Luis Diego Cuscoy
Con Sabino Berthelot
FEJE DE ESCRITOS Y
PALABRAS
Edición privada
Santa Cruz de T enerife
1981
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2015
Depósito legal: TF 876.- 1.981
Cooperativa Litográfica-San Cristóbal 12 S/C de Tenerife - Canarias
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EL AUTOR CONFIESA
Antes que nada, el autor se siente obligado a confesar que los escritos
aquí agrupados, unos fueron antes artículos de periódico y otros se quemaron,
sin pena ni gloria, en charlas de ocasión. Por el solo hecho de recogerlos
y agruparlos el autor no va a justificarse con expresiones de falsa modestia,
aunque sí Je importa ponerse a salvo de toda sospecha de vanidad. Al rescatar
estos escritos de la aparente fugacidad del periódico y evitar que la palabra
ocasional y volandera acabara por perderse en el aire veleidoso, confiesa
que lo ha hecho sin que mediara ningún juicio de valor. Ello supondría una
consideración, sin duda desmedida, del trabajo. Y no es eso.
El autor se tiene por hombre mesurado, bastante riguroso consigo mismo
y, siempre que puede, procura defenderse contra toda clase de deslumbramientos
y espejismos. El autor no ha visto ni ha dejado de ver en sus escritos
más de lo que esos escritos contienen, sin buscar razones ni motivos
de calidad -como se dijo-, sino más bien de oportunidad y, si se le permite
decirlo, de personal o acaso caprichosa complacencia.
El autor tiene prisa en confesar que también existe otra razón, y no pequeña:
la sentimental. Pero no deja de reconocer que es razón ciertamente
comprometida: no siempre es aconsejable, incluso dentro de los límites de la
más estricta honestidad, salir a la calle con los sentimientos al aire.
El autor escribió y habló con motivo del centenario de la muerte de Sabino
Berthelot, ahora hace un año. Escritos y palabras tenían una unidad y
adolecían de alguna que otra reiteración: así han de quedar, y así se ordenan
y así se publican.
Como le ocurrió a Sabino Berthelot, el autor sintió muy tempranamente,
ha sentido y seguirá sintiendo por los pueblos, los campos, las montañas,
los litorales y las gentes de la isla una inclinación nunca desviada, una curiosidad
nunca distraída y un amor -con perdón- nunca traicionado. Este parvo
feje de escritos quiere dejar constancia de ello.
En uno de los capítulos el autor hace parada en la Villa de La Orotava:
allí vivió años de asombro ante una naturaleza deslumbrante y confortado
con el fino trato de muy buena gente. En la Villa todo es cortesanía y compostura,
cualidades que supo ver y encomiar Sabino Berthelot: también él
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vivió allí años venturosos y fértiles en amistades, emociones y trabajos.
Todo esto merece ser recordado, porque hay marcas que perduran a pesar de
los embates del tiempo y de las inevitables mudanzas. Tanto Sabino Berthelot
como el autor -salvando las distancias y las medidas-, pudo ver el primero
y es testigo vivo el segundo, de qué forma persistían las señales con que a
uno y a otro la Villa los había marcado. Por lo menos eso tiene en común el
autor con Sabino Berthelot: una fidelidad sin fisuras a las marcas que no se
borran.
No parece cosa hacedera, pero lo cierto es que, con un siglo por medio,
el último paseo por la Villa lo ha hecho el autor -y de eso puede dar fe- en
compañía de Sabino Berthelot. Y eso es todo. Non nova, sed nove.
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EN EL CENTENARIO DE LA MUERTE DE
SABINO BERTHELOT
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De todos es sabido que este año se cumple el centenario de la muerte de
Sabino Berthelot. Falleció en Santa Cruz de Tenerife el día 18 de Noviembre
de 1880. Una sentida nota necrológica, con documentadas referencias
biográficas, se publicó en el número 48 de la Revista de Canarias correspondiente
al 23 de Noviembre de aquel año.
Nadie ignora que en colaboración con aquel aristócrata y sabio inglés
llamado Philippe-Barker Webb redactó una buena parte de la historia natural
de las Islas Canarias, monumental empresa -científica y cultural- no superada
ni siquiera igualada con posterioridad.
Es seguro que todos sepan que ejerció con encomiable honestidad y
gran celo funciones consulares de Francia en nuestra capital. Alcanzado por
la ola del romanticismo había llegado muy joven a la isla. Murió cumplidos
los ochenta y seis afios, todavía lúcido, con ánimo no abatido y con la misma
preocupación por los temas canarios que en los primeros tiempos.
Se fue a la tumba con el respeto, la admiración y la gratitud de todos sus
contemporáneos y amigos, «que colocaron sobre el féretro fúnebres coronas
». Está enterrado en el cementerio de San Rafael y San Roque, impresionante
panteón del Santa Cruz del siglo XIX, por todos motivos sagrado recinto
hoy bárbaramente destruido por el brazo ejecutor del más triste abandono
y del más imperdonable olvido. La tumba de Sabino Berthelot sigue en
pie, no por respeto, sino que lo ha salvado su propia solidez. Un sencillo y
candoroso epitafio, acaso redactado o elegido por el propio Berthelot, proclama
su vinculación, más allá de la muerte, a la tierra que conoció y amó
como pocos:
Esta fosa que se ha abierto
para mí,
aunque dicen que he muerto,
vivo aquí.
Nada más que esa tumba y una calle CQn el nombre del sabio es lo que
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queda de aquel personaje inolvidable en este Santa Cruz olvidadizo.
Con motivo del centenario, además de su biografía, redactada por un
contemporáneo suyo, Elías Zerolo, se van a publicar tres libros y se va a
'abrir una exposición bajo el signo de «El tiempo de Berthelot». Uno de los
libros llevará por título «Homenaje a Sabino Berthelot». En el mismo se recogen
varios trabajos de prestigiosos especialistas referidos a distintos aspectos
de la obra y de la vida del escritor, erudito y naturalista, que todo eso, y
mucho más fue Berthelot.
«Recuerdos y epistolario», su obra póstuma, ahora en versión española,
contiene una valiosa información sobre la isla y una nutrida correspondencia
con importantes científicos europeos de algún modo relacionados con
Canarias. Con ambos volúmenes y con la organización de la exposición citada
contribuye el Instituto de Estudios Canarios a destacar la fecha del centenano.
El tercer libro, cuyo título es «Primera estancia en Tenerife
(1820-1830)», es la traducción de la obra que en francés llevaba el título de
«Miscellanées canariennes», publicada en París por el editor Béthune (año
1839), y al igual que el resto de los volúmenes que constituye la Historia
Natural de las Islas Canarias, bajo los auspicios del amigo de Berthelot, M.
Guizot, a la sazón ministro de Instrucción Pública de Francia. Hoy nos
asombra saber que Berthelot dedicó catorce años de su vida en redactar parte
de aquella obra y en cuidar de la impecable y hermosa edición de la misma.
El mecenazgo del Ministerio de Instrucción Pública francés fue muy generoso
con Canarias. Años después enviaría a René Vemeau, especialista en
antropología, para estudiar a los cromañoides canarios.
«Primera estancia en Tenerife (1820-1830)», primer libro que S. Berthelot
dedica a la isla, está compuesto por una serie de crónicas de temática
muy diversa, y hoy es, al mismo tiempo que valioso arsenal de noticias, joya
bibliográfica y testimonio gráfico del Tenerife del primer tercio del siglo
XIX. Las láminas que ilustran la obra, en número de sesenta, son tanto una
fiesta para los ojos como una referencia a la que en todo momento tendremos
que acudir para establecer una no reconfortable comparación entre el
Tenerife de entonces y el de ahora.
Para ilustrar aquella serie de frescas, directas y a veces apasionadas crónicas,
se contó con la colaboración de extraordinarios dibujantes, que supieron
recoger en sus cartones, con pasmosa fidelidad, la encantadora estampa
urbana de entonces, el paisaje natural, todavía intocado, las formas de vida y
los tipos de una isla que hoy nos cuesta imaginar. Mejor, que nos costaría
imaginar si no contáramos con estas estampas oreadas por el más fino aire
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romántico y dibujadas con los más fieles y sensibles trazos. Participaron en
la ejecución de tan notable muestra, Llanta, J.J. Williams, A. Diston y el
propio Berthelot, dibujante de mucho mérito, como podrá verse en las láminas
por él dibujadas. Pero corresponde a J.J. Williams realizar el mayor y
más documentado conjunto de ilustraciones.
Pero la obra de los dibujantes llega a nosotros de la mano de los litógrafos,
que en este caso salvan a un alto nivel su función aparentemente ancilar
para convertirse en recreadores de la obra original: A.St. Aulaire, E. Lasalle,
E.L. Tirpene, Champin, Léhnert y otros merecen ser recordados, pues ellos
hicieron posible que hoy nos recreemos ante tan magistral e impagable obra.
A dibujantes y litógrafos debemos, por consiguiente, estas instantáneas
de pueblos y campos, de barrancos y montañas, de grutas y bosques, de ermitas
y viviendas rústicas, de catedrales y casas solariegas, de indumentaria,
de oficios y ocupaciones domésticas. Al contemplar estas estampas, que no
son más que instantes detenidos en el tiempo, con el hombre que anima la
plaza del pueblo, se funde a la poderosa geología, se ampara en la exuberancia
de la vegetación o se entrega a las faenas de la mar, al contemplar estas
estampas, repetimos, es inevitable un sentimiento de profunda nostalgia por
tanta belleza y tanta paz perdidas.
Obra de tales merecimientos se publica a expensas del Aula de Cultura
del Cabildo Insular de Tenerife. Fuera de texto se reproducen las sesenta láminas
que figuran en la edición francesa. Pero al mismo tiempo se ha hecho
una tirada aparte de dichas láminas. Con ello se cubren dos objetivos: éontribuir
dignamente al homenaje debido a Sabino Berthelot en el centenario
de su muerte y a difundir unos documentos en que arte y fidelidad marchan
juntos.
Pero aún así eso sólo no bastaóa si esta empresa entre sentimental y respetuosa,
y también justa, no viniera animada por más altos propósitos. Pueblos,
ciudades, bosques y hasta montañas y litorales se nos van de las manos,
como si nos hubiese atacado un ciego frenesí destructor. Nada es demasiado,
y todo es lícito para tratar de detenerlo, más todavía cuando se hace con altura
y una inequívoca preocupación didáctica, aleccionadora, como es el
caso de la difusión de la obra y láminas que nos vienen ocupando. Es como
un abrir las puertas a la meditación acerca de tantas cosas perdidas -que jamás
podrán ser recobradas- y también una invitación a que se conserve, respete
y no se dilapide irreflexivamente lo poco que va quedando de nuestro
patrimonio histórico y cultural.
«El Día», Santa Cruz de Tenerife, 5 de Noviembre de 1980
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CARNAVAL DE SANTA CRUZ/1820
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Viaja el joven Sabino Berthelot de Marsella a Tenerife en una bombarda
provenzal para desembarcar en Santa Cruz a finales del año l 819. Atrás
han quedado las nieblas y los fríos del invierno europeo, y el recién llegado
goza de la placidez nunca bastante alabada del suave clima de la isla.
