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Ley de Patrimonio (BOC Nº 36 de
24/03/99)
La Ley 4/1999, de 15 de mar-zo,
de Patrimonio Histórico de
Canarias: ocho años de anda-dura
y una necesaria revisión.
por José Carlos Cabrera Pérez y Santiago Febles Martel.
Fuimos muchos los que celebramos
allá por el mes de marzo de 1999 el
nacimiento de una ley específica para
Canarias, que regulase una materia tan
compleja, a la vez que desconocida entre
el gran público, como el patrimonio
histórico. La venerable –y venerada- Ley
del Patrimonio Histórico Español, en
vigor desde 1985, requería una adap-tación
a las peculiaridades de nuestra
tierra; lo que se unía a la urgencia de
cubrir el vacío normativo existente
en una competencia asumida como
propia por la Comunidad Autónoma
en su Estatuto.
A vuelapluma, la valoración general de
la nueva Ley (en adelante, LPHC) fue
bastante positiva: un extenso articulado,
estructurado en una correcta sistemática
de apartados –régimen competencial,
Bienes de Interés Cultural (BIC), Bienes
Muebles, patrimonios específicos, etc-;
un tratamiento minucioso y pormeno-rizado
de la problemática en cada uno
de ellos; y una expectativa ilusionante
de que, por fin, se contaba con un ins-trumento
legal propio, que permitiría
desatascar el atolladero administrativo
en el que se encontraba sumido el
patrimonio canario.
Sólo algunas voces críticas se elevaron
respecto al contenido del texto legal,
que no llegaron a concretar los motivos
del desacuerdo y que más reflejaban un
espíritu revisionista genérico que una reflexión derivada de su lectura detenida.
Durante casi nueve años de aplicación la LPHC ha arrojado un balance ambi-valente.
En su favor ha de reconocerse que supuso un punto de inflexión en la
gestión del patrimonio histórico del Archipiélago, potenciando el papel de los
Cabildos Insulares como Administración clave en esta tarea; a la vez que ponía
algo de orden en los diferentes procedimientos administrativos: autorizaciones
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de obra, declaración de BIC, intervenciones arqueológicas, entre otros. Novedosa
sería también la apuesta por proteger el patrimonio etnográfico y el inmaterial
–íntimamente asociados-, con una regulación específica para los mismos.
Pero la práctica cotidiana y el balance de estos años han demostrado que la LPHC
constituye una norma manifiestamente mejorable, tanto en sus aspectos concep-tuales
como en los procedimentales. Adolece la ley en muchos de sus artículos de
precisión terminológica, como también de imprecisiones y contradicciones, además
de vacíos legales que hacen difícil su aplicación y, sobre todo, no garantizan la
conservación de los bienes patrimoniales.
Tampoco ha ayudado mucho la falta de coordinación con otras normas, como
las referidas a la ordenación del territorio, con las que no sólo no armoniza sino
que llega a colisionar frontalmente.
En su defensa cabe señalar que la materia objeto de regulación, el patrimonio
histórico en sentido genérico, es muy proclive a la indefinición jurídica y a la proli-feración
de conceptos jurídicos indeterminados, como ha reiterado la doctrina. Por
su propia esencia, no deja de ser sino una construcción intelectual de la sociedad
contemporánea, cuya élite pensante ha convenido en los albores del siglo XXI lo
que posee valor patrimonial y lo que no; sin atenerse a criterios rigurosamente
objetivos y, desde luego, sin consenso entre los distintos especialistas.
La consecuencia es la notable carga de subjetividad que subyace en el concepto
de “patrimonio”: ¿dónde reside el valor cultural de una obra?, ¿qué valor patri-monial
poseen las construcciones más humildes y los objetos cotidianos?, ¿en qué
medida éstos contribuyen a conformar la identidad cultural de una sociedad?;
¿hasta qué punto se puede considerar patrimonio lo que no es reconocido como
tal por la mayoría social?.
Son incertidumbres que gravitan sobre
el concepto de patrimonio histórico y
que, de forma ineludible, condicionan
la eficacia de su ley reguladora. Pero
aún así, no se puede renunciar a la
aspiración de disponer de un texto
legal rotundo y preciso, sin lagunas
jurídicas y garante del cumplimiento
de los fines que justificaron su promul-gación:
la protección y conservación
del patrimonio histórico.
