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PPAZ eN LA GuerrA HUMANIDADES
Josep Vilageliu
Cómo dejar la violencia
Podríamos considerar que las películas pacifi stas ocupan su lugar dentro del género
bélico, un género tan antiguo como el cine, y que ha ido acompasando la historia
del siglo XX, con sus múltiples confl ictos bélicos, que han propiciado diversos y
encontrados puntos de vista, desde la defensa a ultranza de la patria amenazada
y la entronización de los héroes hasta la denuncia de los horrores y la inutilidad
de cualquier guerra. Las películas que se declaran abiertamente pacifi stas contienen
múltiples batallas y escenas de violencia, con mayor crudeza incluso que lo habitual,
para subrayar el sinsentido de esta misma guerra, buscando la reacción de rechazo
del espectador, pero, al mismo tiempo, no pueden sustraerse a una especie de goce
de la violencia que es consustancial a este género y a otros muchos, como en el cine
de terror, donde el espectador espera escenas espeluznantes, en un encuentro tera-péutico
con sus miedos más recónditos.
La división entre cine bélico y cine pacifi sta, como en tantas clasifi caciones ma-niqueas,
no resiste el mínimo análisis. En la representación de la guerra, como en
los momentos cruciales de nuestra vida, pueden darse momentos de gloria y sano
heroísmo como de extrema e inútil crueldad y egoísmo. De la misma forma, en al-gunas
de las más famosas películas bélicas podemos encontrar secuencias magnífi cas,
rodadas con un gusto exquisito, donde los movimientos de masas y la composición
de los planos, la utilización del color y los movimientos de la cámara, el esplendor
de la música interpretada por una gran orquesta y el relampagueo fulgurante de las
explosiones puede llegar a conmovernos, independientemente del sustrato ideológi-co
que las sustenta. Pero también podemos encontrar cruentas escenas de batallas
en películas de corte histórico e incluso romántico. La guerra jalona la historia de la
humanidad, dejando un reguero de cadáveres. Las crónicas de la antigüedad están
repletas de héroes universales. El amor en tiempos de guerra es otro tema universal,
procedente de la literatura.
Apariencias falaces
Por último, hay que recordar que cuando el cine
empezó a popularizarse muchos lo consideraron un
espectáculo inmoral porque los hombres y las mu-jeres
se sentaban juntos y además a oscuras, pronto
se empezó a escribir sobre la nefasta infl uencia sobre
la moral y las costumbres del espectáculo cinemato-gráfi
co y cómo incitaba a la juventud a ejecutar actos
violentos. Hoy en día, superados aquellos absurdos
comentarios, aún se siguen usando argumentos que
relacionan la violencia fi cticia del cine y los videojue-gos
sobre las mentes virginales de nuestros jóvenes y
sobre los actos violentos que cometen algunos. Pare-ce
que lo más sencillo es achacarle el daño a factores
externos y así fomentar la censura de los medios, que
favorece a quienes quieren controlar los medios de
masas. No es este el lugar para rebatir a estos mal-intencionados
vigilantes de lo espiritual, que recuer-dan
más a inquisidores y cazadores de brujas que a
ciudadanos tolerantes del siglo XXI, porque la falacia
de este planteamiento ya es ampliamente demostrada
por Jesús Palacios en su último y esclarecedor libro
Juegos mortales, katanas, mentiras y cintas de vídeo.
Se hablaba antes de cómo han sido interpretadas
las guerras por el cine, casi siempre de forma intere-sada
según quién fi nanciaba las películas, así como
de su contribución a la propaganda bélica. Lo cierto
es que, a pesar de que se han mostrado los actos más
violentos y de que incluso se haya disparado desde la
pantalla hacia los espectadores, por ahora, ni el lla-mado
séptimo arte, ni la televisión, ni los videojuegos
han causado tantas víctimas mortales, ni han sido tan
nefastos, como el más pequeño e insignifi cante de los
confl ictos bélicos.
Jorge Gorostiza
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Las películas incluidas en la etiqueta “cine bélico” tie-nen
que ser revisadas cada cierto tiempo. Deben ser ana-lizadas
en el contexto en que surgieron, pero al mismo
tiempo en cada nueva proyección adquieren un nuevo
sentido. Irak, a la estela de Vietnam, desestabiliza nuestra
confianza en la Historia, y, a pesar de la distancia, actualiza
otras experiencias traumáticas no tan lejanas en el tiempo.
