LITERATURA, HUMANISMO,
EDUCACIÓN
◆
Juan José Delgado
DISCURSOS DE INGRESO
Academia Canaria de la Lengua
ISLAS CANARIAS
2004
© Academia Canaria de la Lengua
© Juan José Delgado
Diseño de colección:
Bernardo Chevilly
Fotomecánica e impresión:
Litografía Romero, S. L.
Dep. Legal: TF. 1.246-2004
ISBN: 84-932755-9-X
La literatura vino a mí cuando era niño
y vivía en un valle del sur de Tenerife. Ella
atrajo hasta allí las maravillas que se ocul-taban
mucho más allá de los roques, casi
montañas, que guardaban el valle. Al prin-cipio
entró en mi casa en forma de un li-bro
cuyas páginas se abrían en todas las di-recciones
y hacia todas las cosas. Aquel
libro de mi abuela era el centro del mundo,
y en sus hojas se ofrecían espléndidos
cuentos populares de un manojo de países;
había capítulos dedicados a la mitología; o
páginas de Buffon o de Rousseau; allí en-contró
un panal el secreto mundo de las
abejas; o recorrieron sus párrafos los ex-ploradores
de África. Allí, los ríos cauda-
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les, los medianos y los chicos confluyeron
en las Coplas de Manrique. Conocí cómo
vivían y morían los espartanos; allí, al sor-prendente
Sócrates; o un poema –de Fran-cisco
María Pinto– en el que me presenta-ba
“El mensajero de Maratón”. Aquel libro
tanto traía noticias de las islas de América,
como se adentraba en los jardines y apo-sentos
de la Alhambra. Me comentaba de-talles
de la edad de piedra, explicaba cómo
eran las noches en las tristes regiones bo-reales,
o traía el temor con el cuento “El
monte de las ánimas”; además me adelantó
dos capítulos del Quijote. ¡Cuántos otros
capítulos de aquel libro que me regaló mi
abuela voy a omitir aquí! Lecturas, en fin,
que me sembraron la vocación de leer y es-cribir.
La literatura, con su sarta de temas, lle-garía
mucho más tarde, en forma de un río
de nombres que se prolongaba con fechas
de nacimientos y de muertes, de semblan-
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zas de autor y de retahílas de títulos. Te-níamos
entonces que encomendarles a la
memoria y a la virgen de nuestras devocio-nes
la devolución por escrito de esos da-tos,
so pena, en caso contrario, de recibir
un suspenso tras una tortura que se llama-ba
examen. Lectura y literatura tomaron,
en aquel momento, caminos que transcu-rrían
por distinta senda: por la de la libre
imaginación y por la de una estudiosa me-moria.
Con el tiempo llegaron a juntarse.
Hoy las identifico como una sola sustan-cia.
Y puesto que estoy confesándome
deudor de la lectura, de ley será pagar
aquí, siquiera en parte, concediéndole una
mínima atención a quien la personifica: a
la mudable figura a la que llamamos lector.
Y en seguida me viene a cuento la ima-gen
del pensador leyendo, tal como nos la
presentara George Steiner, extraída de un
cuadro del pintor francés del siglo XVIII,
Jean Baptiste Simeon Chardin. Puso Char-
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din a un lector en su lienzo que no casa
con la posición de un lector de hoy. El ar-tista
rodeó de varios signos el momento de
la lectura. Pintó los emblemas para mejor
encuadrar el acto de una ceremonia íntima
en medio de un clima entrañable. Entre
otras, se destaca la imagen de una pluma.
Sabemos que con esa pluma se podría lle-var
anotaciones propias en los márgenes
del texto ajeno. Porque quien lee puede
responder a lo escrito. Y sólo existe lo li-terario
cuando se cierra, gracias a la inter-vención
del lector, el ciclo comunicativo.
Hay un espacio no escrito en el libro que
es propiedad absoluta de ese lector. Con la
lectura se consigue un diálogo íntimo con
la humanidad.
No le exijamos más al cuadro de Char-din;
no comentemos la presencia de un re-loj
de arena, ni los tres discos de metal, ni
las abiertas páginas del gran libro. Conclu-yamos
diciendo que el personaje que lee
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es, en ese momento, un ser solitario; pero
en soledad sonora (que diría el de Mo-guer):
es una vida en vibrante soledad.
Las diferentes edades del ser humano
cambian las significaciones. El mismo
Chardin ha hecho otro retrato, el de un
niño que sigue atento el baile de un trom-po
que aparentemente gira sobre la mesa.
En la mesa también se aprecia el reposo de
dos libros; hay además una pluma en un
tintero; aparece también un documento
enrollado, y una gaveta que, entreabierta,
deja asomar otra pluma. El descanso de los
libros, la mirada del niño en el juego, el
ambiente oscuro y en silencio...
Ese niño me trae al recuerdo a otros ni-ños
quienes, entrevistados por una televi-sión
local, respondían a esta pregunta:
¿qué significa la soledad? La mayoría de
ellos respondió que la soledad era mala.