No será objeto de este artículo, por lo
desmesurado, exponer de forma por-menorizada
la totalidad de los cambios
que la LPHC requiere para mejorar
su eficacia, a tenor de la experiencia
acumulada por su aplicación durante los
últimos años. Son muchos los detalles y
las pequeñas precisiones a desarrollar,
como para ser expuestos en el reducido
espacio de estas páginas.
Pero no podemos menos que esbozar los grandes problemas que la Ley genera
y que pudieran articularse en tres grandes aspectos de necesaria revisión: los
conceptuales, el reparto de competencias y los referidos a diversos procedimien-tos
e instrumentos de gestión del patrimonio, que la LPHC obvia o concreta de
forma deficiente.
Calle Calvario, Nº54, junto con el Nº52,
BIC con categoría de Monumento. (BOC
nº 66 de 24 de mayo de 2002)
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Excavación arqueológica en Mesa del
Mar.
Definiciones y conceptos jurídicos
mejorables
Desde el punto de vista conceptual, el
propio título de la LPHC debiera optar
por un término más global y omni-comprensivo
como el de “Patrimonio
Cultural”, sustituyendo al de “Patrimonio
Histórico”, más arcaizante y limitado.
Los bienes patrimoniales, portadores
de valores identitarios, no pueden
estar constreñidos por el corsé cro-nológico
de “lo histórico”, evocador
de “lo pasado”, “lo antiguo”; siendo
paradigmática la consideración del
patrimonio etnográfico e inmaterial,
manifestación de cultura viva contra-puesta
a lo histórico, como materia
regulable por la ley. Esta opción se ha generalizado a escala internacional –en
especial, por la UNESCO-, así como en otras CCAA.
Entre las ausencias más destacadas, resulta llamativo que el legislador haya de-jado
fuera de la norma el patrimonio documental y bibliográfico, remitiéndolo
a su propia ley específica. A nadie se le escapa que los documentos tienen valor
como bienes culturales, equiparable al de cualquier otra categoría de éstos. Esta
separación supone un paso atrás respecto a la legislación nacional, que dedicaba
un Título completo a este patrimonio particular.
Por el contrario, la LPHC introduce la novedad de regular el patrimonio paleon-tológico,
cuando, desde un punto de vista conceptual, no forma parte de él. Este
tipo de patrimonio está constituido por fósiles, es decir, por vestigios de especies
animales o vegetales extinguidos hace cientos o miles de años y englobados en la
esfera del patrimonio natural. Poco tienen que ver estos elementos naturales con
el patrimonio cultural, por lo que deben ser protegidos y regulados a través de
la normativa sectorial en materia de medio ambiente. De hecho, una de las cate-gorías
de Espacio Natural Protegido reconocidas para Canarias, los Monumentos
Naturales, incluyen “las formaciones geológicas y los yacimientos paleontológicos”
como unidades naturales a proteger singularmente. Este solapamiento legal, que
sólo puede ser fuente de contradicciones, se resolvería excluyendo el patrimonio
paleontológico de la LPHC.
De más difícil resolución es concretar una definición de “patrimonio arqueológico”,
dados los múltiples y vanos esfuerzos realizados por los diferentes legisladores
autonómicos –incluso, por los redactores de documentos internacionales- por al-canzar
un resultado satisfactorio. Inspirada en la que contiene la legislación estatal
y asumida por muchas CCAA, ha sido muy criticada por los especialistas, dado su
carácter estrictamente instrumental: se trata de un patrimonio que se define por
su método de estudio (“conjunto de bienes inmuebles y muebles de carácter histórico
susceptibles de ser estudiados con metodología arqueológica”)
La crítica obedece a que la metodología arqueológica tiende a utilizarse en el co-nocimiento
de los diferentes periodos históricos. Existe una arqueología industrial,
moderna, medieval, y su método puede ser utilizado para estudiar una iglesia,
un castillo, unas salinas o un enterramiento aborigen. Se trata de una definición
instrumental con un carácter transversal que trasciende y engloba los diferentes
patrimonios, de manera que todo el patrimonio cultural es arqueológico, porque
todo él es susceptible de ser estudiado con metodología arqueológica.
