82 Cuadernos del Ateneo
LLa inclinación expres ionista
de Leopoldo Alas.
Aspectos expres ionistas
en Miguel Martinón la obra anterior a La Regenta
DOSSIER
Se suele aceptar que la construcción de La Regenta, de Leopoldo Alas, responde en
términos generales a la nueva estética naturalista, en la que destacaban los ideales
flaubertianos de la invisibilidad del autor, la impersonalidad, la imparcialidad...
Pero también se reconoce normalmente que el recurso de Leopoldo Alas al humor y a
una sostenida ironía no es del todo coherente con las ideas del autor y se aleja de la obje-tividad
propugnada por los nuevos novelistas. Junto a esto hay que señalar en La Regenta
la presencia de técnicas de distorsión y otros elementos que parecen responder más bien
a una estética expresionista. Con frecuencia en el curso del relato comprobamos que
Leopoldo Alas no puede contener su natural inclinación al humor, la ironía y la ridiculi-zación
y caricaturización de sus criaturas, a las que mueve desde una óptica degradante.
Es del mayor interés analizar los aspectos y momentos de la novela en que el autor
procede con actitud o técnicas que parecen más expresionistas que naturalistas. Para
el comentario de este aspecto, como de cualquier otro de La Regenta, se debe tener
en cuenta que la novela, publicada en los años 1884-1885, fue la creación del joven
Leopoldo Alas, catedrático de Derecho recién trasladado a la Universidad de Oviedo y
conocido publicista. Esto significa que las referencias tanto a las lecturas como a la obra
crítica y narrativa del escritor no pueden sobrepasar 1885, es decir, deben atenerse a
los artículos y relatos publicados hasta aquel año, incluidos muchos de ellos, como se
sabe, en sus libros recopilatorios Solos de Clarín (1881), Sermón perdido (1885) y Pipá
(1886). Los estudios literarios tienen que respetar el orden temporal en que se produ-cen
los hechos culturales. En los estudios históricos la cronología es esencial, y no se
puede ver La Regenta a la luz de lo escrito por el autor después de 1885. El que interesa,
al abordar cualquier aspecto de su gran novela, es el joven Leopoldo Alas, el intelectual
que, cuando ya ve publicado el primer tomo, le confiesa a su amigo José Quevedo: “¡Si
vieras qué emoción tan extraña fue para mí la de terminar por la primera vez de mi vida
(a los treinta y tres años) una obra de arte!” [carta del 21 de mayo de 1885, Obras
completas, t. XII, p. 144].
Cuadernos del Ateneo 83
Recordemos que el joven catedrático de la Universidad de Oviedo que en 1883
empieza a redactar La Regenta es un intelectual reformista que desde diez años antes, es
decir, desde sus años del doctorado en Madrid, había tenido una valiosa presencia en el
panorama cultural español como crítico literario y como escritor satírico, pero también
como cuentista. Esa intensa actividad literaria del joven publicista había respondido y
seguía respondiendo en los años 1883-1885 a la idea de que no solo la crítica y la sátira
sino también la literatura de ficción contribuían a la transformación ideológica y moral
de los lectores y por lo tanto del nivel cultural del país.
La obra publicada por el joven Leopoldo Alas antes o durante la redacción de La
Regenta, era la obra de un intelectual: ese es el primer lado, el más esencial, de su perso-nalidad
como escritor. Además de su especial preparación académica en varios campos
del Derecho, el joven escritor se había hecho con una formación histórica y filosófica
amplia, sólida y a la altura de su tiempo. Esa empeñosa tarea de acceder a la cultura
contemporánea, desde la atrasada España de entonces, la pudo realizar a través de la
cultura francesa, pues, como dejó escrito en 1881,
Ahora los muchachos españoles somos como la isla de Santo Domingo en tiem-po
de Iriarte: mitad franceses, mitad españoles; nos educamos mitad en fran-cés,
mitad en español, y nos instruimos completamente en francés. La cultura
moderna, que es la que con muy buen acuerdo procuramos adquirir, aún no
está traducida al castellano; y mientras los señores puristas sigan escribiendo en
estilo clásico ideas arcaicas, la juventud seguirá siendo afrancesada en literatura
[“Prefacio a manera de sinfonía”, en Solos de Clarín].
El caso es que su condición de intelectual le permitió al joven Leopoldo Alas ejercer
una crítica literaria para la que estaba muy bien dotado por su capacidad de análisis y
su buena información. Lo animó también a realizar su tarea de ensayista y crítico de la
sociedad contemporánea. Y lo llevó, en fin, a escribir cuentos.
En cualquier aproximación a la obra del joven Alas se debe tener presente que des-de
los años de su juventud el incansable publicista estimaba mucho la obra de Larra,
de quien llegó a decir: “Yo daría la colección de discursos de la Academia de Ciencias
morales y políticas por un solo artículo de Larra” [“Guillermo d’Acevedo”, en Sermón
perdido (1885)]. Años antes había afirmado:
En la literatura solo aparece un espíritu que comprende y siente la nueva vida:
Mariano José de Larra, en cuyas obras hay más elementos revolucionarios, de
profunda y radical revolución, que en las hermosas lucubraciones de Espron-ceda,
y en los atrevimientos felices de Rivas y García Gutiérrez. Larra no
solo se adelantó a su tiempo, sino que aun en el nuestro los más de los lectores
se quedan sin comprender mucho de lo que en aquellos artículos de aparente
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ligereza se dice, sin decirlo [“El libre examen y nuestra literatura presente”, en
Solos de Clarín].