¿Por qué? Porque se aburrían; porque no
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podían jugar con los amigos. Hubo una
excepción, sin embargo; sonó otra respues-ta
en un niño –doce años no más–, el cual
expresaba que, a veces, la soledad es buena.
¿Por qué? Porque le permitía leer, escuchar
música, pensar. Soledad sonora y nada de
tedio o vacío en ese momento sensible,
creador, imaginativo, meditativo.
Los tiempos, estos tiempos de hoy, han
cambiado el grueso de los ambientes y las
significaciones del acto de leer. Aquellos
emblemas que ideara Chardin quedaron
también convalidados durante el siglo XIX
y en buena parte del siglo XX como com-pañía
sugerente de la lectura. Sin embargo,
en este punto del siglo XXI, el interior do-méstico,
la zona del libro no se asocia ya a
aquellos atributos. Al libro de gran forma-to,
le ha ganado la plaza el de bolsillo; al
lado se halla el televisor, el equipo de au-dio
lanzando con coraje todos su megava-tios.
El trompo aquel que girara sobre la
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mesa, hoy ha dejado su lugar a la tendida
arquitectura de un teclado, a un manosea-do
ratón plástico y a la pantalla del orde-nador
que fulge en el altar de la mesa.
En efecto, con la tecnología hemos topa-do,
amigo Sancho. Hay delante de nosotros
un camino de senderos que se entrecruzan.
Pero ni estamos cantando el funeral del li-bro,
como tampoco abogando por mante-nerlo
como el instrumento predominante
de cultura. Como alguien dijo: “Leer es un
verbo que no admite imperativo”.
Ya que de ordenador hemos hablado;
¿qué hay en un ordenador? Hay informa-ción,
esto es, contenidos expresados por
una escritura que necesita leerse si se pre-tende
adquirir conocimiento. El artefacto,
además, es una parte de la red global, uni-versal,
que hoy se orienta hacia innumera-bles
actividades sociales, lúdicas, cultura-les,
económicas, e, incluso, posee la gracia
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de mover al individuo hacia nuevas con-ductas.
Es una galaxia que integra miles de
sistemas. La realidad educativa del huma-nismo
moderno no puede negar su presen-cia
ni su poder ni su favoreciente uso. En
todo caso, la familia y la sociedad deben
prever las aberraciones y perversiones que
en tal sistema se produzcan. Y esa preven-ción
sólo puede ejercitarse con los comen-tarios
y reflexiones que convengan para ha-cer
un buen uso del sistema.
El humanismo debe contemplar este fe-nómeno.
Pero, ¿de qué humanismo estoy
hablando? Del humanismo –así lo entien-do–
que es una posición que se ha de ga-nar
íntima e intelectualmente. Esa recom-pensa
equivale a la toma de una plaza que
sólo puede alcanzarse después de un pro-ceso
activo y hasta combativo. Porque una
conciencia humanista siempre procura res-ponder
a toda serie de cuestiones y de
conflictos actuales y concretos que la cer-
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can. Hay situaciones problemáticas que
envuelven y afectan individual y social-mente
al ser humano que las percibe. Hay
cuantiosas incertidumbres que en la vida se
presentan, y, frente a las cuales, se intenta
responder de manera libre y razonable.
Pero se advierte la entrada de fuerzas con-trarias
que se empeñan en desmontar los
fundamentos de la edificante atalaya hu-manista.
Y llegan entonces noticias y se encien-den
las alarmas, tal como sucedió en el en-torno
de un debate sobre el humanismo,
entendido éste como la ideología educado-ra
en Occidente. Fue en 1999. El filósofo
alemán Peter Sloterdijk intervino con una
conferencia: “Normas para el parque hu-mano”.
Mostraba allí un texto encendido,
con el descaro y desparpajo de quien sabe
cómo calentar el ambiente, de qué manera
provocar a los contertulios y de qué modo
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proceder para garantizar la propagación
mediática de sus ideas.
Sloterdijk exprimió sus temas hasta for-zar
la visión de un ámbito nuevo hacia
donde se está orientando o en donde pron-to
se hallará situada la Humanidad. En re-sumen,
estimaba que “la era del Humanis-mo
moderno como modelo de escuela y
educación ha concluido.” Consideraba que
el humanismo es un método de domestica-ción,
además de ser un camino de forma-ción
truncada; en definitiva, que era una
ilusión que no puede sostenerse por más
tiempo. Las estructuras políticas y econó-micas
–concluía– no se organizan ya de
acuerdo al modelo de la sociedad literaria.
Hubo contestaciones que calificaron
aquella intervención como la prueba con-creta
de una idea perversa y de signo tota-litario.
Algún que otro titular dejó escrito:
“El filósofo Peter Sloterdijk exige una re-
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visión técnico-genética de la humanidad”.
