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Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro JOSÉ BIEDMA LÓPEZ UNED, Úbeda-Jaén Boletín Millares Carlo, núm. 26. Centro Asociado UNED. Las Palmas de Gran Canaria, 2007. Resumen: El artículo es un homenaje al recientemente fallecido Paul Ricoeur. Su inter-pretación del sí mismo (reflexivo personal) evita tanto las exageraciones filosóficas que exaltan al sujeto como las que lo cosifican, desestructuran, fragmentan o diseminan. Decir «sí mismo» no es decir «yo», pero podemos y debemos reconocer un sujeto responsable del hacer en el decir, agente de la acción personal y personaje de la mediación narrativa entre descripciones y prescripciones. El carácter moral de la persona incluye una instancia crea-dora, aun comprometida con la tradición, fiel a sus convicciones, capaz de juzgar en situa-ción, solicitada por el prójimo, con quien y para quien reclama instituciones justas. Palabras clave: Hermenéutica, Teoría literaria, Lingüística textual, Narración. Abstract: It’s rending homage to recently deceased Paul Ricoeur. His interpretation of «self» (Soi-même, personnel reflexive) avoids so much the philosophical exaggerations that they exalt to the subject, as that those which fragment, make object, or destroy it. Saying «self» is not saying «I», but we can and must recognize a responsible subject doing in to say, agent of the personal action and playing his narrative personage between descriptions and prescriptions. The moral character of the person includes a creative instance, even compromised with the tradition, remaining loyal to her convictions, capable of judging «in situation», requested by the neighbour, with whom and for the one who claims just insti-tutions. Key words: Hermeneutics, Literary theory, Textual linguistics, Story. Hace poco más de dos años murió el gran filósofo Paul Ricoeur (PR). En su última gran obra, Soi-même comme un autre (1990), confirma su vocación filosófica al señalar la primacía de la mediación reflexiva sobre la posición inmediata del sujeto. Esa es la primera intención expresa del libro, editado por siglo XXI con el título de Sí mismo como otro; la segunda, disociar dos sig-nificaciones de la identidad a las que denomina mismidad (identidad-idem) e 178 José Biedma López ipseidad (identidad-ipse). El título de la obra confirma que para PR la ipseidad del sí mismo involucra íntimamente la alteridad. La hermenéutica del sí busca una equidistancia entre la apología carte-siana del Cogito y la subestimación del sujeto (Hume, Nietzsche, Foucault1). Pues en efecto, «el yo que conduce la duda [cartesiana] es tan metafísico e hiperbólico como la misma duda (...). En verdad, no es nadie»2. Es una sub-jetividad sin cuerpo y anclaje que muestra obstinadamente una voluntad de certeza y de verdad. La Tercera meditación de Descartes subordina la certe-za del Cogito a la veracidad divina, «ese Otro que causa la presencia en mí de su propia representación». PR parafrasea así a Descartes, del que recoge la cita: «De alguna forma tengo en mí antes la noción del infinito que del fi-nito, es decir, de Dios antes que de mí mismo». Para Descartes, la idea de Dios está en mí como el sello del autor sobre su obra, lo cual le obliga a con-fesar que «yo concibo esta semejanza (...) gracias a la misma facultad por la que me concibo a mí mismo». Percibimos muy claramente como este «Adán de la modernidad» –recojo el piropo con ironía, claro– muestra el eco de una voz demasiado humana: la reverberancia racional de la doctrina iluminista de San Agustín. Con su interpretación retórica de la filosofía y su exagerada indistinción entre mentira y verdad, Nietzsche destruyó la pregunta fundamental por la identidad: ¿Quién habla, quién actúa, quién se narra, quién es el sujeto moral de la imputación? Al convertir lo mismo el hacer como al actor en meras fic-ciones o ilusiones generadas por instintos (la anticipación más temeraria de esta disolución escéptica del sujeto la hallamos en el fenomenismo de Hume), Nietzsche condena el sujeto a la vergüenza de un espectáculo de ficción es-tética o retórica. La hermenéutica ricoeuriana del sí mismo enraiza en el actuar humano, en su compleja polisemia, y muy particularmente en su describir, narrar y prescribir, operaciones todas que suponen la reflexividad de un sí que el au-tor diferencia netamente del yo que se pone o es depuesto (por el Cogito o por su crítica). Su método, o modo «aléthico», es la atestación que conjunta análisis y reflexión. La atestación define el tipo de certeza a la que puede aspirar la hemenéutica del sí, pues exige menos certeza que Descartes y más que Nietzsche. Se presenta como una especie de creencia, próxima al testi-monio, que ofrece confianza, o como una convicción muy distinta de la mera opinión (doxa). La aporía, la contingencia, la problematicidad de los lengua-jes naturales, el fragmentarismo del ensayo emprendido sobre la ipseidad, confieren a la atestación una fragilidad específica a la que se añade la vulne- 1 Paul Ricoeur siempre es caritativo y generoso (magnánimo) con todos los autores a quienes critica. También con Foucault, aunque su hermenéutica de la identidad sea lo más opuesto a la disolución del sujeto humano predicada por Foucault en sus primeras y más famosas obras. 2 Prólogo, p. XVI. Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 179 rabilidad de un discurso consciente de su falta de fundamento y amenazado por la sospecha3 (contrario específico de la atestación), pero con suficiente confianza filosófica en su poder decir, en el poder hacer, en el poder reconocerse per-sonaje de narración y, finalmente, en el poder también responder frente a las imputaciones morales o éticas4. En esta última fase, la atestación se identifi-ca con la conciencia moral (Gewissen). Aunque la sospecha también puede ser reconocida como camino hacia y travesía en la atestación, la seguridad de ser uno mismo agente y paciente es el último recurso contra toda sospecha, aunque siempre sea, en cierta for-ma, recibida de otro. La atestación de sí preserva así la pregunta «¿quién?» en todos sus niveles: lingüístico, práxico, narrativo y prescriptivo. En su primer estudio, «La ‘persona’ y la referencia identificante», PR emprende un examen semántico de la individualización. El individuo, inver-samente a lo clasificable, se muestra como lo no repetible y lo no divisible sin alteración. Estas definiciones privativas nos llevarían del lado de lo in-efable, si no fuera porque el lenguaje nos ofrece recursos para referir al in-dividuo: los operadores de individualización. Por tales operadores cuentan los indicadores, deícticos y pronombres como «yo», «tú», «esto», «aquí», «aho-ra », morfemas verbales («respondió», «vendrá»...); las descripciones defini-das, como «el inventor de la imprenta», «el descubridor de América»; o los nombres propios5. Evidentemente, los deícticos se ordenan en torno al suje-to de la enunciación. Así «esto» indica todo objeto situado en la cercanía del enunciador. PR no duda en echar mano de los análisis de P. F. Strawson sobre los «par-ticulares de base». Los cuerpos físicos y las personas somos particulares de base porque nada se puede identificar sin remitir en última instancia a uno u otro de estos dos tipos de particulares. En este sentido, el concepto de per-sona, como el de cuerpo físico, sería un concepto primitivo, pues quedaría presupuesto en todo argumento que pretendiera derivarlo de otra cosa. Las personas poseen cuerpos o son cuerpos, por consiguiente persona será el único referente dotado de dos series de predicados: físicos y psíquicos6. «Es 3 Paul Ricoeur ha hecho famosa la expresión «maestros de la sospecha» o «filosofía de la sospecha» para referirse a la enseñanza de Marx, Nietzsche y Freud, en el sentido en que la literatura de estos autores nos ha ilustrado sobre cómo por debajo de los contenidos de la conciencia, de las creencias, los valores o las ideologías, subyacen intereses de clase (eco-nómicos), instintos egoístas o resentimiento (genealogía de la moral de Nietzsche) y/o de-seos y fobias inconscientes (psicoanálisis). 4 El hermoso, neoplatónico y cristiano, ritmo ternario de la obra (describir, relatar, pres-cribir) enlaza una filosofía del lenguaje y de la acción, una teoría narrativa y una filosofía ético-política. 5 En su análisis del nombre propio, PR no tiene la ocurrencia de referirse al apodo, tan relevante popularmente, que singulariza a la vez que clasifica o caracteriza. 6 PR se aleja aquí también de Descartes y de su dualismo extremo. «La persona no po-drá ser tenida por una conciencia pura a la que se añadiría a título secundario un cuerpo. 180 José Biedma López la misma cosa la que pesa sesenta kilos y la que tiene tal o cual pensamien-to ». Por otra parte, la posesión del cuerpo por alguien o por cada uno plan-tea el enigma de una propiedad no transferible, lo que contradice la habitual idea de propiedad. En su enfoque pragmático, PR resume con precisa claridad la teoría de los actos de habla de Searle, para insistir en que no son los enunciados los que refieren, sino los hablantes los que hacen referencia: tampoco son los enunciados los que tienen un sentido o significan, sino que son los locutores los que quieren decir esto o aquello. La noción de «fuerza ilocutiva»7 permi-te reconocer la implicación de un sujeto en el hacer del decir. Por otra par-te, no hay en verdad ilocución sin alocución, sin un alocutor, interlocutor o destinatario del lenguaje, y todo avance en dirección a la ipseidad del hablante tendrá como contrapartida un avance semejante en relación a la alteridad del interlocutor. También recoge PR la teoría de H. Paul Grice según la cual toda enunciación consiste en una intención de significar que implica en su objeti-vo la esperanza de que el interlocutor se proponga, por su parte, reconocer la intención primera por lo que ella quiere ser. La interlocución es pues un intercambio de intencionalidades8. El sujeto de la enunciación, «yo», es un término viajero, que asume la fuerza ilocutiva del acto de enunciación. Paradójicamente, y desde el punto de vista sintagmático, «yo» designa siempre una persona con exclusión de cualquier otra, la que habla aquí y ahora. Siguiendo a G. G. Granger, PR lla-ma anclaje a esta remisión del «yo» a una posición insustituible, a un único centro de perspectiva sobre el mundo. PR llama «aporía del anclaje» a aque-lla en la que Wittgenstein se engolfa. El punto privilegiado de perspectiva sobre el mundo, cada sujeto hablante, es el límite del mundo y no uno de sus contenidos. El fenómeno del anclaje sugiere la significación absolutamente irreductible del propio cuerpo con su doble estructura de realidad física ob-servable y de «esfera de lo propio» o de lo «mío»9. Como cuerpo entre los cuerpos constituye un fragmento de la experiencia del mundo; como mío, comparte el estatuto del «yo» como parte de la referencia límite del mundo. «El cuerpo es a la vez un hecho del mundo y el organismo de un sujeto que no pertenece a los objetos de los que habla», pues este ser que somos viene al mundo en forma de corporeidad. En su tercer estudio, PR intenta responder a la pregunta ¿quién? desde la teoría de la acción, en confrontación con una semántica de la acción sin agente. Distingue con Hannah Arendt el concepto de acción (que reclama narración) del concepto de trabajo (que se exterioriza en la cosa fabricada) y de la noción de obra (que cambia la cultura encarnándose en monumentos, 7 Fuerza ilocutiva es «lo que permite dar a los mensajes funciones específicas de comu-nicación o permite precisar las condiciones de su ejercicio» (G. G. Granger). 8 En este sentido, es muy clara la deuda de Ricoeur con la fenomenología. 9 Husserl, Meditación cartesiana quinta. Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 181 documentos, instituciones, etc.). PR contrasta vigorosamente la noción de acon-tecimiento con la de acción. El acontecimiento es lo que acaece y ocurre, mien-tras que la acción es lo que hace que ocurra. También abre un abismo lógico entre motivo y causa. La acción puede ser tratada como un texto, y la inter-pretación a través de motivos como su lectura. Por supuesto, PR no desco-noce el carácter mixto del deseo, que puede ser expresado en el registro o juego del lenguaje de la justificación (por motivos) o en el registro o juego del lenguaje de la explicación (por causas): pulsión (Trieb, drive), disposición o emoción, afecto, pasión... Los motivos, por supuesto, no serían motivos de la acción si no fueran también sus causas y el mismo deseo puede justificarse por razones íntimas o explicarse como un «acontecimiento interno». Sin embargo, el término que desaparece o se excluye en las discusiones contemporáneas sobre los motivos de la acción es justamente el más perso-nal y decisivo y el que hace referencia al sí propio de la acción: el de agente. La acción –no cabe duda– es cierta configuración determinada de movimien-tos físicos, pero además es una realización susceptible de ser interpretada en función de las razones de actuar que la explican. O sea, el actuar en el caso del actuar de un sujeto es un actuar con intención. Recurre aquí PR al con-cepto aristotélico de elección preferente (proháiresis). Las acciones intencio-nales o motivos prospectivos son un tipo de cosas conocidas sin observación. Hay un momento en que sólo un hombre puede decir lo que es su intención10, pero este decir pertenece al orden de la confesión11. Lo que importa retener es que una acción intencionada es una acción hecha «por una razón», que puede estar constituida primariamente por una actitud favorable y una creen-cia. Una acción así requiere una explicación teleológica, a la que la experien-cia humana añade una orientación consciente por un agente capaz de reco-nocerse como sujeto de sus actos. Muchos análisis mecanicistas de la acción humana descuidan el papel del juicio en la formación del deseo, o se olvidan del carácter proyectivo de la propia condición del agente, explícito en la expresión «intención-de». Los predicados psíquicos, intenciones y motivos, son atribuibles a sí mismo y a otro distinto de sí; en los dos casos conservan el mismo sentido. En el cuarto estudio, PR enfrenta los problemas de la adscripción de la acción al agente a través de un maravilloso análisis del concepto aristotélico de elección preferencial (proháiresis). La elección preferencial es la que hace a la acción humana susceptible de alabanza o de reprobación y la que hace que la determinación ética del principio de la acción (o sea, el sujeto agente) 10 Recogiendo la tradición fenomenológica sobre la intencionalidad de la acción propia-mente humana, PR comenta críticamente la obra de la autora G. E. M. Anscombe, Intention, Oxford, 1979. 