MEDITACION DEL SER CON APUNTE CERVANTINO
JosÉ M. HERRERAPÉ REZ
Doctor en Filosofía
Universidad de Málaga
RESUMEN
El propósito de esta meditación es situarse ante el problema del Ser reconociendo el
lugar descarriado en que nos encontramos los occidentales. No se pretende ni disolverlo como
problemas, ni, desde luego, aventurar una solución. Sólo analizar sus extremos comparán-dolos
con dos figuras privilegiadas de la locura con las que les une una azorante proximi-dad:
don Quijote de la Mancha y el licenciado Vidriera. La pluma profktica dc Ccrvantcs atis-ba
genialmente los dos grandes riesgos de la razón moderna y, acaso, de toda otra razón: el
utopismo y la desesperanza. La conclusión, si cabe hablar de resultados cuando sólo se han
rozado en formas metafóricas los cóndilos del problema, es que los hombres necesitamos de
algo más que razones para sostener la vida en esperanza.
ABSTRACT
Tlie purpose of this nieditation is to consider thc problein of essential nature whilst recog-nising
the lost path that we westerners have taken. We are not trying to break it down as a
problem, neither are we trying to propose a solution. We only want to analyse its extremes
comporing then with two privileged figures of madness that are joined by an emarrassing pro-ximity:
Don Quijote de la Mancha and El Licenciado Vidriera (The Timorous Person).
Cervantes's prophetic hand cleverly observes the great risks of modern thinking and perhaps
of any nther kind of thinking: T.Jtnpiani<m and Dmperatinn Tn roncliision, if it is possihle to
talk of the results when the general aspects have only been touched on in metaphorical terms
men need more then just reasons to keep living in hope.
Cayeron de manos de un verdugo impío. Un día cualquiera en que sonó la pre-gunta.
Hasta entonces nadie había preguntado. Los dioses eran precisamente la res-puesta.
Habitaban oráculos subterráneos, moraban misteriosamente en los cuerpos
alucinantes de las plantas del estupor. Surgían siempre antes de que apareciera el enig-ma.
Ellos mismos lo suscitaban a menudo, pero nunca bajo la forma amenazante del
qué es, muy al contrario. Su respuesta, esculpida en marmóreos hexámetros, extra-
ñaba en el Oráculo, se hacía canto en las gargantas de los aedos, invadía n los hom-bres
mientras portaban entusiasmadas el tirso y la guirnalda. Los dioses, dioses de
luz y también de tiniebla, poseían la virtud de calmar por el temor. Así recibían lo
suyo: un respeto que se asemeja al secreto. a la confidencia privada, algo que sólo
sabe guardarse si se olvida. El dios habita los misterios. Es la ternura en la mirada,
esa luz primerísima de la aurora. Su presencia neutraliza a la palabra, que de ser reque-rida
basta como alusión, de suerte que lo que tenga que sonar sonará pos sí rnisnio.
Eran palabras para ser guijarro en manos de un río colectivo, para olvid:ir en un ins-tante
y no volverse a profanar. El dios calma y atemoriza, aunque no suscita la duda;
él mismo es enigmático y prefiere la umbría del bosque, allí donde su fugaz desapa-rición
pueda ser confundida con la ráfaga sorda que estremece la rama y hace pen-sar
en ningas ocultas de talle incomparable, a la meridiana claridad del templo. No
es verdad que los dioses antiguos prefirieran la luz, al menos no esa franja de luz en
la que no cabe sombra alguna. El lugar del dios es más nmbigüo. Vinculado sil par-padeo
o la difuminación donde emerge el espejismo, bastaría un gesto imperativo,
un signo de desdén para que ya no esté. El vestigio que deja nunca es mayor ni más
fuerte que el que sospecha que unía la rania a la hoja. Tal vez pul- eso lus diuses sor-prendan
en el preguntar cierto Otoño en el que empalidecen las cosas y la languidez,
por tan claramente tibia, fuerza sin compasión la huida a nuevas tierras de contraste.
Nunca sabremos quién fue el primero en hacer la temible pregunta. Su rnemo-ria
se ha disipado en una historia que le debemos, una historia edificada sobre gran-des
olvidos. Olvido siempre del vencido, que quedó exánime después de provocar
un esfuerzo del que en gran medida es causa; de lo presente incierto que nos hace
zozobrar y nos impulsa, en contrario y paradójico olvido, a recordar para no vivir el
hoy. Tambi;en a menudo del pasado que oprime. Pero "iqué son los dioses?", pre-guntó
este enigmático antepasado nuestro. Y nosotros, sus descendientes, que nos
figuramos entender muy bien la pregunta, que incluso nos permitimos conjeturar sobre
los motivos que la impulsaron, quedamos fuera de toda comprensión al oír sus pala-bras.
