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PUERTO RICO EN EL TORBELLINO DEL ’98:
CONFLICTO, CAMBIO Y CONTINUIDAD
Luis Martínez-Fernández
En ninguno de los teatros de guerra de la guerra hispano-cubana-filipina-ameri-cana,
mal llamada guerra hispanoamericana, la guerra resultó ser más espléndidamente
pequeña que en Puerto Rico. Las hostilidades rompieron en la mañana del 12 de mayo de
1898 cuando la formidable escuadra naval del almirante William T. Sampson vomitó una
tormenta de fuego y metal sobre las murallas de la antigua ciudad de San Juan. El bombar-deo,
el primer ataque militar sobre Puerto Rico en más de un siglo, duró tres horas y dejó
un saldo de un solo muerto en el bando español. Un bloqueo naval de la isla siguió al
bombardeo inicial y diez semanas después, el 25 de julio, desembarcaron las tropas norte-americanas
en el puerto de Guánica bajo el mando del general Nelson A. Miles. La con-tienda
duró sólo 19 días, y durante la misma sólo murieron 3 soldados norteamericanos.
Las bajas entre los españoles alcanzaron sólo 17.1
En marcado contraste con la brevedad y las pocas bajas del conflicto en suelo
puertorriqueño resalta lo dramático y duradero del impacto del cambio de soberanía sobre
Puerto Rico cuando España se vio obligada a cederle su más antigua colonia americana al
emergente Coloso del Norte. Bien podría decirse que ninguna otra región o país con parti-cipación
en la conflagración del ’98 se vio más profunda y duraderamente afectada por la
secuela de la guerra que Puerto Rico. Hasta su nombre sufrió alteración con la esperanza
de que los nuevos gobernantes pudieran pronunciar más fácilmente el nombre Porto Rico.
El ’98 le abrió las compuertas al torrente de un nuevo sistema y una nueva visión del
mundo que habrían de chocar frontalmente con aquellos heredados del colonialismo espa-ñol.
La no siempre fácil coexistencia de estos dos mundos vendría a marcar la trayectoria
histórica del Puerto Rico del nuevo siglo.
Las múltiples transformaciones que sufrió Puerto Rico después del 1898, ya fue-sen
políticas, sociales, o económicas, fueron el resultado de una combinación dinámica de
imposición, resistencia, y colaboración, y del tenso entrejuego entre los nuevos gobernan-tes,
las viejas elites insulares, y las masas desposeídas de los campos y ciudades. Las
perspectivas de “héroes y villanos” y de “ellos contra nosotros” que han dominado la
visión nacionalista puertorriqueña del drama del ’98 han nublado la complejidad del pro-ceso
de cambio y han ignorado las múltiples continuidades entre el siglo diecinueve bajo
la corona de España y el siglo veinte bajo la bandera norteamericana.
Por tales motivos el estudio del ’98 puertorriqueño requiere detenida atención a
la construcción del edificio historiográfico que se levantó luego de la guerra. El grueso de
lo que habría de convertirse en la interpretación dominante del impacto del ’98 sobre
Puerto Rico consiste en las interpretaciones antiimperialistas producidas durante una de
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las etapas más traumáticas en la historia reciente de Puerto Rico: la crisis de la Gran
Depresión. La primera generación profesional de historiadores y científicos sociales puer-torriqueños,
la cual dominó la historiografía de las décadas del 40, 50, 60 y parte del 70,
no retó la interpretación del ’98 que heredó. Esa generación retuvo el marco de referencia
de la ruina de los años treinta como punto de comparación no sólo con el pasado colonial
español sino también con la era de prosperidad que le siguió a la llegada al poder del
Partido Popular Democrático en 1940 y a los años posteriores a la Segunda Guerra Mun-dial.
No sería hasta el surgimiento de la llamada nueva historiografía puertorriqueña en los
setenta y ochenta que tomaría fuerza una nueva interpretación del siglo XIX mucho más
crítica y menos idealizada. Poniendo énfasis en el estudio de aspectos sociales y económi-cos,
la nueva historiografía puertorriqueña ha reconocido muchas más continuidades en-tre
siglos que las anteriores generaciones de historiadores.2
Puerto Rico en vísperas de la invasión norteamericana
En vísperas de la invasión, España le otorgó a Puerto Rico una Carta Autonómi-ca.
