mdC
|
pequeño (250x250 max)
mediano (500x500 max)
grande
Extra Large
grande ( > 500x500)
Alta resolución
|
|
,/^? ¿ ;. s'*?' •^^ f 1 J.*>?^^ CANARIAS ^ S^^- Ca-' á.^ kts^ f\ - 1 T_ - ; \ - r ^ \ > l Ws '^^^ 1 ^ CANARIAS CLAUDE DERVENN 120 FOTOGRAFÍAS 8 DE ELLAS FUERA DE TEXTO EN COLOR I ROMERMAN EDICIONES i LAS PA!/.'^^ , L,, G. C/, - ÍA I DEL MISMO AUTOR: Ediciones HORIZONS DE FRANGE, París. Les Baleares Les Agores Modere lies Grecques: de Corfou a Santorin La Crete Vivante Rhodes et le Dodécanesé De otros editores: La Bretagne Hommes et Cites de Bretagne Quiberon, presqu'ile La Terre Ecartelée. Novela. Premio France- AUemagne © Romerman Ediciones 1970 Impreso en Litografía A. Romero, S. A. Tenerife - Islas Canarias Depósito Legal: TF. N. » 245- 1970 /. LAS ISLAS AFORTUNADAS Aquí está el archipiélago fabuloso que ha señalado durante tanto tiempo en las leyendas antiguas, el fin del mundo conocido, tras del cual se abría el Mar Tenebroso. Islas Afortunadas. Jardines de las Hespérides donde la primavera dura todo él año. Son siete. Las siete cimas de una cadena de volcanes submarinos, surgidos del fondo del abismo por la fuerza del fuego, frente a las costas de África. Siete, dibujando una constelación marina en el infinito donde se conñinde el cielo con el mar. Desde muy lejos, el triángulo del Pico de Tenerife, emergiendo de la bruma atlántica, las anuncia a los aviones, a los navios. Sin duda les bastaría con ser islas para ejercer sobre nosotros su poder de atracción. En realidad, su belleza no se parece a ninguna otra y entre ellas mismas son diferentes;- las que llaman Orientales: Lanzarote, Fuerteventura, Gran Canaria; y las de Occidente: Tenerife, La Palma,' La Gomera, Hierro. Son africanas por su situación, españolas por su bandera; no colonias, sino provincias, y también « continentes en miniatura » , con montañas y playas, arenas saharianas y valles suizos, extendidas sobre más de 300 millas marinas y contando cerca de un millón de habitantes. A causa del sonido exótico de su nombre: Canarias, o por error geográfico, algunos esperan ver aquí negros senii- desnudos, monos en los cocoteros y desembarcan en Las Palmas con casco colonial. ¡ Lamentable! Este tipismo no es el del archipiélago. Otros piensan encontrar aquí unas islas mediterráneas semejantes a las Baleares. Y también se equivocan. Estas son tierras de contrastes. Hay aqui un Norte con tupidas y verdes plataneras cuya opulencia cuando el cielo está nublado, se tiñe de una sutil melancolía. Y un Sur erizado de euforbias, cuya sequedad ardiente resplandece de luz. Abajo, un camello se aleja hacia las palmas de un oasis; arriba un pastor envuelto en su manta de lana blanca camina entre las nubes que inclinan la hierba verde de la meseta. Al pie del Pico coronado de nieve, se bebe un vino que quema como la lava; el alba está llena del perfume de los lirios en la profusión de los jardines, y el canto de las guitarras se arrastra en las callejuelas de los puertos nocturnos. Cristos sangrantes y Vírgenes con mantos de terciopelo pasan sobre las alfombras de ñores del Corpus Christi y, sin embargo, ni las danzas, ni los trajes, ni el alma de los hombres que bajan de las montañas se parecen a los de Sevilla. Esto no es ya la España peninsular y su herencia islámica de mezquitas- catedrales. No es tampoco la España colonial de las Américas y su substrato de pueblo indio o esclavos negros. Es una España de piel blanca y tostada, mezclada, esencialmente marítima, el pilar de un puente invisible tendido de una a otra ribera del Océano. Son unas islas atlánticas; por la franja de espuma y brumazón que cierne a sus acantilados; por el viento que no tiene los caprichos del mistral o de la tramontana, sino la tibieza del aliento, la gran respiración constante de los alisios, y, alguna vez, la tempestad brutal del sureste o la quemadura del levante mauritano. Sus inviernos ignoran el frío, y sin embargo sus veranos no son tórridos. Las mareas no dejan nunca al descubierto los espacios de areria y fango que son las entradas habituales de las costas írancesas, el declive de lava es demasiado violento, los fondos demasiado próximos, para que se noten los reflujos; pero el gran oleaje que levanta las barcas es el del océano. Tierras forestales, pero que no conocen la crujiente caída de hojas secas como nuestros bosques al llegar el invierno. El extremo otoño de diciembre no se nota más que en las viñas rojas que se arrastran por las cenizas, los almendros desnudos y los castaños de los altos valles. Los eucaliptos plantados a lo largo de las carreteras, los bosques de laureles gigantes, de follaje denso y brillante, se quedan eternamente verdes como los poderosos pinos de las cumbres, como los árboles- dragos de lanzas agudas. Ciertos paisajes interiores tienen el dulzor y la suavidad de un" paraje de Francia o Italia; otros la desnudez del desierto. La mayoría no se parecen más que a ellos mismos. Yo no sé nada que se les pueda comparar. Su riqueza no es, hasta el presente, ni de oro, ni de bauxitas, ni de petróleo o carbón. Está hecha de sol y de agua, y de voluntad humana. Las viejas lavas metamorfoseadas por erosiones milenarias, dan la tierra más fértil del mundo, con la sola condición de que el agua vital, captada en plena roca en el seno mismo de la montaña, la riegue día y noche, que sigan perforando galerías en busca del agua subterránea, o que en las islas sin manantiales, una capa de cenizas porosas retenga la humedad de las noches. Nunca se dirá bastante de la tenacidad, ingeniosidad y labor perseverante de este pueblo insular, para recoger cada gota de agua, cada puñado de tierra cultivable en los vertientes salvajes de los barrancos. Diez veces en cinco siglos, a pesar de las erupciones y tormentas, a despecho de la ruina ocasionada por las circunstancias económicas, ha cambiado de métodos agrícolas. Después de la caña de azúcar que, desde el siglo XVI hizo la fortuna de las islas, después de la viña cuyos caldos, famosos en Inglaterra, fueron celebrados por Shakespeare y Perrault, después del boom de la cochinilla y el ensayo del tabaco, el plátano es el rey desde principios de siglo sobre todas las tierras que ha conquistado. Rey sobre las planicies costeras donde el paso de las nubes difunde una tibieza htimeda de invernadero. Pero rey porque el hombre ha cavado el suelo de las plantaciones y tamizado, sobre los lechos de piedras la tierra regada, dragada con cuidado, y ha plantado esos troncos leñosos y duros con largas hojas de seda verde de los que habla como de una familia: el « abuelo » que dio la pina ( el racimo con hileras de plátanos) el « hijo » que tiene la flor monstruosa de una violeta salvaje, cuyos estambres llegarán a ser frutos, el « nieto » , joven brote que comienza a desenrroUar sus cucuruchos de hojas por encima de las atarjeas donde cada dia corre el agua. A su vez, el tomate y la patata empiezan a invadir las tierras quemadas de las vertientes orientales, durante largos tiempos estériles y abandonadas a las matas de euforbios, cardones y tabaybas; el murmullo del agua en las canalizaciones desciende ahora de terraza en terraza en donde el verde crudo de los cultivos dibuja escalones monumentales. Dejaremos a las estadísticas evaluar en millones de toneladas las pilas de racimos y de cestos que los barcos cargan todo el año para los países nórdicos: Suecia, Noruega, Inglaterra, Francia y tam- bien la Península; calcular en millones de pesetas el valor creciente de la hectárea y del litro- minuto que la riega; enumerar los hombres que se arruinaron al barrenar las montañas para buscar un agua inalcanzan-zable, o de los que la hicieron surgir con fortuna. Las cifras cambian. Lo que perdura es el esfuerzo de este campesino canario, la paciencia del hombre que, habiendo pasado todo el calor del día, ha de refrescar el suelo con esa agua, remonta lentamente por un sendero montañoso, hacia su casita blanca oculta en un verjel donde el sol que desciende aviva el oro de una naranja. El se sentará todavía con los suyos delante del mismo alimento de sus antepasados Guanches y Canarios anteriores a la Historia, la papilla de gofio, donde la harina tostada de trigo, maíz o cebada se mezclan con la leche de cabra. Y la paz estará con él, mientras contempla el ocaso en el mar, más allá de los volcanes adormecidos. Mas la transformación sorprendente que se opera actualmente ante sus ojos es la que trae aquí el desarrollo increíble del turismo. Para el pequeño pueblo de este archipiélago sin minerales, cuya economía quedaba limitada a las producciones agrícolas y al tránsito portuario, el turismo es esta industria que valoriza hasta las rocas estériles y hace surgir entre dos plantaciones de plataneras, al igual que al pie de un acantilado abrupto, esas « torres » , esos rascacielos cuyos quince y veinte pisos lanzan a los ojos de los recién llegados la tentación de sus terrazas, sus jardines y sus piscinas de lujo. Cada invierno, el Dios- Sol fascina y atrae aquí a los pueblos nórdicos sedientos de luz; sobre el caos negro de las lavas costeras, pueblos enteros de bungalows floridos han nacido ya para los suecos, alemanes, belgas, ingleses; los franceses prefieren venir más en primavera o verano a descubrir un exotismo sin peligros, un confort todo nuevo, y donde los viejos y encantadores caminos, bordeados de matas de geranios van dejando su lugar, día a día, a la autopista. Paralelamente, sobre las lavas del sur, en Tenerife como en Gran Canaria, el tractor empieza a reemplazar al camello y al viejo arado de madera; en las soledades áridas donde nada crecía, grandes invernaderos de plástico, adonde llega el agua captada, dan milagrosas cosechas de fresas o pepinos, claveles y rosas que enviarán por avión hacia el Norte de Europa. El contraste es incesante entre el dinámico hoy y el más primitivo ayer. En Gando, al pie de un santuario de la Edad de Piedra, aterrizan los aviones transoceánicos y los que unen las islas entre sí en menos de una hora. El archipiélago habla castellano como en los tiempos de Isabel la Católica, pero se trata de export- import en todas las lenguas del mundo; el menor pueblo tiene sus poetas, desbordantes de lirismo y unas rivalidades casi épicas enfrentan una isla a la otra, cada una orguUosa del menor trozo de lava como del más opulento de sus jardines. Si tuviera que resumir aquí la « geografía de colores, perfumes y sonidos » ( 1), yo diría que las Canarias son de oro negro y esmeralda, que el viento lleva aromas de eucaliptos, resina, azahar, heliotropo, y que el silencio de sus noches está lleno del murmullo de aguas prisioneras y del rumor infinito del Océano. ( 1) Audré Siegfried. MISTERIO E HISTORIA. DE CANARIAS Apasionante como un relato de aventuras, irritante como una novela policíaca que no tiene clave, así es la historia de Canarias, y hay que tomar aquí la palabra Historia en su sentido más extenso, profundizando a los orígenes del suelo. Nuestros continentes, sus civilizaciones, nos dan un pasado tan antiguamente conocido que es tranquilizante. En el tiempo en que nuestros antepasados de Eyzies o Altamira pintaban sus bisontes en las cuevas, hace unos 25.000 años, sus territorios tenían ya la forma de Francia o de España. ¿ Pero aquí? Aquí, todo lo que se sabe en el plano histórico es lo que descubrieron en el siglo XV los franceses y españoles que decidieron conquistar las islas y cristianizarlas. Se sabe que encontraron unos hombres de raza blanca, a menudo rubios de ojos claros, de alta talla, de una agilidad y fuerza sorprendentes, y cuyo modo de vida, - en el tiempo en que el lujo medieval se extendía por Europa- seguía siendo el de las edades neolíticas. Unos hombres que no disponían más que de utensilios de piedra y hueso, venablos de madera endurecidos al fuego, vestían con pieles de cabras o juncos trenzados y vivían en cuevas. Un pueblo sin metales, ni escritura, sin otra arquitectura que las piedras toscas, sin otro ganado que cabras, y que se creía « el último pueblo del mundo, habiendo perecido todos los demás en un cataclismo » . Como los egipcios, 4.000 años antes, este pueblo momificaba sus muertos antes de depositarlos en las cavernas funerarias: Pero se tatuaban el cuerpo con unos sellos de tierra cocida parecidos a los que se descubrirían más tarde en Méjico. Sus nombres, su lenguaje, por lo poco que se ha conservado, parecen emparentados con los dialectos del Atlas beréber y algunas veces, a ciertos vocablos de la América pre- Colombina. Pueblo pastor, labrador, que pesca a mano en la costa, que sabe nadar pero no sabe construir la más rudimentaria piragua, ni navegar de una isla a otra. Y no obstante, los hombres de las siete islas acusaban un común origen de costumbres, lengua y raza, poco diferenciadas entre ellos por la aportación de sangre extranjera, debida a algún naufragio antiguo o a la piratería berberisca. Insulares aislados, cuyos sacerdotes ofrecían todavía, hace seis siglos, libaciones de leche y miel al Ser Supremo, « terriblemente grande » , Achahurahán, cuyos jefes practicaban una moral alimentada con tan altas nociones de honor, independencia, valor, fidelidad a la palabra dada y respeto a las mujeres, que más de una vez sobrepasarían a las de los cristianos conquistadores. ¿ De dónde venían ellos? No se sabe. La ciencia de hoy, que juzga sobre piezas, ha estudiado y comparado, los centenares de cráneos hallados en las cavernas sepulcrales. El tipo más generalizado tien un índice cefálico parecido al famoso cráneo de Cro- Magnon. Otros acusan una influencia beréber, que la proximidad de África explica. Las recientes excavaciones cpnñrmarían: « una conexión antigua de aborígenes con las viejas culturas númidas, y con los pueblos del Sahara occidental, de grandes túmulos circulares... » Los cronistas del siglo XV, ignoraban la lingüística y la etnología. Los Conquistadores, lejos de querer conservar los dialectos milenarios, los cultos y las tradiciones, no tuvieron otra preocupación que hispanizar y cristianizar su conquista; sólo han sobrevivido antiguos nombres de lugares, y los de los . ¿ ^ El archipiélago fabuloso . t - W ••'•"' .^^ rm PSJ5^*: é \ i '\ o? > o íó O I C i fD *^ OÍ b 0^ r ' Af^/- w 2 fü So E o a 1 4 Viejo halcón p Indígenas de Canarias ( siglo X VI) Flor de plátano Papavo Mirador cíe A roña 13 jefes sometidos y cristianamente bautizados. La raza que sobrevivió a los combates adoptó la manera de vivir de los vencedores. Sin embargo, no se puede decir, como ciertos periodistas apresurados, que el archipiélago está « totalmente poblado hoy de pura raza castellana » . En las aldeas trogloditas perdidas en plena montaña, apostaríamos que los campesinos de ojos azules, fijos allí de padre en hijo, son descendientes de los insidiares de antaño. ¿ Pero ellos? ¿ De qué cataclismo podrían ser los supervivientes? ¿ Y sobre qué zócalo único las islas hermanas hubieran podido ser firagmentadas? Llegados aquí, es fácil caer en la tentación del nombre, que desde Platón ha atormentado a los sabios y ha hecho soñar a los poetas, la Atlántida, el más turbador de los cuentos antiguos, propagado por los diálogos Timeo, y Critias, que citan las palabras que un sacerdote egipcio de Sais había dicho a Solón 600 años antes de J. C. « ... Esto que voy a decirte se remonta a 9.000 años... Nuestros fastos cuentan que vuestro país ha resistido las violencias de un ejército salido del mar atlántico... I^ ies entonces este mar era navegable y allí había, más allá del estrecho que vosotros llamáis las Columnas de Hér-cirles, una isla más grande que Libia y Asia, y desde donde se podía pasar fácilmente a las islas adyacentes y al continente... En esta isla Atlántica reinaban unos reyes cuyo poder se extendía sobre las islas y una parte del continente... Pero grandes terremotos e inundaciones sumergieron todo lo que allí había de guerreros... y en una noche la Atlántida desapareció bajo el mar » . Evidentemente, ¡ todo parece simple! aquí están las « islas adyacentes » que pudieron sobrevivir al continente, recoger también sus fugitivos que, tras haber perdido toda su riqueza pasada, desprovistas de metales, debieron volver a una vida primitiva. En pleno siglo XVIIL el « way of Ufe » de Robinson, en su isla no implicaba que jamás hubiese conocido otra. Y si, separado de todo, hubiera podido fundar una familia, uno se pregunta qué recuerdo de Inglaterra hubiera guardado la tribu, al cabo ' de 10.000 años?. Los fosos que separan las islas son tan hondos que la cima del Pico está a más de 7.000 metros de los fondos; cuando el gran cataclismo que hizo hundir su reino, ^_ no hubieran podido plegarse como los « valles » longitudinales trazados en las cartas submarinas? Y se evoca a Herodoto, hablando de unos campos de hierbas cenagosas « parecidas a riveras sumergidas » que los navegantes encontraban en el Atlántico; se cita también uno de los más grandes geólogos franceses, Pierre Termier, escribiendo: « No solamente la ciencia no condenará a los enamorados de bellas leyendas por creer en la Atlántida de Platón, sino que la ciencia misma, por mi voz, les invita... » Sí, pero el quid está en que otros sabios dicen lo contrario. Y comenzando con Verneau, otro gran francés que, después de varios años de investigaciones en las islas, escribía estas frases desesperantes:: « La Atlántida de Platón es un mito... Este archipiélago es totalmente volcánico, la hipótesis del hundimiento de una tierra antigua ha sido contrarrestada por las observaciones » . A golpes de geología, zoología y botánica, los especialistas asestan sus argumentos sobre el espíritu que vacila. « Ni un fósil de animal o de hombre ( ¿ no estarán bajo la lava?). Si un continente fue sumergido tuvo que ser antes de 14 la aparición del hombre, etc, etc.. » Puede ser que un descubrimiento fortuito ponga de nuevo todo en cuestión. Que dejen a los poetas soñar con el palacio de au-ricalco del diálogo platónico. El reposa bajo las olas, a lo largo de las islas. Yo lo he visto brillar una noche, a través del oleaje acribillado de fosforescencias, cuando millares de luces glaucas se encendían en las profundidades de la estela. Los testimonios mezclados con fábulas de los primeros navegantes que los vientos habían desviado hacia el archipiélago, se unen curiosamente a esos orígenes de la Historia. Algunos dijeron haber visto a Tenerife escupiendo fuego como un dragón monstruoso; otros habían desembarcado en los fértiles valles en los que reinaba una eterna primavera, donde las jóvenes huían de ellos. Del piloto fenicio al marinero cretense, griego o cartaginés, debieron, si me atrevo a decir, pasarse las mismas noticias. Asi, en la Odisea que está llena de detalles geográficos, Homero recuerda que las naves de Sesostris descubrieron « más allá de las Columnas de Hércules, la Isla a donde eran conducidas las almas de los héroes muertos... » y él la llama Elysio: en otra parte hace decir al viejo Proteo, heredero de la tradición marítima egipcia, que los dioses llevarían al rey Menelao « al final de la tierra, a los Campos Elíseos donde el rubio Radamanto vive, donde no hay ni nieves, ni gran invierno, sino céfiros que suben del Océano » . Hesiodo también afirma que Zeus envía a los héroes « a las Islas Afortunadas que están en medio del Océano » ... y Herodoto añade: « El mundo termina allí donde el mar ya no es navegable, donde están los Jardines de las Héspérides, donde el gigante Atlas sostiene el cielo sobre una montaña cónica... » ¿ Se puede mirar el Pico bajo su fardo de nuebes, sin pensar que aquí está el guardián de las Hijas de la Noche, de que habla la leyenda de Hércules? Y también los viajeros: tripulaciones que el faraón Nechao envía a dar la vuelta a África; periplo del cartaginés Hannon que costea « unas tierras cubiertas de lavas incandescentes » ; navios de Juba, rey de Mauritania, que, en el tiempo en que César invadía la Galia, vienen a reconocer este archipiélago visible desde la costa. Ellos se llevaron dos perros,- ¿ de donde viene quizás este nombre. Canaria?- y la descripción inmutable de estas islas emplazadas « en los extremos del mundo y envueltas en fuego » . Ya Ptolomeo, geógrafo de Egipto, había colocado el primer meridiano de su universo en la última tierra conocida: Hierro. , Sin embargo, un hecho está claro; protegido por no se sabe qué tabú, o por su pueblo, jamás este archipiélago apercibido por tantos navios antiguos ha sido colonizado ni conquistado, por ellos. No hay rastro de factorías; ni ruinas ni cerámica. La. única ánfora romana recientemente sacada del agua debia provenir de una nave hundida. Escalas o naufragios no han dejado vestigios. Hacia el año Mil, los navegantes árabes volvieron a encontrar las islas largo tiempo olvidadas. Su leyenda resucitará en Europa donde los Cruzados desmovilizados soñaban con tierras que conquistar e infieles que bautizar. Se sabe que los genove-ses las abordaron, que una nave francesa volvió ' 15 a descubrirlas, que los berberiscos raptores de esclavos para sus mercados, propalaban relatos asombrosos, que la Religión tuvo que intervenir y que un nieto español de San Luis, Luis de la Cerda, se hizo coronar por el Papa de Aviñón « Rey de las Islas Afortunadas » — a donde él no iría jamás. ( Se sabe incluso que en esta coronación llovía y Petrarca la presenció...). Mientras tanto, los « comandos » mallorquines o andaluces hacen allí sus incursiones fructuosas, llevándose a isleños para venderlos, pero dejando a veces a algunos prisioneros. El cerco se estrecha con naves más poderosas, pilotos más audaces. A cada vela amenazadora sobre el horizonte, el pobre pueblo insular se refugia en el fondo de sus cuevas o en los más altos lugares, con sus Vestales pastoras. Este pueblo ignora, que unas leguas al norte, mientras la lluvia de invierno helaba los tejados del París de Carlos VI alrededor de su Hostal de Saint- Paul, un hombre, con mirada lejana, olvida su oficio de Chambelán real, olvida al mismo rey, la Corte, las damas, su joven esposa, sus dominios en Nor-mandía, su tierra de Béthencourt, todo lo que no sea estas palabras que le obsesionan: « Las Islas Afortunadas, frente a la Tierra del Preste Juan » ... ¿ Quién le habló de ellas? Quizás su tío Robin de Bracquemont, casado en Sevilla y Grande en España. Para partir, Juan de Béthencourt, « barón de Saint- Martin- le- Gaillard, señor de Grainville- la- Teinturiére y otros lugares » , abandonará todo. Cederá a Robin una parte de sus tierras, hipotecará otras, venderá su casa de París, calle Beaubourrg y, reuniendo un equipo de normandos, bretones, vendeanos y gascones, dispuestos a correr la aventura, se embarcará en La Rochelle y fondeará delante de Lanzarote en junio de 1402 con cincuenta y tres compañeros. La Historia comienza para Canarias. Esta Historia, hace falta varios voMmenes para relatarla ( 1). Apenas podré yo evocarla, de paso, de isla en isla, delante del barranco, la bahía, la pista donde se atropellan los fantasmas del tiempo de la Conquista. Se debe recordar, sin embargo, que la aventura francesa, bastante breve, debuta pacíficamente: los capellanes de Béthencourt han contado cómo el buen Señor « venido para convertir a la fe el pueblo de estas extrañas comarcas » , vio avanzar hacia él, al joven rey de Lamzarote, coronado de conchas como un jefe de los Tuamotu. La isla, despoblada por un saqueo reciente, no estaba en condiciones de rechazar una invasión armada. Por mediación de dos esclavos « canarios » traídos por los franceses, el rey les dijo que les ofrecía su amistad, que se ponía, él y su pueblo,, bajo la protección del extranjero pero, tan orgulloso como pobre, declara que él no podría nunca « reconocerse vasallo, porque había nacido Señor » . Tal es el tono de toda la historia canaria. Béthencourt le abrazó « como príncipe independiente y aliado » . Se sabe lo que ocurrió después: las costumbres de aquel tiempo eran tales que, aún la alta figura del normando, « padre del pueblo » , administrador inteligente, igual que la de su segundo, Gadefer de la Salle, caballero valiente, se destacan sobre un trasfondo de sediciones y querellas co- ( 1) Ver Viera y Clavijo. Historia de las Islas Cañarías. 16 mo de heroísmo, por donde pasan las rudas figuras de sus compañeros, poco preocupados quizás de la palabra dada. Por el solo amor de la aventura, soportarán mil pruebas sin ningún beneficio. Gadifer se irá con las « manos vacías » . Béthencourt, ñnal-mento se arruinará. Pero, fueron los primeros que a-brieron el archipiélago a lo que hay que llamar civilización europea. No obteniendo nada del pobre rey de Francia, Carlos VI, Béthencourt había tenido que pedir al rey de España, Enrique III de Castilla, naves, víveres; y hombres, aceptando rendirle homenaje por sus conquistas. Cuando al cabo de cuatro años deja a su sobrino Maciot el gobierno de las islas sometidas por él, - Lanzarote, Fuerteventura, Hierro y La Gomera, - para volver a Europa, sin duda sería acogido como Rey de Canarias por la Corte de España, y por el Papa a quien él reclama un Obispo « para la salvación de las almas » : en Francia le esperaban el duelo, la guerra, la enfermedad, la muerte. Quedará de él en la Historia la estela atrevida de un francés que fue, al alba del siglo XV, de los primeros « descubridores » de tierras atlánticas; perdura el título de Grande que la historia canaria le ha dado, y el eco de este nombre que se encuentra todavía en todo el archipiélago: Béthencourt en las ciudades. Betancor en los campos, descendientes de sus sobrinos que unidos a las jóvenes guanches crearon una familia aquí, todos reclaman esa vieja sangre de Normandía; La gran Conquista española iba a proseguirse cerca de cien años en todo el archipiélago, como un romancero dramático, pleno de combates, emboscadas, sangre, amores, fe ardiente, desesperación, apaciguamiento. La Providencia tiene misterios crueles: este pueblo sencillo que no tenía en el mundo más que su tierra y su libertad, se ve obligado a abdicar sus nombres, sus leyes milenarias, su dios que brilla en las cumbres, para adorar otro Dios martirizado del que le dicen que le ama como un hermano,—^ pero al nombre del que él se ve, sin comprender, perseguido y acosado de refugio en refugio hasta que su derrota final le obliga a aceptar el Soberano de los vencedores y el bautismo de Cristo. Si él se somete, honradamente, es reclamando un estatuto de hombre libre. El historiador oficial de Canarias, Viera y Clavijo, describiendo esos tiempos trágicos y la « la lamentable extinción de la raza guanche » , confesará que el desprecio demasiado frecuente de este compromiso empujaba a estos seres simples y orgullosos a una incurable tristeza y les inclinaba hacia la muerte. El milagro está en que, instruidos y bautizados, llegaban a ser cristianos convencidos, sujetos leales y ardientes en combatir bajo el estandarte de los Reyes Católicos. Siguen siéndolo. Esta vieja raza insular, fuerte, sana, trabajadora y « de entendimiento agu-lar, fuerte, sana, trabajadora, y de « entendimiento agudo » , ha unido ciertamente sus cromosomas a los de sus colonizadores en todo el archipiélago, ya fueran españoles, portugueses o normandos. El pueblo originario, no ha conocido jamás la derrota o la invasión. Almirantes y corsarios de toda bandera fracasaron aquí. La emocionante conclusión de la Conquista, es el doble culto que los canarios de hoy guardan por sus padres enemigos, consagrando una gloria igual y fraternal a aquéllos que se mataron por el amor de las Islas Afortunadas. f Puerto de La Luz { Las Palmas de Gran Canaria) //. GRAN CANARIA 17 Tiene la forma perfecta de una concha casi redonda cuyas ranuras profundas son los barrancos que descienden de las cumbres al mar. Una concha que se inscribiría en un cuadrado de 50 kilómetros de lado, se elevaría hasta cerca de 2.000 metros en su centro y abrigaría a más de 400.000 habitantes. Concha, ella opone a los visitantes la defensa de su primer aspecto. Cuando hacen una escala rápida en Las Palmas, no ven aquí más que un puerto populoso, una ciudad en plena mutación, atestada de obras bajo unas pendientes áridas y resecas. Hacen una mueca, como el niño cuyas uñas chocan contra una cascara cerrada y la rechaza con desdén, sin buscar la belleza de la perla que allí se esconde. Pues, hay que llegar al corazón de su refugio, penetrar en la misma carne de esta isla, en lo más secreto de la montaña y de su alma, en los barrancos grandiosos de Tirajana o de Mogán, y los pinares vertiginosos de Tamadaba. No es la mayor del archipiélago, por más que sea tan rica y casi igual poblada como su hermana rival Tenerife; con sus satélites del Este, Fuerteventura, Lanzarote, y los islotes que las prolongan, ella forma la provincia de Gran Canaria, una de las más extrañas del imperio español. LAS PALMAS Curiosa ciudad, tendida a todo lo largo del istmo que une a la Gran Canaria ¿ 1 macizo tostado de la Isleta. Estirada como una chica al sol, brillante y desnuda, unida al mar que la salpica de espuma sobre ocho kilómetros de costa. Compleja, yendo desde las callejuelas del siglo XVI a los muelles donde se hablan todas las lenguas del universo, y de los palacios para turistas de lujo a las tíltimas cuevas donde moran los miserables. Erizada de huildings nuevos, pero con villas entre flores, plataneras y arenas africanas que escalan los barrios populares. Noble y polvorienta como España, pero teniendo más aficionados a las peleas de gallos y luchas canarias que a los toros, y más todavía a los campeones de fútbol. Viva, bulliciosa, moderna, con trazos de costumbres medievales. Además, puerto franco desde 1852 y primero de España por su tráfico y el valor de las exportaciones. Este Puerto de la Luz, es aquél, según dicen, donde Colón hizo reparar el timón partido de una de sus naves. Para entrar en la bahía, los barcos contornean la Isleta, islote- montaña que el istmo de Guanarteme liga a la orilla como un navio al ancla. Se la vuelve a ver desde todas las cumbres, antiguo lugar santo y necrópolis de los canarios, hoy punto estratégico rigurosamente defendido. Ella vela sobre los muelles inmensos donde pipes de petróleo alimentan dia y noche a los barcos de tránsito. En la vasta superficie líquida del puerto se cruzan las estelas, torpederos de la base naval, petroleros, cargos, chalupas, correos, yates, trasatlánticos de casco imponente. Uno llega del Cabo, el otro de Buenos Aires, el siguiente apareja para Ber- 18 gen; seis pesqueros