"¿Qué son los dioses?". Como si los dioses hubieran tenido un ser, como si lo
propio del dios, del dios pagano, anterior a los dioses filosóficos o al dios de carne
y sangre, no fuese realmente lo otro. Era excelencia y patrimonio del dios la liber-tad
para no permanecer cautivo en un sí mismo, para no ser idéntico, para operar en
sutil metamorfosis. La pregunta por el ser es, desde luego, pregunta por lo que jamás
puede ser un dios, pregunta exenta de sentido si existían los dioses, ya que siempre
han sido respuesta. Quien preguntó por ello, por el sí mismo de la deidad, había per-dido
la fe. En su horizonte debía palpitar algo por lo pronto extraño, como al tulli-do
la pierna extirpada. Lo divino no estaba indudablemente a su lado. Sí, en cambio,
el vacío de su ausencia. Vacío si cabe más aterrador cuanto más enigmático era el
espacio de sentido que aquéllos habitaban. "¿Qué son los dioses que al marchar deso-cupan
un vacío o hueco misterioso?, ¿,por qué suscitan el secreto, no de su vieja pre-sencia,
sino de su ausencia apenas advertida?, ¿por qué ahora nos es tan necesaria
una explicación?". Su retirada nos llenó de gravedad y desde entonces no empren-demos
más tarea que intentar llenarlo todo con nuestro propio y sombno reflejo. Al
menos hasta hoy, pues el hombre parece ahíto de sí mismo, dispuesto por fin a clau-
dicar, aunque empeñado todavía en ese hábito nativo, por otra parte insoslayable, de
vivir como si siempre andara naufragando en presencia de dolorosos abismos.
No puede el hombre vivir en soledad, bien que ésta sea su morada intransferi-ble,
la pequeíía piisióii donde fue aiiojado al alta1 de los dioses. Es una piisión estie-cha
e insoportable, sin hendiduras verdaderas. Quien vive en ella siente la necesi-dad
del aire tibio de la mañana estival. Un aire cargado de luz que disipe la sombra
interior y avive el ánimo, pues hay que saber que el prisionero es un oficiante de la
pasión. Su pasión, su anhelo íntimo, es fundirse con todo lo otro. Cualquier conato
de evasión le parece bueno: por eso no deja de hablar, de ejecutar fantásticos e inú-tiles
aspavientos. De vez en cuando se siente perdido y su vigor se diluye en lágri-mas
de dolor. Todo porque un día faltaron los dioses. Antes, no había hombres. Con
los dioses, nadie formuló la pregunta. Fue un día después cuando se nos castigó a
residir en ese reducto llamado alma, mínima ergástula donde mora la soledad.
Es cierto que esta soledad extraordinaria que nos aqueja, por ser la soledad del
abandonado, nos duele más que otra cosa. Sabemos que existió la comunión del hom-bre
con el misterio circundante. Por eso añoramos ese resquicio que nos permita recu-perar
la unidad perdida. Un resquicio llamado demasiadas veces razón, ignoro la cau-sa,
aunque será tal vez por lo que es demandado.
Contemplando desde esta pequeña hendidura que nos permite salir de la sole-dad
con máscara racional, el mundo de los dioses, de los viejos poetas, de los mitos
y las leyendas desplegadas a la luz del fuego o de ese Sol mediteráneo y único, no
es distinto del territorio recién destruido por un vendaval furioso. Lo que queda es
un yermo campo de cosas inconexas y quizá rotas, de elementos que formaron par-te
de un todo compuesto, organizado, y que ahora aparecen cual aluvión de mil ríos
diferentes. Se sabe, además, que la tempestad arrastró consigo la clave de aquel sis-tema.
Podemos apilar ruinas, no más. Y no nos conformamos: ¡cómo íbamos a hacer-lo!
Interesa a todos revelar el enigma de una Historia que vivimos ahora como angos-tura
y cárcel desmedida. La huida de los dioses es, desde luego, la otra cara del ori-gen
de la razón, una razón que ya no sirve y que pesa como un castigo, pero sin la
cual nos parccc imposiblc la salida dc la solcdad. El hombrc qucdó solo sin Dios, y
aunque confió en un poder que parecía bastarse, ahora sabe que a su soledad no es
suficiente la esperanza. Tampoco estamos seguros de que el alma pueda transitar más
allá de sí misma.
El mito se hacía cargo de los avatares de la divinidad, se espaciaba y crecía en
detalles que tenían que ver con las peripecias de los dioses inmortales, claudican-do,
no obstante, o más bien no proponiéndose bucear bajo la superficie de estas his-
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torias suyas, pues lo más sagrado, incluso para el mito, debe permanecer oculto y
escondido. En cierto modo esto explica la influencia y el prestigio del oráculo. Pero
quizá más reveladora sea la leyenda de las Moiras, de las diosas del destino que todo
lo explican y sin embargo, sorprendentemente, nunca se dejan ver. El griego cree de
veras en la fatalidad; no en el fatalismo, luego desenrollado o argiiido por la des-moralización
estoica. El hado es la cadena que sujeta, que abraza a la vez que cimen-ta
el cosmos. Todo está sometido a ese misterioso poder sobre el que los mitos callan.