Esta concesión fue el resultado de una combinación de factores geopolíticos y circuns-tancias
en la política doméstica española. La oferta de autonomía para Cuba y Puerto Rico
fue, por una parte, una respuesta de última hora a las crecientes presiones de Estados
Unidos y un esfuerzo bastante ingenuo para apaciguar a los insurgentes cubanos quienes
luchaban encarnizadamente por su independencia desde 1895. Por otra parte, la autono-mía
fue el pago que Práxedes Mateo Sagasta le dio a los liberales puertorriqueños por su
apoyo parlamentario en las Cortes españolas. Mientras los patriotas cubanos rechazaron la
oferta de autonomía, los autonomistas puertorriqueños, inclusive la facción barbosista que
se opuso al pacto con Sagasta, vieron en ella realizadas sus aspiraciones de gobierno pro-pio
bajo el imperio español. Aunque en papel la Carta Autonómica satisfizo muchas de las
metas de los liberales insulares, su alcance nunca fue puesto a prueba: las tropas norte-americanas
invadieron la isla 6 días después de que los legisladores puertorriqueños ocu-paran
sus escaños.3
Escribiendo desde la perspectiva de la crisis de los años treinta y años subsi-guientes,
los escritores puertorriqueños de inclinación nacionalista han visto a la Carta
Autonómica del ’97 como la cúspide del gobierno propio para la isla y han exagerado su
significado y alcance. Tomás Blanco, por ejemplo, alabó las provisiones autonómicas que
reducían el poder de los gobernadores coloniales y sostuvo erradamente que provisiones
similares estaban en vigor a lo largo del siglo XIX. El ensayista Antonio S. Pedreira, por
su parte, entendió la concesión de la autonomía como el paso que finalmente le permitió a
los puertorriqueños asumir control sobre su “destino colectivo”. Pocos años antes, Luis
Muñoz Marín, hijo del líder autonomista Luis Muñoz Rivera, caracterizó a los gobernado-res
españoles como figuras puramente ceremoniales y pintó un cuadro idealizado en el
cual “un gabinete nativo con un primer ministro nativo [su padre] gobernaban las verdes
praderas y las villas policromadas”.4 El grueso de la historiografía nacionalista de las
décadas subsiguientes, al igual que la más moderada historiografía institucional de los 50,
60, y 70, acogió la interpretación que reconocía el logro de una autonomía funcional de
largo alcance. Fernando Picó, una de las principales plumas de la nueva historiografía
puertorriqueña, recientemente ha retado tales interpretaciones: “Bajo el estado de guerra”,
escribe Picó, “el gobierno autonómico en 1898 estaba sólo nominalmente en funciones, y
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cuando más se necesitó que actuara, durante la crisis económica propiciada por la guerra,
no funcionó”.5
De cualquier manera, la concesión de la Carta Autonómica logró apaciguar los
ánimos de los liberales puertorriqueños, garantizando su lealtad a la corona española. Los
autonomistas en general, pero especialmente los del ala muñocista, demostraron inque-brantable
lealtad hacia España. Cuando llegaron noticias de Cuba informando sobre la
muerte de Antonio Maceo en 1896, los autonomistas lo celebraron jubilosamente. Desde
las páginas de La Democracia, Muñoz Rivera y sus correligionarios le juraron lealtad
absoluta a España. “Somos españoles”, escribió Muñoz Rivera en 1898, “y arropados en
la bandera de España habremos de morir”.6
Además de los autonomistas, existía una minoría separatista que deseaba inde-pendizar
a Puerto Rico del yugo español y un grupo, también pequeño, de anexionistas,
los cuales buscaban incorporar a Puerto Rico como estado de los Estados Unidos. A pesar
de tener agendas dispares en cuanto al status final de Puerto Rico, ambos grupos compar-tían
un profundo antiespañolismo y colaboraron dentro de la Sección Puerto Rico del
Partido Revolucionario Cubano bajo la jefatura de los anexionistas José Julio Henna y
Roberto H. Todd. Mientras tanto, cerca de 300 puertorriqueños independentistas luchaban
en suelo cubano contra España. Sin embargo, fracasaron todos sus intentos por exportar la
lucha a Puerto Rico, pues allí no contaban con apoyo popular.7
Los sucesos políticos y constitucionales de Puerto Rico durante la última década
del siglo XIX, caracterizados por vínculos de cooperación entre la colonia y su metrópoli
