El día era espléndido, y el mar en sosiego de infinito y azul embriagado, como al cabo de un siglo lo habría de cantar Tomás Morales, auguraba no sólo viaje feliz, sino retorno dichoso a cuantos, bajo aquel cielo horro de nubes lo surcasen. Y hasta a aquel cielo ascendió de pronto un vibrante concierto. Una banda de música y un coro de infantiles voces entonaban el Himno de los Granaderos. La letra era de Viera y Clavijo; la solfa de don José Palomino, maestro de la capilla de la Catedral y “ de reconocida autoridad filarmónica”. Aunque los versos del insigne arcediano no hacían mucho honor a su egregia pluma, engastados en las notas de Palomino, y al amparo de ocasión tan propicia a cualquier desbordamiento pa triótico, parecieron sublimes al concurso. A la tardecita zarparon del Puerto de la Luz lo 73 cinco barcos que componían la reducida flota: una polacra de tres palos, a modo de buque insignia, a cuyo bordo viajaba el coronel León con su plana mayor; una goleta inglesa con don Pablo Romero y la com pañía de que era capitán, y tres buques del país, de cabotaje, que se repartieron el resto de las tropas. El crepúsculo comenzaba a ensombrecer cielo, mar y tierra. Desde el litoral, los patriotas seguían con ávida mirada los navíos. Todavía algunas mujeres agitaban los pañuelos humedecidos de llanto. Gran Ca naria comenzaba a escribir una de las mejores páginas de su historia. Bajo el signo de Ulises. Mi corazón se compadece cuando veo la suerte del prudente y valeroso Ulises que infortunado! sufre desde hace mucho tiempo crueles penas, cautivo en medio del vasto mar y lejos de sus amigos. ( Homero. La Odisea) A su vez, los expedicionarios, acodados en las bordas de los navíos, contemplaban la costa de que se despedían temerosos, acaso, de no volver a verla. Este sentimiento no iba en mengua, sino antes en real-ce de su valor, ya que les daba la medida de lo que a la Patria sacrificaban. Entre estos viajeros, dos son particularmente dig nos de nuestra atención, porque ya los conocemos: don Domingo y don Sebastián Pérez Macías, con quie nes va siendo hora de que reanudemos trato. Don Do 74 ¿ a’ CSJza de, ¿ ad fa/’ mzj , ( Dibujos de Alvarez Rixo en su Alb’u; n de Edifi ios modernos de la ciudad de Las Palmas farctaI. — — II II, - q* . Il IPIIUI Pl 1 P1 . I-_,— II Himno de los Granaderos, de D. José Palomino, maestro de la capilla de la Catedral. 1 IfrnI 14_ 3r. 1i - JIcLrrLL:’ 1 Í f - IIJ ‘ sr. ij aatii : i r. vi Ir, ¡ - FIFII — 1 1 1 — ‘ ‘ L _..:.. L_ á 1 ‘,_ i ti r r. - - 1 tt r j : 1 ¶ it1- 1- — - - LI iJi u i ., . p rI ñ.. ‘ . . J__ l__ I I. d 1 i. i —— — !‘ “!! “ I1’’ I “! lir- — . . —— — I ——.— 11 I i I I 1 mingo, como queda dicho, habíase ordenado sacerdote en 1803 y ejercía con celo ejemplar su sagrado minis terio. De las actividades de don Sebastián durante los años que inmediatamente precedieron a la guerra, no hay, o por lo menos nuestra diligencia no ha podido hallarlos, datos concretos. Desde luego, sus estudios aun sin convalidarlos con título académico le fueron muy beneficiosos en esta ocasión. Sirviéronle para que, desde el momento en que su fervor patriótico lo llevó a alistarse entre los voluntarios que marchaban a lu char en la Península, se le confiriese el grado de sub teniente; distinción que sólo se otorgaba a quienes, por la enseñanza recibida, se tenía por aptos para fi gurar en el cuadro de oficiales. Por su parte, don Domingo había solicitado el cargo de capellán del Batallón expedicionario, que ob tuvo no sólo sin dificultad, sino con el asenso y be neplácito de todos, por tratarse de un varón a quien su doctrina y virtudes conquistaran la general estima. No sería ajeno a esta determinación el deseo del buen clérigo de acompañar y tutelar a su hermano menor en aquella hazañosa aventura, donde con la vida podía arriesgar el joven la pureza de costumbres en que unos padres solícitos y austeros lo educaran. Su doble condición de primogénito y sacerdote cali ficaba a don Domingo para llevar a feliz término esta mision. Debía de ser nuestro capellán, hombre ordenado y meticuloso. Desde las primeras singladuras llevó un Diario que, indudablemente, prosiguió hasta el fin de la campaña. Esctibimos “ indudablemente” porque este precioso documento ha llegado a nosotros — y es lás 75 tima grande— en copia inconclusa y muy mutilada. De él quedan, con todo, lo bastante para que se pueda advertir y señalar en don Domingo Pérez un curiosí simo e innegable precedente de don Benito. El autor del Diario revela unas dotes de observación no vul gares, que le permiten captar y resumir en un trazo lo esencial de las personas y las cosas. Añádanse la soltura y el garbo de una prosa que podríamos llamar pregaldosiana, aunque, en relación con la del sobrino, la del tío nos parezca tanteo de principiante. En la primera página de estas Memorias y después de narrar cómo los cinco barcos que habían salido del Puerto de la Luz se dispersaron por no haberse obser vado debidamente “ las señas que se habían de poner en la noche para que siempre navegásemos reunidos”, dice el capellán viajero que, al amanecer el siguiente día, su jabeque, extraviado, se encontró frente a la isla de Fuerteventura “ y sin ver a ninguno de nuestros barcos compañros”. Quiso el piloto rectificar la ruta “ y tuvimos el no sé si disgusto, gusto o desconsuelo, de estar mirando a Canaria casi todo el día”. Contra tiempo que dictó a don Domingo la siguiente reflexión, eco remoto de las de Atenea, la diosa de los ojos glau cos, recogidas por el padre Homero en el primer canto de la Odisea: “ En ninguna parte creo que se desea más un amigo que en el mar, y en ninguna puede ale grarse tanto el hombre cuando encuentra un semejante a quien conoce, como en la navegación”. Esta no fue desde luego tan dilatada y pródiga en accidentes como la de Ulises y sus compañeros, aunque tampoco careció de peripecias. Dieciocho días después del embarque, el 23 de 76 abril, el cura castrense y sus cotripulantes arribaron a Cádiz. Allí supieron que el suyo era el segundo bar co, de los cinco, en llegar. Horas después lo hizo otro, precisamente aquel en que viajaba don Sebastián, con lo que su hermano mayor se tranquilizó en parte, ya que todos estaban inquietos y desasosegados por la suerte que hubieran podido correr los dos buques que todavía faltaban. Después de muchas jornadas tocó tie rra uno de ellos, y, al fin, el 16 de mayo, festividad de San Juan Nepomuceno, fue avistada la polacra capitana con la plana mayor de aquel reducido ejército. Abra záronse con el natural alborozo los tripulant
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Título y subtítulo | Prehistoria y protohistoria de Benito Pérez Galdós: contribución a una biografía |
Autor principal | Ruiz de la Serna, Enrique |
Autores secundarios | Cruz Quintana, Sebastián ; Armas Ayala, Alfonso |
Tipo de documento | Libro |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Cabildo Insular de Gran Canaria |
Fecha | 1973 |
Páginas | 586 p. |
Datos serie | Lengua y Literatura ; 16 |
Materias |
Pérez Galdós, Benito (1843-1920) Biografía |
Formato Digital | |
Tamaño de archivo | 6171688 Bytes |
Texto | ENRIQUE RUIZ DE LA SERNA SEBASTIÁN CRUZ QUINTANA PREHISTORIA Y PROTOHISTORIA DE BENITO PÉREZ GALDÓS CONTRIBUCIÓN A UNA BIOGRAFÍA EDICIONES DEL EXCMO. CA BILDO INSULAR DE GRAN CANA RIA Entre los primordiales propósi tos del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria se ha contado siem pre el estímulo y exaltación de to das las actividades del espíritu en la Isla. Para hacer más eficiente ese propósito, el Excmo. Cabildo, a través de su Comisión de Educa ción y Cultura, ha emprendido unas cuidadas ediciones que abar can diversas ramas del saber y de la creación literaria. Entre otros textos, se publica rán antologías, monografías y ma nuales en que se presenten y estu dien aspectos relativos a nuestras Islas; y se reeditarán, además, obras que por su rareza, por su importancia o por su antigüedad, merezcan ser divulgadas. A com petentes especialistas se encomen darán los prólogos y notas, así co mo cada una de las ediciones. Esta empresa editorial constará de las secciones siguientes: 1.— Lengua y literatura. 11.— Bellas Artes. 111.— Geografía e historia. IV.— Ciencias. V.— Libros de antaño. VI.— Varia. DONACIÓN Cabildo Insular de Gran Canaria Ediciones del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria ( Comisión de Educación y Cultura) 1 LENGUA Y LITERATURA ( Al cuidado de Ventura Doreste y de Alfonso Armas) ENRIQUE RUIZ DE LA SERNA SEBASTIÁN CRUZ QUINTANA PREHISTORIA Y PROTOHISTORIA DE BENITO PÉREZ GALDÓS CONTRIBUCIÓN A UNA BIOGRAFÍA Prólogo de ALFONSO ARMAS AYALA ¡:‘ i :“ ¡ N.° c: d / qoçq 7 :: ‘ 973 Depósito Legsl G. C. 344- 69 Lit. Sssvedra- CI. E. Fuentes, 33- Lss Palmss La biografía de un personaje comienza mucho antes del año de su nacimiento, ya que desde mucho antes comienzan a actuar las fuerzas secretas que han de influir sobre ella. EL CANCILLER LÓPEZ DE AYALA MARQUÉS DE LOSOYA PRÓLOGO Enrique Ruiz de la Serna — el que fue excepcional periodista, fino prosista y cronista nada común— y Sebastián Cruz Quintana — profesor, investigador mi nucioso, valioso colaborador de Ruiz de la Serna— acaban de terminar para entregar a la imprenta este volumen que hoy se añade a la ya copiosa bibliografía galdosiana. Estudian estos biógrafos galdosianos una faceta de Galdós poco conocida, precisamente sus años ju veniles en Las Palmas. Concretamente, el libro con cluye en 1864, año en que Galdós realiza su primer regreso a la isla, después de haber marchado a Madrid en 1862 para iniciar sus estudios universitarios. Han conseguido los autores del libro reunir una muy rica y desconocida documentación galdosiana encontrada en los archivos parroquiales, particulares y aun oficiales de Tenerife y Las Palmas. Gracias a ella es posible conocer nuevos ángulos de la vida del novelista. Para ser más exactos, del entorno familiar del escritor. Ix De ahí que se pueda conocer, con todo detalle, quiénes fueron los ascendientes de Don Benito y qué ambiente vivieron, ya en Valse quilla, ya en Las Pal-mas. Resulta curioso saber las vinculaciones mercan tiles de uno de los abuelos, dedicado al comercio de la pesca africana, con sus veleros “ Jesús, José y la María” y “ Stma. Trinidad”; y mucho más, leer su nombre en el Diario del inefable comerciante Don An tonio Bethencourt, cronista fiel aunque nada riguroso de la intimidad ciudadana de Las Palmas a fines del siglo XVIII y comienzos del XJX. También, haber encontrado los registros del Seminario Conciliar ha ayudado bastante a comprender la estela eclesiástica en que se desenvolvió la vida del padre y tíos del no velista. Y así resulta esclarecedor conocer ya con exac titud ese falso halo inquisitorial que ha rodeado los antecedentes familiares de Galdós; una vez más Ruiz de la Serna y Cruz han demostrado que el S. O. fue una oficina de patentes familiares al servicio de las ape tencias burocráticas de los más afortunados. Haber hecho, en paralelismo, la investigación de la ascendencia de los Pérez y de los Galdós ha ayu dado asimismo a tener una idea más cabal de la clase media burocrática y agrícola de Gran Canaria repre sentada por dos familias luego enlazadas por los ma trimortios de los padres de Benito. En una y otra rama, la fecundidad es el signo más evidente; y en las dos impera también el espíritu de superación económica ante tantas dificultades familiares. No es otra la ex plicación de tantos afanes por conseguir el padre de Don Benito cargos en la Contaduría de la Catedral, x al igual que el abuelo se había preocupado por arren dar la “ hacienda de Guanarteme”, conservada ain por los herederos de Don Ignacio, el hermano de Don Be nito, hasta fechas muy recientes. Comercio, agricul tura y milicia van a ser tres notas predominantes en la ascendencia galdosiana; ya se verán reflejadas en algunos de los hermanos de Don Benito, dedicados en Cuba o en Las Palmas a transacciones comerciales y agrícolas, o en la estela militar de Don Ignacio, que moriría siendo Capitán General de Canarias. Los capítulos III y IV refieren con todo detalle los sucesos de 1808, en Las Palmas y Tenerife, y, aun que eran ya conocidos, destaca la manera viva y origi nal con que han sido relatados por los dos autores. El “ Diario”, incompleto por desgracia, del tío de Don Benito es fuente de primera mano que con toda seguridad el novelista debió haber conocido y no se sabe si llegó a utilizar como fuente de alguno de sus “ Episodios”. Todo este bagaje de anecdotario histó rico, tan igual al de otras provincias españolas sacu didas por el huracán napoleónico, no debió haber resultado baldío para un escritor como Galdós, tan amigo de memorias, de diarios, de relatos y de cró nicas. Si años después, sin cumplir los veinte, se con vertiría en un cronista gráfico de su ciudad, no des perdiciaría tan fácilmente este arsenal de noticias, de hechos, y hasta de cotilleos insulares que llenaron la trasvida del Archipiélago entre 1808 y 1814, cuando ya regresan las fuerzas de “ La Granadera” canaria. Y cuando el teniente “ Pérez” tiene que simultanear su vida militar con la administración de las rentas XI capitulares por encargo de su hermano Domingo, el capellán del batallón canario. Domingo y Sebastián, los dos hermanos unidos en tantos avatares, que se rían propietarios de la “ data” de Los Lirios, en el Mon te Lentiscal, donada por el Ayuntamiento para com pensar los haberes nunca recibidos de los años de milicia y de guerra. “ Data” en donde Sebastián, el padre del novelista, fabricó “ un lagar y casa terrera”, tal vez la misma que, con algunas variaciones, conser van hoy los herederos del General Pérez Galdós. Desde el nacimiento de Benito los sucesos de Es partero interrumpen la duermevela de la sociedad es pañola; también la de Don Sebastián Pérez, coman dante de la Fortaleza de San Francisco, que, por arte de pronunciamientos, juntas y expedientes, se ve des tituido de su cargo: cuando ya tenía en su haber diez hijos, el último de los cuales había sido Benito. Los autores del libro han sabido rodear el nacimiento de este último vástago del ambiente histórico adecuado; y de este modo resulta mucho más fácil conocer cómo la ciudad de Las Palmas empezaba a despertar de su letargo un poco antes de mediados del siglo. Gracias al esfuerzo de “ los niños de La Laguna” — años des pués caricaturizados por Don Benito—, gracias a ese hálito de liberalismo y progresismo que va imperando poco a poco. Y gracias sobre todo a la providencial existencia de unos hombres que, aun a costa de sus propias vidas — médicos, abogados, comerciantes—, supieron vencer los estragos del Cólera para conseguir remozar una ciudad insular e irla convirtiendo en una urbe provinciana, enriquecida con alientos cultu XII rales, remozada en su incipiente urbanismo y cada vez más deseosa de romper la monotonía somnolienta en que había vivido. El futuro novelista, en sus primeros diez años, testigo de tantos cambios, de tantas trage dias — qué visiones o recuerdos pudo haber tenido Galdós de la mortandad de 1815, en nuestros días re vivida con tanto gracejo por Claudio de la Torre?