N o t a s b i b l i o g r á f i c as
Nobiliario de Canarias, obra que escribió don
FRANCISCO FERNÁNDEZ DE BÉTHENCOURT, ahora
ampliada y puesta al día por una Junta de Especialistas.
I, La Laguna de Tenerife [Santa Cruz de
La Palma], «7 Islas*. J. Régulo, Editor, 1952.—
4.".—LX -f pp 968 153 láminas. Precio 850 ptas.
Ha salido de las prensas insulares el primer tomo de una obra
excepcional: el Nobiliario de Canarias, que escribió don Francisco
Fernández de Béthencourt, en el siglo XIX, y que en la actualidad
86 halla agotado; libro puesto al día por un estol de once especialistas.
Desde luego, para la historia de Canarias, el contenido de
estos volúmenes constituye una aportación inestimable. Por lo que
respecta al pergeño tipográfico, ostenta éste la pulcritud a que nos
tiene acostumbrados el editor Juan Régulo. De Régulo conocíamos,
en efecto, algunas buenas ediciones: un libro de versos y dos o tres
monografías. Estamos en presencia de un caso notable, porque el
editor—que es, además, profesor universitario—ama, como bibliófilo,
la sustancia y corporeidad del libro, y, como editor, es capaz de
darlos a la estampa con esmero minucioso. Cuantas obras salen de
sus prensas parecen destinadas a las manos fervorosas de otros bibliófilos.
Quizá esa afición a la bella sencillez tipográfica se haya
originado en el año 1943, en que un librero insular comenzó a
ofrecer una serie de cuadernos primorosamente impresos. Tras esta
colección surgieron aventuras paralelas. Mas las tiradas eran brevísimas
y el volumen no solía superar las treinta y dos páginas.
Por fin, Juan Régulo lanza más amplias ediciones y verdaderos libros.
Verdaderos en un doble sentido: en cuanto a lo formal y en
cuanto a la sustancia. Cierto que antes había ediciones escrupulosas;
pero adviértase que hablamos de libros impresos con sobrio
primor, no de aquellos que han salido a luz ostentando una vestimenta
no demasiado clásica. Pues, como en lodo, el toque supremo
de estas cosas reside en el gusto (del cual dijo Alfonso Reyes
que consiste en una especie de razón de la sinrazón); por donde se
adivina que el uso excesivo de ciertas viñetas, por ejemplo, no
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confería valor especial a tales ediciones. Nos parece que fué Azo-rín
quien declaro que, en materia de tipografía, radica todo en el
equilibrio de blancos y de negros. Sin duda alguna, Juan Régulo
ha tenido siempre en cuenta ese sutil principio.
El Nobiliario es, pues, un alarde editorial. Constará la obra de
tres nutridos tomos. El primero, que tenemos a la vÍ8t«, comprende
mil veinticoho páginas y brinda, justamente, ciento cincuenta y
tres ilustraciones. El texto de Fernández de Béthencourt ha sido
revisado, mas no con la escrupulosidad que exigen las nuevas normas
científicas, porque ello resulta imposible. En su introducción,*
don José Peraza de Áyala declara las razones de esta imposibilidad;
pues, en efecto, una revisión extremadamente escrupulosa hubiera
detenido por años la publicación del Nobiliario. En cambio, las
tales normas se han seguido con rigor al redactar los añadimien-tos
a la obra primitiva. Notas numerosas aclaran con frecuencia el
texto de Fernández de Béthencourt. No sólo poseemos ahora la genealogía
nobiliaria hivsta el día da la fecha, sino que, además, las
abundantes láminas nos ponen en contacto con el tesoro artístico
insular. Escudos, mansiones, enterramientos, retratos, etc., se ofre»-
cen —convenientemente— a los ojos y a la curiosidad histórica del
lector. .Señalemos el hecho de que innúmeros cuadros no conocidos
por el piíblico (pues que se hallan en mansiones casi inaccesibles)
figuran en las generosas páginas del Nobiliario.
El primer tomo revela, por añadidura, un interés doble: al menos
para un espíritu como el autor de las presentes líneas. En pri^
mer término, el libro satisface la apetencia de conocimiento histórico,
ya por lo que toca a las acciones pasadas y a los personajes,
ya por lo que concierne a la obra artística que se encuentra dispersa
o remota. En segundo término, el interés del tomo se acrecienta
merced a las páginas preliminares: hay un justo prólogo de
don Elias Serra Ráfols y una completa introducción de don José
Peraza de Ayala. Holgaría hablar al lector estudi<»o dé historia sobre
entrambas autoridades universitarias. El prólogo de don Elíaé
Serra trata el problema del actor histórico. Y, ciertamente, ofrecen
BU? páginas abundante pretexto para la meditación. Porque acerca
del tema tres concepciones han predominado: una cree en la eficacia
máxima del héroe (como creía Carlyle) y a ella responden
los libros de Plutarco. Según el agudo Ángel Sánchez Rivero, en
BUS Meditaciones políticas^, ese interés plutarquiano por la personalidad
surge en los períodos de crisis histórica. Se explica que, tras
la Revolución Francesa, la cual implicó el advenimiento del estado
llano al poder público, un solitario como Carlyle encomiara la labor
de los héroes, supervalorándola. Y es evidente que el héroe, sin
1 Pen Colección, Madrid, 1984.
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la circunstancia histórica adecuada, vendría a ser como el Icaro famoso
o como un miembro mutilado. La concepción opuesta se inclina
a sobrestimar lo colectivo. En un volumen publicado no hace
mudio tiempo, un pensador de nuestra generación y de nuestra
tierra se atreve a hacer la apología del pueblo, desdeñando el pa-
(lel de las minorías. Acaso el examen riguroso de ese volumen nos
levaría a descubrir una serie de afirmaciones demasiado gratuitas,
no obstante la doble raíz escolástica y germánica de su estructura.
Suele considerarse al pueblo como un vasto ser que jamás llega a
la mayoría de edad, lo cual no es cierto. Sostendríamos que los héroes
no pueden actuar en la historia si cuentan con un pueblo indiferente
y, mucho menos, con un pueblo hostil. Casi cabría decir
que los pueblos acostumbran tener la historia que se merecen; y
esperamos que este pensamiento no parezca demasiado duro. Entre
el héroe y el pueblo hay una suerte de comunicación, como en
el teatro griego; sólo que en ocasiones puede predominar ya el influjo
del uno, ya el del otro. Esto no significa que, en determinados momentos
históricos, un héroe o una minoría no compriman el aliento
colectivo y muden la dirección de la historia. Pero, de todas
maneras, no consideramos ineficaz la frase anterior: que los pueblos
suelen tener la historia que se merecen. En verdad, ni el héroe
solo ni lo colectivo únicamente, cada uno por su lado, son capaces
de engendrar la historia. Sin duda, el materialismo imperante
—a que alude el doctor Serra Ráfols— propende a la supervalo-ración
de lo colectivo, A nuestro entender modesto, sospechar que
lo colectivo aislado constituye el actor histórico no pasa de un espejismo.
Basta contemplar algunos ejemplos para advertir que lo
colectivo adquiere cierta estructura, que lo colectivo actúa siempre
gracias a determinadas células primordiales. Imagínese a qué extremos
conduciría el desembrague absoluto
Pero aun lo colectivo como actor histórico no prescinde de las
jerarquías. Por nuestra parte, nos atrevemos a disentir de toda autoridad
que no dimane del espíritu y, sobre todo, del espíritu libre,
¿Cuál es, pues, nuestra postura frente a un nobiliario? Entiéndase
que olvidamos ahora el valor histórico, incluso el valor
bibliográiico, que concedemos a este libro. Precisamente, el doctor
Serra Ráfols afirma que, en este asunto del actor histórico, hay
una tercera postura: la que identifica «en el mismo sujeto las fuerzas
tradicionales del ambiente con los factores individuales». Y
agrega: «La familia, la tribu, la colectividad humana unida por la
sangre, ya sea real o fisiológicamente, ya meramente por convenio
y adopción ritual, es, para una vasta escuela histórica, el único sujeto
que actúa en la Historia...> Es una concepción semítica,
oriental. En este punto disentimos del objeto de un nobiliario.
Siempre hemos sostenido que lo que importa es el hombre, y un
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humanismo auténtico se separará siempre de tales concepciones.
En este sentido, humanista era Cervantes. En este sentido lo fué
Erasmo, a quien Stefan Zweig consideraba el primer europeo. Bien
están, pues, los actos ejemplares de un hombre; pero discutimos
que esa nobleza se transmita a los descendientes, sobre todo si éstos
carecen de las virtudes iniciales. Producirá honda tristeza repasar
las páginas de un nobiliario que en buena parte se asemeje a
un registro civil. Puede verterse la propia personalidad en un linaje;
pero los miembros pósteros tienen la obligación de ir configurando,
afirmando o prolongando esa personalidad. Ya dice el doctor
Serra que el hecho de pertenecer a determinadas familias constriñe
a sus miembros a seguir unos derroteros prefijados. Esto suele
ser estéril. Confiésese que tales miembros se limitan a ejecutar acciones
sociales que carecen de contenido. Y menos mal cuando el
acto social es simbólico, como el que estudia Alfonso Reyes en uno
de sus libros. Así dice el humanista mexicano: «En este pitagorismo
social todo valor propio o intrínseco va a quedar neutralizado,
y va a sustituirlo el valor de la posición relativa en el espacio. Lo
esencial es que haya un hombre en el centro y que los demás lo
rodeen, apoyando en él sus miradas: no importa ya h) que se diga
o se haga: hay acto social»*. Alfonso Reyes, como habrá advertido
el lector, habla de una posición relativa en el espacio. Pues bien:
un nobiliario trata de sostener esa relativa posición en el tiempo.