bajo el manto del autonomismo, encontraron paralelos en la arena económica representa-dos
por íntimos lazos comerciales basados en la exportación de café hacia los mercados
españoles y europeos. El azúcar, que hasta hacía poco había dominado las exportaciones
insulares, había entrado en crisis; consecuentemente los vínculos comerciales de la isla
con los Estados Unidos, el principal mercado regional para el azúcar, se vieron también
debilitados. En vísperas de la invasión norteamericana, el 41 por ciento de la tierra culti-vada
estaba dedicada al café mientras sólo el 15 por ciento estaba sembrada en caña. En
aquel entonces, el valor de las exportaciones cafetaleras era tres veces mayor que el del
azúcar exportada. En 1895 los Estados Unidos absorbieron sólo poco más del 10 por
ciento de las exportaciones puertorriqueñas, mientras que los mercados españoles, cuba-nos
y europeos recibían el 84 por ciento.8
La transición hacia el capitalismo agrario y el viraje hacia el dominio cafetalero a
fines de siglo trajeron múltiples dislocaciones sociales y propiciaron un acelerado deterio-ro
en las condiciones materiales de los trabajadores rurales. Observadores contemporá-neos
como el sociólogo Eugenio María de Hostos, el historiador Salvador Brau, y el nove-lista
Manuel Zeno Gandía documentaron y dramatizaron la miseria del campesinado du-rante
el auge del café.9 Un cuadro opuesto surgió, sin embargo, durante los años treinta,
uno en el cual un siglo diecinueve idealizado contrastaba positivamente con la ruina de la
Gran Depresión. La versión romántica con origen en la era de la depresión mostró un
Puerto Rico que había encontrado prosperidad y armonía social. En un ensayo altamente
crítico, Muñoz Marín pintó al Puerto Rico del siglo diecinueve como uno “sin dinero pero
satisfecho” en el cual el campesino promedio estaba bien alimentado y bien vestido, y
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tenía tiempo suficiente para el trabajo, la música, la poesía, y los demás placeres de la
vida. La clase hacendada, continúa diciendo Muñoz Marín, poseía tierras libres de hipote-cas
y velaba desinteresadamente por el bienestar de las clases trabajadoras.10 La
romantización del pasado llegó a su punto más hiperbólico a manos del líder nacionalista
Pedro Albizu Campos, quien caracterizó al siglo diecinueve como uno de “vieja felicidad
colectiva”. “Puerto Rico”, sostuvo Albizu Campos, “era el país más saludable de las Amé-ricas”.
“[E]ra rico”, seguía diciendo, y “figuraba en la vanguardia de la moderna civiliza-ción.”
11 Resulta sorprendente que estas perspectivas de la era de la Gran Depresión, aun-que
lejos de ser correctas, marcaron la historiografía de las cuatro décadas subsiguientes y
persisten en algunas percepciones contemporáneas sobre Puerto Rico bajo el dominio
español.
Esta visión, no obstante, ha sido retada recientemente por los hallazgos de la
nueva historiografía de las décadas de los ochenta y noventa, los trabajos de historiadores
sociales y económicos como Picó, Andrés A. Ramos Mattei, Francisco A. Scarano, Laird
W. Bergad, y Guillermo A. Baralt, entre otros. El cuadro que se desprende de los estudios
de la nueva historiografía incluye violentos desplazamientos económicos y sociales y el
deterioro sostenido de las condiciones de vida de las clases trabajadoras.12
El bombardeo de San Juan y el bloqueo subsiguiente extrangularon la economía
insular y agravaron más todavía las tensiones sociales existentes. Como resultado del blo-queo,
el comercio exterior quedó virtualmente paralizado, lo que produjo serias carestías
de productos de consumo, especulación comercial generalizada, y hasta amenaza de ham-bre
en la población. La crisis monetaria que ya existía se agudizó y colocó los créditos
lejos del alcance de hacendados y agricultores. No es de extrañarse, pues, que durante esa
época amplios sectores del campesinado recurrieran al robo y a distintas formas de protes-ta
social.13
La guerra y la guerra detrás de la guerra
En la mañana del 25 de julio de 1898 comenzó la muy anticipada invasión norte-americana
de Puerto Rico. La interrogante de por qué los Estados Unidos incluyeron a
Puerto Rico entre sus objetivos militares y expansionistas ha sido debatida ampliamente
entre historiadores puertorriqueños. Dos interpretaciones opuestas han dominado la dis-cusión.