Refiriéndose a los artículos de Leopoldo Alas hasta 1879, es decir, a su más temprana
obra publicada, Yvan Lissorgues ha destacado la influencia en él del malogrado escritor
romántico:
La influencia de Fígaro en el joven Clarín no se limita a préstamos utilizados
con fines burlescos, es mucho más profunda. Parece que el joven periodista,
en busca de un estilo propio, toma, tal vez sin darse verdaderamente cuenta,
algunos rasgos del estilo de Larra, y sobre todo adopta frente a la realidad una
posición crítica muy parecida, y le es tanto más fácil cuanto se siente ligado a su
ilustre predecesor por no pocas afinidades [...] La fuente originaria de la peculiar
manera satírica de que hace muestra el joven Clarín (digamos de 1875 a 1879)
se encuentra en los Artículos de costumbres.1
Recordábamos antes que es su condición de intelectual reformista lo que lleva al joven
Leopoldo Alas a intervenir en el panorama cultural de su tiempo y, desde luego, lo que
le permite desarrollar su actividad publicista como crítico, como satírico y como cuen-tista.
Junto a este hecho esencial debemos señalar asimismo dos notas que caracterizan
esa actividad, notas de indudable interés y que en cierta medida el joven Alas compar-tía
con Larra. En primer lugar, Alas, como él mismo decía en el citado texto de 1881,
escribe desde la conciencia de hacerlo en un momento histórico y con la vista puesta
en ese momento: “Escribo sin pensar en las generaciones venideras; escribo para mis
contemporáneos, y escribo... con algunos galicismos” [“Prefacio a manera de sinfonía”,
en Solos de Clarín]. Como ha señalado Juan Goytisolo, también Larra
fue, ante todo, un hombre de su siglo, preocupado por los problemas de su
país y el destino de sus compatriotas. Ello permite distinguirlo, de entrada, de
aquella categoría de escritores intemporales, que se dirigen al hombre eterno,
al hombre inmutable. [...] Español del siglo XIX, Larra se dirige siempre a sus
compatriotas: la realidad de España no le gusta y la describe crudamente, para
transformarla.2
En segundo lugar, el joven Leopoldo Alas, igual que Larra, desarrolló su actividad en
la prensa periódica, y quizá eso explica en cierta medida el tono de proximidad coti-diana
y hasta festivo presente en su escritura más ocasional y satírica. Pero ocurre que
ese tono a veces alcanza también a su obra narrativa y a la ensayística. En el caso de sus
reseñas críticas tal proximidad podría sentirse incluso como excesiva. (Recuérdese que
la cercanía conversacional y casi familiar de Unamuno desagradaría a no pocos lecto-res,
como Ortega y Cernuda). En Larra aquel tono de su sátira se funde sobre todo,
Miguel Martinón
Cuadernos del Ateneo 85
como indicaba Juan Goytisolo, con una ironía “burlona a trechos, y a trechos amarga,
[que] es siempre extraordinariamente personal”. En el joven Leopoldo Alas el propó-sito
satírico –designio, al fin, de un intelectual reformista– se concreta a través no solo
de la ironía sino de una mayor tendencia a lo humorístico, lo caricaturesco, lo grotesco,
la distorsión expresionista...: algo que quizá explica lo que decíamos sobre su personal
forma de aplicar la estética naturalista, vale decir, su poco escrupulosa observancia de
la objetividad propugnada por el ideario naturalista.
Como tarea previa al análisis de los aspectos expresionistas en La Regenta, vale la
pena rastrear en la obra narrativa anterior a La Regenta los momentos en que el joven
Leopoldo Alas manifestó su “tendencia al expresionismo esperpéntico”, según la expre-sión
de Juan Oleza. Este crítico ha afirmado que
La tentación de la deformación grotesca, preesperpéntica y bien poco naturalista
no es nada extraña en Clarín, que parece enlazar con Quevedo, a través de Larra,
y con Valle-Inclán. Los motivos macabros y los juegos de sombras, las animali-zaciones
y la gestualidad crispada, son elementos de esa tentación.3
Además de confirmar el alcance de estas afirmaciones, una relectura de este tipo permite
comprobar la idea de que La Regenta se presenta como “un gran collage de materiales pre-viamente
elaborados”, según ha sintetizado el mismo Juan Oleza4. Vamos a limitar estas
páginas justamente a localizar tales aspectos expresionistas en los escritos de Leopoldo
Alas contemporáneos y complementarios de su magna construcción novelística.
SOLOS DE CLARÍN
Y debemos empezar nuestra rápida y esquemática revisión con el libro recopilatorio
titulado Solos de Clarín, aparecido, como sabemos, en 1881. En el citado “Prefacio
a manera de sinfonía” dice el autor que en este volumen no solo ha recogido reseñas
críticas, sino también cuentos:
A guisa de entreacto o de entremés van sembrados por el librito algunos
cuentecillos más o menos tendenciosos [‘de tesis’], sin más propósito de mi parte
que el de entretener, si puedo, al lector; el mérito único que yo, su padre (de los
cuentos), veo en ellos es el de no ser azules.
El primero de esos cuentos es “La mosca sabia”, en el que el narrador entra en la
biblioteca de alguien llamado nada menos que Eufrasio Macrocéfalo. Para pon-derar
el carácter maniático de aquel “químico excelente”, el narrador dice que
Macrocéfalo tenía su sala-biblioteca tan aislada,
tan herméticamente cerrada a todo airecillo indiscreto por lo colado, que no
había recuerdo de que jamás allí se hubiera tosido ni hecho manifestación
alguna de las que anuncian constipado: don Eufrasio no quería constiparse,
porque su propia tos le hubiera distraído de sus profundas meditaciones.