—; descifrador de aquella ebullición política que fructi ficara en la fundación del Gabinete Literario, en la construcción del nuevo Teatro, en la creación de un Colegio de Segunda Enseñanza — y hasta de un fugaz instituto, cercenado por las pugnas políticas insulares; compañero entrañable de su hermano Ignacio, inci piente seminarista y más tarde futuro cadete de la Escuela Militar. Almacenando, en fin, material para sus futuras páginas novelescas. Los capítulos Xli, XIII y XIV resumen el período que abarca desde 1852 a 1862, diez años que resultarán capitales para la vida de Benito. De un lado, como se ñalan muy bien los autores del libro, su aprendizaje escolar, sus monigotes de barro y papel; de otra parte, sus juegos infantiles, sus primeras amistades, sus es carceos de bachiller primerizo, sus exámenes, sus cali ficciciones, su vida de escolar semi- interno, sus pri meros palotes literarios. “ Años de aprendizaje” que representan un hito importantísimo en la vida del fu turo escritor. Es el primer contacto con la vida pú blica, enriquecida de algaradas, de festejos, mientras sus paisanos juegan a independencias administrativas, al estreno de Puertos Francos ( creados en 1852), entre algazara de chicos y grandes en el patio del viejo con XIII vento de San Agustín, lugar de celebración de tantas novedades y tantas alegrías... Los capítulos en los que se trata de la educación de Benito en el Colegio de San Agustín ( XIV, XVI, XVII, XVIII), aclaran muchos extremos que otros biógrafos hasta ahora habían pasado muy a la ligera; y que futuras investigaciones deben dar más amplia información. La influencia ejercida en el Colegio por un grupo de profesores, entre los que destacan primor dialmente los hermanos Martínez de Escobar ( espe cialmente, Teófilo y Emiliano) y el paso un tanto fugaz del Doctoral Afonso — figura capital dentro de la his toria del siglo XIX insular— son datos que los autores del libro han sabido valorar con toda exactitud. El es píritu liberal que predominó en el Colegio es muy po sible que haya sido huella nada despreciable para expli carse mejor la ideología del novelista; las continuas menciones que de Galdós hacen los hermanos Martí nez de Escobar en su epistolario, el viaje que harán juntos Teófilo y Benito a la Península, el cariño y el celo con que siguen la carrera literaria de Benito, prue ban muy bien que el paso del estudiante por el Colegio y la relación con aquellos que fueron sus profesores — educados en los mejores postulados de “ progreso” y liberalismo — no resultaron nada accidentales ni transitorios, sino que, por el contrario, fueron algo permanente y duradero. Por último, los capítulos finales — dedicados a dar a conocer las “ Primicias literarias” y las “ Aficiones artísticas” — representan una fiel ordenación de los pri XIV meros escarceos del futuro novelista. La reproducción de “ La Emilianada” — con toda seguridad uno entre los muchos poemillas satíricos escritos por Benito— demuestra el ingenio y el humor no sólo del escritor, sino del caricaturista; la innata predisposición a lo ca ricaturesco que algunos críticos han señalado en la obra galdosiana, tiene origen en estos años bachille rescos en los que la pluma y el lápiz carbón se aunaban para un mismo fin: expresar la visión humorística que de la realidad iba adquiriendo un mozo de poco más de quince años. Con toda seguridad, las investigaciones que se hagan para conocer mejor este período de ini ciación artística no resultarán baldías; explicarán me jor el comportamiento del escritor en años posteriores. No de otra manera hay que considerar los álbumes de dibujos galdosianos — hasta ahora los únicos cono cidos —, sino como primeras páginas de episodios grá ficos, en los que se mezclan lo cotidiano y lo solemne, tan sabiamente fundidos, que en ocasiones no es fácil distinguir la tonalidad de uno y otro color. Porque el propio artista se esforzó precisamente para no dif eren ciarlos. Han conseguido los autores del libro, en conse cuencia, dar un panorama muy completo del período insular de Galdós, el menos conocido dentro de su vida y, sin duda, el más necesitado de mayores detalles. Es este período el que se enlaza directamente con el de sus primeros años madrileños, época en la que to dczvía estaba viva la huella insular y durante la cual es el Galdós humorístico el que más fácilmente se ma nifiesta. Con sus dibujos, con sus artículos periodís xv ticos, con sus crónicas. Porque en cada uno de estos aspectos, el escritor iba volcando su visión de la reali dad teñida por el tamiz de la sonrisa. AÑOS MADRILEÑOS Cuando Galdós llega a Madrid, para comenzar sus estudios universitarios, en septiembre de 1862, co mienza también a alternar los pasillos del caserón de San Bernardo con los del Ateneo o con los de las re dacciones de algunas revistas y periódicos. Son años de madurez y de formación; el escritor está empezando a crear su estilo, y ninguna otra arma mejor que las páginas periodísticas. Aunque ya se han publicado mu chas de sus colaboraciones en la prensa de la época, es menester conocer con mayor amplitud este período que antecede al de las primeras novelas. En estos años, y siguiendo la pauta iniciada en Las Palmas, Galdós prosigue haciendo caricaturas, tan-tea el periodismo informativo, escribe las primeras crónicas, se hace resonador de muchas de las contro versias insulares, asiste como espectador excepcional a los graves sucesos premonitorios de la revolución septembrina. Toda esta prosa galdosiana anterior a 1870 responde a los moldes que habían sido fraguados en las aulas del Colegio de San Agustín: aquí, el estu diante retrataba lo que veía, mientras que en el amplio coso madrileño el periodista contaba lo que sentía. Empezaba ya a pulir, a filtrar las imágenes, a hacerlas más vivas a fuerza de destacar sus contornos. xv’ En Las Palmas, Benito había empezado a hacer crónica gráfica y en Madrid la convierte en política. El riquísimo álbum de caricaturas madrileñas — zilti inamente tan puntualmente comentado por tan sagaz galdosiano como el Dr. Pérez Vidal— es el documento más valioso del que hasta el momento se dispone acer ca del temperamento, del carácter y de la seibilidad de un incipiente escritor que se va viendo envuelto en los sucesos y los acontecimientos que lo rodean. Así como en Las Palmas el proyecto del nuevo Teatro originó la caricatura deformadora, ahora en Madrid la cari catura se hace más personal, la visión se ahonda y la crítica se enriquece con nuevos matices. Recuérdese, entre otras, la crónica del “ Carnaval de 1865”, en donde no se sabe si admirar más la des cripción o la ironía. Galdós, despojado ya de la gracia suave que había usado en sus caricaturas canarias, las enriquece con matices nuevos, adoba su prosa con nue vas tintas, llena su lente de una ligera mordacidad que recuerda en cierta manera a Larra, maestro al que tanto admiró Galdós. Lo mismo ocurre con el artículo “ 16 de marzo” ( del mismo año 1865), en el que se hace eco de la Ley de Imprenta, de la aceptación de la Encíclica Papal, de las multas impuestas por el gobierno y de la corrida de toros anunciada para el domingo, entrevista por el cronista con visos de humor y de burla. Colo cado en la oposición, Galdós satiriza, caricaturiza: “ No nos ocupemos de estos pequeños acontecimientos que no indican más que la fuerza moral de un partido que no se compone más que de las tres cuartas partes de los españoles; veamos si en la semana que atravesamos ha ocurrido alguno XVII de esos incidentes pasmosos que absorben la atención por su grave trascendencia. Para eso invocaremos el auxilio de ese órgano de la verdad que es “ La Correspondencia”, ministrum fulminis, de todos los chismes políticos, sacerdotisa de la velei dad que se parece al escéptico en que no tiene fe, al escribano en que la da, y a la fe en que tiene vendados los ojos para poder imaginarse las cosas al revés y como mejor le viene a cuento”. O se duele del rigor político, como en el artículo del 23 de abril del mismo año; en él se mezclan la ironía y el dolor por los sucesos trágicos del mes de marzo en la Puerta del Sol; artículo que nos da un Galdós poco frecuente, fustigador de manifestaciones religiosas po pulares. Y una nota curiosa, la muerte de Alcalá Ga liano, el orador de las Cortes, tan maravillosamente recreado por Galdós pocos años después en las páginas de “ La fontana de Oro”. Galdós, diablo cojuelo madrileño, va y viene por todos los rincones de Madrid: cuenta, pinta, refiere, fustiga, ironiza. Va desde los buñuelos de las verbenas a la pompa de la Corte; desde los comedores palaciegos a los rumores de la calle preñados de ímpetu revolu cionario; desde la solemnidad del Palacio Real al valor de los sonambulistas de los Campos Elíseos; desde el comentario de las noticias de Callao a las ínfulas dic tatoriales de O’Donnell, desde la Pastelería Nacional del Congreso a la Camarilla del Palacio Real. Galdós en todas partes; caricaturizando, pintando, satirizando. Es hora ya de analizar el periodismo galdosiano. No sólo como fuente de información, sino también tanteo de un estilo novelístico. Hacer armas de novelista no es palabra yana; la XVIII novela de 1873 está ya potenciándose en la gacetilla de 1865, en que, una vez más, la ironía cervantina, la punzante cari catura y el dominio de la línea y la figura se aúnan; falta sólo la cartulina para ver, con viveza este rasgo de humor galdosiano. Más de uno de sus dibujos refleja esta misma escena. Galdós, pues, haciendo de resonador: ya en sus crónicas, ya, años después, en sus Episodios. Como en uno de ellos, al referirse a las luchas de 1854, diría: “ Venga, sí, toda la libertad del mundo, pero venga también las mejoras de las clases.., porque, lo que yo digo, ¿ qué adelanta el pueblo con ser muy libre si no come? Los gobernantes nuevos mandan mirar mucho por el trabajo y por la industria.” Y de los sucesos de 1860- 62 ( Castillejos, Méjico, créditos de la Banca Jecker) vale la pena resaltar un hecho: Galdós, en su episodio Prim, al comentar el final de los sucesos del Cuartel de la Montaña — Isigno trágico el del cuartel, en 1857 y 1936!— escribe el si guiente diálogo expresivo: “ Confusio ( Santiute). Te aseguro que es Prim el que he visto... Prim mandaba el simulacro dentro del cuartel... y fuera, el intrépido Serrano dirigía el asalto. — Teresa...: Quítate allá, Juan... Eres loco. — Confusio. Soy lo que soy. Compon go la Historia lógica y estética, estudiando los aconte cimientos, no en la superficie, sino en el fondo... En el fondo veo a Serrano y a Priin abrazados. Veo los muertos vivos, los enemigos reconciliados, el Altar y el Trono llevados a la carpintería para que los compongan, la Historia de España escrita por los XIX orates... Tú no sabes de esto, pobrecilla... Léeme y verás.” El novelista, disfrazado de personaje, habla, des-cifra la clave de la historia. Frente a frente Serrano, general gubernamental, y Prim, revolucionario: la lu cha, la sangre, el asalto al cuartel, una mujer que busca a su hombre entre los muertos, la voz irónica, mordaz de Galdós: “ léeme y verás”. Y no solamente anun ciando algo que va a contar en el Episodio siguiente, “ La de los Tristes Destinos”, sino una vez más soñando lo imposible: la unidad de los españoles, la desapa rición grotesca del esperpento del carlismo, la crítica contra los historiadores, “ los orates de la historia”. Galdós, siempre recreando la historia: novelando, idea lizándola. Diríase que, animado del espiritualismo que se manifestó en estos años, Galdós buscaba en lo ina lienable, lo que la realidad le ofrecía de tan amargos modos. La imaginación creadora del escritor hacía el milagro. La Revolución del 68: nuevos ambios, aunque no bastantes. Los economistas hablan de un pacto tácito entre burguesía y oligarquía. Hay nuevas indus trias, minas, empresas; Madrid estrena en 1871 el pri mer servicio de tranvías de mulas. Por esas mismas fechas, Galdós termina El Audaz y publica la Fontana y la Sombra. En las dos primeras, Galdós, hombre del 68, refleja algo del malestar existente: el escaso poder adquisitivo del jornalero, los cascros- ogros ( tan fre cuente en las posteriores novelas), la miseria del asa lariado. Huelen las páginas de Galdós a malestar social; xx y a desilusión revolucionaria. Tal vez sea en estas pri meras novelas- cuentos o novelas- ensayos ( como las ha querido llamar Montesinos) en donde se pueda adi vinar ya la honda, la profunda preocupación social que embarga al novelista. Ese del que se llegaría a decir, por crítica miope, que estuvo desligado de los proble mas sociales, de su tiempo. “ Avanzaron por el corredor — dice en Fortunata y Jacinta— y a cada paso un estorbo... Veían las cocinas con las pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar junto a la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la indispensable có moda, con su hule, el velón con pantalla verde, y en la pared, una especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna lámina al cromo de prospecto o periódicos satíricos y muchas fotografías. Después de recorrer dos lados del corredor principal penetraron en una especie de túnel en que había puer tas numeradas: subieron como seis peldaños, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el anterior”. Feo, sucio, triste, tres adjetivos que resumen la descripción. Una casa de vecindad que huele a miseria, que se palpa conforme se corre la aventura de inter narse por sus galerías. Diríase que casi se está frente a una estampa neorrealista. Galdós no sólo está ha ciendo literatura, sino además hace crónica de infor mación; como la hará años después, Baroja, otro gran guía de miseria, de arrabales, de barriadas, de hambre y de necesidades. Galdós, como Costa, fue una voz serena y nada estridente en aquel páramo español que va del 68 al 98. Pretendió, en sus novelas, no sólo crear una nueva manera de narrar, sino reflejar unos viejos y unos nuevos modos de vivir. XXI Denunció hambre, iniquidad, caciquismo, sucios manejos, pero también supo pintar la nueva vida de una sociedad, la de la Restauración, que empezaba a vivir bajo el signo de muchas interrogantes: huelgas, reivindicaciones sociales, creación de grupos sindicales, llegada de los primeros manifiestos socialistas y mar xistas. Frente a gobiernos con giros poco eficaces y con rutas nada novedosas. Es curioso señalar que Galdós va precisando cada vez más su ideología política conforme va entrando el XX, cuando las nuevas trayectorias políticas y eco nómicas de una nación iban surgiendo. “ Sin pulso” parecía hacer más fácil y llevadera la vida a un escritor que había alcanzado prestigio, fama y posición. No le arredró manifestarse en grupos so cialistas, ni presidir mítines republicanos, ni escribir cartas o manifiestos que le granjearían la enemistad o el ceño arrugado de los grupos conservadores. Pero, en especial, en donde resulta más ostensible esta crisis, esta profunda crisis del pensamiento galdosiano, es en la última serie de los Episodios. Pueden leerse hoy, y así lo han señalado muchos galdosianos, como documentos de primera mano para conocer el tras fondo, el vaivén y la complicada trama que fue la his toria española desde 1874 a 1914: mientras Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Marruecos, las huelgas revolu cionarias, los piquetes de ejecución y la ceguera polí tica sin talla conducían a la Nación a una grave crisis de la cual resultaba difícil liberarse. A pesar del ago rismo de unos pocos, a pesar del esfuerzo de una XXII élite, a pesar de las genialidades de los menos, Galdós, ya casi ciego, presentía el desastre, contemplaba, casi envuelto ya en la postura de espectador inmóvil en que lo inmortalizó Macho, aquella catarata abismal en que se iba hundiendo una nación más llena en la ima ginación del novelista de cuerdos tontos que de locos geniales. Conviene releer lo que Galdós, en un texto poco conocido, decía en 1909, año trágico, cruel y revolu cionario. Ferrer estaba a punto de ser fusilado; la reac ción nacional e internacional precipita el cese del gobierno Maura. Don Benito, con una pluma nada cautelosa, denuncia los males: “ oponer a los citrevi mientos de nuestros gobernantes algo más que el asom bro.., algo más que las protestas”; es necesario, añade, que “ se llame ante la faz atónita las insensateces de los que trajeron la guerra del Rif.... Que la Nación hable, que la Nación se levante, en el sentido de vigo rosa erección de su autoridad... No estorbemos a la justicia, sino a la desenfrenada arbitrariedad y al furor vengativo. No temamos que nos llamen anarquistas o anarquizantes, que esta resucitada inquisición ha des cubierto el ardid de tostar a los hombres en las llama radas de la calumnia.” Galdós, nunca con más energía, pedía paz, sosiego y unión. Y lo hacía, ya se ha visto, con valor y sin rodeos. En una carta abierta al pueblo español, el pri mer paso de una alianza republicano- socialista ( Igle sias, Azcárate, Galdós) estaba dado, aunque luego no fraguase. Las páginas de Cánovas, el