PRIMER CONY'ACT'O CON LA SOMBRA
No para todos 10s hombres es la infancia el alba son-riente
de la vida. Para algunos, es la antesala del dolor.
La frialdad del hogar, la hostilidad del ambiente, la ausen-cia
de solicitud y de carillo, ensombrecen la adolescencia
y la juventud, deforman el carkter, agotando las energías,
enmohecienclo las armas mks que bien pronto han de ne-cesitarse
para el duro combate de la vida,
Para nosotros, para mi hermano y para mí, fue la ni-ñez
el clornclo amanecer cle la. existencia, y siempre la re-cordamos
con nost8lgica melancolía. Apenas si nos dába-mos
cuenta del vuelo alevoso del tiempo. Nuestros padres
trabajaban para nosotros, cuidaban de nosotros. Ninguna
responsabilidad, Jugabamos con fervor, con entusiasmo,
Fundamos teatros, en los que, remedando a los grandes,
a los aficionados que ncluabczn en las sociedades rivafes
uE Liceo» y «La Tertulias, @zlanzos las obras del
repertorio romslntlco de aquellos días. EZ sueño de un
rnalundo, Fdor de w G?& Espina de una flor... Cele-br8bnmos
cert8ímenes, siguiendo el ejemplo de los inte-
Zectwzles de entonces, que tenían la bondad de calentar-se
los cascos, disertando en «El Porvenir8 o en aE1 Liceo,,
acerca de Don Alvaro de Luna, del rey Don Pedro ((de-be
de ser llamado el cruel o el justiciero?), o de la polí-tica
de Felipe II...
Y estudiábamos. Primero, en la encantadora amiga
de las nifias de Mesa en la que aprendib a leer un tal Be-nitito,
que más tarde habría de asombrar al mundo con
un raudal de libros maravillosos. Y luego en nuestro ama-do
colegio de San Agustín, en el que tente y tan bien se
estudiaba, gracias a nuestros queridos profesores don Fer-nando
Inglott, don Laureano de Armas, don Andrés Na-varro,
don Pablo Padilla, don Clemente Figueras... bajo
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la dirección del venerable don Diego Mesa de León, edu-cador,
maestro y guía de tantss generaciones.
Un día, de improviso, despertando del sueño apacible
de la infancia, tuvimos el «primer contacto con la sombra».
Cun frecuencia, reunía mi padre a SUS amigos en un
gabinete, en la planta alta de esta misma casa en que vi-vo,
Asistían a estas tertulias, entre otros cuyo recuerdo
ha borrado el paso de los afios, don Emiliano y don Ama-ranto
Martínez dc Escobar, íntimos de mi padre; don
Francisco Doreste de los Ríos, entonces Relator de esta
Audiencia y que había de morir siendo Presidente de la
de Cebú, en Filipinas, excelente violinista nnz&%r; don
Domiciano Siliuto, y a veces, don Anselmo Arenas y don
Ramón Puig, profesores nuestros. Se discutía (el tema más
candente era el de la capitalidad de la provincia), «se hacia
música», se contaban anécdotas y chistes, casi siempre del
remoco pasado isleño, se leían los versos escatológicos de
Fray Esparragón, entre enormes risas.
Pues bien, en la mañana siguiente a una de aquellas
veladas, subió mi padre de su despacho, pifilido y demuda-do,
y nos dijo que en la misma hora en que el y sus amigos
reían descuidadamente, agonizaba una pobre mujer no
lejos de nosotros, en la calle de los Candnigos.
Era que en la noche anterior liabian matado a la cria-da
del abogado don Laureano Hernández. Hallfinclose este
ausente, los malhechores, disfrazados y probablemente
ebrios, entraron para robar, en la vieja casa, que aún exis-te.
No encontraron dinero, pero temerosos de que la po-bre
mujer los delatase, la sacrificaron salvajemente.
Fueron descubiertos, creo que al siguiente día, Eran
tres: Pereyra, «el Indiano>, el inductor, el que concibió la
idea del crimen y la forma de ejecutarlo; Ramón Masso,
hijo de una buena familia catalana, que tenía un estable-cimiento
de ultramarinos y una fábrica de chocolate en
una casa de la calle del Cano, hoy de los herederos de
don Antonio Gbmez Navarro, y un pobre diablo apellidado
La Resa (el Talabartero), procedente de Tenerife.
El proceso, instruido con arreglo al procedimiento es-
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crito, herencia de los tiempos medioevales, duró l;lrgo
tiempo. Al fin se dictó sentencia, que fue la de muerte para
los tres procesados.
El público esperaba el dia de la ejecución con nervio-sismo
impaciente, con una suerte de ansiedad morbosa
en la que el terror se fundía con la curiosidad, algo que
pudiéramos denominar *la novelería de In cat&trofe».