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Era, en fin, aquella una habitación en que bien podría cocer pan un panade-ro,
como dice Campoamor.
Transita luego el relato de “La mosca sabia” hacia el plano de lo entresoñado, y
aparece el insecto del título, que es descrito de forma poco amable por el narrador
como “una mosca de muy triste aspecto, porque tenía las alas sucias caídas y algo
rotas, el cuerpo muy delgado y de color... de ala de mosca; faltábale alguna de las
extremidades, y parecía al andar sobre la pantalla baldada y canija”. Situado el rela-to
ya en el ámbito de lo fantástico, la mosca sabia tampoco se describe a sí misma
de forma muy digna, pues se presenta con estas palabras: “me ha dado usted un
buen susto; soy nerviosa, sumamente nerviosa, y además soy miope y distraída,
por todo lo cual no había notado su presencia”.
En otro cuento de Solos de Clarín, el titulado “Doctor Pértinax”, vemos que la
“tendencia al expresionismo esperpéntico” del joven Leopoldo Alas toma la vía de
la animalización cuando leemos que
El sacerdote se retiraba mohíno; Mónica, la vieja impertinente y beata, que-daba
sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que se reverbe-raba
la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al
rostro cadavérico del doctor Pértinax.
El cuento titulado “El diablo en Semana Santa”, también incluido en Solos de
clarín, es de singular significación en el conjunto de la obra de Alas anterior a La
Regenta, pues en él el autor “anticipa el esquema mismo de toda la novela”, como
anota Juan Oleza5. En este cuento, al bajar Satanás a la tierra es visto por los ha-bitantes
de “la ciudad vetusta” no en su peculiar aspecto sino “parte en forma de
niebla que se arrastraba al lado del río perezosa, y parte como nubarrón negro y
bajo que amenaza tormenta”. Y el narrador añade una nota ridiculizadora del “Se-ñor
de los Abismos”: “Verdad es que el nubarrón tiene la figura de un avechucho
raro, así como cigüeña, con gorro de dormir”. De los dos canónigos que no están en
el coro sino “a los lados del altar” el más joven empieza a ser descrito en términos casi
quevedescos: “tenía las facciones hermosas y de un atrevido relieve; la nariz era acaso
demasiado larga, demasiado inclinada sobre los labios y demasiado carnosa; aunque
aguda, tenía las ventanas muy anchas, y por ellas alentaba el canónigo fuertemente,
como el diablo allí arriba”. Al oír cantar a un colegial que “subía a las nubes con su voz
de tiple”, el canónigo, víctima de las ganas de divertirse del diablo, experimenta una
especie de alucinación erótica.
SERMÓN PERDIDO
En 1885 Leopoldo Alas recopiló en el volumen Sermón perdido una treintena de artí-culos
publicados en los años anteriores. Muchos de estos artículos, unas dos decenas,
Miguel Martinón
Cuadernos del Ateneo 87
eran reseñas críticas de novedades literarias, pero los restantes eran relatos o cuadros
satíricos. No en vano el volumen iba subtitulado “Crítica y sátira”, y el autor en el
prólogo indicaba que
Como en los Solos, en Sermón perdido no hay más que una crónica de la vida
literaria de estos años, más los comentarios del autor. Sin embargo, en la colec-ción
que ahora publico se verán muchos artículos que no tienen por asunto de-terminada
obra artística, sino algún vicio de nuestras costumbres, especialmente
las literarias.
Dadas la raíz reformista y la tonalidad festiva y satírica de la abundante escritura pe-riodística
de Alas, es fácil comprender que, como resume Lissorgues, “no hay una
radical discontinuidad entre algunos artículos y otras producciones satíricas que so-lemos
llamar cuentos” [loc. cit., p. 17]. Así, igual que en Solos encontrábamos dos
prosas de ficción de forma epistolar como “De burguesa a cortesana” y “De burguesa
a burguesa”, en los que Alas ridiculiza a la provinciana que se desvive por ir a Madrid,
también en Sermón perdido se incluye “Los señores de Casabierta”, en que el objeto de
la sátira es la transparencia que la prensa más frívola da a la vida de la aristocracia. Si en
Solos podemos leer en “Un lunático” (por los Lunes de El Imparcial) los sarcasmos de
Leopoldo Alas seguramente contra el crítico Fernanflor, en Sermón perdido se recogen
textos como “El genio (Historia natural)”, en que satiriza la absurda sobrevaloración
de medianías y nulidades del mundo de la prensa y la literatura, y “¡Paso!”, en que
vuelca su irritación contra “estos desinteresados Genios de la Carrera de San Jerónimo,
[que] lo que quieren es que el público no se entere de que son unos malos copleros”.
Si en Solos leemos la mordaz sátira política de “De la comisión...”, en Sermón perdido
encontramos la reacción de defensa contra el integrismo político en “De profundis”.