más lúcido, el más XXIII espectral y más agorero de los Episodios, no pueden ser más explícitas. Están escritas en 1912, cuando ya habían ocurrido los sucesos más tristes y sangrientos; cuando asomaba ya el pánico de la Guerra Europea: “ Los políticos se constituirán en castas, dividiéndose, hi pócritas, en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer o destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el ma lestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comer ciales y los menesteres de la grande y pequeña industria”. Y más adelante, en una visión casándrica, augura: “ Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el can-sedo cuerp6 de tu nación. Declaraos revolucionarios, digamos, si os parece mejor la palabra, contumaces en la rebeldía... Sed constantes en la pro testa, sed viriles, románticos y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío.” Las palabras de la Musa de la Historia, en ese ve lazqueño mundo mitológico creado por el novelista, parecen esconder alguna clave; tal vez no las entende ríamos si no hubiésemos conocido las que en 1909 había escrito, sin tanta clave, con mucho realismo y con mayor pasión. Aquí, en Cánovas, asoma esa pru dente reflexión de Galdós, tan amigo del término me dio, tan de vuelta en tantas cosas, pero con vigor XXIV juvenil en sus expresiones. Cuando ya, medio ciego, dictaba a su Secretario el texto del libro. Galdós estuvo, pues, atento a su España, no vivió de espaldas a ella. Se comprometió, para su bien o para su mal, y estuvo siempre dispuesto a dejar oír su voz. Ya la hemos escuchado. Pero Galdós, además, fue un escritor; un español que vivió de su pluma. Colocado en una bandería, de fensor de unos ideales. Y en su tiempo, en la España de su tiempo, hubo muchos otros escritores que tam bién tomaron partido en aquel coso más trágico que festivo que era la vida española. Vicente Marrero ha recopilado, en su volumen editado recientemente, Historia de una amistad, Pere da, Rubén, M. Pelayo, Galdós, Clarín, Valera... la his toria, la intrahistoria de una amistad entre todos los españoles de la Restauración. Apoyándose en fuentes documentales muy valiosas ( epistolarios hasta ahora poco manejados), Marrero llega a la conclusión de que los unió la “ devotio”, la vivencia originaria y más pro funda de la amistad entre los hombres, sean o no li teratos. Yo pienso, además, que todos ellos fueron hondos, sinceros, profundos liberales. Con el más amplio y generoso contenido del vo cablo. Fueron capaces de entenderse con sus contra rios, aunque hubiese materias tan ásperas y tan duras como las religiosas, en el caso Pereda- Galdós. Leer XXV línea a línea ( y hay que leer la totalidad de la corres pondencia por ambas partes) estas cartas demuestra una altura de miras, un afán de respeto y una gene rosidad que pueden hoy servirnos de profunda lección. Militando en bandos tan distantes — Pereda, car lista; liberal- radical, Galdós—, supieron en sus juicios, aún en los momentos más apasionados, observar una pureza, una altura de miras y un afán de cordura que hoy puede causarnos asombro y hasta nostalgia. Cuan do el estreno de La Loca de La Casa, en un homenaje público en Santander, hay en los discursos de Galdós y Pereda, párrafos tan expresivos como éste, de Don Benito: “ Concluyo manifestándoos que entre los muchos motivos de gratitud que en esta ocasión os debo, no es menor el haber elegido, para interpretar los sentimientos de este generoso con curso a su antiguo y querido compañero de fatigas literarias, maestro además con quien me une una inalterable y acendrada amistad, él fue mi revelador de la Montaña, sírvame también ahora para expresar mi profundo cariio u los montañeses.” O las mil y una vez que Pereda, preocupado, se interesa por el humor, por el silencio o por el disgusto de Galdós, a través de la correspondencia con Menén dez Pelayo. El triángulo de estos tres escritores s6lo aparece roto, en parte, con la aparición de Clarín, devoto de Galdós, feroz en sus críticas, genial en sus novelas, infeliz en su vida. Un Clarín que se desgañitaba pidiendo, una y otra vez, a Galdós, datos para la biografía que de él estaba escribiendo, y a lo que don Benito, por indif e XXVI rencia o por ocultar altanería, no mostraba mucho in terés. Tal vez, de todos, haya sido Galdós el que más actividad mostró en lides políticas — en contra de lo que se ha pensado de él—; se manifestó más abierta mente y hasta se acercó más a ese complejo y difícil mundo de las reivindicaciones sociales. Inclusive, más que Clarín, teorizante y más concienzudo conocedor de la materia por su profesión universitaria. Fueron los dos, Clarín y Galdós, los más socialistas, en el más amplio sentido; Pereda y Pelayo los más conservado res; Valera el más ecle’tico o indiferente. Se diría que en aquella España de “ los tiempos bobos”, como la llamó Galdós, aquel grupo de esclare cidos españoles estaba dictando la mejor lección de convivencia y tolerancia. Estaban ellos intentando, en fin, sentar cátedra de liberalidad. Y tal vez sea ésta la mejor lección que de ellos hayamos podido recibir. Galdós, por tanto, en Madrid, en el primer Madrid que él conoció llegado de Las Palmas, haciendo man gas y capirotes. Jugando a escritor dramático, urdien do sus primeras novelas, escribiendo sus primeros cuentos, pergeñando sus caricaturas, dibujando hom bres y perfilando descripciones. En realidad, en cual quiera de estas facetas, el escritor estaba cargando todas sus actividades de un sello dramático del que no se libró nunca. Y que le ayudaría mucho en aquella su vuelta a la escena, cuando “ La Incógnita”, primero, y “ Realidad”, después, aparecen en el teatro de manos del novelista Galdós. Es ese mismo tono dramático XXVII con el que jugó, primero, en sus años de infancia, y después, en el Colegio, en sus arreglos escénicos. Aquella su preocupación por la suerte del teatro de su ciudad, y aquella sus primeras crónicas teatrales madrileñas de los años 64 y 65, en revistas madrileñas, prueban muy bien con cuánta hondura y con cuánta dedicación vivía Galdós la vida teatral. Por otro lado, como han demostrado con mucho acierto los autores del libro, el germen de la ideología liberal galdosiana, estaba también implícita en sus años de colegial, en sus amistades canarias, y hasta en sus muy recientes madrileñas, algunas de ellas también in sulares: las que le facilitaron la entrada en las primeras redacciones de periódicos. La isla, pues, inspirando y dando forma al futuro escritor; sirviendo de arcilla para la obra definitiva. Justo es que celebremos la aparición del libro en el que, con mayor lujo de detalles y con mayor aten ción, se han podido conocer los entresijos de la pri mera época biográfica de Galdós, la más ignorada y, como ya se ha dicho, la más necesitada de esclareci mientos. Para entender mejor su quehacer vital futuro, cuando la madurez literaria y la notoriedad del escritor parecen hacer olvidar los balbuceos de un estudiante de Colegio insular y provinciano en el que tantas y tan fructificadoras cosas aprendió Benito Pérez Galdós. ALFONSO ARMAS AYALA XXVIII CAPfTULO 1 LOS PÉREZ, DE VALSEQUILLO Una dinastía de campesinos. En la primera página de su magnífico Balzac, Stefan Zweig, biógrafo prirnus inter pares, escribe: Un hombre del genio de Balzac que, gracias a una fan tasía exaltada, consigue colocar al lado del cosmos terres tre otro cosni os completo, muy raramente será capaz de atenerse con toda rigurosidad a la verdad cruda y desnuda en episodios sin importancia de su vida privada; todo en él se subordinará al arbitrio de su voluntad, soberano y transformador. Pues bien, si en la literatura universal existe otro genio que puede alojarse en el menguado ámbito que el adverbio “ raramente” concede a la excepción, ese genio es, sin duda, nuestro Galdós. Otros que no los de orden personal e íntimos, son los sucesos que, desde la primera juventud, solicitan el interés de Galdós y ganan su pluma para la inmortalidad: Episodios, pre cisamente Episodios los titula él, y a este marbete hu biera podido sujetar, no ya las cuatro series y media 9 famosas, mas toda su obra que no es, en definitiva, sino un siglo de historia española cantado en espléndida epopeya. Galdós, como Balzac — y no será esta la úl tima vez que comparemos a ambos novelistas, ya para establecer curiosas semejanzas, bien para señalar di ferencias radicales—, proviene, por la línea paterna, de gente campesina. Sólo que el escritor español no intentará amañarse una ascendencia prócer, ni inven tará un escudo de armas para acreditar una nobleza imaginaria; acaso, porque sabe que ya el cultivo de la tierra la supone y entraña real y efectiva (“ apenas — dice Feijoo— hay arte u ocupación alguna digna de más honra que la agricultura”), o, tal vez, porque presiente que la aristocracia de su estirpe, como la del plebeyo Cicerón frente al patricio Catilina, comenzará en él mismo. Mas tal estimativa diferencial de los respectivos árboles genealógicos no es para tratada de momento. Ocasión, y no lejana, tendremos de insistir sobre ello. Es el caso que, como queda apuntado, la progenie paterna de Galdós era también campesina. Su tronco se erguía y proliferaba en Valsequillo, que, por ei tonces, no pasaba de ser un caserío anejo al municipio de Teide. Ya en el siglo XVII ostentaba Telde el título de ciudad, distante dos leguas de la de Las Palmas, según atestigua el obispo “ de la Gran Canaria y su Santa Iglesia” doctor Don Cristóbal de la Cámara y Murga, quien añade: Tiene dos Beneficios, provisión de Su Majestad, muy buena Iglesia, un Hospital, un Convento de San Francisco, lo PLANO rmas se? iatadas po el F% cy D Ferrart4o el Catotico en / 5- 06 VELA CJUDiW DE LAS PALMASDI2 CANAP. L’. SeUo de su PSooedad ohcQdg& pi el Rey 1) CarLos 111 en 17 A a- r4e J& e. V del re, ada, de ‘ Le- rze e ¿ & d B .5w,- w’i. ca de. . Qtg- u. ad / 2 Ca C& v 4 3 Jao vaI tt jcZ/ rr4.. a del Cc de ¿ a - ii. 4 1 O’vtN e4i. 2 de ‘‘ ea42... 4 c_ tJ* 4t4—)- v 9 2 ¿ J& m / 0 2 » / 11 i64?. d. c. J Cta.’ ra, It ¿ e- / A) eru, ro6r I 87’ s4 ¿ e / jiw Zsa 14 EIJIIa, ¿ - e- ¿ ai z/ 7, ze’ / a’ del ¿ tt> r1z: ! a’i2 f’ 2,. ¿ A ( 3. 2)*., de- 1’ ; t44r . y. 0 1.9. a-o. S. a... cie ¿ Lev. eel ti. ¿ e f ‘ 7?-? 1r y X9ij4e d /, 4a, v 3. / .. - ií ad-& 7tlfl r ‘ 24 fÉaide del 6•. 4coa-. Ce? 3 Oa4tlJLcr ¿ e ‘ to de. / o de’ / ta. y ‘ 31 9, de- ‘ 3L r zr? vz/ 33. ii:, de f Z4 3.4 . Z-,- dV .4244.4 .3 ç. de/ d’Cf4 i6 de. cTejo1- 37. ¿ e ¿ a Çte / e- n. aecal 33 . de 5a4’ tC ¿ d1I4 1-) c’deade- y, ‘ 4 ‘ z, d. w.. f Plano de la Ciudad de Las Palmas, ( dibujo de Alvarez Rixo). como de treinta religiosos, seis Hermitas, que son la de San Gregorio, San Sebastián, San Antonio, la Concepción en el Valle de Ginemar..., San Joseph en el Pago de la Matanza, San Miguel en el Pago de Valsequillo. Cornpónese de 1173 vecinos, de los quales havrá 340 en el pueblo. El resto de esta vecindad se distribuía entre los diversos pagos y ermitas. A San Miguel de Valsequillo le correspondían 19, y al adjunto caserío de Colmenar, 23. Sabido es que durante los últimos Austrias la población de España no sólo no aumentó, mas decreció lamentablemente, sin que en el primer período bor bónico este bajo índice demográfico sufriese variación notable. De suerte que cuando hacia 1738 — al año justo de publicadas las sinodales del obispo Don Pedro Manuel Dávila y Cárdenas— hallamos ya establecida en Valsequillo a la familia de los Pérez, el lugar no debía de ser mucho más populoso. Sin remontarnos más allá de los tatarabuelos de don Benito, encontramos — y siempre, por ahora, refi riéndonos a la estirpe paterna— que en 16 de junio de 1738 contrajeron justas y es de presumir que felices nupcias don Sebastián Pérez y doña Catalina Josefa Gutiérrez. Ambos eran naturales de Valsequillo, y la boda se celebró, con licencia del párroco de Teide ( en la ciudad de Canaria’ por uno de los señores curas deI Sagrario de la Santa Iglesia.. .), según constó por certi ficación de dicho señor cura”.’ Los nuevos esposos eran hijos respectivamente de los matrimonios de don Fernando Pérez con doña 11 María Peña, y de don Fernando Sánchez3 con doña Bea triz Gutiérrez. De rama en rama, damos de bruces con otra pareja: la que formaron don Gregorio Macías y doña Juana Martel, que, en 20 de mayo de 1756, se unieron en indisoluble y asimismo queremos creer que dichosísimo vínculo que bendijo en Teide, y con licen cia del Señor Beneficiado Semanero, fray Salvador Quintana, de la Orden de Predicadores. 4 Don Gregorio era hijo de don Pedro Macías y de doña Isabel Rodrí guez, y doña Juana había nacido de don Roque Marte! y doña María de la Cruz. Y hétenos aquí con los abuelos. Fueron éstos don Antonio Pérez Gutiérrez y doña Isabel Macías Martel, cuyas bodas se celebraron, de igual suerte, en la Parroquia de San Juan Bautista de Telde en 23 de julio de 1769, ante don Pedro Antonio de Mattos, “ co mo Delegado del Beneficiado Don Domingo Monagas Sonta”. 5 Era toda gente lugareña y, al parecer, bien aco modada. El fértil suelo canario les procuraba, no sólo el sustento cotidiano, sino con sus relieves lo suficiente, o quizá más de lo suficiente, para atender con hol gura, siquiera no con lujo, a otras atenciones menos perentorias, a las que no fue ajeno, sin duda, el afán de que los hijos superasen el nivel social de sus ascen dientes. Y así, doña Isabel y don Antonio decidieron, sin abandono de los intereses ligados al terruño, tras ladarse a la “ ciudad” por antonomasia, o dígase Las Palmas. 12 Un poco — muy poco— de urbanismo. ¿ Cómo era “ illa tempestate”, esto es, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, la capital de Gran Canaria? Difícil sería para los actuales habitantes de ella reconstituir su topografía y su ambiente social, de no contar con la preciosa ayuda que nos brindan di versos documentos de la época y testimonios fide dignos de los escritores canarios que la han estudiado más a fondo.’ El primitivo recinto de Las Palmas se repartía en dos barrios, llamados de la Vegueta el del Sur, y, el del Norte, de Triana. Los dividía, y los divide, el fa moso barranco del Guiniguada. En ocasiones las llu vias invernales son causa de que “ corra el Barranco”, locución con que el pueblo canario designa los pruritos hidráulicos de un cauce por lo común seco, pero que a veces . tiene sus ambiciosas pretensiones de río, para decirlo con el inmarcesible alejandrino de Tomás Morales. Ambos barrios, Vegueta y Triana, ofrecen no ya distinta, mas opuesta fisonomía. El primero, se ñorial y teocrático, parece dormir un sueño de siglos, roto tan sólo por el tañido de las campanas catedra licias y conventuales; activo y mercantil el segundo, en él concurre y se enfebrece todo el tráfago urbano. Vegueta, enclavada en la parte alta de la ciudad, es 13 como su espíritu, en perenne anhelo de ascensión; Triana, en el llano, representa al prosaico afán de cada día. Mas avecindémonos de una vez en Las Palmas de los postrimeros lustros setecentistas. ¿ Cómo era entonces, insistirnos, esta ciudad que hoy se nos apa rece tan pulida, acicalada y bien compuesta, y en la que no falta nada de cuanto solicita y requiere el exi gente vivir moderno? No trazaremos por nuestra cuenta un cuadro cuyas tintas pudieran parecer a al gunos excesivamente recargadas. Vengan en nuestro auxilio y asistencia esclarecidas plumas isleñas, de probado amor a la tierra nativa y que, por ende, a nadie se le antojarán sospechosas. De tales páginas, unas son fruto de quien vio con sus propios ojos lo que relata; otras están abastecidas de documentación copiosa y fehaciente: en cualquier caso, todas nos llegan avaladas por el prestigio de los que las escri bieron y firmaron. A tres siglos bien cumplidos de su fundación, Las Palmas apenas rebasaba su área primigenia. Limi tábanla, por el Norte y por el Sur, sendos murallones. El primero subía de Oriente a Occidente enlazando así el derruido Castillo de Santa Ana con el hoy to davía subsistente de San Francisco o del Rey, o dicho de otro modo, el mar con la montaña. En cuanto al murallón meridional, casi paralelo al anterior, unía asimismo aguas y rocas al descender desde el lomo de Santo Domingo hasta el Atlántico, por el lugar, aproximadamente, donde hoy levanta su bella arqui tectura el Colegio de los Jesuitas. Encerrada en este cuadrilátero, vivía o, mejor di 14 cho, dormía la ciudad, extraña a cuanto en el resto del mundo pudiese acontecer. Ni siquiera las tremendas sacudidas sísmicas de la Revolución Francesa fueron registradas aquí hasta mucho tiempo después de su máxima actividad. La incomunicación de aquellos is leños con los ultramarinos hacíase, naturalmente, más sensible en lo que a la Península atañía. Así, cuando un buque español tocaba en la caleta, daba ocasión a gran fiesta y holgorio. Ansiosas de noticias, las gen tes corrían a la playa, y, apenas llegado a tierra el bote de desembarco, eran sus tripulantes acosados a pre guntas. Porque es de advertir que la principal fuente de información era verbal, pues que la escrita reducíase a tal Gaceta, cual Mercurio — atrasadísimos, por otra parte—, que solía recibir algún personaje de campa nillas para luego leerlos y comentarlos con sus amigos; aindamais, unas cuantas cartas, cuyos destinatarios no podían, a veces — demasiadas veces—, leerlas de visu, por la sencilla razón de que les estorbaba lo negro. Correo que, por su parvedad, “ cabía holgadamente — afirma don Domingo J. Navarro— en el bolsillo del patrón que lo conducía”. Tampoco los navíos de pabellón extranjero visi taban con asiduidad las costas de las Afortunadas — que en aquel tiempo no lo eran tanto—, y de las que huían como del diablo; porque los corsarios ingleses, ya desde el almirante Drake que corría de su rosada aurora hasta Canaria por probar la espada, como si fuera gente que pudiera huir el rostro a su arrogancia fiera!, 15 las infestaban y expoliaban. Ni con esto se confor maban los insaciables hijos de la vieja Albión, quienes explotaban a conciencia la isla, llevándose a cambio de manufacturas de poco precio, los mejores vinos — que Shaskespeare cantó, sin duda por haberlos voluptuosamente paladeado— y otros frutos de esta tierra. Situémonos, pues, en un punto cualquiera de la capital moderna: en el Parque de Cervantes, verbi gracia, más conocido por de San Telmo, que nos coge cerquita. Al contemplar su urbana belleza, que her mosos edificios flanquean y como custodian, y el mar halaga, ¿ quién podría representarse este lugar según Domingo J. Navarro lo describe: “ un extenso basu rero lleno de escombros, de lanchas viejas, áncoras y cables inservibles”? El trazado de las calles no se sujetaba a plan al guno. En su conjunto ofrecían el aspecto más irregular que darse puede. Por contera, aquellas “ vías emula tonas de montañas rusas” eran verdaderos almacenes de inmundicias y oficinas de horrura, donde todo in noble residuo tenía su asiento. Sin pavimentar, emba chadas y polvorientas, si no es que la lluvia las con vertía en torrenteras, con peligrosos altibajos, el solo hecho de transitar por ellas entrañaba espíritu haza ñoso; apenas había aceras ni, en rigor, calzada. Una contemplación panorámica de la ciudad, pin toresco apiñamiento de riscos y barrancadas, hubiese sido estímulo de orógrafos e invitación al alpinismo. Los zaguanes eran a su vez repulsivos evacuato rios, ofensa de la vista e injuria al olfato. En cuanto al alumbrado público, Dios lo diera; porque los hombres, 16 por muy regidores que fuesen, nunca habían pensado en ello. Hasta tal punto estimaban, sin duda, sus luces naturales. Bien — mal— que esto, como lo otro, acaecía en la propia Villa y Corte. Quien quisiere saber lo que era el Madrid de entonces, hallará datos cumplidos en los costumbristas de la época, especialmente en Larra y Mesonero. Excusado decir que, con tales anfractuosi dades y tinieblas tales, el tránsito rodado era pura entelequia. No se conocía en todo el recinto de Las Palmas otro coche que el del Conde de la Vega Gran de, que, desde luego, rara vez se adentraba en la zona urbana y para eso, en previsión de posibles riesgos, había de precederlo una tropa de servidores que alla nase el camino. Su propietario lo utilizaba, con prefe rencia, en viajes al interior de la isla, en mucha parte sometida al señorío de esta ilustre casa. De la instruc ción pública, ocasión tendremos muy pronto de es cribir algo. Señalemos, de momento, que estaba casi del todo desatendida. Sin periódicos, sin bibliotecas, sin teatros, cualquier ciudadano de hoy podía creer que aquellas buenas gentes se aburrían de lo lindo. Gra ve error. Los grancanarios de siglo y medio ha gozaban con pacífica beatitud las distracciones que les propor cionaban algunas fiestas anuales. Eran muy dados a comilonas y banquetes, y — las mujeres, sobre todo— se perecían por las visitas aderezadas con el sabroso sainete o mojo de un picante comadreo. En este punto, las costumbres no han variado gran cosa. Fuera de los templos y los palacios de algunas fa milias próceres, cuya gallarda y armoniosa arquitec tura puede aún, en muchos casos, admirarse, el caserío 17 estaba a tono — o desentono— con aquella abigarrada confusión infraurbana, modelo y paradigma de posi bies lienzos y tablas mucho más desconcertantes que los de Picasso, cuando — según él mismo ha confesado a Giovanni Papini, o por lo menos dice Giovanni Pa pini que le ha confesado— quiere épater le bourgeois con divertida francachela pictórica. Todavía — escribe el Dr. Navarro— conservaba la mezquina construcción de los primitivos tiempos y el as pecto morisco de las indolentes y sucias poblaciones del continente africano. Casuchas de planta baja ennegrecidas y ruinosas, algunas de piso alto con huecos discordantes cerrados con rejas o celosías, y otras con balcones tan des comunales, que bien pudieran pasar por habitaciones col gantes; azoteas verdinegras erizadas de enormes canales de piedra que parecían cañones... Las tiendas eran pocas y mal acondicionadas. Por su angostura y lobreguez más que atraer al cliente, lo hubiesen ahuyentado de no estar ya hecho a tan extre ma modestia. Y nada digamos de sistemas de alcantarillados y conducción de aguas, porque tales primores se re ducían a dos pilares adonde el vecindario había de acudir para proveerse del líquido elemento, no sin las colisiones y disputas que inevitablemente se originan de las colas, cuya accidentada historia comienza, sin duda, con el encuentro de las dos primeras mujeres que coincidieron al adquirir algo en el mundo. 18 “ Los Mareantes de San Telmo”. Tal era la Muy Ilustre y Leal Ciudad del Real de Las Palmas cuando don Antonio y doña Isabel asen taron a los suyos en ella, movidos, como apuntado que da, del deseo de buscar para sus hijos una educación social y una formación intelectual que en Valsequillo no les hubiese sido hacedero procurarles. Porque, con todos sus defectos y limitaciones, Las Palmas, capital al fin de la Isla, era el único lugar de ella en que la muchachada de entonces podía recibir alguna ins trucción superior. Establecióse el matrimonio, con su prole, Fuera de la Portada, al oeste de lo que hoy es Plaza del Inge niero León y Castillo, vulgarmente conocida por su antiguo nombre de Plaza de la Feria, paraje en nues tros días tan céntrico y populoso, como en aquellos a trasmano y solitario. No querían, sin duda, los labriegos de Valsequillo perder del todo su amistad con el agro, ni aun dejar de cultivarlo. De aquí que procurasen rodear su mo rada de terreno suficiente para sembrar buena copia de hortalizas y legumbres y, sobre todo, patatas o papas, millo o maíz, trigo y cebada. Con tal profusión lo hicieron que las lucidas cosechas no sólo bastaban para proveer con largueza a la familia, sino, de añadi dura, a los asociados en una industria que, en aquellos benditos tiempos, era la principal, cuando no la única, que se ejercía en la isla: aludimos a la industria pes quera. 19 La antiquísima devoción de la gente de mar a San Pedro González de Frósmita, más conocido, por razones que no son de momento, por San Pedro Gon zález Telmo, y, a la postre, por San Telmo, a secas, llegó a Canarias, trasplantada de la península �� quizá directamente de Sevilla—, y “ sus símbolos de la nao y la candela verde protegieron también a los nave gantes canarios”, como dice don Sergio F. Bonnet. Agrupáronse éstos en una “ Cofradía de Pesca dores”, para cuya sede escogieron la ermita que es hoy Parroquia de San Bernardo y que, primitivamente, es taba bajo la advocación del bienaventurado y milagrero patrono de nuestros pescadores. La elección fue, en verdad, acertada, ya que recayó en uno de los más be llos templos de Las Palmas. Se erigió éste en susti tución del que antes se alzaba en el mismo lugar y que, por su estado ruinoso, implicaba grave peligro para la feligresía. En su construcción sólo se invirtieron dos años. Comenzadas las obras en 9 de mayo de 1745, se les dio cima y remate el 20, también de mayo de 1747. No vamos a describir este acabado modelo de nuestro arte religioso; mas no queremos omitir que, entre las joyas que decoran y ennoblecen la iglesia de San Telmo, resalta una de las maravillas de Alonso Cano, gloria de la imaginería española: la incompa rable Inmaculada, en que el egregio granadino dejó huella imperecedera de su genio. Es lástima que en buena parte se haya perdido la documentación relativa a la Confraternidad de Ma reantes de San Telmo. Con todo, queda la suficiente para reconstruir la historia de aquella curiosa y bene mérita hermandad; tarea que tampoco nos cumple 20 acometer aquí. Nos limitaremos a dar una somera idea de cómo vivía y funcionaba una asociación que fue, en algún modo, precursora de las que, en nuestros días, cumplen ciertos fines sociales, para muchos cosa nueva y como recién nacida. El número de descubridores de Mediterráneos es infinito. Fueron los propios pescadores quienes tuvieron la feliz iniciativa de agruparse en persecución de mejoras y ventajas, no sólo de orden material y económico, mas también moral y religioso. Su primer acierto lo halla mos en el nombre con que bautizaron a su flamante organización. El sustantivo confraternidad traduce, por fiel manera, el espíritu que los lanzaba a tal em presa: querían, en efecto, constituir una familia, en que todos fueran hermanos, con intereses comunes, mutua y colectivamente defendidos. Para ello, comen zaron por establecer aportaciones individuales que se fijaron, para cada uno de sus miembros, en un tres por ciento del importe de la pesca que su barco o barcos lograsen. Del fondo así formado, una mitad, o sea el uno y medio por ciento, se destinaba “ al culto del Pa trono y adorno de la ermita” — para “ luz”, leemos en algunos de los documentos por nosotros consultados—; el otro uno y medio por ciento se invertía en atenciones de índole social, tales como asistencia médico- farma céutica, pensiones de viudedad y orfandad, auxilios a inválidos y ancianos, pagos de entierros, préstamo sin intereses...; por donde se comprueba lo que ya hemos apuntado acerca de la perspicacia con que aquellos hombres se adelantaron a su época en lo que atañe a normas de previsión y de solidaridad que habían de tardar mucho tiempo en imponer su vigencia. Todavía 21 hallaban los confratres modo de separar parte de estos ingresos para contribuir con donativos a obras que re basaban su propia área. Así, en determinada ocasión, aprontaron cincuenta pesos para aliviar los males causados por un terremoto en la isla del Hierro, y entregaron, en otra, cien pesos para combatir cierta epidemia que asolaba el barrio de “ La Atalaya”. 6 No ya los dueños de los barcos pesqueros, mas también sus tripulantes — los bravos roncotes que to davía perduran—, considerábanse con derecho — que nunca se les impuso como deber— a ser miembros de la Confraternidad. Contadísimos eran los que dejaban de acogerse a las ventajas que de esta condición se derivaban, como lo prueba el hecho de que “ una ter cera parte del vecindario de Las Palmas” figurase en las listas de afiliados. Los tales roncotes no percibían salario alguno; iban a la parte — o “ en campaña”—, en el negocio. No hemos hallado, hasta ahora, prueba escrita de que los Pérez, de Valsequillo, constasen en las rela ciones de con fratres; mas, por referencias orales, y de autorizada fuente, presumimos que, de aventurarnos a afirmarlo, no incurriríamos en error. Ceres y Neptuno. Y aquí viene, como anillo al dedo, lo del famoso campo de patatas y cereales. Ya se insinuó con qué pródiga mano cultivaban nuestros rústicos amigos el sabroso tubérculo y las nutritivas gramíneas, cuyos granos, convertidos luego en gofio, saboreaban con el 22 1 r 1 41 ‘ 1441 11 4( a 44 ,4f1 4 i 4 1 f t 1 1/ . j 1 1 Y / / ‘ f1 4 4 4441 ( tV4 J ( r 1 1 Plazuela. deleite que a los paladares isleños regala este alimento peculiarmente canario. Mas, por mucho que fuese el apetito de aquellas buenas gentes, no podían, sin grave peligro para sus funciones digestivas, consumir cuanto sus fértiles tierras producían. Pero les era fácil darles salida; pues, si bien el que más y el que menos de los vecinos acomodados poseía asimismo su finquita o finquitas correspondientes, el avisado ingenio y ma dura experiencia de don Antonio Pérez lo ayudaron a resolver prontamente el problema de descargar sus campos de la superproducción que los abrumaba. Ad virtió, sin duda, que lo mejor que podría hacer con esa natural riqueza, sería emplearla en el mantenimiento de los mareantes que, a la sazón, absorbían toda o casi toda la actividad industrial y mercantil de la ínsula. Ceres y Neptuno proveían, como se ve, con mano abierta, al hogar de los Pérez, donde — buena “ amiga de la casa”— aposentábase la horaciana áurea medió critas: término de todo afán ambicioso para el varón prudente y sueño apacible de la mujer discreta. Dis creción y prudencia eran virtudes de ambos esposos que, a cubierto de enfadosos agobios económicos, po dían repartir sus horas entre el cuidado de la hacienda y la educación de los hijos, tiernos arbolillos que pro metían troncos robustos a la “ tupida selva de los Pérez hispánicos”, como, a propósito de un remoto y celebé rrimo tocayo de don Antonio, escribe con graciosa me táfora nuestro Dr. Marañón. 23 Majores pennas nido.. Con seis frutos de bendición agasajó el cielo a la ejemplar coyunda: tres hembras, Catalina, An tonia y María, y tres varones, Pedro, Domingo y Sebastián. Los que aquí nos importan son Domingo y Sebastián, nacidos ambos en Valsequillo, el 20 de di ciembre de 1776 y el 6 de mayo de 1784, respectiva mente. En su anhelo de aumentar en la descendencia el lustre de la casa, majores pennas nido, no omitieron los solícitos padres esfuerzo ni sacrificio para salir ade lante con su empeño. Ya por entonces — concretamente, en 1777—, habíase fundado en Las Palmas la Real Sociedad Eco nómica de Amigos del País, cuyo origen hay que bus car en la guipuzcoana ciudad de Vergara, y que en toda España realizó una ímproba labor en pro de la ense ñanza. La poca o ninguna asistencia oficial con que contó la ilustre institución fue causa de que su noble intento, si no fracasó, tampoco alcanzase la buena for tuna que sus iniciadores y paladines esperaban. Por lo que hace a esta capital isleña el ramo de instrucción primaria estaba en mantillas. Solamente existían para atenderla las amigas — que el vulgo llamaba migas—, y las escuelas públicas que “ eran dos y ninguna bue na”: Una en Vegueta y otra en Triana. En realidad, el único establecimiento docente — aparte una Academia de Dibujo creada por los Ami gos del País—, capaz de llevar a buen cabo una tarea fecunda, era el Seminario Conciliar. Fue en 1777 24 — año afortunado para la cultura canaria—, cuando el Obispo Servera, de insigne memoria, lo erigió en tal Seminario. Cubríanse en él diversas etapas de la vida escolar, desde la preparación para el ingreso en la segunda enseñanza hasta, luego de haber pasado por ésta, los estudios humanísticos, filosóficos y eclesiás ticos necesarios y suficientes para alcanzar la orde nación sacerdotal, exclusivo fin que allí se perseguía, siquiera en muchos alumnos se truncase tan santo propósito. Al Seminario, pues, fueron a parar sucesivamente los jóvenes Domingo y Sebastián Pérez Macías. Nos ha sido imposible cronolizar las fechas de los respectivos ingresos, porque, al parecer, no se archi vaba la relación nominal de los seminaristas, en tanto que éstos no comenzasen los estudios filosóficos y teo lógicos, verdadero punto de arranque de la carrera eclesiástica. No alcanzó Sebastián tales alturas. Ahorcó los hábitos, sin duda por no hal1arse asistido de la vo cación que exige el sagrado ministerio sacerdotal. De aquí que no se halle huella de su paso por el Seminario. Lo que sí puede afirmarse es que aquellos años fueron muy beneficiosos para su formación espiritual y le pro curaron una cultura superior, con mucho, a la corriente y moliente en los jóvenes de su tiempo. En cuanto a don Domingo sabemos que, ya orde nado de diácono, estudió el primer curso de filosofía en el de 1799 a 1800, bajo el magisterio de don Josef Cabeza, y que, una vez sacerdote, salió del Seminario en 1803. 