japoneses están en el muelle. Todos los pabellones coloreados flotan en el aire tibio que riza el mar. Al costado de la Isleta sube una marea de casas cúbicas," blancas y amarillas, casi árabes; al llegar la noche, en el umbral de las bodegas que huelen a vino y aceite, altos mozos bronceados, cargadores, marineros, pescadores, echan un piropo a las jóvenes como en la Puerta del Sol: « ¡ Adiós guapa. Dios te guarde! » AI otro lado del istmo de Guanarteme, la gran playa de Las Canteras se llena de parasoles multicolores, de cuerpos tendidos. El mar forma aquí un lago tranquilo detrás del cordón de arrecifes negros que la protege de los vientos del Noroeste. Aquí se bañan todo el año. Algunos de los hoteles más lujosos abren sus terrazas sobre su paseo florido, hacia el sol poniente. La bahía, Conñtal, se redondea bajo las cabalgaduras lejanas de los acantilados, las mesetas verdes, las cimas donde las nubes se desmelenan sobre el azul luminoso del cielo, — la esencia misma del paisaje canario—. tros de largo que le sirve de espina dorsal; pero que tiene sus jardines, sus lugares de descanso. El más pintoresco es el Pueblo Canario que creó Néstor de la Torre, gran artista que en los años 30, se hizo el salvador del folklore insular, sus trajes, de su arquitectura cuyos grandes balcones de pino barnizado tienen tanta gracia y fuerza. Bajo las arcadas del Patio, en las fiestas típicas, los magos y magas vestidos de blanco cruzan sus cuadrillas, sus viejas rondas, cantando las isas maliciosas, las folias nostálgicas, al son alegre de los timples, las pequeñas guitarras canarias. Entre los cactus gigantes y las palmeras aparece el decorado « colonial » del hotel Santa Catalina. El charloteo de los papagayos del zoo vecino, responde a las risas jóvenes que saltan del jardín infantil. A lo largo de la calle donde todavía uno se cruza con unas cabras abozaladas, arrastrando las ubres y con ojos globulosos, pasan los autobuses amarillos que todo buen canario llama, con un vocablo cubano, las guaguas. Triana La ciudad mira hacia el Este y cambia diez veces de alma y de nombre entre las atalayas del Castillo de la Luz que vela sobre el Puerto, y las torres negras de la Catedral por encima de las callejas de Vegueta. Estira de Norte a Sur sus barrios nuevos, escolonados en las pendientes secas de la meseta, su playa de Alcaravaneras donde comienza la inmensa Avenida Marítima contra la cual el mar despliega sus oleajes verdes y, — paralela, interminable,— esa Calle de León y Castillo de cinco kilóme- A la entrada de Triana, centro del comercio, han rellenado el antiguo puertecillo de pescadores delante de la capilla dedicada al patrón de los marineros, San Telmo, cuyo terraplén era batido por las olas. La bruma llega a vaporizar algunos dias las adelfas rosas y las grandes araucarias que tienden sus brazos negros sobre el jardín. Al alba, cuando tañe el sonido cascado de la campana, el sol nace del mar y hace brillar la espuma a lo largo del dique que defiende la ciudad. Por la noche, el rumor sordo del oleaje se hace en la sombra un redoble poderoso que opri- 19 me el alma. Del extremo del antiguo muelle se ve la risa continua de las olas hendir la bahía obscura y deshacer a lo lejos el reflejo chispeante de las luces del Puerto de la Luz- La capilla, que cierra su puerta después de la misa matinal, la vuelve a abrir al crepúsculo. Las llamas movedizas de los cirios, hacen resaltar las rosetas del techo mudejar, el oro esculpido de los retablos, los ojos de los santos, delante de los cuales unas mujeres con mantillas están de rodillas, obscuras y susurrantes. Es la hora en que el lenguaje de Babel resuena en todos los bares de Las Palmas. La hora, quizás, en que dialogan bajo los árboles dos fantasmas de poetas canarios. Morales, que murió joven en el tiempo de Moreás, y que murmura: El mar es como un viejo camarada de infancia y Quesada le responde: En San Telmo ha sonado la oración-^ Triana, cada tarde, recibe la multitud del paseo, las jóvenes son finas, bonitas, bien peinadas y vestidas de colores vivos. Entre las últimas fachadas adornadas de lava negra de las mansiones de armadores, banqueros y negociantes del siglo pasado, la anteguerra ha dejado sus decorados barrocos y nuestro tiempo levanta aquí sus edificios de vidrio, de acero, de hormigón. Crisis de crecimiento. Si las boutiques elegantes y las zapaterías son todavía españolas; los escaparates de « plásticos » anuncian ya los drug- stores de América, y los bazares indios de todas las escalas del mundo amontonan en las vitrinas, todo lo que es made in Japan o USA., transistores, cámaras fotográficas, nylons italianos, pulís ingleses, cerca de los mas bonitos calados en manteles de fina tela. En la casa de discos, cuyo vendedor me ofrece una malagueña canaria, un moro pálido, llegado en el avión de Ifni, sueña, atento a la música; los dos tienen el mismo color, mismos ojos, mismo perfil. El árabe se llevará a su tienda del desierto el disco por donde pasa el indefinible ritmo común a Fez y a Granada. A veces, ya tarde, yo sigo por Triana hasta el viejo puente de madera, conmovedor y anticuado, cuyos puestos de flores atraviesan, en el corazón de la ciudad, el lecho seco del barranco de Guinigada ( seco, pero si viene la tormenta el torrente puede arrastrar todo). Un estrecho jardín lo rodea hasta la plazoleta sombreada donde un chorro de agua se despliega. Enfrente, bajo los proyectores, se anima el mercado nocturno a donde los campesinos traen los productos de sus tierras para la venta al por mayor. Montañas de maíz, batatas, rojizas patatas, cuyas cosechas se suceden todo el año; cestos de naranjas, mangos, aguacates, uvas, almendras, según la estación. Los mejores tomates parten en cajas hacia Londres o París. Las pinas de plátanos están envueltas en paja. Del suelo sembrado de verduras aplastadas sube el olor de hinojos y de cascaras de frutas. En diciembre, cuando las noches, a veces son frescas, los vendedores de castañas encienden, como en Europa, sus braseros de tierra de los que el viento arranca la humareda y'' unas viejas abrigadas tienden hacia el fuego sus manos nudosas. 20 Vegueta Más alto sobre este barranco que corta en dos la ciudad y desciende de la montaña próxima, el puente de piedra abre la vieja ciudad real. La catedral Santa Ana es su alma, blanca y negra, coronada de balaustradas y pináculos, nunca acabada en cinco siglos. Quedan en sus gruesos muros piedras talladas del siglo XV; su fachada sombría es de una severidad clásica, sin concesiones a lo gracioso o a lo sentimental, bajo dos torres con linternones que dominan la ciudad. De espaldas al mar, mira la plaza oblonga, rodeada de palacios antiguos, donde hay palmas, palomas, perros de bronce de los que cada uno tiene un nombre, viejos sentados y que piensan: Va el repique en paloma jubilosa Al cristal de la plaza patriciana...( l) Al atardecer, cuando se apaga el oficio de las vísperas, la penumbra llena la nave donde mueren los salmos. Una lámpara brilla ante la Virgen, unas formas con sobrepelliz o capa negra se deslizan con paso furtivo, como en un grabado antiguo, entre los pilares que sostienen las bóvedas labradas; la luz avara cae de lo alto y revela el gran retablo dorado de Santa Ana, la plata de las lámparas, del altar, de sus ornamentos. Riqueza que anuncia, ya, la de las menores iglesias del archipiélago, las profusiones de metal precioso, brillante, repujado, cincelado, cubriendo los altares y las cruces, el amontonamiento de custodias y cálices, en los cofres y armarios desde el retorno de los galeones cargados, hasta irse a pique, del oro y la plata de las Américas. Hay aquí, en el tesoro del Cabildo, joyas cuyo origen añade a su belleza singulares reminiscencias, — el inestimable portapaz cincelado por Benvenuto Cellini, la pesada lámpara pagada en Genova con el precio del azúcar y del vino, los ornamentos y el facistol rescatados de Saint- Paul de Londres « en el tiempo de Cromwell » ... En el muro de la Sala Capitular, expira uno de los célebres Cristos con que el escultor canario, Lujan Pérez, pobló las islas en el siglo XVIIL consagrando su vida a erigir ante la fe popular estos Cristos demasiado divinos, esas Dolorosas, esos Santos en lágrimas que, en los días de Semana Santa, recorren las calles sobre alfombras de flores. La austera catedral, donde los señores tenían sus bancos y los servidores su pavimento, ha resonado no obstante, de palabras explosivas los domingos en que el obispo, recientemente retirado. Monseñor Pil-dain, gran figura de apóstol, lanzaba desde lo alto de su pulpito dorado sus atronadoras Pastorales Sociales, recordando a los magnates del plátano y del tránsito, a los ricos hacendados de la isla, que, detrás de los' Cristos sangrantes venerados por los devotos, estaba la realidad de la miseria, los parados del campo o del puerto, las cuevas del barranco donde vivían los pobres. A la derecha de la nave se abre el Patio de los Naranjos. Bajo sus galerías de madera obscura, se atraviesa un espacio de sombra antes de alcanzar la calle,— y ya está aquí Vegueta—. Todo este viejo barrio que rodea el santuario es la « pequeña planicie » donde acamparon, en un atardecer de 1478, el conquistador Juan Rejón y sus hombres. Las naves españolas, al abordar la » ( 1) Luis Doreste Silva. Las Palmas. Playa de Las Canteras f ^ _^^___ J ^_ XJ X X^ X ^ m Las Palmas. Vista general del Puerto Entrada del Seminario A r Las Patinas Castillo de San Cristóbal visto desde el mirador de El Paso Las Pahuas Patio de la Catedral ¡ i r I Las Palmus Fiesta folklórica f^^^ VW^ ÍV^ j^ r. I ^ ^ ^ A ^ v ^ ^ ^ r » . Í0^^ "*• — • V .1^ -?.. ••--.\ • Í • > O-., • ; . * . Capilla ele Colón Gran Canaria La Caldera de Vandania ¡ Vlonluíia ( le las Cuatro Puertas 29 isla que rehusaba la invasión desde hacía tres cuartos de siglo, habían fondeado bajo La Isleta, y los caballeros avanzaban a lo largo del mar, creyendo llegar a la bahía de Gando, donde otros habían varado antes que ellos. La noche llegaba. Al borde del arroyo de Guiniguada, una anciana les informa: Gando estaba lejos y los canarios vigilaban. Rejón atravesó el riachuelo y examinó el lugar, un pequeño llano, una vegueta donde brotaban altas palmeras. El hizo cortar troncos con que rodeó el campamento que bautizó « Real de Las Palmas » . Así nació esta población; y porque, algunos pensaron que la anciana no podia ser más que la madre de María, Santa Ana fue la patrona de la ciudad. En una plaza pequeña en el centro de la antigua Real, la Casa Colón y la ermita de San Antonio Abad son vecinas. Todas la leyenda canaria de Cristóbal Colón está aquí, entre la capilla donde él habrá oído misa antes de hacer rumbo hacia el oeste y la mansión que habrá habitado. Se sabe bien que el enlosado de la ermita, reconstruida en el siglo XVIII, ya no es el que vio arrodillar al Almirante y que la bella morada que fue la de los Gobernadores no es quizás aquélla en que el durmió. No importa. Estos balcones de madera tallada, estas puertas cinceladas, estos patios, el temblor de la fuente, los manuscritos preciosos, los grabados y retratos, todo esto es digno de acoger el recuerdo errante del Navegante y de sus escalas en la ruta del Nuevo Mundo. Se respira aquí un aire de grandeza marítima, que conviene perfectamente a la ciudad. De aquí, Colón partió en septiembre 1492 para su gran aventura, de aquí, en su segundo viaje, se llevó las primeras plantas de caña de azúcar que fueron aclimatadas en las islas del mar Caribe que él llamó las Nuevas Canarias de las Indias. Me gustan estas calles de Vegueta, estas casas que fueron señoriales y, en sus fachadas enjalbegadas de cal, los balcones con sus celosías, la piedra sombría de las puertas blasonadas, los escudos de armas, las gárgolas en forma de cañones puntiagudos bajo el techo en terraza. Tan pronto la calle corre, derecha, hasta el mar, como se pierde en un laberinto, o se ensancha entre unos puestos desde donde salen los trinos de pájaros enjaulados. Aquí vivió, en el alba del siglo XVII, la asombrosa sociedad nacida de la Conquista, caballeros y sus esposas, monjes, cronistas, inquisidores, hombres de ley, artesanos, judíos opulentos, piratas de todos mares, como ese Juan de Alarcón « que no respetaba nada ni a nadie y se daba a la as-trología... » Mi viejo amigo, don Luis, se hace mi guía, a veces, en las calles donde se extiende una franja de sol. Sus patios no tienen la grandeza altiva de los palacios de Mallorca; entre las finas columnas de lava que sostienen las galerías, ellos son como pozos de frescor, estremecidos de heléchos llorosos, de mil plantas acostumbradas a la sombra y que el sol de mediodía atraviesa con flechas de oro. Unos escalones de piedra suben a las habitaciones; en un rincón gotea la pila, el filtro de piedra porosa bajo las hojas de culantrillo. Las muselinas almidonadas en las ventanas de los grandes salones, el brillo de maderas y cobres, hablan del cuidado de generaciones de esposas casi enclaustradas, reinando en la cocina cubierta de azulejos antiguos, en la despensa donde se alinean las vajillas, los frutos y el vino procedentes de la finca familiar. Cerca de un jardín escondido y de 30 antiguas cuadras, está el apeadero donde antaño se subía para montarse en la muía. Pero es el avión que toma para Madrid la Señora de hoy. A través de toda Vegueta, así como la plaza triangular del Espíritu Santo, el tañido de las campanas del convento alterna con el repique del carrilón de la catedral. Campanas de Las Palmas, cuyas armonías anotó Saint- Saéns. Seminario con su portada maciza cuyas tribunas enrejadas parecen siempre contener murmullos piadosos, San Martín, cuyo « torno » recibía los bebés abandonados, San José que fue parroquia de esclavos, Santo Domingo, que fue hospital de leprosos. De un pasado cruel, quedó largo tiempo en el costado pelado del barranco una zona como las de nuestras grandes ciudades; los huecos negros al sol, rojizos de noche, las cuevas, que ponen en la planicie su decorado de cajas de juguetes. En su palacio moderno, el Cabildo Insular prosigue un plan resueltamente social, construye, prevee, pero, ¡ por Dios!, que conserve a Vegueta la unidad de su encanto antiguo. Saint- Saéns en Las Palmas. Cerca de Triana, bajo los árboles de la plazuela, don Eduardo me contó hace tiempo sus recuerdos de Saint- Saéns. Aquí también, unas mansiones antiguas encuadran el follaje de la Alameda, delante del portal de San Francisco. Lugar histórico: de los jardines de este convento, cuya iglesia conserva los preciosos techos artesonados, partieron antiguamente las primeras plataneras enviadas a las Antillas, y los abuelos de esas mismas plantas habían llegado aquí desde Tonkin, donde las misiones de la orilla izquierda del Rio Rojo eran españolas desde el siglo XVL Un pequeño hotel del barrio vio llegar, un dia de 1895, un cierto M. Sinnois que decía ser comisionista de vinos. De vinos o de comisión, nada. El supuesto corredor sólo pensaba en « tocar el piano » y recorrer los senderos de la montaña. Alegre, jovial, excéntrico en la pequeña ciudad de entonces donde todos se conocían, y donde las mujeres llevaban todavía como un velo monacal la gran mantilla blanca, se hizo pronto una buena reputación de loco, asi como algunas amistades. El Maestro Valle dirigía la temporada de Opera en el Teatro, del cual M. Sinnois, abonado fiel, seguía los ensayos. Una noche, el timbalero falta. ¡ Qué drama! Sin timbal, la ópera italiana sería sosa. Valle se lamenta en voz alta, y riñe al alegre Sinnois que se ofrece para reeemplazar al ausente. ¡ Qué escándalo si se reconociera al extravagante comisionista! La semana siguiente, otra preocupación, el tenor está resfriado. Sinnois salta proponiendo cantar el papel. Nueva regañina, mientras los asistentes se burlan de las ocurrencias del loco. En París, la Opera acaba de estrenar Ascanio. El autor no asistió. Nadie sabe dónde está, ni aún su propia familia que estaba inquieta, la prensa habla del caso. L'Illustration llega a Las Palmas a casa del relojero suizo que es un amigo de Sinnois. En primera página se extiende un retrato. No hay duda, es el corredor de vinos. Por la noche, en el primer entreacto, los abonados se refrescan con el Maestro Valle en el café vecino al Teatro. Se comentan las noticias. Sinnois se calla. No conteniéndose más, el relojero pone bajo sus ojos 31 la foto reveladora. Valle diría más tarde que hubiera dado todo lo de este mundo para que le tragara la tierra y así esconder su vergüenza. Saint- Saéns confiesa. Pero, mientras que su historia corría como la pólvora y que la concurrencia jubilosa se disponía a aclamarlo, él se escabulle por una puerta, se encierra en su cuarto, haciéndose sordo a los gritos que suben de la calle, hace su maleta, y, antes del amanecer, escapa al puerto embarcándose en un barco inglés que salía para Tenerife. Reconocido allí también, vuelve a Las Palmas que a él le gustaba, poniendo como condición que le dejaran en paz. Se le volvió a ver aquí cuatro o cinco inviernos, respetado, adorado, pero bravamente independiente, liberando el lado fantástico de su naturaleza por cien excentricidades. Siguió fiel a los hoteles modestos de la Alameda, levantándose temprano para escuchar el sonido de las campanas, trabajando en la composición de Barbares, del ballet de Javotte, dedicando a una joven pianista de la ciudad su Vals Canario y haciendo a veces reír a carcajadas a sus amigos en el viejo salón del hotel con sus parodias macarrónicas del Barbero. Rechazó ostentosamente el ofrecimiento de los canónigos de tener el órgano, entonces asmático, de la catedral, pero más de una vez puso su talento al servicio de la caridad, interpretando sus obras con la orquesta y el fiel Valle. Para todos él era Don Camilo, proclamado « Hijo adoptivo de Las Palmas » . Cuando la vieja ópera incendiada, fue magníficamente reemplazada por el bonito Teatro Pérez Galdós, decorado con frescos por Néstor de la Torre, —^ parisién por adopción— el nombre de Saint- Saéns fue dado a su « foyer » . Museo de Cráneos Las Palmas tiene otro hijo francés: el gran antropólogo Verneau, que escrutó largamente aquí los orígenes del pueblo canario y guanche. Su memoria está ligada al museo, del cual fue el primer organizador. Cuando uno se deja llevar por la curiosidad apasionada del misterio canario, se detiene en este viejo edificio de Vegueta donde están expuestos, con los vestigios de su civilización, los cuerpos momificados que han sido encontrados en las cuevas funerarias bajo su séxtuplo lienzo de pieles de cabra. Piel y no pelaje. Ningún guantero podrá mostrar un guante más fino, más delicadamente cosido, que los sudarios y algunas túnicas canarias. El hilo era una fibra de tripa. La aguja, una espina. Hace falta una lupa para poder contar los puntos. A veces los labrados le dan la apariencia del terciopelo encarrujado. « Bellas gentes » , decían los cronistas, « altos, fuertes, y bien formados » . Algunos en su desecamiento, tienen el perfil alucinante del viejo Ramsés del Cairo. Aquí están sus diademas de conchas, sus taparrabos de finos juncos trenzados, sus cuchillos de obsidiana, las hachas de lava, la alfarería cuyas formas, hechas a mano, sin torno, no se encuentran en ninguna otra parte. En una vitrina, las pintaderas, pequeños sellos de barro cocido, de un arte singularmente moderno, que servían a los guerreros canarios para tatuarse el torso. En otra, unos sellos parecidos, encontrados en Méjico en la otra orilla del Atlántico. Se conocen otros similares hasta en el lejano Japón... 32 Por centenares, los cráneos se alinean en las paredes de la sala, fijando sobre la gente la mirada vacía de la muerte. « Cro- Magnon » , dice Verneau. Otros etnólogos precisan: « Iberos dolicocéfalos, emparentados con vascos y celtas de Europa, con ciertas aportaciones bereberes y — raramente— negroides » . La mayoría tienen frentes rectas, altas, abombadas, las de una raza noble, inteligente, la raza cuya generosidad y grandeza de alma fueron un hecho humano que sobrepasó el archipiélago perdido. La Montaña- de- las- cuatro- puertas. Estos reyes- pastores, estas jóvenes con collares de conchas, de los que yo interrogaba los despojos angustiosos bajo las vitrinas del museo, los he buscado en la Montaña- de- las- cuatro- puertas, a unos kilómetros al sureste de Las Palmas. Por contraste, es la gran carretera de Gando, la del aeropuerto, la de la base aérea, de las partidas fulgurantes hacia el mundo, la que conduce a la montaña santa. En la pendiente desecada por la luz de África, se divisa desde lejos su cono con la cima tabular donde se abren cuatro bocas de sombra, y que hay que escalar entre las matas de euforbios, tabayba. Cuatro huecos, anchos, bajos, tallados con el hacha de piedra en la vieja lava grumosa, se abren en la sala subterránea que no cobija ahora más que a unas cabras. Desde la plataforma arreglada delante de las « puertas » , hacia el norte, se descubre la cima lejana de La Isleta, igualmente sagrada, destacarse de la costa brumosa. Al parecer este templo rústico sirvió a los funerales de los jefes. El cortejo subía hasta su atrio orientado hacia la necrópolis y una ceremonia tenía lugar aquí delante del pueblo que . lanzaba sus invocaciones hacia Alcorac, Dios Todopoderoso. Después el cuerpo era llevado por el sendero que rodea la cima, hacia la otra ladera vertiginosa de la montaña, donde lo esperaban los embalsamadores. El sendero está aquí, estrecho, mostrando en sus revueltas una vista incomparable, el gran perfil despedazado de las cumbres nubosas de la isla. Los altos lugares donde los sacerdotes ofrecían las libaciones de leche y los frutos de la tierra al Señor, como los hijos de Adán; y al final de la pendiente pedregosa donde los hombres se esfuerzan por cosechar escasas verduras, la bahía azul de Gando que vio acercarse las velas de Egipto y las de España, antes que los aviones de hoy. Al reverso de la montaña, aparece la fachada oculta del templo, una pared rocosa, a pico, horadada como una colmena de toscas habitaciones cada una de las cuales debía tener su destinación; la piedra, a veces, está ahuecada como para recibir un líquido. Todo es de un ocre ardiente que flamea al sol. Decenas de cabritos con pelaje de gacela, brincan en el sendero; las aves de rapiña con alas desflecadas revolotean en busca de una presa. Aquí, cuando el cadáver había desaparecido de la vista del pueblo, era depositado en el suelo y lavado cuidadosamente. El carnicero, casta despreciada como en Egipto, cortaba la piel con una hoja de obsidiana, vaciaba, el cerebro, las entrañas, reduciéndolos a cenizas. El sacerdote- médico llenaba el cuerpo de un bálsamo hecho de resina, de « sangre de dragón » , azúcar de euforbios, miel, hierbas machacadas, manteca de cabra largamente conservada en jarros hundidos en la tierra, y que formaba la base de la farmacopea canaria. W" ^^^ TBT ÍM> • ' ^ ' ' JbJ^ l rm. __ j ._ Jaiílín tlí'l hotel de Sania CalaliiHi. IMS Palmas 33 Tres fosas en forma de féretros cuyos pies convergen, entallan la roca. Aquí acostaban los cuerpos embadurnados de bálsamo. Durante quince días, el sol y la luna fundían sus aromas, impregnando el cadáver. Desecado como un haz de hierbas, era envuelto en seis o siete lienzos de piel de cabra, finos como tela. So-lamente entonces, el muerto era llevado hacia la necrópolis, o izado hasta una gruta en lo más alto del barranco. En la pared escarpada, una serie de alveolos redondeados, ennegrecidos por el fuego de los pastores, sirve de establo a las cabras. Aquí, se cree, vivían las Harimaguadas, vestales guanches, vírgenes sagradas, hijas de jefes, confiadas a una mujer mayor, institutriz y guardiana. Innegablemente ellas son el origen de la leyenda de las Hespérides. Se sabe que unas leyes terribles velaban sobre su castidad y que no salían de su retiro más que para descender a bañarse en el mar. Si un hombre tenía la desgracia de acercárceles o dirigirles la palabra, era condenado a muerte y lapidado. La torre que, desde 1466, habían edificado los españoles en Gando, fue varias veces demolida por los canarios para castigar a los soldados por haber perseguido a las Harimaguadas. Eran ellas las que curtían la piel de los cabritos para hacer los sudarios, las que componían los bálsamos fúnebres y lavaban a los recién nacidos con un agua lustral; eran las que, en los días de peligro público, de sequía o epidemia, iban, los cabellos sueltos, llevando palmas, levantando los brazos al cielo con suplicaciones frenéticas y danzas convulsivas, fustigar el mar e implorar el poder de Dios. La cima de la montaña donde la piedra forma unos toscos asientos, parece haber sido un Tagoror, lugar de consejo para los ancianos, puesto de vigilancia quizás, desde donde se descubre toda la extensión de la costa hacia las soledades del sur, las llanuras pedregosas que han arrojado hacia el mar los torrentes descendidos de las Cumbres por el gran corte del barranco de Tirajana. Aquí uno se siente muy lejos de nuestro tiempo, hasta el instante en que la sombra de un ala rugiente vira por encima de las cuevas, desciende hacia los cipreses de Gando, y se inmoviliza sobre la pista. • 34 EN EL CORAZÓN DE LA ISLA En el corazón de la isla, primero está el Monte, — el Monte y Tejada. Es lo que las gentes de Las Palmas enseñan a sus huéspedes antes que nada. Es verdad que la sorpresa es agradable al salir de las tierras áridas que cercan la capital. El Monte Lentiscal. En menos de un cuarto de hora se sube a los verjeles de Tafira. Los eucaliptos que bordean la carretera por encima del barranco de Guiniguada se hacen cada vez más altos, más poderosos bajo el enrollado de sus cortezas; sus ramas flotando al viento exhalan el aroma violent'o, salubre, que es el perfume mismo de las mañanas de Canarias. Una densa cinta de plataneras verdea en el fondo de un barranco, bajo las ualmas. Se sube, y las cisternas brillan al sol, y las hermosas fincas engalanadas con bougainvilleas rojas. Los bungalows más modestos se multiplican en las largas lomas de terreno que suben hacia Santa Brígida. Raros son los ciudadanos que no tienen aquí su residencia veraniega, una viña, un jardín; raros los extranjeros que resisten a su atractivo. Viejas parejas suecas o británicas eternizan sus bridges en los sillones de cretona del Gran Hotel, donde todo es « cosy » y respetablemente conforme a los gustos anglo— sajones. En su terraza, se da la espalda al mar, que no es más que un recorte azul entre dos colinas. Más allá de los cipreses, pinos y palmeras, el macizo de las cumbres lejanas raya al cielo; sobre la más alta, en el punto culminante de la isla, se discernen los mamelones gemelos que el pueblo llama Los Pechos. Toda esta región plantada con bellos árboles, viñedos y parques que dejan desbordar sus franjas de flores, es de una gracia infinita, susurrante del rumor líquido que corre en las canalizaciones. Cuando el agua salta al aire libre, las muchachas vienen aquí a lavar, risueñas y charlatanas bajo sus grandes sombreros de paja. Entre las altas paredes de lava del barranco de Angostura, la pequeña carretera de San Lorenzo, llena de geranios en flor, va siguiendo el delicioso Jardín Canario; aquí están reunidas, aclimatadas, to-das las especies vegetales del archipiélago, árboles, flores, euforbios, cactus que se agarran a las escarpas; los pájaros de la isla también están aquí, canarios cantores, pequeños capirotes melodiosos, a lo largo del arroyo que refleja las piedras. En la meseta, una larga avenida de palmeras simula un decorado de oasis. Por encima del pueblo donde cada casita está locamente adornada de plantas verdes, el pequeño cementerio con sus cipreses negros es un lugar luminoso y melancólico desde donde es agradable contemplar la montaña. En el siglo XVIIL las últimas erupciones no habían dejado aquí más que un mal país recubierto de ceniza y a la merced de los lentiscos. Ceniza preciosa, ceniza nutritiva. Las cepas han brotado en hileras y sus follajes, en noviembre, salpican de oro rojo la arena negra; el Vino del Monte les debe su fuego ligero, las viñas moscateles dan aquí un licor ardiente. En frente de los viñedos de Tafira, el cono quemado del volcán de Bandama da testimonio de los cataclismos; del mirador que corona su cima, se descubren a la vez su cráter perfecto al fondo del cual una pequeña granja está asentada, solitaria, 35 fuera del tiempo, y los céspedes recortados del Golf entre las viñas. Más allá, sobre la cresta de La Atalaya, los alfareros amasan todavía el barro para modelar a la mano, sin torno, los cántaros parecidos a los de sus antepasados. Una mañana, en el camino que sube a Santa Brígida, me crucé con el vendedor de ¡ Pescado vivo! soplando en una concha marina, como un tritón. La lechera le seguía, llevando sobre su sombrero de paja un andamiaje de cacharros. ( Si sólo tuviera que llevar un plátano o una caja de fósforos, una canaria lo pondría sobre su cabeza). Una ñla de cabras trotaba en busca de un pasto escarpado. En el barranco donde el sol exaltaba el perfume de las naranjas, unos chicos regaban por medio de las atarjeas pacientemente los plátanos y las tomateras, otro recogía guayabos maduros y, porque yo había perdido mi camino, él me dio por guía a Candelaria, — de seis años, con los ojos azules y los cabellos rubios de sus abuelas canarias; ella me condujo por lo más hondo del barranco, encontrando allí la vibración de un bosque de álamos en el frescor de un valle de Europa; pero, en la otra vertiente, la ceniza negra rodaba bajo nuestros pies entre las cepas y las raquetas espinosas de los nopales. Así es el Monte... Tejeda Desde que se sube en grandes curvas al costado de la montaña por San Marco y Las Lagunetas, el decorado cambia todavía más. Unos cultivos en terrazas se escalonan bajo el ramaje de las higueras, entre los blancos pueblecitos con tejados rojizos. Al final del invierno, la hermosa tierra morena por donde brincan los corderos y los cabritos, se cubre de un terciopelo de verdor, cebada o trigo, mientras estalla la floración de los almendros. Más alto aún, los bosques de castaños hacen creer en una Suiza donde las lanzas azules de las piteras serían un error geográfico. En los taludes ocres, unas cuevas sirven de silos, de establos y refugio a los pastores. A menudo, por encima de la cuenca húmeda de Las Lagunetas, las enormes nubes invaden la garganta del desfiladero. Ellas forman parte del paisaje. Cuando se separan, se