Por un lado, se encuentra la tesis del “offshoot” o “sideshow” sostenida por Arturo
Morales Carrión y Carmelo Rosario Natal, entre otros, que señala que los Estados Unidos
tenían poco interés previo en adquirir a Puerto Rico, pero que ante la insistencia de
anexionistas como Henna y Todd, y respondiendo a la dinámica propia de la guerra, ofi-ciales
militares norteamericanos decidieron tomar a Puerto Rico a última hora. Otros estu-diosos,
por su parte, han argumentado que más bien que una decisión improvisada, la
adquisisción de Puerto Rico era un antiguo objetivo generado por intereses estratégicos y
comerciales de Estados Unidos.14
El puerto de Guánica resultó ser una excelente selección para punto de desembar-co
de las tropas invasoras por estar situado cerca del corazón de la región suroeste, donde
históricamente el sentimiento antiespañol era más pronunciado. En términos económicos,
la costa suroeste y su interior era la región más próspera de la isla debido al auge del café.
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Precisamente en esa parte de la isla, las dislocaciones y conflictos sociales habían alcanza-do
niveles de ebullición.
Los soldados españoles sorprendentemente le ofrecieron poca resistencia a la
avanzada militar estadounidense. En la región suroeste la élite criolla respondió con júbilo
ante el invasor. Desfiles, fuegos artificiales, y toques de campanas celebraron la llegada de
las tropas del general Miles. Miembros de la élite criolla colaboraron con los invasores
ofreciéndoles información, provisiones, y fuerza de trabajo.15
La historiografía reciente, particularmente los trabajos de Picó, le ha prestado
atención detenida a la explosión de violencia campesina durante y poco después de la
invasión. Las partidas sediciosas o tiznados, como se dieron en conocer las bandas arma-das
de trabajadores rurales, saquearon y quemaron haciendas y otras fuentes y símbolos
de su opresión. Entre los actos de venganza social de estos grupos se encontró la destruc-ción
de los registros de endeudamiento y el asesinato de dueños de hacienda. Al principio,
los oficiales militares norteamericanos le dieron la bienvenida a la movilización de las
partidas armadas que desataban su ira contra los remanentes de la explotación colonial
española. Una de las partidas armadas, por ejemplo, capturó el municipio de Ciales y
prosiguió a izar la bandera de Estados Unidos. Luego del armisticio del 12 de agosto del
’98, sin embargo, las tropas de Estados Unidos desmovilizaron a lo que quedaba de las
partidas.16
El hecho de que los puertorriqueños no sólo no lucharan contra las fuerzas inva-soras
sino que de hecho las asistieran ha incomodado por mucho tiempo a la conciencia
colectiva de la intelectualidad puertorriqueña, especialmente a su ala más nacionalista.
Algunos han insistido en negar que tal cosa ocurrió, otros han reconocido el hecho como
un capítulo vergonzoso de la historia nacional. Otros más aún han buscado neutralizar la
realidad creando una mitología de resistencia en torno a las actividades presuntamente
antiimperialistas de José Maldonado, alias Águila Blanca. Picó recientemente ha compro-bado
que más bien que un patriota nacionalista, Águila Blanca fue un delincuente vulgar
quien al escapar de la justicia española le juró lealtad a la bandera norteamericana en
Nueva York.17 El hecho de que en 1983 tantos lectores del semanario Claridad se creyeran
el relato ficticio de Luis López Nieves de que patriotas puertorriqueños le propiciaron una
derrota a tropas norteamericanas en mayo de 1898 en el mítico pueblo de Seva es reflejo
del deseo centenario de encontrar heroicidad nacionalista en el Puerto Rico de fines del
diecinueve. Según la narrativa ficcionalizada de López Nieves los Estados Unidos busca-ron
borrar el embarazoso episodio de su derrota, enviando refuerzos a Seva y destruyendo
el pueblo y ejecutando a los sobrevivientes. A esto le siguió un encubrimiento que incluyó
la destrucción de todos los documentos alusivos a Seva y la fundación de un nuevo muni-cipio,
Ceiba, sobre las ruinas del heroico Seva. Varios lectores que no sospechaban que se
trataba de un relato ficticio escribieron airadas misivas exigiendo que se investigara el
encubrimiento de Seva.18
La secuela de la guerra del ’98
El 18 de octubre de 1898 el ejército de los Estados Unidos asumió formalmente
la administración de Puerto Rico. Dos meses más tarde, el 10 de diciembre, se firmó el
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Tratado de París mediante el cual se formalizó la cesión de Puerto Rico a los Estados
Unidos a cambio de 20 millones de dólares. Así terminaron, de un plumazo, cuatro siglos
de colonialismo español en el Nuevo Mundo. Durante los dos primeros años de soberanía
norteamericana la isla fue gobernada por tres generales: el general John R. Brooke (18 de
octubre a 9 de diciembre de 1898), el general Guy V. Henry (9 de diciembre de 1898 a 9 de
mayo de 1899), y el general George W. Davis (9 de mayo de 1899 a 1 de mayo de 1900).