Y! si!ericie, si ne !u uii,bigürdud, es e! sigx de !c imperta::te, pues nv :e !!u,.r,a re::
lidad a lo que se advierte en torno, sino más bien a aquello de que esto procede, fuen-te
desde donde irradian cosas y apariencias. Es por eso que los dioses a los que se
refiere el mito no sostienen propiamente la realidad, no fundamentan ni explican nada.
Están sobre lo real, confundidos con su piel. El efecto que propician nos es muy difí-cil
de comprender, ya que el dios se presenta como lo enigmático del mundo, ocul-tando
de esta manera cuaiquier posibie incertidumbre de ias cosas mismas. Más aún:
las cosas mismas, en sí mismas, mientras están recubiertas por el poder metamor-foseador
de la divinidad, no cuentan como problema. El creyente se enfrenta a la
divinidad como aquello que opera ambigüamente y proporciona a cuantas realida-des
le circundan una sombra de inconsistencia. Claro que esta inconsistencia, al no
contar las cosas por sí mismas, no producen efectos, angustias, sobre el sujeto huma-no.
Mientras se mantiene viva la creencia en los dioses lo natural es el sentimiento
de temor frente al misterio o el secreto circundante. Sin embargo, el secreto no mue-ve
a investigar ni incita al descubrimiento. El hombre del mito acepta, se abraza a
lo poético de la leyenda como el animal a su instinto. Por ello la destrucción del mito
es paralela al proceso de desnaturalización que se observa inigualablemente en la
historia de los griegos.
Quedaría siempre al pueblo heleno la convicción ciega de que la apariencia ocul-ta
o disimula la verdad realidad, y que traspasar la linde que separa una de otra, era
un ejercicio de revelacih. Esta creencia está en el origen del Ser, pies es el Ser quien
vendrá a llenar el vacío perpetrado por la muerte de los dioses. Sin ellos las cosas
se presentan como problema. Hasta entonces habían sido en la transparencia de la
deidad, del capricho que se somete al encadenamiento dictado por el destino y que
nadie puede ni quiere revelar. Es precisamente al faltar lo misterioso cuando el uni-verso
se torna enigmático. De una paste las cosas, de otra los hombres; en medio
-ii-uA-u u, i-..Aiu- uu y-.u.b -l.-- ,. A- :-6---A:,.-:- -..-& :l:.$ ,-., -1 +-A-,.:&- -..- 1,. ,~:l,.-,.:- A 1 C-1 i i u p u b i i i r b i i i i b u i a ~ i u y, uc i a c i i i r c c i L A U ~ ~ ~ ~qLuUe, I U ~ L I C L I C Ln~i . I U I -
tar los dioses se hace preciso arbitrar un principio de circularidad, un instrumento
que propicie la circulación del hombre en el mundo. Mas para eso es menester con-vencerse
de que es posible ese t~áiisitoq, ue la soledad en que queda el liorribre al
perder sus dioses no es definitiva. Es entonces cuando aparece el pensamiento suje-to
a razones, o sea, a sí mismo, pues nada servía ya de firme asidero fuera del hom-
'Dre mismo.
La filosofía pretendió mitigar el sufrimiento que ella misma produjo al desha-cerse
de los dioses. Un sufrimiento que fue primero indigencia y después delirio,
locura de quien se complace en el heroismo de la claridad. Sin dioses donde ampa-rarse
el hombre si sitúa en la conciencia como si desde ella pudiera hallarse la per-
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dida clave de una partitura que debe ser inmediatamente interpretada. ¿Y qué es lo
que se busca desde esta conciencia desarraigada e indigente? Se busca lo otro que
el tiempo, que eso que nos angustia y apremia. Náufragos de un mundo a la deriva,
acaso esencialmente a la deriva, los hombres se obstinan ahora en hallar rumbo a la
existencia. No sólo a la suya, sino además a la de todo lo que circunda su propósi-to.
El hombre trata de suplir al Dios veriricándose como tal, y como lo propio del
dios perdido era el tiempo, un tiempo caracterizado por la contradicción, las meta-morfosis,
la permanente destrucción de todo principio de estabilidad, lo que se va a
buscar es lo contrario: el Ser, la estabilidad, la cadena que evita la disgregación y el
llanto. El Ser poseerá por encima de cualquier otra propiedad la de ser intemporal,
pero sobre todo la de ser intempestivo, la de valer para todo tiempo.