divisa, encaramado en la arista a cerca de 1.500 metros de altitud, una especie de castillo, el Parador Nacional de la Cruz de Tejeda. Yo he conocido la garganta que se abre entre las más altas cimas de la isla, cuando sólo la Cruz señalaba el paso de los muleros, delante de la modesta tienda donde se compartía con ellos el queso y el pan. Apenas se distinguían, entre las nubes removidas por el viento, unas siluetas arcaicas de pastores descendiendo de las cumbres, envueltos en su manta blanca. En menos de una hora, los autocares y coches traen ahora hasta aquí su cargamento de turistas. Los más hastiados no escapan a la fascinación de este lugar apocalíptico. Al pie del desfiladero, un enorme valle se ahonda. Lo que fue sin duda un cráter se abre en barrancos sal- 36 vajes, entre murallas ruinosas y teñidas de ocre, cuyos huecos de sombra tienen a veces todos los azules imaginables. Unos monolitos de basalto, el Roque Nublo y el de Bentayga, clavan aquí sus altas formas, bravias, el barranco se va profundizando hacia el oeste, hasta el mar lejano y centelleante, que lleva en su lecho de bruma el triángulo de Tenerife. Es de una belleza tan extraña que recuerda los decorados dramáticos inventados por un Jerónimo Bosch, y sin embargo hay aquí la indecible serenidad de la montaña y la mar unidas. El Parador es una especie de claustro aéreo a donde se viene para escapar a los ruidos de la ciudad, a la humedad del puerto. Hay veces que en invierno la nieve confiere a las pendientes vecinas un sabor de viaje al Norte. En la terraza, parecen las « Cumbres Borrascosas » en el galope de las nubes; pero de noche, cuando las estrellas nacen sobre la espaldilla del Roque Nublo, éstas tienen su destello sahariano, más grande y más puro que en Europa. Del desfiladero, una carretera nueva se eleva hacia la cumbre del Pozo de las Nieves... Cada viraje revela una visión más amplia del corazón de la isla, de sus abismos, de sus roques gigantes, el Nublo que es el más alto monolito conocido( l) — o el Fraile cuya silueta petrificada en un hábito de lava parece vigilar todos los caminos de la montaña. Una plantación de pequeños pinos cubre la meseta, la primavera pone aquí su floración de retamas, de gamones y pequeñas alelías malvas. En la cima, el Observatorio militar, marca el punto culminante déla Grflw Canaria, alt. 1950. Bajo el Parador, la carretera se hunde en revueltas vertiginosas hacia la aldea de Tejeda, apretada contra el espolón que domina un torreón de basalto; después gira en el círculo dantesco que rodea el monolito del Nublo. Aún en este caos pétreo la paciencia campesina, en todas partes donde puede, se agarra a su tierra descolorida. Bajo el amparo abrumador de la montaña volcánica, unas casuchas aisladas están pegadas en bloques dispersos, y se ve en los ínfimos cercados cavar al hombre y moverse las cabras. Todo parece sin medida, primitivo, casi religioso. Entre las paredes donde se abren las bocas obscuras de las cuevas, se adivinan a lo lejos las grandes mesetas del sur de la isla, las masas negras de los pinares de Pajonal y el brillo del lago de Chira, la más grande y más alta de las presas que retienen el agua de los barrancos. ( 1) 65 m. de alto. r Paisaje de las cumbres ti Teide visto desde el Parador de Tejeda '^ El Parador de Tejeda ! m ± — ^ ^ i - < rl Los pinos ele Gtildaí Tanuidah^ t Asocíete vislu desde ¡ umadahü Valk' ( le Mogón 45 Tirajana Cuando se sube al fin el umbral rocoso que da paso a la carretera hacía la vertiente oriental, otro cráter hundido, el inmenso barranco de Tirajana aparece como un reino de otro mundo, un jardín de Edén donde los finales de invierno estallan en ramilletes de almendros en ñor en el caos de los bloques caídos de las cimas, y donde en verano, los higos, los al-baricoques, pesan en las ramas, alrededor de las pequeñas aldeas que muchos viejos no han abandonado jamás. Un acantilado abrupto, gigantesco, parecido a los asientos de un templo y llevando en su cresta el símbolo de Los Pechos, envuelve el anfiteatro donde las palmas brotan en medio de los verjeles. Al final del dia, cuando el azul intenso del cielo vibra por mil ñechas solares, y unos trozos de ultramar cortan cada pináculo de oro rosa, esto es inefablemente bello. Un lienzo de sombra cubre ya los viejos tejados de San Bartolomé y sus humaredas que tiemblan entre los pinos y las palmeras; al otro lado del circo la luz da todavía en las casitas de Santa Lucía esparcidas entre los árboles fi- utales. Lejos, en la huida del barranco, el mar inscribe un triángulo azul, casi malva. Puede ocurrir que los elementos se desencadenen y una lluvia torrencial devaste las pendientes. Yo he visto ya aquí el gran autobús amarillo del correo buscar penosamente su paso en la carretera cubierta de charcos fangosos y avalanchas de piedras. Después las nubes se alejan, y el dios- sol bendice de nuevo los cultivos donde los cerezos vuelven a florecer. El aspecto del barranco es distinto cuando se sube por la parte oriental, por encima de los deltas pedregosos que las aguas arrancaron antaño de las pendientes. De mañana, el sol entra con fuerza, inundando de claridad el profundo cañón basáltico al fondo del cual brilla el verde vivo de los cultivos. Pero es el crepúsculo el que le confiere una grandeza casi bíblica, y que hace que este paraíso escondido se recuerde desde el corazón de las ciudades. La carretera que sube desde el mar, por Agüimes o Sardina, alcanza la garganta cerca del extraño macizo de la Era del Cardón. Cuando se llega aquí tarde, la sombra se eleva ya de las profundidades azuladas en el caos de rocas que sobresalen del abismo, hacia unas columnas de basalto. Se sorprende a los lagartos huyendo entre las piedras todavía tibias y el vuelo de los cuervos y gavilanes hacia las crestas todavía ribeteadas de luz. Y he aquí que, en medio del barranco, surge una especie de triple cindadela de roca viva, sombría, ciega, cerrando él paso de un verjel prohibido, el Castillo, la Fortaleza, Tagayda. Más alto, muy lejos detrás, la muralla de la montaña- templo se baña en la última claridad del día. Y se tiene la tentación de decir al chófer: « Pare. Vuelva a la ciudad. Déjeme aquí, que quiero subir andando este camino, lentamente, recostarme en un tronco de palmera para ver nacer una a una en lo más alto del circo ensombrecido, las débiles luce-citas de los hombres y por encima de ellas, las estrellas; respirar en este vasto silencio el perfume obscuro de los jardines, y afrontar como Jacob al ángel nocturno del valle » . El crepúsculo descendía sobre la Fortaleza, la tarde en que don Vicente nos condujo hacia la gruta de Ansite. El sendero milenario subía hasta el arco profundo y largo, que perfora la cindadela de lava en- tre dos barrancos. Ella fué, hace quinientos años, el refugio de los canarios sitiados y perseguidos por los españoles. Aquí, en 1482, vencidos por el destino después de más de medio siglo de resistencia desesperada, tuvieron que aceptar la integración a la Corona de Castilla. Eso que fue la victoria de urtos, la derrota de otros, se conmemora bajo el arco de An-site, en una conmovedora fraternidad, por aquéllos que son sus descendientes. Y yo escuchaba con emoción a Vicente evocar, como si se hubiera tratado de su propio abuelo, al Príncipe prisionero y su niña, « Guayarmina la del bello rostro » , cuyo nombre ha dado a una de sus hijas. Para compartir con otros la pasión que siente por su tierra, él ha hecho de su casa de Santa Lucía, un museo ingenuo y, de su antigua cuadra, un bar rústico rodeado de viejos arados de madera; el huerto está lleno del canto de pájaros y animales mansos; entre los patos, los conejos, los perros y el asno, Vicente sueña con edificar aquí un hotel... Haga el Todopoderoso Señor de Tirajana, que la grandeza y la paz del lugar no sean profanados... El Barranco de la Virgen Cada uno de los grandes valles hundidos que surcan el corazón de la isla, fue uno de esos reinos cerrados, compartimentados, tales como conoció la Antigua Grecia — pero aquí no se encuentran acrópolis ni castillos. Sólo las Iglesias, blancas o rosas, reinan sobre los pueblos y los campos. Dios sólo es aquí el amo. Dios y la Virgen. Entre Tejeda y la costa norte, la red de cañadas y barranquillos que se cruzan de una y otra parte del Barranco de la Virgen tienen la gracia casi alpestre que es el encanto del Monte. El verano les da la tierra desnuda y seca, pero el invierno y la primavera los tapiza de fino césped, de trigos tiernos cuyas pendientes oblicuas dominan el río verde de las plataneras que ocupan el fondo de las vaguadas. Entonces, los finos chorrillos de agua escapados a la captación intensiva corren por los acantilados, entre las peñas desmoronadas. Por todas partes también los manantiales minerales cuya fuerza radioactiva está apenas valorada, brotan de las lavas, fuentes santas donde el pueblo continua yendo, cerca de Azuaje, de Teror, de Firgas, cuya agua chispeante y firesca es el « Perrier » canario. La melena danzante de los eucaliptos acompaña estas carreteras sinuosas, que saltan un barranco, se encaraman por encima de los estanques cuyo espejo refleja el cielo, vagan por delante de uno de los últimos molinos de gofio cuyo aroma frumentáceo flota en el suelo empolvado de harina. Se cruza uno con el camión matinal cargado de cántaros de leche y los campesinos sobre su asno o su muía. Grandes pueblos claros están colocados como en un decorado de Belén en las lomas que separan los valles; tienen amplias iglesias de cúpulas rojas o blancas; algunas, desde hace cuatro o cinco siglos, acumulan sorprendentes riquezas. Así es la de Teror. Desde los tiempos de la Conquista, en 1481 la Virgen apareció en un pino. Enfrente del árbol, en honor de Nuestra Señora del Pino, fue construida la iglesia. Una fina torrecilla del siglo XV en piedra amarilla ha escapado a las clásicas « reconstrucciones » , y un bestiario de gárgolas hace muecas bajo el techo. Al fondo de la nave, en- 47 tre los dorados altares, la Virgen se yergue sobre su trono de plata, bajo su manto de oro, centelleante de alhajas. Ella es la Reina, la Patrona, el ídolo bienamado de los canarios que la han colmado de joyas, pedrería, vestiduras bordadas, coronas, orfebrería religiosa y ornamentos sin precio que llenan las vitrinas del Tesoro. Dicen que hasta tiene su cuenta bancaria. Por su fiesta, en septiembre, una muchedumbre alegre se desborda en la plaza, bajo los árboles, esparciéndose entre las viejas casas blasonadas con balcones de madera obscura, que bordean la calle. Cerca de Moya, el barranco de las Tilos se abre a un lado de la carretera. Un torrente de agua saltarina corre entre gruesas raíces de las cuales todavía brotan algunos retoños. Del gran bosque que existió aquí en el siglo XVI, quedan estos hermosos árboles de follaje obscuro, el césped sembrado de peñascos, la soledad y el silencio d- íl lugar. Más alto aún, en un jardín abandonado, está la Finca Corvo rodeada de castaños y eucaliptos gigantes sobre una terraza que domina uno de los más vastos panoramas de la isla, el correr de las colinas hacia el mar donde se encorva, a lo lejos, el istmo blanco de la Isleta. Tamadaba Todo esto, no obstante, queda dentro de la medida humana y unido a su vida rústica; Tamadaba al occidente de las Cumbres es otra cosa, una réplica sorprendente a la grandeza de Tirajana. Se va por la carretera alta que sube por encima de Teror, a través de las tierras rojas, por Valleseco cuya iglesia , de cúpulas y los cipreses parecen salir de una miniatura persa. Las matas de retamas blancas se agarran a las paredes del barranco de la Virgen, donde unas ovejas se esparcen entre los castaños. En un recodo una corriente de lava ampulosa recuerda el origen de este suelo, pero entre los conos cenicientos que parecen haber nacido ayer, un plantel regular aparece en el infinito; la extensión desolada, antaño cubierta de bosques, ha sido repoblada por millones de pequeños pinos canarios. Sus antepasados están aquí, un último grupo aislado de árboles poderosos, perfilados como los pinos de las estampas japonesas en la pendiente inmensa que desciende hacia la orilla pálida de Galdar. La carretera no se desvía más que para atravesar el más alto pueblo troglodita de la isla, Artenara, donde las casas muestran sus fachadas talladas en plena roca como los templos de Petra. Un túnel de lava se acaba en un arco abierto, a pico sobre el formidable paisaje del barranco de Tejeda y el Roque Nublo inmutable. Unas franjas de follaje y flores penden de las paredes rocosas de la gruta, — que un arte ingenioso ha transformado en restaurante—. Yo he probado aquí, sin poder quitar los ojos del paisaje, un conejo en adobo regado con un ligero vino del monte, cuyo recuerdo queda ligado al de esta terraza aérea, resonante del piar de los pájaros. Una última escapada sobre las fantasmagorías de Tejeda y el Nublo alzado, negro bajo el sol, después comienza el pinar, denso, verde, cuya sombra es azulada sobre las peñas rosas y negras que descienden las pendientes. El pino de Canarias es uno de los más bellos del mundo, tan alto y tan derecho como el laricio de Córcega, con un tronco vigoroso de corteza púrpura, de agujas triples y ramas brillantes y largas. 48 El pinar de Tamadaba, como los de Pajonal, atestigua lo que fue el bosque milenario que abastecía a los canarios de las únicas armas que conocieron, la maza, la jabalina, el venablo, cuya madera, la tea, pasada por el fuego que endurecía su resina, se volvía transparente, imputrescible y dura como un hierro de lanza. Alrededor de la Casa Forestal y de su fuente helada, no se ve primero más que la solemne arboleda sombreando la planicie que parece infinita; los árboles brillantes de sol se alzan en un horizonte lineal en donde el mar parece lejano; se avanza indolentemente entre los troncos menos tupidos, y los grandes bloques esparcidos entre las hierbas. Y cuando se iba a saltar la tíltima losa rocosa, brutalmente, se retrocede sobrecogido hasta las entrañas por un vértigo, una especie de terror animal: no hay nada más allá, que el vacío. A 1.400 metros sobre el nivel del mar, la meseta está cortada a pico, despedazada en resaltos inaccesibles. Abajo de su muralla, en una bruma luminosa, aparece toda la costa del noroeste, — los iUtimos derrumbamientos del macizo hacia el cerco espumoso del Puerto de las Nieves, el barranco verde de Agaete, y la extensión de tierras cenicientas que van a morir hacia el cono rosa de la Montaña de Gáldar. Ningtin paisaje canario estremece de tal manera, ni ejerce una fascinación más extraña. Todas las imaginaciones alocadas de un pintor romántico quedan sobrepasadas cuando el juego de nubes y del viento desgarra los cúmulos inglados con las agujas de las rocas, lanzando los reflejos violetas o negros sobre las tierras bajas, o revela de pronto, en el horizonte, el perfil obsesionante del Teide de Tenerife. LA RUTA DE LOS PLÁTANOS 49 De hecho, no hay rincón aquí donde no se hayan podido plantar plátanos. A fuerza de cuidados, trabajo, agua y dinero, el menor terraplén irrigado, la menor franja de tierra a lo largo de las olas, pueden tener sus grandes hojas verdes que el sol atraviesa con transparencias doradas, que el viento desfleca y que ennoblecen la mayor de las flores de pétalos violáceos y el racimo más pesado del mundo. ¡ Pero a qué precio! Hay que pensar en el suelo cavado hasta un metro de profundidad o más, y el lecho así descubirto sembrado de guijarros, rellenado con tierra tamizada, donde se planta el tronco que será el primero de una dinastía, de la cual hablan los que la cuidan como de una raza humana: el abuelo, el padre, el hijo... Pensar en el agua vital qué hay que ir a captar en lo más profundo de la montaña y retener en las presas que atraviesan casi todos los barrancos, o en cisternas cuyas placas de jade brillan en todos los valles. El primer estupor del canario que visita Europa, son los arroyos, los ríos que corren libremente hacia el mar. Aquí el agua es la vida. ^, Se dejaría perder la vida? Ella se paga cara, según minuciosos contratos que regulan las bendiciones diarias, ñjando el precio de coste, el valor del litro- segundo. Si un ciclón pasa furiosamente por las tierras, tumbando los troncos con sus flores maltrechas, asolando las tierras y las atarjeas, todo está perdido. Hará falta varios meses para reconstruir la Trinidad platanera, y que dé su pifia anual. Por el contrario, recogida ésta, todo se utiliza; las hojas frescas alimentarán al ganado o le servirán de lecho. mientras que las fibras del tronco leñoso se usarán para sostener las plantas de tomates. (^ Plantaciones? Las hay todavía entre las casas de Las Palmas, y en los oasis del Sur; pero las tierras del Norte, húmedas, vaporizadas por los brumazones a-tlánticos, son su reino de elección. La carretera de A-rucas y Gáldar, con sus múltiples ramificaciones es verdaderamente la ruta de los plátanos. Se ve en los cobertizos donde se embalan con paja las pinas, en el paso de los camiones llevando los racimos al Puerto. Aún entre las pendientes rugosas de Tama-raceite y Tenoya, el lecho de los barrancos abriga un raudal verde, espeso, de donde resaltan los penachos de las palmeras. Arucas. Arucas es la capital del plátano, como lo fue antes de la caña de azúcar y la cochinilla. Cuando se la contempla desde lo alto de un pequeño cono volcánico, la montaña de Cardones, por donde sube una carretera en caracol, se. ve el tapiz verde de las plantaciones extenderse sobre una fértil llanura, rodeando las fincas de los ricos propietarios o de Sociedades de producción,, las casitas de los campesinos, los estanques brillando al sol. En esta marea de verdura resalta la blancura de la villa, que no se parece a ninguna otra, a causa de su iglesia negra, alta, cincelada como un relicario gótico, con sus tres agujas caladas, pronto cuatro, dignas de una catedral, y cuya lava obscura se ha dejado trabajar como un encaje. Se sabe bien que no es una obra antigua, que nació de la prosperidad del 50 negocio y tue pagada por el azúcar y los frutos. Tal como es, su silueta singular da a Arucas una nobleza que atrae desde lejos y seduce. Ella atestigua, como los jardines y los parques de rejas señoriales, ( hay todavía Marqueses de Arucas...) una riqueza, una aristocracia de terratenientes que no abdica a pesar de las dificultades crecientes; ya que la demanda de obreros en las construcciones de Las Palmas disminuye la mano de obra agrícola, y faltan hombres para regular el juego delicado del regadío sobre el que reposa el valor de esta tierra. Sin embargo, hay que resistir. En la hermosa - finca del Toro, el dueño del lugar me ha enseñado el « nudo » de las tuberías que conducen el agua corriente, de parcela en parcela, hasta el final de las plantaciones y también cerca de la viej^ mansión escondida entre las flores y los árboles, el establo donde enormes vacas y un toro gigante con cuernos en forma de lira, rumian las tiernas hojas de plataneras. Dejemos la red de caminos que cubren el norte de la isla para remontar hacia el interior, hasta las tierras altas donde se asombra uno de ver los rebaños pacer a la sombra de un tronco de palmera en medio de los cactus. La ruta- de- los- plátanos vuelve a descender de Arucas al mar; las plantas se pegan a la orilla misma de las olas que las rocían de espuma, entre una playa de guijarros y el reborde vertical de la meseta. ¿ Será por eso que pasan por dar los mejores frutos del archipiélago? Unos pueblecitos desgranan aquí sus casas. Cuando se atraviesa Bañaderos al caer la tarde a la hora del paseo, todo el mundo está fuera, invierno como verano, y los grupos de muchachas risueñas, cogidas del brazo, ocupan la calzada: Más lejos el espolón rocoso de Parador afronta el oleaje como un navio llevando el cargamento de una aldea de pescadores; acrópolis bárbara, dorada de sol, aureolada de brumazón y hacia la cual, cada vez que paso, todavía me vuelvo. Pronto la carretera florida de geranios se aparta de la costa platanera, sube, traza un lazo agudo en una brecha de la meseta y penetra en la roca. Justo por encima, el acantilado deja ver el arco de una gruta que cobija, como la de Cuatro Puertas, múltiples alveolos, el Cenobio de Valeron. Un sendero lo escala y os deja perplejos delante de esta colmena para seres humanos; algunos huecos son tan bajos que no se puede estar en ellos más que agachado, otros tan obscuros que sólo se podría entrar para dormir. Los especialistas en etnología guanche han ejercitado aquí su sagacidad. ¡ Qué será lo que no han supuesto! ¿ Sepulcros, celdas de cenobitas, refugios de Vírgenes sagradas? Puede que tengan razón los que piensan con buen sentido en una especie de silo colectivo donde una tribu almacenaba sus reservas bajo la vigilancia de alguien que se hacía responsable. Y del cual, el pirata que dejó su nombre al Roque del Moro, trataba quizás de apoderarse. La Cuesta de Silva. Lo que se sabe, en cambio, es por qué el acantilado salvaje que la carretera remonta a la vista del mar se llama La Cuesta de Silva y pertenece a la Historia,- una historia tan bella como una leyenda. Parad, dejad vuestra mirada errar por las profundidades del barranco y por la franja de espuma de la orilla, escuchad. Hace cinco siglos, tres carabelas habían eos- 51 teado durante la noche esta costa norte de la isla y fondeado bajo las alturas de Gáldar. Sin ruido, doscientos soldados armados desembarcaron con su jefe. Este era un caballero portugués, joven, valiente, que se llamaba Diego de Silva. En este tiempo ( 1467), Portugal disputaba a España sus derechos sobre las Islas. El Papa hubo de intervenir. Pero Silva había resuelto la querella por su cuenta esposando en Lanzarote a la hija del español Herrera, poseedor de los antiguos reinos de Béthencourt. Los dos gentilhombres habían intentado juntos, con una pequeña armada, establecer una nueva « cabeza de puente » en Gando, donde los canarios continuaban oponiéndose a toda invasión. Habiendo sido cercado Herrera por los insulares, Silva intentó una división por el norte. Más desde el amanecer, sus naves habían sido descubiertas, y los montañeses habían visto la pequeña tropa prosiguiendo su penosa escalada. Una llamada corrió rápidamente de roca en roca. El joven rey del valle de Gáldar, Tenesor Semidán, reúne seiscientos de sus mejores hombres y se lanza sobre el rastro de Silva. ¡ Que se incendien los árboles de la orilla para cortar a los invasores toda retirada hacia los navios! Silva, viéndose cercado, consigue alcanzar con los suyos una pequeña planicie a la vista de Gáldar: atacados con furia se refugian en uno de esos Tagoros cuyo recinto de piedras toscas servían de lugar de consejo y tribunal de justicia. Durante dos días, resisten, agotados de hambre, de sed, de fatiga; después, viendo toda lucha imposible, « para escapar a la muerte o la esclavitud » , Silva se decide a enviar a dos de sus tenientes que conocían el lenguaje canario para solicitar una capitulación « tolerable » al que parecía ser el jefe de los asaltantes. Unos alaridos les responden, y están a punto de ser muertos cuando Tenosor, vestido de pieles de animales como un Tarzán de Hollywood, tan joven, guapo y valiente como Silva, avanza, hacia el recinto. Se dice que había aprendido el español con unos misioneros prisioneros en la corte de su padre, el Guanarteme ( 1) de Gáldar; se dice también que una joven princesa había intercedido por los cristianos. Cuando Silva le pide que les deje volver a embarcarse libremente, es en castellano que Tenesor le contesta; « ¡ Europeo! Tú y los tuyos habéis venido voluntariamente a encerraros en este lugar de malhechores. Ninguno de vosotros evitará el castigo... » . Y le muestra la multitud que grita venganza alrededor de él. Pero su mirada está fija en las facciones descompuestas de Silva, •— su enemigo, su igual. Y de pronto le hace esta proposición inaudita, inimaginable: « Si fueseis canarios, yo tendría confianza en vos, y os propondría una estratagema para salvaros del peligro... » ¡ Que Silva ponga la mano sobre él, le sujete, y finja estar dispuesto a quitarle la vida si sus vasallos no dejan a los españoles retirarse! Los cronistas relatan que a estas palabras de su vencedor, Silva estupefacto, con lágrimas en los ojos, cae a sus pies, le besa las manos, y jura por su honor que él no podría hacer tal cosa. Ya los canarios están dispuestos a lanzarse al asalto del recinto, « obscureciendo el aire » con sus lanzas, mazas y piedras. El joven guanarteme les hace frente y con voz firme intenta calmar el tumulto: « ... Los cristianos no han querido ofenderle; si se les deja libres, volverán a su país » . Y como algunos pro- ( 1) Rey. 52 testan, a su vez él amenaza: el que tire todavía piedra o lanza, perderá la vida. Que se deje salir a los extranjeros y que se les trate como se trata a los amigos. Durante dos días. Silva y sus soldados fueron acogidos en la corte rústica de Gáldar, confortados, alimentados con carne, frutas, gofio. Un golpe de viento siibito había obligado a las naves a cambiar su for-deadero por otro, al que había de llegar por unos senderos escabrosos. La fila de españoles, escoltada por los hombres de Gáldar, se estiró por la montaña detrás de Silva y Tenesor. Nos gustaría saber lo que se dijeron entonces, y qué preguntas haría Silva al joven príncipe. Así llegaron a esta cuesta pendiente, este abrupto acantilado que domina el . barranco donde el caminar se hizo tan terrible, tan vertiginoso, que Silva cambió de color. Sus hombres tropezaban, agarrados a las paredes donde los canarios saltaban como sus cabras. Un pensamiento le oprimía: ¿ no les habrían liberado para precipitarlos en el abismo? Tenesor vio su turbación, su mirada; sonrió, con ironía quizás, y le rogó que se cogiera de su brazo. La orden corrió de un lado al otro de la columna, cada europeo descendió la Cuesta agarrado a las capas de pieles ondeantes que cubrían solas la espalda desnuda de los guanches. Cuando hubieron de nuevo encontrado las naves que se habían guarecido del lado de Bañaderos, Silva y sus compañeros entregaron sus espadas a Tenesor y a sus guayresd) « no queriendo combatir en lo sucesivo a tan generosos adversarios » . La His- . ( 1) Señores. toria precisa que el Príncipe recibió « una espada sobredorada y una caperuza escarlata » y sus tenientes « unos trajes que ellos apreciaron excesivamente » .. Su recuerdo deja en este barranco bravio el eco de voces caballerescas que todavía nos conmueven. Gáldar. Desde el remate de la Cuesta, se apercibe la Montaña de Gáldar. Por irrisión algo celosa las gentes de aquí la llaman « el Teide de bolsillo » . En reducción, es la misma pirámide perfecta, perfilada entre cielo y mar, formada por un montón de cenizas descoloridas y fango seco, donde el capricho de las nubes pasea unas sombras piirpuras o malvas. No hay ni un árbol sobre sus laderas desnudas de donde se extraen los bloques de piedra pómez con que se hacen las pilas, los viejos filtros de agua de los patios canarios. A sus pies, los pequeños cubosjblancos o azules de un barrio popular abre sus ojos de sombra entre unas cuevas habitadas. Por contraste, los extensos terrenos en declive que conducen a la Montaña, están cubiertos, de cultivos intensos. Tierras de trigo, cebada, caña de azúcar, a los que se añaden también los nuevos lechos de plataneras. Dos pequeñas ciudades están asentadas aquí, Guía y Gáldar, blancas, sonrientes, felices. A la entrada de Guía el gran colegio moderno de los Sale-sianos es una escuela profesional de agricultores; la tierra hace vivir, aquí. En Gáldar, una avenida de grandes laureles lleva a la iglesia. En la barra rocosa donde está construida, su cúpula roja y sus muros blancos le dan un aire de palacio bárbaro. •^^ rmrTT ^ : t* ír ^ - • 5 ^ í^- í __\ y_^_ p^ ^ ^ ^ ^ • * ^ • * * ''* » t -** V-' . ^ • ™ . tfr-' i* r" '^. i.. » >* s * 1%." - iS-^' h-' ^ ^ . • X * % • \ - fí^ V^ « f '^^ yC's^ w^ v*^^: • ^ ^ ^ 4 * - JjiV . AV-í ^ / ' ^ ^ f - • > ' / \ fl-:^. s \ • ^ ^ ; • ^ • - / . < * » * í / • A * ^ ^ * ^ ^ iíi ' ' * • ^ ^ * i* * - - íK. fr^- " fvr^ 4-^ 11 . ^ - -^ y k - ^ • ^ '*^- i^^^^ ^ ^ v^^ t- a;.\-* W' - ci^.-? i ¿ :^ - " ' ^ •^ . ^• Y • .- 4^ í • ^^ - ./ 0 í í ^ í - r . ^ ^ . ^ ^:^ V* ' - \ • ^ iínvi vi^/ ^ =* J - / í *, 5 ' n_^ r. » 4 / * ' . * ^ / ^ : \ , - • * * , « ^¡ HfH- l^ t^ r Al ' a* • ifc- • ^ v i * _^ - « ^ tV^ > * - - * . Í - * "^ * .^ Lrt ¿ - plataneras r"-- 1É* Ib -. V -^ m^ Hn^ .^* » t~-.