PIPÁ
En 1886, al año siguiente de salir el segundo tomo de La Regenta, Leopoldo Alas pu-blicó
el volumen Pipá, en el que recogió nueve narraciones de diverso carácter escritas
entre 1879 y 1884. La inclinación de Alas al expresionismo se observa fácilmente en
los textos de esta colectánea, tan importante, por lo demás, en la trayectoria del joven
escritor como narrador. Al caracterizar el conjunto de las narraciones en relación con la
pujanza del movimiento naturalista, Gonzalo Sobejano señalaba que
De los tres modos que la obra toda de Leopoldo Alas revela como dominantes
–el satírico de la degradación ridícula, el panegírico o lírico de la exaltación
emotiva, y el críptico-poético de la penetrante comprensión de la realidad– los
que signan el volumen Pipá son el primero, en su vertiente cómica, y el tercero
(atestiguado en “Las dos cajas” y “Un documento”); el modo lírico está repre-
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sentado únicamente por el relato “Pipá”. Son los años de crítica combativa y
de mayor abertura al naturalismo. Este, sin embargo, opera más como un tema
que como una técnica. Técnicamente, influye en el desenlace de “Pipá”, en
“Avecilla”, y, sobre todo, en “Las dos cajas”; como tema está presente en “Un
documento”, “El hombre de los estrenos” y “Zurita” (oleada de positivismo que
deja inerme al krausista candoroso). Y otro indicio del realismo acentuado en
esos años es que solo dos relatos son fabulísticos: “Amor è furbo” (enredo entre-tenido)
y “Mi entierro”. En los demás brinda Clarín al lector casos, impresiones,
fragmentos, escenas, testimonios...6.
Junto a ciertos textos clasificables más claramente como cuentos, encontramos en Pipá
otros como “El hombre de los estrenos”, “Bustamante” y “Zurita”, que parecen res-ponder
más bien al modelo de los artículos de costumbres de Larra. Pero, junto a
la común raíz satírica, la aplicación, digamos, que el joven Leopoldo Alas hace del
modelo de los artículos de Larra alcanza también a aspectos de tono y formales, como
el mismo recurso a un narrador que conoce al protagonista provinciano que llega a
Madrid (en “El hombre de los estrenos” y en “Bustamante”). Pero aquellos tres textos
del joven Leopoldo Alas les deben mucho más a los artículos del escritor romántico
por la lucidez intelectual y por su impregnación moral. En efecto, en “El hombre de
los estrenos”, “Bustamante” y “Zurita” se puede advertir que la escritura del autor no se
limita a ser pintura superficial de usos sociales criticables, ni ejercicio baladí de una sá-tira
brillante, sino que es expresión de una aguda observación de la moral social, de los
mores (como decía Aranguren), de las moeurs, que son mucho más que las costumbres,
pues como resaltaba Fernández Montesinos “por moeurs los franceses han entendido
siempre todos los resortes morales del hombre y de la sociedad”7.
Aquellos artículos del joven Leopoldo Alas tienen, los tres, mucho de autobiográ-fico
y, por eso mismo, un indiscutible valor de testimonio. Pero, ahora interesa des-tacar
que el autor satiriza allí algunas actitudes que le parecieron frívolas ante ciertas
cuestiones culturales. Los tres textos fueron redactados en 1884 –son simultáneos de
la composición de La Regenta– pero el ambiente intelectual madrileño representado en
aquellos artículos de costumbres no era exactamente el de 1884, sino más bien el que
Alas recordaba de años anteriores, incluso el que conoció en su época de estudiante de
Filosofía en la Universidad Central, ya a partir de 1871.
Para terminar de comprender y situar la disposición del joven Leopoldo Alas a un
humor inclinado hacia la caricatura y lo grotesco, con frecuencia hasta la crueldad, se
puede recordar que el narrador de “El hombre de los estrenos” lleva a su amigo Re-migio
Comella, el hombre de los estrenos, “al Bilis Club, en la Cervecería Escocesa”.
Inserta ahí el autor una referencia claramente autobiográfica, pues fue con el nombre
de “Bilis Club” como su coetáneo el escritor José Ortega Munilla denominó al grupo
Miguel Martinón
Cuadernos del Ateneo 89
de intelectuales asturianos integrado, entre otros, por Leopoldo Alas, Tomás Tuero y
Armando Palacio Valdés: un grupo aficionado a un tipo de crítica cruel. Así, pues, la
inclinación del joven Leopoldo Alas hacia un humor caricaturesco y grotesco era algo
no solo personal sino, al parecer, también grupal, regional: quizá algo compartido con
sus amigos procedentes de Oviedo (aunque no faltan testimonios que niegan el carác-ter
biliar de las críticas y burlas del grupo).
Si repasamos los otros cuentos recopilados en el volumen Pipá, el primero de ellos,
titulado “Pipá”, es, en consideración de Laura de los Ríos, “uno de los cuentos más
inolvidables de la literatura española del siglo XIX, más intenso en dramatismo, en
humor y superación de lo realista”8. El protagonista, el pilluelo Pipá, que da nombre al
cuento y a la colección, quiere aprovechar el domingo de Carnaval para gastar bromas
a los vecinos. Entre sus víctimas, están la señora Sofía y su marido, “el señor Benito, el
dotor, del comercio de libros viejos”. El narrador se detiene a presentar a este grotesco
personaje, que “a fines de mes solía empapar su espíritu [...] en las páginas del Colón,
Ordenanzas militares” y en manuales escolares:
El dotor leía con anteojos, no por présbita, sino porque las letras que él enten-diera
habían de ser como puños, y así se las fingían los cristales de aumento.
Mascaba lo que leía y leía a media voz, como se reza en la iglesia a coro; por-que
no oyéndolo, no entendía lo que estaba escrito. Finalmente, para pasar
las hojas recurría a la vía húmeda, quiero decir, que las pasaba con los dedos
mojados en saliva. No por esto dejaba de tener bien sentada su fama de sabio,
que él, con mucho arte, sabía mantener íntegra, a fuerza de hablar poco y
mesurado y siempre por sentencias, que ora se le ocurrían, ora las tomaba de
algún sabio de la antigüedad; y alguna vez se le oyó citar a Séneca con motivo
de las excelencias del mero, preferible a la merluza, a pesar de las espinas.
