Boletin Millares Carlo
200 1 , 20: 00-00
ISSN: 0211-2140
Plinio el Joven, libro ejemplar*
Agustín MILLARECSA RLO
Catedrático de la Universidad de Madrid
Comentarios y notas
José Antonio MOREIRGOO NZÁLEZ
Universidad Carlos 111 de Madrid
"Es un hecho innegable y de fácil comprobación, que el alzamiento en
armas de una parte de los militares españoles y la guerra cruel que ha sido su
consecuencia, no han interrumpido 4 e n t r o de los límites en que la continui-dad
podía ser factible- las actividades literarias, científicas y artísticas en la
España leal. Ello fue posible porque desde septiembre de 1936, a los tres
meses escasos de iniciada la lucha, el Gobierno de la República, convencido
de que el asedio de Madrid iba imposibilitando el trabajo de investigadores y
estudiosos, preparó para ellos en Valencia la llamada Casa de la Cultura, y los
trasladó a la misma con sus familiares y útiles de trabajo, convirtiéndola más
tarde en un verdadero centro de investigación científica.
En febrero de 1937, a los pocos meses de dicho traslado, vio la luz públi-ca
en la ciudad del Turia, el primer número de "Madrid", revista magnífica, en
la que se dan la mano los trabajos sobre ciencias exactas y de medicina, con
los literarios, históricos y relativos a las artes plásticas: una revista en cuyas
páginas las tareas de pura investigación alternan con las verdaderamente crea-doras.
La Casa de la Cultura no concibió, sin embargo, su misión, como proyecta-da
exclusiva y principalmente hacia el mero cultivo de las altas especulaciones,
sino que se orientó en el mismo sentido que otros organismos, es decir, hacia la
cultura del pueblo, de la masa popular, que con las armas en la mano está defen-diendo
su libertad, su derecho a una vida más justa y su independencia. Fruto de
este modo de ver las cosas fue la creación de una Biblioteca de Clásicos espa-ñoles,
de carácter radicalmente popular, por medio de la cual la Casa de la
* Publicado en Hoy (México, DF), 25 de febrero de 1939, p. 43.
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Cultura aspiraba y aspira a difundir lo mejor de nuestra literatura entre una
muchedumbre ávida de instruirse y de perfeccionarse espiritualmente.
Otras corporaciones científicas anteriores a la Guerra, tales como la
Sociedad de Historia Natural y el glorioso Centro de Estudios Históricos de
Madrid, con sus diversas secciones, siguen desarrollando, lo mismo en la
capital que en Valencia, casi normalmente sus tareas. El Centro ha seguido
publicando en plena lucha y venciendo toda suerte de dificultades, la Revista
de Filología Española, con sus habituales colaboraciones extranjeras, la revis-ta
Emérita, consagrada al estudio de la antigüedad grecolatina, y el Archivo
español de Arte y Arqueología, sin contar una edición crítica del tratado De
Erginitate Beatae Mariae, de San Ildefonso, obra del sacerdote don Vicente
Blanco García, y otros trabajos de investigación histórica, literaria y científi-ca,
que actualmente se imprimen en Madrid, Valencia y Barcelona.
Ya hemos visto de qué modo el Gobierno de la República aseguró y puso
a cubierto, hasta donde fue posible, las vidas e instrumentos de trabajo de
muchos hombres ilustres y representativos. E insistimos en la frase "hasta
donde fue posible7', porque esta guerra sin precedentes nos tenía reservado,
no sólo el espectáculo de una Universidad gloriosa en parte derruida por la
metralla, sino el más doloroso todavía de un profesor venerable asesinado por
la aviación facciosa en su propio gabinete de trabajo. ¿Para qué repetir lo que
está en la memoria de todos? En la mañana del 17 de marzo de este mismo
año -y yo fui testigo presencial de parte de la tragedia- varios aviones al
servicio de la rebelión lanzaron su carga destructora sobre la Universidad de
Barcelona, derribaron parte de sus dependencias, dejando a S ~ V Oco,m o por
milagro, sus modernos seminarios, símbolo de nuevos tiempos y de renova-dos
métodos de trabajo, entre ellos el de Literatura Catalana, presidido por el
retrato del inolvidable maestro Rubió y Lluch. En las primeras horas de la
tarde de ese mismo día caía para siempre en su propia casa el doctor don Luis
Segalá, autor de una popularísima traducción de las obras homéricas y profe-sor
de varias generaciones de helenistas. Segalá traía entre manos por enton-ces
un diccionario griego-español, en parte impreso ya por una importante
editorial barcelonesa. Junto a su cadáver, aquí y allá, entre los escombros,
aparecieron, holladas y maltrechas, las papeletas que en aquellos momentos
redactaba.
