1697
EL AZÚCAR Y LO DULCE. UNA VISIÓN
ANTROPOLÓGICA
Carmen Luisa Ramos Acosta
El azúcar es un alimento consumido por el hombre desde la Antigüedad, y de manera
general se ha concebido como una sustancia blanca, pura y dulce, siendo esta última cualidad
de sabor, el dulzor, la que en mayor medida ha determinado su lugar en la historia de la
alimentación, si bien, al analizar los diferentes usos, se puede observar cómo las cualidades
asociadas a ellos han ido cambiando según el devenir histórico. Así por ejemplo, en los
inicios de su consumo, en La India se le atribuyeron cualidades curativas que subsistieron en
el imaginario de los consumidores durante muchos siglos. Posteriormente, en la Edad Media,
fue cuando al uso medicinal se le añadió el uso como especia, hecho que permitió el paso del
azúcar de las boticas a las cocinas, comenzando entonces una nueva etapa de uniones y
combinaciones con otros alimentos, al igual que nuevas formas de elaboración y presentación.
Durante los siglos XV y XVI el consumo de azúcar se fue extendiendo entre las clases con
altos ingresos, que eran las que podían adquirir productos exóticos, afianzado su categoría
de especia y la capacidad de marcar distinción social. Pero a medida que aumentaba la
producción y disminuían los precios, el azúcar se convirtió en un alimento común y de fácil
acceso para todos los extractos sociales, perdiendo entonces su áurea de distinción y pasando
a ser un alimento frecuente en las cocinas de todas las clases sociales, hecho que originó un
proceso de intensificación de los antiguos usos y una extensificación a través de los nuevos
usos.
Los cambios respecto al aumento de la disponibilidad y el aumento del consumo, acaecidos
en los siglos XVIII y XIX, produjeron cambios en la percepción social y en los usos, y, en este
sentido es como se entiende el vulgarismo del azúcar ocurrido en el siglo XIX, cuando se
produjo un cambio de clase en relación a su consumo. Y es que, en los inicios, el azúcar fue
consumido por las clases altas de la sociedad como un signo de distinción social, pues se le
había incluido en el grupo de alimentos que exigían el uso de códigos sociales, reglas y
conductas, como signo de distinción, y que a través de su consumo marcaban diferencia
respecto a otros extractos sociales, preservando así la identidad y estatus de clase alta. Pero
cuando el azúcar se volvió un alimento común y fue adoptado por todos los extractos sociales
perdió el áurea y papel de distinción, adoptando nuevas formas y usos, que en opinión de
Fischler “It can also produce favourable ground for new ideological biases to develop”
(Fischler, 1987, p. 87).
Además, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, la inclusión del azúcar en la dieta de
gran parte de la población trabajadora supuso el reemplazo de los carbohidratos complejos,
como los cereales, por este carbohidrato simple que comenzó a añadirse a bebidas y comidas,
pues para la mayor parte de la población europea, hasta finales del siglo XVII, la alimentación
era limitada y poco variada, siendo los granos la base de la misma que a su vez se
complementaban con las producciones locales. Este modelo alimentario perduró hasta que el
azúcar comenzó a ser un alimento cotidiano, iniciándose entonces un proceso de
transformación que se ha entendido como una modernización de la sociedad (Mintz, 1996).
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Estos cambios en los patrones dietéticos y de consumo que tuvieron lugar en los siglos XVIII
y XIX en Europa no fueron fruto del azar, sino una consecuencia de la situación de la economía
mundial existente en esa época basada en las relaciones asimétricas entre las metrópolis y las
colonias, y en unas estructuras productivas y de distribución, tanto técnicas como humanas,
características del capitalismo moderno (Mintz, 1996).
Los anteriormente citados procesos de intensificación y extensificación, en torno a
los usos del azúcar, también se vieron reforzados en el siglo XIX con el desarrollo de la
industria alimentaria, que dio lugar al paso del azúcar de las cocinas a las fábricas, hecho que
supuso una nueva etapa de unión y combinación con otros productos, pues gracias a sus
cualidades orgánicas, este producto se convirtió en un ingrediente importante para la industria
de la alimentación, que introducirá en el mercado nuevos alimentos para el consumo, en los
cuales el azúcar será un ingrediente más o menos notorio, comenzando entonces la etapa de
invisibilidad. De esta forma el azúcar siguió estando presente en la alimentación y en
consecuencia perpetuando la apetencia por lo dulce.