Ya con su “traje completo de difunto” y dentro del palacio en que logra entrar, al que-dar
solo Pipá curiosea “por algunos momentos en aquel gabinete azul” y vive la expe-riencia
de verse disfrazado en un espejo, que en este caso no necesita originar un efecto
distorsionador para devolver una imagen ya de suyo grotesca: “Su gran sorpresa fue la
que le produjo el armario de espejo, devolviéndole a la espantada vista la imagen de
aquel Pipá sobrenatural que él había ideado al buscar su extraña vestimenta”. El pobre
muchacho “se reconoció imponente” y sin cesar lame el espejo y aspaventea como un
guiñol: “¡Moo! –dijo al fantasma que tenía enfrente, y gesticuló con el aparato de con-torsiones
que él creía más adecuado al lenguaje mímico del otro mundo”. Concluido
el baile, la mimosa niña de la casa exige a su madre que Pipá esté junto a ella en su dor-mitorio,
pues “hasta dormir, quería estar acompañada de su muñeco de movimiento”.
Tras dejar el palacio, Pipá “sintió la nostalgia del arroyo” y fue a terminar la noche en
una taberna en que tendría que cantar su “novia”, la hija del ciego de su calle. Allí el
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muchacho, siempre con su “disfraz de muerto enterrado” imita a sus admirados chicos
de la tralla y bajo los efectos del aguardiente,
Pipá bailó con la Retreta, mujer de malísimos vicios, que al final del primer
baile de castañuelas cogió al pillete entre sus fornidos brazos, le llenó la cara de
besos y le prodigó las expresiones más incitantes del cínico repertorio de sus
venales amores. ¡Cómo celebró la chusma la gracia con que la Retreta se fingió
prendada de Pipá! Pipá, aunque agradecido a tantas muestras de deferencia, a
que no estaba acostumbrado, sintió repugnancia al recibir aquellos abrazos y
besos asquerosos.
Los borrachos de la taberna quieren “celebrar el entierro de la sardina, enterrando a
Pipá. Este prometió asistir impasible a sus exequias”. El caso es que “Pipá, después de
bailar en vertiginoso baile con la Retreta, cayó en tierra como muerto de cansancio”.
La situación se torna cada vez más grotesca en la taberna por la disonancia entre la
exaltación de los borrachos y el peligro real en que estos ponen a Pipá: “En medio
de la horrísona gritería, del infernal garbullo, sonaba la voz ronca y desafinada de la
Pistañina, que sostenía en sus hombros la cabeza de su padre borracho”. Solo la niña
siente el peligro cuando los borrachos sumergen a Pipá en un tonel de petróleo “que
iba a ser un sepulcro”. La situación es un auténtico aquelarre descrito por el autor con
técnica expresionista:
Nadie estaba en sí: allí no había más conciencia despierta que la de la Pistañi-na,
que luchaba con su padre furioso de borracho. La niña gritaba: ¡Que arde
Pipá...!, y la danza diabólica se hacía cada vez más horrísona; unos caían sin
sentido, otros con él, pero sin fuerza para levantarse; inmundas parejas se refu-giaban
en los rincones para consumar imposibles liviandades, y ya nadie pen-saba
en Pipá. Una tea mal clavada en una hendidura de la pared amenazaba
caer en el baño funesto y gotas de fuego de la resina que ardía, descendían de lo
alto apagándose cerca de los bordes de la pipa. El pillastre sumergido, despierto
apenas con la impresión del inoportuno baño, hacía inútiles esfuerzos para salir
del tonel; mas sólo por el vilipendio de estar a remojo, no porque viera el peligro
suspendido sobre su cabeza y amenazándole de muerte con cada gota de resina
ardiendo que caía cerca de los bordes, y en los mismos bordes de la pipa.
Como indicó en su citado estudio Laura de los Ríos, “el prodigioso ritmo ascendente
y acelerado que corre por la novela se corta con una estampa de fría crueldad humana
que hace pensar en un aguafuerte de Goya o en un esperpento de Valle-Inclán” [loc.
cit., p. 19]. Añade luego la misma autora que
conforme avanza la obra la nota grotesca va subiendo, llegando en los dos úl-timos
capítulos a una mueca espeluznante y feroz casi inhumana. La vieja Ma-
Miguel Martinón
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ripujos, la “horrible bruja”, destapa la caja de muerto donde están los restos
mortales de Pipá: [...] Hay en este párrafo de un realismo desencajado un cierto
“tremendismo” poco clariniano y, quizá por lo excepcional, más curioso [loc.
cit., p. 29].
El tercer relato incluido en Pipá se titula “Mi entierro” y se subtitula “Discurso de
un loco”. A pesar de ser redactado en 1882, en las fechas de adhesión de los jóvenes
novelistas españoles al naturalismo, “Mi entierro” tiene mucho de cuento fantástico.
En efecto, el cuento está formado por la delirante historia del entierro de Agapito Ron-zuelos,
el protagonista, narrada por él mismo para su propia conciencia. El relato no
tiene nada de grave sino que conserva en todo momento un tono jocoso y satírico. Al
llegar una noche a su casa, Agapito se entera por un criado de que ha muerto y que su
amigo Clemente, que también es amante de su mujer, le ha dicho a esta: “No te apures,
que el bruto de tu marido se quita de enmedio el mejor día reventando de bestia y por
mojarse los pies después de calentarse los cuernos”. El protagonista entra en su casa y
al llegar a su cuarto, descubre que “sobre la cama, estirado, estaba un cadáver. Miré.