El problema del Ser reclama al hombre desde la nada. Es la nada consiguiente
a la hiiida de los dioses, el vacío provocado por lo que antes, en un antes que más
que cronológico es histórico, se vivía como aceptado misterio. Debemos entender
esto muy bien, pues lo misterioso del mundo y de la vida, concebido como algo sagra-do,
requerido por la presencia permanente de los dioses, nada tiene que ver con lo
misterioso sin más, esto es, con lo enigmático, con lo que pide la ofrenda de una
explicación, de un sentido propio. Al hombre del mito le bastaba la reve1aci;on poé-tica
para serenar su incertidumbre. Ambigüo o turbio, el hermético lenguaje del orá-culo,
del hexámetro pronunciado en el entusiasmo, salvaba cual dulce sedante. Los
secretos del mundo sólo podían revelarse en el sueño, en la locura, en el instante
narcótico. La conciencia, el reducido y ambicioso espacio de claridad que vive a ratos
el hombre, no contaba. Para nosotros, en cambio, el misterio afecta a lo consciente.
Por eso necesitamos claridad. Importa poco que ésta pueda entrañarse en cada indi-viduo
concreto. Vivimos el misterio desde la conciencia, y como situarsc en la con-ciencia,
en línea de claridad, es situarse en ninguna parte, en cualquier tiempo, pre-tendemos
la verdad, el Ser bajo la superficie. Mas para la conciencia no hay Dios
y si lo hay, Dios es conciencia superlativa. Y como es a la conciencia a quien recla-ma
la nada, la nada que ceden antiguos dioses al dejarnos solos, no comprendemos
otra forma de Ser distinta de la plenitud. La pérdida de los dioses arrastra consigo,
pues, otra pérdida considerable: la del mundo mismo, que será concebido a partir
de ese momento como apariencia. La razón, el suelo de la soledad, inicia de esta
forma un Imperio que sólo hoy va perdiendo su fuerza milenaria.
PARMÉNIDESE L VICTORIOSO
Probablemente ninguna idea humana ha necesitado más condiciones para apa-recer
que la idea del Ser. Requirió primero la desaparición de los dioses. Fue preci-so
después el sentimiento de la angustia, de la profunda desazón producida por la
conciencia de la soledad, de la nada circundando un centro por lo pronto apasiona-do.
Hizo falta, además, una ilimitada confianza en ese delicado reducto de necesi-dad
que es el desierto o la prisión del alma. Todo esto para que fuera posible el Ser
y la incertidumbre que le da vida. La fertilidad griega es en este punto inaudita. Acaso
nunca más se haya dado tal número de necesidades a un espíritu tan bien dispuesto
como el griego. Ha habido incontables veces urgencias extraordinarias, pero jamjs
tan poderosas y desgarradoras. Existieron desde luego pueblos excelentemente dota-dos,
más habitaron mundos menos exigentes. Lo sublime en este caso es la propor-ción,
el hecho de que el más grande problema fuera planteado al espíritu más enér-gico.
No sorprende a nadie que durante generaciones y generaciones se haya esta-do
peleando en occidente la misma dificultad, que incluso ahora, cuando se ha hecho
visible el rrial riativo que aqucja a loda razón que preleride cl absulutisrriu, rriuchus
hombres sigan planteándose la misma cuestión. Unos presumiendo su incorrecta for-mulación,
su ocultamiento. Otros sorteándolo, desdeñando a voces el problema, más
todavía con el, bien que es sus formas menos evidentes. Lo cierto es que tanto da
replantear la vieja cuestión con jóvenes palabras, que omitirla ostensivamente. El
problema del Ser se perpetuará mientras no se recupere cierta inocencia original,
mientras no nos instruyamos en el instante apocalíptico en que una soledad recién
abierta al mundo encuentra ante sí el agujero de las cosas sin fondo.
No hay otra forma de Ser que la plenitud: ésta es la herencia parmenídea. El resul-tado,
tras incontables vicisitudes humanas, fue este otro principio: no hay más razón
que la absoluta. A la plenitud del Ser tiene que corresponder la plenitud del pensar.
Mas ahora sabemos que no hay un tal pensamiento absoluto, que el absolutismo úni-camente
se alcanza en la reducción, en el estrechamiento de lo misterioso al círculo
de la claridad, de la conciencia. Instalados en ese espacio de transparencias desapa-rece,
al menos aparentemente, una buena parte de mundo. Y de hecho más que desa-parecer
queda soterrada, olvidada en un comportamiento estrecho y oscuro incapaz
de reprimir su súbito estallido. Algo que se produce desde luego un día cualquiera,
pues a la conciencia alimenta, incluso conociendo su voluntad de dominio, su apre-miante
ambición de serlo todo, una pasión entrañada en la carne donde aquélla habi-ta
sin querer confesarlo. La conciencia es, en efecto, una hendidura por donde emer-ge
una voluntad que no lo es, el anhelo de evasión, el impulso de ser todo lo otro.