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Conjunto histórico de Garachico, BIC de-clarado
en 1994 (BOC Nº 28 17/03/94) Esta discusión teórica no tendría mayor trascendencia jurídica, si a renglón
seguido la LPHC no declarara el carácter de bienes de dominio público de los
objetos arqueológicos, intuyéndose una peligrosa patrimonialización pública de
la totalidad del patrimonio cultural.
Por último, podrían citarse algunas definiciones sensiblemente mejorables, no tanto
por sus posibles repercusiones jurídicas, como por asegurar una mejor precisión
técnica y conceptual. Ocurre con las definiciones de las distintas categorías de
BIC o con la necesaria inclusión de una definición de “yacimiento arqueológico”,
reiteradamente citado por la Ley.
Un peculiar reparto de competencias
Desde una perspectiva reduccionista, la distribución competencial establecida por
la LPHC entre las distintas Administraciones Públicas pone de manifiesto un prota-gonismo
ejecutivo de los Cabildos Insulares, que asumen, con carácter preferente,
las competencias autorizatorias en los BIC, la función inspectora y sancionadora,
la suspensión de obras no autorizadas y, en general, todas aquellas tendentes a
garantizar la protección y conservación de los bienes patrimoniales en cada isla.
Mientras que los Ayuntamientos asumen competencias de vigilancia y colabora-ción
en la gestión del patrimonio, la Comunidad Autónoma desempeña funciones
muy genéricas de coordinación y de supervisión, si bien se reserva –de forma
sorpresiva- las competencias exclusivas en el otorgamiento de autorizaciones para
la realización de intervenciones arqueológicas en el Archipiélago.
Y lo calificamos de sorprendente porque no se justifica el “recelo” de la Administración
Autónomica a ceder la competencia autorizatoria en materia arqueológica a las
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Corporaciones Insulares, frente a la ausencia de reparos en hacerlo respecto a las
intervenciones y obras en los principales monumentos de cada isla -declarados
BIC-, para los que sí existe “confianza” en el buen hacer de los Cabildos. La sorpresa
es aún mayor si revelamos que en estos ocho años de vigencia de la LPHC dicha
Administración Autonómica no ha contado nunca –ni cuenta hoy- en su plantilla
con técnico alguno especializado en Arqueología, capacitado para valorar el rigor
y calidad de los proyectos de intervención que se autorizan.
En contrapartida, los siete Cabildos Insulares –que sí cuentan con arqueólogos
en sus plantillas- se ven supeditados a los plazos de otorgamiento de las autori-zaciones,
incluso para intervenciones urgentes –con riesgo de pérdida para los
propios vestigios materiales-, que podrían ser efectuadas por los técnicos propios
de las Corporaciones.
Nuevos instrumentos de protección y procedimientos
Queremos hacer hincapié a continuación en aquellos aspectos procedimentales
que debieran ser modificados dada su escasa operatividad y, sobre todo, por
la demostración empírica de que, en su configuración actual, no garantizan el
objetivo fundamental de proteger el patrimonio.
Asimismo, la estructura de los instrumentos de protección de los bienes inmuebles
establecida por el legislador resulta inadecuada, al reducirlos a dos fórmulas: la
declaración de BIC o la inclusión en los catálogos municipales.
El primero de los procedimientos se reserva para aquellos bienes singulares y
relevantes, debiendo constituir una suerte de grupo selecto y no demasiado
amplio, que englobe las construcciones más señeras de cada isla. Sin embargo, la
realidad demuestra –al menos en la isla de Tenerife- que la figura del BIC se viene
empleando sistemáticamente con el fin de asegurar la protección de inmuebles sin
un valor patrimonial excepcional, que no pueden ser incluidos en el correspondiente
catálogo de protección municipal, ya sea porque éste no ha sido redactado, ya
por falta de voluntad política para proceder a dicha inclusión.