Hace muy poco tiempo que reside en la ciudad, el suficiente, sin embargo,
para sentir la benefactora influencia d6 la luz y del aire, sobre todo de
esa brisa limpia, tonificante, olorosa a mar, que hace gratas y apetecibles las
noches de Santa Cruz. Una de esas noches sale Sabino Berthelot a dar una
vuelta por la ciudad bajo un hermoso claro de luna. De tal forma están iluminadas
las fachadas de las casas, que más bien parece que estuviesen misteriosamente
alumbradas por luz de gas.
Sabino Berthelot es seguro que marche por el lado de la sombra. Muchos
años después confesará que es muy sensible al maligno influjo de la
luna, particularmente de la luna roja, sobre la que en cierta ocasión Luis
XVIII preguntó por ella a Laplace, y el astrónomo respondió humildemente:
«Lo ignoro, Sire».
Calle abajo va el joven Berthelot cuando hasta él llega alegre griterío,
cantos y músicas. Hierve la ciudad de grupos que improvisan animados bailes
en plena calle. De todos lados afluyen parrandas y danzantes. Es noche
de carnaval, el recién llegado se siente sorprendido, y a sí mismo se dice -y
así tenía que decirlo- que la Locura agita sus cascabeles en la loca y lunada
noche de Santa Cruz. Algún grupo más discreto y quizás más señoril entona
una serenata bajo una ventana. Las notas de un piano, las insólitas, increibles
notas de un piano en la noche bulliciosa, llegan a la calle desde quién
sabe qué estrado con cornucopias y arañas venecianas.
El joven Berthelot adivina, por tantas inequívocas señales como desfilan
ante él, que el Gobernador da una fiesta en el Castillo de San Cristóbal. Pasan
muchachas enjoyadas y con ricos atuendos, lo más granado, en juventud
y hermosura, de Santa Cruz. Allá van los galanes, atraídos por tan irresistible
señuelo. En el salón del castillo todo serán ceremoniosas reverencias, galanterías,
conversaciones chispeantes, «anhelos amorosos, miradas encendidas
». Eso y más dice Berthelot, y si todo eso dice el joven forastero, y por lo
que después dirá, lo más seguro es que estuvo presente en el sarao.
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Volvamos ahora a la calle del Castillo, que está muy animada. Por esa
calle que mira al mar baja una compañía de cómicos improvisados. Calle
del Castillo abajo desfilan todos los personajes del Anfitrión de Moliere, única
obra que llevan en repertorio. Ha sido traducida en verso castellano por
un poeta de la localidad, y al decir de Berthelot, que asistió a una de las representaciones,
la traducción constituye un trabajo muy meritorio.
Cuando llega el carnaval es costumbre que los jóvenes de la ciudad
monten dramas o comedias que a lo largo de la noche representan sucesivamente
en varios salones. Van disfrazados con viejas indumentarias o se confeccionan
otras nuevas, según venga. Años después, ante tanto pasado herrumbroso
y tanta grandeza deslucida como Berthelot descubre en la Casa
Fuerte de Adeje, dirá que nobles armaduras, cotas de malla, trofeos y otros
testimonios de un viejo esplendor, acabaron en el carnaval de Santa Cruz
para completar el disfraz de alguna máscara ..
Con los decorados en alto, la compañía de aficionados desfila por las calles
de la alegre ciudad. A la zaga, un grupo de músicos. Como hacía su viejo
patrón, Anfitrión es autor -en este caso, traductor en verso castellano- y actor.
Al llegar a la plaza, el grupo de faranduleros se encuentra con Berthelot
y le invitan a seguirles. El galante francés ofrece el brazo a Alcmena, aunque
tal galantería no le sea grata a Júpiter. Va el forastero entre las deidades de
la farsa, en una fantasmagórica comitiva bajo la luna, comitiva digna del
mismísimo Moliere. Retozando marchan en vanguardia Mercurio y la Noche;
detrás, Sosias y Cleanthis. Cerrando la marcha, apretada cola de curio-sos.
Mercurio parte como mensajero hacia el castillo de San Cristóbal para
anunciar la inmediata llegada de la farándula. Ante tal inesperado anuncio
se detiene el baile, se hacen a un lado los asistentes, se despeja el salón y,
con ayuda de dos granaderos, se levanta el escenario. Otros dos granaderos
de la guardia sostienen el tinglado por detrás. Montado y firme el decorado,
se inicia la representación. La intriga amorosa de la farsa conmueve a las jóvenes
espectadoras, que traducen a lenguaje terreno todo cuanto acontece en
las alturas, en los aspados donde moran los dioses. Todo eso parece captar
el atento Berthelot.
Terminada la representación, la compañía va en busca de nuevos salones
para repetir la farsa. Berthelot les acompaña hasta la cercana plaza
mayor. Digamos, antes de seguir, que este francés meridional es un extraordinario
fabricante de situaciones. De no ser así, ahora no sabríamos que junto
a él pasa un grupo de oficiales de la real marina británica, pertenecientes
a la dotación de un navío fondeado en la rada. Han estado en el castillo, y la
locuacidad de que hacen gaia revela ia fuerza y .la generosidad del ponche
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del Gobernador. Van hablando de ojos negros, de miradas encendidas, de
bellezas deslumbrantes. Y a cargo del oficial de mayor graduación corre
contar la historia del fracasado ataque de Nelson a la plaza. En ningún lugar
mejor para contarla que al pie de los históricos muros del castillo.
El fresco aire de la madrugada acaba por disipar los vapores del ponche
del Gobernador. En el embarcadero, una chalupa recoge a los ahora circunspectos
oficiales. Ocupan sus asientos según su graduación. Suena el silbato
del patrón y a rítmicos golpes de remo la embarcación se aleja. Al desvanecerse
en la oscuridad sólo queda el acompasado golpear de la boga, que poco
a poco se apaga.
Del reloj de la iglesia vuelan sobre la cansada y exhausta ciudad las cuatro
de la madrugada. Pronto abrirá el alba sus cortinas cuando, por la calle
del Castillo arriba, marcha Anfitrión al frente de su fatigada comparsa. Saludan
al joven Berthelot. La noche de carnaval ha terminado:
- Buenos días, Noche.
- Adiós, Mercurio.
Con tan variados ingredientes compuso Sabino Berthelot su crónica del
carnaval de Santa Cruz del año 1820. Era por entonces un apuesto mozo de
veintiséis años. Ya viejo, su gusto era dar un paseo hasta la punta del muelle
para gozar de la brisa y del olor a mar. Más de una vez recordaría aquella lejana
noche de carnaval, disfrutada en una de sus primeras y románticas noches
de la isla.
(«El Día», Santa Cruz de Tenerife, 6 de Noviembre de 1980)
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LAS FIESTAS DE
CANDELARIA/1825
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Para la historia de la Virgen, de la devoción de la Virgen y de los incontables
y extraordinarios milagros de la Virgen, Berthelot se apoya en Fray
Alonso de Espinosa. El Padre Espinosa, que desde lejanas tierras ha venido a
la isla atraido por el aura milagrosa de la menuda y morena imagen de Candelaria,
escribirá un delicioso libro sobre la Señora de los guanches, un libro
inscrito en esa línea cándida y sencilla donde se encuentran todas las hagiografias,
empezando por las «Florecillas de San Francisco». El Padre Espinosa
es hombre y eclesiástico sumergido en el mundo angélico de la fe pura y
candorosa. Berthelot lo sabe, y para no entorpecer el relato del fraile, confiesa
que evitará todo comentario y soslayará toda reflexión. Pero sucede que
al mismo tiempo es un rendido devoto de Viera y Clavijo, por lo que no
debe extrañar que se haya apoyado en unas palabras del ilustrado abate Viera
referidas a los milagros que se cuentan: «Sería de desear que la razón y la
sana crítica hubieran florecido en aquellos tiempos». Es una elegante y hábil
manera de arrimarse a Viera para no compremeter su personal comentario y
de paso no descubrir su aparente agnosticismo.
Berthelot prefiere hablar de las dos fiestas que a lo largo del año se celebran
en honor de la Virgen: la del 2 de febrero y la del i 5 de agosto. Berthelot,
en ésta, como en otras ocasiones, juega a la perfección el papel de testigo,
posee una rara virtud para observar y una envidiable y a veces bienhumorada
soltura para contar. A todo esto hay que añadir su condición de etnógrafo
formado en París, cuando a los neófitos de la Etnografia -que entonces
alboreaba- se les enseñaba a observar primero y a describir después. Por
eso resulta tan útil seguir a Berthelot, porque así sabremos qué cosas permanecen
y cuáles se perdieron en el tiempo mediante una simple operación
comparativa. Desde la fiesta a la que asistió Berthelot hasta hoy han transcurrido
ciento cincuenta y cinco años, perspectiva temporal ciertamente no
desdeñable.
De la del 2 de febrero dice que es la fiesta oficial. Asisten las autoridades
militares, los cuerpos de la administración y de la justicia, la guarnición
de La Laguna, con su armamento ... La víspera ha hecho su entrada en Candelaria
una nutrida representación del clero con mangas, cruces y estandartes.
Y de todos los rincones de Canarias llegan gentes devotas.
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Sin que se refiera a fechas concretas -~<en los primeros tiempos», escribe-,
los peregrinos comían y dormían en el interior del templo o acampaban
en los alrededores. Ahora se han levantado amplios sombrajos o cobertizos
junto al convento y a su amparo se cobijan los asistentes a las piadosas celebraciones.
No se hace referencia alguna a una desbordante y masiva concentración
popular en la fiesta del 2 de febrero.
Todo esto se reserva para la del 15 de agosto, «que es más la fiesta del
pueblo». La multitud llena toda la playa. Han llegado hasta Candelaria en
mulo o en burro, y alguno que otro a lomos de camello, sobre las oscilantes
angarillas. Los más devotos, a pie, después de hacer largas caminatas a través
de montañas y barranqueras. Los que cumplen promesa se descalzan en
la playa, y arrastrándose sobre las rodillas, llegan hasta los pies de la Virgen.
Los hombres adornan su sombrero, del que cuelgan cintas rojas y verdes,
con la estampa de la Virgen.
El espectáculo impresiona. Berthelot parece captar un espectáculo entre
pagano y religioso -hoy nos sorprende que no se hubiera acordado del beñesmén
de los guanches-, porque estalla el canto popular, ensordecen clamores
y ajijides, bulle, exultante, la multitud, caldeada por el sol de agosto.
Y al mismo tiempo, procesión y cantos litúrgicos.
El paisaje ayuda. Frontera al santuario, una explanada cruzada por un
barranco que desemboca en la playa. Entre la negra playa y el templo, un
pequeño castillo; enfrente, una hospedería, y como telón de fondo, una oscura
y hermosa estructura de basalto sobre la que se alzan rústicas viviendas.
La Virgen esplende de ropajes dorados y de la más variada y rica joyería:
collares de perlas, brazaletes de esmeraldas y rubíes; penden de la cintura
rosarios de oro con cuentas de pedrería, y sobre la cabeza, corona de oro y
diamantes.