En su enjundiosa introducción, don José Peraza de Ayala escribe
lo siguiente, «...una circunstancia auténtica sí concurrió a
fines del citado siglo [el XVII] en bastante gente de buena posición,
que es sin duda la invariable esencia y el hecho más diferencial
de la Aristocracia de la sangre: el ejercicio de las funciones
directoras de los pueblos por derecho hereditario, ya que en los
Municipios insulares se hallaban vinculados a determinadas familias,
como pieza de Mayorazgo, los honoríficos cargos de Alférez
Mayor, Almotacén Mayor y gran parte de las Regidurías». La cita
ha sido extensa; pero hemos querido transcribirla. Poco más de
medio siglo después, muchos cargos comenzaban a ser electivos.
Se irritaba la nobleza porque nuevas disposiciones permitían a
unos representantes del común la entrada en los ayuntamientos.
El lector curioso puede consultar sobre este punto las Memorias de
don Lope Antonio de la Guerra y Peña, Regidor Perpetuo de la isla
de Tenerife^. En varios pasajes de su obra suministra don Lope
noticias de la elección de Diputados de Abastos. No es el Regidor
partidario de estas elecciones; pero, a principios de 1767, y en no-
2 ALFONSO REYES, El Catador, Biblioteca Nueva, Madrid, 1921.
3 LOPE ANTONIO DE LA GUERRA Y PEÑA, Memorias (Tenerife en la segunda
mitad del ñglo XVIII), Cuaderno I, afios 1760-70. Editor: El Museo
Canario, Las Palmas, 1961.
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ta, cita la favorable opinión de Campomanes, según la cual, para
la pública conveniencia, deben elegirse personas acreditadas por
su celo. Dos años más tarde, don Lope de la Guerra nos dice:
«Hasta ahora todos los efectos que se han visto por haber Diputados
de Abastos han sido continuas discordias con los Regidores.
Por lo común, los electos, como que no han de ser parientes de los
Regidores dentro del cuarto grado, lo son los que, por haber dado
algunos viajes a Indias tienen dinero con que hacer vestido decente
con que concurrir a los Cabildos: su misma condición les iiace
parecer que los Regidores los miran con desprecio, y así todo su
conato es establecer un mal concepto de los Regidores». Prosigue
don Lope en este tono y añade que los Regidores van dejando de
concurrir al Ayuntamiento, con lo cual todo se demora. Nos ilustra
este menudo episodio de la historia particular acerca de cómo
el tercer estado, con algún dinero, va ascendiendo a los primeros
cargos. Las personas de distinción —como diría el afligido don Lope—
ceden sus puestos a los más capaces, a los más acaudalados, a
los más habilidosos. Aquí se halla, como en germen, toda la historia
moderna. Predominará entonces el capitalismo y la lucha de
clases será n»eramente económica.
En rigor, sólo podría hablarse de nobleza o de plebeyez atendiendo
a calidades de alma, tal como se habla de un metal noble.
Cierto que, en otros períodos, la nobleza llevaba aparejada una serie
de cualidades y deberes, de las que nacían los privilegios. Por
esta causa, cada generación, cada miembro de una noble familia,
debería revalidar siempre sus derechos a tales títulos. Ni aun una
superior nobleza, la intelectual, es transmisible. Verdad que en
Inglaterra se han querido aproximar entrambas noblezas, y los grandes
espíritus reciben a veces un título nobiliario. Sería imprescindible
que ese título no fuera heredado por los descendientes del
grande hombre. En cuanto a la nobleza de la sangre, una .serie de
hechos esclarecidos, a nuestro juicio, carece de fuerza o de virtud
infinita para enaltecer hasta el fín de las edades generaciones sucesivas
del mismo linaje. Pueden éstas desmentir el origen de aquél,
percudiéndolo. De la propia suerte que un santo no comunica la
santidad a sus descendientes, así tampoco transmite un noble la
pura virtud suya a sus familiares posteriores. Las únicas acciones
infinitas en la historia del mundo han sido las ejecutadas por Jesús
de Galilea. Más justa, por lo que toca a los hombres, es la concepción
china, que hemos leído en Ortega, según la cual el héroe, en
vez de dignificar y ennoblecer a sus descendientes, dignifica y ennoblece
a sus antepasados, quienes fueron capaces de producir, con
el tiempo, un ejemplar depurado y exquisito.
Trn» las reflexiones antecedentes, podrá deducirse que, para
nosotros, el valor del Nobiliario de Canarias reside singularmente
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en 8U doble a8pecto histórico y bibliográfico. Ciencia ancilar, la
genealogía sólo tiene eficacia si se la considerji en función de la
historia. Por eso, en suma, ios once especialistas y fl editor Juan
Régulo están dando a la estampa —como decíamos— una obra sobresaliente.
Y como va girando el destino de la nobleza, esos tomos
poseen un valor de nostálgico inventario. Casi, pues, convendría
ponerles un título a lo]Gibbon: Decline and Fall of the Human
Aristocracy.
Ventura DORESTE
MANUEL CASTAÑKDA GONZXLEZ, La oscura fuerea
enírañarfa.—Ediciones «Afur», Isla de Tenerife,
1952.
Con el presente libro de versos lleva va Manuel Castañeda tres.
Ahora ha escogido de sus creaciones de los últimos tiempos una
décima, doce sonetos y una composición en eneasílabos y las ha
reunido en forma de cancionero petrarquista y garcilasiano para
cantar esa «oscura fuerza entrañada» de que hablaba Salinas para
precisar cómo vivía el amor en él.
Casi todas las composiciones de este libro ya las había leído y
coleccionado del diario «La Tarde»; algunas han sido retocadas por
el autor y no con éxito siempre, como ocurre, por ejemplo, en el
soneto que comienza Como viento en la noche levantado, cuyo último
verso en el libro: <oh imagen pura —nada más que todo—» es
inferior al de la primitiva versión, que en el periódico dice así;
«cuando a ti misma, sin presencia, toco».
Castañeda marcha ya seguro por la senda de urt verso actual,
de vigente léxico poético, incorporado al presente de la poesía española;
claro que es muy conveniente ponerse en guardia frente a
la corriente del neo-garcilasismo, ya superada, que componía bellísimos
sonetos amatorios, de sonoros y pulidos versos, pero sin
sentido ni verdadero contenido. Se puede caer en un nuevo preciosismo
poético lleno de «clausuras», de «tactos», de «arquitecturas
», etc.
La décima inicial es de suma belleza, y los sonetos, en los que
Castañeda va para virtuoso, muy buenos algunos, como el que empieza:
Sembré tu nombre al surco de mi vena. En general, todos son
finos, si bien en alguna ocasión el empleo de los gerundios afea la
sintaxis y el sentido del verso, por ejemplo en:
me tienes toda el alma combatida
y en un fuego ardentísimo quemando.
Pero estos lunares lo» rebasa la gallardía y el torrente apasto-
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nado del alma enamorada y vibrante del poeta, finísimo cantor
— ¡todavía!— del amor, de ese amor emocionado, de petrarquesco
origen divino, que estremece la inspiración del seguro poeta que es
Castañeda.
M. R. A.
Homenaje al prelado de Tenerife.—Vilaflor, 1952.
Imp. Artes Gráficas, Santa Cruz de Tenerife.
Un primoroso cuaderno, con bella portada de Martín González,
que recoje un trozo de Vilaflor, delicadas viñetas y correcta impresión,
reúne ahora las intervenciones literarias del homenaje que se
tributó a nuestro queridísimo prelado en agosto de 1951 en Vilaflor.
Tras la reproducción del retrato que de S. I. hizo Aguiar y de la
Introducción, se incluyen un soneto de Manuel Verdugo, escrito en
1947, a raíz de la consagración episcopal, y seguidamente un soneto
de Gutiérrez Albelo, un trabajo de Domingo Cabrera, lleno de
fervor evangélico, otro, muy bello, de don Sebastián Padrón Acosta
y Báculo de amor, finísima prosa de Vicente Borges.
Del homenaje propiamente dicho se insertan el encendido discurso
de don Manuel R. Escalona, lleno de admiración apasionada
por nuestro obispo; el de don Andrés de Arroyo, alusivo a la expansión
canaria en América, y, finalmente. La oración del chasnero.
una sencilla y bonita composición, dentro del aire de Gabriel y
Galán, del poeta oriundo de Vilaflor Arreando Fumero, de sabor
rústico en la intención y el lenguaje, pero muy sentida.
Tan exacta y provechosa es la semilla que nuestro obispo siembra,
que no sólo fructifica en torno suyo la planta de la caridad,
sino hasta otra, menos valiosa, pero también necesaria, que se llama
de las letras.
M. R. A.
JOSÉ PÉREZ VIDAL, Influencias marineras en el
español de Canarias.—En «^levista de Dialectología
y Tradicciones Populares>, tomo VIII, 1952.
Cuaderno segundo.
En una isla el mar cobra un papel tan decisivo, que casi la convierte
en propia luna, susceptible al influjo de las mareas. Ya hace
tiempo que Pérez Vidal viene dedicando a esta influencia de lo
marítimo en las letras y el folklore canario su atención. Ahpra, en
un documentado trabajo, escrito con el acostumbrado rigor cientí-3
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fico, Pérez Vidal nos muestra un índice de voces de uso isleño o
vocabulario de palabras que, a su primera acepción general, añaden
una significación más extensa o varia, gracias ai cruce de la
semántica marina.