Ya para el primero de mayo de 1900 se establece un gobierno colonial civil bajo las provi-siones
del Acta Foraker. Charles Allen se convirtió en el primer gobernador civil norte-americano
de la isla.
La arrolladora mayoría de los actores políticos insulares respondieron a las nue-vas
circunstancias políticas buscando la anexión de Puerto Rico como estado de la federa-ción
norteamericana. Muñoz Rivera, quien tres años antes había denunciado la anexión
como “absurda, deprimente, e inconcebible”, declaró en 1898: “Debemos movernos rápi-damente
hacia nuestra identidad. El Partido Liberal desea que Puerto Rico se convierta en
una especie de California o Nebraska”.19 La virtual unanimidad en favor de la anexión
respondía a la confluencia de diversas agendas: para los viejos autonomistas, era un medio
para retener el poder político insular dentro de la federación de los Estados Unidos; para
los hacendados azucareros, representaba la apertura del goloso e insaciable mercado nor-teamericano;
para el liderato obrero, significaba el derecho a organizarse y la esperanza de
leyes laborales progresistas.
Durante la ocupación militar y en años subsiguientes el poder político no residió
en manos de la élite insular sino más bien en manos de gobernadores militares quienes
gobernaron mediante decretos. Los decretos del general Brooke incluyeron medidas para
el cese de la subvención pública de la iglesia católica y la sustitución de viejas formas
impositivas por otras nuevas. Algunas de las medidas y el difícil temperamento de su
sucesor, el general Henry, irritaron a los líderes del partido de Muñoz Rivera, los cuales se
venían distanciando gradualmente de las autoridades militares. Entre los decretos de Henry
figuraron una moratoria en la ejecución de tierras hipotecadas, la cual produjo un desas-troso
cese temporal del crédito agrícola; la modificación de las leyes de matrimonio y
divorcio; y el establecimiento de la jornada laboral de ocho horas. El general Henry tuvo,
además, la desatinada idea de prohibir las peleas de gallos, el pasatiempo nacional.20 Las
medidas del general Davis incluyeron la institución del juicio por jurado y la extensión del
derecho de habeas corpus. Davis se mostró genuinamente interesado en resolver la crisis
provocada por el huracán San Ciriaco (8 de agosto de 1899) el cual dejó un saldo de más
de 3,000 muertos y más de 20 millones de dólares en pérdidas, mayormente en la zona
cafetalera.21 Vistos en conjunto, los decretos de los gobernadores militares lograron des-mantelar
al fundamento institucional que Puerto Rico heredó de España y facilitaron la
incorporación de la isla a la órbita territorial de los Estados Unidos.
La imposición del Acta Foraker en mayo de 1900 enajenó a amplios sectores de
las élites económicas y políticas del país, pues ésta no satisfizo sus aspiraciones. Ya para
entonces, las esperanzas iniciales se habían convertido en desilusión. El Acta Foraker
ofreció menor grado de gobierno propio que la Carta Autónomica bajo España. Puerto
Rico fue organizado como un “territorio no incorporado” de los Estados Unidos y a la
población se le negó la ciudadanía norteamericana a la que aspiraba. La ciudadanía puer-
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torriqueña establecida por el Acta Foraker fue más bien una ficción legal pues no era
reconocida internacionalmente. El rechazo al Acta Foraker fue casi unánime. Hasta Henna
quien tan ardientemente había promovido la invasión de las tropas norteamericanas, se
refirió a la vida bajo las nuevas provisiones en términos severos: “No hay libertad, no hay
derechos, no hay protección en lo absoluto, no existe ni el derecho a viajar”.22 Otras medi-das
posteriores como la imposición del idioma inglés como vehículo de la enseñanza
pública contribuyeron a alimentar el descontento con el colonialismo norteamericano.