No es de extrañar que se le tuviera por el
animador de una idea que contemplaría en
el futuro la planificación y utilización de
los caracteres genéticos como la acción
conveniente para mayor gloria y gracia de
una “superhumanidad”.
Lee M. Silver trata esta cuestión en su
libro, Vuelta al Edén. Más allá de la clonación en
un mundo feliz. Barrunta un estado de cosas
que suceden en el siglo XXIV. En lo que
afecta al ser humano habrá dos clases: los
genricos, denominados así por ser los gené-ticamente
enriquecidos; ellos poseerán la
Tierra porque serán los propietarios del
conocimiento, del poder y del dinero. Y,
por otra parte, los naturales, los genética-mente
pobres, la nueva masa proletaria al
servicio de la primera clase. El liberalismo
actúa en este concierto. Sentada esta baza,
ningún gobierno –en opinión de Silver-podrá
legítimamente detener ni rechazar
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esta nueva modalidad de reproducción ge-nética.
Las grandes organizaciones indus-triales
y empresariales dispondrán de un
poder económico capaz de sufragar los
gastos, intervenir legítimamente y fuera de
cualquier control gubernamental y alcanzar
los fines propuestos. No se esconde que, al
cabo, se logra el establecimientos de una
división humana y social.
En este punto nos alcanzan las imáge-nes
futuristas de una humanidad enredada
en las letras del genoma. Se ha llevado a la
pantalla –piénsese en la película Gattaca
(1997)– el argumento de un individuo
perfecto nacido de los experimentos y rea-lizaciones
de la industria genética. Obtie-nen
una criatura –como se oye en la pelí-cula
aludida– que no es “hija del hombre”
sino de la técnica. Se logra una nueva clase
humana como prototipo y expresión de la
raza perfecta. La corporación Gattaca ofre-ce
un mundo genético como un nuevo or-
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den que no deja lugar a las impurezas.
Desde este perspectiva, el ser humano ya
no posee una sola naturaleza, no es ya una
especie unívoca. Su génesis decidirá en qué
lugar de la frontera va a situar su vida.
Porque coexisten dos clases de seres huma-nos
y hay dos formas de sentirse y de ha-cerse:
una pertenece a un mundo aséptico
y deshumanizado, perfecto, en el sentido
de buen acabado. Y, en frente, una realidad
bien distinta, apartada, marcada y al servi-cio
del sistema; pero en donde todavía pre-valecen
el sentimiento y la idea de que el
ser humano es un ser “haciéndose” perma-nentemente,
inconteniblemente.
La ciencia ficción desarrolla asuntos en
los que subyace o asoma el propósito de
una crítica social. La obra literaria, la no-vela,
por ejemplo, es un espacio propicio
para que se manifiesten estas ideas y to-men
cuerpo y presencia en sus páginas. En
la literatura estas presencias cobran signi-
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ficaciones morales e intelectuales. La lite-ratura
también se las apaña para poner a la
vista el desasosiego que se apodera del ser
humano cuando pretende superar su natu-raleza.
La literatura, como los sueños de la
razón, produce monstruos. La novela de
1818 Frankenstein o el nuevo Prometeo, según
confiesa su autora, Mary W. Shelley, tuvo
como preludio una conversación entre su
hermano Percy B. Shelley y lord Byron. La
escritora oyó cómo discutían las últimas
investigaciones de Darwin. Después, el
sueño creó el resto: las imágenes del sueño
la condujeron hasta el joven estudiante
Frankenstein. Lo vio cómo iba juntando
partes de cuerpos en un cuerpo extendido
y muerto. Y soñó también cómo aquella
criatura lograba agitarse y levantarse con
evidentes signos de vida.
El doctor Frankenstein se identifica con
Prometeo, aquel titán que sobresalía por la
razón y que consiguió modelar un hombre
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con barro y concederle la vida con una
chispa del carro del Sol. Pero el moderno
Prometeo se horroriza de su creación. Ha
tenido en sus manos los instrumentos que
dan vida y existencia a un monstruo. Sin
embargo, esa figura anormal irá revelando
actitudes lógicas y casi humanas a lo largo
de la novela. El diálogo con su creador ma-nifiesta
el profundo sentimiento y deseo
de alcanzar la felicidad con otro de su es-pecie:
“Mis vicios –dice el monstruo– son
los vástagos de una soledad impuesta y que
aborrezco; y mis virtudes surgirían necesa-riamente
cuando viviera en armonía con un
semejante. Sentiría el afecto de otro ser y
me incorporaría a la cadena de existencia y
sucesos de la cual quedo ahora excluido.”
Es un ser creado por la ciencia. Y hemos
de deducir que la ciencia no ha fracasado
en su logro. Creó lo que quiso crear. Reali-zó
lo posible. No obstante sí existe el in-tenso
sentimiento de fracaso. ¿Por qué?