Al mismo tiempo, la espectacularización de la violencia,
la reducción de cualquier conflicto entre buenos y malos
sin paliativos y la trivialización de la historia que acome-te
el cine mainstraim en las multisalas de todo el mundo
no debería hacernos olvidar que existe otro cine, todavía
hoy invisible en las salas comerciales, pero que discurre
ineluctable por la web y emerge de vez en cuando en los
festivales de cine. Imágenes que, más allá de un inocuo y
loable pacifismo, nos plantean una mirada renovada sobre
nosotros mismos y se interrogan sobre los límites de la
representación, trasponiendo por el camino alguno de los
tabús que el cine no había osado franquear y que hasta
ahora constituían su razón de ser, en su búsqueda de la
verdad. Uno de ellos es la narratividad.
Cuando el mundo se aquieta
Algunos críticos han detectado en el cine actual un doble
movimiento hacia adelante, de sentido contrario. Por una
parte, el cine de entretenimiento ha experimentado una
aceleración exorbitada, en un encadenamiento de situa-ciones
sin fin cuyo exponente máximo es ahora mismo la
tercera parte de la saga Piratas del Caribe1. Contrariamente
a este proceso, se está gestando un cine que se ha ido des-pojando
de retóricas innecesarias, en una tendencia hacia
el minimalismo, no solamente formal sino también narra-tivo.
En ambos casos, el resultado es el adelgazamiento de
la narratividad, pues a fin de cuentas Piratas del Caribe no
acaba contando nada, alejándose de los parámetros de lo
que se entendía por cine narrativo: aquí no encontramos
una historia coherente, ni unos personajes de psicología
bien delineada, carece de la más elemental cadena de cau-sas
y efectos y, por supuesto, prescinde de la clásica com-posición
en tres actos que figura en todos los manuales para la escritura del guión.
Pues bien, Piratas del Caribe, como otras muchas producciones actuales, no sólo
carece de una progresión dramática sino que basa su capacidad de persuasión en la
intensidad del instante, en el fogonazo de ingenio, en el guiño postmoderno. Y si a
la variedad de puntos de vista y planos distintos se le suma la velocidad y el frenesí
del montaje, en un intento de abolir el tiempo, este otro cine del que hablamos se
siente cada vez más fascinado, contrariamente, por la duración de los planos, por la
quietud de la cámara.
El cine en la actualidad atiende más a la fisicidad de los actores, a la arquitectura
del escenario, confiando más en la potencia de lo mostrado que en el encadena-miento
lógico de las escenas, como si hubiera perdido la confianza en las historias y
buscase una pureza originaria entre los pliegues de la apariencia.
Al mismo tiempo, estas dos maneras irreconciliables de entender el cine remiten
a dos de las características del cine de los orígenes: uno tiende hacia el cine primitivo
de “atracciones” y el otro se identifica con el cine mostrativo de los pioneros; uno
prosigue la tradición del entretenimiento en las barracas de feria con su sucesión
ininterrumpida de efectos sorprendentes de puesta en escena, el otro regresa a la idea
de la cámara como testigo de “algo” que sucede delante del objetivo. Es como si nos
encontrásemos, después de la anunciada muerte del cine, ante un renacimiento del
mismo, volviendo sobre sus pasos para rehacer una escritura que se ha vuelto inservi-ble
en estos tiempos de incertidumbre ante un nuevo siglo que no comprendemos y
que nos aterra, ir más allá de una manera de contar que quedó desafortunadamente
fijada a los pocos años de su eclosión y que ni las vanguardias de principios del siglo
XX ni los nuevos cines de la década de los setenta pudieron resquebrajar.