El período entre la invasión y el establecimiento del Acta Foraker permitió sentar
las bases constitucionales y jurídicas que habrían de facilitar profundas transformaciones
a lo largo de las siguientes cuatro décadas. Las provisiones económicas de los decretos
militares y del Acta Foraker incluyeron a Puerto Rico en el sistema tarifario y de navega-ción
de los Estados Unidos, establecieron la tasa de cambio monetario a 60 centavos de
dólar por peso español, y limitaron la propiedad de la tierra a no más de 500 acres.
La remosión súbita de Puerto Rico de la esfera de sus mercados tradicionales y su
parcial—luego total—inclusión en el sistema arancelario y de cabotaje de los Estados
Unidos penalizó al café puertorriqueño en los mercados cubano y europeos pero no se
tradujo en puertas abiertas para el aromático grano en los mercados del Norte, donde se
prefería el café más barato de Brasil. El azúcar de Puerto Rico, por otra parte, recibió
acceso preferencial en Estados Unidos: primero con un cargo del 15 por ciento, después
de 1901, libre de tarifas.23 Estas nuevas realidades tarifarias tuvieron un impacto inmedia-to
sobre la economía y el comercio exterior de la isla. Apenas en el año 1901 la proporción
del café entre las exportaciones bajó a un 19.6 por ciento, mientras la del azúcar subió a un
55 por ciento. Esta trayectoria habría de continuar durante el balance de la década. En
1910 el café representaba sólo el 10 por ciento de las exportaciones, mientras el azúcar
llegaba al 64 por ciento. En el proceso, los Estados Unidos se convirtieron en el primer
socio comercial de Puerto Rico, absorbiendo el 84 por ciento de las exportaciones de la
isla y supliéndola con el 85 por ciento de sus importaciones.24
A estos cambios económicos le siguieron transformaciones sociales de largo al-cance.
El advenimiento de una nueva forma de capitalismo basada en el modelo de encla-ve
y el capital monopólico ausentista extremeció los fundamentos sociales y desató pro-fundas
dislocaciones en la sociedad. Gradualmente los hacendados tradicionales sufrieron
desplazamiento y subordinación frente al capital corporativo del Norte el cual se volcó
arrolladoramente sobre el azúcar. Todo esto afectó también a las clases trabajadoras. Las
nuevas relaciones económicas, particularmente el viraje del café al azúcar, aceleraron el
proceso de proletarianización de la fuerza laboral rural y redujeron la autonomía y las
condiciones de vida del trabajador promedio. Los precios de la comida y de los artículos
de primera necesidad aumentaron y el desempleo y la pobreza se generalizaron. Para mu-chos
la emigración se convirtió en la única alternativa para la supervivencia.25
Para concluir, no cabe duda que muchas de las medidas de los gobernadores
militares y varias de las provisiones del Acta Foraker fueron desatinadas y resultaron en
detrimento para Puerto Rico y beneficiaron a intereses económicos de la nueva metrópoli.
Sería un error, no obstante, ver el conjunto jurídico-legal de 1898-1900 como una conspi-ración
para destruir a la elite criolla, empobrecer a las masas trabajadoras, y abrirle las
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puertas de par en par a los intereses económicos del Norte.26 También sería una distorsión
ver a los líderes liberales, luego convertidos en federales, como los campeones de las
clases desposeídas. El drama de 1898-1900 es mucho más complejo. Algunas de las medi-das
de los gobiernos militares, tales como la jornada laboral de ocho horas, la adopción del
juicio por jurado, y la reducción de la edad mínima para el voto, fueron agriamente com-batidas
por Muñoz Rivera, Severo Quiñones, y otros llamados liberales.27 Un libro de
reciente publicación de Kelvin A. Santiago-Valles nos ha traído a la atención las profun-das
divisiones sociales del cambio de siglo y el clasismo y racismo de las élites insulares
frente a los negros y mulatos de la costa y sus ciudades. Estos problemas no eran ni nuevos
ni engendrados por el colonialismo norteamericano.28
En Puerto Rico la guerra del ’98 fue corta pero de largas consecuencias. El torbe-llino
del cambio de siglo enfrentó a dos mundos distintos, un mundo hispano atado al
pasado y un mundo norteamericano que anunciaba el futuro. Los legados feudales ibéri-cos
de sociedad corporativa, de jerarquías heredadas, y de alta valoración del prestigio y el
honor no desaparecieron frente a la llegada de un conjunto de valores ligados al capitalis-mo
con sus propias formas de exclusión guiadas por las fuerzas del mercado. En las déca-das
que le siguieron al ’98, podría añadirse, las formas feudales de exclusión y jerarquía
persistieron —y continúan persistiendo un siglo después— junto a aquellas que asocia-mos
con el capitalismo.
