DEL PASADO TINERFEÑO
El historiador Niiñez de la Peña
y su tiempo
por DACIO V. DARÍAS V PADRÓN
(Continuación)
III
Viaje de Núñez de la Peña a la Madre-patria.
Otras consideraciones respecto al historiador
Bl patriotismo de Peña parece -ser que no se circunscribió al estrecho
horizonte de la patria chica, como a veces ocurre con muchas, sobre todo
en momentos efervescentes políticos, que casi s.iempre únicamente aprovechan
corifeos y fautores. Pero entonces no se hacía ipoJítica de masa,
era una oliíg^rquía de clas« la que domdnaiba, sin tener i>ara nada en cuenta
el interés de la pleibe o bajo pueblo, ,sd bien unois y otros tenían un lazo
común que los aiproximaba, la religión y el acatamiemto a la Corona, que
se confundía con la patria. E'l amoir a ésta era un afecto natural en todos
y por su virtud que es el patriotismo, en estas islas, a despecho de las
acedhanzais y emibestidas de enemig-os jurados del Imperio hiispa¡no, se
mantuvo enhiesto en ellas el g'lorioso pendón de Castilla, por medio de sus
Milicias cañaríais, honra y prez del valor canario. Pero nuestro cronista,
per su línea materna por lo menos, tenía un origen inmediato de castellano-
andaluz, toda vez que sus abuelos por tajl costado, Cristóbal de Solís y
Leonor de la Cruz, eran naturales de la vieja ciudad de los Califas, Córdoba,
"casa die goierrera g-ente, y de sabiduría clara fuente".
Tales antecedencias debieron estimular a nu-estro Núñez de la Peña,
así como la oircunsitancia de s«r un hermano suyo, el Dr. Francisco Nú-
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ñez de la Peña, cura de Burguillos, junto a la Ciudad Imperial, para emprender
un viaje, entonces bastante arriesgado y penoso, a la Península
y allá visitó amibas ilustres ciudades, recreándose sin duda en la con-temiplaicdón
de sus monumentos y aintigüedades, en las que consideraría
y vería el antiguo solar y cuna de sus mayores. Seguramente en la antañona
ciudad de los Califas españoles admiraría su renombrada mezquita,
convertida en catedral, en que los Abderraanán y los Al-Hakem tantos
signos dejaron die su piedad y magnificencia muslimes y en cuyo recinto
dormían todavía el sueño eterno Fernando él Emplazado y su hijo Alfonso,
el héroe del Sanado, en medio de aquél bosque de columnas con capiteles
de diversos estilos y arcos de herradura, con dovelas blancas y
rojas y maderamen ricamente policromado en rojo, azul y oro, colores
tan favoritos al áraübe, aunque la grandiosidad dd conjunto y la unidad
de la oibra, esfuerzo genial de alarifes de diversos tpaíses, ya la viniera a
romper el nuevo coro y capilla mayor, aun tratándose de obras maestras
del plateresco renacentista, pero que no dejan de formaír un extraño maridaje
con la antigua mezquita donde un día elevaron sus salmodias los
imanes y nlcmas, sectarios sensuales de Maihoma, predicaron los r<Uih"s,
interpretaron las leyes del Corán los muftirs y llamaron a la oración,
desde el alto minarete o alminar, los almuédanos o muecines.
