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Me propongo recordar en esta conferencia la inmensa fortuna que tuvieron los
navegantes, exploradores y conquistadores españoles al encontrarse, a menudo
por primera vez, con las realidades, las maravillas y las expectativas de los mundos
nuevos y de las sociedades desconocidas que iban apareciendo ante su vista y, al
mismo tiempo, ante su capacidad de acción y reflexión.
Muchos de ellos no detuvieron su atención más de lo que convenía a sus proyectos
o intereses inmediatos, fueran cuales fuesen, desde el enriquecimiento hasta la
evangelización. Otros se preocuparon sobre todo de resolver los problemas que
suscitaba la organización política y administrativa o la defensa de las rutas oceánicas
y de las tierras incorporadas a la Corona de Castilla. Pero algunos, en número no
desdeñable, observaron, narraron, establecieron hipótesis y conclusiones sobre
lo que veían y fueron así pioneros en concebir la profunda transformación de la
visión del mundo y de los hombres que ocurrió en la Europa moderna.
Sus libros fueron editados casi siempre, traducidos y muy conocidos en España
y en otros países europeos durante el siglo XVI, aunque después se les olvidara
con exceso. A veces, aquellos autores gozaron de la protección regia, fueron cos-mógrafos
de la Casa de la Contratación de Sevilla o Cronistas Mayores de Indias
pero, incluso cuando así fue, sus escritos no son obra de funcionarios a sueldo,
sino el resultado de un impulso interior de curiosidad, de afán de saber y de dar
a conocer capaz de entusiasmar todavía hoy a sus lectores: se puede afirmar que
aquellos cosmógrafos e historiadores primitivos de las Indias forman parte de
nuestro patrimonio cultural común y que a todos interesa su conocimiento.
Tuvieron, desde luego, conciencia clara de la novedad que ofrecían con sus escri-tos
a la Europa de la época. Me limitaré ahora a repetir lo que afirmaba el más
antiguo de ellos, Pedro Mártir de Anghiera o de Anglería, un humanista milanés
enraizado e hispanizado en la Corte de los Reyes Católicos:
No abandonaré de buen grado España hoy, porque estoy en la
fuente de las noticias que llegan de los países recién descubiertos
y puedo esperar, constituyéndome en historiador de tan grandes
acontecimientos, que mi nombre pase a la posteridad.
La descripción del Nuevo Mundo
en la primera mitad del siglo XVI:
Pedro Mártir de Anglería y
Gonzalo Fernández de Oviedo
por Miguel Ángel Ladero Quesada
Gonzalo Fernández de Oviedo.
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Carta de Colón a Luis de Santángel
anunciando el Descubrimiento.
Recordaré también la ambición enciclopédica que Gonzalo Fernández de Oviedo
expresaba algunos años después al comenzar su Sumario de la natural historia de
las Indias:
Primeramente trataré del camino y navegación, y tras aquesto diré
de la manera de gente que en aquellas partes habitan; y tras esto,
de los animales terrestres y de las aves y de los ríos y fuentes y mares
y pescados, y de las plantas y yerbas y cosas que produce la tierra,
y de algunos ritos y ceremonias de aquellas gentes salvajes.
Es el mismo Oviedo quien se lamenta, en diversas partes de sus escritos, de la
inmensidad de la tarea al afirmar que es muy corta la vida de un hombre para lo
poder ver ni acabar de entender ni conjeturar (Historia Natural, I, 2).
Centraré ahora mi atención en estos dos autores cuya obra expresa de manera
perfecta la curiosidad y el espíritu de observación que inspiraron a aquellos es-critores,
educados en los valores del Humanismo, y que muestran qué tipos de
conocimientos e ideas transmitieron a sus contemporáneos, contribuyendo así a
la modificación profunda de la visión del mundo que hasta entonces tenían los
europeos. He escogido a Pedro Mártir de Anglería y a Gonzalo Fernández de
Oviedo, ambos cronistas oficiales de Indias en algún momento de su vida, por
la riqueza y densidad de sus obras, por su alcance general y por la difusión e
influencia que tuvieron en su época.
No creo que nadie se extrañe porque considere a Pedro Mártir de Anglería dentro
de los círculos intelectuales españoles. Era milanés de origen y llegó a la corte de
los Reyes Católicos en 1488, siendo ya un humanista maduro de treinta años de
edad pero, desde aquel momento, dedicó todo su trabajo y su genio de escritor
a las cosas de España, fue testigo fiel e identificado con la historia que transcurría
ante sus ojos, y sus opiniones fueron muy tenidas en cuenta, pues acabó sus días
en 1526 siendo miembro del Consejo de Indias. Se conocen más de ochocien-tas
cartas suyas, escritas entre 1488 y 1525, y en 1493 comenzó a redactar sus
Decades de Orbe Novo, la primera de las cuales se imprimió en Sevilla en 1511, y
la totalidad en Alcalá de Henares en 1530.