Hasta la Virgen llegan los fieles con ofrendas y exvotos. Se bendicen las
candelas. El templo está alfombrado de flores y acaso de albahaca, como todavía
es costumbre en aquella comarca. La Virgen, revestida con sus más
deslumbrantes ropajes -se dice que era menuda y morena-, señorea como
una divinidad protectora, tutelar -al decir de Berthelot- desde lo alto de su
trono de plata. Y ante ella, a cargo de treinta rudos y fuertes campesinos
vestidos con lanudas pieles, tiene lugar la pantomima de la primitiva aparición
de la santa imagen sobre las arenas de Chimisay. Y es curioso que en su
desarrollo, la representación siga a la letra ei relato del Padre Espinosa. Berthelot
no pierde detalle del insólito trabajo de los pastores doblados de mimos.
Sigue después la procesión por la línea de la playa: «Oh, Virgen de
Candelaria, I lúcida entrellas del mar».
«Hace ya trece años que estuve en Candelaria el día de la Asunción»,
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anota Sabino Berthelot. Y añade: «Acababa de asistir a su última fiesta. Al
año siguiente, la furia del huracán y una tromba se llevaron a la Señora con
todos sus tesoros».
También Homero se distraía, y Berthelot, en este caso, parece haber sufrido
una ligera, pero perdonable distracción. El huracán se desencadenó, es
cierto, el año 1826, pero en noviembre, justamente el día siete de ese mes.
Fue en 1825 cuando el cronista estuvo en Candelaria, lo que quiere decir
que en agosto del año siguiente la Virgen estaría presente en su fiesta.
La crónica la escribiría Berthelot en 1838. Entonces vivía en París, cuidando,
precisamente, de la edición de su primer libro sobre la isla, que lleva
pie de imprenta del año 1839.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Hacia los años cincuenta del
presente siglo un amago de tromba hizo correr con desusada violencia el cegado
barranco que cruza la explanada frontera al santuario. Se llevó el camino
que conduce a la Cueva de San Bias con el muro de contención sobre la
playa. Se rescató entonces un imperio de oro perteneciente a la corona de la
primitiva imagen. Se trabajó en la brecha abierta y se hallaron unas balas de
cañón del antiguo fortín, que en 1826 también fue barrido por las aguas, una
monedas antiguas de cobre y de plata, una desgastada medalla y unos deslucidos
baldosines de mármol blanco. Eso ~s todo lo que quedaba del rico y
deslumbrante tesoro que poseyó la Virgen y del que tan detallada relación
dio Sabino Berthelot.
(«El Día», Santa Cruz de Tenerife, 7 de noviembre de 1980)
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LA FIESTA DE SAN PEDRO
DE GÜIMAR/1827
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Parte Sabino Berthelot de La Orotava hacia Güímar con un grupo de
romeros: arrieros, muleros, gente de camino y cabalgadas nocturnas que, en
esta ocasión, quieren divertirse. No cabe duda que Berthelot sabe elegir su
compañía. Siguen esa ruta tan antigua y tan frecuentada de la cumbre. Primero,
a través de ese agro mollar donde en la isla se inauguran los cultivos
mediterráneos. Y después, camino de Chasna arriba, las espesas frondas, los
brezos y las fayas del monteverde, los alegres y bullidores nacientes de Aguamansa,
la geología vertical y bien acabada de Los Organos donde, de verdad,
el viento se desfleca en notas musicales. En ese paraje se situaba una dolorida
y emocionante leyenda de amor y muerte: volvían puntualmente al mundo,
cada año y el mismo día, las almas de dos enamorados en forma de luces
errantes. Se encontraban sobre Los Organos y después acababan por desvancerse
en la oscura soledad de la montaña. La leyenda es larga de contar, y es
lástima que no la conociera Berthelot, porque de seguro la hubiera trasladado
con un fuerte acento orográfico.
El mulerío gana trabajosamente la dura pendiente de la sierra y poco a
poco se va acercando a la cumbre, a la hermosa región de los codesos y las
retamas. Al atardecer llegan al Llano de Maja, donde se piensa acampar
para pasar la noche. Las noches del Llano de Maja, sin hablar de las estrellas,
allí tan bajas y limpias, levantan de las pálidas arenas un aire de misterio
que el cerco de montañas aprisiona. En esta ocasión Berthelot vuelve por
segunda vez al Llano de Maja: ya había estado allí tres años antes, en 1824.
Se enciende una hoguera y en tomo a ella se agrupan los romeros. A pesar
de ser gente curtida, no hay quien les haga ahuyentar el miedo, y por lo
mismo cuesta comprender por qué la larga, medrosa y helada vigilia de la
cumbre tiene que llenarse con relatos fantásticos, con cuentos de almas en
pena, de apariciones y de brujas. En el Llano de Maja -que los viejos cabreros
llaman Májara-, y esto lo aseguran quienes lo saben, se congregan las
brujas en los aquelarres sabáticos, algo así como las noches de Walpurgis a
la altura del Teide guardador del antiguo mito insular del fuego. Si se piensa
bien, ningún lugar mejor para contar cuentos de brujas.
Han invitado a Domingo para que cuente el extraño caso que le pasó a
cho Juan, nacido y criado en Granadilla, con el burro negro que tenía. Ade-
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más de ese sombrío color, no muy frecuente en burros, era un animal terco,
levantisco y burlón, porque encima de todo se reía. Una noche, en la montaña,
se enfrentaron amo y burro, éste tumbó al amo, quien acabó por caer en
la cuenta de que no era burro lo que tenía, sino al mismísimo diablo; maligno
animal que, en un abrir y cerrar de ojos, mudó su figura de maldito asno
por la de un macho cabrío de largos y retorcidos cuernos, que desapareció
en la montaña. Terminado el cuento, de entre los que escuchan hay alguno
que exclama: «iA ve María Purísima!».
Y entre cuento y cuento llega el amanecer. Las montañas surgen del
seno de las nubes debajo de las cuales yace la isla. Y otra vez en marcha hasta
que se descubren las tierras del valle oriental. En primer término, Arafo,
con un esponjoso cinturón de bosquecillos y una tierna exuberancia de cultivos
escalonados.
Berthelot y sus romeros entran en Güímar por calles adornadas con ramas
tiernas. La plaza está decorada con guirnaldas y arcos vegetales. A ambos
lados de la calle se han plantado arbustillos traídos del monte, con lo
que se consigue un efecto de avenidas arboladas, como surgidas de un modo
mágico. De los muros de la iglesia y de las fachadas de las casas penden colgaduras
con escenas de la vida de San Pedro. A la fragancia de los balsámicos
y nobles laureles se mezcla el aroma de los naranjos, perales y melocotoneros.
Por doquier, pórticos vegetales, arcos ornamentados con los más deliciosos
productos de la tierra: ramos con naranjas, pámpanos con racimos,
ciruelas de pálida piel, los exóticos guayabos de carne color carne y olor a
tierras del trópico. De pasada, el visitante dice que también hay concurrida
feria de ganado.
Berthelot es un naturalista al que lo mismo conmueve el cráter desmesurado
que el minúsculo caracol terrestre; igual la pequeña flor que el gigantesco
pino; tanto el ave de rapiña como la curruca de canto melodioso, ave
de suavísimos crepúsculos. Imagínese la sorpresa y desazón de Berthelot
cuando descubre que de los arcos enramados cuelgan inocentes animalillos:
pájaros, conejos, lagartos. Están sujetos a un cordel; adornados con cintas de
colores, y se debaten desesperadamente en el aire. Es de sorprender la variedad
y belleza de pájaros atrapados y suspendidos: capirotes, canarios, mirlos
y tórtolas, todos en un revoloteo inútil y asustado. Berthelot se reserva el comentario,
lo que sorprende, conocida su vehemencia de hombre meridional.
Solamente dice que todo aquello -animales y plantas- es como un curso
completo de historia natural.
Al llegar la noche, las luces de la fiesta dominan el bosque surgido de
tan maravillosa manera en calles y plazas. Suena la música y se organiza el
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baile: «Y yo tomo parte en ese alegre y animado baile campestre», consigna
Berthelot.
Es costumbre que en esos días de fiesta salgan las tapadas a la plaza
para intrigar a los mozos. El romero de excepción que es Berthelot, se cree
en la obligación de aclarar: «Las mujeres de la clase social alta visten como
las tapadas para asistir a la fiesta y no ser reconocidas». Y precisa que cuando
la mantilla blanca va por encima del sombrero, la llevan a modo de sobretodo
y con ella se cubren el rostro. Cuando el sombrero va sobre la mantilla,
ésta sigue cubriendo el rostro, pero del sombrero penden cintas multicolores.
Finas reposteras son las mujeres de Güímar. Esperan a que llegue la
fiesta de San Pedro para confeccionar sus inimitables y dulcísimas quesadillas.
Con ellas obsequian a los romeros. Cuando Berthelot recibe el obsequio,
el único comentario que hace es que cree encontrarse en Jauja.
No hay fiesta de San Pedro sin luchadas y riñas de gallos. Describe la
ropa del luchador, las agarradas y las caídas, el ambiente del terrero y cómo
la maña en la luchada le puede a la fuerza
La misma atención presta a las riñas de gallos: informa sobre lo que es
una gallera, describe la valla circular para el combate, el papel de los preparadores,
el juego de las apuestas. Habla de los gallos filipinos y de los de navaja,
con una nota sobre la forma de fijar las cuchillas a las espuelas recortadas.
Ambiente, público, con personajes a destacar, como un marqués de La
Orotava, que ha venido con su gallo, y un gordo prebendado que pone a pelear
el suyo.
Vista y gozada, y también por parte de Berthelot anotada la fiesta, los
romeros procedentes de La Orotava regresan al Valle por el camino de la
cumbre, dificil ruta que tan bien conocen.
Hasta última hora no nos dice Berthelot que a la fiesta de San Pedro le
acompañó su fiel criado Juan el Herreño.
Con éste regresa a La Orotava por los caminos de La Esperanza. Al cruzar
Los Rodeos, poblado de pájaros, Berthelot aprovecha la ocasión para
demostrar lo mucho que sabe de ornitología. Después de pernoctar en La
Matanza, otra vez a la vieja mansión solariega que en la Villa le sirve de vivienda.
Allí guarda sus papeles, su biblioteca y su valioso herbario. Biblioteca,
papeles y herbario que se llevó la trampa sin que sepamos cómo.
(«El Día», Santa Cruz de Tenerife, 8 de Noviembre de 1980)
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PERSONAJES, ANDANZAS
Y AVENTURAS
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Mi gustoso y antiguo trato con Sabino Berthelot a través de su obra, que
con ocasión d~l centenario de su muerte se ha hecho trato obligado y profundo
y respetuoso como atrevido traductor de dos de sus libros, me ha llevado
a pensar en la suerte que va a correr la obra literaria de este escritor,
además de naturalista, en manos de fríos encasilladores y deshumanizados
eruditos. Porque si hay algo qqe se aleje tanto de la frialdad académica como
de la investigación deshumanizada son los escritos de este hombre siempre
atento al hombre, de este geógrafo para quien la geografia venía a ser el dilatado
o reducido ámbito donde se asienta el hombre -eso que ahora, con insufrible
pedantería, se llama habitat-, viva ese hombre en la ciudad o a lo rústico.