11 Recordando a Manuel Gª Morente podríamos decir que la verdadera intención perte-nece al orden de la soledad. Lo trágico de la acción –dice Paul Ricoeur– es que uno siem-pre se decide en soledad. 182 José Biedma López prevalezca sobre su determinación física. Aristóteles no desconocía la sinergia entre nuestras elecciones y la naturaleza, en la formación de las disposiciones (hexeis) cuyo conjunto constituye nuestro carácter (ethos); Aristóteles inventa la expresión synaitioi, «co-responsables», pero la intención última del Estagirita es extender la responsabilidad de nuestras acciones a nuestras disposiciones elegidas y por consiguiente a nuestra entera personalidad moral, pues las vir-tudes y vicios son voluntarios. La adscripción consiste en la reapropiación por el agente de su propia deliberación y ofrece un juego completo de aporías. Se puede llamar impu-tación al acto de considerar a un agente responsable de acciones estimadas lícitas o ilícitas. La coacción y la ignorancia tienen ya en Aristóteles expreso valor de excusa, de descargo de la responsabilidad. Si la plena voluntad me-rece alabanza o censura, la involuntariedad requiere perdón y piedad. Pero en la elección preferencial se expresa una capacidad de obrar más primitiva que el carácter reprobable o loable, ese poder hacer que se trasciende sub-jetivamente en iniciativa: una causalidad libre, coordinada o conjuntada con las leyes de la naturaleza. Era lo que Kant denominó «espontaneidad abso-luta de las causas»: la capacidad de «comenzar por sí mismo [von selbst] una serie de fenómenos que se desarrollará según leyes de la naturaleza»12. Aun-que son las leyes de la naturaleza las que toman a su cargo la serie de nues-tras iniciativas. Así es como la acción tiene efectos que se pueden decir no deseados, incluso perversos. Si la investigación de los motivos es intermi-nable, la de su autor es terminable, en la contestación, mediante un nombre propio, a la pregunta quién. La libertad inteligible, como idea trascendental pura sin vínculos fenome-nales, constituye así el sentido último de la facultad de comenzar por sí mis-mo una serie causal. Sobre esta libertad trascendental se funda la libertad práctica, la independencia de la voluntad con respecto a la coacción de las inclinaciones de la sensibilidad. La iniciativa es, pues, una intervención del agente de la acción en el transcurso del mundo, intervención que causa, efec-tivamente, cambios en el mundo. Debemos reconocer que no podemos re-presentarnos dicha iniciativa sino como una conjunción entre diversas clases de causalidad. El agente es una causa parcial y concurrente en la formación de las disposiciones y del carácter. El agente del que depende la acción tiene una historia propia: una bio-grafía, una vida que puede ser contada. La identidad personal sólo puede ar-ticularse en la dimensión temporal de la existencia humana: la narratividad. A la identidad personal como identidad narrativa dedica PR su quinto estu-dio. En el ámbito de la teoría narrativa alcanza su pleno desarrollo la dialéc-tica concreta de la ipseidad y la mismidad. Si la comprensión de sí es una in-terpretación, esta interpretación de sí halla en la narración, entre otros símbolos 12 Crítica de la razón pura (III, 310). Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 183 y signos, una mediación privilegiada que se vale tanto de la historia como de la ficción. «La identidad narrativa, sea de una persona, sea de una comunidad, sería el lugar buscado de este quiasmo entre historia y ficción». La teoría na-rrativa ejerce una función esencial como puente entre el punto de vista des-criptivo sobre la acción y el punto de vista prescriptivo (ético y moral), puesto que la literatura es un amplio laboratorio donde se ensayan estimaciones, va-loraciones, juicios de aprobación y de condena, por los que la narrativa sirve de propedéutica a la ética. La mismidad o identidad-idem no es la ipseidad o identidad-ipse. La mis-midad es una continuidad ininterrumpida de estadios del mismo individuo. Al hablar de nosotros mismos disponemos de dos modelos de permanencia en el tiempo: el carácter y la palabra dada. Por carácter entendemos el conjun-to de signos distintivos que permiten identificar de nuevo a un individuo hu-mano como siendo el mismo, acumula así la identidad numérica y la cualita-tiva, la continuidad ininterrumpida y la permanencia en el tiempo, por eso designa en el tiempo la mismidad de la persona. Puede constituir el punto límite en el que la problemática del ipse se vuelve indiscernible de la del idem, porque el idem como carácter sedimentado recubre al ipse, la instan-cia que toma la iniciativa de contraer nuevas costumbres (mejores o peores). El carácter es así el qué del quién, pero incluso como segunda naturaleza, mi carácter soy yo, yo mismo, ipse; pero este ipse se enuncia como idem. La dialéctica de la innovación y de la sedimentación subyace al proceso de identificación, mediante la adquisición de unos rasgos duraderos. En la fidelidad a la palabra dada (o en la promesa) ve PR una identidad diametralmente opuesta a la del carácter. La palabra mantenida expresa un mantenerse a sí que no se deja inscribir, como el carácter, en la dimensión del algo, sino únicamente en la del quién. Una cosa es la continuación del carácter y otra es la constancia en la amistad; una cosa es la mismidad del carácter y otra la ipseidad del mantenimiento de sí. Por eso es imposible re-conocer absolutamente a alguien en su manera de pensar, de sentir, de obrar. De ahí la tensión fructuosa entre el idem y el ipse. En el examen de la identidad personal como memoria e imaginación (Loc-ke, Hume) nos enfrentamos con una fuente de paradojas, aunque con la pre-gunta ¿quién? –¿quién reconoce su identidad como una mera asociación de imágenes o de creencias?– vuelve el sí en el momento en que se esconde. La pertenencia de mi cuerpo a mí mismo constituye el testimonio más ple-no a favor de la irreductibilidad de la ipseidad a mismidad, incluso fingida. PR combate la tesis reduccionista que hace de la existencia de una per-sona la existencia de un cerebro junto a la ocurrencia de una serie de acon-tecimientos físicos y psíquicos unidos entre sí. El cerebro está desprovisto de cualquier estatuto fenomenológico y del rasgo de pertenencia mía, pues no tengo ninguna relación vivencial con mi cerebro (al contrario de lo que pasa con mi mano, mi ojo, mi voz, etc.). Hay un cerebro en mi cráneo, pero no lo 184 José Biedma López siento. Sólo a través del rodeo de mi cuerpo (en el que sé que hay un cere-bro) puedo decir «mi cerebro». Su proximidad en mi cabeza le confiere el carácter extraño de interioridad no vivida. El cerebro es considerado en el «sueño tecnológico» como el ser humano en cuanto manipulable, proporcio-nando un tratamiento impersonal de la identidad. Las variaciones imaginati-vas de la ciencia ficción son variaciones relativas de la mismidad, pero redu-cen la ipseidad a mismidad. Ya hemos anticipado que el relato es para PR el primer laboratorio del juicio moral. En su sexto estudio analiza el vínculo entre el sí y la identidad narrativa. La identidad entendida narrativamente puede llamarse identidad del personaje. Al entrar en el movimiento de un relato que une un personaje a una trama, el acontecimiento pierde su neutralidad impersonal. Según la lí-nea de concordancia, el personaje saca su singularidad de la unidad de su vida considerada como la totalidad temporal singular que lo distingue de cualquier otro. Según la línea de la discordancia, esta totalidad temporal está amena-zada por el efecto de ruptura de los acontecimientos imprevisibles que la van señalando. Así, el azar se cambia en destino, en la síntesis dialéctica concor-dancia- discordancia. La persona, entendida como personaje de relato, no es una identidad distinta de sus experiencias. La identidad narrativa media en-tre los polos de la mismidad y la ipseidad mediante variaciones imaginativas. Estas variaciones imaginativas pueden llegar a su límite en las ficciones de la pérdida de identidad (cómo el El hombre sin atributos de Musil). A medida que el relato se acerca al punto de anulación del personaje, la novela pierde también sus cualidades propiamente narrativas y se descompone en ensayo. PR arriesga la tesis de que estos casos desconcertantes de la narratividad pueden ser interpretados como una puesta al desnudo de la ipseidad por la pérdida del soporte de la mismidad. ¿Qué es la ipseidad cuando ha perdido el soporte de la mismidad? La condición corporal vivida como mediación exis-tencial entre sí y el mundo, como terrenalidad o mundaneidad. En las prácticas, la mediación del otro (compañero de juegos, cooperan-te, adversario...) es constitutiva de su sentido. Las vastas unidades prácticas se organizan en planes de vida: profesional, familiar, de tiempo libre... El cam-po práctico no se constituye de abajo arriba, sino según un doble movimien-to de complejificación ascendente a partir de las acciones de base y de las prácticas, y de especificación descendente a partir del horizonte vago y mó-vil de los ideales y de los proyectos a cuya luz una vida humana aprehende su unidad. Pero es preciso que la vida sea recopilada (narrada) para que pue-da colocarse bajo el enfoque de la verdadera vida. Si mi vida no puede ser aprehendida como una totalidad singular, no podré nunca desear que sea una vida lograda, realizada. Sin embargo, en la noción de unidad narrativa de la vida debe verse un conjunto inestable de fabulación y experiencia viva. Ne-cesitamos la ayuda de la ficción para organizar la vida retrospectivamente en el después, considerando como provisional y revisable toda figura de construc- Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 185 ción de su trama. La condición de posibilidad de la aplicación del relato (li-terario u oral) a la vida descansa en cuanto dialéctica del personaje en el pro-blema de la identificación con, que es un componente genuino del carácter13. En efecto, «el relato forma parte de la vida antes de exiliarse de la vida en la escritura». Ningún relato, ni siquiera el historiográfico, alcanza nunca el grado cero de la estimación. Así, cuando el historiador es confrontado con lo horrible, figura límite de la historia de las víctimas, la relación de deuda se transfor-ma en deber de no olvidar. Y porque alguien cuenta conmigo soy responsable de mis acciones ante otro. A través de la teoría de la acción y del relato, PR intenta salvar el abismo abierto por Hume entre ser y deber ser, entre des-cripción y prescripción, porque narrar es desplegar un espacio imaginario para experiencias de pensamiento en las que el juicio moral se ejerce según un modo hipotético. PR distingue entre ética y moral. «Reservaré el término de ética para la intencionalidad de una vida realizada, y el de moral para la articulación de esta intencionalidad dentro de normas caracterizadas a la vez por la pretensión de universalidad y por un efecto de restricción». Distinción paralela a la de ob-jetivo y norma, o a la de perspectiva teleológica (de herencia aristotélica) y perspectiva deontológica (de herencia kantiana). Al objetivo ético pertenece la estima de sí, más fundamental que el respeto de sí14; mientras que al mo-mento deontológico corresponde el respeto de sí (la estima de sí bajo el régi-men de la norma). Estima de sí y respeto de sí constituyen un despliegue y crecimiento de la ipseidad. Sobre esta distinción, PR establece: 1) la primacía de la ética sobre la moral, de la intencionalidad sobre la norma; 2) la necesidad para el objetivo ético de pasar por el tamiz de la norma (del deber, de la obligación moral); 3) la legitimidad de un recurso al objetivo ético (la pretensión del bien) cuando la norma conduce a atascos prácticos. La ética, por tanto, incluye a la moral. Entre las dos herencias, la aristo-télica y la kantiana, se establecería así una relación de complementariedad, reforzada por el recurso final de la moral a la ética. El primer componente del objetivo ético es «vivir-bien»: «verdadera vida». 13 A mi juicio, una de las limitaciones de la hermenéutica de Ricoeur es su énfasis en las tradiciones escritas. Pero la mimesis con el héroe o la heroína del relato puede darse hoy más eficazmente a través del relato audiovisual, el comic, el relato en las cibersalas de chat, etc. 14 Los recursos de la bondad sólo pueden brotar de un ser que no se deteste a sí mis-mo. Ricoeur critica la exageración de E. Lévinas que invierte la fórmula clásica: «ningún otro distinto de sí sin un sí», para sustituirla por la fórmula: «ningún sí sin otro que lo convo-que a la responsabilidad». 