^ r > Tíi ^ ^ ^ ^ í ^. oj í ' - í '. iS ¿ ^ ^ • b » " : ' ^ '-- V I I » ' - 1 í * "-• VMfe / * ' ' á • » - I » t » - - ^ S " ^ ^ < v^ r-^ Pueblo troglodita Puerto de Lcis Nieves Plátanos El Cenobio de Valerón Armas (( iuifi Canaria) 57 En el santuario se ven todavía las antiguas pilas donde los canarios convertidos habían recibido el bautismo. Este nombre sonoro, Gáldar, no ha cambiado desde el reinado de Tenesor. Los guanartemes tenían aquí su corte pastoral, y esta corte no era sin duda otra cosa que un corral de piedras apenas pulidas. La iglesia de lava ocre ocuparía su mismo lugar. Cerca de ella se descubrió una cueva tallada cuyos muros estaban pintados con signos geométricos. Unos lechos de piel de cabras y juncos trenzados, el balido de las ovejas en el umbral, — ¿ sería acaso otra cosa la gruta del porquerizo Eumeo en Itaca? Aquí, antes de la Conquista, vivió Andamana de Gáldar, la extraña joven « cuya elocuencia, personalidad y talento para los asuntos políticos la habían hecho el oráculo del pueblo » , y que habiendo esposado el Guanarteme de entonces y sometido con él a todos los jefes de la isla, llegó a ser la reina legendaria que fue abuela de Tenesor. Lo poco que se sabe de estas tradiciones canarias, parece siempre digno de una Odisea o de una Ilíada. El lecho de guijarros del antiguo torrente, que desciende de la ciudad al mar entre plataneras, llega a una playa pedregosa donde ronipen las olas. A derecha, un mal sendero escala el acantilado. Se ha sacado a la luz, aquí, lo que fue sin duda un pueblo neolítico y su necrópoli. En la arena negra, unas murallas espesas de grandes piedras dibujan la tosca planta cruciforme de las habitaciones, a veces gemelas. El suelo era excavado en su interior, el techo debió ser de palmas, de cañas. ( Unas chozas idénticas terriblemente primitivas, subsisten en las playas del sur donde los pescadores viven todavía en la misma arena.) Más alto, un verdadero túmulo expone en toda su desnudez sus recintos concéntricos y sus tumbas cubiertas de piedras planas. Nada de grandes losas, la lava se presta poco. Pero es el mismo plano ritual que una vieja raza desconocida ha dejado a través del mundo, en África beréber, como en Dinamarca o Armórica. El primer atardecer que yo vine a errar por este Túmulo de la Guaricha, la hora y el lugar añadían su romanticismo al misterio de los orígenes. El sol había desaparecieo detrás de los peñascos del oeste y un mar verde rompía violentamente contra la playa negra con penachos de espuma como en los arenales de Ouessant. Delante de estas tumbas enigmáticas, me volvía el mismo deseo de saber, la misma emoción tantas veces resentida delante de las de Carnac. Antes de que existieran los países y los pueblos, quizás la misma raza errante había abordado aquí. Puede ser que haya en el fondo de mis más profundas células, algo que recuerda un parentesco milenario con los muertos de esta ribera. Después de Gáldar, todo cambia. Un suelo de barro seco, antes desierto, pero donde la obstinación de los hombres produce, a fuerza de cañerías, el milagro de los tomates. En estas soledades lívidas se ve nacer el esmalte verde de las nuevas plantas, y a los hombres y mujeres, encorvarse sobre las atarjeas que el agua llena a horas fijas. Paisaje duro, como ciertas tierras de Castilla, pero limitado por estas dos potencias: el mar donde se incrusta el promontorio bajo de Sardina, y la montaña cuyo muro vertical va a 58 quebrarse en la costa del oeste. Los estratos regulares de las cenizas y de las lavas duras le dan este aspecto de fortaleza que sorprende ya en el corazón de la isla, y sus bases superpuestas llevan hacia el cielo la ]& anja negra de los pinares. El Valle de Agaete. En esta ciudadela hay una brecha; el valle de promisión donde está asentado Agaete, a distancia del mar, pues todos estos viejos pueblos temían demasiado a los piratas para ocupar las playas. Entre muros blancos, árboles densos y una gran iglesia, la calle sube y se hace carretera en el costado izquierdo del valle. Ninguno muestra más variación de cultivos. No obstante, por encima de la villa, una granulación negra de escorias recientes,- 1910-, atestigua que el fuego sólo esta adormecido. Pero ¿ qué le importa a este suelo pródigo?; todo brota aquí, los plátanos, la viña, el café, los huertos de naranjos, almendros, nísperos con su fruta amarilla, los terrenos de babas, tomates, las palmeras de cabeza redonda, los grandes algarrobos... Para regar todo esto, se ha captado hasta la última gota de las fuentes que anta-fio hacían reverdecer las paredes de los barrancos que sólo mojan ahora las lluvias. Unas aldeas de ocre rosa están pegadas a los espolones que estrechan el valle. Mil metros por encima de ellos, el formidable acantilado de Tamadaba toca el cielo con sus pinos que arañan las nubes. Al fondo del circo, a media pendiente, se escalonan las terrazas blancas del Hotel y el pequeño Establecimiento Termal de Berrazales, donde se utilizan unas aguas tan ricas en gases y minerales de todas clases, tan fuertemente radioactivas sobre todo, que apenas comienzan a sospecharse sus posibilidades para establecer una posología prudente. Cierto profesor de la Facultad de París envió, no hace mucho, un asistente para estudiar este agua afortunada. Las gentes de la montaña no buscan tan lejos; saben que han visto salir andando a reumáticos que habían llegado en sillas. ¡ Qué será lo que no cure! la piel, la sangre, la anemia. Yo añadiría también la fatiga nerviosa que todos padecemos, ya que basta la paz del lugar, tan alejado del mundo, para sumirse en el reposo. Desde estas terrazas bañadas de sol, se contempla el oasis en la abertura rocosa del valle, donde la tarde descubre a lo lejos, sobre el mar, la forma aérea de Tenerife. Recuerdo unas noches de luna llena, cuando el paisaje alcanzaba una grandeza casi opresiva. Salía al balcón que mira a la montaña, tan cercana que se hubiera creído tocarla, después de medianoche cuando la claridad violenta traspasaba la cresta y resplandecía en el barranco acusando como en una máscara cada uno de los trazos del acantilado, sus contornos, la órbita inquietante de sus cuevas; aquello llegaba a ser el rostro inmóvil de una fuerza sin edad y sin nombre, ante la cual una especie de angustia sagrada me invadía. El aroma de las plantas salvajes y de los verjeles impregnaba el aire de la noche como un incienso; y el sordo rumor de las aguas captadas que no se oye de día, llenaba el silencio con un zumbido de oración. Detrás del Balneario, un sendero escala en curvas agudas el espolón que corta el barranco. Por las losas pulidas del paso de las muías, se sube entre los n^ í almendros, las chumberas y las pitas. Toda la pared, por la mañana, está todavía ahogada en sombra. En la cima del espolón se levanta al sol, dejando tras de sí, de un golpe, el valle abierto sobre el mar, la carretera, el hotel, los coches, y el último ruido de motor. No hay nada, en el nuevo anfiteatro donde se avanza, salvo este sendero de tierra apisonada y de roca gastada por millones de pasos, un mundo, « otro » , sin edad. El acantilado abrumador domina la vaguada y las parcelas estrechas de trigo, cebada, y habas, que alimentan este mundo aislado. Más alto que el vuelo de los gavilanes, se discemen en la enorme pared vertical unos estratos blanqueados de cal, abiertos por negras puertas. Pueblos trogloditas. Unas gentes viven allí en lo alto, aquellos con los que uno se cruza, muleros con su animal cargado de sacos de granos. Sobre un salidizo cubierto de verjeles frondosos, una aldea blanca se ofrece al sol. El Sao. Once casas, once familias. Todas parientes viviendo aquí, ¿ desde cuántas generaciones? — en una especie de comunidad donde el patriarca primitivo, el primero que plantó su hogar en este trozo de tierra, vio crecer su descendencia. La más alta de estas casitas, encaramada como un nido en una maraña de ramas, es la casa de Sebastián. La casa de Sebastián. La primera vez que llegué a Sao, después de dos horas de subida, era pleno día, un radiante mediodía. Entre las casas bajas al fondo de los establos de piedra seca, las vacas rumiaban, echadas sobre unas hojas de plátanos. En la garganta que limita la pequeña planicie, unas muchachas reían de sorpresa al ver nuestras figuras desconocidas, después se escondieron en xmo de los viejos molinos de • gofio, cuya agua rugiente salpicaba las ruedas de madera antes de descender a regar los cultivos. Dos niños, con ojos color de uva verde, nos ace^ chaban a la entrada de la aldea, los hijos de Sebastián y él mismo con la estatura, el rostro tranquilo, la frente del tipo de Cro- M^ non, y la mirada clara de un guancfae. Con dignidad, él acogió a estc^ extranjeros que habían deseado hacer un alto en su verjel. Racimos de naranjas maduras doblaban las ramas por encima de nuestras cabezas. Habíamos llevado una ligera comida y estábamos tenninando cuando los dos músicos del pueblo vinieron a sentarse cerca de nosotros y preludiaron sobre sus guitarras. Uno tenía un agudo perfil de moro con ojos ardientes; el otro, un adolescente de pupilas verdes, se puso a cantar con voz ronca, tensa, vibrante, las viejas/<?// « * canarias. El muro de cal de la casita desaparecía bajo una confusión de plantas y flores, rosas, orquídeas, begoñas, heléchos de hojas anchas. Entre los naranjos, unas palomas se arrullaban. En un almendro acribillado de sol, una piel de cabrito tendida terminaba de secarse y el rebaño gris de cabras balaba dulcemente cerca del establo. Más abajo, el humo subía de un nicho medio excavado de la roca, donde, sobre un trípode al aire libre, una olla de barro ronroneaba. Se estaba allí en un minúsculo paraíso de paz, perdido en la montaña, bendecido por el sol hoy, mañana amenazado por una tormenta. Me fiíi hacia las mujeres que no se habían atrevido a acercarse y estaban apartadas, partiendo las 3 . t'í 60 cascaras secas de unas almendras para ofrecérnoslas. Bajo su pañuelo negro, la madre anciana tenía un bello rostro regular cotao el de Sebastián y, cuando yo le dije que me gustaba el gq/? o típico de los canarios, su sonrisa se iluminó; tuve que sentarme en la habitación donde su nuera me trajo leche recién ordeñada, todavía tibia y espumosa, y la harina dorada que huele a trigo tostado. Sus preguntas estaban llenas de una curiosidad amistosa, asombradas que se pudiera venir de la gran Europa lejana y amar su valle salvaje. Una joven bella, fresca y morena, había aparecido en el umbral vecino. Me hubiera gustado fotografiarla;- pero hurañamente rehusó. Estaba prometida y dejar a unos extranjeros que lleven su imagen hubiera sido robar a su novio algo de ella, una especie de doble, quizás. Bajo el naranjo, el arpegio burlón de la guitarra sostenía la canción: Como ese Teide gigante Todas las canarias son: Mucha nieve en el semblante Y fuego en el corazón... Las palomas se habían dormido en las ramas, por encima del cantor. Era hora de descender. La anciana me tomó por los hombros para decirme la frase consagrada: ¡ « Mi casa es tu casa! » Pero yo sentí algo más que una cortesía campesina en los deseos que me dirigió: « ¡ Buena suerte! ¡ Que vuelva pronto! » No pensaba volver a verla pronto, pero el recuerdo de la pared fantástica en que había divisado tan alto y tan lejos por encima del circo, el pueblo troglodita, me perseguía en Las Palmas. Dos días antes de regresar en avión a Europa, volví una tarde hacia Agaete. Los pueblos del valle dormían ya, el chófer llamó a la puerta, una hombre adormilado, de rostro seco y liso, puramente español salió a recibimos. Al alba, don Feliciano me esperaba con traje de domingo, sombrero de fieltro negro echado sobre los ojos y su vieja muía blanca que posaba con precaución sus cascos sobre las losas resbaladizas. Desde la aldea encaramada, unos ojos agudos habían reparado en unas siluetas insólitas; ellos seguían nuestra subida y, cuando el sendero pasó bajo los verjeles, ante la fuente cuyo hilo de agua se escurría por una hoja en cucurucho, los niños de Sebastián estaban ahí, risueños, sentados en un paredón de piedras; su padre emergió de un campo, con una carga de hierba al hombro, y tuve que prometerles pararme al regreso en la casita bajo las flores. Mientras tanto subíamos en lentas curvas por el costado de la garganta, y yo miraba por encima de mí con estupor creciente esta pared desnuda, donde, entre dos espesores de lava y cenizas, unos humanos vivían como águilas. Debajo, cada pulgada de suelo sostenido por un estrecho murito da su cosecha y sus frutos. Aun al pie del muro abrupto de Tamadaba se discierne un cercado delante de una cueva abierta. ¿ Pueden vivir ahí? Se vive; con unas cabras, una vaca y una mujer que, cada día, antes del alba, desciende la pendiente escarpada para ir a pié a vender su leche en Agaete. Delante de nosotros, un viejecito escalaba tanteando las peñas: el ciego iba solo, por conocer desde su infancia las revueltas peligrosas del sendero. Feliciano me dijo moviendo la cabeza: « Sus hijas son bellas... » En una última vuelta eché pie a tierra para seguir la silueta negra de una mujer en el laberinto de escalones, tallados en plena roca o hecho de piedras amontonadas, que suben hasta las cuevas. Es muy probable que antaño hubiera aquí un poblado guanche. En una vena de lava menos dura, sus hijos han cavado con esmero estas habitaciones cuadradas. Ellos han abierto en la roca, a plomo del despeñadero, un pasadizo aéreo para el servicio de las pobres viviendas que no tienen más luz que la que reciben por su puerta. Las fachadas, las paredes, son blancas de cal; a veces un vacío forma alcoba al fondo de la entrada donde hay una cama de madera, y unos asientos rústicos y limpios. De un enrejado de bambú cuelgan los utensilios, vasijas de barro que no han cambiado al cabo de veinte siglos. Y por todas partes plantas, en botes viejos, en cacharros, tapizando el muro. En una de las cuevas está la minúscula tienda, donde unos muleros están apoyados en el mostrador; aquí se encuentra el humilde surtido habitual, aceite, vino, azúcar y velas, la cuerda para las muías y el anís que alegra el corazón. En el umbral una mujer de negro remendaba una chaqueta y dos niñitas me miraron con unos ojos tan azules, unos cabellos tan rubios, que tuve que sentarme cerca de su taburete de madera. Yo estaba allí como en un nido de pájaro salvaje agarrado a la roca, teniendo solamente delante de mí el parapeto monolítico del balcón y encima de la cabeza, ese techo de cien metros de espesor a lo menos. Inclinándome hacia el abismo, yo veía el escaloña-miento de los cultivos exiguos, la aldea blanca y después más lejos, en la cortadura de la montaña, la huida azulada del valle, la mar. Cada uno de los seres que aquí vivían, habían vivido siempre aquí, con los suyos; no soñaban con vivir en otra parte, no se quejaban por descender tan bajo hacia el pedazo de tierra que los alimentaba, de volver a subir desde el molino de gofio con el pesado saco sobre su cabeza, por caminar durante horas para llegar al lejano mercado de donde las guaguas amarillas parten hacia la ciudad, que muchos de ellos no han visto nunca. Sin duda, hay en otros lugares cuevas habitadas, — Francia tiene las suyas— ¿ Pero aquí? Otra sucesión de covachas, máa pobres aún tiene este nombre. El Campanario. Aquí no hay ni campanario, ni capilla; cuando un ser muere, sus compañeros cargan el féretro a hombros y lo descienden hasta el fondo del valle, hacia la iglesia y el cementerio. En una cueva casi desnuda, una vieja agachada escogía grano; la hija, joven, todavía guapa, me miraba sin sonreír. La madre me la mostró diciéndome una palabra: « Viuda » y, señalándome la cama en el fondo de la cueva añadió: « Mira la niñita » . Un bebé de algunos meses lloriqueaba entre unas mantas. ¿ Nacida aquí? Evidentemente. Hace falta que sea un caso muy urgente para que suba hasta aquí el médico. Y cuando la mujer se queda viuda, cuesta mucho trabajar esta tierra áspera, para que dé el pan de cada día. Más alto aún, allí donde el desfiladero sé acaba en meseta, he visitado un « apartamento » . Tres pequeñas piezas, cuidadosamente encuadradas en la lava grumosa, abiertas sobre el vertiginoso abismo. Angelina, que subía del barranco con un cubo de agua fresca, me dijo: « Es mi abuelo quien excavó esta cueva, mi tío la vendió a mi padre, que me la dio cuando 62 me casé » . Fresca en verano, tibia en invierno... Apenas si hace falta cubrir unas grietas por donde podrían pasar unos hilülos de agua. Cuando descendíamos, oí un murmullo de voces ligeras que salían de una casita blanca situada a lo largo del sendero, a media pendiente. Es la escuela. ¿ No tenía que haber una para los niños del nido de águilas? Estaban limpios, morenos, risueños y una frágil maestra les hacía cantar, como en todas las escuelas del mundo. Me esperaban en la casa de Sebastián, a la sombra del huerto de naranjos. Cuando la anciana madre me vio delante de ella, me cogió la cabeza entre sus manos y me abrazó como a uno de sus hijos. Sobre la mesa estaban colocados los tesoros de la montaña, la leche, el gofio, las almendras, higos secos y el pan moreno de gruesa corteza. Yo no podía ofrecerles nada a cambio, sin herir el orgullo de mis huéspedes. Nada más que la amistad que se anudaba en este verjel perdido, tan espontánea, sencilla y sincera, que nada podrá marchitar su recuerdo. Aldea de San Nicolás. A partir de Agaete, toda la costa occidental de Gran Canaria aparece increíblemente abrupta y alta por encima del amr. El relieve del macizo es tan revuelto, tan violentamente quebrado, corroído por erosiones milenarias, tantos vientos atlánticos y lluvias han abofeteado su faz, que ya no se distinguen, como antes, los cráteres antiguos y sus rios de lava. Por todas partes es la acumulación ciclópea de los lechos de ceniza y escorias, en estratos espesos, que pasan del ocre amarillo al antracita, atravesado por líneas pálidas o corrientes rojizas. Abajo, las rocas negras mojadas por las olas se hunden en una espuma que se abre y se cierra sin cesar sobre el zafiro oscuro del mar. Arriba en la meseta, la franja negra de los pinares se destaca sobre un cielo movedizo y romántico, salpicado de nubes que se forman en el azul brillante, deshaciéndose, hinchándose, en cúmulos que van desde ios violetas de borrasca, al rosa del ocaso. A la salida del valle de Agaete, bajo el acantilado de Tamadaba, el puertecillo de Nuestra Señora de las Nieves mira un pináculo de basalto, « El Dedo de Dios » . Del muelle donde los pescadores remiendan sus redes, se descubren hacia el sur los perfiles sucesivos de diez cabos escalonados uno detrás de otro. Es por allí que habrá que pasar para llegar a la aldea de San Nicolás. Estos grandes valles, que se abren desde las cumbres hasta el mar, apenas tienen entre ellos pasos naturales. Cada uno continúa siendo el reino aislado donde vivió desde sus orígenes alguna' tribu en la cual se identifican poco a poco sus lugares de culto, de vivienda, de inhumación. Se comunicaban por estos altos senderos montañosos que hay que subir y bajar durante horas, de un pueblo a otro. Después llegaron los barcos, veleros anclando a la orilla de cada barranco y pequeños barcos fruteros que van de puerto en puerto, desde Las Nieves a San Nicolás, a Mogán, a Arguineguin, cargando los plátanos y tomates que llevarán a Las Palmas y uniendo entre ellas estas minúsculas comunidades humanas. Sin embargo, día tras día, la carretera atacó a la montaña y la de Agaete a San Nicolás es tan 63 temeraria que muchos me habían hablado de ella con temor, otros cierran los ojos al seguirla. Mientras rodea la base del macizo de Tamadaba, queda a la medida de las que ya conocíamos en otras partes, sostenida por la pendiente de ceniza donde brotan los cirios verdes de los cardones o bien hundiéndose en el barranco bajo una loca arquitectura petrificada de torres, torreones y parapetos, entre los cuales revolotea un gavilán. Pero después del corte profundo de El Risco, aquí ya no hay más ladera; es en el mismo acantilado vertical donde se tuvo que tallar esta cornisa, a quinientos o seiscientos metros a pico sobre el mar, con los obreros atados por las axilas para colocar los bloques que sostienen el borde de la calzada. Muy lejos, por debajo, un encaje de espuma se desgarra y se recompone; más lejos, en lo alto, se evapora una nube. Todo es de una belleza terrible que sobrecoge el corazón. Por delante, sin cesar, la visión fantástica de los grandes cabos perfilados sobre el mar atrae. Al borde del precipicio, como para señalar la frontera mortal, un peón planta esquejes de geranios rojos. La cima más alta de esta pared titánica fiíe uno de los lugares sagrados de los aborígenes, la montaña de Tirma; ligada a unos relatos tan violentamente evocadores de costumbres heroicas y llenas de un desprecio por la vida, que nos asombra. Los canarios eran unos maravillosos atletas, no solamente ejercitados en la escalada de barrancos, sino también apasionados por una forma de lucha cortés, que todavía hoy se practica con entusiasmo ( Lucha Canaria). Dos campeones, Guanhaven y Caitafa, habían luchado públicamente varias horas sin que ninguno quedara vencedor. Guanhaven, como un héroe de Homero, interpela a su adversario: « Tú eres valiente, nadie puede negarlo. ¿ Pero serías tú hombre para hacer todo lo que yo haga? » Caitafa recoge su desafío y los dos, « locos y poseídos de furor » , corrieron hasta la Cumbre. Desde el más alto peñasco del peñón de Tirma, Guanhaven saltó al vacío. Sin vacilar, Caitafa se arrojó tras él. Mil metros más abajo el mar los recibió y la muerte los unió. Muchos de los vencidos de la Conquista, entre ellos una reina debían imitarlos aquí. La guagua del correo sube lentamente la pendiente y los camiones jadeantes se paran para dejarle espacio, en los refugios practicados en plena roca. De pronto, una garganta rompe la pared, abriéndose sobre la visión de un extenso valle interior, rodeado de murallas volcánicas. Hay aquí, para un pintor, unas tonalidades asombrosas, grises pálidos, ocres que se hacen de fuego, afloramientos de verdes cobrizos, opuestos al verde azulado de los cultivos. Por decenas, las ruedas cólicas dan vueltas en el viento como flores blancas por encima del lecho pedregoso del antiguo torrente, para absorber el agua de sus más profundos manantiales. El pueblo de San Nicolás de Tolentino está plantado en la horquilla donde se juntan los dos brazos del valle. Uno, entre sus contrafuertes poderosos, desciende de Tejeda, el otro viene de las soledades sin caminos que se hunden o se elevan en todo el suroeste de la isla. Después del terrible paso de la carretera, este gran valle parece un paraíso. Cinco o seis mil almas viven aquí, en este suelo antes devastado por el raudal periódico de los torrentes y donde el empeño campesino ha logrado poner en cultivo cerca de setecientas hectáreas. Hay pocas sociedades plataneras grandes, 64 sólo pequeños propietarios independientes que hacen vivir las múltiples empresas de empaquetado de tomates y pinas que están alrededor del importante pueblo cuyas ferias de ganado son célebres. El oasis se evade hacia el mar por una larga orle de arena. Un muelle para el atraque de lanchas, la huida de los acantilados y los cabos agudos perfilados en negro contra el mar resplandeciente. Más allá, sólo hay las pistas acrobáticas que se adentran en la montaña hasta Tasartico, Tasarte, Mogán, y sus playas secretas. Viejos pueblos, donde todo lo que se ha exhumado de las excavaciones, tumbas, casas, alfarería, talismanes, prueba su antigüedad. De día en día, el camino se hace carretera. Con la obstinación naciente que aporta el canario al servicio de su tierra, pronto acabará la vuelta alrededor de su isla. PRESTIGIOS DEL SUR 65 Tierras de Gran Canaria, sin colores, Secas, en mi niñez tan luminosas ... y el silencio Áspero y rudo de estas soledades... Alonso Quesada ( Poemas Áridos). Este sur quemado, casi africano, comienza en las puertas de Las Palmas, más allá de las últimas plataneras, y su paradoja geográfica se proseguirá a lo largo de toda la costa oriental. Las cañadas frescas del Monte, el césped y las aguas del barranco de Los Tilos, pertenecen a la otra vertiente. Esta tiene también sus oasis, pero es el Viento del Sahara que le da al cielo su azul seco, y colorea o empalidece el suelo. Nada de acantilados escorados a pico sobre el mar; todo lo más, al salir de la ciudad, un último malecón rocoso donde rompen las olas y que atraviesa la carretera por un túnel. El paisaje del sur no fue durante siglos, más que estas largas pendientes donde la arena se mezcla a la vieja lava polvorienta y amarilla, la llanura de guijarros arrancados por los torrentes de antaño a la carne de los barrancos montañeses, y extendidos hasta la orilla marina. Más lejos aún, la silueta desgarbada de un camello de carga, aparece entre las matas de euforbios que yerguen sus monstruosos candelabros, de un verde venenoso, en las extensiones incultas. Y este sur de luz, de aspereza, ejerce sobre el alma que se entrega a él, el inexplicable poder del desierto. Tierras áridas y no obstante fértiles, desde que el agua ha introducido su química sutil. El canario había removido ya toneladas de tierra y de roca al norte para plantar allí los plátanos y buscar el agua hasta las entrañas de sus montañas. Para madurar sus tomates en las desnivelaciones pedregosas del sur, ha colocado una interminable red de cañerías. Cuando se desciende en avión hacia Gando, se ven incrustados en la tierra dorada los surcos trazados en arco, sus atarjeas ofreciendo el reflejo azul del cielo, sus brotes nuevos dibujando, como sobre un sarcófago de Egipto, un laminado de esmalte verde con aplicaciones de oro. Telde Telde es el primer alto en la ruta del sur. Telde, orgullo de la costa oriental, como Arucas es la del norte. Telde donde se conserva todavía el más puro tipo canario. Se la descubre de lejos, blanca, perfilada en la montaña, por encima de un palmar y un barranco sin agua que desciende hacia el mar. Su prestigio nace de la riqueza antigua de la caña de azúcar y el vino. En el tiempo en que el héroe Tenesor reinaba en Gal dar, su hermano Bentayga poseía Telde; la primera aristocracia insular, nacida de las uniones entre hidalgos e hijas de jefes guanches, tuvo aquí su Escorial. Las viejas mansiones con blasones, de persianas cerradas y balcones pesados bordean las calles alrededor de San Francisco. Algunas casas de piedra pasan por ser antiguas moradas canarias. En el mismo sitio que ocupó la primera torre de defensa, está construida la iglesia de San Juan Bautista. A pesar de las restauraciones lastimosas de su fachada, muchos detalles de ella me encantan. 66 El portal donde el artesano del siglo XV esculpió entre ramajes un minúsculo bestiario, bichas y vampiros; después, en la nave, la lava en que están tallados los capiteles'adornados, las dovelas de. las arcadas, de una lava que ya no es negra, sino de un rojo marchito, rosa lila, gris azulado, pintada de blanco, hecha para la alegría de un pintor. En el altar mayor, brillan las escenas doradas del célebre retablo de la Virgen, obra exquisita de finales del siglo XV, esculpida en Malines o Bruselas para algún mercader de Flandes que hacía comercio con las islas; traída aquí a petición quizás de una familia señorial, pues fue donada a la iglesia en 1515 por un hijo de conquistador, Cristóbal García del Castillo. Cada diminuto personaje, la sonrisa de un ángel, los gestos maternales de María, el drapeado de uii vestido de mujer, todo es admirable. Sin embargo, me emociona menos que, clavado en su cruz de plata el Santo Cristo del Altar Mayor de Telde, su rostro torturado, su torso enflaquecido, distendido, con los surcos sangrantes, su cuerpo que alcanza la estatura humana y cuyo peso, sin embargo no llega a los siete kilos. ¡ Y qué extraño por su origen! Hacia la mitad del siglo XVI, el primer obispo español de Méjico, se enteró que los tarascos, artistas indígenas fabricaban ciertos ídolos con un procedimiento conocido solamente por ellos. Al parecer, formaban un simulacro antropomórfico con hojas y tallos de maíz, preparando una pasta espesa con el corazón de los tallos reducidos a polvo mezclado a una substancia aglutinante, y de la que se servían para modelar unas figuras de un arte extraordinario. Secas, las pintaban y embadurnaban con una materia misteriosa que les daba la apariencia de la carne. De una carne sin pesadez, diez veces más ligera que la madera e imputrescible. El obispo ordenó a los escultores tarascos — cuyo secreto debía desaparecer con ellos— que moldearan para su diócesis, con la ayuda de artistas llegados de España, unas imágenes de Cristo en esta materia « tan fácil para llevar en procesión y no sujeta a variaciones atmosféricas... » Así e, l Santo Cristo de Telde fue traído « de las Indias de Su Majestad » , y pagado con la venta de los primeros vinos y azúcares canarios exportados a Méjico. Una leyenda plena de prodigios le envuelve y la fe que le tiene el pueblo es infinita. Es aquél cuyos ojos parecen abrirse o cerrarse, cuyo rostro muestra la sonrisa o las lágrimas, el que da la lluvia a la tierra, la salud a los enfermos; cuyo cuerpo llevado en procesión se obscurece al pasar por delante de la morada de los pecadores e irradia claridad delante de la de los puros; y las ñores que han tocado sus llagas son un bálsamo milagroso para todos los sufrimientos. El cura, antaño había formado un pequeño niu-seo. Se veían piezas curiosas o conmovedoras, desde la Virgen de la Encarnación, cuyo fino semblante hundido en la gorgnera, con la toca y el manto de María Estuardo, hasta el bétulo áspero encontrado en la- montaña, con los célebres signos rupestres sacados del Lomo de los Letreros y cuyas formas humanas combatiendo recuerdan las pinturas saharianas de la prehistoria. 67 La ruta de los tomates. Al sur de Telde se alarga la ruta de los tomates. Desde que se da la vuelta al santuario de las Cuatro Puertas y se desciende la costa de Gando, el suelo amarillo se cubre de una red de cañas que sostienen los tallos verdes y frondosos de las plantas cargadas de frutos rojos. Unas formas extrañamente vestidas están encorvadas, en fila, sobre los frutos que recogen y seleccionan bajo el peso del calor. Cuando se enderezan, se adivina a la sombra del gran sombrero de paja un rostro de mujer o de muchacha, semi- velado por un pañuelo, las piernas cubiertas hasta los tobillos para preservarlas de las quemaduras solares, y se piensa con ironía en las bellas extranjeras que se tuestan en la arena de Las Canteras. La carretera se estira, desnuda, casi sin árboles, en estas tierras bajas donde la presencia humana, como la del mar, se hace poco a poco invisible: apenas si se notan, a media pendiente, unos grandes pueblos apretados. Ingenio, Agüimes. Por encima del enorme corte del barranco de Tirajana, la cadena de las Cumbres pasa a lo largo del día por todos los matices, todas las formas, según su perfil de amatista o de topacio se recorte sobre un cielo limpio o empenachado de nubes. La planicie pedregosa, arrojada por el torrente, quedó mucho tiempo despojada, dura, como roída por la luz hasta las palmeras que el viento magulla en la finca señorial de Juan Grande. Pero estas tierras del sur, antes casi desiertas, abandonadas, pertenecen casi todas a un único propietario, el conde de la Vega Grande; él los ha" vuelto a la vida y ahora las plantaciones de tomates alimentan aquí una mano de obra creciente; unos pobres pueblos son ahora, como Sardinas y El Doctoral, centros semi- industriales para la producción y embalaje de frutos, con grandes barriadas en hileras de construcciones nuevas. Maspalomas. Pasado Juan Grande, está el desierto. En un suelo pálido como el reg del Souss marroquí, no hay más que las matas gigantes de cardones espinosos, amenazantes, cuya leche venenosa quema la piel. Desde muy lejos, se veía venir por la carretera abrasada de sol, el camello que llevaba el doble canasto de madera donde se amontonaban los granos o los frutos, y a veces dos mujeres de negro; el hombre tenía el ronzal, avanzaba lentamente y, si no fuera por sus vestiduras, hubiera sido igual a sus hermanos de la costa morisca. Igualmente, el barranco de Fataga que desciende desde el desfiladero de Tirajan en el eje mismo del sur de la isl
Click tabs to swap between content that is broken into logical sections.