Aunque Mártir de Anglería nunca viajó a América, sus escritos poseen la enorme
importancia de transmitir el conocimiento directo que tuvo de Cristóbal Colón
y de muchos exploradores y descubridores, y las noticias que recibió de ellos.
Es una transmisión, desde luego, peculiar: nuestro humanista, escribe un autor,
“vio por otros ojos y oyó en castellano lo que escribió en latín. Cada una de estas
etapas supuso una nueva lejanía”. Pero era una lejanía relativa, acentuada tal vez
por sus hábitos mentales dominados por el clasicismo, aunque Mártir de Anglería
se esforzó realmente en asimilar y comprender los cambios y novedades que se
sucedían vertiginosamente. Su curiosidad insaciable iba a la par con cierta actitud
de frialdad intelectual, de impersonalidad, que oculta un entusiasmo intenso,
atenuado por la brevedad de sus referencias, que incluye pocos juicios morales,
al contrario de lo que sucede en otros historiadores de Indias. Pero, en fin, él “vio
todo o casi todo” antes que otros y supo dar testimonio de ello.
Mártir de Anglería, “que redactó su obra casi al filo de los acontecimientos”, fue
de los primeros en constatar “los errores de los sabios de la Antigüedad”, y de los
primeros también en realizar “esa seria mutación mental” que los descubrimientos
imponían a los humanistas. “Que aquellos hombres… empapados por las letras
clásicas, alcanzaran a considerar que gran parte de lo dicho por los antiguos era
fruto de la invención o del error, no pudo serles nada fácil. Anglería fue quizá
el primero que sufrió ese trauma” y así lo va reflejando en las diversas interpre-taciones
que hace, a medida que va pasando el tiempo y va avanzando él en la
redacción de su De Orbe Novo.
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Al comienzo, en 1494, ante la constatación de que Colón no ha llegado a La India,
acepta la hipótesis del Almirante, que habría arribado a la isla de Ofir, “no lejos
del Quersoneso Áureo, principio de nuestro Oriente, más allá de la Persia”. Pero
aquella hipótesis tranquilizadora se desvanece pronto para dar paso a otra, en
1497, en la que introduce las viejas fábulas medievales sobre las islas del Océano,
al escribir sobre las del Caribe lo siguiente: “considerando diligentemente lo que
enseñan lo cosmógrafos, aquéllas son las islas Antillas y otras adyacentes”. Cabe
suponer que la crisis de credibilidad que Cristóbal Colón sufrió por entonces se
debió a lo que podía considerarse como un fracaso porque no había llegado a La
India y todavía no había surgido la evidencia del nuevo continente. Esto último
ocurrió desde comienzos del siglo XVI y Anglería lo asumió, admirándose una y
otra vez hasta que la novedad culmina con la primera vuelta al mundo y el regreso
de la nao Victoria pilotada por Juan Sebastián Elcano: nuestro humanista narra,
en una carta del cuatro de noviembre
de 1522,
Cómo en el transcurso de tres
años, una flotilla (…) ha podido
recorrer un paralelo entero /de
la Tierra/ dirigiendo siempre su
proa hacia el sol poniente, de
las cuales /naves/ una ha vuelto
por Oriente cargada de especias
y clavo; y en esta travesía se ha
encontrado un día de ventaja
(…) dos hechos que parecen
inadmisibles para los estómagos
débiles (carta DCCLXX).
Pero, al mismo tiempo, los avances en el conocimiento del Mar del Sur –el Océano
Pacífico– estimulaban de nuevo la fantasía y el afán de buscar nuevos medios
de enriquecimiento: “la perspectiva de explorar las costas e islas del Pacífico Sur
volvía a despertar la ilusión por lo maravilloso y fantástico, desechada años atrás
ante el “fracaso” de Colón, pero renovada ante la entrada en escena del mundo
azteca, jamás intuido” (D. Ramós Pérez). Y, por otra parte, Pedro Mártir pensaba
juiciosamente que debía de haber especias en muchas otras islas, aparte de las
Malucas, “siempre que disfrutaran de análoga posición en la banda equinoccial y
de semejantes condiciones”. Por eso, una de sus últimas iniciativas fue participar
en la financiación de la expedición de Sebastián Caboto, que ya he mencionado,
hacia “las tierras de Tarsis e Ofir y el Catayo oriental e Cipango”.