Porque para Berthelot hombre y contorno -tierra olorosa y fecunda,
aire y luz, y roca, y vegetación, y agua- constituyen elementos inseparables.
Nada más fácil para un biógrafo de Berthelot que componer la nómina
de los personajes que por su preeminencia intelectual, por sus saberes y por
su categoría social entraron en la vida de este inquieto y apasionado escritor
de ciencias y aventuras. Para tal menester el tiempo y la paciencia ayudan, y
todo puede mejorarse con aplicada lectura de documentos, crónicas y epístolas.
La nómina resultante, además de copiosa, sería muy lucida por la calidad
de los personajes, títulos por delante, de haberlos, pero en todo caso seguidos
de nombres y apellidos con más o menos lustre. En fin de cuentas,
gente conocida. Pero de lo que no se está muy seguro es de que los estudiosos
de Berthelot desciendan al personaje portador sólo de un nombre o de un
apellido sin nombre o, en el mejor de los casos, simplemente anónimo. Y
sin embargo, son unos tipos que se definen por sí solos y que, por si eso fuera
poco, nos invitan a que penetremos en su propio ámbito, siempre lleno de
calor humano. En ningún momento se hace más apretada y más cálida la
palabra de Berthelot como cuando contempla a la gente del pueblo o convive
o dialoga con ellos.
El encuentro con cada personaje tiene siempre lugar en el medio donde
aquél se desenvuelve, para que todo sea auténtico, dentro de un contexto de
naturaleza y costumbres, de hábitos y habitación, de tipo somático y comportamiento.
Además de un observador incisivo, Berthelot es un experto en
retratos literarios, en semblanzas, es decir, en fisonomías y parecidos, técni-
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ca que le viene dada por sus grandes conocimientos en artes plásticas y por
sus probadas dotes de dibujante. Tanto en lo literario como en lo gráfico
quedan buenos testimonios en su Miscellanéees canariennes, que con el título
español de Primera estancia en Tenerife (1820-1830) nos toca presentar
hoy.
Por consiguiente, es momento oportuno para hablar de alguno de esos
personajes anónimos, o con sólo el nombre o simplemente conocidos por el
apellido. Y al primero que se me ocurre traer es al viejo Manrique, alcalde
pedáneo de Taganana. Tiene mucho cuidado Berthelot en situar a Manrique
dentro de aquella hermosa geografía. El terreno es fértil, hay bosques y
abunda el agua. Es un alboroto la geología. La vegetación silvestre juega armoniosamente
con los cultivos en terrazas. Grupos de viviendas o rústicas
edificaciones salpican de blanco las laderas. Alternan barrancos y altozanos.
Todo ese conjunto, sobre todo ese bosque y ese agro, hubiesen sido gratos a
Virgilio, a quien tan fiel le es Berthelot.
Nuestro naturalista va recomendado al viejo Manrique. El viejo Manrique
es un personaje galdosiano, de episodio nacional: combatió en la Guerra
de la Independencia, fue hecho prisionera en la batalla de Albuera, internado
en Francia y depositado en las bocas del Ródano. Después navegó por
esos mares de Dios. Cuando se entera que Berthelot es francés, lo acoge calurosamente,
y al hablar de Francia exclama: «iVálgame Dios, qué tierra!».
Buena ocasión para que Manrique hable de un prisionero francés, marino,
de los de Trafalgar, personaje que anduvo por Taganana y aplicó su pericia
como ebanista en el mejor ornato de la iglesia del lugar.
El alcalde es guía en sus tierras, anfitrión en su casa, buen administrador
de justicia, obsequioso, locuaz y generoso proveedor de viajeros. Su fuerte
personalidad entona con la recia geografía que le rodea.
Acaso una de las páginas más llena de vivacidad y realismo es aquella
en que Berthelot cuenta su llegada a la Punta del Hidalgo en compañía del
cónsul de su majestad británica, Mr. Macgregor. Llegan al anochecer y los
encaminan a la casa del alcalde pedáneo de la Punta. En ese instante el alcalde,
en compañía de tres compadres suyos, se dispone a sentarse a la mesa,
porque la cena está dispuesta. El recibimiento a los recién llegados es frío y
reticente. Quizás no tanto por la extraña forma en que vienen vestidos, sino
porque son portadores de escopetas. Berthelot suele abatir aves para su clasificación
y estudio. Y aparte del aspecto, acaso el alcalde tema que la cena
sufra mermas de participar en ella los recién llegados. El alcalde interroga al
guía sobre las intenciones de los no esperados visitantes. El cónsul, Mr.
Macgregor, se da cuenta de la situación y muestra al alcalde el salvoconducto
de que son portadores. El alcalde da vueltas al papel entre las manos.
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Después lo devuelve para que se lo lean. El alcalde pedaneo de la Punta del
Hidalgo no sabe leer. Mr. Macgregor inicia la lectura: «Don Teodoro Uriarte,
Brigadier de los ejércitos del Rey y Comandante General de Canarias ... ».
En este punto el alcalde se descubre respetuosamente y los tres compadres se
ponen de pie. Aclarada la situación todos se sientan a la mesa. La moza
Gertrudis, exuberante, reidora, de cabellos negros y rizados sirve la cena: gofio,
papas y pescado salado, todo ensopado en un mojo infernal aliñado con
vinagre, pimientas, ajos y cilantro. Berthelot lo toma con las papas y el pescado
y cuenta que su paladar quedó como electrizado. Mr. Macgregor se
abstiene. Después vienen los postres: higos de leche frescos con gofio, ñame
con melaza, queso de leche de cabra, algún plátano y unos deliciosos pastelillos
endulzados con miel. Todo esto regado con buen vino y, para rematar,
una botella de ron.
Llega la hora de acostarse. U na cortina de indiana a la puerta sin puerta
de la alcoba. La cama de matrimonio es gigantesca, de madera torneada y
con colgantes de tejido de Flandes. El jergón tiene más de seis pies de ancho.
Hay un cobertor y encima una colcha tejida en el lugar, tan rígida que se diría
hecha con pasta de cartón. Berthelot y Macgregor se acuestan vestidos,
uno a lo largo y otro de través en aquella desmesurada cama donde duermen
el alcalde y la alcaldesa de la Punta del Hidalgo.
Como puede verse, Berthelot ordena rigurosamente el relato y desarrolla,
en una serie de secuencias, toda la peripecia de la situación: el camino
para llegar a la Punta, la· arquitectura doméstica, los personajes -alcalde, alcaldesa,
los tres compadres, Gertrudis, la familia, el guía-, el orden en que se
sientan a la mesa, los elementos que componen la cena, incluidos los postres.
Después, la alcoba, las características del mobiliario, de la ropa de
cama, etc. Es indudable el valor etnográfico de esta página, y a la fidelidad y
realismo del relato hay que añadir la pulcritud literaria y la gracia con que
está resuelto.
Sabino Berthelot conoció y fue amigo y huesped de muchos curas de
pueblo: curas de Buenavista, de Vilaflor o Chasna, de Tejina, de Tegueste. A
la vista de lo bien que se llevaba con los curas no sería aventurado asegurar
que su anticlericalismo era más una actitud o un fingimiento que un sentimiento,
porque pocas páginas más llenas de comprensión, acaso de ternura
y al mismo tiempo de sereno y objetivo análisis, que las escritas por Berthelot
en elogio de los curas de almas, que cuando las circunstancias lo exigían
también los eran del cuerpo. Para este sencillo naturalista el cura es un elemento
clave en la estructura de la sociedad rural del primer tercio del siglo
XIX. Quiere ello decir que un estudio de esa sociedad quedaría incompleto
si se prescindiera de personaje de tanto relieve.
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Como hace cada vez que usa el personaje a modo de símbolo, lo sitúa
en un primer plano, pero nos lo presenta sin nombre ni apellidos. Así, no
sabemos cómo se llaman los curas de Berthelot. Habla de ellos sin ocultar
sus virtudes, pero tampoco trata de silenciar pequeños defectos y vanidades,
porque la misión espiritual no excluye lo que no pasan de ser menudas, no
graves debilidades humanas: un buen vaso de vino con una buena comida,
una conversación sobre política, algo de chismorreo y, sobre todo, de curiosidad
por la noticia reciente, de que puede ser portador el forastero, noticia
que tanto se desea conocer en el aislamiento del campo o de la montaña.
Se puede tomar como ejemplo un cura, el de Vilaflor. Este cura acompaña
a Berthelot y a Webb en una penosa herborización por las cumbres
que ponen cerco a Las Cañadas del Teide. El cura de Chasna, al decir de
Berthelot, tiene una constitución antibotánica: abultado abdomen y piernas
cortas, dos rasgos que son suficientes para darnos cuenta del tipo somático
del buen sacerdote. A pesar de ello no rehúye el riesgo y herboriza temerariamente,
para susto de los dos botánicos, en el Pico del Almendro. Escalan
El Sombrerito, y sentados en la cima, llega dulcificado por la distancia el toque
de la campana de la iglesia. El cura se siente orgulloso y no disimula su
emoción cuando dice que nunca iglesia alguna se levantó en lugar más hermoso
que Vilaflor. Y entonces se pone a contar la bellísima leyenda -que
para él es historia verdadera- de los trágicos amores del castellano Pedro de
Bracamonte y de una indomable, arisca y agraciada doncella guanche. El
castellano pierde la razón y, en su desvarío, dice iVi-/a-j/or! al referirse a la
indígena; y del delirio de un enamorado, porque así lo cree el cura de Chasna,
le viene el nombre al pueblo. El cura de Chasna se conmueve piadosamente
ante el tristísimo final del castellano. El cura de Chasna ha instituido
una misa en sufragio del alma de Bracamonte para que encuentre en el cielo
la paz de espíritu y la tranquilidad de corazón que no encontró en la tierra.
El cura de Chasna debe de ser uno de los pocos curas, acaso el único, que
vela por la paz y el descanso eterno de una atormentada y evanescente sombra
de leyenda.
Tampoco Chasna, ahora Vilaflor, acabaría de entenderse sin este cura
tan hecho a la tierra y a la alta y soliviantada topogrfia con la que se siente
unido y busca su contacto y proximidad a pesar de sus aparentes, y como se
ha visto, engañosas limitaciones fisicas. Tampoco puede desasirse de un pasado,
de una progenie, de una brumosa historia por muy teñida de leyenda
que llegue, como ocurre con los desventurados amores del castellano Bracamonte
y de la bella indígena, a la que sólo alcanzó a ver huyendo, perdida
después, y jamás recobrada, entre los pinares y el volcán.
Berthelot confiesa sentir mucho respeto por el difunto castellano, por
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me entenderá directamente».
El traductor de tan importante obra se ha esforzado por ser fiel tanto al·
espíritu como a la letra del autor, a veces más a lo primero que a lo segundo.
El estilo de Berthelot es diáfano y siempre rigurosamente ceñido al pensamiento.