Si el cine bélico aspiraba a contarnos una historia ejemplar, en su pretensión de
equipararse a las grandes epopeyas del pasado, un cine pacifista debería plantearse
en términos opuestos, más allá de cuestiones morales: frente a cuanto más mejor,
algunos cineastas se decantan por una mirada más cercana, más íntima sobre sus per-sonajes;
al ritmo endiablado de las escenas de acción oponen el sosiego de la contem-plación;
a la seducción por los sentidos oponen reflexión y conocimiento; a la cons-trucción
falaz, un regreso al realismo. Si el cine bélico enerva las emociones, un cine
pacifista debería apaciguarlas. El nerviosismo de la cámara en Salvar al soldado Ryan
(Steven Spielberg, 198) contrasta con los controlados movimientos de una cámara
que avanza, levemente suspendida en el aire, a veces a ras de suelo, acompañando a
los soldados de La delgada línea roja (Terrence Malick, 198); el sincopado montaje
de la explosión de un autobús lleno de pasajeros, víctima de un acto terrorista, en el
thriller Estado de sitio (Edward Zwick, 198), difiere radicalmente de la explosión
de otro autobús en La soledad (Jaime Rosales, 2006), tomada en un solo plano fijo,
que se demora en unos minutos de silencio absoluto, este silencio y esta inmovilidad
Josep Vilageliu Humanidades
56 Cuadernos del Ateneo Cuadernos del Ateneo 57
que han descrito los supervivientes de una acción terrorista en
la realidad, donde todo parece verse a cámara lenta.
Esta deriva hacia el quietismo del cine contemporáneo po-demos
detectarla, sin ir muy lejos, en Honor de caballería (Al-bert
Serra, 2005), cuyo punto de partida es la más famosa no-vela
de Cervantes, una novela llena de secuencias inolvidables
que han dado pie a multitud de adaptaciones cinematográficas.
Lo que la hace diferente de las anteriores versiones, más que la
decisión de su director de ubicar a los personajes en los paisajes
de la región catalana del Ampurdà, es su propuesta radical de
intentar dar respuesta a lo que en la novela apenas se cuenta
sobre las andanzas de don Quijote y sus relaciones con su escu-dero,
privilegiando los momentos débiles de la narración frente
a los picos de la acción, poniendo en escena aquello que apenas
se recuerda de la lectura de don Quijote, a saber, lo que ocurre
durante las horas previas y posteriores a los instantes álgidos de
la acción y que constituyen sus peripecias más jocosas. A Albert
Serra parece que sólo le interesa lo que hacen Don Quijote y
Sancho Panza para matar el tiempo, sus paseos por la arboleda,
sus baños en el río, sus conversaciones anodinas o sus silencios
contemplativos. Y lo resuelve mediante inacabables planos ge-nerales
donde prima la naturaleza sobre los personajes, meras
figuras en un paisaje, o con una banda sonora que prioriza el
restallante sonido de las cigarras sobre las voces, a veces inau-dibles,
de los dos hombres, entretenidos en su ritos cotidianos.
Del libro sólo reconocemos, en una fila de hombres abocetados
en el horizonte, la escena de los galeotes; o en medio de la pla-cidez
de la noche, la irrupción de unos hombres que se llevan a
don Quijote, sin que se sepa muy bien quiénes son, rodado en
un solo plano filmado en la oscuridad más impenetrable.
Ya en su anterior trabajo, Crespià, the Film not de Village
(2003), inclasificable musical, mostraba su amor por los perso-najes,
un grupo de amigos que viven en Crespià, un pueblecito
de la comarca Pla de L´Estany, aprovechando la existencia y
el éxito popular de multitud de grupos de música en la zona.
Más que una película comercial al uso parece un film amateur
rodado entre amigos (en realidad, no se ha estrenado nunca, y
sólo se ha sabido de su existencia debido al reconocimiento de
Honor de caballería en diversos festivales europeos). La cámara
simplemente filma a los personajes, dejando que se expresen con
total libertad con una técnica casi documental. Los contempla-mos
en su vida diaria durante los siete días de una semana, char-lando
y filosofando, paseando o emborrachándose. Van a la casa
de un amigo rico para pintar su garaje y se les hace de noche, al
final lo dejan para otro día, pues prefieren dejar pasar el tiem-po
haciendo cosas más provechosas como estar juntos sin hacer
nada. El film termina con la celebración de la Fiesta Mayor del
pueblo, revelando una fisura generacional al coincidir la salida
de la misa dominical con la llegada al pueblo de los jóvenes que
salieron de juerga el día antes y la noticia de la muerte de uno
de ellos en un accidente. No hay desarrollo dramático, sólo se
emplea el montaje paralelo en la secuencia final como único
recurso estilístico, y no pasaría de ser uno de estos documenta-les
actuales que traspasan continuamente la frontera (artificial)
entre el documental y la ficción sino fuera por estos números
musicales extravagantes que jalonan lo cotidiano, tan parecidos
a los vídeos que se cuelgan en YouTube, y que respiran improvi-sación
y amor por el lado lúdico de la vida.