25 CAPÍTULO II EL PINO Y LA PALMERA Rectificación de un error biográfico. Si por sus ascendientes paternos Galdós era del todo canario, por la línea materna lo fue sólo en parte, ya que también llevaba en sus venas sangre guipuz coana. Y si su estirpe insular nunca ostentó escudo ni carta de nobleza, su abolengo vasco muestra, por modo patente, condición hidalga. Remontando el curso de esta genealogía, hallamos que don Domingo de Galdós y de Alcorta, abuelo de don Benito, nacido en la villa de Azcoitia el 15 de junio de 1756, era hijo de don Manuel de Galdós y de Gá rate, y éste, a su vez, de otro don Manuel de Galdós y de doña Micaela de Gárate. Por madre tuvo a do. ña María Josefa de Alcorta, que hubieron de su matri monio don Tomás de Alcorta y doña María Ana de Narbaiza, toponimia toda que no desmiente el solar nativo. Conviene subrayar la frecuencia con que el pre suntuoso “ de” enlaza nombres y apellidos en esta fa milia. Qué lucida cosecha para un Balzac, movido 29 siempre de pruritos nobiliarios! El gran Honorato, no hallando en sus pesquisas heráldicas ni un de para un remedio, acabó por inventario. De apellido Balssa, que su padre mudara en el sonoro Balzac, un día más o menos a los veintinueve años de edad re vela al mundo que no se llama Honorato de Balzac, y afirma que siempre tuvo derecho a usar esta partícula indicativa de nobleza. 7 ¡ Maravillosos efectos de la imaginación, cuanto más si es tan poderosa y creadora como la del autor de la Comedia humana! Esta megalomanía del inmortal novelista francés contrasta singularmente con la modestia de nuestro no menos egregio don Benito. Por encima de rancios pre juicios sociales, tenía en muy poco, si no es que los desdeñaba en absoluto, arrequives y faramallas, que suelen bastar a la vanidad de quienes no pueden permi tirse el lujo de tener orgullo. Y así, lo que en otro hubiese sido un Pérez de Galdós, a que tenía acreditado legítimo derecho, él lo dejó en un Pérez Galdós mondo y lirondo. Hemos dicho que don Domingo de Galdós nació en Azcoitia, y ésta es comprobada y auténtica verdad. Insistimos sobre tal punto, porque debemos combatir y rectificar un antiguo error propalado y sostenido por muchos autores, y en que incidió incluso el propio Galdós, quien en sus Memorias de un desmemoriado — y nunca justificó mejor el título— escribe: Al siguiente día, tomé un coche en Beasain para irme a Azpeitia, lugar famoso de cuyo nombre era deber mío 30 4 — — 4 — — — — —. — r r — —, — — 4 — — —_* 4 . a — a .,* * — T) DLL SL. DL LA CATEDRAL L acordarme siempre, porque allí nació mi abuelo materno, don Domingo Galdós y Alcorta. ( Nótese, de paso, cómo Galdós no se limita a prescindir para sí mismo del consabido de, sino que también des poja de él a sus ascendientes.) Hasta el norteamericano Berkowitz — el más documentado galdosiano, aunque menos de lo que suele creerse— sitúa en Azpeitia la cuna de don Domingo: Domingo Galdós y Alcorta, the maternal grand- father of Benito Pérez, was a native of Azpeitia, an ugiy oid town in the province of Guipuzcoa. Pues bien, lo cierto es, repetimos, que don Do mingo abrió sus ojos a la luz en Azcoitia, villa famosa, entre otros motivos, porque de ella salieron los caba lleritos que introdujeron en España las doctrinas de la “ Ilustración” y contribuyeron, en gran medida, a crear y sostener el célebre y benemérito Real Seminario de Vergara. Jordán del neófito fue la pila de la azcoitiana Pa rroquia de Santa María la Real, según se registra “ en el Libro de Bauptizados, que empezó el año De mil se tecientos ciquenta y dos, y acabó el de mil setez. se senta y ocho”, y en él al fol. 122, partida núm. 61, consta que la ceremonia se celebró en dieciséis de junio de mil setecientos cincuenta y seis, esto es, el día siguiente al del nacimiento, de concierto con el cristiano uso de la época. Recibió el infante las aguas redentoras, de manos de don Pascual Manuel de Ariz ti, “ Presvítero” Beneficiado y “ theniente” de Cura de 31 la Parroquia de la Villa de Azcoitia. Fueron padrinos don Domingo y doña María de Alcorta, no sabemos si tíos o primos de la criatura. Acopiamos sobre este hecho una información tal vez excesiva, para que lo fehaciente de la “ prueba do cumental” deje bien sentado y asentado que fue Az coitia y no Azpeitia quien escuchó el primer llanto — siempre anterior a la primera sonrisa— del futuro abuelo del eximio español que, tiempo adelante, in mortalizaría el apellido. De la niñez de Dominguito nada sabemos. Como la de la mayor parte de los mortales, no dejó huella. Es, sin embargo, cosa averiguada que hasta los diez años vivió en Azcoitia, donde cabe conjeturar que aprendería las primeras letras. Quizá hubiese seguido los cursos del Seminario vergarés, ni más ni menos que tantos otros jóvenes de su tierra y de su época, de no haber quedado, en la temprana edad antedicha, huér fano de padre y madre, lo que movió a su hermano José María, a la sazón residente en Madrid y que en edad lo aventajaba mucho, a llevárselo consigo y otor garle fraternal — o más bien, paternal— amparo. No sería aventurado suponer que allí continuó sus estudios hasta entonces, en el mejor de los casos, elementales y primarios. Las actividades de José María debían de ser entre mercantiles y curialescas, y es tam bién lícito sospechar que Domingo, ya adelantada su instrucción, lo ayudaría en algún modo, siquiera no fuese sino por mostrar su gratitud a los beneficios re cibidos. El espíritu de solidaridad regional común a todos los hombres que han nacido en el mismo suelo, y más 32 silos azares de la vida los han obligado a abandonarlo, se acusa, tal vez con mayor relieve que en otros pue blos, en el vasco. Debía, pues, José María de frecuentar el trato de sus coterráneos entre los cuales encontra mos a don Francisco Xavier Fermín de Yzurriaga y Espeleta, sonoros y retumbantes nombres y apellidos de cierto magistrado a quien el rey Carlos III, “ confian do de la suficiencia, fidelidad y letras” de tan insigne varón, lo designó para desempeñar el cargo de Procu rador fiscal de S. M. y Promotor de su Justicia en la Real Audiencia de Canarias, cuya sede estaba — y es tá— en Las Palmas. El Fiscal electo venía en susti tución de don Joseph Antonio Coronada, ascendido a “ oydor” de la Audiencia de Cataluña. La fecha del título es de 25 de diciembre de 1776. El derecho a tomar posesión de aquel regalito de Pascuas caducaba el 21 de junio del año siguiente. Con todo, no prestó juramento hasta el 23, aunque, hombre previsor, ha bía solicitado y obtenido una prórroga que expiraba el 11 de agosto. Se nos preguntará qué tiene que ver todo esto con el joven Domingo; a lo que responderemos que mucho y bueno. Don Javier, cautivado sin duda por las bue nas prendas y natural despejo que, presumiblemente, se daban en el muchacho, determinó, de acuerdo con el hermano mayor, cuando no a instancias suyas, lle varlo en su compañía en calidad de familiar o paje. A partir de aquí, se puede seguir paso a paso la vida de este guipuzcoano que ya no había de volver a su tierra vernácula. Pero, tal empresa, que quizás algún día acometamos en otro libro, no sería oportuna en éste. Nos limitaremos a señalar los principales hitos 33 de una carrera que, por su vinculación a la historia de la ciudad, no deja de ofrecer interés. Otro error rectificado. Está visto que Galdós no debió de detenerse mu cho en compulsar datos y noticias relativos a su abue lo. Si volviendo a las Memorias de un desmemoriado reanudamos el hilo del párrafo antes interrumpido, leeremos: En los últimos años del siglo XVIII, fue destinado aquel señor a Las Palmas con el cargo de Secretario de la Inquisición. También en esto se equivoca don Benito y en su descarriada afirmación lo sigue el gregarismo perezoso de los biógrafos que no han querido tomarse la moles tia de revolver por sí mismos los archivos. Más cierto es que aquel “ varón digno y virtuoso, contemporáneo de la Revolución Francesa”, llegó de Madrid a Las Pal mas con el fin y propósito que ya se ha dicho: Asistir como hombre de confianza al Fiscal Yzurriaga, su paisano y protector. Así lo comprueban, confirman y demuestran estas palabras de uno de los documentos anejos al expediente matrimonial de don Domingo, trasladadas por primera vez directamente del original, y sin alterar su ortografía: Nos el Dr. Dn Josef Macieu Caballero delorn De Calatraba, Dean y Canonigo Dela Sta Yg- lecia Cath. Destas Yslas, Juez Exam. Sin. Ynqq. Ordinario Prov, y Vicario Gen. De este Obpdo, por el Yltmo S. D. Antonio De la Plaza Del Conzejo De Su Mag. Obispo De Canarias mi S. Por quanto por D. Domingo Galdos, natural De Viscaya Provincia De Guipuscoa, enla Villa De Ascoitia, y Vez. Dea esta Ciu. se nos representó para usar De su Perzona como tenia premeditado, y le era co.. . iente, nesecitava sele reciviera Ynformacion De que haviendo fallecido sus Padres lejitimos a tiempo q. contava Dies años sehavia trasladado en derechura ala Villa y Corte de Madrid, donde havia permanecido algunos años bajo la protección y Compañía De Dn. Josef Maria Galdos su hermano m.° y que havia otros dies a. q. sehavia conducido a esta Ysla en Compañía, y en calidad Defamiliar Del S.° D. Fran. Xavier de Ysurriaga Del Conzejo De Su Mag. y su oydor Fiscal en la R. Audiencia Deestas Yslas... Basta. Lo largo de la cita queda compensado por la precisión con que pone la verdad en su punto. Pero hay más: El Señor de Galdós y de Alcorta ni vino co mo “ Secretario de la Inquisición”, ni lo fue nunca se gún a su tiempo se verá. Apuntaba el verano de 1776, cuando siempre en compañía y al amparo de Yzurriaga, arribó a Las Pal mas su flamante paje. Acababa de cumplir los veinte años. ¿ Qué impresión recibiría de esta ciudad, tal y como la hemos descrito, aquel mozo que directamente llegaba de la corte? No es de creer que el contraste fuese muy acusado, pues que, como también queda dicho, en aquellas kalendas tampoco era Madrid un dechado de perfección urbana. Las reformas de Carlos III, más suntuarias por lo común, que de inmediata utilidad, embellecieron, sin duda, Ja villa, que así debe gratitud y homenaje a aquel buen rey. Pero los ma 35 drileños seguían viviendo incómoda y suciamente, con la sola excepción de las clases elevadas, que, por lo demás, desconocían usos higiénicos ya introducidos y consuetudinarios en no pocas capitales extranjeras. No debieron de asombrarle mucho la angostura y lobreguez de las calles; la ausencia total de pavimento y alumbrado; la hediondez de portales y zaguanes, ni otras mil lindezas ya enumeradas y que la caput ca nariense no monopolizaba, por cierto. Una estancia de diez años en Madrid era buena escuela para afron tar tales y otras inconveniencias. En cambio, le pla cería un clima cuya benignidad ha extendido por el mundo la opinión de que las Afortunadas gozan de eterna primavera. Así es, en efecto, y mejor lo advierte quien conoce, como conocía nuestro doncel, el rigor de los estíos y la crudeza de los inviernos en Castilla. Sea de ello lo que quiera, Domingo había de afin carse en Las Palmas para el resto de sus días. Sin que él mismo lo sospechase, lo llamaba a la isla una misión mucho más alta que las que sus más ambiciosos sueños de burócrata pudiesen haberle prometido. A los dos años y medio día más, día menos, de haberse establecido en Canarias el “ familiar” de Yzu rriaga fue nombrado, por acuerdo de 20 de febrero de 1779, oficial de Contaduría de la Santa Iglesia Catedral de Las Palmas “ con el salario de 30 ducados antiguos que hacen 45 ducados corrientes”, y por otro de 18 de junio del mismo año “ se le aumentó la renta hasta la cantidad de 90 ducados corrientes”. En 6 de septiembre de 1779, su nombre y su firma aparecen por primera vez en un voluminoso infolio de Libranzas de Cabildo y Hacimientos, con ocasión de habérsele abo 36 nado “ 266 rs. y 16 mvs. que por acuerdo de este día se le mandaron librar por la prorrata del tercio de su salario cumplido en fin de Agosto próximo de este año”. Es de tener en cuenta que tales estipendios se co braban por cuatrimestres vencidos, a partir de enero. 8 “ Honni soit.. .“ Todo hace suponer que el futuro abuelo de su nieto era lo que suele llamarse un joven serio, con la cabeza muy sentada sobre los hombros, morigerado en sus costumbres y “ cristiano viejo”: Un verdadero mirlo blanco; eterno ideal, en fin, de las madres de familia que tienen hijas en estado de merecer. Y quiso Dios que una de estas ejemplares señoras, doña María de la Concepción Alvarez Domínguez, tuviese coyun tura, para ella dichosa, de hallar en su camino al edi ficante veintenario. Un tal Claudio de Vega atestigua haber oído que la joven María de la Concepción de Medina, hija de doña María de la Concepción Domín guez, “ avitaba en la casa del Don Domingo”. A pri mera vista, tal hipótesis entraña menoscabo para la honestidad y buen nombre de ambas mujeres; pero esta turbia interpretación queda invalidada mediante un sencillo razonamiento. Por de pronto, doña Concha era dama de intachable reputación y virtud probada, y Conchita, niña todavía, estaba a cubierto de toda in fame sospecha. En cuanto a don Domingo, si ya no lo abonase su propia conducta, honrada a carta cabal, bastaría advertir que en modo alguno hubiese logrado 37 — o de lograrlo lo hubiese perdido— un empleo tan adscrito a la Iglesia, como el que por entonces desem peñaba, de haber ofrecido el menor síntoma de vida irregular. Fuera de esto, téngase presente que el marido de aquella dama, don Juan Antonio de Medina, hallábase a la sazón “ ausente en América” movido probable mente, como tantos otros isleños, por el afán de hacer fortuna, lo cual prueba que la suya no debía de ser muy copiosa, ni muy boyante, por ende, la situación económica de su familia. Aventurémonos, pues, a pre sumir que doña María Domínguez acudió en remedio de su penuria al clásico expediente de acoger huéspedes en su hogar, y que uno de éstos fuese don Domingo. De donde se infiere que lo más verosímil es lo con trario, precisamente de lo que, quizá por defecto de expresión, pudiera desprenderse del testimonio del bueno de don Claudio. No era, lógicamente pensando, doña María la que habitaba en casa de don Domingo, sino éste quien vivía como pensionista en casa de aquélla. Honni soit qui mcd y pense. “ El rapaz de los ojos vendados...” Tan bien debieron de llevarse patrona y pupilo que pronto su trato como tales ascendió a noble y ho nesta amistad, fruto que sólo puede rendir la mutua estimación que, a su vez, se deriva del conocimiento y reconocimiento de las más bellas prendas que adornan el espíritu y que, así en la matrona como en el man cebo, concurrían a mejorar sus ya buenas cualidades. 