186 José Biedma López Toda la perspectiva ética se contiene en la definición de «aspirar a la verda-dera vida con y para el otro en instituciones justas». El primer componente de la vida ética (la buena vida) se encadena con el segundo mediante el hermo-so nombre de solicitud. Según PR, la solicitud no se añade desde el exterior a la estima de sí (la interpretación del sí bajo el plano ético). Precisamente por eso no habla de «estima de mí», sino de «estima de sí», porque decir sí no es decir yo. El sí mismo que uno ama es lo mejor de sí (noûs, dice Aris-tóteles, o incluso alma). Yo soy también ese otro que puede evaluar sus ac-ciones. Al poder hacer corresponde en el plano ético el poder juzgar. La cues-tión es decisiva, puesto que muchas teorías éticas presuponen un sujeto completo revestido de derechos antes de la entrada en sociedad, de lo que resultaría que la participación de este sujeto en sociedad sería contingente y revocable. Pero en esta hipótesis no estaríamos hablando de personas sino de individuos. La persona no puede esperar del Estado la protección de sus de-rechos sin que pese sobre él la obligación de participar en las cargas ligadas al perfeccionamiento del vínculo social. La raíz del error está en el descono-cimiento de la función mediadora del otro entre capacidad y efectuación. Es la amistad la que sirve de transición, entre la estima de sí y la justi-cia. La amistad no es por esto sólo incumbencia de una psicología de los sen-timientos de afecto y adhesión a los otros, sino de una ética. La amistad es una excelencia, una virtud, un habitus. El lado objetivo del amor de sí hará que la autoestima (philautía) no sea nunca predilección no mediatizada de sí mismo, sino deseo orientado por la referencia a lo bueno. La reciprocidad, o sea, la igualdad, pertenece a la definición más elemental de amistad, que en el plano moral será exigida por la Regla de Oro y el im-perativo categórico del respeto. Por la reciprocidad (el toma y daca), la amis-tad linda con la justicia. Ésta por su parte rige las instituciones, mientras que la amistad rige las relaciones interpersonales. Sólo la amistad puede aspirar a la intimidad. El estatuto de la solicitud es más fundamental que la obediencia al deber: espontaneidad benévola. Pero la solicitud del otro es a veces una conmina-ción asimétrica, la del sufriente que pide piedad, simpatía, compasión. La pre-tensión de estabilidad y duración de la philautía es puesta así en entredicho por la vulnerabilidad trágica de la condición mortal, cuando el amigo pide o requiere más de lo que puede dar, según el principio de la reciprocidad. Los sentimientos ocupan un lugar fundamental en la economía de la solicitud. «Lo que el sufrimiento del otro, tanto como la conminación moral nacida del otro, desella en el sí, son sentimientos dirigidos espontáneamente hacia otro». «El hombre feliz necesita amigos», escribe Aristóteles. A la estima de sí como momento reflexivo del deseo de «vida buena», la solicitud añade la nota de carencia, que hace que necesitemos amigos; por repercusión de la solici-tud sobre la estima de sí, el sí se percibe a sí mismo como otro entre los otros, cuando comparte en igualdad un mismo deseo de vivir juntos, compar- Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 187 tiendo la fragilidad y al fin la mortalidad. La solicitud también añade el ele-mento de valor que hace que cada persona sea irreemplazable en nuestro afecto y en nuestra estima. En efecto, no puedo estimarme a mí mismo sin estimar al otro como a mí mismo. «Como a mí mismo» significa: tú también eres ca-paz de comenzar algo en el mundo, de actuar por razones, de jerarquizar tus preferencias, de estimar los fines de tu acción y, de este modo, estimarte a ti mismo como yo me estimo a mí mismo. Así se convierten en equivalen-tes la estima del otro como sí mismo y la estima de sí mismo como otro. La justicia representa rasgos éticos que no están contenidos en la solici-tud, esencialmente la exigencia de igualdad, que no es sólo igualdad aritmé-tica, sino también igualdad geométrica, proporcionalidad en el reparto. La justicia distributiva consiste entonces en igualar dos relaciones, siempre en-tre una persona y un mérito o demérito. Más adelante, PR rememorará pro-ductivamente el concepto aristotélico de equidad (epieikés) que pone reme-dio a la justicia allí donde el legislador no alcanza a prever el caso y yerra por espíritu de simplificación. La igualdad es a la vida en las instituciones lo que la solicitud a las relaciones interpersonales. La justicia acrecienta la so-licitud, en cuanto que el campo de aplicación de la igualdad es toda la huma-nidad. Según PR –que tiene muy en cuenta la teoría de la justicia de Rawls– lo justo comprende dos aspectos: el de lo bueno y el de lo legal. El sistema de la justicia no se agota en la construcción de los sistemas jurídicos. Aun anclada en la tradición teleológica, en la ética kantiana la voluntad ocupa el lugar que ocupaba en Aristóteles la elección razonable. La voluntad es para Kant la facultad de obrar «según la representación de las leyes»15. La voluntad es la razón práctica común a todos los seres racionales, que se con-vierte en buena voluntad –lo único que puede se bueno en este mundo– si soporta la prueba de la universalización. En su magistral análisis del impe-rativo categórico, PR aporta algunas ocurrencias geniales. Por ejemplo, cuan-do explica la autonomía del formalismo kantiano como sublimación individua-lista de la obediencia, esto es, libertad16. Pero en espíritu kantiano la posición del sí legislador no debe confundirse con una tesis egológica, según matiza la interpretación del imperativo como humanitarismo, según el cual las per-sonas deben ser aprehendidas como fines en sí mismas. La marcha sigue aquí el orden de las categorías de la cantidad: de la unidad de la forma de la vo-luntad (universalizabilidad), a la pluralidad de la materia (reino de los fines) y de ahí a la moralidad o integralidad del sistema. El respeto como móvil de la acción moral debe entenderse como marca misma de la razón en el senti-miento; según el modo negativo, significa la humillación del amor propio, en- 15 Fundamentación de la metafísica de las costumbres, IV, 412. 16 Kant distingue entre Willkühr (albedrío o arbitrium) y Wille (la voluntad determina-da por la ley). Un principio que no se funda más que en la capacidad de sentir placer o pena puede servir de máxima pero no de ley. Este es el motivo por el que no podemos esperar una educación moral de la televisión. 188 José Biedma López tendido como benevolencia excesiva por sí mismo o presunción; según el modo positivo, la veneración por el poder de la razón en nosotros. Contra la acusación tradicional de que el rigorismo kantiano ofrece una consideración puramente negativa del deseo y las inclinaciones, PR arguye que para Kant el mal no está en el deseo mismo, sino en el trastocamiento del orden que impone colocar el respeto a la ley por encima de la inclinación. El mal resulta de un mal empleo del libre albedrío. Kant considera la incli-nación al bien como inherente a la condición de una voluntad finita. La pro-pensión al mal a escala de la historia humana sólo puede ser contingente. Es cierto sin embargo que la propensión al mal puede afectar al uso mismo de la libertad (siendo así el mal radical, aunque no original). El mal es el reve-lador de la naturaleza última del libre albedrío en cuanto revela la capacidad específicamente humana de determinarse por o contra le ley. El fondo del mal se alcanza en la destrucción del respeto de sí, en la violencia ilegítima17 que equivale a la disminución o la destrucción del poder-hacer del otro. Y es aquí precisamente donde Kant reserva un lugar a la religión, cuyo tema sería pre-cisamente la regeneración de la libertad, es decir, restaurar sobre ella el im-perio del buen principio. El respeto debido a las personas está en el plano moral en la misma re-lación respecto de la autonomía que la solicitud estaba en el plano ético res-pecto a la intencionalidad de la vida buena. El respeto a la humanidad en ge-neral es la expresión plural de la exigencia de universalidad. Este es el objeto o materia de la ley. Tratar a los demás como medios, instrumentalizarlos, es precisamente ejercer sobre la voluntad de otro ese poder que se desencade-na en todas las formas de la violencia y culmina en la tortura. Un corolario es que la moral existe porque la persona misma existe como fin en sí. Que la naturaleza racional existe como fin en sí le parece a PR una proposición existencial. Con lo cual, esta segunda formulación del imperativo categórico introduce una noción distinta de la de darse a sí mismo una ley: la noción del existir como fin en sí. PR analiza la ficción contractualista de Rawls y otros, que tiene a su jui-cio la función de separar lo justo de lo bueno. El contrato ocupa en el plano de las instituciones el lugar que la autonomía ocupa en el plano de la morali-dad. Además, el contractualismo y el individualismo avanzan siempre cogi-dos de la mano. La teoría de la justicia rawlsiana es una teoría deontológica que se opone al enfoque teleológico del utilitarismo, pero es una deontolo-gía sin fundamentación trascendental, que aspira a una solución procedimen- 17 Somos nosotros los que introducimos aquí la distinción, que nos parece fundamental, entre violencia legítima (la que ejerce un policía para detener a un delincuente) e ilegítima (insulto, violación, asesinato) ausente del texto de Ricoeur, quien, sin embargo, sí define en el noveno estudio la violencia legítima en relación a la dialéctica poder/dominación. Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 189 tal. Tras explicarla con detenimiento, PR muestra la imposibilidad de una teoría meramente procedimental de lo justo, que además requiere de la ficción del contrato social. Nada más arrancar el noveno estudio, «el sí y la sabiduría práctica: la con-vicción », PR hace un interludio sobre lo trágico18 y el lugar inevitable del conflicto en la vida moral, tanto por la unilateralidad de los caracteres (Antí-gona, Creonte), como por la confrontación entre los principios morales y la complejidad de la vida. Más adelante dirá que lo trágico de la acción es que uno siempre se decide en soledad. En este interludio, PR anuncia su reto de que la dialéctica de la ética y de la moralidad se urde y resuelve en el juicio moral en situación. Para la interpretación de cómo el individuo se hace propiamente huma-no en su relación con instituciones justas, PR echa mano de la noción hege-liana19 de Sittlichkeit, la moral efectiva y concreta que toma el relevo a la Moralität, trascendiéndola por su vínculo con las instituciones. Si bien, PR admite que las instituciones no derivan de los individuos sino que ya están ahí y tienen su propia historia, una cosa es el respeto a las instituciones, y otra conferirles –como hace Hegel– una espiritualidad objetiva distinta de los individuos. Las atrocidades del siglo XX nos han probado hasta qué punto puede pervertirse el espíritu de un pueblo hasta alimentar una Sittlichkeit mortífera, y cómo puede ser legítimo que el espíritu deserte de las institu-ciones cuando éstas se vuelven criminales. La desmitificación del Estado hegeliano la hace PR desde la reflexión sobre la práctica política para examinar las formas específicas que en ella re-viste lo trágico de la acción. Nada es más grave que la confusión entre po-der y dominación. La virtud de la justicia aspira aquí a igualar esta relación (entre potentia y potestas) poniendo la dominación bajo el control del poder en común, esta es la tarea sin fin que define a la democracia. La discusión prima aquí tanto como el consenso, puesto que sería inútil o peligroso con-tar con un consenso que pusiese fin a los conflictos. La democracia es pre-cisamente un régimen político en el que los conflictos son abiertos y nego-ciables según reglas de arbitraje conocidas, y en el que el pluralismo de las opiniones, con libre acceso a la expresión pública, muestran la propie-dad no decidible –de modo científico o dogmático– del bien público. Las pa-labras clave en esta incesante controversia, como «seguridad», «prosperidad», «libertad», «igualdad», «solidaridad»... tienen una carga emocional superior a su contenido semántico, estando así a merced de la manipulación y la pro-paganda. Por otra parte, la realización histórica de tales valores no puede ob-tenerse sin perjudicar a otro, en una palabra, no se puede servir a todos los 18 Paul Ricoeur dedicó este interludio a su hijo Olivier, que se suicidó en 1986. 19 «El proyecto político de Hegel no ha sido superado por la historia ni, en lo esencial, realizado todavía», p. 277. 190 José Biedma López valores a la vez. El error –el crimen– del totalitarismo fue querer imponer una concepción unívoca de lo que él creía ser un hombre nuevo y eludir los titubeos históri-cos de la comprensión de sí del hombre moderno. El verdadero demócrata tiene que comenzar por confesar la indeterminación última sobre los funda-mentos del Poder, la Ley y el Saber, y sobre el fundamento de la relación del uno con otro en todos los registros de la vida social20. La Sittlichkeit hegelia-na hay que interpretarla, pues, como capacidad para el debate, que sólo pue-de apelar a legitimar sus posiciones en el entrecruzamiento de formas rein-terpretadas de las tradiciones judías, griegas y cristianas, aquellas que han pasado con éxito la prueba crítica de la Ilustración (Aufklärung), tradiciones que dan lugar a la tolerancia y el pluralismo. El origen del conflicto puede verse naturalmente en la alteridad de las personas, inherente a la idea misma de pluralidad humana, el respeto tiende entonces a dividirse entre respeto a la ley y respeto a las personas21. Se abre aquí una compleja aporética... ¿Qué ocurre con la excepción en beneficio de otro, por ejemplo, cuando mentimos a un moribundo para que pase más feliz sus últimos días? En este punto se hace imprescindible la apelación a la sa-biduría práctica que inventa procedimientos que satisfacen la excepción exi-gida por la solicitud, traicionando lo menos posible la regla. Esta es una de las funciones esenciales del juicio moral en situación que reinterpreta el prin-cipio de autoridad como principio prudencial, pues «una autonomía solidaria de la regla de justicia y de la de reciprocidad no puede ser una autonomía autosuficiente». ¿No será la autonomía un principio político que Kant «mora-lizó » en su panfleto ¿Qué es la Ilustración? ¿Acaso no reina la minoría de edad en el espacio de la pluralidad? Parece que debemos volver a pensar la rela-ción entre autonomía y heteronomía para restaurar la figura del «maestro de justicia». Tampoco estaría de más recuperar la «doctrina de la virtud»22... Las éticas de la comunicación o argumentativas parecen dirigir su esfuer-zo contra todo género de convención (especialmente la de Habermas). Con-tribuyen así al callejón sin salida de una oposición estéril entre un universa-lismo procedimental y un relativismo «cultural»23 que se coloca a sí mismo fuera del campo de la discusión. Hay que cuestionar el antagonismo entre argumentación y convención y sus- 20 Claude Lefort. Essais sur le politique, París, 1986. 