El cine de Albert Serra se nutre de la filosofía de Epicuro,
en su descripción de una vida feliz en armonía con lo natural,
un hedonismo que se manifiesta en las relaciones de amistad de
sus entrañables personajes, en sus conversaciones o en su estar
dentro del plano, que recuerda a esta comunidad de amigos que
se reunían en el “jardín” en la antigua Grecia, en su desconfianza
por las instituciones y el poder y rechazando la moral tradicional.
La película se abre de manera significativa con la presencia de
una gran máquina segadora en un campo de trigo, que empieza
a culebrear por los sembrados mientras el grupo de amigos baila
a su alrededor despreocupadamente. Albert Serra transgrede el
lenguaje del cine, rompiendo con la noción de género en Crespià
y apostando por el quietismo como forma de representar la rea-lidad
en Honor de caballería, donde tanto el director como los
actores/personajes ejercitan la serenidad de ánimo (ataraxía) con
el fin de alcanzar un estado de felicidad, invitando al espectador
a sumarse a esta actividad de la contemplación ilimitada, cuya
epifanía se halla en una escena nocturna en la que el director es-pera
a que la luna se oculte detrás de la arboleda antes de cortar
el plano.
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Haz el amor y no la guerra
El amor y el sexo, como la violencia y la guerra, constituyen los ejes cen-trales
del desarrollo argumental de muchas historias. Como en la represen-tación
de escenas bélicas, también la puesta en imagen de escenas de sexo
admite dos formulaciones contrapuestas: el placer paroxístico y enervante
asociado en muchas ocasiones a la violencia y a la muerte, como en tantos
thrillers y películas de psicópatas y asesinos en serie, y el placer sensual e
íntimo que se nutre de los pequeños detalles y se demora en la contempla-ción
de los cuerpos.
En 9 songs (2004), Michael Winterbottom alterna nueve actuaciones
en directo con nueve escenas de sexo explícito sin ninguna coartada argu-mental
que lo justifique, simplemente el deseo de mostrar gozosamente
unos cuerpos que se aman, seleccionando y aislando aquellos momentos
de una pareja que en una película convencional se sugieren, elidiendo el
resto de su historia sentimental. Es en la contemplación de estos cuerpos
entrelazados, en su más pura carnalidad, cuando podemos tener acceso a
las diversas etapas del desarrollo de la relación, que quedan reducidas a
escenas de escaso valor argumental pero que pueden leerse como índices de
la evolución de la pareja, sin que se nos ofrezcan más datos sobre la misma:
más allá de las actividades amatorias a las que se entregan, detectamos su
presencia en los conciertos (les gusta la música).
En el documental Amsterdam global village (Johan van der Keuken,
196), durante las cuatro horas de metraje la ciudad de Ámsterdam se
constituye en centro de un movimiento alternativamente centrífugo y cen-trípeto
alrededor del mundo, que nos lleva, de la mano de sus personajes,
hasta Chechenia y Bolivia, o desde el presente a los tiempos oscuros de los
campos de exterminio. Las calles y los canales de Ámsterdam, la multipli-cidad
de formas y colores de las fachadas de las casas, recorridos por una
cámara en continuo movimiento, son como pinceladas de un extenso tapiz
o notas de un estribillo que va rimando las diversas secuencias. Al otro lado
de estas ventanas en las que se reflejan las luces del atardecer, en el interior
de las casas, es donde viven las personas, donde sufren o aman. Ya les he-mos
visto contar sus peripecias vitales, casi siempre historias de violencia.
Aunque viven en Ámsterdam, son ciudadanos del mundo, pues pertenecen
a razas y pueblos del mundo. Casi al final del film, entraremos en una de
estas casas y nos asomamos al ritual del amor y del sexo gozoso, al abrazo
de una mujer y de un hombre, a las caricias entre dos hombres y entre dos
mujeres, fundidos en un mismo movimiento de cámara que los envuelve,
en la continuidad del montaje de los planos que los iguala.