En este sentido es un clásico. También es rigurosa su técnica: «Borro,
corrijo, rectifico, intercalo, releo lo escrito y vuelvo a corregirn. Así, y
por vía de ejemplo, en vez de extenderse en largos párrafos para hablamos
de· la precocidad con que se presenta el estío, solamente dice: «Ya se ha segado
la cebada».
La compañía de Sabino Berthelot es siempre gratificadora. Para terminar
me gustaría decir, aunque cambiando las palabras, lo que él solía decir
de su gran amigo el naturalista Charles Bolle: «Es el alemán más francés que
conozco». Creo que para todos Berthelot debe ser el francés más canario que
hemos conocido.
(Leído en el acto de homenaje a Sabino Berthelot en el Cabildo Insular de
Tener{fe el día 26 de Noviembre de 1980).
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ENCUENTRO CON SABINO BERTHELOT
EN LA VILLA DE LA OROTAVA
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1
El hecho de encontrarme aquí, en el Liceo de Taoro de La Villa y en estas
fechas, para hablar de Sabino Berthelot, está motivado por tres razones
que me parecen importantes. En primer lugar, porque Sabino Berthelot elige
La Orotava como sitio de su primera residencia en Tenerife: después, porque
el Liceo perpetúa el nombre de la institución docente creada aquí por el
propio Berthelot; finalmente, porque ahora se cumplen cien años
de su muerte en la isla. Podrían añadirse otras de índole personal y sentimental,
y aunque no las destaque de un modo expreso, sospecho que no podré
ocultarlas y que me traicione sin que pueda evitarlo.
Digamos que pocos lugares de Tenerife podrían ostentar tantos merecimientos
como La Orotava para recordar a aquel romántico erudito que tantas
muestras de cariño y de comprensión, de fina observación y de agudeza
critica dio con respecto al lugar elegido para vivir. Su estancia en La Orotava
lo marca para toda la vida. Pero no me propongo entrar en la biografia de
S. Berthelot, al que en estas fechas conmemorativas ha dedicado un trabajo
el profesor Cioranescu, ni en la peripecia humana del personaje en La Villa,
indagación que ha llevado con muy buena mano Manuel Rodríguez Mesa.
Mis propósitos son más modestos y limitados: entrar un poco en la vida de
la Villa a través de Sabino Berthelot, destacar algunos de los aspectos vistos
por nuestro personaje en la Villa, en especial los referidos a la estructura de
la sociedad que tan abiertamente lo acogió.
2
Para ello debemos situarnos en el tiempo que fija las tres etapas de la
vida de Berthelot. Nace en 1794, y hasta 1830 sólo hay un período bien conocido,
el que va desde 1820 -había llegado a Tenerife a principios de Enero
de ese año- hasta 1830, década que queda puntualmente recogida en sus
Miscellanées canariennes y en Souvenirs fntimes eu miscellanées. De la primera
parte de este período sabemos poco: que fue alumno de un liceo de
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Marsella, ciudad donde había nacido, que sirvió en la marina imperial, y
que más tarde navegó y viajó por las Antillas. Es probable que en el curso de
esos viajes hiciera escala en Tenerife, circunstancia que muy bien pudo influir
en su decisión de elegir la isla como lugar de residencia.
La segunda etapa va desde 1830 a 184 7. Durante ese tiempo reside en
Francia y viaja por Europa. Catorce años los dedica a la redacción y edición
de la Historia Natural de las Islas Canarias, escrita en colaboración con
Webb, y tres a viajar por el Mediterráneo en misión oficial para el estudio de
las pesquerías. El resultado de esta investigación quedaría recogido en tres libros:
Etudes sur les péches maritimes dans la Méditerranée et l'Ocean
(1868), Oiseaux voyageurs et Poissons de passage. Étude comparée d'organisme,
de moeurs et d'instinct (T.!, 1875, T.ll, 1876) y Vitalité des mers
(1878).
La tercera y última etapa comprende desde 1847, año en que viene a
Tenerife como vice-consul de Francia en Canarias, hasta 1880, el de su
muerte en Santa Cruz de Tenerife.
Su vinculación con la Villa hay que situarla en el segundo período de la
primera etapa. Coincide con sus primeros trabajos de naturalista en la isla.
Su encuentro en 1827 con Webb es decisivo. Aquí trabajan juntos hasta
1830, año en que ambos regresan a Europa. Del paso de Webb por La Villa
queda un bello testimonio en las piezas arqueológicas que dona al Ayuntamiento,
donación que va acompañada con una carta que ha descubierto Manuel
Rodríguez Mesa.
3
Pero Berthelot ha sido un desconocido: pocas veces por el nombre se
llegaba a la dimensión del hombre y al alcance de la obra. Ha sido bien conocido
de los naturalistas como uno de los autores de la primera Historia
Natural de las Islas Canarias. Lo han frecuentado los estudiosos del pasado
prehispánico de Canarias debido a su Etnografia y a las Antiquités canariennes.
Sin embargo, las animadas crónicas contenidas en su primera obra eran
prácticamente desconocidas. Ahora, con motivo del centenario, se publica
con el título de Primera estancia en Tenerife, libro que precisamente motiva
este acto de presentación. Casi ignorada era su obra póstuma Souvenirs ... ,
cuya versión española acaba de salir, y que lleva por título Recuerdos y epistolario.
La edición francesa de las Misceláneas se publicó en 1839, la Etnografia
en 1842, las Antigüedades en 1879 y los Recuerdos en 1883, tres años
después de la muerte de Berthelot. Esta última obra contiene referencias a la
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vida insular desde 1820 a 1880.
Las Misceláneas son el preludio de lo que va a ser la obra total de Berthelot
en lo literario y científico; la Etnografia, su personal y apasionada visión
del mundo canario primitivo, y sus Antigüedades, el canto de cisne del
hombre que dedicó lo mejor y más extenso de su vida a los estudios canarios.
Sus últimas cartas a los sabios europeos y a los eruditos del archipiélago
están fechadas en 1880, algunas muy poco antes de morir, y el tema es en
todas el mismo: el problema del primer poblamiento de las islas y de sus viejas
culturas.
Las Misceláneas y la Etnografia están incluídas como obras independientes
dentro de los diez volúmenes que componen la Historia Natural. Si
recordamos que el mismo Berthelot confiesa que es autor de seis volúmenes
y que Webb sólo estuvo en las islas desde 1827 a 1830, habrá que pensar que
al naturalista inglés le estaría reservado gran parte del trabajo de clasificar y
descubrir las especies en un transparente y armonioso latín linneano. Es presumible
que Berthelot pusiera a disposición de Webb su gran experiencia y
conocimiento del país y su valioso herbario reunido y conservado en su casa
de La Orotava.
4
lDónde y cómo adquirió Berthelot tantos conocimientos? No lo dice,
que siempre fue muy avaro de su intimidad y poco inclinado a hablar de sí
mismo. Tiene cinco años cuando la toma de La Bastilla (1789), ocho durante
el Consulado (1802), diez al proclamarse el Imperio (1804), en cuya marina
sirvió entre 1809 y 1812, de los quince a los dieciocho años.
Cuando llega a Tenerife y se instala en La Orotava tiene veintiseis años.
Sus primeras excursiones botánicas las realiza en el interior .del Valle. Pero
ese trabajo de investigación no se puede hacer si no se cuenta con un buen
lastre científico. Todo hace pensar en un autodidacta extraordinariamente
dotado. No tuvo títulos universitarios de exhibir, sí muchos logrados sólo
por sus merecimientos y, sobre todo, una extraordinaria obra hecha. Su implantación
en lo literario, filosófico y científico va desde la Ilustración al Positivismo,
aunque tendríamos que convenir en que fue un fiel y perseverante
romántico.
Enemigo del poder absoluto, ferviente republicano, creyente en las virtudes
del pueblo y apasionado defensor de la libertad, estima que sólo por la
vía del saber, por la frecuentación de las ciencias y de las artes se han de redimir
los pueblos. Y si su pregonado anticlericalismo no le impide tener
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buena amistad con los curas, tampoco rehuye el trato con la gente principal,
ya sea del dinero o de la sangre. Hoy diríamos de Berthelot que respondía al
prototipo del hombre liberal.
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La impresión inmediata que se saca de la lectura de las primeras crónicas
que componen las Misceláneas, es que Sabino Berthelot se proponía escribir
un libro de viajes. Ya he dicho en otro lugar que si por lo que a la naturaleza
se refiere las islas ofrecieron al joven europeo un mundo extraño y
distinto, no así en lo humano: isla sin indígenas, sensu stricto, sino todo lo
contrario: una sociedad de talante y cultura europeos trastorna y desbarata
las ideas previas del viajero. También he dicho que a falta del indígena vivo
adopta al guanche muerto. Acaso esté aquí la clave del indigenismo exaltado
de Berthelot, un indigenismo a veces irracional, pero que necesita para combatir
al conquistador, que devasta países hasta entonces intocados y diezma
poblaciones arcádicas e inocentes.
El paisaje natural del Valle deleita al viajero, que se queda aquí como
para descansar. Sus más dilectas compañías son Virgilio y el Tasso, y con citas
de ambos ilustra sus andanzas a través de esta réplica del soñado mundo
de Armida o del Tempé clásico, valle de la Tesalia tendido entre el monte
Olimpo y el río Ossa, tan celebrado por Virgilio y al que parece copiar el
Valle de La Orotava, «que sustenta en el campo la yerba, en la yerba las flores,
en las flores el perfume y en los árboles el follaje perenne», como había
cantado Tasso.
Junto a los cimientos poéticos, la referencia geográfica y ambiental: el
cielo es diáfano, el aire es transparente y reconfortante, las montañas son
elevadas, el mar es infinito, nunca se rompe la armonía de las grandes masas,
la vegetación es exuberante, las formas se derraman en un a veces delirante
colorido. Pero con todo, por primera vez, y con rara precisión, hace
Berthelot la correcta delimitación de los tres niveles climáticos y vegetales
de la isla: costera, media y alta.
Y en el centro del Valle al que delimitan las laderas de Santa Ursula por
el este y el baluarte de Tigaiga por el oeste, entre el esplendor de los viñedos,
La Villa.
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Las referencias de Sabino Berthelot al Valle y a La Villa se encuentran
en los capítulos V, VI y IX de sus Misceláneas. Por ellas sabemos que
la primera vez que penetra en el Valle lo hace por la habitual ruta del este,
bajo bosques de castaños. Su entrada en La Villa coincide con el atardecer,
cuando todo el Valle sucumbe a la magia de las luces crepusculares.
El capítulo VI es una buena fuente para conocer La Orotava del primer
tercio del siglo XIX. El IX está dedicado al huracán del año 1826: es una
crónica en que recoge la información que desde· La Villa le envía su compatriota
Elexandre P. Auber. En esta ocasión Berthelot se encuentra en Santa
Cruz. Sabemos que el barrio de El Calvario fue casi arrasado, que el de Quiquirá
sufrió un devastador castigo, con muchas m1,1ertes, y que el barranco
de Tafuriaste quedó cegado desde su nacimiento hasta su desembocadura.
También en esta ocasión, para dar idea de la magnitud de la catástrofe, recurre
a unos versos de Virgilio: «Se llenan las fosas y los profundos ríos se hinchan
con fragor y el mar hierve en los canales que resoplan».