En resumen, durante su estancia en la Madre-patria, nuestro Peña,
tan servidor y aanante de las tradiciones patrias, no se cansaría de escudriñar
los monumentos cüásicos que halló a su paiso en su tránsito por
las pablaciones del trayecto, entonces bastante lento, de ida y vuelta, que
tuvo que recorrer; sois obras de aTte, desde la magnificwioia imperial romana
y la elegancia árabe, hasta la pompa de sus catedrales góticas; la
traza ceñuda de los viejos castillos, ánimas rotas de nuestra Historia; la
melancolía de los góticos y monjiles claustros; la grandiosidad majestuosa
y cimera del pétreo alcázar de Toledo; las soleadas torres y giraldas
sevillanas, los geniales lienzos de Velázquez, deil divino Morales, de Muri-
Uo y Zurbarán; las brillantes hechuras salidas del cancel prodigioso de
MaiPtínez Montañés, de los Canos y los Menas. Peña, en suma, en quien
nos imaiginamos un sano sentido españolista, silencioso por fuera y acos-tuimbracU)
a isolitaírias meditaciones, por razón misma de «us inveterados
hálbitoa de investigador, teniendo encendida siempre la lámpara de la imaginación
y del eneueño, habría die recorrer tales lugares con singular interés
y hasta con cierta veneración admirativa. Y saludaría emocionado
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aquellos puebloe andaluces, viveros de hidaJigos y de conqudstadorea, d«
donde haibian salido muchos de los lucidois oainpeones que hablan tomado
parte en la gfesta de la com^uista de nuestras ialfu», antddipo glorioso de la
del Nuevo Mundo, incoiiporáiidoilais <:on el esfuerzo de sus esi>ad'as a la
civilizacito y a la fe. Si lo anterior practica, isi no tuvo muidio en cuenta
el pueblo aboritgen del que acaso no procedía, gente sumida en la barbarie
hasta la llegada de loe adaMdies que un día lo 'Sojuzgaron y regenena-roii,
no hizo otra cosa que ser consecuente con los imiperativos de la sangre
y con los deberes de leal subdito de la patria bajo cuyo pabellón habla
nacido, sin renunciaciones enfermizas de nimgún género. Así ipensa'ban
en aquel tiemipo todo® los canarios. No hay, pues, por qué imputaifle defectos,
si así puede llaonarse la mera oompenetracián con los vioios y
virtudes de nuestros abuelos, herencias casi siempre imtprescindibles, lo
que era moneda corriente en todos sus coetáneos. La Qaoriimosa y senti-miental
reivindicacióin de los gruanches, en unión de ciertos estados pasionales
políticos, vino más tarde, pero antes nos la aipuntaron autores
extranjeros, interesados en zarandear nuestra llamada leyenda negra. Esto
rao qiudere decir que n^ruemos que nuestros conquistadores, también
nuestros abuelos, no hayan cometido abusos con la raza vencida, todos
ellos hijos de su é(poca; pero no olvidemos que en el gran ílibro de su
cuenta que abrieron en la Historia, su haber excedtó con mucho a su debe.
Nuestra conquista, como la de América en mayor escala, tuvo un saldo
glorioso y huimano—si tuvo errores, fueron de su tiempo, no de Castilla—
que nadie razonablemente puede negar; y nosotros los isleños, que llevamos
en nuestra san^gre la herencia de aquella conquista, debemos considerarla
como el penacho más señero de nuestros linajes. Lo contrario sería
atrepellar y hasta menospreciar todo sentido racial y legítimo patriotismo,
el de nuestro nacimiento. Este sentimiento en modo alguno puede
denotar menosprecio para el pueblo aborigen, pues no hay que hacer ambas
ideas y hechos antitéticos. Tampoco son bastantes para modificar
nueatra conducta casos aislados de autoridades y funcionarios del Estado
enviado* por la Madre^patria, cuya actuación no haya estado siempre a
la altura de sus deberes y drctunstancias, nd menos saberse compenetrar
iíon «I pala en el terreno de lo razonaUe y }uflto de sus aspiraciones. Este
fué, no cabe <iuda, el sentir de Núñez de la Peña y por ello entendemos
que, lejoe de merecer oenennuí, es acreedora su memoria a los mayores
respetos, pues sopo annondBair en UIM iperfeota ecuación sus amores al
2»0
terruño con la veneracián a la patria grande, de donde procedieron ori-ginariamenite
los suyos. ¿Puede ser eato repremsáble?