Calificación | |
Título y subtítulo | Canarias |
Autor principal | Dervenn, Claude |
Tipo de documento | Libro |
Lugar de publicación | Santa Cruz de Tenerife |
Editorial | Romerman |
Fecha | 1970 |
Páginas | 184 p. |
Materias |
Canarias Descripciones y viajes |
Formato Digital | |
Tamaño de archivo | 12462959 Bytes |
Texto | ,/^? ¿ ;. s'*?' •^^ f 1 J.*>?^^ CANARIAS ^ S^^- Ca-' á.^ kts^ f\ - 1 T_ - ; \ - r ^ \ > l Ws '^^^ 1 ^ CANARIAS CLAUDE DERVENN 120 FOTOGRAFÍAS 8 DE ELLAS FUERA DE TEXTO EN COLOR I ROMERMAN EDICIONES i LAS PA!/.'^^ , L,, G. C/, - ÍA I DEL MISMO AUTOR: Ediciones HORIZONS DE FRANGE, París. Les Baleares Les Agores Modere lies Grecques: de Corfou a Santorin La Crete Vivante Rhodes et le Dodécanesé De otros editores: La Bretagne Hommes et Cites de Bretagne Quiberon, presqu'ile La Terre Ecartelée. Novela. Premio France- AUemagne © Romerman Ediciones 1970 Impreso en Litografía A. Romero, S. A. Tenerife - Islas Canarias Depósito Legal: TF. N. » 245- 1970 /. LAS ISLAS AFORTUNADAS Aquí está el archipiélago fabuloso que ha señalado durante tanto tiempo en las leyendas antiguas, el fin del mundo conocido, tras del cual se abría el Mar Tenebroso. Islas Afortunadas. Jardines de las Hespérides donde la primavera dura todo él año. Son siete. Las siete cimas de una cadena de volcanes submarinos, surgidos del fondo del abismo por la fuerza del fuego, frente a las costas de África. Siete, dibujando una constelación marina en el infinito donde se conñinde el cielo con el mar. Desde muy lejos, el triángulo del Pico de Tenerife, emergiendo de la bruma atlántica, las anuncia a los aviones, a los navios. Sin duda les bastaría con ser islas para ejercer sobre nosotros su poder de atracción. En realidad, su belleza no se parece a ninguna otra y entre ellas mismas son diferentes;- las que llaman Orientales: Lanzarote, Fuerteventura, Gran Canaria; y las de Occidente: Tenerife, La Palma,' La Gomera, Hierro. Son africanas por su situación, españolas por su bandera; no colonias, sino provincias, y también « continentes en miniatura » , con montañas y playas, arenas saharianas y valles suizos, extendidas sobre más de 300 millas marinas y contando cerca de un millón de habitantes. A causa del sonido exótico de su nombre: Canarias, o por error geográfico, algunos esperan ver aquí negros senii- desnudos, monos en los cocoteros y desembarcan en Las Palmas con casco colonial. ¡ Lamentable! Este tipismo no es el del archipiélago. Otros piensan encontrar aquí unas islas mediterráneas semejantes a las Baleares. Y también se equivocan. Estas son tierras de contrastes. Hay aqui un Norte con tupidas y verdes plataneras cuya opulencia cuando el cielo está nublado, se tiñe de una sutil melancolía. Y un Sur erizado de euforbias, cuya sequedad ardiente resplandece de luz. Abajo, un camello se aleja hacia las palmas de un oasis; arriba un pastor envuelto en su manta de lana blanca camina entre las nubes que inclinan la hierba verde de la meseta. Al pie del Pico coronado de nieve, se bebe un vino que quema como la lava; el alba está llena del perfume de los lirios en la profusión de los jardines, y el canto de las guitarras se arrastra en las callejuelas de los puertos nocturnos. Cristos sangrantes y Vírgenes con mantos de terciopelo pasan sobre las alfombras de ñores del Corpus Christi y, sin embargo, ni las danzas, ni los trajes, ni el alma de los hombres que bajan de las montañas se parecen a los de Sevilla. Esto no es ya la España peninsular y su herencia islámica de mezquitas- catedrales. No es tampoco la España colonial de las Américas y su substrato de pueblo indio o esclavos negros. Es una España de piel blanca y tostada, mezclada, esencialmente marítima, el pilar de un puente invisible tendido de una a otra ribera del Océano. Son unas islas atlánticas; por la franja de espuma y brumazón que cierne a sus acantilados; por el viento que no tiene los caprichos del mistral o de la tramontana, sino la tibieza del aliento, la gran respiración constante de los alisios, y, alguna vez, la tempestad brutal del sureste o la quemadura del levante mauritano. Sus inviernos ignoran el frío, y sin embargo sus veranos no son tórridos. Las mareas no dejan nunca al descubierto los espacios de areria y fango que son las entradas habituales de las costas írancesas, el declive de lava es demasiado violento, los fondos demasiado próximos, para que se noten los reflujos; pero el gran oleaje que levanta las barcas es el del océano. Tierras forestales, pero que no conocen la crujiente caída de hojas secas como nuestros bosques al llegar el invierno. El extremo otoño de diciembre no se nota más que en las viñas rojas que se arrastran por las cenizas, los almendros desnudos y los castaños de los altos valles. Los eucaliptos plantados a lo largo de las carreteras, los bosques de laureles gigantes, de follaje denso y brillante, se quedan eternamente verdes como los poderosos pinos de las cumbres, como los árboles- dragos de lanzas agudas. Ciertos paisajes interiores tienen el dulzor y la suavidad de un" paraje de Francia o Italia; otros la desnudez del desierto. La mayoría no se parecen más que a ellos mismos. Yo no sé nada que se les pueda comparar. Su riqueza no es, hasta el presente, ni de oro, ni de bauxitas, ni de petróleo o carbón. Está hecha de sol y de agua, y de voluntad humana. Las viejas lavas metamorfoseadas por erosiones milenarias, dan la tierra más fértil del mundo, con la sola condición de que el agua vital, captada en plena roca en el seno mismo de la montaña, la riegue día y noche, que sigan perforando galerías en busca del agua subterránea, o que en las islas sin manantiales, una capa de cenizas porosas retenga la humedad de las noches. Nunca se dirá bastante de la tenacidad, ingeniosidad y labor perseverante de este pueblo insular, para recoger cada gota de agua, cada puñado de tierra cultivable en los vertientes salvajes de los barrancos. Diez veces en cinco siglos, a pesar de las erupciones y tormentas, a despecho de la ruina ocasionada por las circunstancias económicas, ha cambiado de métodos agrícolas. Después de la caña de azúcar que, desde el siglo XVI hizo la fortuna de las islas, después de la viña cuyos caldos, famosos en Inglaterra, fueron celebrados por Shakespeare y Perrault, después del boom de la cochinilla y el ensayo del tabaco, el plátano es el rey desde principios de siglo sobre todas las tierras que ha conquistado. Rey sobre las planicies costeras donde el paso de las nubes difunde una tibieza htimeda de invernadero. Pero rey porque el hombre ha cavado el suelo de las plantaciones y tamizado, sobre los lechos de piedras la tierra regada, dragada con cuidado, y ha plantado esos troncos leñosos y duros con largas hojas de seda verde de los que habla como de una familia: el « abuelo » que dio la pina ( el racimo con hileras de plátanos) el « hijo » que tiene la flor monstruosa de una violeta salvaje, cuyos estambres llegarán a ser frutos, el « nieto » , joven brote que comienza a desenrroUar sus cucuruchos de hojas por encima de las atarjeas donde cada dia corre el agua. A su vez, el tomate y la patata empiezan a invadir las tierras quemadas de las vertientes orientales, durante largos tiempos estériles y abandonadas a las matas de euforbios, cardones y tabaybas; el murmullo del agua en las canalizaciones desciende ahora de terraza en terraza en donde el verde crudo de los cultivos dibuja escalones monumentales. Dejaremos a las estadísticas evaluar en millones de toneladas las pilas de racimos y de cestos que los barcos cargan todo el año para los países nórdicos: Suecia, Noruega, Inglaterra, Francia y tam- bien la Península; calcular en millones de pesetas el valor creciente de la hectárea y del litro- minuto que la riega; enumerar los hombres que se arruinaron al barrenar las montañas para buscar un agua inalcanzan-zable, o de los que la hicieron surgir con fortuna. Las cifras cambian. Lo que perdura es el esfuerzo de este campesino canario, la paciencia del hombre que, habiendo pasado todo el calor del día, ha de refrescar el suelo con esa agua, remonta lentamente por un sendero montañoso, hacia su casita blanca oculta en un verjel donde el sol que desciende aviva el oro de una naranja. El se sentará todavía con los suyos delante del mismo alimento de sus antepasados Guanches y Canarios anteriores a la Historia, la papilla de gofio, donde la harina tostada de trigo, maíz o cebada se mezclan con la leche de cabra. Y la paz estará con él, mientras contempla el ocaso en el mar, más allá de los volcanes adormecidos. Mas la transformación sorprendente que se opera actualmente ante sus ojos es la que trae aquí el desarrollo increíble del turismo. Para el pequeño pueblo de este archipiélago sin minerales, cuya economía quedaba limitada a las producciones agrícolas y al tránsito portuario, el turismo es esta industria que valoriza hasta las rocas estériles y hace surgir entre dos plantaciones de plataneras, al igual que al pie de un acantilado abrupto, esas « torres » , esos rascacielos cuyos quince y veinte pisos lanzan a los ojos de los recién llegados la tentación de sus terrazas, sus jardines y sus piscinas de lujo. Cada invierno, el Dios- Sol fascina y atrae aquí a los pueblos nórdicos sedientos de luz; sobre el caos negro de las lavas costeras, pueblos enteros de bungalows floridos han nacido ya para los suecos, alemanes, belgas, ingleses; los franceses prefieren venir más en primavera o verano a descubrir un exotismo sin peligros, un confort todo nuevo, y donde los viejos y encantadores caminos, bordeados de matas de geranios van dejando su lugar, día a día, a la autopista. Paralelamente, sobre las lavas del sur, en Tenerife como en Gran Canaria, el tractor empieza a reemplazar al camello y al viejo arado de madera; en las soledades áridas donde nada crecía, grandes invernaderos de plástico, adonde llega el agua captada, dan milagrosas cosechas de fresas o pepinos, claveles y rosas que enviarán por avión hacia el Norte de Europa. El contraste es incesante entre el dinámico hoy y el más primitivo ayer. En Gando, al pie de un santuario de la Edad de Piedra, aterrizan los aviones transoceánicos y los que unen las islas entre sí en menos de una hora. El archipiélago habla castellano como en los tiempos de Isabel la Católica, pero se trata de export- import en todas las lenguas del mundo; el menor pueblo tiene sus poetas, desbordantes de lirismo y unas rivalidades casi épicas enfrentan una isla a la otra, cada una orguUosa del menor trozo de lava como del más opulento de sus jardines. Si tuviera que resumir aquí la « geografía de colores, perfumes y sonidos » ( 1), yo diría que las Canarias son de oro negro y esmeralda, que el viento lleva aromas de eucaliptos, resina, azahar, heliotropo, y que el silencio de sus noches está lleno del murmullo de aguas prisioneras y del rumor infinito del Océano. ( 1) Audré Siegfried. MISTERIO E HISTORIA. DE CANARIAS Apasionante como un relato de aventuras, irritante como una novela policíaca que no tiene clave, así es la historia de Canarias, y hay que tomar aquí la palabra Historia en su sentido más extenso, profundizando a los orígenes del suelo. Nuestros continentes, sus civilizaciones, nos dan un pasado tan antiguamente conocido que es tranquilizante. En el tiempo en que nuestros antepasados de Eyzies o Altamira pintaban sus bisontes en las cuevas, hace unos 25.000 años, sus territorios tenían ya la forma de Francia o de España. ¿ Pero aquí? Aquí, todo lo que se sabe en el plano histórico es lo que descubrieron en el siglo XV los franceses y españoles que decidieron conquistar las islas y cristianizarlas. Se sabe que encontraron unos hombres de raza blanca, a menudo rubios de ojos claros, de alta talla, de una agilidad y fuerza sorprendentes, y cuyo modo de vida, - en el tiempo en que el lujo medieval se extendía por Europa- seguía siendo el de las edades neolíticas. Unos hombres que no disponían más que de utensilios de piedra y hueso, venablos de madera endurecidos al fuego, vestían con pieles de cabras o juncos trenzados y vivían en cuevas. Un pueblo sin metales, ni escritura, sin otra arquitectura que las piedras toscas, sin otro ganado que cabras, y que se creía « el último pueblo del mundo, habiendo perecido todos los demás en un cataclismo » . Como los egipcios, 4.000 años antes, este pueblo momificaba sus muertos antes de depositarlos en las cavernas funerarias: Pero se tatuaban el cuerpo con unos sellos de tierra cocida parecidos a los que se descubrirían más tarde en Méjico. Sus nombres, su lenguaje, por lo poco que se ha conservado, parecen emparentados con los dialectos del Atlas beréber y algunas veces, a ciertos vocablos de la América pre- Colombina. Pueblo pastor, labrador, que pesca a mano en la costa, que sabe nadar pero no sabe construir la más rudimentaria piragua, ni navegar de una isla a otra. Y no obstante, los hombres de las siete islas acusaban un común origen de costumbres, lengua y raza, poco diferenciadas entre ellos por la aportación de sangre extranjera, debida a algún naufragio antiguo o a la piratería berberisca. Insulares aislados, cuyos sacerdotes ofrecían todavía, hace seis siglos, libaciones de leche y miel al Ser Supremo, « terriblemente grande » , Achahurahán, cuyos jefes practicaban una moral alimentada con tan altas nociones de honor, independencia, valor, fidelidad a la palabra dada y respeto a las mujeres, que más de una vez sobrepasarían a las de los cristianos conquistadores. ¿ De dónde venían ellos? No se sabe. La ciencia de hoy, que juzga sobre piezas, ha estudiado y comparado, los centenares de cráneos hallados en las cavernas sepulcrales. El tipo más generalizado tien un índice cefálico parecido al famoso cráneo de Cro- Magnon. Otros acusan una influencia beréber, que la proximidad de África explica. Las recientes excavaciones cpnñrmarían: « una conexión antigua de aborígenes con las viejas culturas númidas, y con los pueblos del Sahara occidental, de grandes túmulos circulares... » Los cronistas del siglo XV, ignoraban la lingüística y la etnología. Los Conquistadores, lejos de querer conservar los dialectos milenarios, los cultos y las tradiciones, no tuvieron otra preocupación que hispanizar y cristianizar su conquista; sólo han sobrevivido antiguos nombres de lugares, y los de los . ¿ ^ El archipiélago fabuloso . t - W ••'•"' .^^ rm PSJ5^*: é \ i '\ o? > o íó O I C i fD *^ OÍ b 0^ r ' Af^/- w 2 fü So E o a 1 4 Viejo halcón p Indígenas de Canarias ( siglo X VI) Flor de plátano Papavo Mirador cíe A roña 13 jefes sometidos y cristianamente bautizados. La raza que sobrevivió a los combates adoptó la manera de vivir de los vencedores. Sin embargo, no se puede decir, como ciertos periodistas apresurados, que el archipiélago está « totalmente poblado hoy de pura raza castellana » . En las aldeas trogloditas perdidas en plena montaña, apostaríamos que los campesinos de ojos azules, fijos allí de padre en hijo, son descendientes de los insidiares de antaño. ¿ Pero ellos? ¿ De qué cataclismo podrían ser los supervivientes? ¿ Y sobre qué zócalo único las islas hermanas hubieran podido ser firagmentadas? Llegados aquí, es fácil caer en la tentación del nombre, que desde Platón ha atormentado a los sabios y ha hecho soñar a los poetas, la Atlántida, el más turbador de los cuentos antiguos, propagado por los diálogos Timeo, y Critias, que citan las palabras que un sacerdote egipcio de Sais había dicho a Solón 600 años antes de J. C. « ... Esto que voy a decirte se remonta a 9.000 años... Nuestros fastos cuentan que vuestro país ha resistido las violencias de un ejército salido del mar atlántico... I^ ies entonces este mar era navegable y allí había, más allá del estrecho que vosotros llamáis las Columnas de Hér-cirles, una isla más grande que Libia y Asia, y desde donde se podía pasar fácilmente a las islas adyacentes y al continente... En esta isla Atlántica reinaban unos reyes cuyo poder se extendía sobre las islas y una parte del continente... Pero grandes terremotos e inundaciones sumergieron todo lo que allí había de guerreros... y en una noche la Atlántida desapareció bajo el mar » . Evidentemente, ¡ todo parece simple! aquí están las « islas adyacentes » que pudieron sobrevivir al continente, recoger también sus fugitivos que, tras haber perdido toda su riqueza pasada, desprovistas de metales, debieron volver a una vida primitiva. En pleno siglo XVIIL el « way of Ufe » de Robinson, en su isla no implicaba que jamás hubiese conocido otra. Y si, separado de todo, hubiera podido fundar una familia, uno se pregunta qué recuerdo de Inglaterra hubiera guardado la tribu, al cabo ' de 10.000 años?. Los fosos que separan las islas son tan hondos que la cima del Pico está a más de 7.000 metros de los fondos; cuando el gran cataclismo que hizo hundir su reino, ^_ no hubieran podido plegarse como los « valles » longitudinales trazados en las cartas submarinas? Y se evoca a Herodoto, hablando de unos campos de hierbas cenagosas « parecidas a riveras sumergidas » que los navegantes encontraban en el Atlántico; se cita también uno de los más grandes geólogos franceses, Pierre Termier, escribiendo: « No solamente la ciencia no condenará a los enamorados de bellas leyendas por creer en la Atlántida de Platón, sino que la ciencia misma, por mi voz, les invita... » Sí, pero el quid está en que otros sabios dicen lo contrario. Y comenzando con Verneau, otro gran francés que, después de varios años de investigaciones en las islas, escribía estas frases desesperantes:: « La Atlántida de Platón es un mito... Este archipiélago es totalmente volcánico, la hipótesis del hundimiento de una tierra antigua ha sido contrarrestada por las observaciones » . A golpes de geología, zoología y botánica, los especialistas asestan sus argumentos sobre el espíritu que vacila. « Ni un fósil de animal o de hombre ( ¿ no estarán bajo la lava?). Si un continente fue sumergido tuvo que ser antes de 14 la aparición del hombre, etc, etc.. » Puede ser que un descubrimiento fortuito ponga de nuevo todo en cuestión. Que dejen a los poetas soñar con el palacio de au-ricalco del diálogo platónico. El reposa bajo las olas, a lo largo de las islas. Yo lo he visto brillar una noche, a través del oleaje acribillado de fosforescencias, cuando millares de luces glaucas se encendían en las profundidades de la estela. Los testimonios mezclados con fábulas de los primeros navegantes que los vientos habían desviado hacia el archipiélago, se unen curiosamente a esos orígenes de la Historia. Algunos dijeron haber visto a Tenerife escupiendo fuego como un dragón monstruoso; otros habían desembarcado en los fértiles valles en los que reinaba una eterna primavera, donde las jóvenes huían de ellos. Del piloto fenicio al marinero cretense, griego o cartaginés, debieron, si me atrevo a decir, pasarse las mismas noticias. Asi, en la Odisea que está llena de detalles geográficos, Homero recuerda que las naves de Sesostris descubrieron « más allá de las Columnas de Hércules, la Isla a donde eran conducidas las almas de los héroes muertos... » y él la llama Elysio: en otra parte hace decir al viejo Proteo, heredero de la tradición marítima egipcia, que los dioses llevarían al rey Menelao « al final de la tierra, a los Campos Elíseos donde el rubio Radamanto vive, donde no hay ni nieves, ni gran invierno, sino céfiros que suben del Océano » . Hesiodo también afirma que Zeus envía a los héroes « a las Islas Afortunadas que están en medio del Océano » ... y Herodoto añade: « El mundo termina allí donde el mar ya no es navegable, donde están los Jardines de las Héspérides, donde el gigante Atlas sostiene el cielo sobre una montaña cónica... » ¿ Se puede mirar el Pico bajo su fardo de nuebes, sin pensar que aquí está el guardián de las Hijas de la Noche, de que habla la leyenda de Hércules? Y también los viajeros: tripulaciones que el faraón Nechao envía a dar la vuelta a África; periplo del cartaginés Hannon que costea « unas tierras cubiertas de lavas incandescentes » ; navios de Juba, rey de Mauritania, que, en el tiempo en que César invadía la Galia, vienen a reconocer este archipiélago visible desde la costa. Ellos se llevaron dos perros,- ¿ de donde viene quizás este nombre. Canaria?- y la descripción inmutable de estas islas emplazadas « en los extremos del mundo y envueltas en fuego » . Ya Ptolomeo, geógrafo de Egipto, había colocado el primer meridiano de su universo en la última tierra conocida: Hierro. , Sin embargo, un hecho está claro; protegido por no se sabe qué tabú, o por su pueblo, jamás este archipiélago apercibido por tantos navios antiguos ha sido colonizado ni conquistado, por ellos. No hay rastro de factorías; ni ruinas ni cerámica. La. única ánfora romana recientemente sacada del agua debia provenir de una nave hundida. Escalas o naufragios no han dejado vestigios. Hacia el año Mil, los navegantes árabes volvieron a encontrar las islas largo tiempo olvidadas. Su leyenda resucitará en Europa donde los Cruzados desmovilizados soñaban con tierras que conquistar e infieles que bautizar. Se sabe que los genove-ses las abordaron, que una nave francesa volvió ' 15 a descubrirlas, que los berberiscos raptores de esclavos para sus mercados, propalaban relatos asombrosos, que la Religión tuvo que intervenir y que un nieto español de San Luis, Luis de la Cerda, se hizo coronar por el Papa de Aviñón « Rey de las Islas Afortunadas » — a donde él no iría jamás. ( Se sabe incluso que en esta coronación llovía y Petrarca la presenció...). Mientras tanto, los « comandos » mallorquines o andaluces hacen allí sus incursiones fructuosas, llevándose a isleños para venderlos, pero dejando a veces a algunos prisioneros. El cerco se estrecha con naves más poderosas, pilotos más audaces. A cada vela amenazadora sobre el horizonte, el pobre pueblo insular se refugia en el fondo de sus cuevas o en los más altos lugares, con sus Vestales pastoras. Este pueblo ignora, que unas leguas al norte, mientras la lluvia de invierno helaba los tejados del París de Carlos VI alrededor de su Hostal de Saint- Paul, un hombre, con mirada lejana, olvida su oficio de Chambelán real, olvida al mismo rey, la Corte, las damas, su joven esposa, sus dominios en Nor-mandía, su tierra de Béthencourt, todo lo que no sea estas palabras que le obsesionan: « Las Islas Afortunadas, frente a la Tierra del Preste Juan » ... ¿ Quién le habló de ellas? Quizás su tío Robin de Bracquemont, casado en Sevilla y Grande en España. Para partir, Juan de Béthencourt, « barón de Saint- Martin- le- Gaillard, señor de Grainville- la- Teinturiére y otros lugares » , abandonará todo. Cederá a Robin una parte de sus tierras, hipotecará otras, venderá su casa de París, calle Beaubourrg y, reuniendo un equipo de normandos, bretones, vendeanos y gascones, dispuestos a correr la aventura, se embarcará en La Rochelle y fondeará delante de Lanzarote en junio de 1402 con cincuenta y tres compañeros. La Historia comienza para Canarias. Esta Historia, hace falta varios voMmenes para relatarla ( 1). Apenas podré yo evocarla, de paso, de isla en isla, delante del barranco, la bahía, la pista donde se atropellan los fantasmas del tiempo de la Conquista. Se debe recordar, sin embargo, que la aventura francesa, bastante breve, debuta pacíficamente: los capellanes de Béthencourt han contado cómo el buen Señor « venido para convertir a la fe el pueblo de estas extrañas comarcas » , vio avanzar hacia él, al joven rey de Lamzarote, coronado de conchas como un jefe de los Tuamotu. La isla, despoblada por un saqueo reciente, no estaba en condiciones de rechazar una invasión armada. Por mediación de dos esclavos « canarios » traídos por los franceses, el rey les dijo que les ofrecía su amistad, que se ponía, él y su pueblo,, bajo la protección del extranjero pero, tan orgulloso como pobre, declara que él no podría nunca « reconocerse vasallo, porque había nacido Señor » . Tal es el tono de toda la historia canaria. Béthencourt le abrazó « como príncipe independiente y aliado » . Se sabe lo que ocurrió después: las costumbres de aquel tiempo eran tales que, aún la alta figura del normando, « padre del pueblo » , administrador inteligente, igual que la de su segundo, Gadefer de la Salle, caballero valiente, se destacan sobre un trasfondo de sediciones y querellas co- ( 1) Ver Viera y Clavijo. Historia de las Islas Cañarías. 16 mo de heroísmo, por donde pasan las rudas figuras de sus compañeros, poco preocupados quizás de la palabra dada. Por el solo amor de la aventura, soportarán mil pruebas sin ningún beneficio. Gadifer se irá con las « manos vacías » . Béthencourt, ñnal-mento se arruinará. Pero, fueron los primeros que a-brieron el archipiélago a lo que hay que llamar civilización europea. No obteniendo nada del pobre rey de Francia, Carlos VI, Béthencourt había tenido que pedir al rey de España, Enrique III de Castilla, naves, víveres; y hombres, aceptando rendirle homenaje por sus conquistas. Cuando al cabo de cuatro años deja a su sobrino Maciot el gobierno de las islas sometidas por él, - Lanzarote, Fuerteventura, Hierro y La Gomera, - para volver a Europa, sin duda sería acogido como Rey de Canarias por la Corte de España, y por el Papa a quien él reclama un Obispo « para la salvación de las almas » : en Francia le esperaban el duelo, la guerra, la enfermedad, la muerte. Quedará de él en la Historia la estela atrevida de un francés que fue, al alba del siglo XV, de los primeros « descubridores » de tierras atlánticas; perdura el título de Grande que la historia canaria le ha dado, y el eco de este nombre que se encuentra todavía en todo el archipiélago: Béthencourt en las ciudades. Betancor en los campos, descendientes de sus sobrinos que unidos a las jóvenes guanches crearon una familia aquí, todos reclaman esa vieja sangre de Normandía; La gran Conquista española iba a proseguirse cerca de cien años en todo el archipiélago, como un romancero dramático, pleno de combates, emboscadas, sangre, amores, fe ardiente, desesperación, apaciguamiento. La Providencia tiene misterios crueles: este pueblo sencillo que no tenía en el mundo más que su tierra y su libertad, se ve obligado a abdicar sus nombres, sus leyes milenarias, su dios que brilla en las cumbres, para adorar otro Dios martirizado del que le dicen que le ama como un hermano,—^ pero al nombre del que él se ve, sin comprender, perseguido y acosado de refugio en refugio hasta que su derrota final le obliga a aceptar el Soberano de los vencedores y el bautismo de Cristo. Si él se somete, honradamente, es reclamando un estatuto de hombre libre. El historiador oficial de Canarias, Viera y Clavijo, describiendo esos tiempos trágicos y la « la lamentable extinción de la raza guanche » , confesará que el desprecio demasiado frecuente de este compromiso empujaba a estos seres simples y orgullosos a una incurable tristeza y les inclinaba hacia la muerte. El milagro está en que, instruidos y bautizados, llegaban a ser cristianos convencidos, sujetos leales y ardientes en combatir bajo el estandarte de los Reyes Católicos. Siguen siéndolo. Esta vieja raza insular, fuerte, sana, trabajadora y « de entendimiento agu-lar, fuerte, sana, trabajadora, y de « entendimiento agudo » , ha unido ciertamente sus cromosomas a los de sus colonizadores en todo el archipiélago, ya fueran españoles, portugueses o normandos. El pueblo originario, no ha conocido jamás la derrota o la invasión. Almirantes y corsarios de toda bandera fracasaron aquí. La emocionante conclusión de la Conquista, es el doble culto que los canarios de hoy guardan por sus padres enemigos, consagrando una gloria igual y fraternal a aquéllos que se mataron por el amor de las Islas Afortunadas. f Puerto de La Luz { Las Palmas de Gran Canaria) //. GRAN CANARIA 17 Tiene la forma perfecta de una concha casi redonda cuyas ranuras profundas son los barrancos que descienden de las cumbres al mar. Una concha que se inscribiría en un cuadrado de 50 kilómetros de lado, se elevaría hasta cerca de 2.000 metros en su centro y abrigaría a más de 400.000 habitantes. Concha, ella opone a los visitantes la defensa de su primer aspecto. Cuando hacen una escala rápida en Las Palmas, no ven aquí más que un puerto populoso, una ciudad en plena mutación, atestada de obras bajo unas pendientes áridas y resecas. Hacen una mueca, como el niño cuyas uñas chocan contra una cascara cerrada y la rechaza con desdén, sin buscar la belleza de la perla que allí se esconde. Pues, hay que llegar al corazón de su refugio, penetrar en la misma carne de esta isla, en lo más secreto de la montaña y de su alma, en los barrancos grandiosos de Tirajana o de Mogán, y los pinares vertiginosos de Tamadaba. No es la mayor del archipiélago, por más que sea tan rica y casi igual poblada como su hermana rival Tenerife; con sus satélites del Este, Fuerteventura, Lanzarote, y los islotes que las prolongan, ella forma la provincia de Gran Canaria, una de las más extrañas del imperio español. LAS PALMAS Curiosa ciudad, tendida a todo lo largo del istmo que une a la Gran Canaria ¿ 1 macizo tostado de la Isleta. Estirada como una chica al sol, brillante y desnuda, unida al mar que la salpica de espuma sobre ocho kilómetros de costa. Compleja, yendo desde las callejuelas del siglo XVI a los muelles donde se hablan todas las lenguas del universo, y de los palacios para turistas de lujo a las tíltimas cuevas donde moran los miserables. Erizada de huildings nuevos, pero con villas entre flores, plataneras y arenas africanas que escalan los barrios populares. Noble y polvorienta como España, pero teniendo más aficionados a las peleas de gallos y luchas canarias que a los toros, y más todavía a los campeones de fútbol. Viva, bulliciosa, moderna, con trazos de costumbres medievales. Además, puerto franco desde 1852 y primero de España por su tráfico y el valor de las exportaciones. Este Puerto de la Luz, es aquél, según dicen, donde Colón hizo reparar el timón partido de una de sus naves. Para entrar en la bahía, los barcos contornean la Isleta, islote- montaña que el istmo de Guanarteme liga a la orilla como un navio al ancla. Se la vuelve a ver desde todas las cumbres, antiguo lugar santo y necrópolis de los canarios, hoy punto estratégico rigurosamente defendido. Ella vela sobre los muelles inmensos donde pipes de petróleo alimentan dia y noche a los barcos de tránsito. En la vasta superficie líquida del puerto se cruzan las estelas, torpederos de la base