Poco habría que añadir al contenido general y extensión de tan
interesante vocabulario; si acaso afirmarle que en la voz banda
no es sólo en La Palma o Puerto Rico en donde cabría registrar su acción
de punto cardinal opuesto, sino en Tenerife también. Viera,
en el Diccionario de Historia Natural, alude repetidas veces a esta
voz, por ejemplo, en la pág. 327 del tomo T, edición de la Biblioteca
Canaria, 1942 de la citada obra, s. v. Gusano luminoso se refiere
a «la banda del Norte de Tenerife»; en la pág. 89 del tomo II, s. v.
Malvasía escribe: «las bandas del Norte de Tenerife», etc. Banda o
Bandas del Sur es cosa que aún he oido decir en el norte tinerfeño.
Acaso la frase arrancar la caña debería ir en el vocabulario que
comento, pues quizá tenga que ver con la cafia de pescar, usada en
el sentido de cambiar de sitio con un matiz de enhoramala alguna
vez.
También la voz chopa, además de haber dado el nombre a cierta
especie de cucaracha, como dice el autor siguiendo el léxico de
Millares, ofrece la expresióti de como chopas en el caletón, que se
dice en el norte tinerfeño, por lo menos, para expresar afluencia de
gente.
La voz pachona se da en el norte tinerfeño con pérdida de la n
y ha servido de adjetivo al perro retozón o perro pachón, con extensión
metafórica, más tarde.
Buena aportación a la dialectología canaria es el presente trabajo
de Pérez Vidal.
M. R. A.
Al.KONSO DE AsCANio, IM cam de Ardola.- 'Ño-vela.
Madrid, Morada, editor, 1952. 381 págs. en
4.°. Portada do Miguel Zerolo.
Don Alfonso de Ascanio ea ya persona ducha en mencsterei literarios.
Sólo conozco de él Muñecas de París, un animado y fino
libro, estampas de la primera Gran Guerra, escritas en un rápido
y garboso español en alabanzas de la mujer francesa de vida equívoca,
pero a la que la contienda dio un valioso sentido del deber.
Tras otras producciones que desconozco, Alfonso de Ascanio
nos ofrece ahora La casa de Árdala: la vida rlc una familia distinguida
de provincias con un abuelo tradicionalista y gran señor, un
padre liberal, pero de escasa voluntad, una madre buena y sufrida
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y unos hermanos grises, uno de los cuales al menos se ocupa de las
ñncas, más una hermana, el ángel enredador y malo de la casa
que, una vez dominada la débil voluntad paterna, consigue apropiarse
de toda la herencia y dejar chasqueados a sus hermanos.
Alfonso de Ascanio escribe su novela en estilo autobiográfico, y
es el protagonista, Pablito Ardola, el que nos cuenta —al extractar
su diario—todas las vicisitudes de su casa y fortuna: la niñez en
una finca, la crudeza de la primera aventura, los estudios, los viajes
a España y al extranjero, su carrera de ingeniero por Lovaina,
las varias, variadas y numerosas amantes y aventuras fáciles que,
junto a las idas y venidas viajeras del personaje, casi constituyen
el leitmotiv de su vida. No ha intentado Ascanio crearnos un personaje
de hondura espiritual, ni enquistado en un amor serio y auténtico;
diríase que la preocupación de Pablito son las mujeres,
ganar dinero para divertirse y preocuparse porque la herencia paterna
se le vaya de las manos.
Algunas veces el protagonista tiene palabras duras para la conducta
social de algunas gentes que angustiaban la vida hace unos
dieciséis años en el campo o las fábricas... Uno se pregunta qué
diferencia moral había entre un pobre diablo con la cabeza llena
de pájaros, que alborotaba a veces sin deber, y una gran dama que
deja a sus hermanos sin bienes algunos en aras de un feroz egoísmo.
La obra, sin otro interés mayor que este ir y venir de Pablito,
joven de escasas honduras espirituales ni sentimentales, y el derrumbamiento
familiar, posee un estilo llano, correcto y de cierta
soltura, pero menos garboso y sin la emoción de Muñecas de París.
Se ha afirmado que Alfonso de Ascanio ha escrito una novela de
las llamadas de «clave», o sea que sus personajes son pintados o
retratados de la realidad misma. Parece que hasta algún lector lo
ha resuelto como un crucigrama y ha sustituido los nombres propios
de la novela, hasta los de los personajes secundarios, por otros
nombres que pertenecen a personas de determinado pueblo tiner-feño.
Sin embargo, el autor asegura en su obra que sus personajes
son exclusivamente imaginarios, cosr que. parece presumible.
De todas maneras, en los medios literarios y sociales de Tenerife
ha dado mucho que hablar La Casa de Ardola. Creo que el autor
ha logrado sus propósitos.
M, R. A.
LDIS QÁLVEZ, 2 mundos y un volcán.—Oce&ni-da,
editor. Madrid. Talleres Sanz, Sta. Cruz de Tenerife,
1952. 443 pásg. en 8.'
En una isla se puede desembarcar, si la voluntad y la mar ayudan,
por cualquier parte. Los obispos que regresaban de su visita a
277
las ¡alas menores y muchas gentes de ellas solían arribar a Tenerife» «»
por la playa de San Juan, a) oeste; antes de su destrucción y ruina, ^"
Carachico tuvo su muelle abierto al movido tráfico del siglo XVII;
en la centuria siguiente grandes cosas, personajes de relumbrón y
hasta textos dudosos entraban y salían por el alegre Puerto de la
Cruz; las puertas de la Isla, las cercanas al Oriente (que es de donde
nos ha venido la luz), están ahora donde tienen que estar: en el
inacabable muelle santacrucero.
Fernando Calatrava, el héroe de la novela de don Luis Gálvez,
llega a Tenerife por el puertito cercano a Guía de Isora. Llega de la
Península, quizás de Madrid y Barcelona, y siente, sí, el contraste
de aquellas tierras secas y duras, pero no se lamenta de caer en
Guía de Isora, ni se angustia por la soledad de la paramera, ni la
asfixia de una vida pueblerina, campesina. Nada de eso. Fernando
se enamora enseguidita de una muchacha con novio formal (como
él, que también tiene novia formal en la Península), la sureña María
Eulalia, sobrina del caciqne don Jenaro, un señor que fué diputado
y que cuenta anécdotas del Madrid canovista.
La pasión acentuada de la valiente mudiacha asusta un poco a
Fernando y, tras haber sido víctima de un enredo de pueblo chico,
el héroe se marcha de Guía, después de la boda.de María Eulalia
con su novio. El Sur se cierra con la pintura del solterón don Manuel,
taimado como él solo, pero viajero por Europa; del angustiado
don Pancho, tipo muy de Ja tierra y muy bien visto por Calvez;
del juez municipal y de otros personajes secundarios muy acertados
en su vulgaridad circunstancial.
El Puerto de la Cruz es el lugar que centra el Norte en la novela
de Gálvez. E^ curioso: en el Puerto, donde hay buenos hoteles,
se aloja Calatrava en una pensión; en Guía, en un hotel, aunque a
uno le cueste creer que los haya allí y menos con cuarto de baño,
como Fernando nos informa.
En el Puerto, el inmediato (lechazo otra vez. Se trata de una
jovencita que va y viene de Londres, porque su padre es exportador
rico: se llama Dácil y corresponde pronto al protagonista, que
viene recomendado a las ancianas señoritas de Francny, gratos y
bien tratados personajes de la obra, así como el cronista don Felipe.
De Sur a Norte recorre Fernando la Isla, después del Puerto, el inevitable
viaje a la capital y en la capital la inevitable visita del
buen joven del interior con coche al lugar de diversión consabido.
Por mediación del médico de Guía, dueño del coche y comparsa
del burdel con nuestro héroe, la buenísima Dácil descubre que
su amado tiene un complejo. Hoy, quien más quien menos tiene su
f complejo», y después de las películas de este género, mucho más.
Total, que un buen médico inglés cura el complejo de Fernando
con una exploración de psicoanálisis y Fernando, tras el aconseja-
278
do viaje a Barcelona, se casará tranquilo con Dácil y fundarán su
familita.
El estilo es sencillo y toda la novela de fácil lectura. Una obra
para el gran público, que habrá dado muchos lectores a don Luis
Gálvez; ello es lo que interesa en una novela de este porte y a los
deseos, sin duda logrados, de su autor.
M. R. A.
8KBASTIÁN PADRÓN AGOSTA, Don Luis de la
Cruz, pintor de cámara de Fernando VII.—Edición
«Siete Islas> de Juan Eégulo Pérez. lia Laguna,
1952; 86 págs. de texto, más doce ilustraciones.
Cuando en 1944 y 1945 redacté para esta misma revista mi modesto
catálogo o índice de pintores canarios, quise poner a éstos en
fila, conforme a la edad, para mostrar cómo a base de esa lista,
susceptible de ampliarse, claro está, podían emprender \o» especialistas
buenos estudios monográficos, no abundantes hasta entonces,
y llegar un día a una posible Historia de la pintura en Canarias
o acaso del Arte, y abordar la sugestiva cuestión de nuestros
templos y de nuestros imagineros y escultores en general.
Repito mis palabras de entonces: «Bueno será que vayamos a la
organización de un tratado sobre el Arte en Canarias. Queremos
con este medianejo índice de pintores canarios llamar la atención a
nuestros entusiastas en las cuestiones de arte para que ellos, de una
manera sistemática, ahondaran en estas vidas y en sus obras («Revista
de HÍ8toria>, X, págs. 278-279). Más adelante señalaba otras
cuestiones referentes a dicha posible obra y expresaba la necesidad
de «establecer, mediante comparaciones y estudios, la relación
que tengan los mismos [los artistas] con el arte español o europeo:
la relación que guarden entre sí y lo que haya de continuación
en la obra general y señalar, si hubiere, una clara nota regional
» (ídem, pág. 281).