Entramos en este punto en uno de los aspectos más controvertidos y delicados en
la actual situación del patrimonio en las islas, que no es otro que la problemática
de los Catálogos municipales y su deficiente regulación. Si desde la perspectiva del
principio de autonomía local, parece coherente que sean los propios Ayuntamientos
los que decidan qué patrimonio desean proteger; la práctica demuestra que el
objetivo de protección no siempre es prioritario en las corporaciones municipales,
amparándose en una legislación urbanística que les permite elaborar los Catálogos
como instrumentos independientes del planeamiento y sin previsión de fecha. En
definitiva, se deja en situación de indefensión absoluta el grueso del patrimonio
inmueble de cada municipio.
Esta ambigüedad se traduce en un elenco de Catálogos –cuando existen-, confec-cionados
por supuestos equipos multidisciplinares, en los que los especialistas en
materia de patrimonio son “rara avis”. En muchos casos, la elección de los inmuebles
a catalogar se mueve más por la estrategia de desarrollo urbanístico y por criterios
especulativos, que por el verdadero valor patrimonial de los mismos.
Y en todo el proceso de aprobación de estos Catálogos, el papel de los Cabildos
–como Administración superior ajena a posibles intereses y favores locales- se
limita a emitir un informe durante la tramitación de los Catálogos que apenas a
supera el rango de mera sugerencia.
La solución adoptada por la mayoría de las CCAA –no así por Canarias- ha sido la
introducción en la Ley de un instrumento intermedio de protección, intercalado
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entre la figura de los BIC y la de los Catálogos municipales. Un Catálogo general
de bienes inmuebles que acoge a todos aquellos que, sin tener la prestancia
suficiente para ser declarados BIC, poseen suficiente valor y significación como
para gozar de una protección singular. Se incluirían, asimismo, todos aquellos
bienes de interés que, por la razón que fuere, no hubieran sido catalogados por
los ayuntamientos. Este Catálogo, que en nuestro Archipiélago debería tener un
carácter insular, sería elaborado y gestionado por cada Cabildo, introduciendo un
mecanismo de protección adicional de gran potencia y eficacia.
Los BIC y su régimen específico
El régimen jurídico de los BIC no experimentó grandes variaciones con la entrada
en vigor de la LPHC respecto a lo dispuesto en la ley estatal. Bien al contrario,
se introdujeron algunas novedades que contribuyeron a una mejor precisión, en
especial, en lo referido a las nuevas categorías de BIC.
Sin embargo, uno de los aspectos más controvertidos de su procedimiento de
aprobación es lo dispuesto en el célebre art. 20, relativo a la suspensión de li-cencias
de obra durante la tramitación del expediente, por el que se limitan las
obras permitidas a las estrictas de conservación, consolidación o de fuerza mayor.
Amplia ha sido la polémica en los medios ante el anuncio de la posibilidad de
reformar este artículo específicamente, criticando la propuesta ante la acusación
de una desprotección del patrimonio; cuando de sus palabras se desprende la
ignorancia del que no ha leído ni su contenido ni el de la propuesta.
En los términos actuales de su redacción, el art. 20 no supone sino una parálisis de
los ámbitos que cuentan con expediente para la declaración de BIC, pues posponen
cualquier obra al momento en que el bien esté declarado y sea autorizada por
el Cabildo. Se propone como alternativa que, durante la propia tramitación del
expediente, puedan dictarse autorizaciones por parte de la Corporación Insular,
pues su criterio respecto a la bondad de la intervención prevista no se altera por
el hecho de que exista o no declaración, a la vez que se ahorran retrasos injusti-ficados
a los ciudadanos interesados en iniciar los trabajos.
Un segundo aspecto esencial en relación con los BIC se refiere a su vinculación con
el urbanismo y a la necesidad de proceder a la revisión del régimen urbanístico
del área afectada por el BIC una vez producida la declaración. La modificación del
planeamiento constituye una necesidad imperiosa, pues en muchos casos existe
una contradicción entre los parámetros urbanísticos admitidos por el planeamiento
general y los criterios –mucho más restrictivos- del Cabildo respecto al tipo de
intervención que se estima más adecuada para un ámbito BIC. Esta contradicción,
que la jurisprudencia resuelve actualmente a favor de garantizar en todos los casos
la protección del patrimonio, no deja de constituir un vacío legal y una situación
de indefensión para la ciudadanía.