Anglería inició, pues, una “reacción ideológica” frente a las afirmaciones de los
clásicos y fue uno de los primeros en plantear esa querella entre los Antiguos y
los Modernos que atraviesa todo el humanismo español del siglo XVI. Al mismo
tiempo, sus observaciones y descripciones sobre las nuevas rutas oceánicas, las
tierras y las sociedades recién halladas fueron una fuente inagotable de noti-cias
y reflexiones para sus contemporáneos. Él aludió por primera vez al cielo
austral, describió nuevas corrientes marinas, introdujo en Europa la palabra
indígena caribeña huracán, prefiriéndola a la clásica tifón. Fue bastante preciso
en la descripción de plantas y animales caribeños aunque Fernández de Oviedo
le reproche su falta de experiencia directa y los errores que aquello provocaba:
el maíz, la batata, la yuca, la piña, el cacao, la güira y el manzanillo aparecen en
sus páginas, así como los vampiros, los tapires, las hutias, las churchas y otros
animales. Pero tampoco en este terreno pudo Pedro Mártir prescindir de sus
lealtades al mundo clásico: así, afirma seriamente que existen diversas Fuentes
de la Eterna Juventud, una de ellas en La Florida (Dec. VII, Lib. VII), y describe el
alcatraz como un ave “semejante a las arpías de los poetas, con cara de doncella,
barba, boca, nariz y dientes”. Y, sin embargo, su escepticismo hacia la existencia
Carta de Juan de la Cosa (1500).
Primera representación de las tierras
americanas.
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de seres monstruosos era ya total en los últimos años de su vida; escepticismo
compartido por Maximiliano Transilvano en su carta de 24 de octubre de 1522
sobre la primera vuelta al mundo:
Creemos ser fabulosos y cosas no verdaderas las que los autores
antiguos dejaron escriptas y que con la experiencia de los presen-tes
/hechos/ pueden aquellas ser reprobadas (…) finalmente estos
nuestros españoles que en esta nao agora volvieron habiendo
dado una vuelta al universo orbe, nunca hayan topado, visto ni
podido saber ni menos oír en todo lo que han andado, que agora
ni en tiempo alguno haya habido ni haya los semejantes hombres
monstruosos … Todo lo que los antiguos cerca desto dijeron se debe
tener por cosa fabulosa y falsa, y que como lo oyeron sin saber
la verdad dello, lo escribieron, y ansí han venido las semejantes
fábulas y mentiras de muy antiguo de unas manos en otras y de
un autor en otro.
Pero la gran cuestión no eran tanto los seres fantásticos sino “la nueva y desco-nocida
humanidad con que se tropezaron los descubridores. Y mucho más desde
que se planteó aquella seguridad de no ser las Indias prometidas lo descubierto
por Colón, porque, entonces, ¿quiénes eran aquellas gentes?. Y lo que era aun
más sugestivo, ¿qué conciencia tenían sobre las grandes cuestiones del origen del
mundo o de las cosas y, lo que era más importante, de los propios hombres?”
(D. Ramos). Anglería conoció inmediatamente los escritos más antiguos, escritos
etnográficos diríamos hoy, sobre los indios taínos de La Española, debidos al je-rónimo
fray Ramón Pané, en 1496, y recibió muchas informaciones pues, según
el testimonio de fray Bartolomé de las Casas, “todos se holgaban de le dar cuenta
de lo que veían y hallaban, como a hombre de autoridad”. Su criterio sobre los
indígenas se construye, sin embargo, a partir de dos elementos interpretativos
ajenos a la experiencia: uno, la utilización del mito del “buen salvaje”, y otro, la
comparación con los pueblos y sucesos de la Antigüedad.
La comparación con sucesos, protagonistas, situaciones o hechos de las culturas
antiguas –entiéndase, la griega y romana– era muy frecuente, y la hallamos después
en escritores de primera categoría para la comprensión del mundo indígena, por
ejemplo el padre José de Acosta, a finales del siglo XVI. Debemos considerar que
con ello los humanistas no sólo rendían tributo a las fuentes de su propio saber,
ni introducían necesariamente un elemento de deformación en sus observaciones
sobre la realidad indiana. Por el contrario, utilizaban el método comparativo en
el nivel que les era posible y creaban así categorías explicativas insustituibles
para estructurar intelectualmente la realidad nueva que estudiaban, realidad que,
desde luego, no confundían con la de los pueblos clásicos. Anglería inauguró así
una práctica que ha caracterizado hasta tiempos recientes a la etnología europea:
el establecimiento de una ecuación relacionando el nivel cultural de los actuales
“pueblos primitivos” con el de los pueblos antiguos o prehistóricos.
También tuvo grandes consecuencias la aplicación de las ideas míticas sobre el
“buen salvaje” y la “edad de oro” primitiva, cuyos últimos restos creyó encontrar
Pedro Mártir entre los indios tainos, habitantes de un edén insular. “Toda aquella
gente –escribe– sin distinción de sexo andaba desnuda y contenta con su natural
estado”. Por eso, el padre Las Casas encuentra en Anglería un precedente a res-petar
y desarrollar cuando escribe:
Andaban todos desnudos, como sus madres les habían parido,
con tanto descuido y simplicidad, todas sus cosas vergonzosas
de fuera, que parecía no haberse perdido o haberse restituido el
estado de la inocencia en que un poquito de tiempo, que se dice
Hurtado de Mendoza, amigo y protector
de Martir de Anglería.
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no haber pasado de seis horas, vivió nuestro padre Adán (Las
Casas, Lib. I, cap. XL).