En efecto, era yo. Estaba en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines. Me puse a
vestirme; a amortajarme, quiero decir”. La narración de Agapito se hace más grotesca y
macabra al contar que se había vestido “de duelo, como conviene a un difunto que va
al entierro de su mejor amigo. Una de las hachas de cera se torció y empezaron a caer
gotas de ardiente líquido en mis narices”. El carácter macabro de la situación se agu-diza
con la presencia de un gato que “saltó a mi lecho y enroscándose se acostó sobre
mis piernas. Así pasamos la noche”. Por la mañana, al observar a su mujer y al amante
de ella junto al lecho en que yace, Agapito siente que “el fuego del adulterio sacrílego
pasaba de uno a otro, a través de la ropa...”. Cuando ya en el cementerio el jefe local
de su partido político no es capaz de pronunciar un discurso completo y coherente, el
difunto Agapito confiesa que “yo, que estaba de cuerpo presente, a la vista de todos,
tuve que hacer un gran esfuerzo para no reírme y conservar la gravedad propia del
cadáver en tan fúnebre ceremonia”.
El relato titulado “Un documento” (de 1882) es una aproximación crítica de
Leopoldo Alas a la literatura y la sociedad de la época, planteada con buen humor
aunque el autor mira siempre desde arriba a la marquesa y al novelista protagonistas de
la historia. Esa misma óptica es la aplicada en “Avecilla” (también de 1882) al principio
del relato, en la presentación del protagonista, Casto Avecilla, funcionario cuya vida
había cambiado desde que
había averiguado que lo que él había llamado el Gobierno siempre, no era pre-cisamente
quien le pagaba ni a quien él servía; supo, en suma, que existía una
entidad superior llamada Estado, y que el Estado, es decir, yo, usted, el vecino,
todos los ciudadanos, en suma, eran los verdaderos señores, pero no como par-
Dossier
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ticulares, sino en cuanto entidad Estado. Saber esto y engreírse el Sr. Avecilla fue
todo uno. Desde entonces, se creyó una ruedecilla de la gran máquina, y tomó la
alegoría mecánica tan al pie de la letra, que casi se volvía loco pensando que si él
caía enfermo, y se paraba, por consiguiente, en cuanto rueda administrativa, las
ruedecillas que engranaban con él, se pararían también, y de una en otra, llegaría
la inacción a todas las ruedas, inclusive las más grandes e interesantes.
Por supuesto, resulta grotesca la importancia que se atribuye a sí mismo el modesto
funcionario, que se tiene por “una rueda de la máquina administrativa, siquiera fuese
una rueda del tamaño de un grano de mostaza”. Una vez presentado el protagonista de
“Avecilla”, el autor plantea el desarrollo de la historia con una crueldad gratuita y sin ob-jeto
contra el grotesco personaje. Baste recordar aquí que, al prepararse la familia para su
fallida salida al teatro, el relato entra en la habitación de la hija de Avecilla, para decir que
Lo más interesante que sucedió aquella noche en casa de Avecilla fue el tocado
de Pepita. Lector, si eres observador y, además, tienes un poco de corazón,
alguna vez te habrá enternecido espectáculo semejante.
¿Cómo se compone y emperejila, si don Casto permite la palabra, la hija
de un pobre, en la ocasión solemne y extraordinaria de ir al teatro? Veamos
esto. [...]
Pepita acaba de peinarse; como ya es de noche, ha encendido una vela de
sebo y ensaya distancias entre la luz y el espejo, la cabeza y la luz, para poder
contemplarse. Está satisfecha. La verdad es que en el espejo parece un monstruo;
se ven unos ojos muy estirados de arriba abajo, una frente deprimida y un moño
que parece un monte; pero Pepita no ve eso, ve la Pepita que lleva en la cabeza, la
que ha visto en los espejos de las tiendas, y esa es bonita y de facciones correctas.
Al comentar este pasaje de “Avecilla”, Laura de los Ríos recuerda la definición de “es-perpento”
dada por Valle-Inclán y comenta que
Todo esto nos hace ver hasta qué punto esta visión de Clarín es una deforma-ción
modernísima de la realidad; pero lo extraordinario es que en ese espejo no
se refleja solo la imagen de la muchacha bonita que resulta un “monstruo”, sino
que la fantasía humana refleja otra imagen igualmente deformada de la realidad:
la Pepita que ella sueña, que es más bonita que Pepita misma. Hay, pues, tres
apariencias de la realidad en la presentación de la muchacha: la Pepita que es, la
que cree ser y la que se refleja en el espejo [loc. cit., p. 42].
Y al comentar la secuencia culminante de “Avecilla”, la de la mujer gorda en la barraca
de la feria, Laura de los Ríos habla de un “erotismo absurdo, deformado y algo repe-lente”
[loc. cit., p. 45].
Miguel Martinón
Cuadernos del Ateneo 93
En “El hombre de los estrenos” (ya de 1884, año de aparición del primer tomo
de La Regenta), al igual que en los artículos de Larra, un narrador –con voz satírica
próxima a la del autor, aunque no debe confundirse con este– cuenta su relación con el
protagonista, Remigio Comella, el hombre de los estrenos, personaje grotesco y siste-máticamente
ridiculizado. Cuando el narrador conoce a Remigio Comella, se produce
este diálogo:
—¿Es usted literato? –le pregunté.