Eros es el nombre que daban los griegos a esta presión que nos impulsa, y entre las
muchas leyendas que lo explican, la de una unidad que fue otrora y que en todo momen-to
se anhela. La razón, que nació de este impulso nativo, de la añoranza de una olvi
dada comunión, de una especie de naturalísima eucaristía en que todas las cosas se
funden, invirtió el camino y corrió una senda en la que se buscaba la conversión de
todo a conciencia y sentido. Esta ha sido la trayectoria que nos ha pucsto frcntc al
abismo. Buscando la plenitud hemos ido a parar a la nada, más a una nada que resul-ta
particularmene ofensiva, pues espeja el error del trayecto. Sin confianza en la razón,
trarisitado el serideru quc abr-ió el vieju Parrrihides, se abreri a1ior.a e11 riuestra svle-dad
mil resquicios por donde prorrumpe una pasión contenida durante siglos, una
pasión anhelante que se desborda hacia ningún sitio cual hemorragia incontenible.
Preguntamos cuando hemos visto extinguirse una convicción. La creencia que
se derrumbó al lado mismo de Parménides fue la creencia en antiguos dioses inmor-tales.
Parménidees inquirió precisamente por esto que se desmoronaba. Había dos
formas de enfrentarse al anonadamiento producido. Una era imaginar que el tondo
cimentador de la realidad, de las cosas en torno, desprovistas ya de su prolífica fer-
tilidad como ocasiones para lo divino, en suma, desacralizadas, permanecía inalte-rable
pese a la angustiosa ausencia de los dioses. Puesto que los dioses jamás qui-sieron
fundamentar nada, siendo ellos mismos, en su enigmática ambigüedad, pro-ducto
de un destino escondido, era posible concebir ese mismo fondo como lo toda-vía
actuante. El Ser, muchas veces expresado en el Poema de Parménides como lo
que está encadenado, sometido a una necesidad imperante, posee justamente esa pro-piedad
que antes se había atribuido a la Moira. Es lo intemporal, lo que ata y cir-cunscribe
sin hacerse presente, al tiempo que aquello que está más ngidamente some-tido
a su propio orden. Confusa y sutilmente se asocian a él nociones antes vincu-ladas
al destino: Nemesis, Ananké, Dike, Moira. Con ello se prolonga una cierta tra-dición
cuyo más inmediato resultado es la interpretación de la conciencia como
aquello desde donde puede revelarse la auténtica realidad. Si la conciencia, la razón
humana, consigue reducir las cosas a su ser oculto, logra inmediatamente cancelar
su indigencia, llega incluso a probar que lo suyo de las cosas es no tenerla, por tan-to,
que la apariencia no es el mundo. La otra posibilidad, que desechó Parménides,
pues qi no hubiera carecido de sentido su noción de la verdad como nlethein. es que
el Ser, imaginado o concebido también como fundamento, se mostrara a sí mismo.
Es importante señalar esta otra vía, pues en ella asistimos a lo contrario de la reve-lación
racional, de la llamada nlcthcia, ya que si fuera el Ser quien se manifiesta
no habría descubrimiento sino epifanía. Como es natural. esta concepción impon-dría
un precepto antiparmenídeo, pues entonces no se daría perfecta corresponden-cia
entre el Ser y el pensamiento no serviría, en fin, aquello de que "el pensar y aque-llo
por lo que es el pensamiento son lo mismo". La consecuencia que se me ocurre
más fértil de esta truncada vía hubiera sido la de una idea menos ambiciosa de razón.
Si cl Scr sc rcvcln por sí mismo, el cspacio de In revelación no ha de ser necesaria-mente
el espacio de la conciencia. Cabría a ella la misión de recoger lo descubier-to,
de integrarlo en un conjunto interpretativo, mas no dispondría de esa absoluta
libertad de imposición que atisbamos ahora. Hubiera nacido la razón como un mero
instrumento, súbdita de un propósito de una finalidad superior, no como indiscuti-ble
soberana. El camino, sin embargo, ha sido ya hecho.
Pues no otra cosa puede ser un mundo que ha de ser reducido a razón, que para
perder su efecto conmovedor y angustioso, producto de la lejana distancia en que
se encuentra del hombre, de quien se siente arrebatado, náufrago en su indigencia,
tiene que desproveerse de toda realidad. Para alcanzar la proximidad anhelada y per-mitir
al hombre solitario el sosiego de su pasión, el mundo tiene que sometérsele,
tiene que atenerse a su razón. Si el hombre es el espejo de la verdad, revelada a su
conciencia, la falta de los dioses se cobrará como un beneficio. Es ahora el benefi-cio
de quien puede acceder a lo que antes permanecía oculto y secreto, a lo miste-rioso.