Esa obra sobre el Arte en Canarias se va perfilando en muchas
de sus líneas, gracias a la perseverante labor que varios de nuestros
estudiosos e investigadores de estas cuestiones han llevado a cabo
en estos últimos años: el joven Miguel Tarquis tiene mucho material
recogido para una amplia monografía sobre nuestros templos y
ha estudiado, asimismo y en estas paginas, al pintor Rodríguez Botas;
su tío don Pedro Tarquis ha seguido escribiendo sobre pintores
antiguos y algún otro joven aficionado también ha hecho, si
bien modestas aportaciones, estimables todas por el buen deseo que
las anima.
Pero, preciso es confesar, sin desdoro para nadie^ que la pericia
279
y suficiencia de don Sebastián Padrón Acosta no ha sido superada
todavía. A sus completos trabajos sobre Esté vez y Rodríguez de la
Oliva, aparecidos antes de mi índice, han seguido las completas e
interesantes monografías acerca del pintor Miranda y Valentín Sanz
con todo aparato erudito y preciso, conforme lo exige la moderna
investigación.
Ahora añade Padrón Acosta un nuevo mérito a sus ya alcanzados:
un completo estudio sobre el pintor portuense don Luis de la
Cruz (1770-1853), que recoge todo lo dicho hasta ahora sobre el
mismo, cuya vida en su isla primero, y en la Corte, después, sigue
Padrón Acosta en los dos primeros capítulos de su libro. El estudio
propiamente dicho de la oora de La Cruz lo aborda en el capítulo
tercero; examina allí la calidad de los principales retratos y con
detención la labor de miniaturista de don Luis.
Una obra de investigación es siempre ima obra deservicio, cosa
que se suele olvidar entre nosotros; índices, listas, catálogos, colección
de documentos son tarea farragosa pero útil y que advierten al
punto la seriedad de un trabajo; pues bien. Padrón Acosta no elude
la molestia de una amplia relación de todas las obras conocidas
de La Cruz, que nos brinda una expresión del lugar donde se hallan,
cuando es conocido, y las de dudosa atribución; el capítulo
de fuentes, con documentos, bibliografías y las ilustraciones correspondientes,
avalan por entero el buen estudio de Padrón Acosta.
Lástima que la lámina que corresponde al retrato del general
Gutiérrez no reproduzca las manos, a las que se refiere con detención
el autor.
Don Luis de la Cruz, que salió en plena madurez de Tenerife,
pertenecía, sin duda, a la generación de pintores neoclásicos que
recibía los dictados franceses de un David. De edad aproximada a
Vicente López (1772-1850) y a José de Madrazo (1781-1859), cultiva
como ellos, de una manera preferente, el retrato, ese retrato burgués
de López, del que tan cerca está nuestro don Luis. El turbión
prodigioso de Coya no le roza las alas, como a sus compañeros generacionales
tampoco. Coya esquinó genialmente el neoclasicismo
y no vino a actuar hasta la primera generación romántica: la de
Alenza (1807-1843) y la posterior de Lucas (1824-1870), que nos
sorprenden en su rendimiento imitativo del extraordinario pintor
aragonés.
Nuestro don Luis de la Cruz, sereno y mesurado pintor de
normas clásicas, fué delicado miniaturista. Una nota de paciente
artista que añadir a esa suave sonrisa que ostentan casi todos sus
retratos; parece recoger la tranquilidad de una burguesía o de una
aristocracia aburguesada en las placideces que precedieron al ven-dabal
romántico. No conocemos obras pintadas por el artista en
8u ancianidad, cuando ya la pintura romántica estaba en su apogeo
280
y apuntaba con fuerza el cuadro histórico, pero lo probable es que
siguiera en sus habituales normas y fuera por entonces un rezaga-Í
t. En don Sebastián Padrón Acosta ha encontrado el pintor por-ense,
su paisano, el mejor pregonero y defensor de su gloria.
El libro lleva un prólogo del cronista del Puerto Antonio Ruiz
Álvarez.
María Rosa ALONSO
JOSÉ PÉREZ VIDAL, Endechas populares en tria-trofos
monorritnos. Siglos XV-XVI. Juan Régulo,
editor. La Laguna, 1952.
Es la realidad que el problema de las llamadas endechas canarias
tiene lo que se llama... música. Nos ha quebrado la cabeza a
muchos. Las concretas y bellísimas endedhas a la muerte de Guillen
Peraza a mí me apasionaron por su exquisito valor poético,
pero tan oscura estaba la cuestión de orígenes, que hasta se pensó
que Abreu Galindo las inventó. Nada tenía de particular que todo
el que a estas sirenas se acercase saliese embriagado con su encanto.
Yo me decidí primero, por lo que a su forma poética se refiere,
a añrmar que eran endechas, aunque estuviesen transcritas enro-mancillo;
como escribía Menéndez Pelayo «romancillo pentasilábi-co
» (Cf. «Revista de Historia», VIH, 1942, págs. 259-261 y IX, páginas
66-68, 1943). Después dudé entre el «romance pentasilábico>
de Menéndez Pelayo y el trístrofo monorrimo de Álvarez Delgado,
pero estaba tan claro que el autor de las tales endechas era un poeta
español y del siglo XV cortesano y finamente literario, que desde
luego me adscribí a sostener un fondo poético español sin vacilar.
Del buen tuntún de un pueblo de pastores allí no había literariamente
nada (Cf. mi trabajo Las canciones populares canarias en «El
Museo Canario», núm. 16, 1945); en el caso de que fueran trístro-fo8
en cuanto a la forma métrica, advertí que en la poesía gallega,
en el Cancionero de Évora y hasta en Valle Inclán los había. Seguí
dudando que la métrica del trístrofo ofrecida en las endechas indígenas
que insertaba Torriani influyera en los llamados «tercetos
e8pañoies>, toda vez que la poesía gallega los tenía en un recuento
que debí al erudito Figueira Valverde (Cf. mi trabajo Las danzas y
canciones populares en «El Museo Canario», núms. 25-26, 1948); ya
en 1949, en unos artículos que hice para un diario, enmarqné las
endechas como un fino planto del siglo XV, pariente en significación
a las otras muertes de malogrados del XV, costumbre que tenía
un antiquísimo origen en la literatura clásica y medieval.
Pero no todo el mundo cree en la estilística; el historiador es
pertona acostnmbrada al dato o al documento y eso de precisar fe-dia
» pof el estilo le parece cosa de «literatos», imprecisiones sin
281
base, porque cabe el pastiche. Claru que también cabe la fecha
equivocada y el documento falso. Para el método literario, un poeta
del siglo XV no escribe como uno del XVII; cabía la imitación
intencional y se pensaba esto en virtud de que en las endechas se
habla de volcanes y los primeros volcanes históricos de La Palqna
databan de 1585 el inicial, pero el texto de Abreu me permitió
afirmar que hubo otro volcán anterior: el que puede llamarse de
Tacande y que, por lo que escribe el historiador, se produciría en
torno a la fecha de la muerte de Guillen, o sea 1443, del que los
palmeros antiguos en tiempos de la conquista (1493) daban fe.
Pero el problema de orígenes de estas endedias y de su existencia
en Canarias seguía con sus incógnitas decisivas: asignarles un
origen indígena no era posible en cuanto a su lóndo poético; mas
su forma, presentada en trístrofos monorrimos, tenía gran parecido
al de las insertas por Torriani, trístrofos que pasaron a las llamadas
endechas de Canarias, recogidas por diversos tratados musicales
del XVI.
Menéndez Pelayo habló de semejanza entre las endechas de
Guillen y los cantos fúnebres citados por Garibay; pero ya advertí
3ue trabajar en una isla era una auténtica limitación: ni los trataos
musicales ni otros textos estaban a mi alcance desde aquí y mi
exploración tuvo punto ñnal.
El trabajo de Pérez Vidal, verdaderamente pulcro y exceleoie,
sigue la investigación en un medio propicio como el de Madrid, con
los elementos de trabajo a la mano; con gran preci-sión erudita (y
Pérez Vidal es de los que prestigian el adjetivo que en otro» tiene
sus ribetes irónicos) estudia el planto en la Edad Media, examina
luego los cantos de Garibay y encuentra que son endechas con la
forma de trístrofo monorrimo en muchos ejemplos (en contra de
lo que se pensó), semejantes también a las endechas de los voceri
de Córcega; si en Córcega y en Vasconia e,\Í8tían, el origen indígena
canario queda desechado.
Las endechas de Guillen, cantadas por españoles a un español,
hechas por un fino poeta cortesano del siglo XV, ¿en aué relación
están con las que incluye Torriani en su Descrittione? Este es el
gran problema.
Pérez Vidal se pregunta si, puesto que hubo un área Capi^rias,
Vasconia, Córcega, no cabría sospecharen una influencia imitativa
de los indígenas isleños en las endechas de Torriani, que seguirían
a las cantadas por españoles en una región aislada y, por
tanto, arcaizante, máxime que'las endechas conservadas sonde
Gran Canaria y El Hierro, las islas de más «estrecha comunicación
entre españoles y aborígenes».
Las endechas cananas, tanto las recogidas en lengua aboi:igen
como las otras que Torriani y los tratadistas de música recogen—
¿82
dice Pérez Vidal—. aon ya distintas a las de Guillen, pues no son
lamento de muerte sino de amor. Examina luego el autor elementos
renacentistas en algunas de las endechas llamadas de Canarias
y aduce un texto de Juan de Mal Lara sobre ellas, que contiene otro
nuevo ejemplo alusivo al tema de la ausencia, sentimiento muy vivo
en las Islas, si bien no exclusivo de ellas, claro está.