Nosotros, mi hermano y yo, particip8bamos confusa-mente
de ese sentimiento malsano. uQueríamos ver,. CO-nacíamos,
como todo el pueblo, al que había de actuar
como primer actor en la tragedia: el verdugo. Entonces
había uno en cada Audiencia territorial. El *nuestro» era
un peninsular de mediana edad, ta cara rojiza enteramente
rasurada, vestido de hilo crudo en todas las estaciones,
calzado con alpargatas. Disfrutaba de un sueldo mensual
de treinta duros y de vivienda gratuita en una de las ac-cesorias
del «Palacio)) de justicia, antes convento de San
Agustin. Y.,. <lo creerkn ustedes? Hubo una mujer que,
sin estar ligada con aquel «funcionarios por vínculo al-guno,
legal ni familiar, vivía con el maritalmente. Todo
el mundo la llamaba Antoñilla «la Verdugaa.
Llegó al fin el día terrible. La pena resultaba extraor-dinariamente
agravada por la negra agonía de la Capilla,
por el viaje interminable de los reos, llevados en lentos
carros desde la cArce de entonces, un caserón viejo, sucio
y triste situado en la calle del Colegio, junto al semina-rio,
hasta la plaza de la Feria donde nosotros y otros
chicos del Colegio habíamos visto levantar el. patíbulo, un
tablado de tosca madera, del cual arrancaban los tres ma-deros,
como dedos rígidos señalando al cielo...
Las campanas de la catedral iniciaron el toque angus-tioso
de las rogativas. Los condenados salían de la ck-cel.
Mi hermano me tomd del brazo. Salimos furtivamente y
doblando la esquina de la calle de la Gloria, llegamos co-rriendo
a la casa en que vivia una tía de mi padre, casa
que aún existe, decrepita y oscilante, en la terminación
de la calle del Colegio, cerca de San Agustín.
Miramos hacia arriba y, de improviso, todo pareció
transformarse ante nosotros., No reconocíamos la calle si-lenciosa
y tranquila del apacible barrio de Vegueta, ni las
casas, ni las gentes, Todo parecía flotar en una clariclad
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lívida y siniestra como la de un relámpago que prolon-gara
su fulgor.
Y teníamos la singular impresion de #haber visto ya
aquellos, en un país ignoto, en una ciudad de ensueño, en
un momento impreciso de la duracidn perdido en la leja-nía
formidable del tiempo.
. ..El cortejo desfilaba ya bajo la ventana, en la que
nosotros permanecíamos, clavados por el terror. LOS ca-rros
que marchaban con oscilante pesadez, los reos ves-tidos
de m&xara, con hopa y birrete negros, la barba
oscura en el rostro descarnado, intensamente amarillo, co-mo
esculpido en cera, los ojos vagos, clesasidos ya del pen-samiento
y de la vida, los cuerpos derrumbados sobre el
sacerdote que les acompafíaba. Y junto a los tres carros
y detrbs de ellos, una turba confusa, con gesticulaciones
y actitudes de pesadilla, de la que brotaban sin cesar cla-moreo
de rezos, broncas vociferaciones de hombres y el
alarido estridente de las mujeres que corrían entre la mu-chedumbre
como dementes, arrastrando la blanca man-tilla,
invocando a la Virgen, con los brazos en alto.
Al fin paso. Cuando ya el rodar de los carros sonaba
en la calle de San Agustín, los dos hermanos salimos co-rriendo,
doblamos la esquina de la calle de la Gloria, gri-tando,
sollozando, contagiados por el frenesí de la multitud.
***
Así fue nuestro cprimer contacto con la sombra».
Porque todos empezamos ea vivir serenos, tranquilos,
sonrientes, confiados en la aparente solidez y benevolencia
de los hambres y de las cosas que nos rodean, hasta que
nos llega un día en que descubrimos el wver.so sinies-tro,
áspero y malvado de los hombres y de las cosas, el
egoísmo, la venganza, la barbarie, la injusticia y la muerte,
cLa veritable humanité n’est pas encorea, ha dicho
Fabre. La sociedad, mas atenta a la venganza que a la
justicia, desatiende el clamor que incesantemente elevan
hacia la altura los desheredados y los tristes: eldimitte,
Domine, debita nostral-b
Aún hay gentes sin alma que defiendan la horrible
pena, pueblos que se tienen por ultra civilizados que la
conservan en sus Códigos: la soga, la guillotina, el fusila-
GO
miento por la espalda y hasta la electricidad, diosa po-tente
y magnífica, mensajera de la luz, del calor y del
pensamiento, ha siclo rebajada a la condicidn villana de
.
verdugo, para matar con ella clentíficamente.
Divagan en la sombra, marchan irrevocablemente ha-cia
la ruina y In muerte, los pueblos que vuelven la es-palda
a la justicia, a la solidaridad y al amor.
AFUST~N MILLARES CUBAS
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