Señalemos también que con el advenimiento de la República un hálito
renovador iba reanimando gradualmente nuestras viejas instituciones cultura-les,
con evidente preocupación de los elementos retardatarios. En el terreno de
la enseñanza superior, y prescindiendo de la Universidad de Barcelona, orga-nizada
autonómicamente en su totalidad, recordemos el ejemplo de la de
Madrid, autónoma solo en parte, profesores extranjeros, de los más eminentes,
colaboraban con nosotros en esta labor renovadora. A mayores exigencias de
los discentes, mayores esfuerzos por parte de los maestros. Estudiantes de
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otras nacionalidades tenían a gala obtener en nuestras Facultades sus títulos
profesionales. Surgían fuera del ámbito universitario, aunque en íntima cone-xión
con él, entidades diversas que significaban a un mismo tiempo colabora-ción
y estímulo. Así en Sevilla el Instituto de Estudios Americanos, obra de la
República, organizaba cursos monográficos a cargo de destacados especialis-tas
y discernía en grado de Doctor a profesores que ahora son ornato de
bastantes centros de enseñanza superior en la América Española. La Escuela
de Arabistas, fundada por don Francisco Codera, y dirigida hasta el mismo día
de la rebelión, por el sabio sacerdote don Miguel Asín y Palacios, veía, con el
nuevo régimen y merced a la fundación oficial del Centro de Estudios Árabes,
asegurada económicamente su existencia y la de sus publicaciones, todo por
obra y gracia del actual embajador en Washington y entonces Ministro de
Educación Pública, don Fernando de los Ríos, persona, como es sabido, siem-pre
atenta a cuidar de los intereses de la alta cultura de su país.
En otra ocasión trataré de cuanto en nuestra España ha ocurrido con los
archivos y las bibliotecas, y entonces se verá, por modo irrefragable, cuál ha
sido la lucha titánica del gobierno republicano y de sus colaboradores para sal-vaguardar
inmensos tesoros diplomáticos y bibliográficos, parte principalísi-ma
de nuestro patrimonio espiritual.
Pero ya es tiempo de que lleguemos al objeto primordial de estas líneas.
Uno de los últimos correos nos ha traído un ejemplar del libro primero del
"Epistolario" de Plinio "el joven", con notas y comentarios, admirablemente
impreso y con el siguiente colofón, que se comenta por sí solo: "Este libro ter-minó
de imprimirse en Madrid, en la imprenta de Rivadeneyra, el día 3 1 de
mayo de 1938".
Conocí al autor de este trabajo, el presbítero don Vicente Blanco García,
con anterioridad mencionado, hace próximamente unos cinco años. Terminaba
él por entonces su licenciatura en la Facultad de Letras y concurría entre otras
clases a las de latín y paleografía que explicaba yo en aquel inolvidable pabe-llón
de la Ciudad Universitaria. Al finalizar sus estudios lo propuse para
ayudante de mis enseñanzas y desde entonces se estableció entre ambos una
amistad entrañable. En nuestras largos y frecuentes paseos por el Parque de la
Moncloa pude penetrar hasta el fondo de aquel espíritu tímido, profundamen-te
religioso y de una comprensión infinita, de una caridad inagotable, liberal y
generoso. Los muchachos de la Facultad adoraban en él, y cuando la rebelión
sobrevino no me maravilló su visita para expresar por mi mediación a las auto-ridades
universitarias su inquebrantable adhesión a la causa del Gobierno
republicano.
Durante el último curso que en nuestra Facultad se celebró tradujimos y
contamos, manejando, por supuesto, ediciones extranjeras, el texto, tan suges-tivo
por diversos conceptos, de las Cartas de Plinio, y quedamos de acuerdo en
la necesidad de que se emprendiese una edición de cuño español y con notas
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hispanas, primer esfuerzo de un incipiente Renacimiento de nuestros estudios
clásicos.