Dueño del misterio, el hombre se diviniza. No es raro que trate después de
extirpar la soledad dc su alma de un cuerpo que le hinca en una tierra que le des-
borda. La materia, el impulso carnal, la tendencia puramente física, serán vividas
como impurezas. Los filósofos olvidarán, en gesto también olímpico, un cuerpo que
imaginan cautiverio. A nuestra alma corresponden siderales palacios entretejidos con
pilares de éter. Las Helíades han conducido al viajero fuera de la oscuridad, de la
noche del cuerpo. Es en la luz pura, donde no caben sombras, en donde se vive autén-ticamente
el destino humano.
Nada más nocivo en la historia del pensamiento, quizá, que este descrédito en
quc cnc cl cucrpo al inhibirsc In concicncia dc cuanto no cra clla misma. En cl mun-do
griego se vive el imperio de la claridad como un ejercicio de revocación en el
que anulado, fundamentalmente en el terreno ético, es la inclinación. La pasión es
iecunducida, ieiiiteipretada y eii últiiiia. irislaiicia uh~ruidapo r uri clexhiu que se expli-ca
a sí mismo como ascensión. La misión del alma es purificarse; en el caso más
suave, en el de Aristóteles, aspirar a una perfecta racionalidad. Con ello queda obvia-do
todo un ámbito de realidad, precisamente el que menos permite la reducción racio-nal,
que, sin embargo, constituye la parte entrañable, de veras arraigada y más viva
de la existencia humana. Ni siquiera modifica este impulso de desnaturalización de
la conciencia que se inicia de mano de los filósofos el misterio del encarnamiento
de Cristo. No importa que los filósofos se hayan hecho cristianos y que tengan que
explicar la voluntad divina de ser hombre en el sufrimiento de la carne. Se tiende a
considerar de forma cada vez más vigorosa al mundo material como lo que no mere-ce
meditación. Si no puede ser reducido a razón es que sencillamente no es. La som-bra
de Parménides siempre al fondo. Y es que nuestro mundo cotidiano, ese mun-do
inexplicable a menos que sea resumido bajo el influyente dictado del Ser, está
entretejido con pareceres contradictorios y subjetivos, inconscientes; existe más que
por naturaleza por obra de la creencia y del lenguaje. "Todas las cosas -expresó
Parménides de Elea- son nombres que los mortales pusieron convencidos de que
son la verdad". Estamos ante un espejismo, todo lo convincente que nos parezca,
todo lo subjetivamente fuerte como queramos imaginar, pero espejismo. T,a con-ciencia,
nacida de la soledad, engendrada por el terror que inspira a los hombres el
vacío perpetrado por la falta de dioses, no puede menos que conjurar su engaño. Es
el único modo de restituir la confianza y la unidad perdida. La búsqueda del Ser y
el entronamiento del pensar absoluto llevan a esa consecuencia. El extremo de este
trayecto, del camino que conduce de la nada al Ser y del Ser a la Conciencia que lo
espeja y descubre, está justamente a nuestra espalda. El mundo como edificio de la
razón, la razón pura como generadora del sentido, la vida como estorbo insignifi-cante
que afecta a los individuos distrayéndolos de un plan, de un destino que es el
ghcro, o scn, dcl hombrc descarnado, dcl humano como concepto, como desarrai-go
y eslabón. Estrangular la vida, sacrificarla a la claridad, evadirse de la aflicción
pretextando someter viejos infortunios, todo esto ha producido la Razón y todo esto
hemos heredado nosotros para lierichir~iosd e desdkri.
Mas ahora no faltan los dioses, olvidados ya en una bruma que se disipa a lo
lejos; lo que hechamos de menos es el Ser, un principio de estabilidad que reduzca
lo incierto a cláusulas firmes e intermporales. Nos falta también fuerza para recon-ducir
el anhelo interior, el deseo precipitado de la soledad por todo lo otro, ese eros
cautivo en nuestra ánima intransferible. Todo esto falta sobrándonos todavía dema-siada
cnnciencia nrgiillnsa, iina conciencia cnn la que mantenemns aiín nna relación
feudal, de vasallático sometimiento, parecida en cierto sentido a la que mantuvo el
delirante licenciado Vidriera con su cuerpo de cristal, con la petrificación a que le
condujo su espíritu desvariado.
Es preciso remitirse a Cervantes para instruirse en el disparate. De su pluma nacie-ron
los ejemplos máximos de la necedad humana. Uno, el del hidalgo extiaviado
que perdió la luz volteando libros. Otro, el de Tomás Rodaja, humilde licenciado
que por un amorío hostil acabó quebradizo como el cristal. Alonso Quijano es el
perfecto modelo del hombre de acción y de coraje. Su locura estriba, antes de nada,
en la aterradora sumisión en que ha vivido la mayor parte de su vida. Sus entusias-mos
no atravesaron nunca el polvoriento ámbito de algunos libros viejos. La Mancha,
ese pedazo de tierra crispadamente horizontal, donde impera un Sol que sorbe tie-rra,
es el lugar menos apropiado para la aventura. Arriesgarse a realizar una misión
erizada de peligros requiere del hombre decidido, desde luego, una extraordinaria
firmeza de voluntad. Pero es tan ancha aquella región, está tan despoblada de hom-bres
y monstruos, que mucho extrañaria que el aventurero más enérgico y audaz no
faltara a su tórrido propósito y que, arrepintiéndose al rato, volviera sobre sus pasos.