Pero a partir de 1980, nuevos discursos basados en sus propiedades orgánicas llevarán a la
industria química al desarrollo de edulcorantes liberados de las “calorías vacías” que se le
atribuían a la sacarosa, iniciándose un nuevo cambio que comienza con la perdida, por parte
del azúcar, de puestos en la industria de la alimentación y en las cocinas, donde se realizará
el reemplazo a favor de los edulcorantes. Estos acontecimientos dieron lugar a que
los productos “light”, “libres de azúcar” o “bajos en calorías” comenzaran a competir
en el mercado con los tradicionales alimentos elaborados con sacarosa. También favoreció el
consumo de productos “light” las nuevas construcciones de cuerpos sanos, delgados y
jóvenes, difundidas por los massmedia
y avaladas por los especialistas de la salud. Todo ello
originó una fuerte competencia en cuanto a las marcas, y estableció una línea divisoria entre
“nosotros” los consumidores de productos light como símbolo de distinción y modernidad, y
“los otros” que continúan tomando la tradicional sacarosa.
Como se ha comentado, el desarrollo de la industria alimentaria llevó a añadir azúcar como
un ingrediente más en la elaboración de los alimentos procesados, suscitando la expansión de
lo dulce en la dieta. Sin embargo, cuando desde las ciencias de la salud se empezó a plantear
la importancia de la calidad de la comida sobre la cantidad, el consumo de azúcar apareció
como un problema nutricional por la falta de minerales y vitaminas, además de los daños que
causaba en la salud, pasando entonces el azúcar a la categoría de alimento pobre, llegándose
incluso a cuestionar su consumo. Las posiciones en contra del azúcar, en la segunda mitad del
siglo XX, se intensificaron a través de numerosas publicaciones, entre las que se encuentra el
libro Sugar Blues, escrito por Dufty en 1975, donde el autor realizó un compendio de los
efectos perversos del azúcar y de las enfermedades que producía su consumo.
Para este autor la blancura y pureza del azúcar admiradas en el siglo XVI y XVII adquirirán
en la actualidad un significado opuesto, considerándose que el refinado químico al que se
somete el azúcar de caña y de remolacha es similar al de la morfina y la heroína. En este
sentido Dufty, al comparar la blancura del azúcar con la morfina y la heroína, dice que para él
“[…] la diferencia entre la adicción al azúcar y la adicción a los narcóticos es de grado”
(Dufty citado en Fischler 1987, p. 89). Ante ello, Fischler considera que, en gran medida, la
blancura y la pureza han marcado el destino del azúcar, y así en la actualidad el azúcar es
puro, blanco y mortal; y en cambio, a la miel se la considera más natural y menos desprovista
de contenidos nutritivos. Esta inversión del fenómeno implica una división del mundo en la
cual la naturaleza ya no es mirada como incómoda y amenazadora, algo que, en cambio, sí
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ocurre con la tecnología, planteamiento que podría considerarse como una reminiscencia del
culto Rousoniano a la naturaleza.
Este modelo de la adicción proviene del moderno conflicto entre la ética y el placer, y así
se refleja en el libro Sugar Blu,e donde Dufty habla de la adicción como el inicio al pecado.
Actualmente la adicción continúa formando parte de los contemporáneos discursos en contra
del azúcar, encontrándonos ante una moderna sacarofobia (Fischler, 1987, p. 89).
La influencia de estos discursos ha dado lugar, con el paso del tiempo, a una transición en
la concepción del azúcar, que ha adquirido un estigma negativo. Por otra parte, se observa
cómo los discursos en su contra conviven con las construcciones sociales que perciben lo
dulce como gratificante, y así se considera una expresión de solidaridad o aceptación social el
compartir alimentos dulces como por ejemplo regalar pasteles, bombones, golosinas, etc.
Pero la realidad es que lo que parece haber cambiado es la forma de tomar azúcar, pues
se ha dejado de tomar el azúcar en paquete, para consumirse a través de la ingesta
de alimentos y bebidas que lo llevan incorporado. Y es que alrededor del azúcar se han
desarrollado industrias específicas de manufactura de alimentos, confitería, golosinas,
bebidas, etc., productos todos ellos que contienen como ingrediente fundamental el azúcar,
gracias a que sus cualidades orgánicas le permiten diferentes usos a través de las industrias
alimentarias.