Estalló la guerra súbitamente y continué viéndole. ¡Cuántas tardes en las
salas del Archivo Municipal de Madrid, en la Plaza Mayor, le vi abstraído en
la corrección de las pruebas de su obra sobre San Ildefonso, con tanto aplauso
acogida por los especialistas! Más tarde, en Valencia, le sorprendí en su mesa
de trabajo del quinto piso del Ministerio de Instrucción Pública, revolviendo
libros y compulsando diccionarios. Entonces me recordó nuestra conversación
de la Moncloa y me confesó que se había decidido a echar sobre sus hombros
la tarea de editar con notas españolas las famosos cartas plinianas. Y tarde y
mañana, sin que le faltase tiempo para defender la causa, siempre que la
ocasión se presentaba, de las pérfidas agresiones de los emboscados, ni para
visitar los hospitales, veíasele consagrado a la ruda tarea, más admirable aún
si se piensa en los bombardeos, siempre al acecho, y en los escasos medios
científicos de que disponía.
El mismo se trasladó más de una vez a la capital de España, y, provisto del
indispensable salvoconducto, se adentraba impertérrito por la zona de guerra
para advertir a los tipógrafos alguna adición importante o para ponerles sobre
aviso con respecto a alguna errata deslizada con reiteración. Por fin ha visto
coronados por el éxito sus esfuerzos, con la ayuda generosa de la Junta para
Ampliación de Estudios, la cual, como es sabido, es una entidad que depende
absolutamente del Ministerio de Instrucción Pública. Y al recibir ahora su
libro, me siento penetrado de una emoción que me reconozco impotente para
transmitir a mis lectores. Quédese para otra ocasión y para lugar más adecua-do
la crítica científica de esas páginas. Mi propósito solamente es llamar la
atención acerca del autor de este jugoso comentario de un texto clásico, y
sobre el hecho de que en Valencia y Madrid, en estos graves momentos, se
haya podido elaborar y publicar, con la protección y apoyo moral y económi-co
de un Gobierno tan acuciado por problemas de tremenda gravedad, el texto
comentado de un escritor latino. Los que, día tras día, hablan de la barbarie
roja, pensarán lo que quieran; yo, por mi parte, considero este hecho como ver-daderamente
admirable y, sobre todo, ejemplar. El propio autor, enfermo, me
escribía hace poco al darme cuenta de sus actividades, estas palabras conmo-vedoras:
"Le envío ese libro que he publicado para ser Útil a la
causa". ¡Admirable frase! Unos, en efecto, defienden la patria pisoteada por los
invasores, con las armas en la mano; otros, fabricando armamentos y aten-diendo
otros a los complejos problemas de la retaguardia. Este sacerdote, ver-daderamente
humilde, cumple su misión dando a las prensas un libro, que por
significar lo que significa, reduce a la nada gran parte de una propaganda que
no merece ser calificada aquí".
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Uno de los objetivos perseguidos, desde su fundación hace más de dos
décadas, por el Seminario "Millares Carlo" de la UNED grancanaria ha sido
dar a conocer aquellas obras de su mentor desconocidas o de limitada difusión
en España por haberse publicado en el exilio, principalmente cuando fueron en
México, por la doble razón del mayor alejamiento temporal y de las dificulta-des
de comunicación existentes entonces entre aquel país y España, que
vivían oficialmente de espaldas. En esta ocasión hemos accedido a un texto
breve, cuya existencia desconocíamos hasta el pasado verano, pero que es de
gran interés para conocer el estado humano e ideológico de don Agustín pocos
meses después de su llegada a México.
Agustín Millares Carlo formó parte de la oleada migratoria de tan alto
valor cualitativo que llegó a México como consecuencia de la Guerra Civil
española, como individuo destacado en medio del grupo masivo de los acadé-micos,
artistas, intelectuales más significativos de la vida española de los
primeros cuatro decenios del siglo XX. Millares había llegado a México a fina-les
de 1938 en calidad de vicecónsul y se sentía motivado y obligado a difun-dir,
como antes había hecho en Francia, la ciencia y la cultura de la República
española.
La reseña que reeditamos aquí apareció en la Sección Libros y Autores del
diario Hoy, y sirvió en su día para que Millares valorase públicamente la
actividad cultural de la 11 República española, a la vez que reviviese nostálgi-camente,
cuando apenas estaba recién llegado en México, los recuerdos
personales sobre el autor de la obra reseñada, Vicente Blanco García, alumno
de Millares y comentarista y traductor de las Cartas de Plinio, auténtico obje-tivo
de estas páginas'.