21 Este corte fue «cuidadosamente ocultado por Kant». 22 Comparto cierto desdén que me ha parecido detectar en PR respecto a las éticas de los valores. Un valor es un universal incoativo, un semiconcepto de compromiso en que se cruzan la noción de universalidad y la confesión de historicidad. 23 PR critica la reducción etnográfica del concepto de cultura, muy alejado del de edu-cación en la razón y en la libertad, venido de las Luces y desarrollado por Hegel. El relati-vismo cultural desemboca en una apología de la diferencia por la diferencia que convierte en indiferentes todas las diferencias, en la medida en que hace inútil cualquier discusión. Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 191 tituirlo por una buena dialéctica entre argumentación y convicción, que no tiene salida teórica, sólo la salida práctica del arbitraje del juicio moral en situación. Por supuesto, Ricoeur está más del lado de Gadamer que de Habermas en su valora-ción de la tradición, que Habermas usa peyorativamente, supravalorando el corte de la modernidad. PR busca un equilibrio reflexivo entre ética de la argumentación y convicciones bien sopesadas. La sabiduría práctica que PR busca quiere conciliar la phrónesis aristotélica con la Moralität kantiana y la Sittlichkeit de Hegel, afir-mando que el juicio moral en situación se forma a través del debate público, el coloquio amistoso y las convicciones compartidas. La imputabilidad queda ahora precisada como la adscripción de la acción a su agente, bajo la condición de los predicados éticos y morales que califi-can la acción como buena, justa, conforme al deber, hecha por deber, y, final-mente, como más sensata en el caso de situaciones de conflicto. Para el examen del concepto de responsabilidad, más reciente que el de imputablidad, el análisis de PR recurre al de H. Jonas. Su formulación más general nos exige actuar de tal forma que una humanidad futura siga existiendo tras nosotros, en el entorno de una tierra habitable. La problemática de la responsabilidad nos reconduce a la de la ipseidad, pues la responsabilidad supone que alguien asuma las consecuencias de sus actos, es decir, conside-re ciertos acontecimientos del futuro como representantes de él mismo, pese a no estar expresamente previstos y queridos; estos acontecimientos son su obra, a pesar suyo. Pero la noción de responsabilidad tiene también una cara vuelta hacia el pasado, en la medida en que implica que asumamos un pasa-do que nos afecta sin que sea enteramente obra nuestra, pero que asumimos como nuestra. La idea de deuda procede de esta dimensión retrospectiva de la responsabildad. Reconocer su propio ser en deuda respecto a quien ha he-cho que uno sea lo que es, es sentirse responsable de él24. Sentirse responsable ahora es, de una manera que queda por precisar, aceptar ser considerado hoy el mismo que el que actuó ayer y actuará ma-ñana. Todo sucede como si nuestros actos se inscribieran en un gran libro de cuentas. PR señala aquí muy oportunamente la posibilidad de confrontar la ética de la responsabilidad con el concepto oriental de Kharma. La impu-tabilidad y responsabilidad, como retorno sobre sí, podrían recogerse en la categoría de reconocimiento como estructura del sí que se refleja en el mo-vimiento que lleva la estima de sí hacia la solicitud, y a ésta hacia la justicia. Por último, PR introduce en el décimo estudio una ontología de la ipsei-dad, que la fundamenta en su diferencia con la mismidad y en su dialéctica con la alteridad. Se sirve para ello del binomio aristotélico enérgeia-dynamis orientado hacia un fondo de ser, a la vez potencial y efectivo, sobre el que se des- 24 Haríamos bien en apurar educativamente este aspecto retrospectivo de la responsa-bilidad, presente en la sabiduría popular como obligatoriedad del agradecimiento: «es de bien nacidos el ser agradecidos». 192 José Biedma López taca el obrar humano, a partir del cual el sí puede decirse agente. Repasa a continuación toda la problemática existenciaria, heideggeriana, del Dasein y su cuidado (Sorge), como unidad analógica del obrar en el hori-zonte del mundo, cotejando la praxis de Aristóteles con la Sorge de Heideg-ger. Al contrario que Heidegger, Aristóteles no habría alcanzado a ver la tem-poralidad originaria como el fundamento ontológico unitario de las determinaciones de la vida humana. PR nos invita a ver en el conatus de Spi-noza el enlace entre la fenomenología del sí que actúa y que sufre y el fondo efectivo y poderoso sobre el que se destaca la ipseidad. Es preciso reconocer la prioridad de ese esfuerzo por perseverar en el ser (conatus) respecto de la conciencia. Somos poderosos cuando comprendemos adecuadamente nuestra dependencia, tanto horizontal y externa, respecto del mundo, como respecto del poder primordial al que Spinoza llama Dios. La al-teridad no se añade desde el exterior, sino que pertenece al tenor del sentido y a la constitución ontológica de la ipseidad, su garante fenomenológico es la variedad de las experiencias de pasividad entremezcladas de múltiples formas en el obrar humano. El trípode la pasividad y por tanto de la alteridad lo vé PR en el cuerpo, el otro-extraño y la conciencia (Gewisen). La pasividad, resumida en la experiencia del cuerpo propio o, mejor dicho, de la carne, significa que cada uno es para sí su propio cuerpo, que pertenece doblemente al reino de las cosas y al del sí. Con la disminución del poder de obrar, sentido como una disminución corporal del esfuerzo por existir, comien-za el reino del sufrimiento. El cuerpo designa la resistencia que cede al esfuer-zo (Maine de Biran). Su primera significación consiste en su diversidad ínti-ma, su extensión irreductible, su masa y gravedad. Un segundo grado de pasividad es representada por las impresiones de bienestar y malestar, y un tercer grado por la resistencia de las cosas exteriores (tacto activo). El cuer-po propio es, en fin, el mediador entre la intimidad del yo y la exterioridad del mundo. La noción husserliana de carne (Leib) resulta por completo insuficien-te. La carne es lo más originariamente mío y la más próxima de todas las co-sas, el soporte de una alteridad propia, el lugar de todas las síntesis pasivas. La carne precede ontológicamente a cualquier distinción entre lo voluntario y lo involuntario. Mi carne sólo aparece como un cuerpo entre los cuerpos en la medida en que soy yo mismo otro entre todos los demás. En segundo lugar, además de la carne, el otro-extraño pertenece a la cons-titución misma del sí mismo afectándole en el plano lingüístico, pues cada lo-cutor es afectado por la palabra que se le dirige; en el plano de la acción, ads-crita a un agente por otro; en el plano narrativo, de la ficción; y, finalmente, en el plano ético, pues para ser amigo de sí se precisa haber entrado ya en una relación de amistad con otro, y es la amistad la que crea el lecho de la justicia. Incluso la propia carne requiere al otro para identificarse, pero PR ataca la filosofía de E. Lévinas que reserva al Otro la iniciativa exclusiva de la asig-nación del sí a la responsabilidad. El protagonismo de la alteridad radical, la Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 193 epifanía del Otro ab-soluto, cuyo rostro se alza ante mí como un Sinaí, por encima de mí, le parece a PR una hipérbole25 inaceptable. Ese Otro hiposta-siado hasta el infinito no es un interlocutor cualquiera, sino un maestro de justicia, cuya palabra siempre enseña, y que exige igualmente el gesto que perdona y que expía... Reacciona PR: «Hay que reconocer al sí una capacidad de acogida que resulta de una estructura reflexiva, definida mejor por su poder de reasun-ción sobre objetivaciones previas que por una separación inicial». Para que la voz y el rostro del Otro me obliguen hace falta una reasunción que la haga mía hasta el punto de convertirse en mi convicción, esa convicción que iguala el acusativo del «¡Heme aquí!» al nominativo del «Aquí estoy». No hay nin-guna contradicción en considerar como dialécticamente complementarios el movimiento del Mismo hacia el Otro y del Otro hacia el Mismo, el uno se despliega en la dimensión gnoseológica del sentido, y el otro en la dimen-sion ética de la conminación. En tercer lugar, «la conciencia (Gewisen) es el lugar por excelencia en el que las ilusiones sobre sí mismo se mezclan íntimamente con la veracidad de la atestación». «La metáfora de la voz, a la vez interior a mí y superior a mí, es el síntoma o el indicio de esta pasividad sin igual». Resume PR en unas páginas particularmente brillantes los postulados hegelianos de la visión mo-ral del mundo que supone la conciencia como voz otra del sí. El primer pos-tulado es que la moralidad, al exigir que se cumpla el deber, que se haga real, afecta de insignificancia a toda la naturaleza, a través de la condena del deseo, que es la naturaleza en nosotros. Segundo, la moralidad aplaza indefinidamente el momento de la satisfacción por no saber producir ninguna armonía entre el deber-ser y el ser. Tercero, al no darse aquí esta armonía entre la forma y el contenido, es remitida a otra conciencia, la del santo legislador situado fuera del mundo. También muestra ya todas sus aporías esta conciencia moral, in-tuidas por Hegel y que culminan en la Genalogía de la moral de Nietzsche. La distancia que pone PR entre sí mismo y las trampas de la arqueología biologicista de Nietzsche merecerían un estudio a parte26. La principal es la del dogmatismo de la «voluntad de poder», desde el que se sospecha de la conciencia porque sólo se la contempla como «mala conciencia», cuya arqueo-logía prehistórica aboliría toda alegación de racionalidad. Para arrancar la conciencia de la falsa alternativa «buena» y «mala» con-ciencia, PR recurre a la segunda parte de El ser y el tiempo de Heidegger, donde se formula radicalmente el ser de la conciencia: «La atestación de un poder-ser auténtico es obra de la conciencia». La conciencia está a su modo 25 Creo que PR tiene razón al denunciar la práctica sistemática del exceso en la argu-mentación filosófica moderna, el uso indiscriminado de la hipérbole. 26 Sólo indicaré que PR menciona como digno de interés filosófico el elogio nietzschea-no de la promesa, antídoto del olvido... Pero no se pronuncia sobre las posibilidades de la «segunda inocencia». 194 José Biedma López más allá del bien y del mal, con su poder ser no dice nada, más bien efectúa una llamada silenciosa. «En la conciencia, el Dasein se llama a sí mismo», en una llamada que viene de mí pero que me sobrepasa. Una llamada que tiene que ver con el ser-en-deuda original y que no puede definirse por medio de la moralidad porque ésta lo presupone. La buena conciencia se descarta como farisea: pues, ¿quién puede decir «yo soy bueno»? La atestación es así una clase de comprensión irreductible a un saber algo. Su sentido es sellado: «Convocación pro-vocante al ser-en-deuda». Escuchar la voz de la conciencia significaría ser-conminado por el otro. Ser llamado a vivir-bien con y para otro en instituciones justas es la primera conminación, que todavía no es una ley. Este mandamiento se deja oír en la súplica aman-te del Cantar de los cantares: «¡Tú, ámame!». La conciencia, en cuanto ates-tación- conminación, significa que estas «posibilidades más propias» del Da-sein son estructuradas originalmente por el optativo del bien-vivir, que gobierna, secundariamente, el imperativo del respeto y alcanza la convicción del juicio moral en situación; es reconocerse conminado a vivir-bien con y para los otros en instituciones justas y a estimarse a sí mismo en cuanto por-tador de este deseo. La conciencia es la voz del Otro en el sentido del otro, al que cabe apro-piarse como semejante [o prójimo] y está vinculada muy hegelianamente a la reconciliación en la «confesión expresada por la visión de sí mismo en el Otro». Es el perdón, que señala la entrada en la esfera de la religión. También repasa PR la sugerencia freudiana de una conciencia (superego) que representa en la metapsicología la voz de los antepasados que continúa haciéndose oír entre los vivos. Esta dimensión generacional de la conciencia sería un componente innegable del fenómeno de la conminación y de la deu-da. La figura del ancestro inicia un movimiento de regresión sin fin, en el que el Otro pierde su familiaridad inicial hasta ser capturado por el mito y el cul-to. Una pietas de un género único une así a los vivientes y a los muertos. Así pues, al extrañamiento heideggeriano y a la hiperbólica alteridad de E. Lévinas, opone PR el carácter original y originario de su tercera modali-dad de alteridad: el ser-conminado en cuanto estructura de la ipseidad. «Quizá el filósofo, en cuanto filósofo, debe confesar que no sabe y no puede decir si ese Otro, fuente de la conminación, es otro al que yo pueda contemplar o que pueda mirarme, o son mis antepasados de los que no existe representación –tan constitutiva de mí mismo es mi deuda respecto a ellos–, o Dios –Dios vivo, Dios ausente–, o un lugar vacío. En esta aporía del Otro, el discurso filosófico se detiene». PR deja a la dispersión las tres grandes experiencias de pasividad: la del cuerpo propio, la del otro, y la de la conciencia, porque tal dispersión convie-ne a la alteridad, ironizando al final sobre la posibilidad de que tal alteridad se suprima convirtiéndose en idéntica a ella misma...