Los párrafos anteriores nos muestran cómo la versatilidad del azúcar la ha llevado a estar
presente en un gran número de alimentos y cocinas, cómo ha cambiado el patrón de ingestión
de lo dulce a la vez que se extendía el uso de la sacarosa como no endulzante y se empleaban
otros productos en su lugar. Todo ello refleja cómo a pesar de la moderna sacarofobia el
azúcar sigue estando muy presente en lo que la gente come, “somos lo que comemos”, pero
en opinión de Mintz, lo que comemos nos viene impuesto por las fuerzas que organizan,
orientan y dirigen los consumos (Mintz, 1996, p. 267).
Esta persistencia del azúcar en la alimentación lleva a plantear los siguientes interrogantes:
qué ha llevado a lo dulce a ser un sabor tan deseado, en base a qué razón las prácticas
culturales han intensificado la predilección por lo dulce o cómo el gusto por lo dulce ha
llevado a diversificar e intensificar las prácticas de consumo.
Al indagar sobre estos aspectos se observa cómo los discursos en torno al azúcar y lo
dulce, que han sido analizados desde las ciencias sociales, giran principalmente en torno a dos
tesis: la primera referida al carácter innato de la apetencia por lo dulce y la segunda al carácter
adquirido.
Ante esta disyuntiva se han posicionado diferentes autores como Jesús Contreras,
para quien la preferencia por lo dulce es innata en los mamíferos, incluido el hombre,
constituyendo un carácter adaptativo positivo (Conteras, 1993, p. 21).
También Mintz optó por el carácter innato de la preferencia por lo dulce, pues en su
opinión si todas las sociedades conocidas identifican lo dulce “[...] alguna parte de lo dulce
tiene que estar vinculada con nuestro carácter como especie” (Mintz, 1996, p. 27). Y es que
para este autor los datos reflejados en los estudios transculturales muestran que esta
predilección esta muy difundida, considerando ante ello más que probable la existencia de una
predisposición innata hacia este sabor.
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En la misma línea, para Rozin (1995) la preferencia innata por lo dulce esta determinada
genéticamente y se ha transmitido como valor adaptativo al igual que la aversión por los
alimentos amargos, que también es innata. Además, según Rozin se sabe muy poco de cómo
los niños adquieren el contexto de las reglas culinarias del uso del azúcar u otras sustancias
que son propias de la cocina en la que se han socializado. En este interés de conocer cómo se
adquiere el contexto y significado de lo dulce, Beauchamp y Moran (1984) observaron cómo
los niños con pocos años eran capaces de distinguir el azúcar en diferentes contextos, pero les
llevaba tiempo aprender cuál era el contexto apropiado para usar el azúcar, por ejemplo, si
les gustaba la pizza y también les gustaba el chocolate, entonces entendían que la mezcla de
las dos cosas también les iba a gustar.
La preferencia por lo dulce y el rechazo de lo amargo, en opinión de Rozin (1987, p. 101),
es común en muchas especies, pues en la naturaleza el dulzor se asocia con las frutas maduras
y con la producción de energía y en cambio el sabor amargo de muchas plantas se asocia
con la presencia de toxinas. Pero ante estos planteamientos no se puede deducir que en la
naturaleza el sabor dulce sea sinónimo de nutritivo y que el que no lo tenga sea lo contrario,
pues de ser así se estarían relacionando las cualidades sensoriales de la comida con las
consecuencias que aparecen cuando se ha ingerido.
En torno al gusto por lo dulce Messer (1995) recoge las aportaciones de Glauder (1982),
para quien el gusto por lo dulce es innato y es, además, lo que determina los tipos y partes de
alimentos que son comestibles. Pero para Booth (1982), por encima del código biológico está
la capacidad de los individuos de aprender la combinación ventajosa y nutritiva, y es en base
a lo aprendido que se transmite el carácter comestible de un producto. En este sentido Jerome
(1977) (citado en Mintz 1996, p. 41) plantea que las experiencias tempranas con lo dulce tal
vez afecten a la tolerancia y las preferencias posteriores por concentraciones de dulzura.