De tal viaje hay certeza por una carta que el mismo interesado dirigió
por aquellos tiempos al maestre de campo, D. Gaspar del Hoyo, caballero
del hábito de Calatrava, más tarde primer Tnarqués de la Villa de
San Andrés y padre del célebre Vizoonde del Buen-paso, que tanto ruido
metió en su época.
El blasón de Peña
Tiemipos de ajbolengos y de blajsones los de Núñez de la Peña, es evi-dlente
que nuestro historiador ee ufanaba del suyo, que por línea paterna
habla tomado parte en la conquista y algunog de esos mismos ascendientes
prestado servicios estimables al país. Distaban aún los momentovs modernos
de democracias ramiplomas y, por tanto, poco inteligentes y com-
,prenisivaj8, en que el criticismo algo envidioso de las masas, en sus horas
de desenfreno demoledor de todo concepto tradicional, relbajara el prestigio
de los linajes patricios, en aras de rivalidados de clase. Y no es que
tratemos de ensalzar con esto a hombres herederos de ilustres apellidos
que se imaginen que su misión histórica y social empiece en un remoto y
borroso recuerdo y acabe en una vagancia llena de vanidades, que no hará
otra cosa que apresurar en sus pobres cerebros, siempre de espaldas a la
realidad y al esipíritu evolutivo de los tiempos, su no menos parvo contenido.
Olvidan tales sujetos que a lo que hoy se está fraguando en las entrañas
agitadas de la sociedad, con un ritmo que por ío acelerado asusta a
a las personas reflexivas y sensatas, habrá que aponerle algo más recio y
contundente que los apolillados pergaminos y las frivolidades de todo género.
Precisa Ja acción y el trabajo con todas las incomodidades que esto^s
esfuerzos comporten. Bien está que el que hereda una ejecutoria se manifieste
ufano de lucirla, pues confiere cierta notoriedad histórica a su familia,
pero debe patentizar a todos que la sabe llevar con honor, hacién-dosie
digno de sus antepasados, con la rectitud y caballerosidad de su conducta,
si saibe empeñar su inteligencia y hasta su fortuna en bien general
de la sociedad en que se desenvuelve y rendir al progreso de su época lo
que es debido. El iseñorío no ha mene-ster de hacer ostensible su auter.ti-cidiad,
perteneciendo a aquella o a la otra entidad de clase, bastaría con
que supiera salir de la ociosidad, que es orín que prontamente la destru-
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ye, roinpiendo la corteza de su habitual egokmo. Para nosotros, aquella
ariistocracia que no se anquilose y sepa acomodar su funcidn social a las
circunstancias de los tiempos, merece toda considemación y estima de sus
conciudaidanos. No habrá rieSigo así de que franquee y traspase los linderos
dte lo cómico.
Si no mienten los srenealogistas, Núñez de la Peña contaba en su árbol
de familia con iliistres ascendientes, a partir de Rodrigo Núñez de la
Peña, el (primero que vino a Canarias y que en Lanza-rote casó con Ana
Tenorio, de clara prosapia, a saber: D. Antonio, que ciñó la mitra en Islas,
mensajeros en la Corte, oidores en la Audiencia de Santo Domingo en
Indias y un cajpitán general de las flotas reales, Francisco Núñez de la
Peña, su bisabuelo. De modo que estaiba justificado en él que sintiese el
ongullo de raza y aipego al Wasón de su apellido. Por eso en su Conquista
y Antigüedades, al deiscribir en los finales de su obra diversos escudos
de armas de los principales apellidos de arraigo en Islas, 'se detiene con
fruición a describir los de su apellido. Esto es, no se limita al de adapción
familiar, que posiblemente fuera: m campo de gules, un muro de
plata sobre peñas, y en jefe, tres estrellas de oro, puestas en faja^
(Fernández de Bethencourt, tomo 69 del Blasón de Canarias, pág. 8i3), e
incluso atribuye a los Peñas un origen casi fabuloso y místico-leigendario
y hasta llega a afirmar que Pelayo añadió a las consabidas estrellas un
pedazo un muro a las primitivas armas, sino que entra en detalles sobre
el usado por otras ramas, como las de la villa de Oña, del valle de Mena
y otras, pero sin hacer cita de los Nobiliarios, ni de otras fuentes de
donde las tomó, aunque se trata de un apellido que está citado y descritas
sus armas en varios autores de la materia, desde Ocariz y Lope de Va-dillos
hasta Castro y Castillo, por no recordar a otros. IHay autores, sin
embargo, que modifican los colores, suprimen la muralla y aumentan las
estrellas hasta cinco, ©n lugar de tres.