Encontramos más referencias a La Villa en su correspondencia: una
carta dirigida al naturalista alemás Karl Bolle, en Berlín (1853) y otra a
Charles Caffin, que reside en La Orotava (1858) ambas expedidas desde Santa
Cruz. Hablaremos de estas dos cartas más adelante.
Tanto a través de esas crónicas como por el contenido de algunas de sus
cartas se llega a saber bastante de la vida orotavense de aquel tiempo: hay
muchos temas y cuestiones que ordenados provisionalmente podrían quedar
así: residencia, trabajos y amigos de Sabino Berthelot, economía, agricultura,
comercio, el trabajo y las profesiones, la topografia y las dos villas, sociedad
y ambiente, vida religiosa, fiestas tradicionales ... Sabino Berthelot se instala
en la casa solariega de Franchy, mansión medio arruinada por el tiempo y
los pleitos. Ocupa la parte mejor conservada. La vieja mansión es sólo una
sombra de su antiguo esplendor: el jardín se ha convertido en un rincón melancólico,
borradas las antes recortadas avenidas por la desordenada espesura
de los arrayanes; naranjos, limoneros, cipreses y palmeras que en su abandono
tratan de escapar de la opresión de las espesas zarzas y de las ortigas
salvajes. Hasta esos melancólicos jardines llegan los efluvios del mar y baja
el aire puro de la montaña. Pero desde allí abarca Berthelot el Valle en toda
su extensión, y sin alejarse de su residencia puede descansar a la sombra del
secular drago totémico, ya herido, pero que convoca en tomo a su inmenso
tronco a artistas que lo copian y naturalistas atónitos que lo estudian.
Vive Sabino Berthelot en compañía de su fiel criado Juan el Herreño,
que toca en una mala guitarra el tango de su isla. Las noches del vetusto ca-
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serón de Franchy están sobresaltadas por el merodeo de las ratas y el embate
del viento que se cuela por los tejados y por el viejo y desajustado maderamen.
El hecho de vivir en el barrio de la Concepción le pone en relación con
familias distinguidas, con los Machado y los García. Se siente muy a gusto
entre ellos: «No he encontrado en ningún otro sitio tanta benevolencia, ni
una sociedad más amable, más obsequiosa y de más fino comportamiento».
Al referirse a la fundación del Liceo escribe: «La instrucción pública es
el fundamento de la civilización: ha florecido bajo la protección de todos los
gobiernos que han velado por el bienestar del pueblo». Mas cuando la institución
se cierra por culpa del intransigente obispo Linares, Berthelot apostilla:
«A partir de ese día perdí toda esperanza respecto al progreso del país».
A pesar de ello, la fundación de aquel centro de enseñanza había conseguido
para Berthelot el afecto y gratitud de todos los vecinos de La Villa, sin distinción
de clases.
Liberado de las obligaciones que la docencia le exigía, vuelve el joven
naturalista a tomar contacto con la geografía de la isla y a herborizar intensamente.
Durante algún tiempo, por encargo del Marqués de Villanueva del
Prado, se ocupó de dirigir el Jardín Botánico.
7
No se le escapó a Berthelot el factor topográfico como determinante de
la existencia de dos villas, lo mismo en lo urbano que en el aspecto socioantropológico.
En el barrio de la Concepción (Villa de Abajo), junto a la clase
social distinguida y económicamente fuerte, viven los frailes y las monjas de
las distintas órdenes religiosas. En el del Farrobo, el estamento llano, artesano
y trabajador. Ante la modestia del templo de San Juan, parroquia de la
Villa de Arriba, se levanta en la Villa de Abajo el suntuoso templo de la
Concepción. Cuenta entonces La Orotava entre siete y ocho mil habitantes.
En lo social, Berthelot advierte una triple estratificación: en el nivel inferior,
viñateros, medianeros y artesanos, estos últimos en número de ciencuenta.
En el nivel medio, las profesiones liberales, abogados, procuradores, notarios,
y es seguro que médicos, aunque no los nombra. En este nivel incluye
también al clero regular y secular. Al referirse a este nivel emplea el término
roturier para definirlo, término que abarca un más amplio espectro semántico:
en la edición de la época del Diccionario de la Academia Francesa, se
distingue con roturier un aspecto que podríamos llamar social y otro de condición
o comportamiento: en el primer caso se refiere al que no es noble,
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pero tampoco plebeyo; en el segundo, al grosero en modales y conducta.
Naturalmente que Berthelot lo usa en la acepción primera para fijar un determinado
nivel dentro de la estratigrafía social de La Villa.
Finalmente alude a los terratenientes aristócratas, a la nobleza de linaje,
de sangre azul, como ya se decía entonces, tiempos, sin embargo, en que tal
capa social había moderado la altivez de los antiguos señores.
Para entender el comportamiento, las formas de vida de cada uno de estos
niveles sociales es preciso referirse a la economía en su doble vertiente,
agrícola y comercial. Un poco al margen de este análisis debemos dejar el
nivel intermedio, es decir, la clase media alta: en el mismo se concentran el
saber y la cultura, y su función está al servicio de la colectividad en lo que
respecta a la administración, al derecho, a la salud y también al servicio religioso.
El alto papel que en La Villa jugó este estamento, es fácil imaginarlo.
El Valle es en aquel tiempo un inmenso viñedo. La viña requiere unas
cotas precisas que aseguren la producción y la calidad del producto. Las tierras
óptimas están en manos de los poderosos terratenientes. Los más saneados
ingresos se obtienen de la exportación del vino. El monopolio de la comercialización
está en manos de casas inglesas en el Puerto de La Orotava.
Por ahí sale el vino que se vende y se bebe en Londres con la denominación
de Madeira, según observa el propio Berthelot, que era un experto en vinos.
Más de una vez obsequia a sus amigos de Francia con barriletes del oloroso
malvasía de Tenerife, «néctar de los dioses».
Los viñateros, como su nombre indica, son los obreros del campo dedicados
exclusivamente al cultivo de la vid. Los medianeros trabajan tierras
ajenas, de propiedad de los señores, tierras de seguro dedicadas a cultivos ordinarios.
Ahora bien, de lo que anota Berthelot cabe deducir que, dentro de
los que trabajan la tierra, hay una clase labradora, dueños de su parcela, independientes,
pero que en cierto modo practican una agricultura de sustento.
Lo expresa con suficiente claridad nuestro autor: el que posee su huerta,
su parcela, su troje, vive de lo que cultiva. Este tipo de cultivo lo tendríamos
que situar en las tierras medias/altas, es decir, las próximas y por encima del
barrio del Farrobo -a ese nivel en todo el Valle-, tierras de cereales, de papas,
de legumbres y de frutales. Cabe pensar en el minifundio.
Así y todo, no serían muchos los afortunados propietarios de parcelas,
pues Berthelot dice que la mayor parte de los habitantes de La Villa se trasladan
en invierno al Puerto para trabajar. Es cuando la viña descansa, y en
La Villa no hay otra salida para el obligado paro estacional.
En aquel tiempo no cuenta La Orotava con mercados ni tiendas con escaparates.
El despacho de carne en la única carnicería que existe está administrado
por un regidor. Las calles están silenciosas, no hay cafés, ni periódi-
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cos, ni teatro. No cree Sabino Berthelot que se pueda llamar café a la «casa
de la Manchega», donde se juega a las cartas, se picardea y pueden tomarse
en verano buenos sorbetes preparados con hielo del Teide.
Para la población campesina y labradora sólo hay un establecimiento
en el cual pueden proveerse de todo lo necesario, el almacén de «el Beato».
Las mercaderías en genaral y el pescado las traían vendedoras desde el Puerto
o arrieros desde Santa Cruz.
Precisamente es al vecino Puerto donde acude la clase pudiente para renovar
el guardarropa, estar a la moda de Europa, comprarse un sombrero,
visitar al zapatero o al sastre para hacerse zapatos o trajes a la medida. Es en
el barrio de la Concepción donde se adoptan y copian esas corrientes europeas.
En el del Farrobo se es más fiel a la tradición, que no suele sufrir grandes
sobresaltos. En el barrio de la Concepción, en las mansiones de los pudientes
se combate el aburrimiento y la monotonía con frecuentes saraos y
reuniones de salón. En el Farrobo, la mayor y mejor diversión era cantar y
bailar las cosas del pueblo. Como dato que lo confirma cuenta Berthelot que
cuando pasó por Tenerife Dumont d'Urville en su viaje alrededor del mundo,
le acompañaban los naturalistas Quoy y Gaimard. Subieron al Teide, y
de regreso, al pasar por el Farrobo se encontraron con que los vecinos celebraban
un baile popular. Fatigados de la excursión, D'Urville y Quoy marcharon
a su residencia, pero Gaimard, como si viniera de dar un paseo, no
quiso perderse la fiesta, y en el Farrobo se quedó bailando hasta bien en,trada
la noche.
Nombra S. Berthelot a los neveros de La Villa, aquellos arrieros que ascendían
al Pico para cargar nieve sólida o hielo de la Cueva del Hielo. Cambiaban
de bestias al bajar del Teide y desde La Orotava proseguían la marcha
hacia Santa Cruz para que en los saraos y fiestas pudieran saborearse deliciosos
helados. Pocos trabajos tan duros y que exigieran una mayor fortaleza
física como el llevado a cabo por aquellos arrieros: de La Villa al Teide,
del Teide a La Villa y, sin darse descanso alguno, de La Villa a Santa Cruz
para regresar a su punto de partida con ias mulas cargadas de mercaderías.
Otra actividad a Ja que se dedicaría algún vecino de La Villa sería la de
orchi/lero, ese arriesgado oficio de recoger orchilla, colgados de una cuerda,
en los altos acantilados y quebrados barrancos. Conocemos a Manuel el Orchillero,
que descubre una momia guanche para Berthelot. La momia está
muy deteriorada, más bien mutilada, por lo que Berthelot la desecha y se la
cede a Manuel, quien la vende en La Orotava a un extranjero. Años después,
encontrándose Berthelot en Suiza, descubre la momia en un gabinete
de historia natural de Ginebra. Había sido donada por el comerciante suizo
que se la compró a Manuel. La historia de la momia viajera se la confirmó a
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cos, ni teatro. No cree Sabino Berthelot que se pueda llamar café a la «casa
de la Manchega», donde se juega a las cartas, se picardea y pueden tomarse
en verano buenos sorbetes preparados con hielo del Teide.
Para la población campesina y labradora sólo hay un establecimiento
en el cual pueden proveerse de todo lo necesario, el almacén de «el Beato».
Las mercaderías en genaral y el pescado las traían vendedoras desde el Puerto
o arrieros desde Santa Cruz.
Precisamente es al vecino Puerto donde acude la clase pudiente para renovar
el guardarropa, estar a la moda de Europa, comprarse un sombrero,
visitar al zapatero o al sastre para hacerse zapatos o trajes a la medida. Es en
el barrio de la Concepción donde se adoptan y copian esas corrientes europeas.