—No, señor; soy de Cuenca. He venido en alzada, quiero decir, me han traído
ante el Tribunal Supremo; vengo a ver si consigo, a fuerza de recomendaciones,
que se haga justicia, que casen una sentencia; y al mismo tiempo pienso asistir a
la boda de un hermano de mi mujer, empleado en Hacienda.
—Todo es casar.
—¡Ja, ja, ja! Eso es. No está mal. Eso es... casación... casamiento... perfectamen-te...
Equívoco o juego de palabras... ¿Usted escribe?
Vacilé un momento; pero como no estoy acostumbrado a mentir, así Dios me
salve, respondí al cabo:
—Sí, señor... por cobrar... Y como no sé hacer otra cosa... No, y eso... lo hago
mal, pero es lo único que puedo hacer...
Me embrollé en mis alardes de modestia. Quería yo decir que escribía sin ilusio-nes,
y que cualquier otro oficio sería más difícil para mí.
—¿Es V. escritor festivo? –preguntó el comensal abriendo mucho los ojos, creo
que dispuesto a soltar una carcajada si yo decía que sí.
—¿Festivo?... No, señor; por mi desgracia soy escritor de todos los días...
—¡Ja, ja, ja! Muy bien, juega V. muy bien con el vocablo...
Las despiadadas burlas que Leopoldo Alas vierte en “El hombre de los estrenos” no van
contra el Naturalismo en general sino contra algunos sedicentes naturalistas que, por
pura inercia, seguían ciertas tendencias culturales del momento de manera frívola, mi-mética
y sin clara conciencia de su alcance. De modo más concreto, Remigio Comella
resulta grotesco por su ingenua pretensión de hablar de teatro, sin tener capacidad y
formación para ello.
Semejante en tono y planteamiento satírico es “Bustamante” (también de 1884).
El protagonista, provinciano que llega a Madrid en busca de un destino oficial, es
autor de “charadas en verso”, pues “él había nacido para aquel género de literatura”. A
través de Pepito Rueda, estudiante de Medicina mucho más joven que él, Bustamante
entra en contacto con “los redactores del Bisturí, periódico en que a la sazón escribía
el empecatado Rueda. Los redactores del Bisturí eran varios estudiantes –in partibus
infidelium– de la Facultad de Medicina”. Leopoldo Alas deja aquí su testimonio sobre
el ambiente cultural que durante la década de 1870-1880 había conocido en la Corte.
Dossier
94 Cuadernos del Ateneo
Al describir a aquel grupo de redactores se ensaña con ellos sin piedad:
Merengueda era el redactor principal de El Bisturí, escribía los artículos de fon-do,
que tenían que ser muy intencionados, sátiras como cantáridas, y de un
estilo muy alegre, familiar y... vamos, barbián como decían ellos.
Merengueda (que se llamaba Narciso), tenía la desdichada habilidad de asi-milarse
(frase suya) todas las muletillas de moda en los periódicos festivos que él
admiraba e imitaba. Como en los artículos de esos periódicos no solía haber más
gracia que la de un estilo plebeyo, chabacano, desaliñado y caprichoso, plagado
de idiotismos necios, de giros y vocablos puestos en uso por una moda irracio-nal,
poco trabajo le costaba al satírico de El Bisturí parecerse hasta igualarlos a
los humoristas de otros papeles muy leídos y acreditados. Por lo cual los amigos
de Merengueda le tenían por un Fígaro en ciernes.
A Leopoldo Alas le preocupaba cierta actitud de desprecio hacia todo y hacia todos que
podía producir un inquietante e injusto efecto igualador:
Para ellos no había eminencia respetable, trataban al Himalaya como al cerrillo
de San Blas.
—Ese Campoamor está chocho –decía uno.
Mayor inquietud le producía a Leopoldo Alas la idea de que de una cosmovisión po-sitivista
se dedujera la relatividad de los valores morales. Cuando va muy avanzada la
cena con los redactores de El Bisturí, Bustamante se desliza por un terreno de reflexión
muy poco sólido:
—¡Y mi mujer –pensaba–, que nunca da leche merengada a los chiquillos si
no han hecho antes la digestión! ¡Qué preocupaciones [‘prejuicios’] hay en los
pueblos!
—¡Preocupaciones! –siguió reflexionando–. ¡Quién sabe, después de todo, si
esto de la fidelidad conyugal será también una preocupación! Después de todo,
la moral es relativa, como decía hoy este talentazo de Blindado en el café.
Igual que “El hombre de los estrenos” y “Bustamante”, también “Zurita” es un artículo
de costumbres muy peculiar, pues tiene como materia narrativa un conjunto de hechos
culturales. También en este nuevo artículo se levanta sobre un innegable fundamento
autobiográfico una historia en que Leopoldo Alas revive ciertos hechos que hubieron
de inquietarlo desde sus años de estudiante, en especial lo que juzgó la trivialización
de las consecuencias ideológicas del positivismo. Pero insistamos en que aquí estamos
comentando la actitud muy poco objetiva, muy poco naturalista del autor ante sus
criaturas. Así, vemos que al igual que Remigio Comella (el hombre de los estrenos)
y que Bustamante (autor de charadas en verso) Aquiles Zurita, el protagonista del
Miguel Martinón
Cuadernos del Ateneo 95
nuevo artículo, resulta grotesco, pues, aun teniendo títulos universitarios y no
faltándole cierta información académica o enciclopédica, carece realmente de la
capacidad intelectual, de la condición intelectual y del sentido histórico cultural
necesarios para ser filósofo.