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Porque la plenitud de la ciencia, de la sola
razón técnica e instrumental no han podi-do
suplir la carencia del sentimiento que, a
tenor de los capítulos en donde creador y
criatura debaten, no es precisamente el
monstruo quien delata su falta de sensibi-lidad.
El monstruo quiere encontrar el
sentimiento a través del otro. Es el ser hu-mano,
el doctor Frankenstein, quien le nie-ga
esa posibilidad.
En la literatura antiutópica se muestra
también, de manera recurrente, la corres-pondencia
que existe entre un régimen tota-litarista,
dueño de una portentosa tecnifica-ción,
y la consecuente ola deshumanizadora
que toda esa fuerza arrastra. El conjunto así
relatado acaba barriendo todo signo o dibu-jo
de valores éticos y estéticos.
El autor de Un mundo feliz (1931), Al-dous
Huxley, en el prólogo de una de sus
ediciones, declara que la eficacia de un ré-
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gimen totalitario radica en el hecho de que
el poder de los amos dispone del control
sobre una población sumisa que no necesita
de la coacción; y termina no necesitándola
porque sus habitantes se sienten satisfe-chos
en ese estado de caída y servidumbre
en el que ya se hallan.
La ironía de ese mundo feliz proclama di-versas
conveniencias. Se regula el naci-miento
y la muerte; la existencia del indi-viduo
depende absolutamente del Estado;
la educación se encamina a aniquilar todo
sentimiento y cualquier valor moral. Se es-tablece
una división de clases en los indivi-duos
fabricados en serie; a un lado los pri-vilegiados
alfas y betas, en la otra parte los
serviciales gammas, deltas y epsilones. A
esa sociedad supertecnológica, a ese mundo
feliz, Huxley trae a un salvaje, a un ser tan
primitivo, que todavía se rige por acciones
tan excéntricas como amar y besar, o leer y
aprender trozos de las obras completas de
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Shakespeare. El buen salvaje, en ese mundo
de absoluto control, acabará aniquilado
por la realidad alienante.
Sloterdijk confiesa que, en el caso de
implantarse el totalitarismo, la escritura se
ahogaría en esa atmósfera, y lo que cono-cemos
por literatura quedaría enterrada,
desaparecería. George Orwell, en Literatura
y política, entiende que la manipulación o
destrucción del pasado, la enajenación de
la historia común cierran las puertas que
llevan al futuro y nos encierran también en
el totalitarismo. Juan Ignacio Ferreras, en
La Novela de Ciencia Ficción, le dedica un ca-pítulo
a las antiutopías. Apunta que el au-tor
de 1984 canaliza las experiencias y des-ilusiones
hacia esa emblemática novela. El
Gran Hermano se constituye en el único
centro de valores. El individuo está aisla-do,
controlado, vigilado, manipulado por
un poder invisible que impone conductas.
El protagonista de la novela intenta apun-
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talar el sentido de su vida; lo pretende me-diante
una acción tan simple como la de
escribir un diario; esto es: darle un curso a
su existencia mediante pensamientos e im-presiones
con el fin de encontrarse y de re-conocerse.
Fracasa. La escritura no es posi-ble
en el orden totalitario.
He aquí la cuestión. El sí o el no del li-bro...
Su conveniente permanencia o su
desaparición. Pensemos el libro en la ho-guera,
libros a 451 grados Fahrenheit, una
temperatura en la que el papel de las hojas
se enciende y arde. Se alude ahora a la no-vela
de Ray Bradbury. Hay bomberos con
mangueras de fuego que carbonizan la his-toria
escrita. Usan sabuesos mecánicos
como detectores de conductas excéntricas.
Conducta excéntrica es la lectura, o ser
propietario de un libro. Se dispone de una
lista millonaria de libros prohibidos. Los
escritores clásicos son “reducidos a audi-ciones
de radio de quince minutos”. Se
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implanta un régimen que sólo consiente
las imágenes audiovisuales. Que sea el
bombero jefe Beathy quien resuma el esta-do
actual. Dice: “Se abreviaron los años de
estudio, se relajó la disciplina, se dejó de
lado la historia, la filosofía y el lenguaje.
Las letras y la gramática fueron abandona-das,
poco a poco, poco a poco, hasta que se
las olvidó por completo”. El bombero jefe
Beathy sabe que llegará un tiempo en que
no será necesario quemar libros. No será
necesario el fuego, sólo basta que no haya
lectores. Y no los habrá –dice– porque ha-brá
“deportes al alcance de todos, espíritu
de grupo, diversión; y no hay que pensar,
[sólo] organizar y superorganizar super
superdeportes”. Diversión y deporte no
para mejorar al individuo; diversión y de-porte
para intervenir de lleno en la genera-ción
de un ámbito alienante. Entrevé el
novelista el poder y la gloria que el futuro
otorgará a la distracción de las masas, con-
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vertidas inevitablemente en cuerpos y
mentes de rebaño.