38 J5PADR DL LA CATLDRAL t ANiRIA i r ‘ a’ r a’ i / No tenía, a buen seguro, el joven burócrata pelo de tonto, ni por lo mismo es fácil que en la diaria con vivencia se le ocultaran los agobios económicos de su locandiera, aunque ella, pudorosamente, los recatase. Esta dignidad en la pobreza es y ha sido siempre virtud peculiar de los españoles de condición media. Ya los autores clásicos nos ofrecen frecuentes ejemplos, y el propio Galdós hace de algunos de estos tipos, entre sublimes y grotescos, protagonistas de varias de sus novelas. No diremos que doña María de la Concepción alcanzase la cima de lo sublime; pero tampoco nos in clinamos a creer que cayese en lo grotesco. Cada jor nada exigía de la señora esa capacidad heroica que no se manifiesta en brillantes funciones de guerra, mas en el callado y sostenido esfuerzo que requiere la lucha por la vida sin mengua del decoro ni deslustre del buen nombre. Testigo, como decimos, de esta dura brega fue el mozo de Azcoitia, en cuyo corazón, generoso por naturaleza, brotaría un nuevo sentimiento, mezcla de compasión y de respeto, hacia aquella casada a quien la prolongadísima ausencia de su marido convertía prácticamente en viuda. Por otra parte, las crecientes gracias de la hija, en quien ya despuntaba la mujer, iban ganando día tras día al huésped de la madre. No olvidemos que a éste se le murió la suya en edad muy tierna y, acaso por ello, estuviese ávido de halagos femeninos que él casi desconocía y donde por lo que suelen tener de maternales hay que buscar la razón de ser del verda dero hogar. Y esto, el hogar, es lo que el huérfano halló 39 al fin en aquella casa que, por dicha, reavivaría en él memorias ya borrosas de los felices años de Azcoitia. Sólo que la naturaleza tiene sus leyes que nunca se vulneran en vano. Y así, el afecto al principio casi paternal de Domingo por Conchita fue evolucionando — sin que posiblemente él mismo lo advirtiese— hasta dar en amor, en el Amor, con mayúscula, che muove ji sol e l’altre stelle y arrastra a toda criatura en incesante y apasionado vuelo hacia la primitiva mitad que, según el divino Platón, en el comienzo de los siglos perdiera. Como en la Balada de Tomás Morales “ el rapaz de los ojos vendados” golpeaba también aquella puerta... El pino del norte, más afortunado ahora que en el lied de Heme, lograba al fin aproximarse a la pal mera del sur. No tardarían sus ramas en abrazarse y unirse sus raíces. Otro poco de genealogía. María de la Concepción de Medina y Alvarez ha bía nacido en Las Palmas ( y no en la tinerfeña Laguna, como equivocándose otra vez afirman no pocos) el 13 de noviembre de 1770. Fue bautizada en la “ Parroquia matriz del Sagrario de esta Sta. Igla Catedral” seis días después. La sacó de pila don Andrés Ardid. Era hija legítima, como sabe el lector, de don Juan Antonio Medina Domínguez, natural del lugar de la Vega, feligresía, entonces, de la parroquia de Santa 40 Brígida en Gran Canaria, y de doña María de la Con cepción Álvarez Domínguez, que lo era de La Laguna, capital, a la sazón de Tenerife. La identidad de los nombres de la madre y de la hija haría explicable la inexactitud, ya mencionada, en que acerca del lugar del nacimiento de ésta ha solido incurrirse, si la fron dosa documentación que sobre el particular existe no viniese a demostrar que todos esos trabajos son pura fantasía y de segunda cuando no cuarta mano. Los abuelos paternos fueron don Francisco Me dina y doña Sebastiana Domínguez y los maternos don Agustín Alvarez y doña Catalina Domínguez. Marcha nupcial. Como quiera que, según se ha visto, en sus rela ciones con la niña de Medina llevaba Domingo buen fin, no tardó doña María Alvarez en ratificarlas, y aun, sin pecar de malignos, nos atrevemos a sugerir que fo mentó y dio vuelo a unos amores, de cuya resolución en matrimonio esperaba la buena señora dichas sin cuento y gran beneficio para su hija. Esta condición de lo que hoy diríamos novio ofi cial autorizaba al galán para ejercer, sin detrimento del recato, cierta manera de protección a una familia que pronto habría de ser la suya. De esta suerte, pro puso a su futura suegra establecerla en un a modo de despacho donde se expendería el salpreso o pescado en salazón que él adquiría de los mareantes de San Telmo, ya conocidos del lector. Tenemos de ello prueba con cluyente por el Agustino fray Rodrigo Raymond, 41 quien, al declarar como testigo en el expediente que hubo de preceder a estas bodas, asevera bajo jura mento “ in verbo Sacerdotis, tacto pectore” que “ co noce a D. Domingo Galdós y a D? María Concepn. de Medina contrayentes, pr. haver tratado al D. Do mingo desde su venida a esta ciudad, y haver conocido a la D. María Concepn. desde su menor edad, en casa de D. Josef Cortaella en donde el referido D. Domingo puso a la Madre de la dha. una Lonja.” Celebráronse, al fin, las nupcias “ in facie Eccie siae” el 19 de octubre de 1786 — por la noche, según antigua tradición canaria que todavía subsiste—, en la Parroquia del Sagrario de la Catedral. Bendijo la unión el Sacerdote doctor don Blas Fernández Calañas, titular de la feligresía — y que, por cierto, había bau tizado a Conchita—, y fueron testigos — de padrinos nada dice la inscripción matrimonial— don Ildefonso de Santa Ana; don Ventura Ruiz, Procurador de la Audiencia; don Rodrigo Raymond, presbítero, “ y más personas todas de este vesindario”. Al margen de la partida consta: “ Velados oy 21 de octu. de 1786, en la Igl. a de Sn. Pedro Telmo”. Contaba el novio poco más de treinta años, y la desposada no cumpliría hasta noviembre siguiente los dieciséis. El 17 de julio de 1787, esto es, a los nueve meses, casi día por día, de su enlace, les nacía a los esposos una niña, a quien pusieron el nombre de María del Carmen, primer fruto de la dilatada cosecha de hijos con que el tierno pimpollito isleño obsequiaría a lo largo de los años a su dueño y señor. A fuer de buen vasco debía de ser don Domingo 42 hombre cauto y previsor. Ya hemos visto cómo con los ahorrillos que indudablemente fuera reuniendo pudo acudir en ayuda de la desamparada Medina. Antes del casorio comprendería, pues, las obligaciones y respon sabilidades que tal cambio de estado lleva siempre consigo. Persuadido de que su modesta mesada de oficial de Contaduría no le sería suficiente para sos tener el hogar de que iba a ser fundador, aspiraba a cosa de más pro y ganancia. El negocio de pescado rendía a lo que parece cum plidos beneficios para considerarlo ventajoso. Pero esto no bastaba. Tanto es así, que nuestro hombre decidió ampliarlo y adquirir dos bergantines de los quehacían la pesca enla costa occidental de Africa: El Jesus, Jose y Maria y el Santisima Trinidad El Abuelo “ Inquisidor”. Para don Benito era artículo de fe que por sus venas corría sangre de inquisidor, y aun se jactaba donosamente de ello. El contraste que esta presunta ascendencia ofrecía con las ideas liberales del nove lista, le hacía mucha gracia. ¿ De dónde provenía esta equivocada opinión gal dosiana? Es muy posible que se la debiese a su madre, movida acaso de esa propensión, tan común en las mujeres, a abultar la importancia y jerarquía de sus parientes más o menos próximos. Todos conocemos viudas y huérfanos que hacen de un difunto oficial de Sala un magistrado, o de un fenecido ayudante de Obras Públicas un ingeniero. 43 Y así no tendría nada de particular que Galdós oyese, desde pequeñito, hablar a su progenitora del “ abuelo inquisidor”. Pero lo cierto es que don Domingo de Galdós no lo fue nunca. El objeto de estos p��rrafos es precisamente restablecer la verdad sobre tal punto. Que don Domingo de Galdós y de Alcorta no fue a Las Palmas por causa que ni de cerca ni de lejos se relacionase con el Santo Oficio, lo hemos demostrado ya a la letra, con aportación documental que no per mite margen a la menor duda. Hemos visto también cómo, de familiar del fiscal Yzurriaga, pasó a des empeñar una plaza en la Contaduría y Hacimiento del Cabildo catedralicio de Las Palmas. AHí sostuvo, sin duda, trato frecuente con los funcionarios de la Inqui sición que habían de resolver en su oficina asuntos administrativos ligados a aquélla. Como el azcoitiano era mozo despierto y, a lo que parece, aplicado al tra bajo, los asiduos visitantes del eclesiástico despacho tuvieron ocasión de percatarse de su valía y de cuán eficaces podían ser sus servicios en cualquier linaje de actividad burocrática. Por aquel entonces, las funciones inquisitoriales de Las Palmas estaban casi desasistidas de personal idóneo, por la sencilla razón de que en Canarias los sueldos y emolumentos de jueces, oficiales y ministros eran más reducidos que en la Península, mucho más que en el otro archipiélago — el de las Baleares— y muchísimo más que en la América española. Desde 1724, año en que falleció el teniente coronel don Jacinto Falcón, último receptor en propiedad del Santo Oficio en Las Palmas, esta plaza venía prove yéndose interinamente, y ello no sin dificultad, pues 44 nadie quería calificarse para ejercerla “ por la cortedad de salario”. Y así, sólo la aceptaban, en espera de aco modo más lucrativo, personas que se veían en muy apurada situación económica. Tal estado de cosas se prolongó por más de se senta años, hasta el de 1785. Alguno de los funciona rios de la Inquisición que, como queda dicho, visitaba con frecuencia la Contaduría catedralicia y estimaba en su debido precio las prendas de don Domingo de Galdós, debió de ofrecerle, movido de ellas, la recep turía interina de la secular institución, a la que acababa de renunciar un tal don José Martel Monzón. Qué razones pudieron influir en el buen caballero vascongado para rendirse a esta propuesta, las desco nocemos. Tal vez fuesen motivos de amistad y aun de paisanaje; acaso, un pique de vanidad, ya que, al fin y al cabo, ser receptor, aunque interino, del Santo Oficio, significaba más en el escalafón social que ser empleado en una Contaduría. Ello es que el 9 de marzo de 1785, el Tribunal nombra a don Domingo de Galdós receptor interino con el salario de 3.246 reales y 3 maravedises por año. Adviértase que esto ocurría a los nueve de haber arri bado don Domingo a Las Palmas, detalle importante porque desvirtúa la afirmación, erróneamente susten tada con unánime asenso, de que el abuelo del gran novelista fue a Canarias como Secretario, según los más, o Receptor, según los menos, de la Inquisición. Tal es la verdad hasta ahora agazapada en los archivos. En 1792 el señor de Galdós, receptor interino, fue solicitado para ayudar en la Secretaría del Secreto — la redundancia no es nuestra—, a lo que hombre 45 servicial, por las trazas, accedió asimismo, conside rando que “ El Srio. D. Dionisio Treviño hace ya 31 a. q. sirve, y en el día, por su abanzada edad no puede trabajar; D. Manuel de Retolaza Srio mas antiguo por lo mucho que ha trabajado, y en algunos tpos. solo, le ha faltado la vista en términos que no puede tener las fatigas q. antes”. El 4 de julio fue don Domingo juramentado e inmediatamente asumió sus nuevas funciones sin abandonar las antiguas, y no por interés, al menos de momento, si se considera que había de transcurrir casi año y medio hasta que, por auto del Tribunal, fechado en 23 de diciembre de 1793 — sin duda para alegrarle las navidades—, “ se le señalaron mil y cuatrocientos reales en cada año, para remune rarle su trabajo y continua asistencia, que tiene, cons tándonos que para ella hace falta a los negocios de su Casa y Comercio”. El comercio a que aquí se alude era el ya indicado de la pesca, que reportaba a don Domingo más pingües rendimientos que sus eventuales empleos burocráticos, en cuya aceptación hemos dicho que indudablemente tuvo más parte el deseo de complacer a algún amigo y quién sabe si paisano. Pudo muy bien ser éste el más antiguo de los Secretarios del Santo Oficio a la sazón en activo, don Manuel de Retolaza, guipuzcoano como el propio Galdós y Alcorta, pues era natural de El gueta.(*) (‘) De lo que antecede se hiñere. Primero: que don Domingo de Galdós y de Alcorta no fue a Canarias por motivo alguno relacionado con la Inquisición. Segundo: que habfan de pasar nueve años, desde su llegada a Las Palmas, hasta que en 1785 fue nombrado receptor interino del Santo Tribunal, “ sin estar califi cado”. Tercero: que nunca fue secretario de éste, sino habilitado para escribir en el Secreto desde julio de 1792, y que hasta diciembre del año siguiente no comenzó 46 Lluvia de hijos. Entre 1787 y 1798, el matrimonio Galdós- Medina alcanza del cielo copiosa cosecha filial. Ocho hijos le nacen en aquellos once años. Registremos sus nombres por orden de aparición en la escena del mundo: María del Carmen ( 17 de julio de 1787) Manuela d e( 2 a1bril de 1789) Benito Manuel ( 2 d2e julio de 1790) Pedro María ( d1e9 octubre de 179fl Tomasa 7 d( e marzo de 1793) Ignacio Rafael ( 3d1e octubre de 1794) Manuel Esteban ( 2 d5e diciembre de 1796) José María d( 1e1 junio de 1798) Aquel chaparrón de hijos era para amilanar a varón menos intrépido que don Domingo. Pero éste capeó el temporal como pudo y a su tiempo verá el curioso lector. a percibir gratificación ni gaje alguno por su auxiliaría, que, en ocasiones, llegó a extenderse a la Secretaría de Secuestros. Cuarto: que de esto, más que beneficio se le originó desventaja, por la obligada mengua de atención al comercio de pescado que era su principal fuente de ingresos. Quinto: que sus actividades inquisitoriales fueron para él cosa adjetiva y ac cesoria, y que si las desempedó fue por satisfacer a personas de su particular esti mación y agrado, aparte de por la consideración social que le aportaban tales empleos. Y sexto: que don Domingo no fue en ningún momento inquisidor propiamente dicho, sino un funcionario adscrito a la Inquisicián, lo cual no es precisamente lo mismo. 47 CAPÍTULO III INTERLUDIO, BISTóRICO ( Acaso algunos lectores hallen este capítulo superfluo. Nosotros, empero, lo consideramos no ya útil, mas necesario; pues, si bien no guarda relación directa con los antepasados de Galdós, los lances que en él se narran precedieron mme liatamente a la intervención de los canarios en una guerra que, como la de la Independencia, había de influir, por modo notable, en los destinos de la familia, a lo que quizá debe don Benito la idea generatriz de sus Episodios Nacionales.) El paso de un siglo a otro no señala una solución de continuidad entre dos épocas. Nada se parece tanto a los últimos años — y aun, a veces, lustros— de una centuria, como los primeros de la siguiente. Estas pe riódicas divisiones que Saturno preside y sanciona no se ajustan, en realidad, a las leyes de una cronología estricta y, en cierto modo, artificial: se rigen por otras más profundas, si bien no tan precisamente formu ladas, En Francia, por ejemplo, el XIX comienza cuan do el 26 de agosto de 1789 la Asamblea Nacional aprueba el acta que contenía la “ Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. En cambio, España no ve morir al XVIII hasta el 18 de marzo de 1812, víspera del día en que se proclamó la consti tución de Cádiz. Este rezago de nuestra patria para incorporarse a las “ nuevas ideas” y a los usos nuevos era aún más acusado en el archipiélago canario, a causa del aisla miento e incomunicación en que vivía. En 1808, Las 51 Palmas ofrecía, así en lo urbano como en lo social, el mismo aspecto e iguales características que en 1790. Seguía siendo una ciudad incómoda, “ destartalada, sucia, tristísima”, para emplear los calificativos de uno de sus cronistas. Algunas mejoras habían conseguido la buena yo luntad y el denodado esfuerzo de los corregidores Eguiluz y Cano. Don José de Eguiluz, vasco de nacimiento des empeñó el cargo desde septiembre de 1780 hasta di ciembre de 1786. ( Dígase de paso que, como tal autoridad, firmó la “ habilitación de justicia” que a su paisano don Domingo de Galdós le fue indispensable para contraer matrimonio.) Hombre de extraordinario espíritu emprendedor a su diligencia y celo debió la ciudad muchos beneficios. No fue menos fecunda y provechosa la gestión de don Vicente Cano. De Eguiluz, precisamente, heredó la vara corregidora y la sostuvo en sus manos desde el 1.