Termina Pérez Vidal su trabajo con unas conclusiones semejantes
a las dadas por mí, pero con un aparato documental del que
yo carecía. Es decir, las endechas canarias en la letra nada tienen
de indígenas, sino que sus asuntos son generales y cultos; la estrofa
se encuentra en las endechas vasca y corsa (en Córcega como en
Canarias fué primero fúnebre y luego amorosa) y el trístrofo mo-norrimo
(como ya afirmé) se encuentra en la poesía medieval y en
los cancioneros, en la poesía trovadoresca y en la latina medieval.
Respecto a la música corresponden a la órbita melódica del Sur.
Sobre esta cuestión melódica, aunque los musicólogos tienen la palabra
y nosotros la obligación de rectificar cuanto ellos hablen con
fundamentos, escribí estas palabras en nota final a mi referido trabajo
Las danzas y canciones populares canarias: «Lo sensato es suponer
alguna dependencia de las Islas por parte del baile [el canario],
pero tal dependencia puede atribuirse referida al nombre, al
aprovechamiento de algún paso vistoso presenciado por los peninsulares,
algo, en suma, rudimentario».
De manera análoga escribe Pérez Vidal en uno de los párrafos
finales de su excelente trabajo, refiriéndose a las melodías de las
endedias: «Quizás no fueron sino melodías peninsulares contaminadas
de aires canarios indígenas y suavizadas durante un siglo por
la dulzura del clima, que al ser devueltas a la Península fueron
consideradas como extrañas. Algo parecido a lo sucedido con el
tango español en su viaje a América, de donde ha regresado como
un producto exótico*.
Acompañan a tan hermoso trabajo, primorosamente editado
por Juan Régulo, cuatro láminas de portadas de trabajos musicales
del XVI y al final otras cuatro que corresponden a la reproducción
musical de dos endechas de Pisador y de Fuenllana y su transcripción
moderna por don Emilio Pujol, que realzan el ya valioso contenido
del texto.
María Eosa ALONSO
Antología Poética, 1952; F//.—Ediciones Rumbos,
Madrid, 1952.
En una Antología de 1952, recién publicada, figuran 3 composiciones
cortas de nuestro paisano Manuel Henríquez Pérez, a saber:
Ausencia, Despedida y Cumbres.
28S
La edición es manuable y grata de hojear. La colección, de
contenido vario; en ella, las poesías de Henríquez se arriman al lado
de las mejores, aun si es imparcial quien lixivia, aun si esprime
un lector deslastrado de amigo y de paisano.
La producción de Manuel Henríquez, breve, no basta para clasificarla,
mas sí para calificarla. Ausencia y Despedida responden a
una misma manera poética: romance de ausencia, romántico, con
asomo de retornelo: con ritmo de tdies irae* en uno, como las cruces
de Mayo en otro; en ambos trasciende el ritmo y la música, la
entraña musical, auténtica y honda, de nuestro musicólogo. En
Cumbres se quiebra el ritmo y el estilo anterior; sacrifica el poeta
uno y otro en busca bienintencionada de formas actuales, y se reduce
a la escueta exposición de siete metáforas que describen, con
mentida realidad, en poética forma, el objeto del verso.
No conocemos otro poema de Manuel Henríquez; desde aquí le
incitamos a continuar las tareas poéticas, abandonadas, en pro de
las musicales, desde el tiempo universitario. En esta época —bien
se trasluce en sus versos, fáciles de personalizar—, en esta época
de La Laguna nacieron Despedida, Ausencia y Cumbres; y no es
tampoco difícil hincar en lo particular de nuestro poeta, lejos entonces
del afecto y de la isla, para acertar las referencias de los títulos:
despedida y ausencia de la novia y cumbres de La Palma.
Esto, para noticia de lectores.
Para el autor, nuestro paisano y amigo, sirva esta reseña de felicitación
y bienvenida, y, sobre todo, de incitación contra la ignavia
de sus musas Por virtud de los versos leídos en la presente
Antología creemos en la poesía de Manuel Henríquez y esperamos
sus poemas posibles.
Luis COBIELLA CUEVAS
LEOPOLDO DE LA ROSA, Antonio de Torres, gobernador
de Gran Canaria.—"'El Museo Canario»,
IX, n.° 27-28.-1948, págs. I-IO [publicado en 1961].
Bajo el título aquí enunciado hace el Dr, La Rosa un interesante
y valioso estudio de las características que especificaban el
cargo de gobernador de la isla de Gran Canaria, en los tiempos que
siguieron a su conquista realenga a fines del siglo XV.
Su denominación y atribuciones fueron idénticas para las otras
islas de conquista real, Tenerife y La Palma, cuando aun en Caa-tilla
tal designación no era usada en la terminología administrativa
de la época. Posteriormente el título de gobernador se generaliza
en la empresa colonizadora indiana.
Sus funciones administrativas y de justicia alcanzaban a tuda la
isla colocada bajo su mando, presidía el cabildo, podía nombrar
884
sus teaientea y alguaciles, etc. Aparte de estas funciones normales
tenía las especíñcas que le encomendara la corona en cada caso.
Después de estas consideraciones, fija La Rosa el catálogo y
cronología de los gobernadores de Gran Canaria que precedieron a
Antonio de Torres, comenzando por Pedro de la Algaba (1478-1479).
(Se registra una errata de imprenta al señalarse el tiempo que duró
la gobernación de Lope Sánchez de Valenzuela, que comenzó en
1498 y no en 1492 como indica el texto. En la carta de Ramírez
Nieto a los inquisidores de Sevilla, que se inserta como base documental,
en la pág. 8, salta a la vista otra errata, pues al referirse al
mismo Lope Sánchez de Valenzuela, dice «Governador que desta
isla». Se advierte la omisión de la palabra/ue). A propósito de este
gobernador hemos de señalar que lo encontramos actuando como
padrino de bautizo de un hiño en noviembre de 1500, según consta
de la correspondiente partida del libro 1.° de la parroquia del
Sagrario Catedral; en dicho asiento se le llama corregidor.
Llegamos asi al importante personaje que fué Antonio de Torres,
quien antes de ser gobernador de Gran Canaria desempeñó
valiosas misiones diplomáticas y fué veedor de la empresa encomendada
por los reyes a Alonso de Lugo en Berbería, fin relación
con él se planteaba un problema, al parecer insoluble, por conceder
demasiado crédito a las noticias dadas por Las Casas en su Historia
de las Indias. El gobernador de Gran Canaria Antonio de
Torres, ¿era la misma persona que el Antonio de Torres amigo de
Colón, hermano del ama del principe don Juan? Ante la incompatibilidad
de la presencia segura del primero en Gran Canaria en
verano de 1502 y la muerte en naufragio, en junio del propio año,
al salir de la isla Española, que del segundo refiere Las Casas,
Leopoldo de La Rosa se inclinaba por la negativa: se trataría de
personas distintas y homónimas. No lo pensáoamos así nosotros,
aun sin mejor prueba, porque la desaparición de ambos homónimos
en naufragio en el mismo año era ya demasiada coincidencia
fortuita.
El diligente y exactamente informado erudito capuchino fray
Cipriano de Utrera es quien, con gran sencillez, nos ha sacado de
dudas: nos hizo observar que ya Juan Bautista Muñoz rechazó el
testimonio de Las Casas, seguido a ciegas por Herrera y todos los
modernos, de que Antonio de Torres, el hermano del aya del príncipe,
fuese el comandante de la fiota de Ovando ni a la ida ni al
n^reso. El comandante fué Andrés Velázquez (Muñoz, tomo 2.»,
Ittiro 7 y libro 8, párrafo 31, cita de fray Cipriano). Entonces todo
^aeda claro: Las Casas, que escribió oasi siempre de memoria,
identificó dos naufragios ocurridos el mismo año, pero en circunstancias
del todo independientes: uno en las Antillas, en junio; otro
en la bahía de Cádiz, en octubre.
286
En fin, aprovechemoH la oportunidad para advertir, que, en
cambio, confirma nuestro bien enterado informante la muerte de
Roldan, el traidor, en el naufragio de junio de 1502. La cita de
Lollis que nos trasmitíamos unos a otros sin comprobarla, de que
vivía todavía en 1505, es tomada precisamente de Muñoz; pero se
reduce a que se ordenó su juicio de residencia en dicho año. Lo
3ue'significa poco respecto de si vivía o no; antes bien, hay otro
ocumento que prueba esto iiltirno. En 5 de agosto de 1504 la viuda
de Roldan daba poder para posesionarse de cuale-iquiera bienes
?ue en la Española pertenecieron a su difunto marido (Archivo de
rotocolos de Sevilla, libro III, Oficio III, Escribanía de Juan Ruiz
de Porras, extractado en Colección de documentos inéditos para la
HiHoria de Hispano-América, tomo VIII,, pág. 24, documento 48,
publicación del «Instituto Hispano-Cubano de Historia de América
», Sevilla, siempre apud fray Cipriano, en este caso fácilmente
comprobado).
Dejando ya esta digresión ocasional y volviendo al estudio del
Dr. La Rosa, concluyamos que sólo mediante trabajos como éste,
en que cuidadosamente se aprovechan datos dispersos, podremos
reconstruirla historia política de Gran Canaria, tan pobre por culpa
de la pérdida de la mayoría de sus archivos y por falta, en lo
pasado, de historiadores modestos pero exactos, como nuestro Nú-ñez
de la Peña.
S. F. BONNET y E: SERRA
CARMKN LAFOKET, La isla y los demonios.—Ediciones
Destino, Barcelona, 1952,336 pégs. 8.°.—Precio,
50 pesetas.