La crítica contra los sublevados y el horror de la guerra sigue la línea ini-ciada
por el manifiesto colectivo en el que participó Millares y que se publicó
en El Liberal, el primero de noviembre de 1936.También iba firmado por José
Gaos, José Sánchez Covisa, Ramón Menéndez Pidal, Enrique Moles y Jorge
F. Tello, bajo el título de "Escritores y hombres de ciencia protestan ante la
conciencia del mundo contra la barbarie fascista". Y que se proponía publici-tar
el cuidado de los proyectos y obras conseguidas por los gobiernos republi-canos,
frente a la acusación de barbarie proveniente del bando antagónico.
Aprovecha Millares la ocasión para hacer memoria de muchas de las acti-vidades
culturales que impulsó la república, en especial cuando se sintió ame-nazada
por la sublevación militar. Millares se entretuvo de manera especial en
1 En la Biblioteca Nacional existe un ejemplar de una reimpresión posterior: Plinio Cecilio Segundo,
Cayo.: Cartas. Plinio el Joven. Texto y comentario de Vicente Blanco Garcia. Madrid: Silverio Aguirre,
1941. Ese año aparecía la colección epistolar completa: Plinio Cecilio Segundo, Cayo.: Cartas: libro segun-do.
Plinio el Joven. Texto y comentario de Vicente Blanco Garcia. Madrid: Silverio Aguirre, 1941 (Clásicos
Emérita, 11). Nos consta una segunda edición: Plinio Cecilio Segundo, Cayo.: Cartas. Plinio el Joven. Texto
y comentarios por Vicente Blanco Garcia. Madrid: Instituto Antonio de Nebrija, 1950.
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describir lo que sentía más próximo, como la aventura seguida por la Sociedad
de Historia Natural y el Centro de Estudios Históricos cuando desde Madrid
ambos fueron trasladados a Valencia, o la Casa de la Cultura que ya nació en
esa ciudad, y que publicaba el periódico Madrid, y uno de cuyos objetivos
estribó en potenciar la Biblioteca de Clásicos españoles, actividades y centros
todos ellos con los que relaciona los comentarios sobre la pérdida brutal del
profesor Lluis Segalá2, y que le sirven de contexto en el que situar la figura del
autor comentado y el valor académico y social de la obra analizada. Millares
adopta una postura moderna y progresista respecto a la actividad política de
los gobiernos en relación con la cultura, comprendiendo en esta, en plantea-miento
simultáneo, tanto la destinada a las instituciones superiores de investi-gación
y docencia, con apreciaciones que alcanzan incluso a la autonomía uni-versitaria,
como aquella destinada a fomentar el compromiso social de los
gobernantes con las capas populares, entre las que cita la política de bibliote-cas
y por ello de lectura, o las campañas de teatro. Aborda su discurso desde
la vivencia personal desgarradora del exilio y de la pérdida de sus bienes espi-rituales
y materiales en España a causa del enfrentamiento militar. Es en fin,
un buen ejercicio de amor propio por la causa republicana y de justificación de
cuanto se hizo con libertad y seriedad académicas.
Luis Segalá i Estalella (Barcelona, 1873), catedrático de la Universidad de Barcelona y que perte-necía,
como Millares, a la Real Academia de las Buenas Letras. Fue también Director de la Biblioteca de
Clásicos Griegos y Latinos. Realizó traducciones de varios autores grecolatinos, pero son conocidas de
manera especial las que hizo de la obra de Homero y Hesiodo, que han conocido múltiples ediciones a lo
largo del siglo XX. Ya en la primera década del siglo pasado vio aparecer La Ilíada. En versión suya direc-ta
y literal del griego Barcelona: Montaner y Simón, 1908, con ilustraciones de Flaxman y Church, mien-tras
que La Odisea aparecía con las mismas condiciones y con ilustraciones de Flaxman y de Wall Paget en
1910. Su versión de las Obras completas de Homero es de Barcelona: Montaner y Simón, 1927. Es célebre
su Gramática del dialecto Eólico. Barcelona: [s.n.], 1897 (Litografia Bonal).
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