° de mayo de 1787 hasta que en 29 de abril de 1793 regresó a la Península. Ambos excelentes magistrados hubieron de po ner en juego toda su energía y entereza para luchar contra la guerra que la rutina, la inercia y los intereses creados hacían a las mejoras que se afanaban por in troducir. Vaya a este propósito una anécdota repre sentativa. En cierta tertulia comentábase una vez la cues tión, entonces sobre el tapete, del alumbrado público que ya Eguiluz trataba de establecer en la capital. El insigne historiador canario don José de Viera y Clavijo, 52 que asistía a la reunión y cuyos hábitos sacerdotales realzaban su bien adquirido prestigio, exclamó: — Señores, ya no es civilizado un pueblo que no tiene unas malas lámparas para evitar que el tran seúnte se rompa una pierna... y en estas calles, ¡ en estas calles! A lo que uno de los presentes, hombre que tal vez con frecuencia se alumbraba por dentro, opuso esta magnífica doctrina: — No veo (¡ cómo iba a ver!) tal necesidad; por que la noche se ha hecho para dormir y no andar de la Ceca a la Meca. Y sobre todo, el que quiera salir que lleve su luz. No es cosa de que se la pague el ve cino. En lo social tampoco el avance era notable. El pueblo seguía viviendo como podía. Se trabajaba o se holgaba y según caían las pesas se comía en casa o se iba en busca de la sopa boba. La juventud dorada repartía sus frívolas horas en tertulias y saraos, entre reverencias de minué, pasos de pavana, juegos de pren das y chascarrillos sosones; pasatiempos no siempre tan inocentes como pudiera creerse,. ya que, en oca siones, eran cobertura o tercería de menos candórosos devaneos. De vez en vez, aquellos distinguidos jóvenes se convertían en comediantes, para representar alguna tragedia. Como nota curiosa diremos que en Las Pal mas los papeles femeniles solían estar a cargo de mo zos barbilampiños, sin duda por no considerarse ho nesta la intervención de mujeres en estos espectáculos. Fuera de ello, no siempre esta flor y espuma de la mocedad canaria se comportaba como su posición social requería. A veces — demasiadas veces, quizÚ— 53 se desmandaba y dábase a hazañas que bien pudiera valerles a estos donceles el título de lo que hoy flama ríamos gamberros. No es el gamberrismo plaga exclusiva y definidora de nuestra edad. Ya en la primera del mundo se re gistran casos típicos. ¿ Qué fue sino un gamberro Cam que para divertirse a costa de Noé, su padre, no vaciló en hacerle beber más de la cuenta? La Historia Uni versal es, a la postre, una sucesión de hazañas gambe rrísticas; lo sublime de ella reside, cabalmente, en la oposición del auténtico héroe al gamberro. Gamberros, cómo no, amenazaban y hasta cierto punto amenizaban, el pacífico vivir del vecindario. Lo peor es que estos perillanes reunían en de rredor suyo una corte de admiradores y panegiristas, muchas veces no pasivos, sino colaboradores activos en sus fechorías, que luego celebraban y exaltaban co mo si, por su ingenio y valor, tan desaforadas trapi sondas fuesen dignas de perpetua fama. A tales excesos llamábaselos y se los sigue llamando “ cosas de fulano”; y el que logra un buen repertorio de ellas, es consi derado por el papanatismo circundante como un ser superior. El Paraíso perdido. Pero algo más grave que las fechorías de los gam berros venía a soliviantar, en ocasiones, el ánimo de unas gentes tan bien avenidas con su sosiego como las que poblaban el solar canario: la presencia de cor sarios, principalmente ingleses, que prodigaban sus 54 visitas a las islas para desvalijarlas, saquearlas y hasta incendiar barcos, edificios y, en fin, cuanto a su mala ralea de piratas se les antojaba. Apenas se advertía una vela en el horizonte, to caban a rebato las campanas de la Catedral, tronaba el cañón de San Fernando, y los blanquillos ( denomi nación que se daba a los soldados, por ser blanco su uniforme), armas al hombro y con redobles de cajas y tambores, recorrían las calles. El vecindario se lanzaba fuera de sus casas y aun las mujeres, con heroico tem ple, se aprestaban a una posible lucha. Junto a esto, la de España con Inglaterra, que nos valió, entre otras cosas, el desastre de Trafalgar — gloriosa pero desdichada página de nuestra his toria— y la derrota del cabo de San Vicente, contribu yeron a sacudir la apatía de los canarios. Aunque tales y tan malaventurados sucesos tar daron en ser aquí conocidos y no tuvieron repercusión notoria, el nunca desmentido patriotismo de los isleños se conmovió profundamente y no faltarían quienes se alistasen en las fuerzas de la Marina para intervenir personalmente en la contienda. Ya en 1793 habíase reclutado y enviado al Rosellón tropas que sumaban varios miles de hombres y que en 1796 regresaban no sin haber sacrificado 500 vidas en la campaña. La tierra donde, según doctos autores pudo estar el Paraíso, comenzaba a conocer los males y peligros de que ya otros pueblos, tenían dolorosa experiencia: Estaba en trance de ser un Paraíso perdido; sólo que, ahora, sin un Milton que lo cantase. 55 Cagi gal y O’Donnell. Porque aquella seráfica existencia un poco boba, y un mucho inconsciente, no sería ya muy duradera. Rondaba la tormenta, de la que hasta entonces, y pese a su fragor, no llegaran a los oídos isleños sino apa gados ecos: bien así como un rodar de truenos lejanos. Ya antes, empero, de que los efectos del incendio en que se abrasaba Europa — iniciado por la Revo lución Francesa y propagado por las guerras napo leónicas— se dejasen sentir en el Archipiélago, algunos sucesos de orden puramente vernáculo vinieron a des pabilar de su modorra a los insulares. Aludimos a la pugna entre Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife por la capitalidad de las Islas, y a la célebre — tristemente célebre— rivalidad del Teniente Coronel, graduado de Coronel del Ejército, don Carlos O’Donnell, con el Mariscal de Campo, don Fernando Cagigal, Marqués de Casa- Cagigal. En lo que toca al primer punto, la historia insular lo trata con amplitud y detenimiento que nos exime de insistir sobre él. Tampoco nos de tendríamos demasiado en exponer, ni menos comentar, las incidencias del pleito que sostuvieron con encono digno de mejor causa Cagigal y O’Donnell, a no ser por las lamentables y públicas derivaciones que tuvo. Residían estos Jefes castrenses en Santa Cruz, puerto principal de la isla picuda y asumían los respec tivos cargos de Capitán General de las Canarias y Teniente de Rey ( hoy diríamos Gobernador militar de la Plaza, única fuerte en todo el archipiélago). 56 Durante algún tiempo, sostuvieron trato tan cor dial y amistoso que todo el mundo tenía a O’Donnell por hombre de confianza de Cagigal. Quizá lo fuese y hubiera seguido siéndolo de no ponerse por medio las respectivas esposas. Cherchez la femme — que aquí son les femmes— y daréis con los hilos secretos y ocul tos resortes de la historia, desde la guerra de Troya hasta nuestros días. Es el caso que, allá por la primavera de 1808, don Carlos, hombre ostentoso y muy pagado de su aristocracia — descendía de una familia irlandesa—, organizó en su morada una función teatral. Estaban, entonces, de moda las tragedias, y así se eligió Otelo. No sabemos si en la “ detestable traducción que don Teodoro Lacalle había hecho del Otello de Ducis, arre glo muy desgraciado del drama de Shakespeare” 9 y que es la que Galdós hace representar, en el palacio de la marquesa de Leyva, a algunos personajes de La Corte de Carlos IV. Sea de ello lo que quiera, el papel de Desdémona — Edelmira, si en efecto se acudió a la malhadada ver Sión de Lacalle—, se lo apropió, naturalmente, la Te nienta del Rey, que fue sin duda quien hizo el reparto. Rabía sido esta señora camarista de la reina María Luisa, de lo que hacía infatuado alarde. Las invita ciones a esta solemnidad casera ( que para la vanidosa O’Donnell tendría honores de palatina) se reservaron a los personajes más encumbrados de la ciudad. El acontecimiento fue comentadísimo en Santa Cruz, es pecialmente en las tertulias más o menos aristocráticas. En una de ellas, la marquesa de Casa- Cagigal preguntó 57 a uno de los actores que intervinieron en la represen tación, si ésta habría . de repetirse. — Sí, señora — replicó el interpelado—, se repe tirá para la gente de mediana clase, ya que la principal asistió a la primera. — Pues, podían ustedes repetirla por tercera vez, para que la vean las aguadoras — se chanceó la mar quesa o su hija ( que esto no lo puntualizan las cró nicas). Las veloces y siempre apercibidas alas de la chis mografía trasladaron en rápido vuelo a oído de los O’Donnell la chistosa respuesta, que hubo de enfure cerios en extremo. Desde aquel punto y hora, el Go bernador Militar declaró guerra sin cuartel al Capitán General, quien — justo es decirlo— devoró, al prin cipio en silencio, los insultos y ultrajes que, ya de palabra o bien por escrito, asaetaban sin tregua al matrimonio; pero la creciente virulencia de tales in jurias, y una solapada campaña de insidias y calumnias, hízolo, al fin, salir de sus casillas; de lo que resultó una feroz e implacable contienda en la que, como es obligado, tomaron parte activísima las mujeres. Ni Cagigal, ni O’Donnell eran hombres que estu viesen a la altura de las circunstancias. Incapaces de sacrificar a la pública conveniencia la suya personal, éranlo asimismo de acallar y señorear sus pasiones, aun cuando el mejor servicio de la patria lo exigiere. Pasaba el marqués por avaro y fácilmente sobornable mediante adecuado estipendio, y tan adulador y dúctil con los superiores, como altanero y duro con los su bordinados. O’Donnell, por su parte, se mostró siem pre engreído y, lo que es peor, rencoroso. La lucha 58 entre dos individuos que tenían en depósito y custodia supremos y sagrados intereses, había de resultar fa talmente desastrosa para éstos. Pero sobre la fatalidad está la Providencia. No quiso ésta, en sus altos designios, que aquella bufa marimorena interdoméstica diese en tragedia, como su teatral origen solicitaba, sin duda, porque sus pro tagonistas no merecían calzar coturno. Todo quedó en un episodio desagradable con vetas de sainete. Véase cómo se desarrollaron los sucesos, cuya memoria no ha caducado todavía en las islas. Más de un mes había ya corrido desde el heroico alzamiento madrileño del 2 de mayo, y aún no se conocía en el archipiélago noticia alguna de esta magna efemérides. Tanto es así que el 5 de junio de aquel mismo 1808, y por disposición y orden del Marqués de Casa- Cagigal, celebraba el pueblo tinerfeño, con fervoroso entu siasmo, la buena nueva de haber sido proclamado “ Rey de España e Indias y de todos los Estados de la Mo narquía” el deseado Fernando VII, por abdicación de Carlos IV, su padre. Todo júbilo era aquel felicísimo día la gran Santa Cruz. Después de unas vísperas a que profusión de juegos artificiales dieran inusitado es plendor, hubo en la Parroquia Matriz solemne función religiosa “ con la mayor pompa y regocijo público, entre las alegres salvas de toda la artillería de la línea y la de toda la guarnición puesta sobre las armas”. Venciendo su acreditada tacañería — y quizás en espera de lucidos intereses—, el Capitán General, preparaba “ a sus expensas propias un espléndido y costoso refresco para todos los jefes y oficiales que guarnecían la plaza”. 59 Mas, ¡ ay!, tanto gozo se fue al pozo. No con cluido aún el Te Deum, llegaban a la Iglesia informa ciones alarmantes. A las once de aquel mismo día que, de afortunado entre todos, se mudaba en más que ninguno nefasto, arribó al puerto una nave cuyo maes tre, don Esteban Capello, dijo a todo el que quiso oírlo que, durante su escala en Algeciras, había leído en la Gaceta de Madrid “ la protesta del Sr. D. Carlos IV hecha en Bayona de Francia; la forzosa renuncia de nuestro amado soberano y el nombramiento del ge neral francés Murat para lugarteniente del Reino...” No faltó quien tachase a Capello de excesivamente crédulo en las ya entonces proverbiales mentiras de la Gaceta. Mas, en realidad, la consternación fue casi unánime. El pobre Cagigal que, según es fama, estaba siempre al sol que más calienta, exclamó parodiando acaso sin saberlo a Francisco 1 en Pavía: “ Señores, el día se ha perdido. Murat reina en España”. No eran de esta opinión O’Donnell y algunas otras personas de su bando, quienes manifestaron “ que no creían que Bonaparte fuera capaz de obrar con un aliado y una nación amiga de un modo con que no había procedido jamás ni con sus enemigos: que era necesario esperar noticias más positivas y que la Gaceta de Madrid a que se refería el Maestre de la embarcación podía ser obra de las acostumbradas ma quinaciones del Gobierno británico”. 60 “ La cadetada de O’Donnell” (*) Movido, acaso más que por un celo patriótico que luego demostró no sentir, por el insano prurito de mortificar a su enemigo, el Teniente de Rey se reunió aquella misma noche con un grupo de jefes y oficiales en casa de uno de ellos. Se bebió de lo lin do, se pronunciaron fogosas peroratas y, finalmente, O’Donnell se apoderó de un retrato de Fernando VII, que allí había, y dispuso que sobre unas andas se pa sease en triunfo por las principales calles de la po blación. La pintoresca comitiva, a los acordes de la música del batallón veterano de Canarias, recorrió su itinerario entre los gritos, aclamaciones y berridos del populacho que veía en esto, más que un acto de fe fernandina, una divertida mascarada. Para llevarla a su colmo y ápice, quiso don Carlos que también a él lo encaramasen al improvisado trono; pero lo que de buen sentido quedaba en sus compañeros, a los que no se les ocultaba el lastimoso estado en que un pon che bien cargadito de ingredientes alcohólicos había puesto al gobernador militar, se opuso a la grotesca determinación de éste. Con todo, el cortejo siguió su recorrido. Lo gracioso fue que, al enterarse de lo que ocurría y lejos de mostrar enfado, el propio Cagigal se incorporó a la procesión — que para él valía por dos, con la que llevaba por dentro—, dio vivas a Fernando, (*) En gracia a lo gráfico y exacto de la expresidn, utilizamos las mismas palabras con que se ha calificado el hecho que aquí se narra. 61 lanzó reiteradamente su sombrero al aire, y llegó oh, dioses! al inverosímil extremo de arrojar puñados de monedas a la chiquillería, como padrino rumboso en día de bateo. Lo cual demuestra la timidez y manse dumbre del cuitado marqués frente al irreductible encono, que no había de parar allí, de su adversario. El bergantín de Vigo y la cólera de Aquiles. Pero el amor siempre vivo del pueblo canario a la madre España estaba muy por encima de todos estos rifirrafes y rencillas de dos jefes militares. Todos anhelaban saber lo que en la Península ocurría: si bueno, para celebrarlo; si malo, para acudir al remedio en la medida o más allá de la medida de las fuerzas de cada uno. Ya avanzada la primera quincena de aquel mismo junio, entró en el puerto de Santa Cruz un bergantín que provenía de Vigo, y cuya tripulación asediada a preguntas sólo supo responder que se había declarado la guerra entre España y Francia; pero ni los mari neros ni su maestre o capitán acertaron a dar informes más concretos. Ignoraban quién había provocado el conflicto; si éste se limitaba a determinadas provincias o se extendía a todo el reino; desconocían asimismo quién gobernaba la nación, y si el infante don Antonio seguía ejerciendo la regencia. Total, que aquella gente no logró sino aumentar el desconcierto con el consi guiente desánimo de los patriotas. En su deseo más o menos sincero de calmar esta incertidumbre, el marqués de Casa- Cagigal decidió 62 enviar a la Península un oficial que siguiese el curso de los acontecimientos y le informase de ellos con detalle. Eligió para tal misión al capitán de artillería don Feliciano del Río, a lo que todos los jefes asin tieron, menos, naturalmente, O’Donnell, quien alegó que del Río no podía asumir esa responsabilidad por que no hablaba inglés, idioma que consideraba indis pensable en aquellas circunstancias, ya que durante la travesía pudiera caer en manos británicas. Es de notar que, en las islas, aún se creía que estábamos en guerra con Albión. Luego de exponer sus razones, el Teniente de Rey, siempre a lo suyo, se ofreció a desempeñar por sí mismo el cometido. El rubicundo marqués rechazó muy finamente tal propuesta, apoyándose en que ya disponía, para llevarlo adelante, de persona de su con fianza. Ni la cólera de Aquiles ante el cadáver de Patroclo puede compararse a la que encendió la sangre e in cendió el alma del desairado héroe, digno tal vez — co mo su antagonista— de ser cantado por Homero: Sólo que, no en la Ilíada, sino en la Batracomioma quia. Por ser pronto, y en espera de mejor coyuntura para una ejemplar venganza — si es que la venganza puede ser nunca ejemplar—, propaló O’Donnell por calles y plazuelas, corros y corrillos, tertulias y saraos, donde quiera en suma, que lo que verdaderamente se proponía el marqués, con aquella embajada, era poner a salvo sus bienes y procurar compañía, en su regreso a Canarias, a una hija casada que tenía en Madrid. 