En el del Farrobo se es más fiel a la tradición, que no suele sufrir grandes
sobresaltos. En el barrio de la Concepción, en las mansiones de los pudientes
se combate el aburrimiento y la monotonía con frecuentes saraos y
reuniones de salón. En el Farrobo, la mayor y mejor diversión era cantar y
bailar las cosas del pueblo. Como dato que lo confirma cuenta Berthelot que
cuando pasó por Tenerife Dumont d'Urville en su viaje alrededor del mundo,
le acompañaban los naturalistas Quoy y Gaimard. Subieron al Teide, y
de regreso, al pasar por el Farrobo se encontraron con que los vecinos celebraban
un baile popular. Fatigados de la excursión, D'Urville y Quoy marcharon
a su residencia, pero Gaimard, como si viniera de dar un paseo, no
quiso perderse la fiesta, y en el Farrobo se quedó bailando hasta bien en¡rada
la noche.
Nombra S. Berthelot a los neveros de La Villa, aquellos arrieros que ascendían
al Pico para cargar nieve sólida o hielo de la Cueva del Hielo. Cambiaban
de bestias al bajar del Teide y desde La Orotava proseguían la marcha
hacia Santa Cruz para que en los saraos y fiestas pudieran saborearse deliciosos
helados. Pocos trabajos tan duros y que exigieran una mayor fortaleza
física como el llevado a cabo por aquellos arrieros: de La Villa al Teide,
del Teide a La Villa y, sin darse descanso alguno, de La Villa a Santa Cruz
para regresar a su punto de partida con ias mulas cargadas de mercaderías.
Otra actividad a la que se dedicaría algún vecino de La Villa sería la de
orchillero, ese arriesgado oficio de recoger orchilla, colgados de una cuerda,
en los altos acantilados y quebrados barrancos. Conocemos a Manuel el Orchillero,
que descubre una momia guanche para Berthelot. La momia está
muy deteriorada, más bien mutilada, por lo que Berthelot la desecha y se la
cede a Manuel, quien la vende en La Orotava a un extranjero. Años después,
encontrándose Berthelot en Suiza, descubre la momia en un gabinete
de historia naturai de Ginebra. Había sido donada por el comerciante suizo
que se la compró a Manuel. La historia de la momia viajera se la confirmó a
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Berthelot el naturalista Decandolle, una tarde, mientras paseaban por las
orillas del lago.
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Para Berthelot la actividad epistolar podría decirse que, además de entenderla
como un acto social, es una necesidad y, al propio tiempo un ejercicio
intelectual. De esta forma cultiva y sostiene amistades, está al tanto de
las novedades científicas, hace incursiones al mundo de la literatura o del
arte o bien juega donosamente con cuestiones personales y domésticas. En
su correspondencia es frecuente encontrar copiosas referencias sobre las islas
y sobre personas tanto de dentro como de fuera, con informaciones de muchos
valor.
También La Villa está presente en la correspondencia de Berthelot. Vamos
a detenernos en dos cartas. Una va dirigida a Karl Bolle, naturalista alemán
residente en Berlín. Otra, a Charles Caffin, que reside, no sabemos si
permanentemente o de forma ocasional, en La Orotava. La carta a Karl Bolle
está fechada en 1853, cuando Berthelot anda rondando los sesenta años y
han pasado más de treinta desde su llegada a la isla. Conserva muy buenos
amigos en La Villa, aunque por entonces no suele frecuentarla mucho.
Ese afio, 1853, acude a La Orotava para gozar de la fiesta de San Isidro
Labrador. Su condición de despierto etnógrafo le lleva a asociar tan sonada
celebración con la fiesta del equinoccio de primavera, cuando el mundo se
alegra con el despertar de la naturaleza y se abren, como flores, los ritos de
remota raíz pagana: «La fiesta se celebra en la más hermosa estación del año
-escribe a su amigo- y en uno de los más bellos lugares del mundo». Hace
un tiempo espléndido y el campo se alfombra de dilatados verdes y del delirante
colorido de sus flores.
Reciben a Berthelot en casa don Don Lorenzo Machado, su gran amigo
de los primeros tiempos. La señora, Doña Magdalena, simpática y obsequiosa,
se conserva muy bien. Están presentes los hijos del matrimonio, mozos y
jovencitas a cuyos abuelos había conocido y tratado en su juventud Berthelot.
En casa de Don Lorenzo se siente muy a gusto, como en la suya propia.
Lo agasajan finamente. Lo obsequian con una cena que ha impresionado al
invitado. Después de la cena, puntualiza Berthelot, la velada se prolongó pasada
la media noche. La mesa estaba llena de manjares y golosinas con las
que Doña Magdalena atendía muy finamente al francés cortés y agradecido.
Cuando éste se lo cuenta a su amigo berlinés le dice: «Créalo, querido
amigo, pocas comidas como ésta he hecho en Europa: es un placer que no se
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Berthelot el naturalista Decandolle, una tarde, mientras paseaban por las
orillas del lago.
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Para Berthelot la actividad epistolar podría decirse que, además de entenderla
como un acto social, es una necesidad y, al propio tiempo un ejercicio
intelectual. De esta forma cultiva y sostiene amistades, está al tanto de
las novedades científicas, hace incursiones al mundo de la literatura o del
arte o bien juega donosamente con cuestiones personales y domésticas. En
su correspondencia es frecuente encontrar copiosas referencias sobre las islas
y sobre personas tanto de dentro como de fuera, con informaciones de muchos
valor.
También La Villa está presente en la correspondencia de Berthelot. Vamos
a detenemos en dos cartas. Una va dirigida a Karl Bolle, naturalista alemán
residente en Berlín. Otra, a Charles Caffin, que reside, no sabemos si
permanentemente o de forma ocasional, en La Orotava. La carta a Karl Bolle
está fechada en 1853, cuando Berthelot anda rondando los sesenta años y
han pasado más de treinta desde su llegada a la isla. Conserva muy buenos
amigos en La Villa, aunque por entonces no suele frecuentarla mucho.
Ese afio, 1853, acude a La Orotava para gozar de la fiesta de San Isidro
Labrador. Su condición de despierto etnógrafo le lleva a asociar tan sonada
celebración con la fiesta del equinoccio de primavera, cuando el mundo se
alegra con el despertar de la naturaleza y se abren, como flores, los ritos de
remota raíz pagana: «La fiesta se celebra en la más hermosa estación del año
-escribe a su amigo- y en uno de los más bellos lugares del mundo». Hace
un tiempo espléndido y el campo se alfombra de dilatados verdes y del delirante
colorido de sus flores.
Reciben a Berthelot en casa don Don Lorenzo Machado, su gran amigo
de los primeros tiempos. La señora, Doña Magdalena, simpática y obsequiosa,
se conserva muy bien. Están presentes los hijos del matrimonio, mozos y
jovencitas a cuyos abuelos había conocido y tratado en su juventud Berthelot.
En casa de Don Lorenzo se siente muy a gusto, como en la suya propia.
Lo agasajan finamente. Lo obsequian con una cena que ha impresionado al
invitado. Después de la cena, puntualiza Berthelot, la velada se prolongó pasada
la media noche. La mesa estaba !lena de manjares y golosinas con las
que Doña Magdalena atendía muy finamente al francés cortés y agradecido.
Cuando éste se lo cuenta a su amigo berlinés le dice: «Créalo, querido
amigo, pocas comidas como ésta he hecho en Europa: es un placer que no se
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puede disfrutar más que en un país como éste, cuyas gentes del interior conservan
todavía las costumbres y los hábitos hospitalarios que se están perdiendo
en las ciudades de la costa». (Para Berthelot las ciudades de la costa
eran Santa Cruz y el Puerto de la Cruz, Puerto de la Orotava).
El viajero había hecho su entrada en La Villa acompañado de parrandas
y grupos de campesinos llegados de todos los rincones del Valle. Encontró
La Villa engalanada con guirnaldas, banderas y arcos de ramas. Uno, sobre
todo, llamó su atención por estar confeccionado solamente con espigas, las
doradas espigas de aquel trigo de grano robusto que se nutría de las fértiles
tierras de las medianías del Valle.
El aire está saturado de una penetrante fragancia. de flores frescas. De
campos, laderas y montes ha llegado a La Villa una espléndida dádiva vegetal,
sobre todo de las más bellas lauráceas canarias. El piso de la ermita donde
se venera el Santo aparecía cubierto de flores y ramas recién deshojadas.
Las calles, alfombradas por la más rica variedad de especies: el esponjoso codeso
de las cumbres, con sus panículos de flores doradas, la retama de Las
Cañadas, la cineraria en flor, el arrebol o tajinaste, el suave tono malva de la
jibalbera de los caminos: «Para qué voy a hablarle de todo cuanto alfombraba
el suelo, y que nosotros hollábamos». Momento y lugar que permitían
hacer la más sorprendente e impensada herborización.
Nada se le escapa a este observador sensible y atento. Viejas vivencias y
recientes impresiones le confirman el modo en que La Villa conserva sin deterioro
sus más genuinas expresiones a través del tiempo. Dice el naturalista
que la fiesta de San Isidro Labrador es una feliz mezcla de sencillez, procedente
de la más pura raíz popular, y de lujo y señorío. Juntos aparecen los
elegantes atuendos con los trajes campesinos, todo lo cual contribuye no
sólo a darle lustre a la fiesta, sino que le comunica una suerte de equilibrio y
compostura con los que tan bien se avienen alegría y auténtica solemnidad.
Nunca perdió La Villa ese rasgo noble y antiguo, y aún hoy, cuando a la
secular fiesta se la quiere llamar romería, la gente forastera queda atrapada
en la magia de un espectáculo enhebrado en el lienzo del tiempo con el mismo
hilo de oro de ayer y de siempre.
El mejor sitio para contemplar el desfile festero es la explanada situada
frente al convento de San Agustín, en tiempos de Berthelot el más hermoso
mirador del Valle. Y ése es ei lugar elegido por el sensible visitante para disfrutar,
en toda su plenitud, de aquel ritual henchido de júbilo sereno, como
corresponde a todo acto gratificador por las bondades recibidas de una madre
tierra fecunda y generosa. Así lo ha de ver Berthelot, y cuando después
de tres días de fiesta en La Orotava regresa a Santa Cruz y le escribe a Karl
Bolle, le cuenta que todavía está bajo los efectos turbadores de la fiesta de
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San Isidro Labrador.
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El destinatario de otra carta que escribe cinco años después, en 1858, es
Charles Caffin. Nada sabemos de este personaje, sólo que se encuentra en La
Orotava, que parece ser buen amigo de Berthelot y que de algún modo está
relacionado con la distinguida sociedad de La Villa. La carta trata de los
amores de un joven diplomático con una frágil, agraciada y, por todas las señas,
aristocrática damita orotavense. Ignoramos los nombres del apasionado
diplomático y de la damita en cuestión. Por la carta de Berthelot a Caffin se
deduce que es una muchacha huérfana y que en los negocios de la posible
boda andan ocupados los-abuelos. Pero tampoco conocemos a los abuelos.