“Podríamos agregar –añade Salas refiriéndose a Anglería– que la edad felicísi-ma
la define no sólo por la comunidad de bienes, frugalidad, falta de leyes, de
libros, de jueces, sino también por la falta de dinero, símbolo de la corrupción
para nuestro autor”.
No voy a recordar ahora cuánto daño ha hecho en la historia europea, y en
muchos proyectos de organización social, esta imagen intelectual, al parecer
indeleble, sobre la bondad natural de los hombres, cuando, por el contrario, la
experiencia demuestra siempre que la bondad no es un estado de posesión sino de
búsqueda, un compromiso sucesivo y distinto en cada momento histórico e incluso
para cada hombre, entre el ser real y el deber ser ideal. Anglería desde un punto
de vista lejano e intelectual, y Las Casas con su apasionamiento, unilateralidad
exagerada a menudo y compromiso personal, al fundamentar sus argumentos
en una premisa mítica, la del “buen salvaje”, ponían fuera de cualquier duda la
condición humana y racional de los indígenas, y creaban una conciencia crítica
entre los colonizadores, una conciencia de culpa, indispensable y admirable desde
un punto de vista teórico-doctrinal y cristiano, pero no contribuían, sino más bien
al contrario, a poner las bases intelectuales efectivas para resolver o, al menos,
para comprender adecuadamente las situaciones y los problemas concretos que
se planteaban en el choque de culturas. Aunque, en definitiva, la reflexión sobre
estos problemas, a partir de unos criterios propios de la cultura europea occidental
y de la cristiandad latina, fue la aportación mayor de los escritores españoles de
los siglos XVI y XVII a la nueva visión de la humanidad.
Anglería dio noticia y opinión sobre algunos de aquellos problemas. Su equiparación
entre “natural estado” y “bondad natural” desapareció al conocer la ferocidad
de los indios caribes, las luchas entre los indígenas y la existencia evidente de
relaciones de dominio y propiedad. Y cuando tuvo noticias, en 1523, sobre la
cultura azteca, no dudó en escribir que “aquellos pueblos están instruidos y son de
agudo ingenio y habilidosos”, afirmación poco compatible con sus antiguas ideas
sobre los indígenas salvajes y bondadosos. Lo que sucedía era que comenzaba a
imponerse la idea sobre la diversidad de niveles de las culturas y las sociedades
del Nuevo Mundo. Anglería conoció casi exclusivamente el ámbito del Caribe y
observó los efectos trágicos que tuvo en él el contacto entre los conquistadores y
colonos y los indígenas. Los primeros, a menudo indisciplinados y codiciosos, a los
que la lejanía permitía despreciar “las órdenes políticas y los ideales religiosos”, y
los segundos, que ya no eran buenos sino más bien débiles, hasta el punto de que
Anglería consideraba mejor, en 1525, una situación controlada de servidumbre
que la relación directa y tremendamente desigual de los primeros tiempos:
Estos hombres sencillos y desnudos –escribe– estaban acostumbra-dos
a poco trabajo; muchos perecen en su inmensa fatiga en las
minas, y se desesperan hasta el punto de que muchos se quitan la
vida y no cuidan de criar hijos.
Gonzalo Fernández de Oviedo es un autor de importancia capital para las cuestiones
que ahora ocupan nuestra atención. Nació en Madrid, en 1478, y murió en Santo
Domingo, en 1557, ejerciendo el cargo de alcaide de su fortaleza. Los especialistas
en la época de los Reyes Católicos han valorado siempre su experiencia vital como
paje en la corte del príncipe Juan, muerto en 1497, y después, tanto en Italia como
en España, al servicio del duque de Calabria y de Gonzalo Fernández de Córdoba,
el Gran Capitán, y se han beneficiado de sus escritos genealógicos y de la gran
colección de biografías de personajes de aquel tiempo que escribió durante los
últimos años de su vida. Pero la fama principal le viene de su vinculación al Nuevo
Mundo: viajó por primera vez a las Indias en 1514, formando parte de la expedición
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de Pedrarias Dávila a Castilla del Oro, y permaneció en el Nuevo Mundo, salvo
algunas estancias en España, desde 1520. Fue cronista oficial de Indias desde 1532
y supo acopiar y transmitir una cantidad inmensa de información, contenida en
dos libros fundamentales, el Sumario de la natural historia de las Indias, impreso en
Toledo en 1526, y la Historia general y natural de las Indias, cuya primera parte se
editó en 1535, aunque el resto permaneció inédito hasta 1851.