Don Quijote es el colmo de esa voluntad aventurera, pues sabiendo que hay que cru-zar
un territorio infinito para hallar ocasión de descomunales hazañas, inventa allí
mismo el prodigio. La locura de Quijano nace, pues, de su necesidad de ser en un
riesgo que no hay, por tanto, que debe inventar. Es el hombre obligado a adecuar la
realidad a sus anhelos y a tomar por realidad, cuando ésta se oculta y no responde
a sus exigencias, cualquier cosa que la esconda en esbozo. Su disparate, si cabe Ila-mar
así a algo que no nos conmueve cuando procede de otros ámbitos presuntamente
más eficaces, resulta de la convicción con que asume sus metáforas, pues metáfora
es, no hay duda, el gigante que es molino o la fortaleza que todos llaman venta o
posada. Metáfora, debemos decir, tan metafórica como las que cimentan, bien que
en otros términos, buena parte de nuestro patrimonio científico y filosófico.
El otro caso de locura, complementario a éste, quizás pensado por su autor como
envés de lo mismos, es la del Licenciado Vidriera. El desengaño erótico, la desdi-cha
que supone contar con el deseo y no poder realizarlo, produce en él una curio-sa
reacción. Tomás Rodaja sc arma dc rccclo, una especic de ancstesiante precau-ción
se apodera de todo su ser, en sus entrañas cede la convicción, común en su siglo,
de que lo más sensato es la duda; duda extraordinaria, ciertamente, equiparable tan
sólo al duda1 del filósofo galo que poco despu& acabaría ~efugiadve1 1 una reduci-da
habitación para cubrir el mundo de metódica incertidumbre. Si Alonso Quijano
representa un máximo de impulso y de deseo, hasta el punto de que tiene que inven-tar
a su amada para no dejar de vivir la vertiente de obligación que compone todo
enamoramiento, Rodaja es el hombre de la máxima pasividad y contención. El pre-
fiere andar en sí mismo a recorrer un territorio que se avisa aterrador, bien es ver-dad
que por haber sido antes recorrido en el fracaso. El desvar;io, tal y como lo defi-ne
Cervantes en sus obras, es siempre extremo; riesgo que cabe sufrir cuando se logra
un máximo o un mínimo de dramatismo, de actividad, de ejercicio humano y libre.
Ccrvantes sabía muy bien que el hombre es lo que hace y que todo hacer arras-tra
consigo un margen de imprevisibilidad. No se trata de recurrir a la libertad -la
libertad del personaje para errar su vida- con el propósito de hacer literatura. En
Cervantes no encontraremos vestigio de ese espíritu trágico quc clcvaron los gric-gos.
La vida humana es drama y lucha sencillamente porque el hombre ha de habér-selas
con un mundo lleno de dificultades, en el que no es fácil, ni tan siquiera pre-visible,
cumplir con la vocaci6n o el deseo que nos desliria. El disparale apai ecc cuaii-do
se obliga a las cosas a ser como nuestros anhelos, cuando, como Don Quijote,
tratamos de reducir el mundo a nuestra aspiración. Don Quijote reprresenta, en este
sentido, al individuo que no advierte diferencia alguna entre sus propósitos y la cir-cunstancia
donde debe cumplirlos. Se figura que lo constitutivo de ésta es su facili-dad
para satisfacer su propósito y por ello, pues pronto descubre que existe en una
obstinada alucinación, el mundo real, el mundo que se empeña en contrariarle y resis-tírsele,
le parece embrujo y sortilegio engendrado por encantadores malvados que
gustan de confundirlo escamoteándole aquello que él cree, y lo cree de firme, más
verdadero.
Si el hacer es tan precavido que presiente en toda acción la posibilidad del fra-caso,
la insatisfacción del anhelo que la inspira, con todo lo que esto supone de inquie-tud,
de íntimo desasosiego, el desvarío llámase Tomás Rodaja. Este otro extremo de
locura emerge de lo contrario de lo que afectaba a Don Quijote. El Licenciado Vidriera
ejemplifica el caso del hombre fatigado de fracasos. El lamentable resultado de su
pasada actividad concluye en anestesia -anestesia que Cervantes, siempre sutil, deno-mina
bebedizo-, sobrecogiéndole el ánimo y forzándole a vivir con la desdicha de
prever en cualquier acción fiitnra indicins miichns de sobrado peligro. No hay tarea
o deseo que no contenga en esbozo aterradores desgarramientos. A la postre es su
alma - e l cuerpo quizá cumpla en el relato cervantino una misión metafórica- la
que se torna quebradiza, pues es el fondo desde donde irradia una insoportable desi-lusión.