Más allá de la ingravidez
Si el cine de ciencia ficción va asociado a un gran despliegue de medios digitales,
capaces de recrear cualquier mundo imaginario, donde los vuelos intergalácticos
son casi instantáneos, la revisión de 2001, una odisea del espacio (Stanley Kubrick,
1968) depara algunas sorpresas. Más allá de escenas memorables, que han quedado
adheridas en nuestro imaginario a Richard Strauss, Johann Strauss o a Gÿorgy Li-geti,
ajenos cuando compusieron sus obras al hecho de que su música se asociaría
a una de las obras maestras del cine, lo que ahora destaca en 2001 son detalles de
la puesta en escena que el posterior desarrollo del género ha abandonado, como el
ingrávido bolígrafo o la bandeja de la comida que flotan en el aire de la cabina de la
nave o el absoluto silencio y la relatividad de los desplazamientos que dominan la
experiencia en el espacio exterior, donde no existen los conceptos de arriba o abajo,
o derecha o izquierda que orientan nuestra mirada, más allá del encuadre cinema-tográfico.
Tampoco existe un objetivo claro que oriente el desarrollo argumental,
estructurado en grandes bloques de final abrupto separados por intrigantes elipsis,
que hacen avanzar el relato a saltos hacia lo desconocido, abarcando un gran lapso
de tiempo de la evolución humana (desde nuestros antepasados los monos hasta el
advenimiento del nuevo hombre que la película celebra) y en un periplo espacial
también considerable (desde la Tierra hasta un satélite de Júpiter). Frente a la estéti-ca
de la velocidad del montaje, Kubrick detiene el tiempo y deja que los encuadres
adquieran relevancia, mostrando sin pudor las rotundas simetrías del decorado, ha-ciendo
de cada corte de plano una experiencia sensorial. Oponiéndose al vértigo del
relato, se abisma en la contemplación. Esta ralentización deliberada del avance de
los acontecimientos, acorde a la abolición del tiempo en los viajes interplanetarios,
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se manifiesta incluso en escenas cotidianas, como la
protocolaria conversación entre el doctor Heywood
Floyd y unos científicos rusos en la estación orbital,
resuelta mediante un único punto de vista en plano
general de la sala VIP, de un impoluto blanco, con
insertos del doctor ofreciendo unas lacónicas expli-caciones
en relación a un posible brote infeccioso en
la base estadounidense de Clavius, que preocupan a
sus interlocutores. Sin haber sido resueltas sus dudas,
los rusos se despiden amigablemente. No hay, hasta
muy avanzado el metraje, ningún atisbo de conflic-to,
y éste no estalla sino en la colisión de dos estruc-turas
lógicas en el interior de un cerebro artificial, el
de la computadora Hal que dirige el funcionamiento
de la nave. Kubrick evita las referencias a la guerra
fría, que hacía temblar al mundo en el momento en
que se rodó la película, vaticinando que, en el futuro
inmediato, norteamericanos y soviéticos iban a supe-rar
sus desavenencias para colaborar en las labores de
conquista del espacio.
Además de Kubrick, otros directores han inten-tado
regresar a la inocencia de la primera mirada
sobre las cosas (sobre la imagen del mundo), que ex-perimentaron
los primeros espectadores de cine, y
que en 2001 se transfería a la conmoción ante el in-comprensible
monolito, de simios y astronautas, un
desconcierto que también sintieron los espectadores
del film, que esperaban una explicación racional. No
hay que ir tan lejos para la narración del estupor del
hombre ante lo inconcebible. Crónica de los prime-ros
días del encuentro entre dos miradas, las de una
y otra orilla de mundos opuestos, Terrence Malick
describe visualmente en El nuevo mundo (2005) esos
primeros instantes de asombro compartido, de ges-tos
temerosos, instalados en un tiempo que fluye so-bre
una naturaleza ajena a la presencia del hombre.