Barthes (1975), al respecto, vinculó lo dulce con placer y lo amargo con rechazo, además
relacionó las preferencias con las cualidades de los alimentos, estableciendo en base a esta
relación la posición simbólica entre “crujientes, duros y ásperos” y “suaves, blandos y
dulces”, entendiendo que el sentido de estas construcciones simbólicas reside en clasificar a
los alimentos en comestibles o incomestibles. También Barthes (1975) relacionó las
preferencias con las clases sociales, destacando las preferencias de las clases bajas por los
sabores extremadamente dulces y fuertes.
En torno a las preferencias humanas DeSnoo (1937) ahonda mucho más, planteando que el
hombre experimenta lo dulce desde la etapa fetal. Y en esta misma línea de observación
Jerome (1977) señaló que la leche materna es dulce y que a los bebés en todos los hospitales
se les inicia en la tolerancia alimentaria con suero glucosado, 1 pues parece ser que los bebés
aceptan mejor la dilución de glucosa que el agua sola (citados en Mintz, 1996, p. 43).
También Roseberry (1982) defiende el carácter innato de la preferencia por lo dulce,
planteando que es adquirido en una etapa muy temprana de la vida y es independiente de la
experiencia (citado Mintz, 1996, p. 41). En cambio, como recoge Mintz, para el nutriólogo
Norge Jerome “[...] los alimentos ricos en sacarosa forman parte de las experiencias de
aculturación tempranas de los pueblos no occidentales en muchas áreas del mundo” (Mintz,
1996, p. 41).
Al análisis del azúcar y lo dulce, Claude Fischler (1987) introduce el estudio del azúcar
desde la construcción de los usos (como medicina, especie, edulcorante, etc.). También
aborda los cambios de actitud respecto al azúcar y lo dulce, comentando el proceso de
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representación de estos cambios en relación a cómo aparecen las actitudes contemporáneas,
las primeras modas y corrientes sociales, creencias, opiniones y conocimientos, y así por
ejemplo cuenta cómo en el XVIII convivían posiciones encontradas entre los enciclopedistas,
que asociaban el azúcar con lo natural, exótico e idílico por un lado, y por otro con la
modernidad y el progreso ( Fischler, 1987, p. 86).
Este autor también refiere cómo la asociación entre lo dulce y el placer difieren en la
actualidad, pues mientras se asiste a una mayor tolerancia en torno al placer sexual lo dulce
aparece como menos permisivo, situación inversa a lo ocurrido en el pasado. Y es que la
moderna sacarofobia ha llevado a identificar lo dulce como peligroso y adictivo (Fischler,
1987).
En el análisis sobre el azúcar, Mintz trató de averiguar por qué lo dulce ha sido un sabor
tan deseado, se cuestionó qué era lo que había sucedido para que no sólo se mantuviera el
consumo de azúcar durante más de cinco siglos, sino que incluso fuera en aumento. Y al
examinar esta evolución Mintz va a expresar que “[...] el consumo debe explicarse en
términos de lo que la gente hizo y pensó: el azúcar permeaba el comportamiento social y,
cuando tuvo nuevos usos y cobró nuevos significados, se transformó de curiosidad y lujo en
artículo común y necesario” (Mintz, 1996, p. 27).
El análisis de la producción y el consumo de azúcar llevó a Mintz a plantear que las
relaciones mantenidas entre las metrópolis y las colonias, y las estructuras de producción y
distribución que se desarrollaron en torno al azúcar, como fueron la esclavitud y los
impuestos establecidos por el gobierno inglés sobre este producto, originaron que los ingleses
se convirtieran en los mayores consumidores de azúcar del mundo y que se vinculara el
azúcar a las bebidas estimulantes (té, café y chocolate), dando lugar estos procesos al
desarrollo de una economía mundial como base del capitalismo moderno y a importantes
cambios dietéticos y de consumo que se fueron produciendo desde el siglo XVII hasta el XIX.
De forma que “el azúcar refinado se volvió, así, un símbolo de lo moderno y lo industrial.
Pronto fue visto como tal, y penetró en una cocina tras otra, acompañado o siguiendo la
occidentalización, la modernización o el desarrollo , […]” (Mintz, 1996, p. 246).