El Sumario y la parte publicada de la Historia tuvieron gran fama y difusión inmediatas,
en especial el primero, traducido, como testimonia el mismo Oviedo, al italiano,
francés, griego, latín, alemán, árabe y turco, citado y utilizado por naturalistas y
hombres de ciencia de los siglos XVI al XVIII. La Historia comprende, en su versión
definitiva, cincuenta libros –son más de 2.500 páginas de letra menuda–, escritos
a lo largo de cuarenta años cuyo “valor fundamental no reside, con ser grande, en
su detalle narrativo ni en su extensión (…), sino en la naturaleza y variedad de las
fuentes utilizadas y el criterio con que las ha empleado” (Salas), fundado siempre
en la experiencia o en el testimonio directo analizados críticamente. Oviedo escribe
en castellano, lo que otorga a su relato una fluidez y riqueza de matices de la que
carece el de Anglería, sujeto a las pautas literarias latinas, y lo hace consciente de
que ése es su deber y su orgullo, por su condición española:
¿Qué fuera justo que una historia tan alta e nunca vista, e tan
deseada e çierta, e tan famosa e grande, e tan maravillosa e tan
auténtica como la que tengo entre manos (…) fuera justo relatarla
en sermón extraño?
Fernández de Oviedo escribió a la vez como geógrafo, naturalista, etnólogo e
historiador. Es admirable comprobar hasta qué punto fue todas aquellas cosas
sin llegar a ser plenamente ninguna de ellas si aplicamos a sus escritos nuestros
actuales criterios. En su obra se mezcla toda la grandeza y todo el arcaísmo propio
de los clásicos, de modo que su lectura directa no se puede sustituir por ningún
comentario, pero éstos son indispensables para aclarar las ideas y maneras de
entender la realidad que subyacen en las cambiantes formas externas de expo-sición,
y para introducir algunos criterios de orden en el inmenso conglomerado
de noticias y opiniones que Oviedo acumuló en sus libros.
Una geografía nueva
Ante todo, nuestro autor descubre y describe una geografía nueva que él no
duda en concebir como parte de un mundo único cuyo conocimiento se está
completando gracias a los descubrimientos. América no es, a decir verdad, un
Nuevo Mundo:
Porque –escribe– ni esto de acá es más nuevo ni más viejo de lo
que son Asia, África y Europa. /Y añade/: toda la tierra del universo
está dividida en dos partes, y (…) la una es aquella tierra que los
antiguos llamaron Asia e África y Europa (…), y la otra parte o
mitad del mundo es aquesta de nuestras Indias (…) la Tierra Firme
destas Indias es otra mitad del mundo, tan grande o por ventura
mayor que Asia, África y Europa.
Oviedo sólo cedió a la tentación de aceptar a los autores antiguos, en el aspecto
geográfico, cuando afirmó que las Antillas correspondían a las fabulosas Islas
Hespérides, e incluso en esto hemos de ver cierto cálculo político, puesto que el
mítico Hesperus fue rey de Iberia, de modo que aquella afirmación venía a añadir
algo a la legitimidad del dominio de Carlos V en América.
La comparación y la búsqueda de posibles antecedentes bíblicos o clásicos está
presente en toda la obra de Oviedo, así como muchas reminiscencias de una
Historia General de las Indias. Gonzalo
Fernández de Oviedo.
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cultura popular común a finales de medievo, pero lo más importante es que
en ella se muestra como el mejor conocedor de la América de su tiempo: sus
descripciones de las costas atlánticas demuestran la rapidez y minuciosidad de la
exploración hecha por los marinos españoles. Sus noticias sobre el Mar del Sur u
Océano Pacífico son más interesantes incluso porque la exploración estaba en sus
comienzos: no se plantea la cuestión sobre la hipotética Quarta Pars del mundo
porque lo que le interesa, sobre todo, es el conocimiento de las costas americanas
–sólo se habían explorado entonces las
del Pacífico sur– y la posibilidad de
que América y Asia estuvieran unidas
por el norte, cosa que Oviedo no cree
(HG, I, 184).
Le preocupó también el problema de
la medición del diámetro de la Tierra,
y facilitó datos sobre las dimensiones
del Océano Pacífico que despertaron
controversia en la Europa de su tiem-po
y, en fin, su admiración por las
realidades del universo nuevamente
descubiertas, le llevó a conseguir del
emperador Carlos V, en 1525, la inclusión de las cuatro estrellas de la Cruz del
Sur en su propio escudo de armas.
Plantas y animales
Sin embargo, su afición principal fue la descripción de los seres vivos que poblaban
las Indias y, en este sentido, fue ante todo naturalista y etnólogo. Para Oviedo,
al modo medieval, “la omnipotencia divina resplandece en la variedad de las
criaturas” (Gerbi) o, dicho de otra manera, “la contemplación del mundo visible
acaba conduciendo a Dios”, de modo que:
No es de maravillarnos –escribe– de alguna gente vestida o desnuda,
porque el mundo es largo y no pueden todos los hombres verle; y
para esto quiere Dios que yo y otros se den a estas peregrinaciones
y las veamos, y se escriban, para que a todos sean notas y de todo
se le den loores (XXVI,10).