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Título y subtítulo | Hermenútica del sí mismo en cuanto otro |
Autor principal | Biedma López, José |
Entidad | Universidad Nacional de Educación a Distancia (España). Centro Asociado de Las Palmas (Las Palmas de Gran Canaria) |
Publicación fuente | Boletín Millares Carlo |
Numeración | Número 26 |
Sección | Filosofía |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Centro Regional Uned |
Fecha | 2007 |
Páginas | p. 177-196 |
Materias | Cultura ; Literatura ; Filosofía ; Historia ; Canarias |
Enlaces relacionados | Enlace al editor: http://www.boletinmillarescarlo.es/index.php/BMC/index |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
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Texto | Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro JOSÉ BIEDMA LÓPEZ UNED, Úbeda-Jaén Boletín Millares Carlo, núm. 26. Centro Asociado UNED. Las Palmas de Gran Canaria, 2007. Resumen: El artículo es un homenaje al recientemente fallecido Paul Ricoeur. Su inter-pretación del sí mismo (reflexivo personal) evita tanto las exageraciones filosóficas que exaltan al sujeto como las que lo cosifican, desestructuran, fragmentan o diseminan. Decir «sí mismo» no es decir «yo», pero podemos y debemos reconocer un sujeto responsable del hacer en el decir, agente de la acción personal y personaje de la mediación narrativa entre descripciones y prescripciones. El carácter moral de la persona incluye una instancia crea-dora, aun comprometida con la tradición, fiel a sus convicciones, capaz de juzgar en situa-ción, solicitada por el prójimo, con quien y para quien reclama instituciones justas. Palabras clave: Hermenéutica, Teoría literaria, Lingüística textual, Narración. Abstract: It’s rending homage to recently deceased Paul Ricoeur. His interpretation of «self» (Soi-même, personnel reflexive) avoids so much the philosophical exaggerations that they exalt to the subject, as that those which fragment, make object, or destroy it. Saying «self» is not saying «I», but we can and must recognize a responsible subject doing in to say, agent of the personal action and playing his narrative personage between descriptions and prescriptions. The moral character of the person includes a creative instance, even compromised with the tradition, remaining loyal to her convictions, capable of judging «in situation», requested by the neighbour, with whom and for the one who claims just insti-tutions. Key words: Hermeneutics, Literary theory, Textual linguistics, Story. Hace poco más de dos años murió el gran filósofo Paul Ricoeur (PR). En su última gran obra, Soi-même comme un autre (1990), confirma su vocación filosófica al señalar la primacía de la mediación reflexiva sobre la posición inmediata del sujeto. Esa es la primera intención expresa del libro, editado por siglo XXI con el título de Sí mismo como otro; la segunda, disociar dos sig-nificaciones de la identidad a las que denomina mismidad (identidad-idem) e 178 José Biedma López ipseidad (identidad-ipse). El título de la obra confirma que para PR la ipseidad del sí mismo involucra íntimamente la alteridad. La hermenéutica del sí busca una equidistancia entre la apología carte-siana del Cogito y la subestimación del sujeto (Hume, Nietzsche, Foucault1). Pues en efecto, «el yo que conduce la duda [cartesiana] es tan metafísico e hiperbólico como la misma duda (...). En verdad, no es nadie»2. Es una sub-jetividad sin cuerpo y anclaje que muestra obstinadamente una voluntad de certeza y de verdad. La Tercera meditación de Descartes subordina la certe-za del Cogito a la veracidad divina, «ese Otro que causa la presencia en mí de su propia representación». PR parafrasea así a Descartes, del que recoge la cita: «De alguna forma tengo en mí antes la noción del infinito que del fi-nito, es decir, de Dios antes que de mí mismo». Para Descartes, la idea de Dios está en mí como el sello del autor sobre su obra, lo cual le obliga a con-fesar que «yo concibo esta semejanza (...) gracias a la misma facultad por la que me concibo a mí mismo». Percibimos muy claramente como este «Adán de la modernidad» –recojo el piropo con ironía, claro– muestra el eco de una voz demasiado humana: la reverberancia racional de la doctrina iluminista de San Agustín. Con su interpretación retórica de la filosofía y su exagerada indistinción entre mentira y verdad, Nietzsche destruyó la pregunta fundamental por la identidad: ¿Quién habla, quién actúa, quién se narra, quién es el sujeto moral de la imputación? Al convertir lo mismo el hacer como al actor en meras fic-ciones o ilusiones generadas por instintos (la anticipación más temeraria de esta disolución escéptica del sujeto la hallamos en el fenomenismo de Hume), Nietzsche condena el sujeto a la vergüenza de un espectáculo de ficción es-tética o retórica. La hermenéutica ricoeuriana del sí mismo enraiza en el actuar humano, en su compleja polisemia, y muy particularmente en su describir, narrar y prescribir, operaciones todas que suponen la reflexividad de un sí que el au-tor diferencia netamente del yo que se pone o es depuesto (por el Cogito o por su crítica). Su método, o modo «aléthico», es la atestación que conjunta análisis y reflexión. La atestación define el tipo de certeza a la que puede aspirar la hemenéutica del sí, pues exige menos certeza que Descartes y más que Nietzsche. Se presenta como una especie de creencia, próxima al testi-monio, que ofrece confianza, o como una convicción muy distinta de la mera opinión (doxa). La aporía, la contingencia, la problematicidad de los lengua-jes naturales, el fragmentarismo del ensayo emprendido sobre la ipseidad, confieren a la atestación una fragilidad específica a la que se añade la vulne- 1 Paul Ricoeur siempre es caritativo y generoso (magnánimo) con todos los autores a quienes critica. También con Foucault, aunque su hermenéutica de la identidad sea lo más opuesto a la disolución del sujeto humano predicada por Foucault en sus primeras y más famosas obras. 2 Prólogo, p. XVI. Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 179 rabilidad de un discurso consciente de su falta de fundamento y amenazado por la sospecha3 (contrario específico de la atestación), pero con suficiente confianza filosófica en su poder decir, en el poder hacer, en el poder reconocerse per-sonaje de narración y, finalmente, en el poder también responder frente a las imputaciones morales o éticas4. En esta última fase, la atestación se identifi-ca con la conciencia moral (Gewissen). Aunque la sospecha también puede ser reconocida como camino hacia y travesía en la atestación, la seguridad de ser uno mismo agente y paciente es el último recurso contra toda sospecha, aunque siempre sea, en cierta for-ma, recibida de otro. La atestación de sí preserva así la pregunta «¿quién?» en todos sus niveles: lingüístico, práxico, narrativo y prescriptivo. En su primer estudio, «La ‘persona’ y la referencia identificante», PR emprende un examen semántico de la individualización. El individuo, inver-samente a lo clasificable, se muestra como lo no repetible y lo no divisible sin alteración. Estas definiciones privativas nos llevarían del lado de lo in-efable, si no fuera porque el lenguaje nos ofrece recursos para referir al in-dividuo: los operadores de individualización. Por tales operadores cuentan los indicadores, deícticos y pronombres como «yo», «tú», «esto», «aquí», «aho-ra », morfemas verbales («respondió», «vendrá»...); las descripciones defini-das, como «el inventor de la imprenta», «el descubridor de América»; o los nombres propios5. Evidentemente, los deícticos se ordenan en torno al suje-to de la enunciación. Así «esto» indica todo objeto situado en la cercanía del enunciador. PR no duda en echar mano de los análisis de P. F. Strawson sobre los «par-ticulares de base». Los cuerpos físicos y las personas somos particulares de base porque nada se puede identificar sin remitir en última instancia a uno u otro de estos dos tipos de particulares. En este sentido, el concepto de per-sona, como el de cuerpo físico, sería un concepto primitivo, pues quedaría presupuesto en todo argumento que pretendiera derivarlo de otra cosa. Las personas poseen cuerpos o son cuerpos, por consiguiente persona será el único referente dotado de dos series de predicados: físicos y psíquicos6. «Es 3 Paul Ricoeur ha hecho famosa la expresión «maestros de la sospecha» o «filosofía de la sospecha» para referirse a la enseñanza de Marx, Nietzsche y Freud, en el sentido en que la literatura de estos autores nos ha ilustrado sobre cómo por debajo de los contenidos de la conciencia, de las creencias, los valores o las ideologías, subyacen intereses de clase (eco-nómicos), instintos egoístas o resentimiento (genealogía de la moral de Nietzsche) y/o de-seos y fobias inconscientes (psicoanálisis). 4 El hermoso, neoplatónico y cristiano, ritmo ternario de la obra (describir, relatar, pres-cribir) enlaza una filosofía del lenguaje y de la acción, una teoría narrativa y una filosofía ético-política. 5 En su análisis del nombre propio, PR no tiene la ocurrencia de referirse al apodo, tan relevante popularmente, que singulariza a la vez que clasifica o caracteriza. 6 PR se aleja aquí también de Descartes y de su dualismo extremo. «La persona no po-drá ser tenida por una conciencia pura a la que se añadiría a título secundario un cuerpo. 180 José Biedma López la misma cosa la que pesa sesenta kilos y la que tiene tal o cual pensamien-to ». Por otra parte, la posesión del cuerpo por alguien o por cada uno plan-tea el enigma de una propiedad no transferible, lo que contradice la habitual idea de propiedad. En su enfoque pragmático, PR resume con precisa claridad la teoría de los actos de habla de Searle, para insistir en que no son los enunciados los que refieren, sino los hablantes los que hacen referencia: tampoco son los enunciados los que tienen un sentido o significan, sino que son los locutores los que quieren decir esto o aquello. La noción de «fuerza ilocutiva»7 permi-te reconocer la implicación de un sujeto en el hacer del decir. Por otra par-te, no hay en verdad ilocución sin alocución, sin un alocutor, interlocutor o destinatario del lenguaje, y todo avance en dirección a la ipseidad del hablante tendrá como contrapartida un avance semejante en relación a la alteridad del interlocutor. También recoge PR la teoría de H. Paul Grice según la cual toda enunciación consiste en una intención de significar que implica en su objeti-vo la esperanza de que el interlocutor se proponga, por su parte, reconocer la intención primera por lo que ella quiere ser. La interlocución es pues un intercambio de intencionalidades8. El sujeto de la enunciación, «yo», es un término viajero, que asume la fuerza ilocutiva del acto de enunciación. Paradójicamente, y desde el punto de vista sintagmático, «yo» designa siempre una persona con exclusión de cualquier otra, la que habla aquí y ahora. Siguiendo a G. G. Granger, PR lla-ma anclaje a esta remisión del «yo» a una posición insustituible, a un único centro de perspectiva sobre el mundo. PR llama «aporía del anclaje» a aque-lla en la que Wittgenstein se engolfa. El punto privilegiado de perspectiva sobre el mundo, cada sujeto hablante, es el límite del mundo y no uno de sus contenidos. El fenómeno del anclaje sugiere la significación absolutamente irreductible del propio cuerpo con su doble estructura de realidad física ob-servable y de «esfera de lo propio» o de lo «mío»9. Como cuerpo entre los cuerpos constituye un fragmento de la experiencia del mundo; como mío, comparte el estatuto del «yo» como parte de la referencia límite del mundo. «El cuerpo es a la vez un hecho del mundo y el organismo de un sujeto que no pertenece a los objetos de los que habla», pues este ser que somos viene al mundo en forma de corporeidad. En su tercer estudio, PR intenta responder a la pregunta ¿quién? desde la teoría de la acción, en confrontación con una semántica de la acción sin agente. Distingue con Hannah Arendt el concepto de acción (que reclama narración) del concepto de trabajo (que se exterioriza en la cosa fabricada) y de la noción de obra (que cambia la cultura encarnándose en monumentos, 7 Fuerza ilocutiva es «lo que permite dar a los mensajes funciones específicas de comu-nicación o permite precisar las condiciones de su ejercicio» (G. G. Granger). 8 En este sentido, es muy clara la deuda de Ricoeur con la fenomenología. 9 Husserl, Meditación cartesiana quinta. Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 181 documentos, instituciones, etc.). PR contrasta vigorosamente la noción de acon-tecimiento con la de acción. El acontecimiento es lo que acaece y ocurre, mien-tras que la acción es lo que hace que ocurra. También abre un abismo lógico entre motivo y causa. La acción puede ser tratada como un texto, y la inter-pretación a través de motivos como su lectura. Por supuesto, PR no desco-noce el carácter mixto del deseo, que puede ser expresado en el registro o juego del lenguaje de la justificación (por motivos) o en el registro o juego del lenguaje de la explicación (por causas): pulsión (Trieb, drive), disposición o emoción, afecto, pasión... Los motivos, por supuesto, no serían motivos de la acción si no fueran también sus causas y el mismo deseo puede justificarse por razones íntimas o explicarse como un «acontecimiento interno». Sin embargo, el término que desaparece o se excluye en las discusiones contemporáneas sobre los motivos de la acción es justamente el más perso-nal y decisivo y el que hace referencia al sí propio de la acción: el de agente. La acción –no cabe duda– es cierta configuración determinada de movimien-tos físicos, pero además es una realización susceptible de ser interpretada en función de las razones de actuar que la explican. O sea, el actuar en el caso del actuar de un sujeto es un actuar con intención. Recurre aquí PR al con-cepto aristotélico de elección preferente (proháiresis). Las acciones intencio-nales o motivos prospectivos son un tipo de cosas conocidas sin observación. Hay un momento en que sólo un hombre puede decir lo que es su intención10, pero este decir pertenece al orden de la confesión11. Lo que importa retener es que una acción intencionada es una acción hecha «por una razón», que puede estar constituida primariamente por una actitud favorable y una creen-cia. Una acción así requiere una explicación teleológica, a la que la experien-cia humana añade una orientación consciente por un agente capaz de reco-nocerse como sujeto de sus actos. Muchos análisis mecanicistas de la acción humana descuidan el papel del juicio en la formación del deseo, o se olvidan del carácter proyectivo de la propia condición del agente, explícito en la expresión «intención-de». Los predicados psíquicos, intenciones y motivos, son atribuibles a sí mismo y a otro distinto de sí; en los dos casos conservan el mismo sentido. En el cuarto estudio, PR enfrenta los problemas de la adscripción de la acción al agente a través de un maravilloso análisis del concepto aristotélico de elección preferencial (proháiresis). La elección preferencial es la que hace a la acción humana susceptible de alabanza o de reprobación y la que hace que la determinación ética del principio de la acción (o sea, el sujeto agente) 10 Recogiendo la tradición fenomenológica sobre la intencionalidad de la acción propia-mente humana, PR comenta críticamente la obra de la autora G. E. M. Anscombe, Intention, Oxford, 1979. 