NOTAS
1 El término “Spanish-American-Cuban-Filipino War” es utilizado por Thomas G. Paterson en Mayor
Problems in American Foreign Policy: Documents and Essays, vol. 1 (hasta 1914), 3ra ed. (D.C. Heath:
Lexington, MA, 1989), pp. 381-414; una buena fuente sobre la guerra en Puerto Rico es Ángel Rivero,
Crónica de la Guerra Hispano Americana en Puerto Rico (New York: Plus Ultra Educational Publishers,
Inc., 1973; ed. original en 1921).
2 Para tres evaluaciones anteriores de la historiografía sobre el ’98, ver: Laura Nater Vázquez, “El ’98 en la
historiografía puertorriqueña: del político entusiasta al héroe popular”, Op. Cit.: Boletín del Centro de
Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico 4 (1988-1989): 101-122; María de los Án-geles
Castro Arroyo, “El ’98 incesante: su persistencia en la memoria histórica puertorriqueña”, y Carmelo
Rosario Natal, “El ’98 puertorriqueño en tres tiempos: ensayo historiográfico”, estas dos últimas en Luis
González Vales, ed., 1898: enfoques y perspectivas (San Juan: Academia Puertorriqueña de la Historia,
1997), 17-41, 43-79.
3 Carmelo Rosario Natal, Puerto Rico y la crisis de la Guerra Hispanoamericana (1895-1898) (Hato Rey,
PR: Ramallo Brothers Printing, 1975), 137-8. En la década del 1890 el Partido Autonomista se dividió en
dos facciones, una bajo Luis Muñoz Rivera, la otra bajo José Celso Barbosa.
4 Tomás Blanco, Prontuario histórico de Puerto Rico (Río Piedras, PR: Ediciones Huracán, 1981; ed.
original en 1935), 56, 81; Antonio S. Pedreira, Insularismo (Río Piedras, PR: Editorial Edil, 1973; ed.
original en 1934), 70-74; Luis Muñoz Marín, “The Sad Case of Porto Rico”, The American Mercury
16:62 (febrero de 1929), 136-7.
5 Eda Milagros Burgos-Malavé, Génesis y praxis de la Carta Autonómica de 1897 en Puerto Rico (San
Juan: Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, 1998; Fernando Picó, “La revolución
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puertorriqueña de 1898): la necesidad de un nuevo paradigma para entender el ’98 puertorriqueño”,
ponencia leída en el vigésimosegundo congreso anual de la Asociación de Historiadores del Caribe,
Barbados, 14-19 de abril de 1996, p. 27.
6 Rosario Natal, Puerto Rico, 57-67; Edward J. Berbusse, The United States in Puerto Rico, 1898-1900
(Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1966), 64.
7 Rosario Natal, Puerto Rico, 93-101.
8 Laird W. Bergad, “Agrarian History of Puerto Rico, 1870-1930”, Latin American Research Review 13:3
(1978), 66-76; Berbusse, United States, 150; Thomas J. Vivian and Ruel P. Smith, Everything about Our
New Possessions (New York: R.F. Fenno, 1899), 156-60.
9 Hostos citado en José Luis González, Puerto Rico the Four-Storeyed Country and other Essays (Princeton,
NJ: Markus Wiener, 1993; ed. original en 1980), 4; Salvador Brau, Ensayos: (disquisisiones sociólogicas)
(Río Piedras, PR: Editorial Edil, 1972); Manuel Zeno Gandía, La Charca (Barcelona: Ediciones Puerto,
1973; ed. original en 1894).
10 Muñoz Marín, “Sad Case”, 136-7.
11 Albizu Campos citado en Fernando Picó, 1898: la guerra después de la guerra (Río Piedras, PR: Edicio-nes
Huracán, 1987), 21-22.