El entusiasmo se muestra ya al comienzo de sus escritos:
¿Cuál ingenio moral sabrá comprender tanta diversidad de lenguas,
de hábito, de costumbres en los hombres destas Indias, tanta
variedad de animales … tanta multitud inenarrable de árboles
… plantas y hiervas útiles … tantas diferencias de rosas e flores e
olorosa fragancia? (I,I,2-3).
Fernández de Oviedo se basa, ante todo, en la experiencia; es un empírico que
observa y escribe antes del desarrollo sistemático del conocimiento científico
moderno. Claro está que contó con modelos literarios clásicos para llevar a cabo
sus descripciones: Teofrasto en botánica, Plinio en zoología, algunos elementos
tomados de diversos bestiarios medievales y, como último recurso, el relato bíblico
contenido en el Génesis. Pero lo más importante es su empeño en dar razón de lo
que ve y, más todavía, de situar en marcos geográficos regionales a las plantas y
animales que estudia (“dar a cada animal su propia patria”, II,27), de modo que
la ordenación de su obra, donde estos aspectos se mezclan con los propiamente
historiográficos, es cosmográfica, no cronológica: la isla Española, en primer lugar,
las Antillas a continuación, las diversas regiones de la Tierra Firme americana
por último.
Planisferio de Cantino (1502) con repre-sentación
de las costas occidentales de
América.
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Las descripciones de Fernández de Oviedo tienen a menudo una finalidad uti-litaria
de modo que ponen el acento, a menudo, en el interés alimenticio o el
valor terapéutico. No podía ser de otro modo porque estaba siempre en juego la
posibilidad de adaptación e incluso de supervivencia. “Los españoles en América
–escribe Gerbi– se encontraron con la necesidad de volver a recorrer en pocos
años (pero con la ayuda de una experiencia plurimilenaria) el camino que la
humanidad había recorrido desde que comenzó a utilizar y enderezar a sus fines
los productos de la naturaleza”.
En resumen, Oviedo “ha abierto ante los asombrados ojos de los europeos, el
pórtico de una naturaleza desconocida” (E. Álvarez López). “Estudia –añade Esteve
Barba– por primera vez muchas especies, a veces con una precisión admirable,
aun en un tiempo en que la técnica estaba por crear”. Sería absurdo el intento de
resumir sus aportaciones en una página, de modo que mencionaré sólo algunos
ejemplos, no necesariamente los más importantes.
Sus descripciones botánicas son numerosísimas, incluyendo el precioso dibujo
literario que hace de la selva virgen. Pasan por sus páginas el caucho, el pochote
o seda vegetal, la coca, el tabaco, el maíz, la batata, los frijoles, el cacahuete,
el pimiento, la piña, la yuca, la pita, el henequén, el cacao, diversos tipos de
cactos, así como gran cantidad de árboles. Dedica cuatro libros a la descripción
de los animales, entre ellos muchas especies autóctonas: el oso hormiguero, los
perezosos, los encubertados, las churchas, las llamas u “ovejas del Perú”, los bi-sontes
o “toros monteros”, las iguanas, los caimanes, las serpientes de cascabel,
los tucanes, alcatraces y cuervos marinos, los guajalotes o pavos mejicanos, los
vampiros, las tortugas gigantes, los manatíes, los tiburones, los peces espada, los
peces voladores, las enormes arañas, etc., etc. Es notable que Oviedo se extrañe,
en términos muy tradicionales, al observar que a veces los animales americanos
no responden a las características de su especie esenciales para la simbología me-dieval:
¿cómo explicar, por ejemplo, que los leones de las Indias no se mostraran
fieros, cual corresponde al rey de los animales, o que los perros no ladraran si
ésta era su principal obligación como vigilantes?
Como buen colonizador, dedica amplios espacios de su obra a describir las for-mas
de aclimatación de especies animales y vegetales traídas de Europa. Pero a
nosotros puede interesarnos más ahora lo contrario, porque la aclimatación de
especies americanas en Europa vino a ser otra vía, modesta y anónima si se quiere,
por medio de la cual los españoles, y tras ellos otros europeos, comenzaron a
tener motivos para modificar viejas ideas, al menos en lo tocante a sus hábitos
alimenticios. En la España del siglo XVI se aclimataron plantas alimenticias y
medicinales, así como otras ornamentales de las que hay menos noticia, aunque
muchas de ellas tardarían en alcanzar la difusión que posteriormente han tenido:
el maíz, la batata, la piña americana, las guindillas y pimientos, el tomate, el
tabaco, el girasol, la patata, el cacahuete, el algodón en su tipo americano, las
pitas y chumberas.
Los indígenas. La conquista
La observación etnológica constituye otra gran aportación de Fernández de Oviedo
al desarrollo precientífico del conocimiento sobre los indígenas. El valor de su
obra es comparable al de autores posteriores como fray Bernardino de Sahagún
(Historia de las cosas de la Nueva España) y el padre José de Acosta (Historia natural
y moral de las Indias y De promulgando Evangelio apud barbaros sive de procuranda
Indorum salute). Oviedo aparece, una vez más, como precursor: es, escribe M.