Es ésta la esperada y segunda novela de la joven escritora catalana,
educada en Canarias, que se dio a conocer uon la magnífica
novela Nada, con la que alcanzó el premio Nadal y un gran éxito
de público y crítica: hablaron de ella con grandes elogios, en aquella
ocasión (1945), escritort-s como Azorín. I. Agiislí, J. R. Jiménez,
Larreta y otros. Comprendo que para los lectores de Nada esta segunda
novela no sea una gran revelación; pero los que habíamos
oído hablar de su tema no esperábamos que, al menos en ésta,
aquella novela no podía ser superada; y así lo confirmó su lectura.
Era tal como lo habíamos imaginado: la vida de una jovencita, un
poco más niña que la protagonista de Nada, anhelosa de inciertos
y vagos ideales, ansiosa de libertad, de huir de la isla, que va despertando
al mundo entre sus aficiones literarias (y como ella dice
una vez un poco presuntuosamente: «Tenía dieciséis años bien
cumplidos Y nabía leído todo lo habido y por haber> pág. 41) y
amores mal orientados en medio de una familia —donde se centra
28.6
todo el interés descriptivo de la novela— cuyos miembros nos describe
la autora de una manera real, sin paliativos, mostrándonos,
casi siempre, sus ángulos más duros, que se acusan sobre todo en
ñguras histéricas o en tipos vulgares que se hunden en sus pasiones
anodinas y en el desprecio recíproco.
Sobresalen algunos personajes bien escogidos, como Pino, el
personaje femenino donde Laforet ha querido volcar todo lo que
ella cree típico del extremo carácter de una isleña sin educación,
con todos los sentimientos a flor de piel, de la que dice «que como
todos los isleños era sensible al ridículo» (pág. 69); Pablo, el
joven pintor peninsular, héroe de la adolescencia de la protagonista,
al cual nos va mostrando magistralmente, en todos los aspectos
como lo ve su admiradora Marta Camino, hasta hacérnoslo
parecer deleznable y hasta vulgar, como si se complaciera en destrozar
al ídolo derribado en un acto de resentimiento; José Camino,
el hermano de padre de Marta, irritable, constante y vengativo,
vulgar, calculador, pero capaz de sentir una pasión fuerte v
violenta por su propia mujer. Pino, que se consume en celos por
todos los que le rodean. Después, en un segundo plano, el personaje
fantasmal de Teresa, que parece no habitar entre sus familiares,
pero que extiende su influjo por sus vidas, y los familiares refugiados;
la solterona Honesta; Daniel, el músico asustadizo y tímido;
Matilde, su mujer, y otros personajes secundarios como las
amigas de Marta, las sirvientas de la casa y el jardinero.
Por desarrollarse toda la acción de la novela en Gran Canaria,
donde el paisaje adquiere diferentes matices característicos de
campo y ciudad, quizás esté logrado aquí, en mejores trazos, su
ambiente y sus rasgos más típicos, y la autora busca a este propósito
los lugares que le sirven para lograr estas descripciones. Así
nos da el perfil de Las Palmas que «tendida al lado del mar, aparecía
temblorosa, blanca, con sus jardines y sus palmcras> (pag. 9)
o nos revela las bellezas de nuestras fincas de recreo: «la avenida
desembocaba en un jardín antiguo, encantador, como una plataforma
en la colina» (pág. 20) o nos da una emoción del paisaje
tantas veces sentida. «Al acercarse a la ciudad olían ásperamente
las plataneras De entre su masa de verdor salían palmeras altas, y
las torres de la catedral navegaban en aquel cálido verde» (página
134) y por el mismo estilo nos describe La Atalaya, típico poblado
de alfareros; Tamadaba, restos del bosque milenario; Maspalomaa,
playa lejana sumergida en los desiertos del Sur, y sobre todo la
capital desde sus múltiples aspectos: el dormido barrio de Vegueta,
«n^el rincón de una noche de fiesta, sin perder nunca su dignidad
señorial, el Parque de Gramas, la playa de las Alcaravaneras (que
n» nombra), la» Canteras, etc.
287
Pero sobre todo hemos de notar como una pequeña obra maestra
—lo cual nos confirma la capacidad creadora de Carmen Lafo-ret—
la historia de Vicenta, la majorera, descrita como una narrar
ción aparee en el capítulo XVI, que es todo un cuento canario, una
descripción magistral que retrata y define la tragedia de una isla,
el sacrificio bárbaro, personificado en la joven hermosa, de un
amor sediento y brutal, inmolada ante un dios implacable; y dor
minándolo todo como un presagio, la sombra alta, enérgica, como
un personaje de un drama antiguo, Vicenta, que représenla el alma
tosca, sombría, que abandona la tierra seca, exhausta, que no
puede contener más tragedia y más dolor. Este personaje, como
otros, tienen vida independiente, y están como injertados en el
cuerpo de la novela.
En un examen más detallado de la novela habría que señalar
también la influencia o el propósito deliberado de incorporar palabras,
giros, peculiaridades familiares de la lengua castellana en
Gran Canaria, desconocidos quizás para muchos peninsulares que
f;u8tarán de esta obra; así serán, por ejemplo, los términos musica-es
timples, isas, folias .o esa lava deshecha negra y áspera que llamamos/
j/cón; el tiempo de calina; esa especie de ave rapaz, losgui-rres;
esos autobuses, las guaguas; esas vasijas de barro que la escritora
pone taya* cuya ortografía más propia es tallas; esas expresiones
propias de nuestro lenguaje como A'o, ¡qué val; ¡Déjeme
tranquila, caray!; fuerte rebotallo de gente; fumaba como un bar~
quero; no se.enroñe, niña; de poco enrolo, etc ; todo esto le da un
carácter propio de cosa vivida y sentida para nosotros, y para el
lector nuevo algo, sin duda, de un matiz de ligero exotismo, que
creo debe tener su peculiar encanto.
Sin duda Carmen Laforet ha confirmado en su segunda novela
sus grandes dotes de escritora y no ha defraudado a los que la vimos
desarrollar en nuestra isla y formarse con nosotros uquellos
años decisivos del bachilleíato en Las Palmas de Gran Canaria.
S. DE LA NUEZ CABALLERO
Curso de conferencias sobre la política africana
de los Reyes Católicos.--Maúrid, Instituto do Estudios
Africanos, del C. S. L C, 1951. 3 tomos 4.°.-80
pesetas.
Esta importante colección de conferencias que por impulso
del coronel Díaz de Villegas, Director General de Marruecos y Colonias,
se dieron en el Instituto de Estudios Africanos de Madrid,
288
nos interesa sumamente, pues, a causa del mismo tema que las
unía, toca continuamente la esfera de la historia canaria. £n efecto,
aparte alguna que otra aportación de mera circunstancia, la
gran mayoría de las conferencias son verdaderos estudios a menudo
originales y de primera mano, en otros casos útiles exposiciones
del estado de nuestros conocimientos en un punto concreto;
así que, reducido a límites parcos el temible flujo de consideraciones
políticas actualizantes, el valor científico predominó inequívocamente
en esta obra colectiva.
Entre los estudios que más nos han llamado la atención, aparte
el magnífico de don Ramón Menéndez Pidal, y otros ajenos o alejados
de los temas canarios, hay el de E. Hernández-Pacheco, Características
geopoliticas de la Hesperie euroa/ricana en la época de
los Reyes Católicos, en el vol. I, pp. 111-135, con buenas fotografías,
en el cual, tras consideraciones de gran generalidad, se trata
de fijar los lugares actuales correspondientes a los episodios de la
presencia castellana en Berbería. Aunque ingeniosa, nos parece infundada
la etimología de Río de Oro, a través del catalán «Río (?)
d'Or», de un portugués Rio Douro (p. 130); las cartas catalanas
son anteriores a la nomenclatura portuguesa.
De A. Melón es el trabajo África en la época de los Reyes Católicos
(TI, 37-60). No toca en realidad los problemas isleños; sólo de
paso, p. 49, identifica a Anselmo de Isalguier, el explorador del Sudán,
como uno de los compañeros desertores de Béthencourt. Lo
toma de La Ronciére, pero éste no pudo insinuarlo más que como hipótesis
y aun nos parece simple coincidencia de fechas Don Antonio
de La Torre enfoca La política de los Reyes Católicos en África {l\,
151-172); Florentino Pérez Embid, La política descubridora de los
Reyes Católicos en el espacio atlántico-ajricano (111, 7-23); y Antonio
Rumeu, de esa misma política en el África occidental (IIL
25-66). De este último nos ocupamos aparte. De la conferencia de
Pérez Embid tenemos que decir que es una ágil pero penetrante
síntesis de la situación de Castilla en el Atlántico, hasta que patrocinó
el plan colombino. Entendemos que gracias a dar a los conceptos
el valor que tenían realmente en el siglo XV, apartando el
3ue tomaron ante hechos posteriores, consigue una visión exacta
e las Cosas. Nos referimos especialmente a su interpretación del
tratado de Alcágobas (1479): este pacto, creemos con Pérez Embid,
que no podía entrañar renuncia a tierras trasatlánticas, que no
existían en el ánimo de los tratantes, pero sí renuncia completa al
África y su camino marítimo, salvo únicamente las Islas Canarias y
la navegación precisa para ellas y sólo para ellas. De ahí lo espinoso
del plan colombino hasta que se le ve como algo ajeno a lo
pactado hasta entonces.
E. SERRA
ANTONIO RüMKO DR ARMAS, La polUica d» lo«
Reyes Católico» en ti África Occidental.—Cttrao «ie con-fereneias
sobre la poUtica africana de los Reyes Cató-lióos,
III, pp. 26-6U. Madrid, Instit. de Estudios
Africanos, 1951.