El espacio sonoro, saturado de miríadas de sonidos
naturales, sugiere la existencia de la vida que bulle
más allá de un espacio visual definido por la línea
que separa agua, cielo y tierra, cruzada por el puñado de colonos ingle-ses
que arriban a la ribera de un rincón ignoto de la selva, en busca de
agua y medios de subsistencia, y la de un pequeño grupo de nativos que
presencian, sin sospecharlo, el fin de sus días en el paraíso. Malick ins-cribe
este relato, desde las primeras imágenes, en el territorio del mito
fundacional. Es como si los colonos irrumpieran en un recinto sagra-do.
John Smith, encarcelado en la nave, obtiene su primera visión del
nuevo mundo a través de una pequeña mirilla rectangular que cons-triñe
su percepción de las nuevas tierras, metáfora de aquella primera
y engañosa visión que tuvieron los colonos, en su busca de una nueva
ruta comercial y, posteriormente, cegados por la promesa de grandes
riquezas escondidas en la selva. Ante la extensión de un paisaje sin fin
que se desplegaba ante sus ojos, y que perciben como amenazante, su
primer gesto es rodearse de una empalizada. Los nativos, en cambio,
viven en armonía con una naturaleza que resulta incomprensible para
la mente racionalista de los recién llegados. Una primera secuencia nos
los muestra deslizándose bajo el agua, o perfilándose apenas sus siluetas
al borde del río, vistos desde el fondo. Son imágenes de gran belleza,
saturadas de misterio.
El film se abre sobre la imagen de un paisaje primigenio, todavía
no hollado por hombre alguno. Los títulos de crédito, sobre mapas de
la época, roturan este paisaje y le dan un nombre y un sentido, coadyu-vando
a la conquista de un territorio que se ofrecía, a los primeros
colonos, como la promesa de un tiempo venturoso y la posibilidad de
fundar una nueva sociedad sin yugos ni cadenas. Pero los golpes de la
hachas hendiendo el corazón de los árboles o el de las azadas roturando
la tierra en su empresa civilizadora, rompen el equilibrio iniciático,
anuncian tiempos de violencia y muerte.
Malick ya había explorado esta naturaleza indiferente, extraña en
su hiriente belleza, en su film anterior La delgada línea roja (198), de
clara adscripción al cine bélico, pero apartándose de sus antecesoras en
la representación de las gestas de la segunda guerra mundial. Los hom-bres
viven y mueren violentamente en un entorno paradisíaco, donde
la vida natural sigue su curso ajena a la contienda. La cámara de Malick
se entretiene en observar lo que ocurre alrededor de los soldados mien-tras
avanzan por la selva en busca del enemigo, deteniéndose en foto-grafiar
cómo la luz se filtra entre el follaje, a los animales retozando, el
suave curvarse de la alta hierba por los efectos del viento, la cambiante
coloración del cielo, en medio de un silencio ensordecedor.
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Falsas apariencias / lo que la quietud esconde
Hay un cine actual que se ensimisma. La nueva estética del plano fijo va consolidán-dose,
dejando obras de gran belleza por el camino. Nobuhiro Suwa rueda en Francia
Un couple parfait (2006), un título paradójico para un film sobre una pareja en cri-sis,
y decide en un momento dado que va a inmovilizar la cámara ante los actores,
estableciendo una puesta en escena que privilegia el espacio fuera de campo. La dia-léctica
de las salidas y entradas de los personajes en la escena va a guiar al espectador
en su trayecto sentimental, marcando los diversos grados de sus soledades compar-tidas.
Es una decisión estética, pues en sus dos películas anteriores rodadas en Japón
era la cámara la que se movía alrededor de los personajes. Hay un momento en que
la pareja, que se ha alojado en un hotel, habla desde una habitación a la otra. Él
se ha tendido en la cama, en primer término, y al acostarse desaparece del campo
visual; ella está en la habitación del fondo, sentada en su cama; está angustiada, no
sabe qué hacer con su vida, acaba de decidir romper la relación; de pronto, en un
gesto fortuito, empuja la puerta y ésta se cierra; sólo vemos esto, una puerta cerrada;
sigue un silencio incómodo, que la voz de ella, al otro lado de la puerta, rompe para
seguir el hilo de la conversación que había dejado suspendida. Suwa confiesa que
no estaba previsto que la actriz cerrase la puerta, pero dejó que la cámara siguiese
rodando, esperando no sabía qué. Es un momento sobrecogedor. Al desaparecer los
personajes del plano, se escenifica de manera gráfica su propia separación.