Ballesteros, “un océano de materiales (…) no hay casi ni un solo capítulo de los
muchos libros de su Historia en el que no se refiera a una costumbre indígena, a
un detalle de armamento, vestimenta o vivienda de los primitivos”.
Portada de la Edición de la Historia
General de las Indias. Fernández de
Oviedo.
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La actitud intelectual de Fernández de Oviedo es especialmente abierta y moderna
en sus observaciones sobre las culturas aborígenes debido a “las dotes de obser-vación
que tiene y a la precisión descriptiva” (Ballesteros), a que apenas expresa
juicios de valor mezclados con las descripciones –otra cosa es su opinión general
sobre los indígenas y la conquista, a la que luego aludiré–, y su capacidad para
intuir que los usos y costumbres forman parte de sistemas culturales completos en
sí mismos y que éstos son el resultado de procesos de adaptación entre hombre
y medio, de modo que es posible encontrar rasgos estructurales semejantes en
pueblos muy distintos o alejados en el tiempo y en el espacio. Claro está que él
utiliza otras palabras para expresar esta idea:
Yo sospecho que la natura es la guía de las artes, e non sin cabsa
suelen decir los florentinos en su vulgar proverbio: tutto el modo e
como a casa nostra. Y así me paresce, en la verdad, que de muchas
cosas que nos admiramos de verlas uasadas entre estas gentes e
indios salvajes, miran nuestros ojos en ellas lo mismo, o cuasi, que
hemos visto o leído de otras naciones de nuestra Europa e de otras
partes del mundo bien enseñadas (Historia, VI,XLIX).
Pero, en la mayoría de las ocasiones, la comparación se establece con culturas
antiguas o exóticas: scitas y númidas de la Antigüedad, mongoles o tártaros
medievales… Se diría que Oviedo esboza la idea de que hay rasgos universales
de lo primitivo, olvidados ya en Europa, tales como las fiestas propiciatorias
sangrientas, la promiscuidad sexual, los tatuajes, los enterramientos con ajuar
y joyas. A veces nos podemos sentir tentados a extraer de sus ideas más de lo
que el mismo Oviedo puso en ellas, por ejemplo cuando, refiriéndose a ciertas
costumbres, escribe: “tan al propio, que paresçe que los indios a los tártaros lo
enseñaron, o que de Tartaria vinieron a la Tierra Firme los tequinas o maestros
de sus viçios” (XXIX,27).
El método comparativo es, por lo tanto, un medio para intentar compren-der
mejor los motivos de aquellas extrañas y bárbaras costumbres, demostrando
que no sólo las tenían los indios sino también otros pueblos. Por lo demás, Oviedo
percibe muy bien la existencia de diferentes áreas culturales en América:
Hay en este imperio de las Indias (…) tan grandes reinos e provinçias
y de tan extrañas gentes y diversidades e costumbres y ceremonias
e idolatrías (…) que es muy corta la vida de un hombre par lo poder
ver ni acabar de entender e conjeturar (Historia, I, p. 2).
Oviedo tuvo un respeto especial hacia la toponimia y las lenguas indígenas en sus
descripciones: “como buen etnólogo –apunta M. Ballesteros– comprende que para
la diferenciación de los pueblos, la lengua es un elemento crítico indispensable”.
Sus libros contienen un repertorio abundante de palabras indígenas, algunas de
las cuales han pasado al castellano: bohío, hamaca, petaca, barbacoa, canoa,
piragua, macana, enaguas, sabana, cacique, huracán, tabaco, maíz…. Pero lo
más útil para el etnólogo actual es acudir a Fernández de Oviedo como fuente de
conocimientos. Mencionaré, muy brevemente, sus descripciones sobre los vestidos,
por ejemplo los de cuero de los indios del Mississipi, las viviendas, los arcos y
flechas, las boleadoras de los guaraníes, las pinturas de guerra, las hamacas, las
pipas de tabaco, las plantas medicinales, la obtención de fuego mediante palos
frotadores, los cantos y bailes, los juegos (así, el juego con pelota de caucho), las
estructuras de la familia (con especiales menciones al incesto y la poligamia), la
homosexualidad, el canibalismo, los sacrificios sangrientos y otros ritos religiosos,
las costumbres funerarias, los templos (incluye una descripción de los templos
mayas), y tantos otros aspectos.
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Pero una cosa es el deseo de precisión para describir la arquitectura cultural de los
indios y otra el juicio de valor que merecen a Oviedo sus diversos aspectos. Así,
por ejemplo, los sacrificios sangrientos son “cosa muy religiosa y sancta entre los
indios” pero ello se debe a que su religión es una forma de adoración al demonio,
con lo que el autor introduce una valoración que, como todas las suyas, compara
lo indígena con lo europeo o, como él diría, con lo cristiano.