El joven diplomático quiere darle prisa al trámite de los esponsales, y
Berthelot sugiere a Caffin que procure moderar los ímpetus del apasionado
joven y le aconseje calma, ya que una plaza cercada -le dice-, antes de ser
asaltada debe ser advertida con los apercibimientos de rigor. El enamorado
quiere casarse y llevarse a su esposa nada menos que a Sierra Leona, país inhóspito
si los hay. Inglaterra -recuerda Berthelot- ha consumido allí más de
treinta gobernadores, lo que no deja de ser un oneroso dispendio: «Así, la
frágil muchacha, tan graciosa, tan gentil, una vez en aquel tórrido país, habrá
dicho adiós a los frescos aires que traen perfumes de retama, esas hermosas
retamas blancas de las altas regiones de la isla; habrá dicho adiós al dulce
canto del capitore, esa bella curruca que por las mañanas y al atardecer se
deja oir en el Valle; se acabaron los paseos por el jardín donde florecen las
camelias, y se acabarán para ella los tiernos afectos, las delicadas galanterías
».
La visión romántica que Berthelot tiene del Valle y lo que en La Villa
ha descubierto de sosegado, tierno y mollar, es lo que el naturalista encuentra
personificado en la damisela orotavense.
No sabemos si la boda llegaría a celebrarse, pues de haber ocurrido nos
apenaría saber que en la lejana y caliente Sierra Leona acabó marchitándose,
lejos de sus camelias y de sus aires embalsamados, la delicada muchacha
de La Villa. En manos de cuidadosos investigadores, que los hay, hemos de
dejar la ídentificación de los personajes y el esclarecimiento de esta historia
de amor.
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Acertó Berthelot a fijar para la posteridad la vida y el ambiente natural
y social de La Villa entre el primero y el último tercio del siglo XIX. Aquella
impresión de rus in urbe que La Villa le produjo en su primera entrada y
cuya imagen conservó para siempre, es una Villa detenida en el tiempo, y
gracias a tan singular cronista, hoy la vemos como una pálida litografía.
Pero las impresiones de Berthelot nos invitan a que nos preguntemos qué
cosas quedan y cuáles se desvanecieron en los recodos de un siglo. Para que
las preguntas no parezcan tan desmesuradas, podríamos circunscribirlas a
un espacio temporal más limitado, más cercano y concreto. Para ello podríamos
situarnos en La Villa de los años veinte. La cronología personal me
permite y en cierto modo me autoriza a hacerlo, y si lo hago, un inevitable
sentimiento de melancolía predomina sobre cualquier otro, una racha nostálgica
que despierta días lejanos, vividos, acaso no del todo felices, pero nutridos
por afanes y esperanzas que si no dieron lo deseado, sirvieron por lo
menos para mantenerse en vilo. La pregunta podría quedar formulada así:
¿Qué cosas permanecían en La Villa y cuáles se habían perdido entre el año
sesenta del pasado siglo y los años veinte del presente? Sólo habían transcurrido
unos sesenta años, pocos, si bien se mira, dados los pausados andares
de La Villa.
Veamos. Igual que en tiempos de Berthelot, uno se sentaba en el banco
corrido o en el muro de La Alameda, y veía las torres de las iglesias, las viejas
casonas con sus solanas o balconadas de tea, el oscurecido bermellón de
tantos tejados abarcados a vista de pájaro. Y sin que nada se lo impidiera,
igual podían los ojos pararse en las laderas de Tigayga, hacia el poniente,
como en las que por el naciente se doraban en otoño. Y por el sur, las altivas
montañas, y por el norte, la caprichosa costa y el mar.
Era todavía un armonioso conjunto de campo y ciudad, porque el cam-.
po se entraba, limpio y jugoso, por las calles, tonificándolas con un salutífero
olor a tierra. El murmullo del agua seguía poniendo su nota bullidora, su
agitado latido por canales soterrados. El agua era una agradable compañía
por la Calle del Agua, donde el sostenido rumor turbaba los sentidos y hacía
que el transeúnte, acaso el único y momentáneo transeúnte de un crepúsculo
cualquiera, no sucumbiese a la certeza de su propia soledad. Sí, gran compañera
al agua.
Desde los bancos de La Alameda, mirando a la montaña, había un altozado
cubierto de una vegetación en parte silvestre y en parte cultivada. En la
cima, una rústica vivienda habitada por unos personajes humildes y anónimos
a los que se veía bajar o subir por la senda ceñida al borde de un ba-
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rranquillo con zarzas y florido tusilago. Siempre me pareció aquel lugar
como el último y heroico esfuerzo del campo para adentrarse en el corazón
de La Villa. Sobre aquel entonces intocado altozano se alza hoy este soberbio
edificio donde ahora estamos reunidos y desde el que el recuerdo se pierde
en un laberinto de zarzas salvajes y de tusilagos en flor.
Al otro lado de cualquier blanco tapial prosperaban entonces, y aún
hoy se conservan, jardines recónditos, como inalcanzables, más para adivinarlos
que para abarcarlos en gozosa visión. Se sabía que estaban allí porque
espesas enredaderas o viciosas trepadoras se desbordaban por encima de los
muros. A veces era la sencillez mínima y turbadora de los jazmines, la exótica
estridencia de las buganvillas o el verde brillante de la yedra, siempre piadosa
con las viejas y ruinosas paredes. Había también como una ilusión de
soto frondoso y húmedo, con altos árboles, donde algunos jardines se perdían.
Y desde aquel remanso vegetal ascendían voces de niños, de niños desconocidos,
de niños que tenían jardines donde jugar y a los que el crepúsculo
sorprendía entonando una antigua canción de corro.
Las carnosas y femeninas camelias se abrían al otro lado de cualquier
enrejado de forja. Y, como vegetales reliquias, sobrevivían los recortados
arrayanes que evocaban jardines franceses, cultura francesa traída por gentes
educadas a la francesa, que hablaban francés y habían viajado por Francia.
Pocas veces se ha hablado del denso silencio de La Villa, del solemne silencio
apenas turbado por los pasos de un viandante solitario, por los cascos
de una caballería, por la nota de un piano donde una señorita estudiaba su
lección. Hablar del silencio de La Villa obliga a nombrar aquellas cosas que
lo trastornaban: el rítmico martillear del herrero sobre un yunque que sonaba
como campana recién fundida, el inconfundible rumor del taller de carpinteros
y ebanistas -que La Orotava siempre los tuvo expertos y finos-,
aquellos toques de oración de las campanas de la Concepción, de Santo Domingo
y de San Juan; hora abatida y solemne, con el sol tumbado sobre el
horizonte. Pero sobre todo, la alegría del agua precipitándose por canales/
arterias de tea y atarjeas/ venas subterráneas, un agua laboriosa en la Villa
de Arriba, un agua solamente alegradora y de paso en la Villa de Abajo. El
agua que hacía girar las muelas del gofio y de la harina; olor a gofio, inconfundible
aroma calles abajo; fina harina para el buen pan elaborado en la
Villa de Arriba y que en grandes canastas sobre dóciles burros traían las panaderas
a la Villa de Abajo. Sin olvidar las morenas y sabrosas tortas de acemite.
Berthelot habló más de una vez del gofio, y aunque no habló del pan,
saborearía el mismo que elaboraron los abuelos de los panaderos que nosotros
conocimos. Recuerdo bien una de aquellas panaderías: el horno se caldeaba
con buena leña de brezo y de haya, y a humo de brezo y de haya olía
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la panadería, y a semilla de hinojo y a corteza de pan caliente.
En aquellos años todavía rodaba por las calles de La Villa el coche de
caballos de aquellas viejas y curiosas y envaradas y graciosas señoritas de
Castro, que iban a la Rambla de Castro y venían de la Rambla de Castro,
rincón al que Berthelot dedicó una bella página. Aquellas adorables señoritas,
entre revuelos y melindres, con anacrónicos vestidos y raros peinados,
seguían sumergidas en el siglo XIX, y su coche, la mejor señal y el mejor
conservado artefacto para recordarlo, y el cochero, un robusto y maduro
campesino doblado de auriga.
Resonaban en el empedrado los cascos del caballo de un terrateniente
que vivía en la Calle de la Hoya y que nunca empleaba otro medio de transporte
para visitar sus propiedades, en especial sus fincas de plataneras. Puedo
recordarlo con su sombrero de ala ancha, chaqueta blanca, pantalón de
montar y polainas y leontina cruzada en el chaleco. Llamativa figura la de
aquel terrateniente de la Calle de la Hoya, impensando personaje como recién
llegado de una remota y olvidada colonia.
Sesenta años después de la visita de Berthelot vivía en La Villa un Don
Lorenzo Machado, acaso hijo del que conoció el naturalista; por las señas
que del buen orotavense tenemos, sabemos que no negaba progenie ni casta,
porque era caballero de mucha finura y exquisito trato.
Por fortuna, todavía quedaban personas y cosas, una sociedad bien definida
y una naturaleza no castigada. Y lo que es muy importante, una tradición
que el villero supo cuidar celosamente. No pudo ser casual el sincronismo
de la fiesta de San Isidro Labrador con el delirio floral de las alfombras.
Si bien se mira, fue un hermanamiento entre la silvestre hermosura del campo
y la ceremoniosa compostura de la ciudad. Entre el aparente desorden
vegetal que Berthelot admiró y holló, y el arte y el geometrismo y la fantástica
creación de las alfombras de hoy, hay un importante paréntesis en la historia
del alfombrismo, un paréntesis que se abre con brezo y con brezo se
cierra, un brezo que al cortarlo en las máquinas de cortar forraje fresco, llenaba
el aire de fragancia. Pasarán los tiempos y se puede estar seguro que las
mañanas de las alfombras estarán siempre saturadas de olor a brezo.
A San Isidro Labrador se le hacía una procesión iluminada con luces de
bengalas; a San Isidro Labrador lo acompañaban campesinos portadores de
largas varas, de aguijadas ferradas y con adorno de cintas multicolores y clavos
dorados. Y todo ocurría en el profundo y tibio crepúsculo del equinoccio
de primavera.
Las expresiones auténticas de un pueblo ni se pierden ni mueren. Por
eso, entre tantas cosas perdidas, persiste en la fiesta la mesura y el señorío
que sorprendió a Berthelot y aún sorprendee, sobre todo al visitante primeri-
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zo. Y si nos aventurásemos a analizar el hecho, diríamos que es la natural
consecuencia del equilibrio establecido -cada uno de su signo y con su pesoentre
el barrio del Farrobo y el de la Concepción, entre la Villa de Arriba y
la Villa de Abajo. Sin la participación de ambas, hoy no podríamos entender
ni explicar la historia de este pueblo al que tanto amó Berthelot.
(Leído en el Liceo de Taoro, de la Villa de La Orotava, en el acto de presentación
de «Primera estancia en Tenerife», el día 21 de Noviembre de 1980).
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INDICE
El autor confiesa . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . ........... .
En el centenario de la muerte de Sabino Berthelot ..
Carnaval de Santa Cruz/1820 .............................. .
La fiesta de Candelaria/1825 ..... . ............. .
La fiesta de San Pedro de Güímar/1827 ............. .
Personajes, andanzas y aventuras ....................... .
Encuentro con Sabino Berthelot en la Villa de La Orotava .....
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