Una sociedad en que prime la insensibi-lidad
estética puede parir, paradójicamen-te,
personajes hipersensibles, tales como
Des Esseintes. Este protagonista de la no-vela
de Huysmans, A contrapelo, forra las
paredes de su biblioteca como si se trata-sen
de libros. Encuaderna las paredes. Deja
traslucir con esta imagen un ámbito litera-rio
que envuelva al lector; pero, sobre
todo, sublima su deseo de quedar integra-do
en un espacio de absoluto predominio
artístico y espiritual. Es la respuesta que
tiene y que le sirve para enfrentarse, íntima
y simbólicamente, a la mentalidad burgue-sa
y utilitarista que, en plena crisis finise-cular
del XIX, lo cerca desde el exterior.
La literatura, en ocasiones, invita a exá-menes
de conciencia. Hay textos en los
que se aprecia clara la falta de una relación
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armónica entre el sujeto y el mundo. Se va
imponiendo un conjunto de circunstancias
que conducen a la cruz de la deshumaniza-ción.
Pero, por la otra cara de la novela,
asoma una serie de personajes los cuales
mantienen aún vivos sus pensamientos y
sus afectos. Son los dueños de un pensa-miento
y de una moral que laten rebeldes.
Su vitalidad la origina el anhelo de levan-tar
un universo distinto, renovado, y que
corresponda a la medida y forma de su in-quebrantable
humanidad.
El mito de la caverna platónica apunta
hacia esa esfera en donde luchan luces y
sombras, apariencias y verdades. Sitúa al
ser humano en un espacio cavernoso para
expresar, tal como apunta Platón en el li-bro
VII de La República, “el estado en que
con respecto a la educación o a la falta de
ella, se halla nuestra naturaleza.”
Bajemos momentáneamente en otra esta-
L I T E R A T U R A , H U M A N I S M O , E D U C A C I Ó N
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ción localizada en esta misma línea. Y acer-quemos
al ascua del tema, que no es otro
que el de la literatura, una cuchara del mis-mo
palo. Es buen pretexto para poner proa
hacia la conocida novela La caverna (2000),
del nobel portugúes José Saramago.
El argumento novelístico de La caverna
contempla dos espacios contrapuestos. En
un extremo sitúa el mundo deshumaniza-do,
representado por el Centro Comercial,
imagen o cara perversa de la globalización;
una realidad concreta pero inaprensible y
que, por tal razón tiende a metaforizarse, a
ser expresión de una fuerza en constante
vigilancia y conquista; espacio atractivo a
la vez que destructivo; lugar de cautiverio
para cuantos lo habitan; trasunto espacio
del mito de la caverna: lugar de engaño, de
aparentes y falsas existencias. El lenguaje
que emite no tiene en cuenta las posibles
respuestas del receptor; son mensajes que,
enviados al vacío, ocupan plenamente el es-
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pacio; sus modalidades expresivas abarcan
la retórica publicitaria, las expresiones ame-nazantes,
el mensaje engañoso, los sonde-os;
en resumen, practica un concepto de
comunicación sistemáticamente distorsio-nado.
Ofrece sombras, apariencias, repro-ducciones
artificiosas de lo real: simula-cros.
Los seres integrados en este dominio
conforman –así se declara en el texto– un
universo de clientes.
Hay otro polo, sin embargo, que es un
espacio en donde aún late la vida. Los per-sonajes
que aquí habitan van a la busca de
ideas, de visiones o de invenciones en las
que nunca faltan la capacidad intelectual y
reflexiva; son seres que habitan también en
las esferas del arte, de la moralidad y del
afecto. Quienes así se comportan no tole-ran
un vivir en el mundo de incomunica-ción
y falsedad en que se ha convertido el
Centro Comercial. Los personajes del uni-verso
novelístico de Saramago son trasun-
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tos de los seres humanos de hoy, viven in-sertos
en una cultura. Habitan un ámbito
cultural fragmentado en tres esferas mar-cadamente
diferenciadas: la técnico-cientí-fica,
la esfera moral y la esfera estética.
La novela La caverna nos prestará sus pá-ginas
para abrir una posible corresponden-cia
con la teoría de la acción comunicativa
de Jürgen Habermas. De acuerdo con el
planteamiento de este filósofo, cuando lo
técnico se orienta en dirección al creci-miento
económico y burocrático, se va ce-gando
cualquier tipo de experiencia o de
reflexión que conduzca a un espacio en
donde se confirmen unos conocimientos
compartidos que doten de sentido a la
existencia. Si no se va en esa dirección, nos
dejaremos llevar por otra muy distinta en
donde lo ético y lo estético quedan a mer-ced
de las leyes de la técnica, de la buro-cracia
y de la economía. Y bajo este otro
clima, la realidad se resiente al ir amen-
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guando los valores morales y las expresio-nes
estéticas que vienen a ser espacios
apropiados para la autorreflexión.