Como en los films de Antonioni, a los que tanto debe este cine del vacío, detrás
de los ritos cotidianos, de anodina apariencia, anidan agazapadas oscuras tragedias,
que pueden o no estallar. La aventura (1960) radiografiaba la progresiva pérdida
del sentido de la búsqueda de una mujer, desaparecida al principio del film durante
una despreocupada excursión a un islote, hasta llegar a un punto en que incluso el
espectador se olvidaba, identificado con el protagonista, de la existencia de la pobre
chica o de su posible muerte. En Blow Up (196), la ampliación progresiva de unas
fotografías revelaban un posible crimen, que nunca llegaba a desvelarse.
Mientras que en Un couple parfait el final de la relación acecha durante todo
el film, en La soledad (Jaime Rosales, 2006), la muerte incomprensible de un niño
quiebra la existencia de una mujer que ha decidido irse a vivir a la gran ciudad con
su pequeño hijo, buscando su independencia. La inmovilidad de la cámara contras-ta
con el drama de la mujer que se ha quedado sola, mostrando sus ida y venidas
por la casa. La tragedia llega de puntillas, sin que nos demos cuenta, sin aspavientos,
como el ataque cardíaco que le sobreviene a otro de los personajes del film, afanán-dose
en los quehaceres domésticos de la casa, tender la ropa o hacer la cama, en la
más estricta soledad. También los soldados de La delgada línea roja morían mientras
a su alrededor continuaba la vida, rodeados de una belleza inhumana, ajena al sufri-miento.
Los travellings no son nunca inocentes. En el do-cumental
de Alain Resnais Nuit et brouillard (1955)
sobre los campos de exterminio, los plácidos movi-mientos
de cámara por los verdes prados en los al-rededores
de Auschwitz, rodados en 1955 en color,
no pueden hacernos olvidar que diez años antes al-bergaron
uno de los infiernos más terroríficos de la
humanidad. Resnais hace coexistir, mediante un para-lelismo
visual, estas escenas a color con otras similares
en blanco y negro, pertenecientes a las rodadas por
los propios soldados en el momento de descubrir los
campos, relacionando un mismo lugar en dos tiem-pos
alejados apenas diez años. Mediante la colisión
de los planos, las escenas en color con las que se abre
el film van adquiriendo una lúgubre coloración, im-pregnándose
de sentido. Se consigue así un efecto de-seado
de rechazo, al mismo tiempo que el espectador
va adquiriendo conciencia de su responsabilidad para
que no vuelvan a ocurrir hechos cuyas consecuencias
contempla sin paliativos, pues las escenas en color an-clan
los acontecimientos históricos en el presente. La
existencia de este documental, como la existencia de
unos campos que no se han demolido, se constituyen
en memoria permanente.
Este procedimiento de hacer coincidir dos mo-mentos
distintos sobre un mismo espacio es la base de
muchas películas de terror, pues son los fantasmas del
pasado quienes todavía permanecen sobre un territo-rio
mancillado, que se ha transformado por la presión
devoradora de la especulación en una urbanización
inmaculada. Una familia ejemplar, engañada por la
publicidad, vivirá feliz en su inocencia en los mismos
lugares donde se perpetró algún crimen ignominioso.
Sus paseos por las zonas ajardinadas de la urbaniza-ción,
sus desayunos en familia, los juegos de los niños,
los arrobamientos del amor a puerta cerrada, acom-pasados
por travellings suntuosos y una fotografía lu-minosa,
esconden una realidad terrible, que se asoma
a veces en forma de pesadilla, infiltrándose insidiosa-
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4 Cuadernos del Ateneo Cuadernos del Ateneo 5
mente en cada uno de los integrantes de la familia, para estallar al fi nal de un modo
abrupto haciendo emerger traumas reprimidos en cada uno de ellos, evidenciando la
falaz armonía familiar.
A veces, no es necesario recurrir a explicaciones sobrenaturales para hacernos
descubrir que no vivimos en el mejor de los mundos. En Ausentes (Daniel Calpar-soro,
200 ) se pone en escena dos planos de una misma realidad, o más bien dos
miradas sobre un determinado espacio: la del personaje interpretado por Ariadna
Gil, una alta ejecutiva con problemas mentales, y la del resto de los felices habitantes
de una urbanización que la cámara de Calparsoro convierte en inquietante al vaciarla
de gente, metáfora de la incomunicación y la falsedad tan habituales en estos lugares
repletos de gente en verano.