Las cosas circundantes, se figura Vidriera, son en extremo resistentes, difi-cultan
al tiempo que suscitan cualquier impulso de acercamiento a ellas, y como en
su scno cl alma cs una frágil porcioncita de debilidad, lo m& razonable parece ser el
cuidado. En este sentido no es casual, desde luego, que el pobre Vidriera se deje domi-nar
por un temor muy concreto hacia los niños del mundo. Nada más conturbador
que la iiiocencia en torno, una inocencia que, por otra parte, puedc rcsultar cxtrcma-damente
cruel, pues a un alma precavida, cartesianamente provisional, el arrojo de
la criatura aún informe y apenas perfilada, anhelante de esperanzas que emanan de
lo todavía no contenido, puede llevar al traste el más melódico cuidado. La locui-a de
Tomás Rodaja teme por encima de cualquier otra cosa a lo que actúa de forma impre-visible,
a quien hace porque sí, movido por un resorte de nativa travesura, como el
cuerpo o el niño. El hecho de que esté persuadido de la cristalización de su cuerpo,
es decir, de la forzosidad de pasar por las cosas como un espejo que únicamente pue-
MEDITACIÓN DEL SER CON APUNTE CCRVANTlNO 95
de reflejarlas , nos sitúa de lleno en el punto de vista que nos hace frágiles, la íntima
nenaiaura, ei aiminuto resquicio por cionúe transitamos ai ~~iuriciyu ,q ut: riu e>u ii iiieiu
espejar, en efecto quebradizo, sino algo muy diferente, ya que debe ser llamado dife-rente
lo que se siente extraño a las cosas y alberga algún temor de que éstas nos des-garren.
Mas no hay otro tránsito verdadero que el que pone al hombre en peligro dt:
fractura. Entre el mundo que nos trastorna y reclama, y el anhelo de hacerlo nuestro,
no de tomarlo, como acaba haciendo D. Quijote, no de esquivarlo, como pretende el
licenciado Vidnera -por cierto, hombres pese a todo discretos y iienos ae iecrura,
de sabiduría libresca-, se nos exige lo único que no es desvarío, cierta apropiación
más modesta en la que la distancia entre el hombre y las cosas se acorta, pues tanto
éstas como aquél son parte de un mismo abrazo, de un mismo amoroso vínculo.
Soledad y desolación, desierto, dejaron los dioses un día al desaparecer. Sobre
ese vacío o abismo desplegó el hombre un punete de razones, de ideas más o menos
afortunadas que trataban de disipar el vértigo producido. La conciencia, el breve res-quicio
elegido para salvar los precipicios que nos distancian del mundo, se aventu-ró
entonces por un sendero que conducía a la plenitud. Ha de haber la plenitud, el
Ser, para que no sea eterna la soledad. Y el Ser, producto del desgarramiento, car-ne
procedente a la vez de las cosas y del hombre, se adueñó de aquella oquedad que
nos inquietaba. En mala hora, pues hubo Ser mientras hubo conciencia que lo espe-jara,
razón pura y nítida capaz primero de descubrirlo y después de inventarlo cual
necesidad. La filosofía, zurcidora del abismo en que aparece el hombre desolado,
se aventuró en el mundo emulando hazañas de hidalgo manchego. Primero quiso
aproximarse, sólo aproximarse con delicada suavidad, mas muy pronto el universo
tuvo que satisfacer su ambicioso anhelo y transfigurarse, si otro remedio no queda-ba,
en el fantasmagórico espejismo donde fuera factible lo descomunal: el espíritu
humano donde dios, la aventura donde rutina. La conciencia acabó apoderándose
de un mundo que interpretaba a su imagen y semejanza, del que se sintió en origen
vicaria y luego madre. Locura que ahora pagamos en verdad, y que pagamos con
una locura tal vez mayor, pues padecemos su otra cara, el miedo a quebramos, a que
SP fracture lo poco que somos. El resultado es un estar no estando en el mundo, un
vivir que es un morir de cuidado, un querer y no querer a lo importante. La dema-siada
conciencia y coraje nos ha conducido a la pasividad. Todos encerrados en la
minúscula mónada interior, prresagiando zozobras en mares que otrora creímos inven-tados
para navegar. El mar que marea nos arrastra, empero, un verso suyo y nues-tro
que se oye solo, como cuando aquél se crispa en la pequeñez de la caracola y
r ewc i si'! ingestiiríi, Qn versi del gran Ri l k ~q 1.1r~e 72 así:
"«on todos los ojos ve la criatura
lo abierto. Sólo nuestros ojos están
como vueltos del revés y puestos del todo en torno a ella,
cual trampas en torno a su libre salida.))