Detectándose, en este sentido, que en la medida que fue cambiando la posición de la sacarosa
en la vida social, también fue cambiando su lugar en la historia de las relaciones de las
metrópolis con sus colonias. Y así, en los inicios de su consumo, la sacarosa procedía
de lugares distantes, después las metrópolis fueron adquiriendo colonias donde producir
azúcar implantando un sistema mercantil que enriquecía a las clases comerciantes, financieras
y al estado, estimulando el consumo de las manufacturas nacionales y de los productos de sus
colonias a la vez que aumentaba la participación del mercado en su entorno, pasándose
posteriormente del proteccionismo colonial al libre mercado, hecho que ocurrió cuando
comenzó a extenderse el azúcar de remolacha.
El análisis de Mintz sobre la introducción del consumo de sacarosa en Inglaterra
también muestra los cambios en la jornada laboral, cambios en la división sexual del
trabajo, en los tiempos para preparar alimentos, y en el tiempo destinado a comer.
Estos cambios en la alimentación se produjeron de manera simultánea a las
trasformaciones laborales acaecidas en el sistema fabril del siglo XIX, que se caracterizaron por
un nuevo concepto del trabajo y el tiempo, pues se trataba de ahorrar tiempo y dinero con el
fin de obtener un mayor beneficio. Todas estas transformaciones laborales repercutieron en lo
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que la gente comía y cómo lo comía, pues en el nuevo contexto la elección de los alimentos se
hará según el tiempo disponible y no sólo en términos de costos relativos. Y es que en esta
época el combustible suponía un costo importante en la economía familiar, de forma que el
alimento que ahorraba en este desembolso sería más atractivo. A ello se añade la nueva
división del trabajo en la familia, pues las mujeres se habían incorporado al trabajo productivo
fuera del hogar, con unos horarios laborales que no permitían coincidir el horario de la
comida en la fábrica con el horario de la comida en los colegios. Esto originará un cambio en
el contenido de la comida de mediodía, que pasará de ser caliente a ser fría y más ligera;
también cambiarán los desayunos y cenas, que serán a base de pan y mantequilla, pasando la
mantequilla, a mediados del siglo XIX, a ser reemplazada por la mermelada, que para entonces
era más barata (Mintz, 1996, pp. 175177).
Estos cambios en la percepción del tiempo fueron tan importantes como los cambios en la
jornada de trabajo, pues el tiempo de comer se tendrá que adaptar a una unidad de tiempo
determinada por el trabajo, en lugar de ser la comida la que determine el tiempo necesario
para ello. De manera que a partir de entonces las condiciones de trabajo determinan el tiempo
que les queda a los trabajadores para sí mismos. En relación a ello el citado autor comenta que
“[…] la programación de acontecimientos y rituales por parte de la clase trabajadora británica
cambió radicalmente cuando se popularizó el azúcar, pero la investigación al respecto es
demasiado amplia (y, por lo tanto, excesivamente superficial) como para permitir una
documentación seria” (Mintz, 1996, pp. 258259).
Todos estos cambios en la organización de la vida cotidiana marcaron la modernización de
la sociedad inglesa y también del resto del mundo. De manera que a través de este procesos se
va a iniciar el cambio del sistema de cocina tradicional (caro en combustible y tiempo) hacia
lo que hoy conocemos como “comidas rápidas”, disminuyendo tanto el tiempo dedicado a
preparar la comida como el tiempo dedicado a comer. En esta época, últimos años del siglo
XIX, se inicia el uso creciente de las comidas fuera del contexto familiar, surgiendo un nuevo
contexto de consumo, caracterizado por el aumento de la ingesta de comidas preparadas, por
liberar a los comensales del orden de los platillos, del intercambio familiar en la mesa y de los
platos de comida y horarios tradicionales.
Se observa cómo tanto la producción como el consumo han ido cambiando con el tiempo,
e igualmente a medida que cambiaron los usos o se incorporaron otros nuevos también
cambiaron los significados. Estos cambios se entienden dentro de la acción social, de la
transformación de los hechos sociales y de la asunción de los mismos por la sociedad (Mintz,
1996, p. 34).