naval, petroleros, cargos, chalupas, correos, yates, trasatlánticos de casco imponente. Uno llega del Cabo, el otro de Buenos Aires, el siguiente apareja para Ber- 18 gen; seis pesqueros japoneses están en el muelle. Todos los pabellones coloreados flotan en el aire tibio que riza el mar. Al costado de la Isleta sube una marea de casas cúbicas," blancas y amarillas, casi árabes; al llegar la noche, en el umbral de las bodegas que huelen a vino y aceite, altos mozos bronceados, cargadores, marineros, pescadores, echan un piropo a las jóvenes como en la Puerta del Sol: « ¡ Adiós guapa. Dios te guarde! » AI otro lado del istmo de Guanarteme, la gran playa de Las Canteras se llena de parasoles multicolores, de cuerpos tendidos. El mar forma aquí un lago tranquilo detrás del cordón de arrecifes negros que la protege de los vientos del Noroeste. Aquí se bañan todo el año. Algunos de los hoteles más lujosos abren sus terrazas sobre su paseo florido, hacia el sol poniente. La bahía, Conñtal, se redondea bajo las cabalgaduras lejanas de los acantilados, las mesetas verdes, las cimas donde las nubes se desmelenan sobre el azul luminoso del cielo, — la esencia misma del paisaje canario—. tros de largo que le sirve de espina dorsal; pero que tiene sus jardines, sus lugares de descanso. El más pintoresco es el Pueblo Canario que creó Néstor de la Torre, gran artista que en los años 30, se hizo el salvador del folklore insular, sus trajes, de su arquitectura cuyos grandes balcones de pino barnizado tienen tanta gracia y fuerza. Bajo las arcadas del Patio, en las fiestas típicas, los magos y magas vestidos de blanco cruzan sus cuadrillas, sus viejas rondas, cantando las isas maliciosas, las folias nostálgicas, al son alegre de los timples, las pequeñas guitarras canarias. Entre los cactus gigantes y las palmeras aparece el decorado « colonial » del hotel Santa Catalina. El charloteo de los papagayos del zoo vecino, responde a las risas jóvenes que saltan del jardín infantil. A lo largo de la calle donde todavía uno se cruza con unas cabras abozaladas, arrastrando las ubres y con ojos globulosos, pasan los autobuses amarillos que todo buen canario llama, con un vocablo cubano, las guaguas. Triana La ciudad mira hacia el Este y cambia diez veces de alma y de nombre entre las atalayas del Castillo de la Luz que vela sobre el Puerto, y las torres negras de la Catedral por encima de las callejas de Vegueta. Estira de Norte a Sur sus barrios nuevos, escolonados en las pendientes secas de la meseta, su playa de Alcaravaneras donde comienza la inmensa Avenida Marítima contra la cual el mar despliega sus oleajes verdes y, — paralela, interminable,— esa Calle de León y Castillo de cinco kilóme- A la entrada de Triana, centro del comercio, han rellenado el antiguo puertecillo de pescadores delante de la capilla dedicada al patrón de los marineros, San Telmo, cuyo terraplén era batido por las olas. La bruma llega a vaporizar algunos dias las adelfas rosas y las grandes araucarias que tienden sus brazos negros sobre el jardín. Al alba, cuando tañe el sonido cascado de la campana, el sol nace del mar y hace brillar la espuma a lo largo del dique que defiende la ciudad. Por la noche, el rumor sordo del oleaje se hace en la sombra un redoble poderoso que opri- 19 me el alma. Del extremo del antiguo muelle se ve la risa continua de las olas hendir la bahía obscura y deshacer a lo lejos el reflejo chispeante de las luces del Puerto de la Luz- La capilla, que cierra su puerta después de la misa matinal, la vuelve a abrir al crepúsculo. Las llamas movedizas de los cirios, hacen resaltar las rosetas del techo mudejar, el oro esculpido de los retablos, los ojos de los santos, delante de los cuales unas mujeres con mantillas están de rodillas, obscuras y susurrantes. Es la hora en que el lenguaje de Babel resuena en todos los bares de Las Palmas. La hora, quizás, en que dialogan bajo los árboles dos fantasmas de poetas canarios. Morales, que murió joven en el tiempo de Moreás, y que murmura: El mar es como un viejo camarada de infancia y Quesada le responde: En San Telmo ha sonado la oración-^ Triana, cada tarde, recibe la multitud del paseo, las jóvenes son finas, bonitas, bien peinadas y vestidas de colores vivos. Entre las últimas fachadas adornadas de lava negra de las mansiones de armadores, banqueros y negociantes del siglo pasado, la anteguerra ha dejado sus decorados barrocos y nuestro tiempo levanta aquí sus edificios de vidrio, de acero, de hormigón. Crisis de crecimiento. Si las boutiques elegantes y las zapaterías son todavía españolas; los escaparates de « plásticos » anuncian ya los drug- stores de América, y los bazares indios de todas las escalas del mundo amontonan en las vitrinas, todo lo que es made in Japan o USA., transistores, cámaras fotográficas, nylons italianos, pulís ingleses, cerca de los mas bonitos calados en manteles de fina tela. En la casa de discos, cuyo vendedor me ofrece una malagueña canaria, un moro pálido, llegado en el avión de Ifni, sueña, atento a la música; los dos tienen el mismo color, mismos ojos, mismo perfil. El árabe se llevará a su tienda del desierto el disco por donde pasa el indefinible ritmo común a Fez y a Granada. A veces, ya tarde, yo sigo por Triana hasta el viejo puente de madera, conmovedor y anticuado, cuyos puestos de flores atraviesan, en el corazón de la ciudad, el lecho seco del barranco de Guinigada ( seco, pero si viene la tormenta el torrente puede arrastrar todo). Un estrecho jardín lo rodea hasta la plazoleta sombreada donde un chorro de agua se despliega. Enfrente, bajo los proyectores, se anima el mercado nocturno a donde los campesinos traen los productos de sus tierras para la venta al por mayor. Montañas de maíz, batatas, rojizas patatas, cuyas cosechas se suceden todo el año; cestos de naranjas, mangos, aguacates, uvas, almendras, según la estación. Los mejores tomates parten en cajas hacia Londres o París. Las pinas de plátanos están envueltas en paja. Del suelo sembrado de verduras aplastadas sube el olor de hinojos y de cascaras de frutas. En diciembre, cuando las noches, a veces son frescas, los vendedores de castañas encienden, como en Europa, sus braseros de tierra de los que el viento arranca la humareda y'' unas viejas abrigadas tienden hacia el fuego sus manos nudosas. 20 Vegueta Más alto sobre este barranco que corta en dos la ciudad y desciende de la montaña próxima, el puente de piedra abre la vieja ciudad real. La catedral Santa Ana es su alma, blanca y negra, coronada de balaustradas y pináculos, nunca acabada en cinco siglos. Quedan en sus gruesos muros piedras talladas del siglo XV; su fachada sombría es de una severidad clásica, sin concesiones a lo gracioso o a lo sentimental, bajo dos torres con linternones que dominan la ciudad. De espaldas al mar, mira la plaza oblonga, rodeada de palacios antiguos, donde hay palmas, palomas, perros de bronce de los que cada uno tiene un nombre, viejos sentados y que piensan: Va el repique en paloma jubilosa Al cristal de la plaza patriciana...( l) Al atardecer, cuando se apaga el oficio de las vísperas, la penumbra llena la nave donde mueren los salmos. Una lámpara brilla ante la Virgen, unas formas con sobrepelliz o capa negra se deslizan con paso furtivo, como en un grabado antiguo, entre los pilares que sostienen las bóvedas labradas; la luz avara cae de lo alto y revela el gran retablo dorado de Santa Ana, la plata de las lámparas, del altar, de sus ornamentos. Riqueza que anuncia, ya, la de las menores iglesias del archipiélago, las profusiones de metal precioso, brillante, repujado, cincelado, cubriendo los altares y las cruces, el amontonamiento de custodias y cálices, en los cofres y armarios desde el retorno de los galeones cargados, hasta irse a pique, del oro y la plata de las Américas. Hay aquí, en el tesoro del Cabildo, joyas cuyo origen añade a su belleza singulares reminiscencias, — el inestimable portapaz cincelado por Benvenuto Cellini, la pesada lámpara pagada en Genova con el precio del azúcar y del vino, los ornamentos y el facistol rescatados de Saint- Paul de Londres « en el tiempo de Cromwell » ... En el muro de la Sala Capitular, expira uno de los célebres Cristos con que el escultor canario, Lujan Pérez, pobló las islas en el siglo XVIIL consagrando su vida a erigir ante la fe popular estos Cristos demasiado divinos, esas Dolorosas, esos Santos en lágrimas que, en los días de Semana Santa, recorren las calles sobre alfombras de flores. La austera catedral, donde los señores tenían sus bancos y los servidores su pavimento, ha resonado no obstante, de palabras explosivas los domingos en que el obispo, recientemente retirado. Monseñor Pil-dain, gran figura de apóstol, lanzaba desde lo alto de su pulpito dorado sus atronadoras Pastorales Sociales, recordando a los magnates del plátano y del tránsito, a los ricos hacendados de la isla, que, detrás de los' Cristos sangrantes venerados por los devotos, estaba la realidad de la miseria, los parados del campo o del puerto, las cuevas del barranco donde vivían los pobres. A la derecha de la nave se abre el Patio de los Naranjos. Bajo sus galerías de madera obscura, se atraviesa un espacio de sombra antes de alcanzar la calle,— y ya está aquí Vegueta—. Todo este viejo barrio que rodea el santuario es la « pequeña planicie » donde acamparon, en un atardecer de 1478, el conquistador Juan Rejón y sus hombres. Las naves españolas, al abordar la » ( 1) Luis Doreste Silva. Las Palmas. Playa de Las Canteras f ^ _^^___ J ^_ XJ X X^ X ^ m Las Palmas. Vista general del Puerto Entrada del Seminario A r Las Patinas Castillo de San Cristóbal visto desde el mirador de El Paso Las Pahuas Patio de la Catedral ¡ i r I Las Palmus Fiesta folklórica f^^^ VW^ ÍV^ j^ r. I ^ ^ ^ A ^ v ^ ^ ^ r » . Í0^^ "*• — • V .1^ -?.. ••--.\ • Í • > O-., • ; . * . Capilla ele Colón Gran Canaria La Caldera de Vandania ¡ Vlonluíia ( le las Cuatro Puertas 29 isla que rehusaba la invasión desde hacía tres cuartos de siglo, habían fondeado bajo La Isleta, y los caballeros avanzaban a lo largo del mar, creyendo llegar a la bahía de Gando, donde otros habían varado antes que ellos. La noche llegaba. Al borde del arroyo de Guiniguada, una anciana les informa: Gando estaba lejos y los canarios vigilaban. Rejón atravesó el riachuelo y examinó el lugar, un pequeño llano, una vegueta donde brotaban altas palmeras. El hizo cortar troncos con que rodeó el campamento que bautizó « Real de Las Palmas » . Así nació esta población; y porque, algunos pensaron que la anciana no podia ser más que la madre de María, Santa Ana fue la patrona de la ciudad. En una plaza pequeña en el centro de la antigua Real, la Casa Colón y la ermita de San Antonio Abad son vecinas. Todas la leyenda canaria de Cristóbal Colón está aquí, entre la capilla donde él habrá oído misa antes de hacer rumbo hacia el oeste y la mansión que habrá habitado. Se sabe bien que el enlosado de la ermita, reconstruida en el siglo XVIII, ya no es el que vio arrodillar al Almirante y que la bella morada que fue la de los Gobernadores no es quizás aquélla en que el durmió. No importa. Estos balcones de madera tallada, estas puertas cinceladas, estos patios, el temblor de la fuente, los manuscritos preciosos, los grabados y retratos, todo esto es digno de acoger el recuerdo errante del Navegante y de sus escalas en la ruta del Nuevo Mundo. Se respira aquí un aire de grandeza marítima, que conviene perfectamente a la ciudad. De aquí, Colón partió en septiembre 1492 para su gran aventura, de aquí, en su segundo viaje, se llevó las primeras plantas de caña de azúcar que fueron aclimatadas en las islas del mar Caribe que él llamó las Nuevas Canarias de las Indias. Me gustan estas calles de Vegueta, estas casas que fueron señoriales y, en sus fachadas enjalbegadas de cal, los balcones con sus celosías, la piedra sombría de las puertas blasonadas, los escudos de armas, las gárgolas en forma de cañones puntiagudos bajo el techo en terraza. Tan pronto la calle corre, derecha, hasta el mar, como se pierde en un laberinto, o se ensancha entre unos puestos desde donde salen los trinos de pájaros enjaulados. Aquí vivió, en el alba del siglo XVII, la asombrosa sociedad nacida de la Conquista, caballeros y sus esposas, monjes, cronistas, inquisidores, hombres de ley, artesanos, judíos opulentos, piratas de todos mares, como ese Juan de Alarcón « que no respetaba nada ni a nadie y se daba a la as-trología... » Mi viejo amigo, don Luis, se hace mi guía, a veces, en las calles donde se extiende una franja de sol. Sus patios no tienen la grandeza altiva de los palacios de Mallorca; entre las finas columnas de lava que sostienen las galerías, ellos son como pozos de frescor, estremecidos de heléchos llorosos, de mil plantas acostumbradas a la sombra y que el sol de mediodía atraviesa con flechas de oro. Unos escalones de piedra suben a las habitaciones; en un rincón gotea la pila, el filtro de piedra porosa bajo las hojas de culantrillo. Las muselinas almidonadas en las ventanas de los grandes salones, el brillo de maderas y cobres, hablan del cuidado de generaciones de esposas casi enclaustradas, reinando en la cocina cubierta de azulejos antiguos, en la despensa donde se alinean las vajillas, los frutos y el vino procedentes de la finca familiar. Cerca de un jardín escondido y de 30 antiguas cuadras, está el apeadero donde antaño se subía para montarse en la muía. Pero es el avión que toma para Madrid la Señora de hoy. A través de toda Vegueta, así como la plaza triangular del Espíritu Santo, el tañido de las campanas del convento alterna con el repique del carrilón de la catedral. Campanas de Las Palmas, cuyas armonías anotó Saint- Saéns. Seminario con su portada maciza cuyas tribunas enrejadas parecen siempre contener murmullos piadosos, San Martín, cuyo « torno » recibía los bebés abandonados, San José que fue parroquia de esclavos, Santo Domingo, que fue hospital de leprosos. De un pasado cruel, quedó largo tiempo en el costado pelado del barranco una zona como las de nuestras grandes ciudades; los huecos negros al sol, rojizos de noche, las cuevas, que ponen en la planicie su decorado de cajas de juguetes. En su palacio moderno, el Cabildo Insular prosigue un plan resueltamente social, construye, prevee, pero, ¡ por Dios!, que conserve a Vegueta la unidad de su encanto antiguo. Saint- Saéns en Las Palmas. Cerca de Triana, bajo los árboles de la plazuela, don Eduardo me contó hace tiempo sus recuerdos de Saint- Saéns. Aquí también, unas mansiones antiguas encuadran el follaje de la Alameda, delante del portal de San Francisco. Lugar histórico: de los jardines de este convento, cuya iglesia conserva los preciosos techos artesonados, partieron antiguamente las primeras plataneras enviadas a las Antillas, y los abuelos de esas mismas plantas habían llegado aquí desde Tonkin, donde las misiones de la orilla izquierda del Rio Rojo eran españolas desde el siglo XVL Un pequeño hotel del barrio vio llegar, un dia de 1895, un cierto M. Sinnois que decía ser comisionista de vinos. De vinos o de comisión, nada. El supuesto corredor sólo pensaba en « tocar el piano » y recorrer los senderos de la montaña. Alegre, jovial, excéntrico en la pequeña ciudad de entonces donde todos se conocían, y donde las mujeres llevaban todavía como un velo monacal la gran mantilla blanca, se hizo pronto una buena reputación de loco, asi como algunas amistades. El Maestro Valle dirigía la temporada de Opera en el Teatro, del cual M. Sinnois, abonado fiel, seguía los ensayos. Una noche, el timbalero falta. ¡ Qué drama! Sin timbal, la ópera italiana sería sosa. Valle se lamenta en voz alta, y riñe al alegre Sinnois que se ofrece para reeemplazar al ausente. ¡ Qué escándalo si se reconociera al extravagante comisionista! La semana siguiente, otra preocupación, el tenor está resfriado. Sinnois salta proponiendo cantar el papel. Nueva regañina, mientras los asistentes se burlan de las ocurrencias del loco. En París, la Opera acaba de estrenar Ascanio. El autor no asistió. Nadie sabe dónde está, ni aún su propia familia que estaba inquieta, la prensa habla del caso. L'Illustration llega a Las Palmas a casa del relojero suizo que es un amigo de Sinnois. En primera página se extiende un retrato. No hay duda, es el corredor de vinos. Por la noche, en el primer entreacto, los abonados se refrescan con el Maestro Valle en el café vecino al Teatro. Se comentan las noticias. Sinnois se calla. No conteniéndose más, el relojero pone bajo sus ojos 31 la foto reveladora. Valle diría más tarde que hubiera dado todo lo de este mundo para que le tragara la tierra y así esconder su vergüenza. Saint- Saéns confiesa. Pero, mientras que su historia corría como la pólvora y que la concurrencia jubilosa se disponía a aclamarlo, él se escabulle por una puerta, se encierra en su cuarto, haciéndose sordo a los gritos que suben de la calle, hace su maleta, y, antes del amanecer, escapa al puerto embarcándose en un barco inglés que salía para Tenerife. Reconocido allí también, vuelve a Las Palmas que a él le gustaba, poniendo como condición que le dejaran en paz. Se le volvió a ver aquí cuatro o cinco inviernos, respetado, adorado, pero bravamente independiente, liberando el lado fantástico de su naturaleza por cien excentricidades. Siguió fiel a los hoteles modestos de la Alameda, levantándose temprano para escuchar el sonido de las campanas, trabajando en la composición de Barbares, del ballet de Javotte, dedicando a una joven pianista de la ciudad su Vals Canario y haciendo a veces reír a carcajadas a sus amigos en el viejo salón del hotel con sus parodias macarrónicas del Barbero. Rechazó ostentosamente el ofrecimiento de los canónigos de tener el órgano, entonces asmático, de la catedral, pero más de una vez puso su talento al servicio de la caridad, interpretando sus obras con la orquesta y el fiel Valle. Para todos él era Don Camilo, proclamado « Hijo adoptivo de Las Palmas » . Cuando la vieja ópera incendiada, fue magníficamente reemplazada por el bonito Teatro Pérez Galdós, decorado con frescos por Néstor de la Torre, —^ parisién por adopción— el nombre de Saint- Saéns fue dado a su « foyer » . Museo de Cráneos Las Palmas tiene otro hijo francés: el gran antropólogo Verneau, que escrutó largamente aquí los orígenes del pueblo canario y guanche. Su memoria está ligada al museo, del cual fue el primer organizador. Cuando uno se deja llevar por la curiosidad apasionada del misterio canario, se detiene en este viejo edificio de Vegueta donde están expuestos, con los vestigios de su civilización, los cuerpos momificados que han sido encontrados en las cuevas funerarias bajo su séxtuplo lienzo de pieles de cabra. Piel y no pelaje. Ningún guantero podrá mostrar un guante más fino, más delicadamente cosido, que los sudarios y algunas túnicas canarias. El hilo era una fibra de tripa. La aguja, una espina. Hace falta una lupa para poder contar los puntos. A veces los labrados le dan la apariencia del terciopelo encarrujado. « Bellas gentes » , decían los cronistas, « altos, fuertes, y bien formados » . Algunos en su desecamiento, tienen el perfil alucinante del viejo Ramsés del Cairo. Aquí están sus diademas de conchas, sus taparrabos de finos juncos trenzados, sus cuchillos de obsidiana, las hachas de lava, la alfarería cuyas formas, hechas a mano, sin torno, no se encuentran en ninguna otra parte. En una vitrina, las pintaderas, pequeños sellos de barro cocido, de un arte singularmente moderno, que servían a los guerreros canarios para tatuarse el torso. En otra, unos sellos parecidos, encontrados en Méjico en la otra orilla del Atlántico. Se conocen otros similares hasta en el lejano Japón... 32 Por centenares, los cráneos se alinean en las paredes de la sala, fijando sobre la gente la mirada vacía de la muerte. « Cro- Magnon » , dice Verneau. Otros etnólogos precisan: « Iberos dolicocéfalos, emparentados con vascos y celtas de Europa, con ciertas aportaciones bereberes y — raramente— negroides » . La mayoría tienen frentes rectas, altas, abombadas, las de una raza noble, inteligente, la raza cuya generosidad y grandeza de alma fueron un hecho humano que sobrepasó el archipiélago perdido. La Montaña- de- las- cuatro- puertas. Estos reyes- pastores, estas jóvenes con collares de conchas, de los que yo interrogaba los despojos angustiosos bajo las vitrinas del museo, los he buscado en la Montaña- de- las- cuatro- puertas, a unos kilómetros al sureste de Las Palmas. Por contraste, es la gran carretera de Gando, la del aeropuerto, la de la base aérea, de las partidas fulgurantes hacia el mundo, la que conduce a la montaña santa. En la pendiente desecada por la luz de África, se divisa desde lejos su cono con la cima tabular donde se abren cuatro bocas de sombra, y que hay que escalar entre las matas de euforbios, tabayba. Cuatro huecos, anchos, bajos, tallados con el hacha de piedra en la vieja lava grumosa, se abren en la sala subterránea que no cobija ahora más que a unas cabras. Desde la plataforma arreglada delante de las « puertas » , hacia el norte, se descubre la cima lejana de La Isleta, igualmente sagrada, destacarse de la costa brumosa. Al parecer este templo rústico sirvió a los funerales de los jefes. El cortejo subía hasta su atrio orientado hacia la necrópolis y una ceremonia tenía lugar aquí delante del pueblo que . lanzaba sus invocaciones hacia Alcorac, Dios Todopoderoso. Después el cuerpo era llevado por el sendero que rodea la cima, hacia la otra ladera vertiginosa de la montaña, donde lo esperaban los embalsamadores. El sendero está aquí, estrecho, mostrando en sus revueltas una vista incomparable, el gran perfil despedazado de las cumbres nubosas de la isla. Los altos lugares donde los sacerdotes ofrecían las libaciones de leche y los frutos de la tierra al Señor, como los hijos de Adán; y al final de la pendiente pedregosa donde los hombres se esfuerzan por cosechar escasas verduras, la bahía azul de Gando que vio acercarse las velas de Egipto y las de España, antes que los aviones de hoy. Al reverso de la montaña, aparece la fachada oculta del templo, una pared rocosa, a pico, horadada como una colmena de toscas habitaciones cada una de las cuales debía tener su destinación; la piedra, a veces, está ahuecada como para recibir un líquido. Todo es de un ocre ardiente que flamea al sol. Decenas de cabritos con pelaje de gacela, brincan en el sendero; las aves de rapiña con alas desflecadas revolotean en busca de una presa. Aquí, cuando el cadáver había desaparecido de la vista del pueblo, era depositado en el suelo y lavado cuidadosamente. El carnicero, casta despreciada como en Egipto, cortaba la piel con una hoja de obsidiana, vaciaba, el cerebro, las entrañas, reduciéndolos a cenizas. El sacerdote- médico llenaba el cuerpo de un bálsamo hecho de resina, de « sangre de dragón » , azúcar de euforbios, miel, hierbas machacadas, manteca de cabra largamente conservada en jarros hundidos en la tierra, y que formaba la base de la farmacopea canaria. W" ^^^ TBT ÍM> • ' ^ ' ' JbJ^ l rm. __ j ._ Jaiílín tlí'l hotel de Sania CalaliiHi. IMS Palmas 33 Tres fosas en forma de féretros cuyos pies convergen, entallan la roca. Aquí acostaban los cuerpos embadurnados de bálsamo. Durante quince días, el sol y la luna fundían sus aromas, impregnando el cadáver. Desecado como un haz de hierbas, era envuelto en seis o siete lienzos de piel de cabra, finos como tela. So-lamente entonces, el muerto era llevado hacia la necrópolis, o izado hasta una gruta en lo más alto del barranco. En la pared escarpada, una serie de alveolos redondeados, ennegrecidos por el fuego de los pastores, sirve de establo a las cabras. Aquí, se cree, vivían las Harimaguadas, vestales guanches, vírgenes sagradas, hijas de jefes, confiadas a una mujer mayor, institutriz y guardiana. Innegablemente ellas son el origen de la leyenda de las Hespérides. Se sabe que unas leyes terribles velaban sobre su castidad y que no salían de su retiro más que para descender a bañarse en el mar. Si un hombre tenía la desgracia de acercárceles o dirigirles la palabra, era condenado a muerte y lapidado. La torre que, desde 1466, habían edificado los españoles en Gando, fue varias veces demolida por los canarios para castigar a los soldados por haber perseguido a las Harimaguadas. Eran ellas las que curtían la piel de los cabritos para hacer los sudarios, las que componían los bálsamos fúnebres y lavaban a los recién nacidos con un agua lustral; eran las que, en los días de peligro público, de sequía o epidemia, iban, los cabellos sueltos, llevando palmas, levantando los brazos al cielo con suplicaciones frenéticas y danzas convulsivas, fustigar el mar e implorar el poder de Dios. La cima de la montaña donde la piedra forma unos toscos asientos, parece haber sido un Tagoror, lugar de consejo para los ancianos, puesto de vigilancia quizás, desde donde se descubre toda la extensión de la costa hacia las soledades del sur, las llanuras pedregosas que han arrojado hacia el mar los torrentes descendidos de las Cumbres por el gran corte del barranco de Tirajana. Aquí uno se siente muy lejos de nuestro tiempo, hasta el instante en que la sombra de un ala rugiente vira por encima de las cuevas, desciende hacia los cipreses de Gando, y se inmoviliza sobre la pista. • 34 EN EL CORAZÓN DE LA ISLA En el corazón de la isla, primero está el Monte, — el Monte y Tejada. Es lo que las gentes de Las Palmas enseñan a sus huéspedes antes que nada. Es verdad que la sorpresa es agradable al salir de las tierras áridas que cercan la capital. El Monte Lentiscal. En menos de un cuarto de hora se sube a los verjeles de Tafira. Los eucaliptos que bordean la carretera por encima del barranco de Guiniguada se hacen cada vez más altos, más poderosos bajo el enrollado de sus cortezas; sus ramas flotando al viento exhalan el aroma violent'o, salubre, que es el perfume mismo de las mañanas de Canarias. Una densa cinta de plataneras verdea en el fondo de un barranco, bajo las ualmas. Se sube, y las cisternas brillan al sol, y las hermosas fincas engalanadas con bougainvilleas rojas. Los bungalows más modestos se multiplican en las largas lomas de terreno que suben hacia Santa Brígida. Raros son los ciudadanos que no tienen aquí su residencia veraniega, una viña, un jardín; raros los extranjeros que resisten a su atractivo. Viejas parejas suecas o británicas eternizan sus bridges en los sillones de cretona del Gran Hotel, donde todo es « cosy » y respetablemente conforme a los gustos anglo— sajones. En su terraza, se da la espalda al mar, que no es más que un recorte azul entre dos colinas. Más allá de los cipreses, pinos y palmeras, el macizo de las cumbres lejanas raya al cielo; sobre la más alta, en el punto culminante de la isla, se discernen los mamelones gemelos que el pueblo llama Los Pechos. Toda esta región plantada con bellos árboles, viñedos y parques que dejan desbordar sus franjas de flores, es de una gracia infinita, susurrante del rumor líquido que corre en las canalizaciones. Cuando el agua salta al aire libre, las muchachas vienen aquí a lavar, risueñas y charlatanas bajo sus grandes sombreros de paja. Entre las altas paredes de lava del barranco de Angostura, la pequeña carretera de San Lorenzo, llena de geranios en flor, va siguiendo el delicioso Jardín Canario; aquí están reunidas, aclimatadas, to-das las especies vegetales del archipiélago, árboles, flores, euforbios, cactus que se agarran a las escarpas; los pájaros de la isla también están aquí, canarios cantores, pequeños capirotes melodiosos, a lo largo del arroyo que refleja las piedras. En la meseta, una larga avenida de palmeras simula un decorado de oasis. Por encima del pueblo donde cada casita está locamente adornada de plantas verdes, el pequeño cementerio con sus cipreses negros es un lugar luminoso y melancólico desde donde es agradable contemplar la montaña. En el siglo XVIIL las últimas erupciones no habían dejado aquí más que un mal país recubierto de ceniza y a la merced de los lentiscos. Ceniza preciosa, ceniza nutritiva. Las cepas han brotado en hileras y sus follajes, en noviembre, salpican de oro rojo la arena negra; el Vino del Monte les debe su fuego ligero, las viñas moscateles dan aquí un licor ardiente. En frente de los viñedos de Tafira, el cono quemado del volcán de Bandama da testimonio de los cataclismos; del mirador que corona su cima, se descubren a la vez su cráter perfecto al fondo del cual una pequeña granja está asentada, solitaria, 35 fuera del tiempo, y los céspedes recortados del Golf entre las viñas. Más allá, sobre la cresta de La Atalaya, los alfareros amasan todavía el barro para modelar a la mano, sin torno, los cántaros parecidos a los de sus antepasados. Una mañana, en el camino que sube a Santa Brígida, me crucé con el vendedor de ¡ Pescado vivo! soplando en una concha marina, como un tritón. La lechera le seguía, llevando sobre su sombrero de paja un andamiaje de cacharros. ( Si sólo tuviera que llevar un plátano o una caja de fósforos, una canaria lo pondría sobre su cabeza). Una ñla de cabras trotaba en busca de un pasto escarpado. En el barranco donde el sol exaltaba el perfume de las naranjas, unos chicos regaban por medio de las atarjeas pacientemente los plátanos y las tomateras, otro recogía guayabos maduros y, porque yo había perdido mi camino, él me dio por guía a Candelaria, — de seis años, con los ojos azules y los cabellos rubios de sus abuelas canarias; ella me condujo por lo más hondo del barranco, encontrando allí la vibración de un bosque de álamos en el frescor de un valle de Europa; pero, en la otra vertiente, la ceniza negra rodaba bajo nuestros pies entre las cepas y las raquetas espinosas de los nopales. Así es el Monte... Tejeda Desde que se sube en grandes curvas al costado de la montaña por San Marco y Las Lagunetas, el decorado cambia todavía más. Unos cultivos en terrazas se escalonan bajo el ramaje de las higueras, entre los blancos pueblecitos con tejados rojizos. Al final del invierno, la hermosa tierra morena por donde brincan los corderos y los cabritos, se cubre de un terciopelo de verdor, cebada o trigo, mientras estalla la floración de los almendros. Más alto aún, los bosques de castaños hacen creer en una Suiza donde las lanzas azules de las piteras serían un error geográfico. En los taludes ocres, unas cuevas sirven de silos, de establos y refugio a los pastores. A menudo, por encima de la cuenca húmeda de Las Lagunetas, las