Las huellas (terribles) de lo real emergen de improviso en el paisaje, como los
agujeros de bala de la guerra civil que los personajes del último fi lm de Marc Recha
(Dies d´agost, 200 ) encuentran en sus paseos por el campo. También en el cine
contemplativo, que se deja llevar por los meandros de lo aleatorio, discurriendo por
senderos poco transitados, puede surgir de improviso un destello de lo verdadero, la
piedra más buscada. Es ahí cuando la duración del plano socava la opaca apariencia
de las cosas, y que aquel frenesí del montaje en los fi lms más beligerantes oscurecía
todavía más.
La violencia, de la que habíamos querido alejarnos al principio de este artículo,
en busca de la quietud de un cine sosegado, nos encuentra de nuevo, de la misma
forma como el personaje de la muerte en El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1 5 )
sorprendía a los comensales en plena celebración hedonista. La muerte, la más in-sondable
de las violencias, acecha en cada plano, como si en la duración del mismo,
al vaciarse de la acción que le es propia, anidara la semilla de su propia destrucción,
anticipando un fi nal abrupto. Sensualidad y violencia se hallan inextricablemente
unidos en el abrazo de los dos amantes de Hiroshima mon amour (Alain Resnais,
1 5 ), donde la explosión nuclear precede a la eclosión del amor en un hotel anóni-mo.
Durante el abrazo amoroso, el sudor perla la piel desnuda en un recuerdo maca-bro
de las altas temperaturas que abrasaron otras pieles, otras historias. Cine bélico
y cine pacifi sta son géneros reversibles. Los buenos narradores saben, y con ellos el
espectador, que narrar consiste en dosifi car los momentos de calma y los momentos
álgidos, la plenitud y el vacío, a pesar de que, como dije al principio, el cine actual
se empeña en desbordarse por los extremos.
Nota
1 Ver para más detalles en la crítica a “Piratas del mar Caribe 3” firmada por Gonzalo de Pedro, Cahiers du Cinema
nº 2, p. 41.
Josep Vilageliu EesPACiO ATLáNTiCO LITERATURA
Juan-manuel García Ramos
Por la mitología, la historia y la literatura y la cultura en general,
Canarias pertenece a una comarca cultural no estrictamente
española, sino atlántica.
En ese sentido, los canarios se han preguntado cómo podrían
defi nirse mejor desde el punto de vista cultural. ¿Acaso con su mi-rada
puesta en el interior, o viéndose proyectados en el exterior que
han sido (nosotros y los otros) capaces de generar con sus sueños,
con sus viajes, con su espíritu comercial o su capacidad innata de
relacionarse con otros pueblos?
Según el ex rector de la Universidad de Azores, el profesor e
investigador Antonio Machado Pires, los archipiélagos de Azores,
de Madeira, de Cabo Verde y de Canarias son una mezcla incier-ta
de vulnerabilidad y dependencia. Un espacio anímico donde la
geografía puede tanto como la historia, nos dice Machado Pires
citando a su paisano Vitorino Nemesio.
La geografía los aísla, pero les abre las puertas de infi nitas co-nexiones
y entendimientos. La geografía también los marca: volca-nismo,
oceanidad, permeabilización cultural, emigración y depen-dencia
económica y política.
Si pensamos en las raíces lingüísticas líbico-bereberes de la len-gua
hablada por los aborígenes canarios, si pensamos en las co-nexiones
de los antiguos pobladores de la Cueva Pintada de Gáldar,
en Gran Canaria, con las culturas cicládicas y de la Grecia arcaica
–comprobadas a través de las venus, los esquematismos geométri-cos
y los vasos troncocónicos con asas cuadrangulares de los restos
de cerámica descubiertos, a través de los dibujos en espigas y en
zig-zag, en damero o en triángulo, de los sellos de arcilla o pinta-deras
hallados en ese yacimiento del norte de Gran Canaria–, si
pensamos además en nuestra disposición desde el siglo XV para
incorporarnos a la cultura europea –mediante periodos como la