En este sentido se puede entender que tanto el azúcar como sustancia, como los rituales en
torno a su consumo o los diferentes usos de ésta han adquirido significados diferentes según
el contexto cultural e histórico. Y en relación a ello Mintz dice que “nuestro gusto de primates
por el azúcar, nuestra capacidad de dotar al mundo material de un significado simbólico y
nuestra manera de complicar la biología de la ingestión con las estructuras sociales,
desempeñaron un papel en el aumento del consumo de sacarosa en Inglaterra”, pero en su
opinión ninguno de estos factores explica la variación del consumo a lo largo del tiempo, ni
cómo pasó de ser consumido por una clase social a serlo por otra, ni los comportamientos o
usos realizados en los diferentes momentos. Para el citado autor “[…] la mayor productividad
de las clases trabajadoras, sus condiciones de vida radicalmente alteradas –incluyendo su dieta
previa, su disposición a emular a los gobernantes, la economía del mundo en evolución y la
difusión del espíritu capitalista […]”, serán los factores que, aunque no puedan cuantificarse o
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compararse entre sí, si pueden orientar sobre cómo fue cambiando el consumo de sacarosa
(Mintz, 1996, p. 229).
Y en consecuencia, Mintz considera que el pueblo inglés dispuso del azúcar por acciones
políticas y económicas que permitieron crear una mercancía gracias al trabajo de los esclavos
africanos que lo producían y al consumo realizado por los proletarios ingleses, aunque
ninguna de estas fuerzas podía influir sobre el azúcar. Por ello, en relación a la capacidad de
elección de los consumidores, Mintz dice que “[…] la creciente libertad de elegir del
consumidor no era más que un tipo de libertad” (Mintz, 1996, p. 235), si bien considera que
en el siglo XVIII “a pesar de todo el azúcar, el té y los productos similares representaban la
libertad creciente de la gente común, su oportunidad de participar en la elevación de su propio
nivel de vida” (Mintz, 1996, p. 235).
Estos procesos hay que relacionarlos con la transformación social que se produjo
en Inglaterra en el siglo XVIII, referida al paso de una sociedad medieval jerárquica a una
socialdemocracia capitalista e industrial. Y en la misma medida que otros países se fueron
urbanizando e industrializando, también fueron cambiando los horarios de trabajo y con ello
los de las comidas y los lugares donde comer, comenzando la gente a comer más fuera de
las casas, aumentado con ello la ingesta de comidas procesadas por la industria de la
alimentación (Mintz, 1996, p. 233).
Además, también hay que tener presente que la dieta de los trabajadores ingleses en el
siglo XVIII era inadecuada y escasa, apareciendo el azúcar como un sustituto nutritivo, y en
este sentido se debe considerar que tanto el azúcar como el té y otros productos como el café,
el chocolate o el tabaco, supusieron una oportunidad para mejorar el nivel de vida para un
sector de la población inglesa.
Los procesos citados anteriormente muestran cómo los diferentes niveles de consumo
y usos de la sacarosa reflejan procesos más amplios, relacionados con el nivel de desarrollo de
los pueblos, y cómo el lugar que ocupó el azúcar entre las clases trabajadoras fue determinado
por fuerzas que estaban fuera del alcance de las masas, y que “[…] tienen que ver con el
significado ‘externo’ –el lugar de la sacarosa en la historia de las colonias, el comercio, la
intriga política, la creación de políticas y leyes– pero también con el significado ‘interior’, por
que los significados que la gente le dio al azúcar surgieron en condiciones prescritas o
determinadas, no tanto por las comidas, como por los que abastecían el producto” (Mintz,
1996, p. 217). Y es que los ingleses a través de combinaciones y usos convirtieron el azúcar
en un producto extraordinario, ceremonial y especialmente significativo (intensificación),
pero cuando aumentó la producción y el consumo, el azúcar se convirtió en algo ordinario,
cotidiano y esencial (extensificación). Pero estos procesos aparentemente diferentes los
ingleses no los percibieron como diferentes, pues eran procesos que se producían a la vez que
iban cambiando las circunstancias de los ingleses, como fueron el movimiento del campo a la
ciudad, el desarrollo fabril, el cambio en los horarios de los trabajos y las comidas e incluso
en los alimentos que comían, así como la desaparición de los aranceles que protegían a los
plantadores (Mintz, 1996, pp. 223224).
Mintz presenta a la sacarosa como una hija del capitalismo que vincula el paso de un tipo
de sociedad a otra, trata de mostrar la sacarosa como bien culturalmente definido, además de
resaltar el poder simbólico que adquirió entre las clases nobles y poderosas hasta que su
consumo se extendió a las clases trabajadoras de occidente, manteniéndose los usos antiguos,
pero también adquiriendo otros nuevos. De este proceso Mintz dice que “[…] el peso afectivo
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de lo dulce, siempre considerable, no disminuyó por su abundancia, sino que cambió
cualitativamente. La buena vida, la vida rica, la vida plena, […], era la vida dulce” (Mintz,
1996, p. 264).