Cabe, pues, decir que no conviene el pre-dominio
de una esfera sobre las otras. Ni
siquiera la esfera estética debe capitalizar
las restantes. Porque si primase sobre las
demás, de igual modo, se generarían situa-ciones
y estados análogamente perversos.
En toda época queda registrado el modo
peculiar de percibirse. Cada tiempo deja
ver su cara, diferente una de otra, por vir-tud
de un presente que no deja de mirar al
pasado mientras el pensamiento va resuel-tamente
a por el futuro. En este encuentro
de tiempos puede haber nostalgias, o no;
rebeldía contra las normas que el momento
impone, o no.
Creía el narrador canario, Ángel Guerra,
que los libros más dolorosos son aquellos
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que nos hablan del porvenir de la estirpe
humana. Creía este escritor que, llegado el
término de la jornada humana, sobre las rui-nas
de lo material sólo quedaría “la cultura,
las ideas, el espíritu de una civilización es-plendorosa”.
Se imagina y plasma en un ar-tículo
de 1908 cómo serán los seres dentro
de muchos siglos, y, reproduciendo la vi-sión
y las palabras de Anatole France expre-sa:
“Los últimos serán tan estúpidos como
los primeros. Habrán olvidado todas las ar-tes
y todas las ciencias. Se tenderán misera-blemente
en las cavernas, al borde de los
glaciares que rodarán sus bloques sobre las
dispersas ruinas de las ciudades donde en
mejores días se pensaba, se amaba, se sufría
y se esperaba (...) No sabrán nada de nos-otros,
nada de nuestro genio, nada de nues-tro
amor, y, no obstante, serán nuestros hi-jos,
la sangre de nuestra sangre.”
La cultura como alguien dijo, “es hoy
un acto total de intervención en el mun-
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do”. Se pide una cultura viva e íntegra para
todos. De ahí la necesidad de la confluen-cia
de pensamientos capaces de convertirse
con el tiempo en acción. En una acción en-caminada
a integrar al ser humano en la
vida de hoy. Una vida en donde el presente
aún cuenta con el pasado.
Pero he aquí que reaparece Sloterdijk,
como una mosca ... importuna. Llega de
nuevo para decir que hay que abolir el dis-curso
escrito, renunciar a todo discurso li-terario.
Reconoce que aún no está muerta
la literatura; no sabemos qué nivel de ago-nía
le asigna su cabeza; en todo caso tiene
muy claro que los días de sobrevaloración
de la escritura y de la lectura ya han pasa-do.
El libro ha entrado hoy en el ámbito
de una subcultura. Son los nuevos medios
técnico-comunicativos a los que se les van
concediendo paso libre. No extrañará que
los proponga como los nuevos conductores
sociales.
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Cómo es que esto puede sonar a próxi-mo.
Se esboza un mundo imaginario, y, sin
embargo, sus contenidos cargan señales de
actualidad social, cultural. La ciencia fic-ción
o el alegorismo literario surgen con
fuerza porque apuntan a una civilización
que padece un colapso vital. No hacen fal-ta
ya ritos inquisitoriales, incendios o des-trucciones
de libros o bibliotecas. No son
necesarios hoy un cura, un barbero y un
ama que quemen los libros y tapien el apo-sento
que los albergara. Don Quijote ten-taba
con las manos lo que antes había sido
puerta y, al no encontrarla, pregunta por
ella al ama; ésta le responde: “¿Qué apo-sento
o qué nada busca vuestra merced? Ya
no hay aposento ni libros en esta casa, por-que
todo se lo llevó el mesmo diablo”. Há-ganse
al caso de que estoy contando por
alegorías y que curas, barberos, amas, apo-sentos
y libros, trasuntos son de paisajes
con figuras y signos de la más triste ac-tualidad.
Frente a este estado de cosas no
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cabe otra actitud que la de estimar los li-bros
–tal como lo expresara Emilio Lledó
en su artículo “Una invitación a la lectu-ra”–
igual a “puertas que nadie podría ce-rrarnos
jamás, a pesar de todas las censu-ras”.
La literatura, para este filósofo “nos
enseña a mirar mejor este mundo de las
cosas aún no bien dichas, estos contornos
históricos inmediatos de los balbuceos po-líticos,
de los apaños para justificar el ego-ísmo
envilecido, de las trampas para con-formarnos
a vivir con la desesperanza de lo
que hoy ya no da más de sí.”
No podrá negarse en absoluto que la
educación oficial responde a la ideología
dominante. En el mundo occidental la eco-nomía
alcanza con su poder a las mismas
estructuras del Estado. Todo se ha monta-do
de manera que todo responda, aparente-mente,
a una gran causa: que el ser huma-no
vaya adaptándose al modo de vida
impuesto. La dominante económica exige
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un conocimiento técnico-instrumental. Y
los planes de estudio trazan el rumbo en
dirección hacia ese destino.