Es el estudio que más nos importa, por su tema y por &u contenido,
de esa importante colección. Rumeu, bien informado de todo
lo que se ha escrito y conjeturado sobre las acciones canarias en la
costa de enfrente y las negociaciones diplomáticas conexas, hace
con ellas un relato coordinado, al que a menudo puede añadir datos
u observaciones personales, aparte las aportaciones documentales
que ya anteriormente hizo ai tema: singularmente la capitulación
cíe los Reyes con Alonso de Lugo para construir tres torres
fuertes en África, que antes sólo conocíamos por noticia de Zurita.
Como no vamos a extractar aquí este proceso de penetración
africana, al fin malogrado, en mi comentario me fíjare sólo en algunos
puntos dudosos sobre los que ya he opinado otras veces. Sobre
la localiíación de Mar Pequeña, el autor, que había emitido la
opinión de colocarla en Agadir, la abandona ahora con raaón y
justifica su actual parecer de situarla en la boca del Draa. Los testimonios,
en efecto, hablan explícitamente de la entrada de un río,
y cualquier otra es menos probable.
Sobre la fecha del desembarco de Alonso de Lugo en Saca, mantiene
la del ano 1500 contra la que nosotros dimos de 1502. En
efecto, aparte otros indicios, la lecha de las capitulaciones con
Alonso de Lugo, 2 octubre 1499; las instrucciones al veedor Antonio
de Torres, 20 junio 1500, y la probada actividad que en sus empresas
usaba don Alonso, hacen pensar que el desgraciadojntento
tuvo lugar pronto, en 1500 o a más tardar 1501. Pero si señalamos
el año 1502"^ no fué apoyándonos en conjeturas: fué forzados por
nuestros documentos, exactamente porque el maestre del navio
<Santelmo>, que en aquella ocasión usó Alonso de Lugo, huyó sin
prestar auxilio a los fugitivos y fué preso —declara el procurador
, de Lugo en la Residencia de 1509— por doña Beatriz de Bobadilla,
se entiende como teniente de su marido en el gobierno de Tenerife.
Y por las actas de Cabildo sabemos que la única ocasión en que
esta dama ocupó dicho cargo fué en 1502. Esto último no tiene yerro;
sólo cabe que en aquella declaración haya equívoco. En la medida
en que esto es posible, admitimos también que sea otra la fecha
buscada, que no se podrá asegurar hasta que se documente.
Cuanto a la segunda salida a Berbería, sin duda la de Calevar-ba,
creo acierta Rumeu en su localización y circunstancias; la misma
fecha de 1502 es la más lógica. Parece, en cambio* que sufre
1 LA ROSA y SBBRA, El Adelantado D. Alonso de Lugo, p%i. X3CXI Jr w.
r.
2flQ
confusión al distinguir una tercera campaña, que conjetura en Mas-sa
y un cuarto viaje a por unos rehenes. La declaración de Xuá-rez
Callinato se refiere a sólo tres: dos a fundar fortalezas (Saca y
Galevarba) y el tercero por ciertos rehenes. Los moros de Massa,
al gloriarse de haber vencido al Adelantado, ¿no se referirían, con
más presunción que verdad, al desastre de Saca? Tengo la co^nvic-ción
que ésta fué la única acción en que Lugo fué batido en África
aun la única en que se batió. Tampoco creo en otras torres que
as mencionadas. La alegación de una fortaleza de doña Inés Pe-raza
en los tratos de Cintra, no es más que un recurso diplomático
para resistirse a renunciar a Mar Pequeña, como al fin se consiguió.
El castillo de Guado no es más que una mala lectura del testamento
de doña Inés, de 1482. Así lo escribe Viera* y con él supuse
también en otra ocasión* que era un nombre dado al puerto de
Mar Pequeña. Pero ahora que he podido consultar las dos copias
del dicho testamenta de doña Inés contenidas en el llamado Proceso
de Canarias (de inmediata publicación, a base de fotocopia de
Wólfel y bajo los auspicios del Cabildo de Tenerife), puedo asegurar
que se trata de la famosa torre de Gando, en Gran Canaria, y
el encardo de rescatar los hijos de sus vasallos que, por ella, fueron
cautivados en dicho castillo es mucho más claro e interesante.
La lectura Gando, no tiene duda.
Ya en otro lugar* he anotado que al situar con acierto la recomendación
del rey Manuel el Afortunado a favor de nuestro regidor
Sancho de Vargas, en las inmediatas consecuencias del pacto
de Cintra, Rumeu extractó un párrafo de la carta real portuguesa
quitándole su sentido: es Sancho de Vargas quien, por el conocimiento
que tiene de los moros de aquellas partes de Tagaos, acompaña
a un caballero portugués a esa tierra; este caballero es desconocedor
del país y de ahí la necesidad de Vargas, baquiano en él
como tantos canarios de entonces. En fin, en la sección de documentos
de este número reproducimos íntegro, entre otros tocantes
al mismo tema, el asiento de Pedro de Lugo con un albañil para
reconstruir la torre de Mar Pequeña, citado ya por Viera*.
Elias SERRA
2 VIERA Y CLAVIJO, NoUciaa históricas, II, lib. VIII, cap. 26, nota; tomo
n, p. I65delaed.de 1951.
3 .Revista de Historia», VIII, 1942 p. 265.
4 Acuerdos del Cabildo de Tenerife, II, pág. XVI, nota 47.
5 VIERA Y CLAVIJO, Notiñas, III, lib. XIII, cap. 2; tomo II, pág. 487,
de la «d, de 1961,.
3
281
ANTONIO DE LA TORRR.—LOS canarios de Gomera
vendidos como esclavos en í489.—«Anuario de
Estudios Americanos>, Vil, 1950 [Sevilla, noviembre
1951] pp. 47-72.
Estos gruesos volúmenes de la benemérita Escuela de Estudios
Hispano-Americanos de Sevilla traen siempre interesantes trabajos
y notas bibliográficas de gran valor informativo. No desmiente este
ue tenemos a la vista esta tradición: destacamos entre su conteni-o
el artículo El clero en las guerras civiles del Perú, debido a don
Fernando de Armas Medina, que frecuentó las aulas de nuestra Facultad;
otro de Connell-Smith, Roberto Beneger, precursor de Drake,
importante para la historia de nuestro mar; el de Luengo Muñoz
sobre la moneda de Castilla en Indias, no nos interesa menos; y el
de Antonio Muro sobre el original y copias de las capitulaciones de
Santa Fe. Aunque en éste no podamos admitir la lectura vuestro,
donde a todas luces dice quondam (pág. 514).
De entre todos el que más nos importa aquí es el,de nuestro
querido maestro don Antonio de La Torre. El objeto principal del
mismo es presentar una colección de documentos del Archivo déla
Corona de Aragón, hallados por el autor y referentes al y» conocido
episodio de la punición de los gomeros por Pedro de Vera; pero,
para valorarlos, los inserta en un estudio general sobre las normas
seguidas en la Baja Edad Media y especialmente por los mismos
Reyes Católicos, cuanto al cautiverio de los prisioneros de guerra.
Para normas generales se fija en el tenor de las bulas pontificias
otorgadas en apoyo de las empresas africanas de Portugal v ve
en el trato dado a los canarios una consecuencia inmediata de la
inclusión teórica de las Islas en el Imperio de Benamarim, manifiesto
enemigo de la cristiandad. Por nuestra parte, ya hemos dicho
otras veces' que la Europa cristiana apenas conocía ni concebía
otros infieles que los musulmanes y que, por tanto, a todos los juzgaba
con el criterio aplicado a éstos.
La conducta de los Reyes Católicos para los cautivos granadinos
es muy matizada y dependiente de las circunstancias de cada
caso. Lo mismo pasó, de hecho, en Canarias, según ahora sabemos,
con tendencia progresiva a la benignidad para estos nuevos subditos.
Los documentos ahora aducidos por La Torre confirman lo \a
sabido en cuanto al trato de los gomeros: un primer momento de
condena indiscriminada es seguido de un cambio radical de actitud,
basado en nueva información, que ignoramos, pero que tuvo
que ser muy desfavorable a los debeíadores de la isla tras la insurrección.
Y esta nueva actitud regia es mantenida con gran persis-l
Prólogo nuestro a BONNKT, Juan de Btthencourt, La Laguna, 1944
pág. 8.
ii9«
tencie, con verdadera tenacidad, aunque su eficacia no fuese tan
completa como ae deseaba, en tiempos en que el poder real estaba
tan condicionado por la distancia.
Es sabido que este tema histórico ha sido tratado con abundante
documentación por el sabio austriaco Dominik WolfeP, quien
llegó a laa conclusiones apuntadas, que ahora no se alteran. Cerraríamos
aqui, pues, esta nota, si el Dr. La Torre no se hubiese
complacido en su trabajo en dar una terrible lanzada a un moro
muerto.
Este moro muerto es el que suscribe. En efecto, el primero de
los documentos publicados por el Dr. La Torre lo halle yo casualmente
hace 25 años y lo publiqué entonces* con un comentario en
que rigurosamente me atenía a loe datos entonces disponibles. En
esta carta al gobernador de Ibiza, de 18 de julio de 1489, el Rey le
confirmaba la servidumbre en que habían caído loe gomeros llevados
a vender a aquella isla. Yo observaba contradicciones y anacronismos
en la tradición histórica contraria, contenida en los cronistas
canarios; añadido a esto el texto del documento, todo inducía
a desechar de plano aquella tradición de benevolencia real.
Aun así, no me precipité y concluí mi comentario crítico con un
interrogante. Decía: «¿Tendremos que concluir, de todo esto, que
toda esa reivindicación de los gomeros tiranizados Y esclavizados...
eí9 todo, de arriba a abajo, una leyenda piadosa, ideada con fines
edificantes?» En el texto del Dr. La Torre (pág. 11) se traduce íntegro
todo este párrafo, ¡pero se omiten los signos de interrogación!