11 Recordando a Manuel Gª Morente podríamos decir que la verdadera intención perte-nece al orden de la soledad. Lo trágico de la acción –dice Paul Ricoeur– es que uno siem-pre se decide en soledad. 182 José Biedma López prevalezca sobre su determinación física. Aristóteles no desconocía la sinergia entre nuestras elecciones y la naturaleza, en la formación de las disposiciones (hexeis) cuyo conjunto constituye nuestro carácter (ethos); Aristóteles inventa la expresión synaitioi, «co-responsables», pero la intención última del Estagirita es extender la responsabilidad de nuestras acciones a nuestras disposiciones elegidas y por consiguiente a nuestra entera personalidad moral, pues las vir-tudes y vicios son voluntarios. La adscripción consiste en la reapropiación por el agente de su propia deliberación y ofrece un juego completo de aporías. Se puede llamar impu-tación al acto de considerar a un agente responsable de acciones estimadas lícitas o ilícitas. La coacción y la ignorancia tienen ya en Aristóteles expreso valor de excusa, de descargo de la responsabilidad. Si la plena voluntad me-rece alabanza o censura, la involuntariedad requiere perdón y piedad. Pero en la elección preferencial se expresa una capacidad de obrar más primitiva que el carácter reprobable o loable, ese poder hacer que se trasciende sub-jetivamente en iniciativa: una causalidad libre, coordinada o conjuntada con las leyes de la naturaleza. Era lo que Kant denominó «espontaneidad abso-luta de las causas»: la capacidad de «comenzar por sí mismo [von selbst] una serie de fenómenos que se desarrollará según leyes de la naturaleza»12. Aun-que son las leyes de la naturaleza las que toman a su cargo la serie de nues-tras iniciativas. Así es como la acción tiene efectos que se pueden decir no deseados, incluso perversos. Si la investigación de los motivos es intermi-nable, la de su autor es terminable, en la contestación, mediante un nombre propio, a la pregunta quién. La libertad inteligible, como idea trascendental pura sin vínculos fenome-nales, constituye así el sentido último de la facultad de comenzar por sí mis-mo una serie causal. Sobre esta libertad trascendental se funda la libertad práctica, la independencia de la voluntad con respecto a la coacción de las inclinaciones de la sensibilidad. La iniciativa es, pues, una intervención del agente de la acción en el transcurso del mundo, intervención que causa, efec-tivamente, cambios en el mundo. Debemos reconocer que no podemos re-presentarnos dicha iniciativa sino como una conjunción entre diversas clases de causalidad. El agente es una causa parcial y concurrente en la formación de las disposiciones y del carácter. El agente del que depende la acción tiene una historia propia: una bio-grafía, una vida que puede ser contada. La identidad personal sólo puede ar-ticularse en la dimensión temporal de la existencia humana: la narratividad. A la identidad personal como identidad narrativa dedica PR su quinto estu-dio. En el ámbito de la teoría narrativa alcanza su pleno desarrollo la dialéc-tica concreta de la ipseidad y la mismidad. Si la comprensión de sí es una in-terpretación, esta interpretación de sí halla en la narración, entre otros símbolos 12 Crítica de la razón pura (III, 310). Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 183 y signos, una mediación privilegiada que se vale tanto de la historia como de la ficción. «La identidad narrativa, sea de una persona, sea de una comunidad, sería el lugar buscado de este quiasmo entre historia y ficción». La teoría na-rrativa ejerce una función esencial como puente entre el punto de vista des-criptivo sobre la acción y el punto de vista prescriptivo (ético y moral), puesto que la literatura es un amplio laboratorio donde se ensayan estimaciones, va-loraciones, juicios de aprobación y de condena, por los que la narrativa sirve de propedéutica a la ética. La mismidad o identidad-idem no es la ipseidad o identidad-ipse. La mis-midad es una continuidad ininterrumpida de estadios del mismo individuo. Al hablar de nosotros mismos disponemos de dos modelos de permanencia en el tiempo: el carácter y la palabra dada. Por carácter entendemos el conjun-to de signos distintivos que permiten identificar de nuevo a un individuo hu-mano como siendo el mismo, acumula así la identidad numérica y la cualita-tiva, la continuidad ininterrumpida y la permanencia en el tiempo, por eso designa en el tiempo la mismidad de la persona. Puede constituir el punto límite en el que la problemática del ipse se vuelve indiscernible de la del idem, porque el idem como carácter sedimentado recubre al ipse, la instan-cia que toma la iniciativa de contraer nuevas costumbres (mejores o peores). El carácter es así el qué del quién, pero incluso como segunda naturaleza, mi carácter soy yo, yo mismo, ipse; pero este ipse se enuncia como idem. La dialéctica de la innovación y de la sedimentación subyace al proceso de identificación, mediante la adquisición de unos rasgos duraderos. En la fidelidad a la palabra dada (o en la promesa) ve PR una identidad diametralmente opuesta a la del carácter. La palabra mantenida expresa un mantenerse a sí que no se deja inscribir, como el carácter, en la dimensión del algo, sino únicamente en la del quién. Una cosa es la continuación del carácter y otra es la constancia en la amistad; una cosa es la mismidad del carácter y otra la ipseidad del mantenimiento de sí. Por eso es imposible re-conocer absolutamente a alguien en su manera de pensar, de sentir, de obrar. De ahí la tensión fructuosa entre el idem y el ipse. En el examen de la identidad personal como memoria e imaginación (Loc-ke, Hume) nos enfrentamos con una fuente de paradojas, aunque con la pre-gunta ¿quién? –¿quién reconoce su identidad como una mera asociación de imágenes o de creencias?– vuelve el sí en el momento en que se esconde. La pertenencia de mi cuerpo a mí mismo constituye el testimonio más ple-no a favor de la irreductibilidad de la ipseidad a mismidad, incluso fingida. PR combate la tesis reduccionista que hace de la existencia de una per-sona la existencia de un cerebro junto a la ocurrencia de una serie de acon-tecimientos físicos y psíquicos unidos entre sí. El cerebro está desprovisto de cualquier estatuto fenomenológico y del rasgo de pertenencia mía, pues no tengo ninguna relación vivencial con mi cerebro (al contrario de lo que pasa con mi mano, mi ojo, mi voz, etc.). Hay un cerebro en mi cráneo, pero no lo 184 José Biedma López siento. Sólo a través del rodeo de mi cuerpo (en el que sé que hay un cere-bro) puedo decir «mi cerebro». Su proximidad en mi cabeza le confiere el carácter extraño de interioridad no vivida. El cerebro es considerado en el «sueño tecnológico» como el ser humano en cuanto manipulable, proporcio-nando un tratamiento impersonal de la identidad. Las variaciones imaginati-vas de la ciencia ficción son variaciones relativas de la mismidad, pero redu-cen la ipseidad a mismidad. Ya hemos anticipado que el relato es para PR el primer laboratorio del juicio moral. En su sexto estudio analiza el vínculo entre el sí y la identidad narrativa. La identidad entendida narrativamente puede llamarse identidad del personaje. Al entrar en el movimiento de un relato que une un personaje a una trama, el acontecimiento pierde su neutralidad impersonal. Según la lí-nea de concordancia, el personaje saca su singularidad de la unidad de su vida considerada como la totalidad temporal singular que lo distingue de cualquier otro. Según la línea de la discordancia, esta totalidad temporal está amena-zada por el efecto de ruptura de los acontecimientos imprevisibles que la van señalando. Así, el azar se cambia en destino, en la síntesis dialéctica concor-dancia- discordancia. La persona, entendida como personaje de relato, no es una identidad distinta de sus experiencias. La identidad narrativa media en-tre los polos de la mismidad y la ipseidad mediante variaciones imaginativas. Estas variaciones imaginativas pueden llegar a su límite en las ficciones de la pérdida de identidad (cómo el El hombre sin atributos de Musil). A medida que el relato se acerca al punto de anulación del personaje, la novela pierde también sus cualidades propiamente narrativas y se descompone en ensayo. PR arriesga la tesis de que estos casos desconcertantes de la narratividad pueden ser interpretados como una puesta al desnudo de la ipseidad por la pérdida del soporte de la mismidad. ¿Qué es la ipseidad cuando ha perdido el soporte de la mismidad? La condición corporal vivida como mediación exis-tencial entre sí y el mundo, como terrenalidad o mundaneidad. En las prácticas, la mediación del otro (compañero de juegos, cooperan-te, adversario...) es constitutiva de su sentido. Las vastas unidades prácticas se organizan en planes de vida: profesional, familiar, de tiempo libre... El cam-po práctico no se constituye de abajo arriba, sino según un doble movimien-to de complejificación ascendente a partir de las acciones de base y de las prácticas, y de especificación descendente a partir del horizonte vago y mó-vil de los ideales y de los proyectos a cuya luz una vida humana aprehende su unidad. Pero es preciso que la vida sea recopilada (narrada) para que pue-da colocarse bajo el enfoque de la verdadera vida. Si mi vida no puede ser aprehendida como una totalidad singular, no podré nunca desear que sea una vida lograda, realizada. Sin embargo, en la noción de unidad narrativa de la vida debe verse un conjunto inestable de fabulación y experiencia viva. Ne-cesitamos la ayuda de la ficción para organizar la vida retrospectivamente en el después, considerando como provisional y revisable toda figura de construc- Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 185 ción de su trama. La condición de posibilidad de la aplicación del relato (li-terario u oral) a la vida descansa en cuanto dialéctica del personaje en el pro-blema de la identificación con, que es un componente genuino del carácter13. En efecto, «el relato forma parte de la vida antes de exiliarse de la vida en la escritura». Ningún relato, ni siquiera el historiográfico, alcanza nunca el grado cero de la estimación. Así, cuando el historiador es confrontado con lo horrible, figura límite de la historia de las víctimas, la relación de deuda se transfor-ma en deber de no olvidar. Y porque alguien cuenta conmigo soy responsable de mis acciones ante otro. A través de la teoría de la acción y del relato, PR intenta salvar el abismo abierto por Hume entre ser y deber ser, entre des-cripción y prescripción, porque narrar es desplegar un espacio imaginario para experiencias de pensamiento en las que el juicio moral se ejerce según un modo hipotético. PR distingue entre ética y moral. «Reservaré el término de ética para la intencionalidad de una vida realizada, y el de moral para la articulación de esta intencionalidad dentro de normas caracterizadas a la vez por la pretensión de universalidad y por un efecto de restricción». Distinción paralela a la de ob-jetivo y norma, o a la de perspectiva teleológica (de herencia aristotélica) y perspectiva deontológica (de herencia kantiana). Al objetivo ético pertenece la estima de sí, más fundamental que el respeto de sí14; mientras que al mo-mento deontológico corresponde el respeto de sí (la estima de sí bajo el régi-men de la norma). Estima de sí y respeto de sí constituyen un despliegue y crecimiento de la ipseidad. Sobre esta distinción, PR establece: 1) la primacía de la ética sobre la moral, de la intencionalidad sobre la norma; 2) la necesidad para el objetivo ético de pasar por el tamiz de la norma (del deber, de la obligación moral); 3) la legitimidad de un recurso al objetivo ético (la pretensión del bien) cuando la norma conduce a atascos prácticos. La ética, por tanto, incluye a la moral. Entre las dos herencias, la aristo-télica y la kantiana, se establecería así una relación de complementariedad, reforzada por el recurso final de la moral a la ética. El primer componente del objetivo ético es «vivir-bien»: «verdadera vida». 13 A mi juicio, una de las limitaciones de la hermenéutica de Ricoeur es su énfasis en las tradiciones escritas. Pero la mimesis con el héroe o la heroína del relato puede darse hoy más eficazmente a través del relato audiovisual, el comic, el relato en las cibersalas de chat, etc. 14 Los recursos de la bondad sólo pueden brotar de un ser que no se deteste a sí mis-mo. Ricoeur critica la exageración de E. Lévinas que invierte la fórmula clásica: «ningún otro distinto de sí sin un sí», para sustituirla por la fórmula: «ningún sí sin otro que lo convo-que a la responsabilidad». 