La institución educativa, con el silbo del
disimulo en la boca, acompaña en ese largo
viaje, que viene de viejo, y por cuya ruta se
han ido perdiendo, como si fuesen lastre y
carga inútil, los valores de la cultura huma-nística.
Una cultura que se ha visto en me-dio
de un campo atravesado por el fuego de
diversos y mentecatos intereses. Hoy en día
a la cultura no se la percibe en el ámbito
educativo como un bien o un don que se
propaga de modo desinteresado.
Pero el sistema educativo ya ha sacrifi-cado,
en el altar de las altas tecnologías,
los estudios humanísticos y el trato cordial
con la obra literaria. Ya se ha celebrado el
ritual fúnebre de la imaginación creadora y
ha comenzado la invocación al nuevo dios
tecnológico.
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35
Se va levantando el imperio de las pan-tallas
con su arsenal de imágenes explosi-vas,
fugitivas, vistas sin el tiempo apropia-do
para tomar conciencia de ellas. El ser
humano, abordado de tal forma y manera,
acabará desarrollando un formidable ojo
que todo lo capta al instante aunque poco
de ello, o nada, se siembre definitivamente
en él. Entonces le será difícil reordenar el
mundo que pisa; e imposible será com-prenderlo.
Porque ha cambiado el interés
de apreciar, por la mera observación de
raudales imágenes, lo que de inteligible
tiene el mundo. Con el tiempo quedará
atado al mundo icónico. No distinguirá
los fragmentos servidos por la comunica-ción
tecnológica; se irá debilitando su vo-luntad,
tanto como su actividad mental.
Todo se habrá convertido en un fenómeno
recurrente, en manifestaciones repentinas
hechas de trozos que nada significan. Pero
si poco llegan a significar, mucho pueden
conseguir: uniforman el pensamiento.
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No hará daño citar otra obra literaria
que proyecte una utopía negativa y nos ex-prese
sugerentemente una forma de organi-zación,
conocimiento y comportamiento
sociales de una supuesta futura sociedad
humana. La novela de Anthony Burgess La
naranja mecánica (1962) nos traza un pano-rama
por el que cruzan el adolescente Alex
junto a tres drugos-amigos. Stanley Ku-brick
la llevó a la pantalla y le infundió
una ética cultural cuyo comentario intere-sa.
El crítico de arte, Robert Hugues, apre-cia
que la película traduce la idea decimo-nónica
de que el arte te hace bueno y
promueve la sensibilidad. En la proyección
cinematográfica se quiere llevar al extremo
esta opinión. Al violento protagonista, a
quien se pretende enderezar, se le lanza,
con un fin formativo, una serie de imáge-nes
contrapuestas: imágenes entretejidas
de violencia, caos y dolor frente a otras de
belleza, dulzura y armonía. Las imágenes
van asociadas a las correspondientes sensa-
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ciones de placer o de suplicio. Se establece
así un sistema conductista con el que se
quiere manipular la conciencia y el tempe-ramento
del personaje. Se logra, también
así, un paralogismo intolerable al intentar
persuadir con argucias y con medios o pro-cedimientos
no naturales. A la violencia de
Alex le replica la ciencia aún más violenta-mente.
Se pretende que el instinto de vio-lencia
ceda frente a la idea de civilización.
Alexander Walker, en el estudio dedicado a
Kubrick, apunta que el cineasta ha confe-sado
que la obra de arte no nos cambia;
pero la obra de arte sí nos afecta cuando
ilumina algo que ya sentimos.
No estamos en contra del signo de los
tiempos. Los párrafos quedaron adrede-mente
tintados de negro y con un propósi-to:
que por gracia de los alarmantes y de
los extremosos comentarios realizados se
pueda uno situar en un término medio, de
modo que convenga crear un marco en el
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que se hallen incluidos y en convivencia
los mundos de la imagen y el de la lectura.
Conviene en este punto establecer un
supuesto: no hay literatura sin lectura. En
consecuencia, hay que contar con un pri-mer
objetivo: hacer lectores. Pero esto no
basta; es pobre; y es además insuficiente
porque se cuenta con otra idea también: la
lectura es condición necesaria y punto de
partida, que no, de llegada. Y debe ser así,
si se piensa que otras metas aguardan más
adelante.
Las obras literarias contienen y proyec-tan
conceptos, valores morales y sensibili-dad
estética. Constituyen en su conjunto
un apreciable e irrenunciable acervo cultu-ral;
son hitos fundamentales en la historia
de la civilización. Las obras literarias están
ahí, como un depósito que tiende a cano-nizarse.
Son arrastradas hacia un canon
que a veces se muestra inalterable, incon-
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testable. En la enseñanza, la lista de obras
literarias para este comienzo de siglo está
aún por verse. No se pretende anunciar la
urgencia de un canon alternativo, pero sí la
necesidad de actualizar lecturas que se ha-llen
conformes con el tiempo que ha toca-do
vivir y entender.