63 La goleta de Bayona. Llegamos con esto a un episodio que ha dejado memoria indeleble en los anales canarios. El 25 de junio de 1808, poco después del mediodía, arribaba a Las Palmas una goleta de pabellón español. La pre sencia del navío vino a aumentar la incertidumbre en que desde semanas atrás vivía el pueblo. Apenas se advirtió su arboladura, muchedumbre de personas co rrió al puerto en busca y espera de noticias que cal masen su inquietud. Súpose, por fin, que la goleta era, en efecto, española y que procedía de Bayona de Fran cia, donde, por entonces, se escribía una de las más tristes y vergonzosas páginas de nuestra historia. El capitán, don José Izarbirivil, declaró al gobernador militar don José Verdugo que iba en ruta para Indias, con la misión de difundir en nuestras colonias la nueva de que Fernando VII había abdicado en Napoleón y que José Bonaparte reinaba en España. Al mismo tiem po, y como el que no quiere la cosa, le entregó una proclama firmada por el nuevo rey. Este relato, lejos de sosegar las revueltas aguas de la opinión pública, contribuyó a encresparlas. Los comentarios eran apasionadísimos; los pareceres dis crepantes, aunque predominaba el de los partidarios de que el navío fuese retenido e Izarbirivil puesto en prisión. Al día siguiente y después de cierto misterioso almuerzo ofrecido por don José Verdugo, y al que asistieron el Capitán de la goleta, el Corregidor Agui 64 rre, “ hombre de estos que no descompadran nunca”, y otros — muy pocos— personajes, determinó el anfi trión que un subordinado de su confianza embarcase para Tenerife, diese cuenta de lo que ocurría al Capitán General, y pusiese en sus manos la proclama de José. Supo Cagigal, en esta ocasión al menos, cumplir su deber. Dispuso que un oficial saliese inmediata mente para Las Palmas con pliegos para Verdugo don de se le ordenaba a éste que, sin demora, se tomase declaración a Izarbirivil y se impidiese hasta nueva orden la salida del buque. Mas O’Donnell, que estaba al acecho, vio salir al correo de casa del marqués y valiéndose de su superio ridad jerárquica lo requirió a que le entregase el pliego. Hízolo así el otro y el Teniente de Rey cometió “ la acción escandalosa de abrirlo y leerlo”. Con esto y otras cosas consiguió lo que sin duda se proponía: retrasar la salida del emisario que, prevenida para las dos de la tarde, no pudo efectuarse hasta las seis. De suerte que cuando la orden de Cagigal llegó a Las Pal mas hacía unos momentos que el barco de Bayona había zarpado. 65 CAPÍTULO IV LOS GRANADEROS DE CANARIAS Por Dios, por la Patria y el Rey. A todo esto se iban recibiendo en el Archipiélago informes menos inciertos e inseguros, aunque escasos, de lo que en tierra peninsular acaecía: la épica jornada del 2 de Mayo; la inmortal proclama de don Andrés Torrejón, el Alcalde de Móstoles; la batalla de Bailén, que si a Castaños le valió su primera victoria, para Dupont significó la derrota primera, y, en fin, otros sucesos jubilosos y luctuosos, faustos o infaustos que, no ya mantenían, mas acrecentaban la tensión heroica de los canarios. Ya era hora: porque O’Donnell, que siempre ba rría hacia adentro, veníase aprovechando de las cir cunstancias hasta el punto de sustituir en su mando al Capitán General. Al socaire de su nuevo cargo fomentó la creación de una Junta Superior Guberna tiva del Archipiélago y sólo dependiente de la Supre ma de Sevilla. Lo que suscitó en Las Palmas indecible enojo y violentas protestas. Y sin embargo... Sin embargo, tales resquemores y diferencias entre 69 las dos islas se acallaron y como adormecieron ante el peligro que a España amenazaba. Tanta es la fuerza del amor patrio, siempre vivo y ardiente en los hijos de las Afortunadas, que nunca le hurtaron sacrificio. Esta noble pasión henchía e inflamaba con cre ciente fuego todos los corazones. Ni la edad ni el sexo escapaban al contagio. Una voz unánime, un clamor multitudinario demandaba y exigía el concurso a la causa de España de sus islas atlánticas. Y así llegó febrero de 1809. Más que mediado este breve mes, corrió por Las Palmas un rumor que, en medio de lo dramático de las circunstancias, no dejaba de ser cómico. Tan cierto es que aun en los trances de mayor llanto se le brinda ocasión a la sonrisa. Díjose que los españoles habían librado un gran combate, cuyo lugar no se determi naba, contra los franceses, a los que habían derrotado y puesto en fuga; que Pepe Botella había perecido en la refriega y que el propio Napoleón, que la capita neaba — o si se quiere, iinperatorizaba—, habíase de jado una oreja, no diremos en el ruedo, pero en el campo de batalla. Claro está que las personas sensatas no cayeron en el bulo; no faltaron, con todo, criaturas ingenuas que lo tuviesen por artículo de fe y le diesen vuelo y revuelo. A primeros de marzo, y pese a que la comuni cación siempre infrecuente del Archipiélago con la Península ofrecía dificultades aún mayores en aquellos terribles días, se recibieron nuevas de la capitulación de Madrid y del valor con que Valencia y Zaragoza se defendían. El instinto del pueblo, que en las gran des ocasiones nunca falla, pedía una acción inmediata 70 y vigorosa, sin dilaciones ni regateos. Esposas y ma dres, novias y hermanas sacrificaban su amor a la Pa tria en peligro. En los hombres no era ya admisible la condición de espectadores: todos anhelaban ser ac tores en la lucha. El día 5 se reunió el Cabildo que se mostró unánime en acudir sin tardanza en socorro de la nación: “ Con qué soldados? Con los nuestros, veteranos, bisoños... ¿ Con qué recursos pecunia nos?... Con los de todos los bolsillos repletos y ané micos... ¿ Con qué buques?... Con los que se puedan fletar, propios y extraños...” Por aclamación acordóse el reclutamiento de fuerzas expedicionarias y conferir su mando a don Juan María de León y Romero, militar distinguido que años adelante, entonces sólo contaba treinta y nueve, había de ser abuelo del insigne patricio don Fernando de León y Castillo. En aquella solemne coyuntura pronunció don Juan María estas memo rables palabras que, ciertamente, no habían después de desmentir sus hechos: “ Con mi persona y con mis bienes estoy al servicio de Dios, de la Patria y del Rey”. Apresuróse, con febril diligencia, el alistamiento y formación del cuerpo expedicionario. Los primeros recursos fueron aprontados por el Cabildo, que para ello enajenó una dehesa que en Tamaraceite poseía. Aunque cuantioso, el producto de esta operación no alcanzó a cubrir los gastos de la bélica empresa. Du rante la campaña se contrajeron deudas que no hubo posibilidad de salvar. Pero allí estaba don Juan María de León para hacer honor a su palabra y responder con su hacienda de los compromisos contraídos. Cuan do en 1812, y su misión cumplida, aquel buen caballero y valiente jefe regresó a Canarias, se desprendió, por 71 noble impulso de amor patrio, del mayorazgo de Ga rachico vinculado a su persona, no sin antes solicitar y obtener licencia de su hijo don Francisco, a la sazón soltero y por tanto sin descendencia, a quien de mo mento pudiese perjudicar. Como única recompensa a su valor y sacrificio se le reconoció a León y Romero el grado de coronel efectivo. Nunca solicitó más de su Patria. La Partida. Organizado y puesto en pie de guerra el Batallón de Granaderos de Canarias, el día 3 de abril de 1809 formó en la plaza de Santa Ana, para que las autori dades civiles y los jefes militares le pasasen revista. No todos lucían el uniforme elegido: pantalón blanco, guerrera azul y sombrero del país, prendas las dos úl timas con vivos encarnados. La mayoría vestía de paisano; pero ni esto, ni la escasez de armamento, restaban marcialidad al conjunto de aquella tropa, donde veteranos y bisoños fraternizaban, y cuyas evo luciones seguía con frenético entusiasmo la inmensa multitud que, desde horas antes, afluía sin tregua al espacioso paraje desde todos los rincones de la isla. Una breve y viril alocución del Sargento Mayor, don Federico Travieso, elevó a grado de delirio las ma nifestaciones de la muchedumbre. Volteaban las cam panas; las músicas atronaban el aire, cuyo aliento sacudía banderas y flámulas. De súbito, hízose un si lencio profundo: desde el balcón verde de su palacio, frontero a la plaza, el obispo Verdugo10 se apercibía, 72 con paternal emoción, a bendecir a los granaderos. En los ojos más varoniles asomaban lágrimas. El día 5, al mes justo de haberse reunido el Ca bildo en la memorable sesión que arriba queda regis trada, los granaderos canarios embarcaban rumbo a las tierras peninsulares en que habían de defender la causa de Fernando, que los españoles de aquel tiempo identificaban con la de la nación. La jornada dejó re cuerdo imborrable en Las Palmas. Acudió el pueblo entero a la Puerta de Triana para acompañar y escoltar a los voluntarios que, formados en la explanada de San Telmo, esperaban el momento del embarque. El día era espléndido, y el mar en sosiego de infinito y azul embriagado, como al cabo de un siglo lo habría de cantar Tomás Morales, auguraba no sólo viaje feliz, sino retorno dichoso a cuantos, bajo aquel cielo horro de nubes lo surcasen. Y hasta a aquel cielo ascendió de pronto un vibrante concierto. Una banda de música y un coro de infantiles voces entonaban el Himno de los Granaderos. La letra era de Viera y Clavijo; la solfa de don José Palomino, maestro de la capilla de la Catedral y “ de reconocida autoridad filarmónica”. Aunque los versos del insigne arcediano no hacían mucho honor a su egregia pluma, engastados en las notas de Palomino, y al amparo de ocasión tan propicia a cualquier desbordamiento pa triótico, parecieron sublimes al concurso. A la tardecita zarparon del Puerto de la Luz lo 73 cinco barcos que componían la reducida flota: una polacra de tres palos, a modo de buque insignia, a cuyo bordo viajaba el coronel León con su plana mayor; una goleta inglesa con don Pablo Romero y la com pañía de que era capitán, y tres buques del país, de cabotaje, que se repartieron el resto de las tropas. El crepúsculo comenzaba a ensombrecer cielo, mar y tierra. Desde el litoral, los patriotas seguían con ávida mirada los navíos. Todavía algunas mujeres agitaban los pañuelos humedecidos de llanto. Gran Ca naria comenzaba a escribir una de las mejores páginas de su historia. Bajo el signo de Ulises. Mi corazón se compadece cuando veo la suerte del prudente y valeroso Ulises que infortunado! sufre desde hace mucho tiempo crueles penas, cautivo en medio del vasto mar y lejos de sus amigos. ( Homero. La Odisea) A su vez, los expedicionarios, acodados en las bordas de los navíos, contemplaban la costa de que se despedían temerosos, acaso, de no volver a verla. Este sentimiento no iba en mengua, sino antes en real-ce de su valor, ya que les daba la medida de lo que a la Patria sacrificaban. Entre estos viajeros, dos son particularmente dig nos de nuestra atención, porque ya los conocemos: don Domingo y don Sebastián Pérez Macías, con quie nes va siendo hora de que reanudemos trato. Don Do 74 ¿ a’ CSJza de, ¿ ad fa/’ mzj , ( Dibujos de Alvarez Rixo en su Alb’u; n de Edifi ios modernos de la ciudad de Las Palmas farctaI. — — II II, - q* . Il IPIIUI Pl 1 P1 . I-_,— II Himno de los Granaderos, de D. José Palomino, maestro de la capilla de la Catedral. 1 IfrnI 14_ 3r. 1i - JIcLrrLL:’ 1 Í f - IIJ ‘ sr. ij aatii : i r. vi Ir, ¡ - FIFII — 1 1 1 — ‘ ‘ L _..:.. L_ á 1 ‘,_ i ti r r. - - 1 tt r j : 1 ¶ it1- 1- — - - LI iJi u i ., . p rI ñ.. ‘ . . J__ l__ I I. d 1 i. i —— — !‘ “!! “ I1’’ I “! lir- — . . —— — I ——.— 11 I i I I 1 mingo, como queda dicho, habíase ordenado sacerdote en 1803 y ejercía con celo ejemplar su sagrado minis terio. De las actividades de don Sebastián durante los años que inmediatamente precedieron a la guerra, no hay, o por lo menos nuestra diligencia no ha podido hallarlos, datos concretos. Desde luego, sus estudios aun sin convalidarlos con título académico le fueron muy beneficiosos en esta ocasión. Sirviéronle para que, desde el momento en que su fervor patriótico lo llevó a alistarse entre los voluntarios que marchaban a lu char en la Península, se le confiriese el grado de sub teniente; distinción que sólo se otorgaba a quienes, por la enseñanza recibida, se tenía por aptos para fi gurar en el cuadro de oficiales. Por su parte, don Domingo había solicitado el cargo de capellán del Batallón expedicionario, que ob tuvo no sólo sin dificultad, sino con el asenso y be neplácito de todos, por tratarse de un varón a quien su doctrina y virtudes conquistaran la general estima. No sería ajeno a esta determinación el deseo del buen clérigo de acompañar y tutelar a su hermano menor en aquella hazañosa aventura, donde con la vida podía arriesgar el joven la pureza de costumbres en que unos padres solícitos y austeros lo educaran. Su doble condición de primogénito y sacerdote cali ficaba a don Domingo para llevar a feliz término esta mision. Debía de ser nuestro capellán, hombre ordenado y meticuloso. Desde las primeras singladuras llevó un Diario que, indudablemente, prosiguió hasta el fin de la campaña. Esctibimos “ indudablemente” porque este precioso documento ha llegado a nosotros — y es lás 75 tima grande— en copia inconclusa y muy mutilada. De él quedan, con todo, lo bastante para que se pueda advertir y señalar en don Domingo Pérez un curiosí simo e innegable precedente de don Benito. El autor del Diario revela unas dotes de observación no vul gares, que le permiten captar y resumir en un trazo lo esencial de las personas y las cosas. Añádanse la soltura y el garbo de una prosa que podríamos llamar pregaldosiana, aunque, en relación con la del sobrino, la del tío nos parezca tanteo de principiante. En la primera página de estas Memorias y después de narrar cómo los cinco barcos que habían salido del Puerto de la Luz se dispersaron por no haberse obser vado debidamente “ las señas que se habían de poner en la noche para que siempre navegásemos reunidos”, dice el capellán viajero que, al amanecer el siguiente día, su jabeque, extraviado, se encontró frente a la isla de Fuerteventura “ y sin ver a ninguno de nuestros barcos compañros”. Quiso el piloto rectificar la ruta “ y tuvimos el no sé si disgusto, gusto o desconsuelo, de estar mirando a Canaria casi todo el día”. Contra tiempo que dictó a don Domingo la siguiente reflexión, eco remoto de las de Atenea, la diosa de los ojos glau cos, recogidas por el padre Homero en el primer canto de la Odisea: “ En ninguna parte creo que se desea más un amigo que en el mar, y en ninguna puede ale grarse tanto el hombre cuando encuentra un semejante a quien conoce, como en la navegación”. Esta no fue desde luego tan dilatada y pródiga en accidentes como la de Ulises y sus compañeros, aunque tampoco careció de peripecias. Dieciocho días después del embarque, el 23 de 76 abril, el cura castrense y sus cotripulantes arribaron a Cádiz. Allí supieron que el suyo era el segundo bar co, de los cinco, en llegar. Horas después lo hizo otro, precisamente aquel en que viajaba don Sebastián, con lo que su hermano mayor se tranquilizó en parte, ya que todos estaban inquietos y desasosegados por la suerte que hubieran podido correr los dos buques que todavía faltaban. Después de muchas jornadas tocó tie rra uno de ellos, y, al fin, el 16 de mayo, festividad de San Juan Nepomuceno, fue avistada la polacra capitana con la plana mayor de aquel reducido ejército. Abra záronse con el natural alborozo los tripulant |
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