enormes nubes invaden la garganta del desfiladero. Ellas forman parte del paisaje. Cuando se separan, se divisa, encaramado en la arista a cerca de 1.500 metros de altitud, una especie de castillo, el Parador Nacional de la Cruz de Tejeda. Yo he conocido la garganta que se abre entre las más altas cimas de la isla, cuando sólo la Cruz señalaba el paso de los muleros, delante de la modesta tienda donde se compartía con ellos el queso y el pan. Apenas se distinguían, entre las nubes removidas por el viento, unas siluetas arcaicas de pastores descendiendo de las cumbres, envueltos en su manta blanca. En menos de una hora, los autocares y coches traen ahora hasta aquí su cargamento de turistas. Los más hastiados no escapan a la fascinación de este lugar apocalíptico. Al pie del desfiladero, un enorme valle se ahonda. Lo que fue sin duda un cráter se abre en barrancos sal- 36 vajes, entre murallas ruinosas y teñidas de ocre, cuyos huecos de sombra tienen a veces todos los azules imaginables. Unos monolitos de basalto, el Roque Nublo y el de Bentayga, clavan aquí sus altas formas, bravias, el barranco se va profundizando hacia el oeste, hasta el mar lejano y centelleante, que lleva en su lecho de bruma el triángulo de Tenerife. Es de una belleza tan extraña que recuerda los decorados dramáticos inventados por un Jerónimo Bosch, y sin embargo hay aquí la indecible serenidad de la montaña y la mar unidas. El Parador es una especie de claustro aéreo a donde se viene para escapar a los ruidos de la ciudad, a la humedad del puerto. Hay veces que en invierno la nieve confiere a las pendientes vecinas un sabor de viaje al Norte. En la terraza, parecen las « Cumbres Borrascosas » en el galope de las nubes; pero de noche, cuando las estrellas nacen sobre la espaldilla del Roque Nublo, éstas tienen su destello sahariano, más grande y más puro que en Europa. Del desfiladero, una carretera nueva se eleva hacia la cumbre del Pozo de las Nieves... Cada viraje revela una visión más amplia del corazón de la isla, de sus abismos, de sus roques gigantes, el Nublo que es el más alto monolito conocido( l) — o el Fraile cuya silueta petrificada en un hábito de lava parece vigilar todos los caminos de la montaña. Una plantación de pequeños pinos cubre la meseta, la primavera pone aquí su floración de retamas, de gamones y pequeñas alelías malvas. En la cima, el Observatorio militar, marca el punto culminante déla Grflw Canaria, alt. 1950. Bajo el Parador, la carretera se hunde en revueltas vertiginosas hacia la aldea de Tejeda, apretada contra el espolón que domina un torreón de basalto; después gira en el círculo dantesco que rodea el monolito del Nublo. Aún en este caos pétreo la paciencia campesina, en todas partes donde puede, se agarra a su tierra descolorida. Bajo el amparo abrumador de la montaña volcánica, unas casuchas aisladas están pegadas en bloques dispersos, y se ve en los ínfimos cercados cavar al hombre y moverse las cabras. Todo parece sin medida, primitivo, casi religioso. Entre las paredes donde se abren las bocas obscuras de las cuevas, se adivinan a lo lejos las grandes mesetas del sur de la isla, las masas negras de los pinares de Pajonal y el brillo del lago de Chira, la más grande y más alta de las presas que retienen el agua de los barrancos. ( 1) 65 m. de alto. r Paisaje de las cumbres ti Teide visto desde el Parador de Tejeda '^ El Parador de Tejeda ! m ± — ^ ^ i - < rl Los pinos ele Gtildaí Tanuidah^ t Asocíete vislu desde ¡ umadahü Valk' ( le Mogón 45 Tirajana Cuando se sube al fin el umbral rocoso que da paso a la carretera hacía la vertiente oriental, otro cráter hundido, el inmenso barranco de Tirajana aparece como un reino de otro mundo, un jardín de Edén donde los finales de invierno estallan en ramilletes de almendros en ñor en el caos de los bloques caídos de las cimas, y donde en verano, los higos, los al-baricoques, pesan en las ramas, alrededor de las pequeñas aldeas que muchos viejos no han abandonado jamás. Un acantilado abrupto, gigantesco, parecido a los asientos de un templo y llevando en su cresta el símbolo de Los Pechos, envuelve el anfiteatro donde las palmas brotan en medio de los verjeles. Al final del dia, cuando el azul intenso del cielo vibra por mil ñechas solares, y unos trozos de ultramar cortan cada pináculo de oro rosa, esto es inefablemente bello. Un lienzo de sombra cubre ya los viejos tejados de San Bartolomé y sus humaredas que tiemblan entre los pinos y las palmeras; al otro lado del circo la luz da todavía en las casitas de Santa Lucía esparcidas entre los árboles fi- utales. Lejos, en la huida del barranco, el mar inscribe un triángulo azul, casi malva. Puede ocurrir que los elementos se desencadenen y una lluvia torrencial devaste las pendientes. Yo he visto ya aquí el gran autobús amarillo del correo buscar penosamente su paso en la carretera cubierta de charcos fangosos y avalanchas de piedras. Después las nubes se alejan, y el dios- sol bendice de nuevo los cultivos donde los cerezos vuelven a florecer. El aspecto del barranco es distinto cuando se sube por la parte oriental, por encima de los deltas pedregosos que las aguas arrancaron antaño de las pendientes. De mañana, el sol entra con fuerza, inundando de claridad el profundo cañón basáltico al fondo del cual brilla el verde vivo de los cultivos. Pero es el crepúsculo el que le confiere una grandeza casi bíblica, y que hace que este paraíso escondido se recuerde desde el corazón de las ciudades. La carretera que sube desde el mar, por Agüimes o Sardina, alcanza la garganta cerca del extraño macizo de la Era del Cardón. Cuando se llega aquí tarde, la sombra se eleva ya de las profundidades azuladas en el caos de rocas que sobresalen del abismo, hacia unas columnas de basalto. Se sorprende a los lagartos huyendo entre las piedras todavía tibias y el vuelo de los cuervos y gavilanes hacia las crestas todavía ribeteadas de luz. Y he aquí que, en medio del barranco, surge una especie de triple cindadela de roca viva, sombría, ciega, cerrando él paso de un verjel prohibido, el Castillo, la Fortaleza, Tagayda. Más alto, muy lejos detrás, la muralla de la montaña- templo se baña en la última claridad del día. Y se tiene la tentación de decir al chófer: « Pare. Vuelva a la ciudad. Déjeme aquí, que quiero subir andando este camino, lentamente, recostarme en un tronco de palmera para ver nacer una a una en lo más alto del circo ensombrecido, las débiles luce-citas de los hombres y por encima de ellas, las estrellas; respirar en este vasto silencio el perfume obscuro de los jardines, y afrontar como Jacob al ángel nocturno del valle » . El crepúsculo descendía sobre la Fortaleza, la tarde en que don Vicente nos condujo hacia la gruta de Ansite. El sendero milenario subía hasta el arco profundo y largo, que perfora la cindadela de lava en- tre dos barrancos. Ella fué, hace quinientos años, el refugio de los canarios sitiados y perseguidos por los españoles. Aquí, en 1482, vencidos por el destino después de más de medio siglo de resistencia desesperada, tuvieron que aceptar la integración a la Corona de Castilla. Eso que fue la victoria de urtos, la derrota de otros, se conmemora bajo el arco de An-site, en una conmovedora fraternidad, por aquéllos que son sus descendientes. Y yo escuchaba con emoción a Vicente evocar, como si se hubiera tratado de su propio abuelo, al Príncipe prisionero y su niña, « Guayarmina la del bello rostro » , cuyo nombre ha dado a una de sus hijas. Para compartir con otros la pasión que siente por su tierra, él ha hecho de su casa de Santa Lucía, un museo ingenuo y, de su antigua cuadra, un bar rústico rodeado de viejos arados de madera; el huerto está lleno del canto de pájaros y animales mansos; entre los patos, los conejos, los perros y el asno, Vicente sueña con edificar aquí un hotel... Haga el Todopoderoso Señor de Tirajana, que la grandeza y la paz del lugar no sean profanados... El Barranco de la Virgen Cada uno de los grandes valles hundidos que surcan el corazón de la isla, fue uno de esos reinos cerrados, compartimentados, tales como conoció la Antigua Grecia — pero aquí no se encuentran acrópolis ni castillos. Sólo las Iglesias, blancas o rosas, reinan sobre los pueblos y los campos. Dios sólo es aquí el amo. Dios y la Virgen. Entre Tejeda y la costa norte, la red de cañadas y barranquillos que se cruzan de una y otra parte del Barranco de la Virgen tienen la gracia casi alpestre que es el encanto del Monte. El verano les da la tierra desnuda y seca, pero el invierno y la primavera los tapiza de fino césped, de trigos tiernos cuyas pendientes oblicuas dominan el río verde de las plataneras que ocupan el fondo de las vaguadas. Entonces, los finos chorrillos de agua escapados a la captación intensiva corren por los acantilados, entre las peñas desmoronadas. Por todas partes también los manantiales minerales cuya fuerza radioactiva está apenas valorada, brotan de las lavas, fuentes santas donde el pueblo continua yendo, cerca de Azuaje, de Teror, de Firgas, cuya agua chispeante y firesca es el « Perrier » canario. La melena danzante de los eucaliptos acompaña estas carreteras sinuosas, que saltan un barranco, se encaraman por encima de los estanques cuyo espejo refleja el cielo, vagan por delante de uno de los últimos molinos de gofio cuyo aroma frumentáceo flota en el suelo empolvado de harina. Se cruza uno con el camión matinal cargado de cántaros de leche y los campesinos sobre su asno o su muía. Grandes pueblos claros están colocados como en un decorado de Belén en las lomas que separan los valles; tienen amplias iglesias de cúpulas rojas o blancas; algunas, desde hace cuatro o cinco siglos, acumulan sorprendentes riquezas. Así es la de Teror. Desde los tiempos de la Conquista, en 1481 la Virgen apareció en un pino. Enfrente del árbol, en honor de Nuestra Señora del Pino, fue construida la iglesia. Una fina torrecilla del siglo XV en piedra amarilla ha escapado a las clásicas « reconstrucciones » , y un bestiario de gárgolas hace muecas bajo el techo. Al fondo de la nave, en- 47 tre los dorados altares, la Virgen se yergue sobre su trono de plata, bajo su manto de oro, centelleante de alhajas. Ella es la Reina, la Patrona, el ídolo bienamado de los canarios que la han colmado de joyas, pedrería, vestiduras bordadas, coronas, orfebrería religiosa y ornamentos sin precio que llenan las vitrinas del Tesoro. Dicen que hasta tiene su cuenta bancaria. Por su fiesta, en septiembre, una muchedumbre alegre se desborda en la plaza, bajo los árboles, esparciéndose entre las viejas casas blasonadas con balcones de madera obscura, que bordean la calle. Cerca de Moya, el barranco de las Tilos se abre a un lado de la carretera. Un torrente de agua saltarina corre entre gruesas raíces de las cuales todavía brotan algunos retoños. Del gran bosque que existió aquí en el siglo XVI, quedan estos hermosos árboles de follaje obscuro, el césped sembrado de peñascos, la soledad y el silencio d- íl lugar. Más alto aún, en un jardín abandonado, está la Finca Corvo rodeada de castaños y eucaliptos gigantes sobre una terraza que domina uno de los más vastos panoramas de la isla, el correr de las colinas hacia el mar donde se encorva, a lo lejos, el istmo blanco de la Isleta. Tamadaba Todo esto, no obstante, queda dentro de la medida humana y unido a su vida rústica; Tamadaba al occidente de las Cumbres es otra cosa, una réplica sorprendente a la grandeza de Tirajana. Se va por la carretera alta que sube por encima de Teror, a través de las tierras rojas, por Valleseco cuya iglesia , de cúpulas y los cipreses parecen salir de una miniatura persa. Las matas de retamas blancas se agarran a las paredes del barranco de la Virgen, donde unas ovejas se esparcen entre los castaños. En un recodo una corriente de lava ampulosa recuerda el origen de este suelo, pero entre los conos cenicientos que parecen haber nacido ayer, un plantel regular aparece en el infinito; la extensión desolada, antaño cubierta de bosques, ha sido repoblada por millones de pequeños pinos canarios. Sus antepasados están aquí, un último grupo aislado de árboles poderosos, perfilados como los pinos de las estampas japonesas en la pendiente inmensa que desciende hacia la orilla pálida de Galdar. La carretera no se desvía más que para atravesar el más alto pueblo troglodita de la isla, Artenara, donde las casas muestran sus fachadas talladas en plena roca como los templos de Petra. Un túnel de lava se acaba en un arco abierto, a pico sobre el formidable paisaje del barranco de Tejeda y el Roque Nublo inmutable. Unas franjas de follaje y flores penden de las paredes rocosas de la gruta, — que un arte ingenioso ha transformado en restaurante—. Yo he probado aquí, sin poder quitar los ojos del paisaje, un conejo en adobo regado con un ligero vino del monte, cuyo recuerdo queda ligado al de esta terraza aérea, resonante del piar de los pájaros. Una última escapada sobre las fantasmagorías de Tejeda y el Nublo alzado, negro bajo el sol, después comienza el pinar, denso, verde, cuya sombra es azulada sobre las peñas rosas y negras que descienden las pendientes. El pino de Canarias es uno de los más bellos del mundo, tan alto y tan derecho como el laricio de Córcega, con un tronco vigoroso de corteza púrpura, de agujas triples y ramas brillantes y largas. 48 El pinar de Tamadaba, como los de Pajonal, atestigua lo que fue el bosque milenario que abastecía a los canarios de las únicas armas que conocieron, la maza, la jabalina, el venablo, cuya madera, la tea, pasada por el fuego que endurecía su resina, se volvía transparente, imputrescible y dura como un hierro de lanza. Alrededor de la Casa Forestal y de su fuente helada, no se ve primero más que la solemne arboleda sombreando la planicie que parece infinita; los árboles brillantes de sol se alzan en un horizonte lineal en donde el mar parece lejano; se avanza indolentemente entre los troncos menos tupidos, y los grandes bloques esparcidos entre las hierbas. Y cuando se iba a saltar la tíltima losa rocosa, brutalmente, se retrocede sobrecogido hasta las entrañas por un vértigo, una especie de terror animal: no hay nada más allá, que el vacío. A 1.400 metros sobre el nivel del mar, la meseta está cortada a pico, despedazada en resaltos inaccesibles. Abajo de su muralla, en una bruma luminosa, aparece toda la costa del noroeste, — los iUtimos derrumbamientos del macizo hacia el cerco espumoso del Puerto de las Nieves, el barranco verde de Agaete, y la extensión de tierras cenicientas que van a morir hacia el cono rosa de la Montaña de Gáldar. Ningtin paisaje canario estremece de tal manera, ni ejerce una fascinación más extraña. Todas las imaginaciones alocadas de un pintor romántico quedan sobrepasadas cuando el juego de nubes y del viento desgarra los cúmulos inglados con las agujas de las rocas, lanzando los reflejos violetas o negros sobre las tierras bajas, o revela de pronto, en el horizonte, el perfil obsesionante del Teide de Tenerife. LA RUTA DE LOS PLÁTANOS 49 De hecho, no hay rincón aquí donde no se hayan podido plantar plátanos. A fuerza de cuidados, trabajo, agua y dinero, el menor terraplén irrigado, la menor franja de tierra a lo largo de las olas, pueden tener sus grandes hojas verdes que el sol atraviesa con transparencias doradas, que el viento desfleca y que ennoblecen la mayor de las flores de pétalos violáceos y el racimo más pesado del mundo. ¡ Pero a qué precio! Hay que pensar en el suelo cavado hasta un metro de profundidad o más, y el lecho así descubirto sembrado de guijarros, rellenado con tierra tamizada, donde se planta el tronco que será el primero de una dinastía, de la cual hablan los que la cuidan como de una raza humana: el abuelo, el padre, el hijo... Pensar en el agua vital qué hay que ir a captar en lo más profundo de la montaña y retener en las presas que atraviesan casi todos los barrancos, o en cisternas cuyas placas de jade brillan en todos los valles. El primer estupor del canario que visita Europa, son los arroyos, los ríos que corren libremente hacia el mar. Aquí el agua es la vida. ^, Se dejaría perder la vida? Ella se paga cara, según minuciosos contratos que regulan las bendiciones diarias, ñjando el precio de coste, el valor del litro- segundo. Si un ciclón pasa furiosamente por las tierras, tumbando los troncos con sus flores maltrechas, asolando las tierras y las atarjeas, todo está perdido. Hará falta varios meses para reconstruir la Trinidad platanera, y que dé su pifia anual. Por el contrario, recogida ésta, todo se utiliza; las hojas frescas alimentarán al ganado o le servirán de lecho. mientras que las fibras del tronco leñoso se usarán para sostener las plantas de tomates. (^ Plantaciones? Las hay todavía entre las casas de Las Palmas, y en los oasis del Sur; pero las tierras del Norte, húmedas, vaporizadas por los brumazones a-tlánticos, son su reino de elección. La carretera de A-rucas y Gáldar, con sus múltiples ramificaciones es verdaderamente la ruta de los plátanos. Se ve en los cobertizos donde se embalan con paja las pinas, en el paso de los camiones llevando los racimos al Puerto. Aún entre las pendientes rugosas de Tama-raceite y Tenoya, el lecho de los barrancos abriga un raudal verde, espeso, de donde resaltan los penachos de las palmeras. Arucas. Arucas es la capital del plátano, como lo fue antes de la caña de azúcar y la cochinilla. Cuando se la contempla desde lo alto de un pequeño cono volcánico, la montaña de Cardones, por donde sube una carretera en caracol, se. ve el tapiz verde de las plantaciones extenderse sobre una fértil llanura, rodeando las fincas de los ricos propietarios o de Sociedades de producción,, las casitas de los campesinos, los estanques brillando al sol. En esta marea de verdura resalta la blancura de la villa, que no se parece a ninguna otra, a causa de su iglesia negra, alta, cincelada como un relicario gótico, con sus tres agujas caladas, pronto cuatro, dignas de una catedral, y cuya lava obscura se ha dejado trabajar como un encaje. Se sabe bien que no es una obra antigua, que nació de la prosperidad del 50 negocio y tue pagada por el azúcar y los frutos. Tal como es, su silueta singular da a Arucas una nobleza que atrae desde lejos y seduce. Ella atestigua, como los jardines y los parques de rejas señoriales, ( hay todavía Marqueses de Arucas...) una riqueza, una aristocracia de terratenientes que no abdica a pesar de las dificultades crecientes; ya que la demanda de obreros en las construcciones de Las Palmas disminuye la mano de obra agrícola, y faltan hombres para regular el juego delicado del regadío sobre el que reposa el valor de esta tierra. Sin embargo, hay que resistir. En la hermosa - finca del Toro, el dueño del lugar me ha enseñado el « nudo » de las tuberías que conducen el agua corriente, de parcela en parcela, hasta el final de las plantaciones y también cerca de la viej^ mansión escondida entre las flores y los árboles, el establo donde enormes vacas y un toro gigante con cuernos en forma de lira, rumian las tiernas hojas de plataneras. Dejemos la red de caminos que cubren el norte de la isla para remontar hacia el interior, hasta las tierras altas donde se asombra uno de ver los rebaños pacer a la sombra de un tronco de palmera en medio de los cactus. La ruta- de- los- plátanos vuelve a descender de Arucas al mar; las plantas se pegan a la orilla misma de las olas que las rocían de espuma, entre una playa de guijarros y el reborde vertical de la meseta. ¿ Será por eso que pasan por dar los mejores frutos del archipiélago? Unos pueblecitos desgranan aquí sus casas. Cuando se atraviesa Bañaderos al caer la tarde a la hora del paseo, todo el mundo está fuera, invierno como verano, y los grupos de muchachas risueñas, cogidas del brazo, ocupan la calzada: Más lejos el espolón rocoso de Parador afronta el oleaje como un navio llevando el cargamento de una aldea de pescadores; acrópolis bárbara, dorada de sol, aureolada de brumazón y hacia la cual, cada vez que paso, todavía me vuelvo. Pronto la carretera florida de geranios se aparta de la costa platanera, sube, traza un lazo agudo en una brecha de la meseta y penetra en la roca. Justo por encima, el acantilado deja ver el arco de una gruta que cobija, como la de Cuatro Puertas, múltiples alveolos, el Cenobio de Valeron. Un sendero lo escala y os deja perplejos delante de esta colmena para seres humanos; algunos huecos son tan bajos que no se puede estar en ellos más que agachado, otros tan obscuros que sólo se podría entrar para dormir. Los especialistas en etnología guanche han ejercitado aquí su sagacidad. ¡ Qué será lo que no han supuesto! ¿ Sepulcros, celdas de cenobitas, refugios de Vírgenes sagradas? Puede que tengan razón los que piensan con buen sentido en una especie de silo colectivo donde una tribu almacenaba sus reservas bajo la vigilancia de alguien que se hacía responsable. Y del cual, el pirata que dejó su nombre al Roque del Moro, trataba quizás de apoderarse. La Cuesta de Silva. Lo que se sabe, en cambio, es por qué el acantilado salvaje que la carretera remonta a la vista del mar se llama La Cuesta de Silva y pertenece a la Historia,- una historia tan bella como una leyenda. Parad, dejad vuestra mirada errar por las profundidades del barranco y por la franja de espuma de la orilla, escuchad. Hace cinco siglos, tres carabelas habían eos- 51 teado durante la noche esta costa norte de la isla y fondeado bajo las alturas de Gáldar. Sin ruido, doscientos soldados armados desembarcaron con su jefe. Este era un caballero portugués, joven, valiente, que se llamaba Diego de Silva. En este tiempo ( 1467), Portugal disputaba a España sus derechos sobre las Islas. El Papa hubo de intervenir. Pero Silva había resuelto la querella por su cuenta esposando en Lanzarote a la hija del español Herrera, poseedor de los antiguos reinos de Béthencourt. Los dos gentilhombres habían intentado juntos, con una pequeña armada, establecer una nueva « cabeza de puente » en Gando, donde los canarios continuaban oponiéndose a toda invasión. Habiendo sido cercado Herrera por los insulares, Silva intentó una división por el norte. Más desde el amanecer, sus naves habían sido descubiertas, y los montañeses habían visto la pequeña tropa prosiguiendo su penosa escalada. Una llamada corrió rápidamente de roca en roca. El joven rey del valle de Gáldar, Tenesor Semidán, reúne seiscientos de sus mejores hombres y se lanza sobre el rastro de Silva. ¡ Que se incendien los árboles de la orilla para cortar a los invasores toda retirada hacia los navios! Silva, viéndose cercado, consigue alcanzar con los suyos una pequeña planicie a la vista de Gáldar: atacados con furia se refugian en uno de esos Tagoros cuyo recinto de piedras toscas servían de lugar de consejo y tribunal de justicia. Durante dos días, resisten, agotados de hambre, de sed, de fatiga; después, viendo toda lucha imposible, « para escapar a la muerte o la esclavitud » , Silva se decide a enviar a dos de sus tenientes que conocían el lenguaje canario para solicitar una capitulación « tolerable » al que parecía ser el jefe de los asaltantes. Unos alaridos les responden, y están a punto de ser muertos cuando Tenosor, vestido de pieles de animales como un Tarzán de Hollywood, tan joven, guapo y valiente como Silva, avanza, hacia el recinto. Se dice que había aprendido el español con unos misioneros prisioneros en la corte de su padre, el Guanarteme ( 1) de Gáldar; se dice también que una joven princesa había intercedido por los cristianos. Cuando Silva le pide que les deje volver a embarcarse libremente, es en castellano que Tenesor le contesta; « ¡ Europeo! Tú y los tuyos habéis venido voluntariamente a encerraros en este lugar de malhechores. Ninguno de vosotros evitará el castigo... » . Y le muestra la multitud que grita venganza alrededor de él. Pero su mirada está fija en las facciones descompuestas de Silva, •— su enemigo, su igual. Y de pronto le hace esta proposición inaudita, inimaginable: « Si fueseis canarios, yo tendría confianza en vos, y os propondría una estratagema para salvaros del peligro... » ¡ Que Silva ponga la mano sobre él, le sujete, y finja estar dispuesto a quitarle la vida si sus vasallos no dejan a los españoles retirarse! Los cronistas relatan que a estas palabras de su vencedor, Silva estupefacto, con lágrimas en los ojos, cae a sus pies, le besa las manos, y jura por su honor que él no podría hacer tal cosa. Ya los canarios están dispuestos a lanzarse al asalto del recinto, « obscureciendo el aire » con sus lanzas, mazas y piedras. El joven guanarteme les hace frente y con voz firme intenta calmar el tumulto: « ... Los cristianos no han querido ofenderle; si se les deja libres, volverán a su país » . Y como algunos pro- ( 1) Rey. 52 testan, a su vez él amenaza: el que tire todavía piedra o lanza, perderá la vida. Que se deje salir a los extranjeros y que se les trate como se trata a los amigos. Durante dos días. Silva y sus soldados fueron acogidos en la corte rústica de Gáldar, confortados, alimentados con carne, frutas, gofio. Un golpe de viento siibito había obligado a las naves a cambiar su for-deadero por otro, al que había de llegar por unos senderos escabrosos. La fila de españoles, escoltada por los hombres de Gáldar, se estiró por la montaña detrás de Silva y Tenesor. Nos gustaría saber lo que se dijeron entonces, y qué preguntas haría Silva al joven príncipe. Así llegaron a esta cuesta pendiente, este abrupto acantilado que domina el . barranco donde el caminar se hizo tan terrible, tan vertiginoso, que Silva cambió de color. Sus hombres tropezaban, agarrados a las paredes donde los canarios saltaban como sus cabras. Un pensamiento le oprimía: ¿ no les habrían liberado para precipitarlos en el abismo? Tenesor vio su turbación, su mirada; sonrió, con ironía quizás, y le rogó que se cogiera de su brazo. La orden corrió de un lado al otro de la columna, cada europeo descendió la Cuesta agarrado a las capas de pieles ondeantes que cubrían solas la espalda desnuda de los guanches. Cuando hubieron de nuevo encontrado las naves que se habían guarecido del lado de Bañaderos, Silva y sus compañeros entregaron sus espadas a Tenesor y a sus guayresd) « no queriendo combatir en lo sucesivo a tan generosos adversarios » . La His- . ( 1) Señores. toria precisa que el Príncipe recibió « una espada sobredorada y una caperuza escarlata » y sus tenientes « unos trajes que ellos apreciaron excesivamente » .. Su recuerdo deja en este barranco bravio el eco de voces caballerescas que todavía nos conmueven. Gáldar. Desde el remate de la Cuesta, se apercibe la Montaña de Gáldar. Por irrisión algo celosa las gentes de aquí la llaman « el Teide de bolsillo » . En reducción, es la misma pirámide perfecta, perfilada entre cielo y mar, formada por un montón de cenizas descoloridas y fango seco, donde el capricho de las nubes pasea unas sombras piirpuras o malvas. No hay ni un árbol sobre sus laderas desnudas de donde se extraen los bloques de piedra pómez con que se hacen las pilas, los viejos filtros de agua de los patios canarios. A sus pies, los pequeños cubosjblancos o azules de un barrio popular abre sus ojos de sombra entre unas cuevas habitadas. Por contraste, los extensos terrenos en declive que conducen a la Montaña, están cubiertos, de cultivos intensos. Tierras de trigo, cebada, caña de azúcar, a los que se añaden también los nuevos lechos de plataneras. Dos pequeñas ciudades están asentadas aquí, Guía y Gáldar, blancas, sonrientes, felices. A la entrada de Guía el gran colegio moderno de los Sale-sianos es una escuela profesional de agricultores; la tierra hace vivir, aquí. En Gáldar, una avenida de grandes laureles lleva a la iglesia. En la barra rocosa donde está construida, su cúpula roja y sus muros blancos le dan un aire de palacio bárbaro. •^^ rmrTT ^ : t* ír ^ - • 5 ^ í^- í __\ y_^_ p^ ^ ^ ^ ^ • * ^ • * * ''* » t -** V-' . ^ • ™ . tfr-' i* r" '^. i.. » >* s * 1%." - iS-^' h-' ^ ^ . • X * % • \ - fí^ V^ « f '^^ yC's^ w^ v*^^: • ^ ^ ^ 4 * - JjiV . AV-í ^ / ' ^ ^ f - • > ' / \ fl-:^. s \ • ^ ^ ; • ^ • - / . < * » * í / • A * ^ ^ * ^ ^ iíi ' ' * • ^ ^ * i* * - - íK. fr^- " fvr^ 4-^ 11 . ^ - -^ y k - ^ • ^ '*^- i^^^^ ^ ^ v^^ t- a;.\-* W' - ci^.-? i ¿ :^ - " ' ^ •^ . ^• Y • .- 4^ í • ^^ - ./ 0 í í ^ í - r . ^ ^ . ^ ^:^ V* ' - \ • ^ iínvi vi^/ ^ =* J - / í *, 5 ' n_^ r. » 4 / * ' . * ^ / ^ : \ , - • * * , « ^¡ HfH- l^ t^ r Al ' a* • ifc- • ^ v i * _^ - « ^ tV^ > * - - * . Í - * "^ * .^ Lrt ¿ - plataneras r"-- 1É* Ib -. V -^ m^ Hn^ .^* » t~-.