Mintz nos muestra cómo el azúcar se convirtió en una parte esencial de la dieta, pero este
proceso no se puede entender como un comportamiento aislado, sino que a la vez que la gente
mantenía estos usos que eran socialmente constituidos, estos comportamientos llegaron a ser
socialmente constituyentes (Mintz, 1996, p. 41).
El estudio de los autores referidos induce a la reflexión sobre la actual situación del azúcar
y lo dulce, observándose cómo la moderna industria alimentaria ha elaborado una serie de
comidas y bebidas para las cuales el azúcar es el elemento principal, además de continuar la
presencia en los mercados de los productos tradicionales. En este sentido, destaca
la contribución del azúcar a la producción y al consumo de masas, y el papel de la misma
en la elaboración de productos duraderos gracias a la capacidad de actuar como conservante,
hechos que han originado un aumento de la distribución de lo dulce en la dieta, junto a una
disminución de los usos domésticos del azúcar. Si bien antes de los años ochenta ya había
comenzado el descenso del consumo en los hogares, como consecuencia de los discursos
sobre los efectos perjudiciales del azúcar y a favor de la dieta saludable, discurso que fue
aprovechado por los fabricantes de comidas y bebidas, quienes optaron por elaborar productos
sin azúcar o reducir su cantidad para mantener el mercado de lo dulce. Y así fue como la
industria alimentaria desarrolló una gran variedad de productos etiquetados como “sugarfree”,
“no added sugar” y “sugar reduce”, aunque la sacarosa no formaba parte
de lo mismos como ingrediente, usándose edulcorantes artificiales para dar el sabor dulce,
surgiendo de esta forma durante la década de los ochenta el mercado de los productos “light”.
Estas recomendaciones sobre la dieta y la salud, además de impedir el crecimiento de los
mercados, también atribuyeron un estigma negativo al azúcar, al considerarla una comida de
baja calidad nutritiva, de manera que muchos consumidores van a preferir los alimentos
endulzados con productos elaborados químicamente. Y así, las propiedades orgánicas del
azúcar harán de ella un producto no deseable, a la vez que contribuirán a perdurar la apetencia
por el sabor dulce.
Pero a partir de los años ochenta han existido otros factores que también influyeron
en las dietas: comer más fuera de las casas y comer menos comidas elaboradas
de manera casera, añadir menos azúcar a las bebidas como el té o el café, además del
aumento de los cambios demográficos que aportaron diferentes formas de mezclar y comer
los alimentos.
Pero el discurso en torno al descenso del azúcar fue cuestionado, en los años noventa, por
el economista Ben Fine (1996), quien observó que en el Reino Unido, a finales de los ochenta
y principios de los noventa, el volumen y las ventas de bebidas endulzadas y golosinas había
aumentado, a pesar de las campañas publicitarias y de las guías nutricionales que en aquel
momento recomendaban limitar el consumo de azúcar.
En definitiva, las propiedades orgánicas del azúcar han definido los usos de la misma,
siendo la capacidad de endulzar el uso más frecuente que desde los inicios ha tenido la
sacarosa, así como la propiedad más distribuida a través del sistema de comidas. Pero el uso
extenso del azúcar es algo reciente, de los últimos 150 años, siendo en la actualidad un
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alimento universal que está presente en un número elevado de comidas, bien como
ingrediente añadido o escondido en el moderno sistema de comidas.
En este sentido se aprecia cómo el usar azúcar para elaborar nuevos alimentos, además
de aportar a los consumidores una forma barata de energía y un ingrediente con la cualidad de
hacer las comidas y bebidas más aceptables, ha contribuido a que la moderna industria
alimentaria desarrollara la producción orientada al consumo de masas.
Como se ha podido apreciar, un producto tan sencillo y común para la mayoría de las
personas ha tenido una intensa historia ligada a los usos en el consumo, a las preferencias
culturales y a los diferentes discursos ideológicos imperantes en cada momento. Y en este
sentido se entiende que la presencia del azúcar en la estructura alimentaria de las modernas
economías contemporáneas continúa siendo relevante y en consecuencia requiere que se le
preste la debida atención. © Del documento, de los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2009
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NOTAS
1 El suero glucosado consiste en una dilución de glucosa y agua.
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