El entendimiento exige formación para
conseguir una ilustrada mayoría de edad;
habrá que convertir la conciencia infantil y
juvenil en conciencia adulta; es decir, en
una conciencia que alcance un mayor creci-miento
y perfección. Sin embargo, parece
como si el sistema educativo quedara satis-fecho
–y hasta se regodeara– con suminis-trar
en forma de papilla las diversas mate-rias
que configuran los planes de estudio.
La literatura –no está mal decirlo– ha pa-sado
ya por el proceso de puré.
Con la Enseñanza Secundaria Obligato-ria
se ha pretendido extender la educación
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hasta la frontera de la juventud. Y la ju-ventud,
hoy, para quien no se halle o lleve
el paso de su movimiento, puede parecer
un territorio impenetrable. Como expresa-ra
Alain Finkielkraut en La derrota del pensa-miento,
“el largo proceso de conversión al
hedonismo del consumo emprendido por
las sociedades occidentales culmina hoy
con la idolatría de los valores juveniles. ¡El
Burgués ha muerto, viva el Adolescente!”.
Los adultos buscan una nivelación; la en-cuentran,
por lo visto, en “una cura de
desintelectualización.” Ni conviene éste
como tampoco conviene el otro extremo
que Jonathan Swift cierra con una frase:
“Ningún hombre sabio quiso nunca ser jo-ven”.
No hay necesidad de cargar tantos
pelos como tampoco el de querer estar tan
calvos.
Se nos ha ido, callandito, separando de
una órbita cultural que ha dominado hasta
hace poco. Como diría Finkielkraut, hay
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quienes creyendo tener razón ven la histo-ria
como un error o una superstición que
empobrecen la emancipación de los espíri-tus.
Hay un mundo dividido en dos. Un
mundo joven y en aparente libertad; otro
muy diferente, adulto, con horarios, disci-plinas
y programas. Mundos apartes. Un
mundo caliente en el que –se piensa– el
ruido desplaza al pensamiento. Pero en-tiendan
que el mundo hoy es joven porque
así lo quiere hoy el mercado. El mundo jo-ven
es consumista, y el consumo impone
un modo de vida, una “cultura”; sí, aunque
cultura carencial que se implanta como el
estado normal de las cosas.
En 1987, Finkielkraut aún podía decir
que “la escuela es la última excepción al
self-service generalizado”. Pero actualmen-te
se está produciendo en el ámbito de la
institución educativa una situación crítica.
Como indica el autor antes referido, por
un lado hay una escuela moderna que se
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marca como objetivo la formación integral
de los alumnos; y, por otra parte, se hallan
los alumnos; un alumnado posmoderno
que entiende esta intención emancipadora
como un obligado ingreso en disciplinas
arcaicas y forzadas. Todo eso se volverá
material de derribo. ¿Cómo resolver la
cuestión? Algunos responden: posmoder-nizando
la escuela. Y, para ello, ministe-rios
o consejerías y reformadores se ocu-pan
y ponen manos a la tarea. Y cuentan
con una nueva premisa: no hay necesidad
de trabajar con la palabra pues el punto de
interés ha sido desplazado. Importa me-nos
una formación intelectual, importa
menos el uso de la palabra con la que ver,
pensar y medirse al mundo; e importa
más, bastante más, un acercamiento a lo
técnico y a lo audiovisual. El resultado
salta a la vista: se padece una merma cuan-titativa
y cualitativa en la enseñanza hu-manística
y, particularmente, en la de la li-teratura.
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Pero siempre habrá algo o alguien que
reavivan la esperanza y mantengan la fe y la
complacencia en la literatura. De muestra,
un libro. Su título es Entre líneas: el cuento o
la vida. En sus páginas, Luis Landero nos
presenta a un personaje del que se apunta
que “quizá la única nota pintoresca en él
sea precisamente el hecho de ser profesor
de literatura en estos tiempos”. Es un pro-fesor
de literatura, además de ser lector y
escritor. Tres actividades distintas en una
sola persona; acciones complementarias
las tres que, no obstante, resultan conflic-tivas
y, a veces, hasta excluyentes. Con un
ejemplo lo ilustra: el escritor se interesa
por Joyce; al profesor le gusta Galdós, no
tanto al lector; Hermann Hesse que fue
del agrado del lector en la adolescencia,
ahora, y por solidaridad con sus alumnos,
sólo atrae al profesor. En definitiva, que
vive una trinidad escindida.
De este Luis Landero, precisamente,
tomo y apunto las últimas palabras. Sos-
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tiene Landero que a todos nos incumbe la
narración antes que nos inicien en la eru-dición;
advierte Landero que hay pedago-gías
insanas que se han juntado con el mal
gusto de la sociedad actual; observa que es
necesario conectar los contenidos con las
experiencias de la vida; alega que algo to-davía
puede hacerse; ¿y qué es lo que po-drá
hacerse todavía?: pues poner a los
alumnos en disposición de dejarse seducir
por la literatura.
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