^ r > Tíi ^ ^ ^ ^ í ^. oj í ' - í '. iS ¿ ^ ^ • b » " : ' ^ '-- V I I » ' - 1 í * "-• VMfe / * ' ' á • » - I » t » - - ^ S " ^ ^ < v^ r-^ Pueblo troglodita Puerto de Lcis Nieves Plátanos El Cenobio de Valerón Armas (( iuifi Canaria) 57 En el santuario se ven todavía las antiguas pilas donde los canarios convertidos habían recibido el bautismo. Este nombre sonoro, Gáldar, no ha cambiado desde el reinado de Tenesor. Los guanartemes tenían aquí su corte pastoral, y esta corte no era sin duda otra cosa que un corral de piedras apenas pulidas. La iglesia de lava ocre ocuparía su mismo lugar. Cerca de ella se descubrió una cueva tallada cuyos muros estaban pintados con signos geométricos. Unos lechos de piel de cabras y juncos trenzados, el balido de las ovejas en el umbral, — ¿ sería acaso otra cosa la gruta del porquerizo Eumeo en Itaca? Aquí, antes de la Conquista, vivió Andamana de Gáldar, la extraña joven « cuya elocuencia, personalidad y talento para los asuntos políticos la habían hecho el oráculo del pueblo » , y que habiendo esposado el Guanarteme de entonces y sometido con él a todos los jefes de la isla, llegó a ser la reina legendaria que fue abuela de Tenesor. Lo poco que se sabe de estas tradiciones canarias, parece siempre digno de una Odisea o de una Ilíada. El lecho de guijarros del antiguo torrente, que desciende de la ciudad al mar entre plataneras, llega a una playa pedregosa donde ronipen las olas. A derecha, un mal sendero escala el acantilado. Se ha sacado a la luz, aquí, lo que fue sin duda un pueblo neolítico y su necrópoli. En la arena negra, unas murallas espesas de grandes piedras dibujan la tosca planta cruciforme de las habitaciones, a veces gemelas. El suelo era excavado en su interior, el techo debió ser de palmas, de cañas. ( Unas chozas idénticas terriblemente primitivas, subsisten en las playas del sur donde los pescadores viven todavía en la misma arena.) Más alto, un verdadero túmulo expone en toda su desnudez sus recintos concéntricos y sus tumbas cubiertas de piedras planas. Nada de grandes losas, la lava se presta poco. Pero es el mismo plano ritual que una vieja raza desconocida ha dejado a través del mundo, en África beréber, como en Dinamarca o Armórica. El primer atardecer que yo vine a errar por este Túmulo de la Guaricha, la hora y el lugar añadían su romanticismo al misterio de los orígenes. El sol había desaparecieo detrás de los peñascos del oeste y un mar verde rompía violentamente contra la playa negra con penachos de espuma como en los arenales de Ouessant. Delante de estas tumbas enigmáticas, me volvía el mismo deseo de saber, la misma emoción tantas veces resentida delante de las de Carnac. Antes de que existieran los países y los pueblos, quizás la misma raza errante había abordado aquí. Puede ser que haya en el fondo de mis más profundas células, algo que recuerda un parentesco milenario con los muertos de esta ribera. Después de Gáldar, todo cambia. Un suelo de barro seco, antes desierto, pero donde la obstinación de los hombres produce, a fuerza de cañerías, el milagro de los tomates. En estas soledades lívidas se ve nacer el esmalte verde de las nuevas plantas, y a los hombres y mujeres, encorvarse sobre las atarjeas que el agua llena a horas fijas. Paisaje duro, como ciertas tierras de Castilla, pero limitado por estas dos potencias: el mar donde se incrusta el promontorio bajo de Sardina, y la montaña cuyo muro vertical va a 58 quebrarse en la costa del oeste. Los estratos regulares de las cenizas y de las lavas duras le dan este aspecto de fortaleza que sorprende ya en el corazón de la isla, y sus bases superpuestas llevan hacia el cielo la ]& anja negra de los pinares. El Valle de Agaete. En esta ciudadela hay una brecha; el valle de promisión donde está asentado Agaete, a distancia del mar, pues todos estos viejos pueblos temían demasiado a los piratas para ocupar las playas. Entre muros blancos, árboles densos y una gran iglesia, la calle sube y se hace carretera en el costado izquierdo del valle. Ninguno muestra más variación de cultivos. No obstante, por encima de la villa, una granulación negra de escorias recientes,- 1910-, atestigua que el fuego sólo esta adormecido. Pero ¿ qué le importa a este suelo pródigo?; todo brota aquí, los plátanos, la viña, el café, los huertos de naranjos, almendros, nísperos con su fruta amarilla, los terrenos de babas, tomates, las palmeras de cabeza redonda, los grandes algarrobos... Para regar todo esto, se ha captado hasta la última gota de las fuentes que anta-fio hacían reverdecer las paredes de los barrancos que sólo mojan ahora las lluvias. Unas aldeas de ocre rosa están pegadas a los espolones que estrechan el valle. Mil metros por encima de ellos, el formidable acantilado de Tamadaba toca el cielo con sus pinos que arañan las nubes. Al fondo del circo, a media pendiente, se escalonan las terrazas blancas del Hotel y el pequeño Establecimiento Termal de Berrazales, donde se utilizan unas aguas tan ricas en gases y minerales de todas clases, tan fuertemente radioactivas sobre todo, que apenas comienzan a sospecharse sus posibilidades para establecer una posología prudente. Cierto profesor de la Facultad de París envió, no hace mucho, un asistente para estudiar este agua afortunada. Las gentes de la montaña no buscan tan lejos; saben que han visto salir andando a reumáticos que habían llegado en sillas. ¡ Qué será lo que no cure! la piel, la sangre, la anemia. Yo añadiría también la fatiga nerviosa que todos padecemos, ya que basta la paz del lugar, tan alejado del mundo, para sumirse en el reposo. Desde estas terrazas bañadas de sol, se contempla el oasis en la abertura rocosa del valle, donde la tarde descubre a lo lejos, sobre el mar, la forma aérea de Tenerife. Recuerdo unas noches de luna llena, cuando el paisaje alcanzaba una grandeza casi opresiva. Salía al balcón que mira a la montaña, tan cercana que se hubiera creído tocarla, después de medianoche cuando la claridad violenta traspasaba la cresta y resplandecía en el barranco acusando como en una máscara cada uno de los trazos del acantilado, sus contornos, la órbita inquietante de sus cuevas; aquello llegaba a ser el rostro inmóvil de una fuerza sin edad y sin nombre, ante la cual una especie de angustia sagrada me invadía. El aroma de las plantas salvajes y de los verjeles impregnaba el aire de la noche como un incienso; y el sordo rumor de las aguas captadas que no se oye de día, llenaba el silencio con un zumbido de oración. Detrás del Balneario, un sendero escala en curvas agudas el espolón que corta el barranco. Por las losas pulidas del paso de las muías, se sube entre los n^ í almendros, las chumberas y las pitas. Toda la pared, por la mañana, está todavía ahogada en sombra. En la cima del espolón se levanta al sol, dejando tras de sí, de un golpe, el valle abierto sobre el mar, la carretera, el hotel, los coches, y el último ruido de motor. No hay nada, en el nuevo anfiteatro donde se avanza, salvo este sendero de tierra apisonada y de roca gastada por millones de pasos, un mundo, « otro » , sin edad. El acantilado abrumador domina la vaguada y las parcelas estrechas de trigo, cebada, y habas, que alimentan este mundo aislado. Más alto que el vuelo de los gavilanes, se discemen en la enorme pared vertical unos estratos blanqueados de cal, abiertos por negras puertas. Pueblos trogloditas. Unas gentes viven allí en lo alto, aquellos con los que uno se cruza, muleros con su animal cargado de sacos de granos. Sobre un salidizo cubierto de verjeles frondosos, una aldea blanca se ofrece al sol. El Sao. Once casas, once familias. Todas parientes viviendo aquí, ¿ desde cuántas generaciones? — en una especie de comunidad donde el patriarca primitivo, el primero que plantó su hogar en este trozo de tierra, vio crecer su descendencia. La más alta de estas casitas, encaramada como un nido en una maraña de ramas, es la casa de Sebastián. La casa de Sebastián. La primera vez que llegué a Sao, después de dos horas de subida, era pleno día, un radiante mediodía. Entre las casas bajas al fondo de los establos de piedra seca, las vacas rumiaban, echadas sobre unas hojas de plátanos. En la garganta que limita la pequeña planicie, unas muchachas reían de sorpresa al ver nuestras figuras desconocidas, después se escondieron en xmo de los viejos molinos de • gofio, cuya agua rugiente salpicaba las ruedas de madera antes de descender a regar los cultivos. Dos niños, con ojos color de uva verde, nos ace^ chaban a la entrada de la aldea, los hijos de Sebastián y él mismo con la estatura, el rostro tranquilo, la frente del tipo de Cro- M^ non, y la mirada clara de un guancfae. Con dignidad, él acogió a estc^ extranjeros que habían deseado hacer un alto en su verjel. Racimos de naranjas maduras doblaban las ramas por encima de nuestras cabezas. Habíamos llevado una ligera comida y estábamos tenninando cuando los dos músicos del pueblo vinieron a sentarse cerca de nosotros y preludiaron sobre sus guitarras. Uno tenía un agudo perfil de moro con ojos ardientes; el otro, un adolescente de pupilas verdes, se puso a cantar con voz ronca, tensa, vibrante, las viejas/// « * canarias. El muro de cal de la casita desaparecía bajo una confusión de plantas y flores, rosas, orquídeas, begoñas, heléchos de hojas anchas. Entre los naranjos, unas palomas se arrullaban. En un almendro acribillado de sol, una piel de cabrito tendida terminaba de secarse y el rebaño gris de cabras balaba dulcemente cerca del establo. Más abajo, el humo subía de un nicho medio excavado de la roca, donde, sobre un trípode al aire libre, una olla de barro ronroneaba. Se estaba allí en un minúsculo paraíso de paz, perdido en la montaña, bendecido por el sol hoy, mañana amenazado por una tormenta. Me fiíi hacia las mujeres que no se habían atrevido a acercarse y estaban apartadas, partiendo las 3 . t'í 60 cascaras secas de unas almendras para ofrecérnoslas. Bajo su pañuelo negro, la madre anciana tenía un bello rostro regular cotao el de Sebastián y, cuando yo le dije que me gustaba el gq/? o típico de los canarios, su sonrisa se iluminó; tuve que sentarme en la habitación donde su nuera me trajo leche recién ordeñada, todavía tibia y espumosa, y la harina dorada que huele a trigo tostado. Sus preguntas estaban llenas de una curiosidad amistosa, asombradas que se pudiera venir de la gran Europa lejana y amar su valle salvaje. Una joven bella, fresca y morena, había aparecido en el umbral vecino. Me hubiera gustado fotografiarla;- pero hurañamente rehusó. Estaba prometida y dejar a unos extranjeros que lleven su imagen hubiera sido robar a su novio algo de ella, una especie de doble, quizás. Bajo el naranjo, el arpegio burlón de la guitarra sostenía la canción: Como ese Teide gigante Todas las canarias son: Mucha nieve en el semblante Y fuego en el corazón... Las palomas se habían dormido en las ramas, por encima del cantor. Era hora de descender. La anciana me tomó por los hombros para decirme la frase consagrada: ¡ « Mi casa es tu casa! » Pero yo sentí algo más que una cortesía campesina en los deseos que me dirigió: « ¡ Buena suerte! ¡ Que vuelva pronto! » No pensaba volver a verla pronto, pero el recuerdo de la pared fantástica en que había divisado tan alto y tan lejos por encima del circo, el pueblo troglodita, me perseguía en Las Palmas. Dos días antes de regresar en avión a Europa, volví una tarde hacia Agaete. Los pueblos del valle dormían ya, el chófer llamó a la puerta, una hombre adormilado, de rostro seco y liso, puramente español salió a recibimos. Al alba, don Feliciano me esperaba con traje de domingo, sombrero de fieltro negro echado sobre los ojos y su vieja muía blanca que posaba con precaución sus cascos sobre las losas resbaladizas. Desde la aldea encaramada, unos ojos agudos habían reparado en unas siluetas insólitas; ellos seguían nuestra subida y, cuando el sendero pasó bajo los verjeles, ante la fuente cuyo hilo de agua se escurría por una hoja en cucurucho, los niños de Sebastián estaban ahí, risueños, sentados en un paredón de piedras; su padre emergió de un campo, con una carga de hierba al hombro, y tuve que prometerles pararme al regreso en la casita bajo las flores. Mientras tanto subíamos en lentas curvas por el costado de la garganta, y yo miraba por encima de mí con estupor creciente esta pared desnuda, donde, entre dos espesores de lava y cenizas, unos humanos vivían como águilas. Debajo, cada pulgada de suelo sostenido por un estrecho murito da su cosecha y sus frutos. Aun al pie del muro abrupto de Tamadaba se discierne un cercado delante de una cueva abierta. ¿ Pueden vivir ahí? Se vive; con unas cabras, una vaca y una mujer que, cada día, antes del alba, desciende la pendiente escarpada para ir a pié a vender su leche en Agaete. Delante de nosotros, un viejecito escalaba tanteando las peñas: el ciego iba solo, por conocer desde su infancia las revueltas peligrosas del sendero. Feliciano me dijo moviendo la cabeza: « Sus hijas son bellas... » En una última vuelta eché pie a tierra para seguir la silueta negra de una mujer en el laberinto de escalones, tallados en plena roca o hecho de piedras amontonadas, que suben hasta las cuevas. Es muy probable que antaño hubiera aquí un poblado guanche. En una vena de lava menos dura, sus hijos han cavado con esmero estas habitaciones cuadradas. Ellos han abierto en la roca, a plomo del despeñadero, un pasadizo aéreo para el servicio de las pobres viviendas que no tienen más luz que la que reciben por su puerta. Las fachadas, las paredes, son blancas de cal; a veces un vacío forma alcoba al fondo de la entrada donde hay una cama de madera, y unos asientos rústicos y limpios. De un enrejado de bambú cuelgan los utensilios, vasijas de barro que no han cambiado al cabo de veinte siglos. Y por todas partes plantas, en botes viejos, en cacharros, tapizando el muro. En una de las cuevas está la minúscula tienda, donde unos muleros están apoyados en el mostrador; aquí se encuentra el humilde surtido habitual, aceite, vino, azúcar y velas, la cuerda para las muías y el anís que alegra el corazón. En el umbral una mujer de negro remendaba una chaqueta y dos niñitas me miraron con unos ojos tan azules, unos cabellos tan rubios, que tuve que sentarme cerca de su taburete de madera. Yo estaba allí como en un nido de pájaro salvaje agarrado a la roca, teniendo solamente delante de mí el parapeto monolítico del balcón y encima de la cabeza, ese techo de cien metros de espesor a lo menos. Inclinándome hacia el abismo, yo veía el escaloña-miento de los cultivos exiguos, la aldea blanca y después más lejos, en la cortadura de la montaña, la huida azulada del valle, la mar. Cada uno de los seres que aquí vivían, habían vivido siempre aquí, con los suyos; no soñaban con vivir en otra parte, no se quejaban por descender tan bajo hacia el pedazo de tierra que los alimentaba, de volver a subir desde el molino de gofio con el pesado saco sobre su cabeza, por caminar durante horas para llegar al lejano mercado de donde las guaguas amarillas parten hacia la ciudad, que muchos de ellos no han visto nunca. Sin duda, hay en otros lugares cuevas habitadas, — Francia tiene las suyas— ¿ Pero aquí? Otra sucesión de covachas, máa pobres aún tiene este nombre. El Campanario. Aquí no hay ni campanario, ni capilla; cuando un ser muere, sus compañeros cargan el féretro a hombros y lo descienden hasta el fondo del valle, hacia la iglesia y el cementerio. En una cueva casi desnuda, una vieja agachada escogía grano; la hija, joven, todavía guapa, me miraba sin sonreír. La madre me la mostró diciéndome una palabra: « Viuda » y, señalándome la cama en el fondo de la cueva añadió: « Mira la niñita » . Un bebé de algunos meses lloriqueaba entre unas mantas. ¿ Nacida aquí? Evidentemente. Hace falta que sea un caso muy urgente para que suba hasta aquí el médico. Y cuando la mujer se queda viuda, cuesta mucho trabajar esta tierra áspera, para que dé el pan de cada día. Más alto aún, allí donde el desfiladero sé acaba en meseta, he visitado un « apartamento » . Tres pequeñas piezas, cuidadosamente encuadradas en la lava grumosa, abiertas sobre el vertiginoso abismo. Angelina, que subía del barranco con un cubo de agua fresca, me dijo: « Es mi abuelo quien excavó esta cueva, mi tío la vendió a mi padre, que me la dio cuando 62 me casé » . Fresca en verano, tibia en invierno... Apenas si hace falta cubrir unas grietas por donde podrían pasar unos hilülos de agua. Cuando descendíamos, oí un murmullo de voces ligeras que salían de una casita blanca situada a lo largo del sendero, a media pendiente. Es la escuela. ¿ No tenía que haber una para los niños del nido de águilas? Estaban limpios, morenos, risueños y una frágil maestra les hacía cantar, como en todas las escuelas del mundo. Me esperaban en la casa de Sebastián, a la sombra del huerto de naranjos. Cuando la anciana madre me vio delante de ella, me cogió la cabeza entre sus manos y me abrazó como a uno de sus hijos. Sobre la mesa estaban colocados los tesoros de la montaña, la leche, el gofio, las almendras, higos secos y el pan moreno de gruesa corteza. Yo no podía ofrecerles nada a cambio, sin herir el orgullo de mis huéspedes. Nada más que la amistad que se anudaba en este verjel perdido, tan espontánea, sencilla y sincera, que nada podrá marchitar su recuerdo. Aldea de San Nicolás. A partir de Agaete, toda la costa occidental de Gran Canaria aparece increíblemente abrupta y alta por encima del amr. El relieve del macizo es tan revuelto, tan violentamente quebrado, corroído por erosiones milenarias, tantos vientos atlánticos y lluvias han abofeteado su faz, que ya no se distinguen, como antes, los cráteres antiguos y sus rios de lava. Por todas partes es la acumulación ciclópea de los lechos de ceniza y escorias, en estratos espesos, que pasan del ocre amarillo al antracita, atravesado por líneas pálidas o corrientes rojizas. Abajo, las rocas negras mojadas por las olas se hunden en una espuma que se abre y se cierra sin cesar sobre el zafiro oscuro del mar. Arriba en la meseta, la franja negra de los pinares se destaca sobre un cielo movedizo y romántico, salpicado de nubes que se forman en el azul brillante, deshaciéndose, hinchándose, en cúmulos que van desde ios violetas de borrasca, al rosa del ocaso. A la salida del valle de Agaete, bajo el acantilado de Tamadaba, el puertecillo de Nuestra Señora de las Nieves mira un pináculo de basalto, « El Dedo de Dios » . Del muelle donde los pescadores remiendan sus redes, se descubren hacia el sur los perfiles sucesivos de diez cabos escalonados uno detrás de otro. Es por allí que habrá que pasar para llegar a la aldea de San Nicolás. Estos grandes valles, que se abren desde las cumbres hasta el mar, apenas tienen entre ellos pasos naturales. Cada uno continúa siendo el reino aislado donde vivió desde sus orígenes alguna' tribu en la cual se identifican poco a poco sus lugares de culto, de vivienda, de inhumación. Se comunicaban por estos altos senderos montañosos que hay que subir y bajar durante horas, de un pueblo a otro. Después llegaron los barcos, veleros anclando a la orilla de cada barranco y pequeños barcos fruteros que van de puerto en puerto, desde Las Nieves a San Nicolás, a Mogán, a Arguineguin, cargando los plátanos y tomates que llevarán a Las Palmas y uniendo entre ellas estas minúsculas comunidades humanas. Sin embargo, día tras día, la carretera atacó a la montaña y la de Agaete a San Nicolás es tan 63 temeraria que muchos me habían hablado de ella con temor, otros cierran los ojos al seguirla. Mientras rodea la base del macizo de Tamadaba, queda a la medida de las que ya conocíamos en otras partes, sostenida por la pendiente de ceniza donde brotan los cirios verdes de los cardones o bien hundiéndose en el barranco bajo una loca arquitectura petrificada de torres, torreones y parapetos, entre los cuales revolotea un gavilán. Pero después del corte profundo de El Risco, aquí ya no hay más ladera; es en el mismo acantilado vertical donde se tuvo que tallar esta cornisa, a quinientos o seiscientos metros a pico sobre el mar, con los obreros atados por las axilas para colocar los bloques que sostienen el borde de la calzada. Muy lejos, por debajo, un encaje de espuma se desgarra y se recompone; más lejos, en lo alto, se evapora una nube. Todo es de una belleza terrible que sobrecoge el corazón. Por delante, sin cesar, la visión fantástica de los grandes cabos perfilados sobre el mar atrae. Al borde del precipicio, como para señalar la frontera mortal, un peón planta esquejes de geranios rojos. La cima más alta de esta pared titánica fiíe uno de los lugares sagrados de los aborígenes, la montaña de Tirma; ligada a unos relatos tan violentamente evocadores de costumbres heroicas y llenas de un desprecio por la vida, que nos asombra. Los canarios eran unos maravillosos atletas, no solamente ejercitados en la escalada de barrancos, sino también apasionados por una forma de lucha cortés, que todavía hoy se practica con entusiasmo ( Lucha Canaria). Dos campeones, Guanhaven y Caitafa, habían luchado públicamente varias horas sin que ninguno quedara vencedor. Guanhaven, como un héroe de Homero, interpela a su adversario: « Tú eres valiente, nadie puede negarlo. ¿ Pero serías tú hombre para hacer todo lo que yo haga? » Caitafa recoge su desafío y los dos, « locos y poseídos de furor » , corrieron hasta la Cumbre. Desde el más alto peñasco del peñón de Tirma, Guanhaven saltó al vacío. Sin vacilar, Caitafa se arrojó tras él. Mil metros más abajo el mar los recibió y la muerte los unió. Muchos de los vencidos de la Conquista, entre ellos una reina debían imitarlos aquí. La guagua del correo sube lentamente la pendiente y los camiones jadeantes se paran para dejarle espacio, en los refugios practicados en plena roca. De pronto, una garganta rompe la pared, abriéndose sobre la visión de un extenso valle interior, rodeado de murallas volcánicas. Hay aquí, para un pintor, unas tonalidades asombrosas, grises pálidos, ocres que se hacen de fuego, afloramientos de verdes cobrizos, opuestos al verde azulado de los cultivos. Por decenas, las ruedas cólicas dan vueltas en el viento como flores blancas por encima del lecho pedregoso del antiguo torrente, para absorber el agua de sus más profundos manantiales. El pueblo de San Nicolás de Tolentino está plantado en la horquilla donde se juntan los dos brazos del valle. Uno, entre sus contrafuertes poderosos, desciende de Tejeda, el otro viene de las soledades sin caminos que se hunden o se elevan en todo el suroeste de la isla. Después del terrible paso de la carretera, este gran valle parece un paraíso. Cinco o seis mil almas viven aquí, en este suelo antes devastado por el raudal periódico de los torrentes y donde el empeño campesino ha logrado poner en cultivo cerca de setecientas hectáreas. Hay pocas sociedades plataneras grandes, 64 sólo pequeños propietarios independientes que hacen vivir las múltiples empresas de empaquetado de tomates y pinas que están alrededor del importante pueblo cuyas ferias de ganado son célebres. El oasis se evade hacia el mar por una larga orle de arena. Un muelle para el atraque de lanchas, la huida de los acantilados y los cabos agudos perfilados en negro contra el mar resplandeciente. Más allá, sólo hay las pistas acrobáticas que se adentran en la montaña hasta Tasartico, Tasarte, Mogán, y sus playas secretas. Viejos pueblos, donde todo lo que se ha exhumado de las excavaciones, tumbas, casas, alfarería, talismanes, prueba su antigüedad. De día en día, el camino se hace carretera. Con la obstinación naciente que aporta el canario al servicio de su tierra, pronto acabará la vuelta alrededor de su isla. PRESTIGIOS DEL SUR 65 Tierras de Gran Canaria, sin colores, Secas, en mi niñez tan luminosas ... y el silencio Áspero y rudo de estas soledades... Alonso Quesada ( Poemas Áridos). Este sur quemado, casi africano, comienza en las puertas de Las Palmas, más allá de las últimas plataneras, y su paradoja geográfica se proseguirá a lo largo de toda la costa oriental. Las cañadas frescas del Monte, el césped y las aguas del barranco de Los Tilos, pertenecen a la otra vertiente. Esta tiene también sus oasis, pero es el Viento del Sahara que le da al cielo su azul seco, y colorea o empalidece el suelo. Nada de acantilados escorados a pico sobre el mar; todo lo más, al salir de la ciudad, un último malecón rocoso donde rompen las olas y que atraviesa la carretera por un túnel. El paisaje del sur no fue durante siglos, más que estas largas pendientes donde la arena se mezcla a la vieja lava polvorienta y amarilla, la llanura de guijarros arrancados por los torrentes de antaño a la carne de los barrancos montañeses, y extendidos hasta la orilla marina. Más lejos aún, la silueta desgarbada de un camello de carga, aparece entre las matas de euforbios que yerguen sus monstruosos candelabros, de un verde venenoso, en las extensiones incultas. Y este sur de luz, de aspereza, ejerce sobre el alma que se entrega a él, el inexplicable poder del desierto. Tierras áridas y no obstante fértiles, desde que el agua ha introducido su química sutil. El canario había removido ya toneladas de tierra y de roca al norte para plantar allí los plátanos y buscar el agua hasta las entrañas de sus montañas. Para madurar sus tomates en las desnivelaciones pedregosas del sur, ha colocado una interminable red de cañerías. Cuando se desciende en avión hacia Gando, se ven incrustados en la tierra dorada los surcos trazados en arco, sus atarjeas ofreciendo el reflejo azul del cielo, sus brotes nuevos dibujando, como sobre un sarcófago de Egipto, un laminado de esmalte verde con aplicaciones de oro. Telde Telde es el primer alto en la ruta del sur. Telde, orgullo de la costa oriental, como Arucas es la del norte. Telde donde se conserva todavía el más puro tipo canario. Se la descubre de lejos, blanca, perfilada en la montaña, por encima de un palmar y un barranco sin agua que desciende hacia el mar. Su prestigio nace de la riqueza antigua de la caña de azúcar y el vino. En el tiempo en que el héroe Tenesor reinaba en Gal dar, su hermano Bentayga poseía Telde; la primera aristocracia insular, nacida de las uniones entre hidalgos e hijas de jefes guanches, tuvo aquí su Escorial. Las viejas mansiones con blasones, de persianas cerradas y balcones pesados bordean las calles alrededor de San Francisco. Algunas casas de piedra pasan por ser antiguas moradas canarias. En el mismo sitio que ocupó la primera torre de defensa, está construida la iglesia de San Juan Bautista. A pesar de las restauraciones lastimosas de su fachada, muchos detalles de ella me encantan. 66 El portal donde el artesano del siglo XV esculpió entre ramajes un minúsculo bestiario, bichas y vampiros; después, en la nave, la lava en que están tallados los capiteles'adornados, las dovelas de. las arcadas, de una lava que ya no es negra, sino de un rojo marchito, rosa lila, gris azulado, pintada de blanco, hecha para la alegría de un pintor. En el altar mayor, brillan las escenas doradas del célebre retablo de la Virgen, obra exquisita de finales del siglo XV, esculpida en Malines o Bruselas para algún mercader de Flandes que hacía comercio con las islas; traída aquí a petición quizás de una familia señorial, pues fue donada a la iglesia en 1515 por un hijo de conquistador, Cristóbal García del Castillo. Cada diminuto personaje, la sonrisa de un ángel, los gestos maternales de María, el drapeado de uii vestido de mujer, todo es admirable. Sin embargo, me emociona menos que, clavado en su cruz de plata el Santo Cristo del Altar Mayor de Telde, su rostro torturado, su torso enflaquecido, distendido, con los surcos sangrantes, su cuerpo que alcanza la estatura humana y cuyo peso, sin embargo no llega a los siete kilos. ¡ Y qué extraño por su origen! Hacia la mitad del siglo XVI, el primer obispo español de Méjico, se enteró que los tarascos, artistas indígenas fabricaban ciertos ídolos con un procedimiento conocido solamente por ellos. Al parecer, formaban un simulacro antropomórfico con hojas y tallos de maíz, preparando una pasta espesa con el corazón de los tallos reducidos a polvo mezclado a una substancia aglutinante, y de la que se servían para modelar unas figuras de un arte extraordinario. Secas, las pintaban y embadurnaban con una materia misteriosa que les daba la apariencia de la carne. De una carne sin pesadez, diez veces más ligera que la madera e imputrescible. El obispo ordenó a los escultores tarascos — cuyo secreto debía desaparecer con ellos— que moldearan para su diócesis, con la ayuda de artistas llegados de España, unas imágenes de Cristo en esta materia « tan fácil para llevar en procesión y no sujeta a variaciones atmosféricas... » Así e, l Santo Cristo de Telde fue traído « de las Indias de Su Majestad » , y pagado con la venta de los primeros vinos y azúcares canarios exportados a Méjico. Una leyenda plena de prodigios le envuelve y la fe que le tiene el pueblo es infinita. Es aquél cuyos ojos parecen abrirse o cerrarse, cuyo rostro muestra la sonrisa o las lágrimas, el que da la lluvia a la tierra, la salud a los enfermos; cuyo cuerpo llevado en procesión se obscurece al pasar por delante de la morada de los pecadores e irradia claridad delante de la de los puros; y las ñores que han tocado sus llagas son un bálsamo milagroso para todos los sufrimientos. El cura, antaño había formado un pequeño niu-seo. Se veían piezas curiosas o conmovedoras, desde la Virgen de la Encarnación, cuyo fino semblante hundido en la gorgnera, con la toca y el manto de María Estuardo, hasta el bétulo áspero encontrado en la- montaña, con los célebres signos rupestres sacados del Lomo de los Letreros y cuyas formas humanas combatiendo recuerdan las pinturas saharianas de la prehistoria. 67 La ruta de los tomates. Al sur de Telde se alarga la ruta de los tomates. Desde que se da la vuelta al santuario de las Cuatro Puertas y se desciende la costa de Gando, el suelo amarillo se cubre de una red de cañas que sostienen los tallos verdes y frondosos de las plantas cargadas de frutos rojos. Unas formas extrañamente vestidas están encorvadas, en fila, sobre los frutos que recogen y seleccionan bajo el peso del calor. Cuando se enderezan, se adivina a la sombra del gran sombrero de paja un rostro de mujer o de muchacha, semi- velado por un pañuelo, las piernas cubiertas hasta los tobillos para preservarlas de las quemaduras solares, y se piensa con ironía en las bellas extranjeras que se tuestan en la arena de Las Canteras. La carretera se estira, desnuda, casi sin árboles, en estas tierras bajas donde la presencia humana, como la del mar, se hace poco a poco invisible: apenas si se notan, a media pendiente, unos grandes pueblos apretados. Ingenio, Agüimes. Por encima del enorme corte del barranco de Tirajana, la cadena de las Cumbres pasa a lo largo del día por todos los matices, todas las formas, según su perfil de amatista o de topacio se recorte sobre un cielo limpio o empenachado de nubes. La planicie pedregosa, arrojada por el torrente, quedó mucho tiempo despojada, dura, como roída por la luz hasta las palmeras que el viento magulla en la finca señorial de Juan Grande. Pero estas tierras del sur, antes casi desiertas, abandonadas, pertenecen casi todas a un único propietario, el conde de la Vega Grande; él los ha" vuelto a la vida y ahora las plantaciones de tomates alimentan aquí una mano de obra creciente; unos pobres pueblos son ahora, como Sardinas y El Doctoral, centros semi- industriales para la producción y embalaje de frutos, con grandes barriadas en hileras de construcciones nuevas. Maspalomas. Pasado Juan Grande, está el desierto. En un suelo pálido como el reg del Souss marroquí, no hay más que las matas gigantes de cardones espinosos, amenazantes, cuya leche venenosa quema la piel. Desde muy lejos, se veía venir por la carretera abrasada de sol, el camello que llevaba el doble canasto de madera donde se amontonaban los granos o los frutos, y a veces dos mujeres de negro; el hombre tenía el ronzal, avanzaba lentamente y, si no fuera por sus vestiduras, hubiera sido igual a sus hermanos de la costa morisca. Igualmente, el barranco de Fataga que desciende desde el desfiladero de Tirajan en el eje mismo del sur de la isl |
|
|
|
1 |
|
A |
|
B |
|
C |
|
E |
|
F |
|
M |
|
N |
|
P |
|
R |
|
T |
|
V |
|
X |
|
|
|