Y, en general, el juicio de valor que Fernández de Oviedo expresa sobre los diversos
aspectos de la cultura indígena no es positivo. Los indios habrían degenerado en
su condición humana, al no conocer a Dios ni al cristianismo, lo que implicaba
cierto grado de culpabilidad, porque nuestro autor no podía comprender que el
mensaje evangélico no hubiera llegado ya a aquellas tierras en tiempos remotos.
La imagen que ofrece de los indios no es simpática: describe sus culturas, pero
no les reconoce un valor propio como tales –aunque comprende que existan y
piensa que muchos de sus rasgos son útiles–. Entiende que la evangelización es
el camino para reintegrar a los indígenas en la plenitud de su propia humani-dad
y en el medio cultural más perfecto que él podía concebir, es decir, el de la
cristiandad latina: ésta sería la justificación y legitimación, en última instancia,
de la conquista.
Hay que comprender el resto de las opiniones y argumentos de Fernández
de Oviedo a partir de este argumento general, que compartían casi todos los
europeos de su tiempo. Los indios estarían por debajo de sus propias posibilida-des
humanas en la medida en que eran vagos, viciosos, mentirosos, cobardes,
torpes, melancólicos, inclinados al mal, “gente cruda e de ninguna piedad (…)
muy pocos o raros son los que se duelen del mal ajeno e aun muchos de ellos no
tienen piedad de sí propios”. Pero esto no se debería a motivos étnicos –no hay
racismo en las descripciones de Oviedo aunque piense que son mejores, por ser
los suyos, los patrones somáticos y estéticos europeos–, sino al oscurecimiento
de la personalidad moral de los indios.
Es cierto que nuestro autor sólo conoció bien las culturas antillanas: sus opiniones
comenzaron a matizarse a medida que tuvo noticia de las altas culturas mejicana
y peruana, aunque sin cambiar el fundamento ideológico. Me parece que sus
afirmaciones sobre la servidumbre “natural” del indio, mientras recorre el camino
de su promoción humana completa, se entienden mejor en este contexto mental
que, en definitiva, deriva de las ideas de Aristóteles sobre el carácter “natural” de
la obediencia y el mando, tan desigualmente repartidos entre los hombres.
La conquista se justifica por sí misma, porque viene a cumplir, al modo medieval,
el plan de Dios. Algo así, parafraseando la expresión de la cronística francesa de
las cruzadas, como una especie de Gesta Dei per hispanos. Pero dicho esto hay que
añadir inmediatamente que Oviedo no es un escritor épico ni triunfalista: el senti-do
crítico hacia los abusos y los excesos de los españoles aparece continuamente
en su obra, cargada de juicios morales que contraponen la razón superior de la
conquista a las sinrazones de muchos de sus actores. Lo más notable es que esta
autocrítica le duele más en su condición de hidalgo español que en la de cristiano,
al contrario de lo que le ocurría a fray Bartolomé de las Casas, de modo que en
la obra de Las Casas encontramos una reflexión apasionada, radical y generali-zadora
que exige la disociación entre la conquista y la evangelización pacífica,
mientras que en la de Oviedo hay otra reflexión, mucho más fría y condicionada
culturalmente pero también sincera, sobre los motivos de que la violencia de la
conquista, que puede ser justa, hubiese crecido en muchas ocasiones concretas
hasta llegar a niveles injustificables y abusivos de codicia y crueldad.
Fernández de Oviedo expresa sus puntos de vista a través de un relato minucioso
y preciso, lo que le permite descender al análisis de las causas y situaciones con-cretas
con una capacidad de observación que a veces no ha sido superada por
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historiadores posteriores. Por ejemplo, cuando describe los motivos de la desapa-rición
de los indios antillanos: el trabajo, “al que no estaban acostumbrados”, los
suicidios, la viruela, los abusos de los encomenderos. Oviedo, que tiene un punto
de vista nobiliario y monárquico, atribuye los excesos a la condición heterogénea
y villana de muchos de los soldados y colonos que habían venido a las Indias, y la
contrapone a “los buenos e virtuosos hidalgos e los perfectos españoles e gente
de honra que por estas partes están”. Añade otra causa para explicar la falta de
justicia en muchas situaciones: la lejanía del poder real debido a la inmensidad
de las distancias lo que, desde luego, era cierto. Pero no llega a diferenciar la
violencia de los abusos de la violencia generada por las mismas estructuras de
relación entre indios y españoles.
A partir de estas premisas, es posible apreciar mejor en su significado real los
elementos de comprensión o de crítica hacia la actitud de los indígenas que surgen
en las páginas de la Historia de Fernández de Oviedo. En general, es necesario
leerlo, como a otros historiadores “primitivos” de las Indias españolas, sin perder
de vista cuáles eran las escalas de valores vigentes en su tiempo y en el medio
sociocultural de cada uno de ellos, para evaluar más adecuadamente lo mucho
que aportaron a las nuevas visiones del mundo y del hombre que nacían al co-mienzo
de la Edad Moderna.