El retrato de Zurita, estribado en la desproporción entre su nombre de heroicas
connotaciones homéricas y su débil carácter, puede caracterizarse de expresionista:
Zurita no se parecía al vencedor de Héctor, según nos lo figuramos, de
acuerdo con los datos de la poesía. Nada menos épico ni digno de ser canta-do
por Homero que la figurilla de Zurita. Era bajo y delgado, su cara podía
servir de puño de paraguas, reemplazando la cabeza de un perro ventajosa-mente.
No era lampiño, como debiera, sino que tenía un archipiélago de
barbas, pálidas y secas, sembrado por las mejillas enjutas. Algo más pobladas
las cejas, se contraían constantemente en arrugas nerviosas, y con esto y el ti-tilar
continuo de los ojillos amarillentos, el gesto que daba carácter al rostro
de Aquiles era una especie de resol ideal esparcido por ojos y frente; parecía,
en efecto, perpetuamente deslumbrado por una luz muy viva que le hería de
cara, le lastimaba y le obligaba a inclinar la cabeza, cerrar los ojos convulsos y
arrugar las cejas.
Al llegar a Madrid para estudiar, Zurita conoce en su fonda al krausista Cipriano,
“un filósofo cejijunto, taciturno y poco limpio que dormía en su misma alcoba”.
Leopoldo Alas tenía que considerar delirantes ciertas actitudes intelectuales como
las de Cipriano, que creía que leer llena “el espíritu de prejuicios”. Zurita se hace
krausista como su compañero de pensión, pero se enreda y extravía con las enreve-sadas
disquisiciones de los catedráticos krausistas. De todas maneras, se esfuerza por
progresar en su asimilación de aquella filosofía en medio de las míseras condiciones
de la vida cotidiana. El autor se muestra despiadado al trazar la caricatura de su pro-tagonista
en tono quevedesco:
Muy en serio había tomado Aquiles lo de ver dentro de sí –siendo uno con él– a
Su Divina Majestad. Se le antojaba que de puro zote no encontraba en sí aquella
unidad en el Ser que para don Cipriano y el catedrático triste era cosa corriente.
El filósofo se retiraba tarde, pero dormía la mañana. Aquiles se acostaba para
que no se le enfriasen los pies al calentársele la cabeza, y sentado en el lecho, que
parecía sepultura, meditaba gran parte de la noche, primero acompañado de la
mísera luz del velón, después de las doce a oscuras; porque la patrona le había
dicho que aquel gasto de aceite iba fuera de la cuenta del pupilaje. Mientras don
Cipriano roncaba y a veces reía entre sueños, Zurita pasaba revista a todos los
recursos que le habían enseñado para prescindir de su propio yo, como tal yo
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96 Cuadernos del Ateneo
finito (este que está aquí, sin más). El sueño le rendía, y cuando empezaban a
zumbarle los oídos, y se le cerraban los ojos, y perdía la conciencia del lugar y
la del contacto, era cuando se le figuraba que iba entrando en el yo en sí, antes
de la distinción de mí a lo demás... y en tan preciosos momentos se quedaba el
pobre dormido. De modo que no parecía Dios.
Tras liberarse de los asedios amatorios de dos mujeres, lo que quiere decir huir de la
vida humana real –para la que su saber escolar y enciclopédico no lo ha preparado–,
Zurita, cayendo en una notable autodegradación, se dice que “yo sé por la Historia que
ha habido extrañas aberraciones del amor en ilustres princesas; una se enamoró de un
mono, otra de un enano, aquella de un cretino... y Pasifae de un toro, aunque esto es
fabuloso; ¿por qué no se ha de enamorar de mí una mujer caprichosa?”.
Si es indudable que Leopoldo Alas utilizó en La Regenta materiales de su obra
anterior, también está claro, según hemos comprobado en estas notas, que la inclina-ción
expresionista del autor presente en su gran novela no era sino una prolongación
del propósito reformista, de la actitud satírica y de la mirada irónica y distorsionante
del conjunto de su obra juvenil. Y, por supuesto, estos aspectos de su personalidad
intelectual y creadora condicionaron y tiñeron su singular adaptación de la estética
naturalista.
Notas
1 Cf. Yvan Lissorgues, “Las narraciones breves de Leopoldo Alas”, introducción a Leopoldo Alas, Narraciones breves,
Barcelona: Anthropos, 1989, p. 14.
2 Cf. Juan Goytisolo, “La actualidad de Larra”, en su libro El furgón de cola, 2ª ed., Barcelona: Seix Barral, 1976,
pp. 19-38; la cita, en pp. 26-27.
3 Cf. su edición de Leopoldo Alas, La Regenta, Madrid, Cátedra, col. Letras Hispánicas, 1989, t. I, p. 297, n. 19.
4 Cf. Juan Oleza, “La Regenta y el mundo del joven Clarín”, en AA.VV., Clarín y su obra: En el centenario de ‘La
Regenta’ (1884-1885), ed. Antonio Vilanova, Universidad de Barcelona, 1985, pp. 163-180; la cita, en p. 167.
5 Cf. su edición de La Regenta, cit., t. II, p. 348, n. 17.
6 Cf. Gonzalo Sobejano, Clarín en su obra ejemplar, Madrid: Castalia, 1985; 2ª ed., 1991, pp. 90-91.
7 Cf. José Fernández Montesinos, Costumbrismo y novela, Madrid: Castalia, 1965, p. 48.
8 Cf. Laura de los Ríos, “Los cuentos de Clarín: Proyección de una vida”, Madrid: Revista de Occidente, 1965, p. 16.
Miguel Martinón