Otro aspecto complejo es el referido a los Planes Especiales de Protección.
Considerados por la legislación como un instrumento de naturaleza urbanística, su
objeto es la ordenación de los Conjuntos Históricos de las islas. Su trascendencia
como herramienta jurídica que habrá de guiar y decidir la evolución física de
estos espacios de alto valor patrimonial, contrasta con el escaso protagonismo
que le otorga la normativa urbanística, que los sitúa en el semisótano de la pirá-mide
jerárquica de los instrumentos de ordenación del territorio y supeditados
a todos ellos.
No parece congruente que algunas determinaciones de los Planes Generales,
como la construcción de una vía de circunvalación u otras infraestructuras de
gran envergadura, puedan prevalecer sobre los criterios para la conservación de
los Conjuntos Históricos.
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Una revisión absolutamente justificada
Hasta aquí hemos esbozado algunos aspectos de la LPHC que requieren de una
inmediata modificación. Quedan en el tintero otros muchos que no pueden tener
cabida en estas líneas. Es el caso de la regulación del patrimonio arqueológico, una
materia compleja para la que la normativa autonómica –tampoco la estatal- ha
sabido encontrar un ordenamiento jurídico preciso y exento de contradicciones.
Sólo por ello merecería la publicación de un artículo monográfico. No menos
importante resulta la revisión del régimen de los Museos, contenido en el Título
IV de la Ley.
Otro tanto podría decirse de las medidas cautelares de protección. Se trata de una
herramienta muy útil que prescribe la paralización de obras y usos que afecten a
elementos patrimoniales carentes de protección administrativa. Sin embargo, del
tenor de la Ley se desprende que corresponde a los respectivos Ayuntamientos –y
no a los Cabildos- decidir el destino del referido bien: promover la declaración de
BIC, incluirlo en el catálogo municipal o estimar que carece de interés patrimonial
y permitir la prosecución de las obras.
Por las razones expuestas con anterioridad, no parecen los Ayuntamientos los
idóneos para tomar decisiones trascendentales para la pervivencia del patrimonio
histórico.
Tampoco podemos finalizar esta reflexión sin abordar, siquiera mínimamente, un
aspecto decisivo en la preservación de nuestro legado cultural: su fomento. La
práctica totalidad del texto de la LPHC tiende a concentrarse en los mecanismos
de coerción sobre la ciudadanía, como fórmula para la salvaguarda del patrimonio.
Sin embargo y a pesar de dedicarle un Título propio, apenas concreta la regula-ción
de una de las vías esenciales para que el objetivo de la norma pueda tener
éxito: la concesión de ayudas públicas a los titulares de dichos bienes destinadas
a su conservación.
No parece socialmente justo que se cargue exclusivamente a la propiedad
con el deber de conservación de un patrimonio que aspira a ser de todos. Las
Administraciones Públicas tienen, a su vez, el deber de colaborar con esa conser-vación
mediante auténticas ayudas, no sólo mediante préstamos reintegrables.
Por este motivo debiera aspirarse a plasmar en la norma la articulación de un
sistema de ayudas eficaz, con las contrapartidas oportunas, pero asumiendo
que por la vía coercitiva únicamente conseguiremos posponer por un tiempo la
desaparición de nuestro patrimonio.
A modo de síntesis, no podemos dejar de insistir en el estímulo que la LPHC ha
supuesto para la dinámica de la conservación del patrimonio en el Archipiélago.
No obstante, como toda norma jurídica, su aplicación práctica durante más de
ocho años ha revelado unas deficiencias que necesitan ser subsanadas. Hemos
querido señalar algunas de ellas, a la vez que apelamos a una revisión improrro-gable
del texto. Ya en la legislatura anterior comenzaron las tentativas, con el
impulso decidido de los Cabildos Insulares. Ahora es el momento de culminar un
proceso que sólo puede redundar en la garantía de la transmisión de un legado
secular a las nuevas generaciones de canarios.