No obstante, aquí, romo en el proceso de Los interetes creado», los
ftiás modestos signos de puntuación tienen su valor^.
2 D. J. WSLFEL, La Curia Romana y la Corona de España en ladtfenea
de los aborígenes canarios, «Anthropos», Viena, XXV, 1930, pp. 1011-88;
ÍDEM, LOS gomeros vendidos por Pedro de Vera y doña Beatriz de Bobadilla,
«El Museo Canario», Las Palmas, I, 1933, pp. 6-84
3 E. SERBA, Els Reis Calblics i l'esdavitud. Esclaus canaris a Eivissa,
«Revista de Catalunya», Barcelona, 1928-11, pp. 368-78. Usa segunda redacción
de este artie'ulo, en castellano, en De esclavos canarios, «B^viata de
Historia», La Laguna, IV, 1930, pp. 3-10. Reproduce el documento el Dr. La
Torre «para corregir alguna pequeña errata en Jo publicado», la mayor le^
data, errónea en cinco fechas en mis ediciones (mi copia manuscrita, que
he mirado ahora, no tenía este yerro). Desgraeiadaraente esto de las erratas
está tan bien repartido, que el nuevo teicto, si salva las nuestras, incurre
en otras: línea 3, consultan por consultan; 8, altere por altres; 11, omite
declarats; 14, -tious por -tius; 15, peí por per; 17, renqueu por reuoqueu y em-barschs
por embarchs; 25, omite noslre', y otras aún. Claro que de esto no
toda la .eulpa es del autor. £n RHL también salió ei texto plagado d»
erratM.
4 Con arreglo s la ortografía catalana, el original traducido por el
Dr. La Torre, sólo lleva signo al final; pero ni éste se salvó. En mi propia
redacción cwteUaoa, de RHL, di otro giro a la frase, pero mantuve, claro
está, el sentido dubitativo.
293
Por otra parte, antes de entrar en el examen del caso de los gomeros,
aceptaba yo el hecho general de la condncta humanitaria
de los Reyes Católicos con los indígenas de las tierras descubiertas,
conducta de la cual consideraba una excepción aquel caso concreto
(pág. 371). Por esto puedo sostener que a pesar de mi escasez de
documentos no erré entonces. La Torre tiene que reconocer que
«en la conducta de los Monarcas hay un contraste entre los documentos
de 1489 y los posteriores» (pág. 15). Yo sólo conocía lo
mandado en aquel año; v aun así, sólo dubitativamente me atreví
a suponerlo resolución (íefinitiva.
En un punto erraba sin duda, como me lo demostró más tarde
Silvio Zavala^. Me parecía a mí que la condición de ya cristianos
de los gomeros acusados se oponía a tan riguroso castigo como se
les infligía; pero el autor mexicano me hizo observar que por ser
ya de antes sometidos y cristianos, resultaban precisamente «esclavos
de segunda guerra», condición jurídica que empeoraba su
situación, por lo menos en la práctica posterior.
En fin, los documentos que aporta ahora el Dr. La Torre, nuestro
maestro, al expediente de los gomeros contienen curiosos detalles
dignos de ser retenidos Sólo sigue, todavía, en el misterio la
exacta personalidad del obispo de Canarias que inició con tanto
éxito la reivindicación de aquellos desgraciados.
Elias SERRA
SKBASTI,5N JIMÉNEZ SXNCHEZ, Principales yaci-miantos
arqueológicos de las islas de Oran Canaria
y Fuerteventura. Publicaciones Faycán. Las Pálmasele
Gran Canaria, 1952. 21 pégs. y XI láminas
fuera de texto.
Como continuación de la relación de yacimientos descubiertos
y explorados en las islas de Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura,
entre los años 1942 y 1945, nos ofrece el autor este folleto,
en el que se recoge la labor desarrollada por la Comisaría Provincial
de Excav-aciones Arqueológicas de Gran Canaria desde 1946 a
1951, inclusive.
Ciento dieciocho localidades y yacimientos aparecen relacionados
en el folleto, distribuidos entre Gran Canana y Fuerteventura.
Si bien en las breves páginas de introducción se apuntan circunstancias
de indudable interés etnológico, bien se ve que la inten-
5 8. ZAVALA, Estudios indianos, México, 1948, nota 70 del estudio titulado
Las conquistas de Canarias y América.
2814
ción del autor es sólo la de dar una relación de yaciin¡entoSi, reservando
para las publicaciones de la Comisaría! General, el tninuciosQ
detalle y el acabado estudio de todo cuanto en este folleto se
inventaría.
No obstante, se descubren detalles y circunstancias que confir-r
nian los rasgos nxás o menos definidos de las culturas canarias pr«-:
hispánicas; por ejemplo, la persistencia de poblados c|e cuevas junto
coH poblados de casas; er^terramientos en cuevas y enterramientos
en túmulos; poblados de costa y zonas habitadas dentro del pinar,
como ocurre con el poblado de Vinagrera, en Mogán, Graix Canaria.
Aunque todos los datos referidos a esta isla añaden nuevos elementos
a su arqueología, y buen ejemplo lo tenemos al citar el yacimiento
del Barranco de Balos o de Los Letreros —por otro lado,
ya conocido—, conceptuamos de e.itraordinario irjterés todos los
datos que se refieren a la isla de Fuerteventura, tjue puec(en servirnos
para perfilar cou mayor exactitud la prehistoria de las islas
del grupo oriental. En este sentido esperamos con la mayor impaciencia
la respuesta al interrogante sobre las inscripciones de La
Herradura o Casas Altas, las características y detalles de los obeliscos
de Llanos del Sombrero y Barranqifillo de Lajas Azules, en
Pájara y Puerto Cabras, respeotivamen(e, así cpqno e} efequén de
TableroBlanco, en Tetir.
Las láminas que ilustran este trabajo, debidas en su mayor
parte a don Victorio Rodríguez Cabrera, añaden valor informativo
a la publicación. Las figurillas de barro cocido procedentes de Aldea
de San Nicolás deben formar parte de piezas que conceptua-maa
de gran interés reconstituir a fin de que nos ilustren sobre su
significado. El idolillo de tipo cretense de la lám. V, hoy en la colección
particular de don Pedro Hernández Benítez, tiene todas las
caraalerísticas de un signo fálico.
Son altamente ilustradores los gráficos del poblado de Tablero
Blanco, en la isla de Fuerteventura, con casas de habitaciones múltiples
y patio común.
Sólo a la vista de los grabados y sin más datos que 1^ localiza-ción
del yacimiento, resulta difícil entender términos tales como
«santuario de las libacione8>, «monumentos votivos», «banco votivo
o banco ritual», etc.
Esperamos con vivo interés la publicación completa y el amplio
inforjne sobre tan numerosos yacimientos y tan valioso material.
Luis DIEGO CUSCOY
295
liUis DIEGO CUSCOY, El ajuar de las cuevas sepulcrales
de las Canarias Occidentales, en / / Congreso
Arqueológico Nacional, Madrid, 1951, págs.
135-159.
Este estudio, con el que el Comisario de Excavaciones Arqueológicas
de la proviticia de Santa Cruz d,; Tenerife contribuyó al
Congreso Arqueológico celebrado en Madrid en el pasado año, viene
a ser una revisión de casi todo el caudal ergológico de los aborígenes
de las islas occidentales a que se ciñe. En efecto, la mayor
parte del material guanche que se halla en nuestras colecciones
procede de las cuevas funerarias, y aun los tipos que se hallarotí en
otros lugares también aparecen en ellas v en mejor estado de conservación,
si exceptuamos los rnagnílicos gánigos obtenidos de los
escondrijos de Las Cañadas, donde los guardaban los pastores hasta
el momento de sobrevenir la extinción, al parecer súbita, de su vida
agreste. De otro lado, en las islas occidentales no tenemos los
importantes restos de construcción, ya para vivienda o ceremonial,
o también sepultura, que dan las islas orientales, Grai^ Canaria,
Fuerteventura y Lanzqrote, lo que acaba de destacar las pupv^8, ^EÍ-pulcrales
en la arqueología de estas otras islas.
Para su estudio sistemático los objetos son repartidos en v«rio9
grupos, en parte basados en el material de que están hechos, piedra,
hueso, tierra cocida, madera, concha, fibras vegetales; en
parte en su uso, vasijas, objetos de adorno, atributos de jerarquía...
En efecto, aunque una clasificación de usos es la recomendable,
aquí, como en la prehistoria europea, el conocimiento, por lo menos
insuficiente, pe la vida de aqjiellas gentes obligq, a pieniidp, a
atenerse a circupsti^ncias acaso accidentales, pefo más evidentes
para nosotros.
La descpipcidin y examen de la finalidad de co^o objeto, siempre
juatDs y ponderados, son, la mayor parte de las veces, resumen
de lo dicho por el mismo autor en numerosos trabajos especiales, ya
noticias de excavaciones por él mismo efectuadas, ya estudios
de diversos tipos ergológicos. Aquí se trata de dar una idea clara
de los ajuares funerarios al público especializado del Congreso de
Madrid; y se consigue insuperablemente y con concisión, en buena
parte merced a los trabajos, sencillos pero precisos, de mano del
mismo Diego Cuscoy, que ilustran pl trabaja, muy superiores para
su fin a las malas fotografías que suelen publicarse. En fin, algunos
de los objetos descritos creemos lo son por primera vez: los esferoides
con arista de Arona, los colgantes de madera de La Palma,
el perro del enterramiento del Llano de Maja. Es, en suma, uno de
los más útiles, por más amplio y sistemático, de los nunierosos trabajos
arqueológicos de nuestro compañero don Luis Diego Cuscoy.
E. SEBEA