12 Picó, 1898, 39; también de Picó, Amargo café: (los pequeños y medianos caficultores de Utuado en la
segunda mitad del siglo xix) (Río Piedras, PR: Ediciones Huracán, 1981) y Libertad y servidumbre en el
Puerto Rico del siglo xix (Río Piedras, PR: Ediciones Huracán, 1979); Andrés A. Ramos Mattei, La
hacienda azucarera: su crecimiento y crisis en Puerto Rico (siglo xix) (San Juan: CEREP, 1981); Laird
W. Bergad, Coffee and the Growth of Agrarian Capitalism in Nineteenth-Century Puerto Rico (Princeton,
NJ: Princeton University Press, 1983); Guillermo A. Baralt, Esclavos rebeldes: conspiraciones y suble-vaciones
de esclavos en Puerto Rico (1795-1873) (Río Piedras, PR: Ediciones Huracán, 1982); y Fran-cisco
A. Scarano, Sugar and Slavery in Puerto Rico: The Plantation Economy of Ponce, 1800-1850
(Madison: University of Wisconsin Press, 1984).
13 Picó, “La revolución”, 3-18.
14 Arturo Morales Carrión, “1898: The Hope and the Trauma” en id. editor, Puerto Rico: A Political and
Cultural History (New York: W.W. Norton, 1983), 133; Rosario Natal, Puerto Rico, 89, 197, 217; Ma-nuel
Maldonado Denis, Puerto Rico: una interpretación histórico-social (México: Siglo Veintiuno Edi-tores,
1973), 52; Gervasio Luis García, “Strangers in Paradise?: Puerto Rico en la correspondencia de los
cónsules norteamericanos (1869-1900)”, ponencia presentada en el Simposio del Caribe entre Imperios,
Princeton University, 5-7 de mayo, 1994, pp. 1-4.
15 Picó, 1898, 74; Rosario Natal, Puerto Rico, 227.
16 Picó, 1898, capítulos 3-5; y Kelvin A. Santiago-Valles, “Subject People” and Colonial Discourses:
Economic Transformation and Social Disorder in Puerto Rico, 1898-1947 (Albany: State of New York
University Press, 1994), capítulo 4.
17 Denis, Puerto Rico, 55; García, “Strangers in Paradise?”, 32; Picó, 1898, 155-60; Rosario Natal, “El ’98
puertorriqueño”, 66-68.
18 Luis López Nieves, “Seva: historia de la primera invasión norteamericana de la isla de Puerto Rico
ocurrida en mayo de 1898”, Claridad, 23 de diciembre de 1983; Carlos E. Pabón Ortega, “El 98 en el
imaginario nacional: Seva o la ‘nación soñada’”, en Consuelo Naranjo, Miguel A. Puig-Samper, y Luis
Miguel García Mora, editores, La nación soñada: Cuba, Puerto Rico y Filipinas ante el 98 (Aranjuez,
España: Ediciones Doce Calles, 1996): 547-557; García, “Strangers in Paradise?”, 33.
19 Muñoz Rivera citado en Morales Carrión, Puerto Rico, 142 y Muñoz Rivera citado en Luis E. Agrait,
“Puerto Rico en el vórtice del ’98: ‘A prisa, a toda prisa, formemos la patria’”, en Nación soñada, 100.
20 Para un resumen de los decretos militares véase: Henry K. Carroll, Report on the Island of Porto Rico
(New York: Arno Press, 1975; ed. original en 1899), 53-55.
21 Para un estudio de la respuesta gubernamental ante el huracán véase: Stuart B. Schwartz, “The Hurricane
of San Ciriaco: Disaster, Politics, and Society in Puerto Rico, 1899-1901”, Hispanic American Historical
Review 72:3 (agosto de 1992): 303-334.
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22 Henna citado en Raymond Carr, Puerto Rico: A Colonial Experiment (Vintage Books: New York, 1984),
33.
23 María Dolores Luque de Sánchez, La ocupación norteamericana y la ley Foraker (la opinión pública
puertorriqueña, 1898-1904) (Río Piedras, PR: editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1980), 45, 63,
78; Bergad, “Agrarian History”, 75-85.
24 Bergad, “Agrarian History”, 75-87; Ángel G. Quintero Rivera, Patricios y plebeyos: burgueses, hacen-dados,
artesanos y obreros (Río Piedras, PR: Ediciones Huracán, 1988), 103.
25 Santiago-Valles, “Subject People”, 59.
26 Schwartz, “Hurricane San Ciriaco”, 333.
27 Picó, 1898, 137; Berbusse, United States, 119, 122.
28 Santiago-Valles, “Subject People”, 46.