186 José Biedma López Toda la perspectiva ética se contiene en la definición de «aspirar a la verda-dera vida con y para el otro en instituciones justas». El primer componente de la vida ética (la buena vida) se encadena con el segundo mediante el hermo-so nombre de solicitud. Según PR, la solicitud no se añade desde el exterior a la estima de sí (la interpretación del sí bajo el plano ético). Precisamente por eso no habla de «estima de mí», sino de «estima de sí», porque decir sí no es decir yo. El sí mismo que uno ama es lo mejor de sí (noûs, dice Aris-tóteles, o incluso alma). Yo soy también ese otro que puede evaluar sus ac-ciones. Al poder hacer corresponde en el plano ético el poder juzgar. La cues-tión es decisiva, puesto que muchas teorías éticas presuponen un sujeto completo revestido de derechos antes de la entrada en sociedad, de lo que resultaría que la participación de este sujeto en sociedad sería contingente y revocable. Pero en esta hipótesis no estaríamos hablando de personas sino de individuos. La persona no puede esperar del Estado la protección de sus de-rechos sin que pese sobre él la obligación de participar en las cargas ligadas al perfeccionamiento del vínculo social. La raíz del error está en el descono-cimiento de la función mediadora del otro entre capacidad y efectuación. Es la amistad la que sirve de transición, entre la estima de sí y la justi-cia. La amistad no es por esto sólo incumbencia de una psicología de los sen-timientos de afecto y adhesión a los otros, sino de una ética. La amistad es una excelencia, una virtud, un habitus. El lado objetivo del amor de sí hará que la autoestima (philautía) no sea nunca predilección no mediatizada de sí mismo, sino deseo orientado por la referencia a lo bueno. La reciprocidad, o sea, la igualdad, pertenece a la definición más elemental de amistad, que en el plano moral será exigida por la Regla de Oro y el im-perativo categórico del respeto. Por la reciprocidad (el toma y daca), la amis-tad linda con la justicia. Ésta por su parte rige las instituciones, mientras que la amistad rige las relaciones interpersonales. Sólo la amistad puede aspirar a la intimidad. El estatuto de la solicitud es más fundamental que la obediencia al deber: espontaneidad benévola. Pero la solicitud del otro es a veces una conmina-ción asimétrica, la del sufriente que pide piedad, simpatía, compasión. La pre-tensión de estabilidad y duración de la philautía es puesta así en entredicho por la vulnerabilidad trágica de la condición mortal, cuando el amigo pide o requiere más de lo que puede dar, según el principio de la reciprocidad. Los sentimientos ocupan un lugar fundamental en la economía de la solicitud. «Lo que el sufrimiento del otro, tanto como la conminación moral nacida del otro, desella en el sí, son sentimientos dirigidos espontáneamente hacia otro». «El hombre feliz necesita amigos», escribe Aristóteles. A la estima de sí como momento reflexivo del deseo de «vida buena», la solicitud añade la nota de carencia, que hace que necesitemos amigos; por repercusión de la solici-tud sobre la estima de sí, el sí se percibe a sí mismo como otro entre los otros, cuando comparte en igualdad un mismo deseo de vivir juntos, compar- Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 187 tiendo la fragilidad y al fin la mortalidad. La solicitud también añade el ele-mento de valor que hace que cada persona sea irreemplazable en nuestro afecto y en nuestra estima. En efecto, no puedo estimarme a mí mismo sin estimar al otro como a mí mismo. «Como a mí mismo» significa: tú también eres ca-paz de comenzar algo en el mundo, de actuar por razones, de jerarquizar tus preferencias, de estimar los fines de tu acción y, de este modo, estimarte a ti mismo como yo me estimo a mí mismo. Así se convierten en equivalen-tes la estima del otro como sí mismo y la estima de sí mismo como otro. La justicia representa rasgos éticos que no están contenidos en la solici-tud, esencialmente la exigencia de igualdad, que no es sólo igualdad aritmé-tica, sino también igualdad geométrica, proporcionalidad en el reparto. La justicia distributiva consiste entonces en igualar dos relaciones, siempre en-tre una persona y un mérito o demérito. Más adelante, PR rememorará pro-ductivamente el concepto aristotélico de equidad (epieikés) que pone reme-dio a la justicia allí donde el legislador no alcanza a prever el caso y yerra por espíritu de simplificación. La igualdad es a la vida en las instituciones lo que la solicitud a las relaciones interpersonales. La justicia acrecienta la so-licitud, en cuanto que el campo de aplicación de la igualdad es toda la huma-nidad. Según PR –que tiene muy en cuenta la teoría de la justicia de Rawls– lo justo comprende dos aspectos: el de lo bueno y el de lo legal. El sistema de la justicia no se agota en la construcción de los sistemas jurídicos. Aun anclada en la tradición teleológica, en la ética kantiana la voluntad ocupa el lugar que ocupaba en Aristóteles la elección razonable. La voluntad es para Kant la facultad de obrar «según la representación de las leyes»15. La voluntad es la razón práctica común a todos los seres racionales, que se con-vierte en buena voluntad –lo único que puede se bueno en este mundo– si soporta la prueba de la universalización. En su magistral análisis del impe-rativo categórico, PR aporta algunas ocurrencias geniales. Por ejemplo, cuan-do explica la autonomía del formalismo kantiano como sublimación individua-lista de la obediencia, esto es, libertad16. Pero en espíritu kantiano la posición del sí legislador no debe confundirse con una tesis egológica, según matiza la interpretación del imperativo como humanitarismo, según el cual las per-sonas deben ser aprehendidas como fines en sí mismas. La marcha sigue aquí el orden de las categorías de la cantidad: de la unidad de la forma de la vo-luntad (universalizabilidad), a la pluralidad de la materia (reino de los fines) y de ahí a la moralidad o integralidad del sistema. El respeto como móvil de la acción moral debe entenderse como marca misma de la razón en el senti-miento; según el modo negativo, significa la humillación del amor propio, en- 15 Fundamentación de la metafísica de las costumbres, IV, 412. 16 Kant distingue entre Willkühr (albedrío o arbitrium) y Wille (la voluntad determina-da por la ley). Un principio que no se funda más que en la capacidad de sentir placer o pena puede servir de máxima pero no de ley. Este es el motivo por el que no podemos esperar una educación moral de la televisión. 188 José Biedma López tendido como benevolencia excesiva por sí mismo o presunción; según el modo positivo, la veneración por el poder de la razón en nosotros. Contra la acusación tradicional de que el rigorismo kantiano ofrece una consideración puramente negativa del deseo y las inclinaciones, PR arguye que para Kant el mal no está en el deseo mismo, sino en el trastocamiento del orden que impone colocar el respeto a la ley por encima de la inclinación. El mal resulta de un mal empleo del libre albedrío. Kant considera la incli-nación al bien como inherente a la condición de una voluntad finita. La pro-pensión al mal a escala de la historia humana sólo puede ser contingente. Es cierto sin embargo que la propensión al mal puede afectar al uso mismo de la libertad (siendo así el mal radical, aunque no original). El mal es el reve-lador de la naturaleza última del libre albedrío en cuanto revela la capacidad específicamente humana de determinarse por o contra le ley. El fondo del mal se alcanza en la destrucción del respeto de sí, en la violencia ilegítima17 que equivale a la disminución o la destrucción del poder-hacer del otro. Y es aquí precisamente donde Kant reserva un lugar a la religión, cuyo tema sería pre-cisamente la regeneración de la libertad, es decir, restaurar sobre ella el im-perio del buen principio. El respeto debido a las personas está en el plano moral en la misma re-lación respecto de la autonomía que la solicitud estaba en el plano ético res-pecto a la intencionalidad de la vida buena. El respeto a la humanidad en ge-neral es la expresión plural de la exigencia de universalidad. Este es el objeto o materia de la ley. Tratar a los demás como medios, instrumentalizarlos, es precisamente ejercer sobre la voluntad de otro ese poder que se desencade-na en todas las formas de la violencia y culmina en la tortura. Un corolario es que la moral existe porque la persona misma existe como fin en sí. Que la naturaleza racional existe como fin en sí le parece a PR una proposición existencial. Con lo cual, esta segunda formulación del imperativo categórico introduce una noción distinta de la de darse a sí mismo una ley: la noción del existir como fin en sí. PR analiza la ficción contractualista de Rawls y otros, que tiene a su jui-cio la función de separar lo justo de lo bueno. El contrato ocupa en el plano de las instituciones el lugar que la autonomía ocupa en el plano de la morali-dad. Además, el contractualismo y el individualismo avanzan siempre cogi-dos de la mano. La teoría de la justicia rawlsiana es una teoría deontológica que se opone al enfoque teleológico del utilitarismo, pero es una deontolo-gía sin fundamentación trascendental, que aspira a una solución procedimen- 17 Somos nosotros los que introducimos aquí la distinción, que nos parece fundamental, entre violencia legítima (la que ejerce un policía para detener a un delincuente) e ilegítima (insulto, violación, asesinato) ausente del texto de Ricoeur, quien, sin embargo, sí define en el noveno estudio la violencia legítima en relación a la dialéctica poder/dominación. Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 189 tal. Tras explicarla con detenimiento, PR muestra la imposibilidad de una teoría meramente procedimental de lo justo, que además requiere de la ficción del contrato social. Nada más arrancar el noveno estudio, «el sí y la sabiduría práctica: la con-vicción », PR hace un interludio sobre lo trágico18 y el lugar inevitable del conflicto en la vida moral, tanto por la unilateralidad de los caracteres (Antí-gona, Creonte), como por la confrontación entre los principios morales y la complejidad de la vida. Más adelante dirá que lo trágico de la acción es que uno siempre se decide en soledad. En este interludio, PR anuncia su reto de que la dialéctica de la ética y de la moralidad se urde y resuelve en el juicio moral en situación. Para la interpretación de cómo el individuo se hace propiamente huma-no en su relación con instituciones justas, PR echa mano de la noción hege-liana19 de Sittlichkeit, la moral efectiva y concreta que toma el relevo a la Moralität, trascendiéndola por su vínculo con las instituciones. Si bien, PR admite que las instituciones no derivan de los individuos sino que ya están ahí y tienen su propia historia, una cosa es el respeto a las instituciones, y otra conferirles –como hace Hegel– una espiritualidad objetiva distinta de los individuos. Las atrocidades del siglo XX nos han probado hasta qué punto puede pervertirse el espíritu de un pueblo hasta alimentar una Sittlichkeit mortífera, y cómo puede ser legítimo que el espíritu deserte de las institu-ciones cuando éstas se vuelven criminales. La desmitificación del Estado hegeliano la hace PR desde la reflexión sobre la práctica política para examinar las formas específicas que en ella re-viste lo trágico de la acción. Nada es más grave que la confusión entre po-der y dominación. La virtud de la justicia aspira aquí a igualar esta relación (entre potentia y potestas) poniendo la dominación bajo el control del poder en común, esta es la tarea sin fin que define a la democracia. La discusión prima aquí tanto como el consenso, puesto que sería inútil o peligroso con-tar con un consenso que pusiese fin a los conflictos. La democracia es pre-cisamente un régimen político en el que los conflictos son abiertos y nego-ciables según reglas de arbitraje conocidas, y en el que el pluralismo de las opiniones, con libre acceso a la expresión pública, muestran la propie-dad no decidible –de modo científico o dogmático– del bien público. Las pa-labras clave en esta incesante controversia, como «seguridad», «prosperidad», «libertad», «igualdad», «solidaridad»... tienen una carga emocional superior a su contenido semántico, estando así a merced de la manipulación y la pro-paganda. Por otra parte, la realización histórica de tales valores no puede ob-tenerse sin perjudicar a otro, en una palabra, no se puede servir a todos los 18 Paul Ricoeur dedicó este interludio a su hijo Olivier, que se suicidó en 1986. 19 «El proyecto político de Hegel no ha sido superado por la historia ni, en lo esencial, realizado todavía», p. 277. 190 José Biedma López valores a la vez. El error –el crimen– del totalitarismo fue querer imponer una concepción unívoca de lo que él creía ser un hombre nuevo y eludir los titubeos históri-cos de la comprensión de sí del hombre moderno. El verdadero demócrata tiene que comenzar por confesar la indeterminación última sobre los funda-mentos del Poder, la Ley y el Saber, y sobre el fundamento de la relación del uno con otro en todos los registros de la vida social20. La Sittlichkeit hegelia-na hay que interpretarla, pues, como capacidad para el debate, que sólo pue-de apelar a legitimar sus posiciones en el entrecruzamiento de formas rein-terpretadas de las tradiciones judías, griegas y cristianas, aquellas que han pasado con éxito la prueba crítica de la Ilustración (Aufklärung), tradiciones que dan lugar a la tolerancia y el pluralismo. El origen del conflicto puede verse naturalmente en la alteridad de las personas, inherente a la idea misma de pluralidad humana, el respeto tiende entonces a dividirse entre respeto a la ley y respeto a las personas21. Se abre aquí una compleja aporética... ¿Qué ocurre con la excepción en beneficio de otro, por ejemplo, cuando mentimos a un moribundo para que pase más feliz sus últimos días? En este punto se hace imprescindible la apelación a la sa-biduría práctica que inventa procedimientos que satisfacen la excepción exi-gida por la solicitud, traicionando lo menos posible la regla. Esta es una de las funciones esenciales del juicio moral en situación que reinterpreta el prin-cipio de autoridad como principio prudencial, pues «una autonomía solidaria de la regla de justicia y de la de reciprocidad no puede ser una autonomía autosuficiente». ¿No será la autonomía un principio político que Kant «mora-lizó » en su panfleto ¿Qué es la Ilustración? ¿Acaso no reina la minoría de edad en el espacio de la pluralidad? Parece que debemos volver a pensar la rela-ción entre autonomía y heteronomía para restaurar la figura del «maestro de justicia». Tampoco estaría de más recuperar la «doctrina de la virtud»22... Las éticas de la comunicación o argumentativas parecen dirigir su esfuer-zo contra todo género de convención (especialmente la de Habermas). Con-tribuyen así al callejón sin salida de una oposición estéril entre un universa-lismo procedimental y un relativismo «cultural»23 que se coloca a sí mismo fuera del campo de la discusión. Hay que cuestionar el antagonismo entre argumentación y convención y sus- 20 Claude Lefort. Essais sur le politique, París, 1986. 21 Este corte fue «cuidadosamente ocultado por Kant». 22 Comparto cierto desdén que me ha parecido detectar en PR respecto a las éticas de los valores. Un valor es un universal incoativo, un semiconcepto de compromiso en que se cruzan la noción de universalidad y la confesión de historicidad. 23 PR critica la reducción etnográfica del concepto de cultura, muy alejado del de edu-cación en la razón y en la libertad, venido de las Luces y desarrollado por Hegel. El relati-vismo cultural desemboca en una apología de la diferencia por la diferencia que convierte en indiferentes todas las diferencias, en la medida en que hace inútil cualquier discusión. Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 191 tituirlo por una buena dialéctica entre argumentación y convicción, que no tiene salida teórica, sólo la salida práctica del arbitraje del juicio moral en situación. Por supuesto, Ricoeur está más del lado de Gadamer que de Habermas en su valora-ción de la tradición, que Habermas usa peyorativamente, supravalorando el corte de la modernidad. PR busca un equilibrio reflexivo entre ética de la argumentación y convicciones bien sopesadas. La sabiduría práctica que PR busca quiere conciliar la phrónesis aristotélica con la Moralität kantiana y la Sittlichkeit de Hegel, afir-mando que el juicio moral en situación se forma a través del debate público, el coloquio amistoso y las convicciones compartidas. La imputabilidad queda ahora precisada como la adscripción de la acción a su agente, bajo la condición de los predicados éticos y morales que califi-can la acción como buena, justa, conforme al deber, hecha por deber, y, final-mente, como más sensata en el caso de situaciones de conflicto. Para el examen del concepto de responsabilidad, más reciente que el de imputablidad, el análisis de PR recurre al de H. Jonas. Su formulación más general nos exige actuar de tal forma que una humanidad futura siga existiendo tras nosotros, en el entorno de una tierra habitable. La problemática de la responsabilidad nos reconduce a la de la ipseidad, pues la responsabilidad supone que alguien asuma las consecuencias de sus actos, es decir, conside-re ciertos acontecimientos del futuro como representantes de él mismo, pese a no estar expresamente previstos y queridos; estos acontecimientos son su obra, a pesar suyo. Pero la noción de responsabilidad tiene también una cara vuelta hacia el pasado, en la medida en que implica que asumamos un pasa-do que nos afecta sin que sea enteramente obra nuestra, pero que asumimos como nuestra. La idea de deuda procede de esta dimensión retrospectiva de la responsabildad. Reconocer su propio ser en deuda respecto a quien ha he-cho que uno sea lo que es, es sentirse responsable de él24. Sentirse responsable ahora es, de una manera que queda por precisar, aceptar ser considerado hoy el mismo que el que actuó ayer y actuará ma-ñana. Todo sucede como si nuestros actos se inscribieran en un gran libro de cuentas. PR señala aquí muy oportunamente la posibilidad de confrontar la ética de la responsabilidad con el concepto oriental de Kharma. La impu-tabilidad y responsabilidad, como retorno sobre sí, podrían recogerse en la categoría de reconocimiento como estructura del sí que se refleja en el mo-vimiento que lleva la estima de sí hacia la solicitud, y a ésta hacia la justicia. Por último, PR introduce en el décimo estudio una ontología de la ipsei-dad, que la fundamenta en su diferencia con la mismidad y en su dialéctica con la alteridad. Se sirve para ello del binomio aristotélico enérgeia-dynamis orientado hacia un fondo de ser, a la vez potencial y efectivo, sobre el que se des- 24 Haríamos bien en apurar educativamente este aspecto retrospectivo de la responsa-bilidad, presente en la sabiduría popular como obligatoriedad del agradecimiento: «es de bien nacidos el ser agradecidos». 192 José Biedma López taca el obrar humano, a partir del cual el sí puede decirse agente. Repasa a continuación toda la problemática existenciaria, heideggeriana, del Dasein y su cuidado (Sorge), como unidad analógica del obrar en el hori-zonte del mundo, cotejando la praxis de Aristóteles con la Sorge de Heideg-ger. Al contrario que Heidegger, Aristóteles no habría alcanzado a ver la tem-poralidad originaria como el fundamento ontológico unitario de las determinaciones de la vida humana. PR nos invita a ver en el conatus de Spi-noza el enlace entre la fenomenología del sí que actúa y que sufre y el fondo efectivo y poderoso sobre el que se destaca la ipseidad. Es preciso reconocer la prioridad de ese esfuerzo por perseverar en el ser (conatus) respecto de la conciencia. Somos poderosos cuando comprendemos adecuadamente nuestra dependencia, tanto horizontal y externa, respecto del mundo, como respecto del poder primordial al que Spinoza llama Dios. La al-teridad no se añade desde el exterior, sino que pertenece al tenor del sentido y a la constitución ontológica de la ipseidad, su garante fenomenológico es la variedad de las experiencias de pasividad entremezcladas de múltiples formas en el obrar humano. El trípode la pasividad y por tanto de la alteridad lo vé PR en el cuerpo, el otro-extraño y la conciencia (Gewisen). La pasividad, resumida en la experiencia del cuerpo propio o, mejor dicho, de la carne, significa que cada uno es para sí su propio cuerpo, que pertenece doblemente al reino de las cosas y al del sí. Con la disminución del poder de obrar, sentido como una disminución corporal del esfuerzo por existir, comien-za el reino del sufrimiento. El cuerpo designa la resistencia que cede al esfuer-zo (Maine de Biran). Su primera significación consiste en su diversidad ínti-ma, su extensión irreductible, su masa y gravedad. Un segundo grado de pasividad es representada por las impresiones de bienestar y malestar, y un tercer grado por la resistencia de las cosas exteriores (tacto activo). El cuer-po propio es, en fin, el mediador entre la intimidad del yo y la exterioridad del mundo. La noción husserliana de carne (Leib) resulta por completo insuficien-te. La carne es lo más originariamente mío y la más próxima de todas las co-sas, el soporte de una alteridad propia, el lugar de todas las síntesis pasivas. La carne precede ontológicamente a cualquier distinción entre lo voluntario y lo involuntario. Mi carne sólo aparece como un cuerpo entre los cuerpos en la medida en que soy yo mismo otro entre todos los demás. En segundo lugar, además de la carne, el otro-extraño pertenece a la cons-titución misma del sí mismo afectándole en el plano lingüístico, pues cada lo-cutor es afectado por la palabra que se le dirige; en el plano de la acción, ads-crita a un agente por otro; en el plano narrativo, de la ficción; y, finalmente, en el plano ético, pues para ser amigo de sí se precisa haber entrado ya en una relación de amistad con otro, y es la amistad la que crea el lecho de la justicia. Incluso la propia carne requiere al otro para identificarse, pero PR ataca la filosofía de E. Lévinas que reserva al Otro la iniciativa exclusiva de la asig-nación del sí a la responsabilidad. El protagonismo de la alteridad radical, la Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro 193 epifanía del Otro ab-soluto, cuyo rostro se alza ante mí como un Sinaí, por encima de mí, le parece a PR una hipérbole25 inaceptable. Ese Otro hiposta-siado hasta el infinito no es un interlocutor cualquiera, sino un maestro de justicia, cuya palabra siempre enseña, y que exige igualmente el gesto que perdona y que expía... Reacciona PR: «Hay que reconocer al sí una capacidad de acogida que resulta de una estructura reflexiva, definida mejor por su poder de reasun-ción sobre objetivaciones previas que por una separación inicial». Para que la voz y el rostro del Otro me obliguen hace falta una reasunción que la haga mía hasta el punto de convertirse en mi convicción, esa convicción que iguala el acusativo del «¡Heme aquí!» al nominativo del «Aquí estoy». No hay nin-guna contradicción en considerar como dialécticamente complementarios el movimiento del Mismo hacia el Otro y del Otro hacia el Mismo, el uno se despliega en la dimensión gnoseológica del sentido, y el otro en la dimen-sion ética de la conminación. En tercer lugar, «la conciencia (Gewisen) es el lugar por excelencia en el que las ilusiones sobre sí mismo se mezclan íntimamente con la veracidad de la atestación». «La metáfora de la voz, a la vez interior a mí y superior a mí, es el síntoma o el indicio de esta pasividad sin igual». Resume PR en unas páginas particularmente brillantes los postulados hegelianos de la visión mo-ral del mundo que supone la conciencia como voz otra del sí. El primer pos-tulado es que la moralidad, al exigir que se cumpla el deber, que se haga real, afecta de insignificancia a toda la naturaleza, a través de la condena del deseo, que es la naturaleza en nosotros. Segundo, la moralidad aplaza indefinidamente el momento de la satisfacción por no saber producir ninguna armonía entre el deber-ser y el ser. Tercero, al no darse aquí esta armonía entre la forma y el contenido, es remitida a otra conciencia, la del santo legislador situado fuera del mundo. También muestra ya todas sus aporías esta conciencia moral, in-tuidas por Hegel y que culminan en la Genalogía de la moral de Nietzsche. La distancia que pone PR entre sí mismo y las trampas de la arqueología biologicista de Nietzsche merecerían un estudio a parte26. La principal es la del dogmatismo de la «voluntad de poder», desde el que se sospecha de la conciencia porque sólo se la contempla como «mala conciencia», cuya arqueo-logía prehistórica aboliría toda alegación de racionalidad. Para arrancar la conciencia de la falsa alternativa «buena» y «mala» con-ciencia, PR recurre a la segunda parte de El ser y el tiempo de Heidegger, donde se formula radicalmente el ser de la conciencia: «La atestación de un poder-ser auténtico es obra de la conciencia». La conciencia está a su modo 25 Creo que PR tiene razón al denunciar la práctica sistemática del exceso en la argu-mentación filosófica moderna, el uso indiscriminado de la hipérbole. 26 Sólo indicaré que PR menciona como digno de interés filosófico el elogio nietzschea-no de la promesa, antídoto del olvido... Pero no se pronuncia sobre las posibilidades de la «segunda inocencia». 194 José Biedma López más allá del bien y del mal, con su poder ser no dice nada, más bien efectúa una llamada silenciosa. «En la conciencia, el Dasein se llama a sí mismo», en una llamada que viene de mí pero que me sobrepasa. Una llamada que tiene que ver con el ser-en-deuda original y que no puede definirse por medio de la moralidad porque ésta lo presupone. La buena conciencia se descarta como farisea: pues, ¿quién puede decir «yo soy bueno»? La atestación es así una clase de comprensión irreductible a un saber algo. Su sentido es sellado: «Convocación pro-vocante al ser-en-deuda». Escuchar la voz de la conciencia significaría ser-conminado por el otro. Ser llamado a vivir-bien con y para otro en instituciones justas es la primera conminación, que todavía no es una ley. Este mandamiento se deja oír en la súplica aman-te del Cantar de los cantares: «¡Tú, ámame!». La conciencia, en cuanto ates-tación- conminación, significa que estas «posibilidades más propias» del Da-sein son estructuradas originalmente por el optativo del bien-vivir, que gobierna, secundariamente, el imperativo del respeto y alcanza la convicción del juicio moral en situación; es reconocerse conminado a vivir-bien con y para los otros en instituciones justas y a estimarse a sí mismo en cuanto por-tador de este deseo. La conciencia es la voz del Otro en el sentido del otro, al que cabe apro-piarse como semejante [o prójimo] y está vinculada muy hegelianamente a la reconciliación en la «confesión expresada por la visión de sí mismo en el Otro». Es el perdón, que señala la entrada en la esfera de la religión. También repasa PR la sugerencia freudiana de una conciencia (superego) que representa en la metapsicología la voz de los antepasados que continúa haciéndose oír entre los vivos. Esta dimensión generacional de la conciencia sería un componente innegable del fenómeno de la conminación y de la deu-da. La figura del ancestro inicia un movimiento de regresión sin fin, en el que el Otro pierde su familiaridad inicial hasta ser capturado por el mito y el cul-to. Una pietas de un género único une así a los vivientes y a los muertos. Así pues, al extrañamiento heideggeriano y a la hiperbólica alteridad de E. Lévinas, opone PR el carácter original y originario de su tercera modali-dad de alteridad: el ser-conminado en cuanto estructura de la ipseidad. «Quizá el filósofo, en cuanto filósofo, debe confesar que no sabe y no puede decir si ese Otro, fuente de la conminación, es otro al que yo pueda contemplar o que pueda mirarme, o son mis antepasados de los que no existe representación –tan constitutiva de mí mismo es mi deuda respecto a ellos–, o Dios –Dios vivo, Dios ausente–, o un lugar vacío. En esta aporía del Otro, el discurso filosófico se detiene». PR deja a la dispersión las tres grandes experiencias de pasividad: la del cuerpo propio, la del otro, y la de la conciencia, porque tal dispersión convie-ne a la alteridad, ironizando al final sobre la posibilidad de que tal alteridad se suprima convirtiéndose en idéntica a ella misma... |
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