¿Entendería Peña el simbolismo, a veces algo imaginario, que encerraban
las armas de aoi apellido, de lo cual tan ufano se mostraba? ¿Sabría,
por ejemplo, que el color gules significaba valor o intrepidez, y que
los que tienen tal color han de proteger a los injustamente oprimidos?
¿Que el muro de plata simboliza conquista o asalto? ¿Que O as estrellas
hacen soaipechar al héroe, que recuerdan victorias obtenidas sobre los árabes
y que por ©star puestas en jefe el que obtuvo la recompensa habíia
sido herido en la cabeza? ¿Conocería el misterioso sentido de sus meta-
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les, el oro sinónimo en Heráldica de riqueza, de fe y de coniatancia, la plata,
de inocencia y pureza de intenciones y de sus sendas obligacionies, prodigar
el ibi«n a los desprovistos de fortuna, derramar la san'gre en defensa
d'él Prímciipe, defender doncellas y amparar huérfanos? Hoy para
muchos los esmaltes, las figuras, las brizuras, los timbres, lais mismais
leyes heráldicas «on letra muerta y sólo ven en su conjunto un mero motivo
omaanenital, propulsor, si acaso, de frivolas vanidades de estirpe, no
un guión de obligaciones y sacrificios, de inmolación de comodidades a
altos ideales, de ofrenda al más depurado patriotismo, de ejemplaridad
ciudadana. Creemos que Núñez de la Peña no solamente estaba emipapa-do
en los misiteriías de la 'Ciencia heroica o del Blasóni, sano que en lo humanamente
,poisible se atuvo en lo social y cristiano a las obligaciones señaladas
por la sáignificación de sai escudo. He aquí el motivo por qué nos
hemos detenido a considerar tales cuestiones que, si hoy están en desuso
en la mayoría de los casos, no lo estaban tanto en aquel siglo de tan extraordinaria
afición a los escudos de armas, hasta el punto de convertirse
en una enfermedad nacional que, naturalmente, repercutió en Islas.
"Todo el mundo—escribe un historiador de nuestros días, Altamira—
aspira a ser hidalgo; unos, por haberse enriquecido recientemente y creer
indispensaMe dorar su riqueza con la ascendencia nobiliaria; otros, sin
esto, por mera vanidad y por gozar de los privilegios generales de la nobleza..."
Nos imaginamos que Núñez, por razón de sus inclinaciones' y
gustos, ipara él tan fruitivos, y por la veneración que sentía, por las tradiciones
del país y las suyas propias familiares, estaba exceptuado de esta
general frivolidad social, y que antes, por el contrario, la® tomaba en
serio. De ahí que podamos deducir gran parte de su retrato moral a través
de estos pensamientos formulados alrededor de las señales y simbolismos
de su escudo. ¿Habremos acertado al juzgarle así? Más adelante
hemos de completar estos juicios valiéndonos de procedimientos grafoló-g^
cos.
Insistiendo, por nuestra parte no hemos de ocultar ciertos personales
puntos de vista que abrigamos en la actualidad sobre los conocimientos
heráldicos adhiriéndonos, es verdad, a opiniones de autores contemporáneos
que laa sostienen semejantes o parecidiae. Reconocemos, empero,
que hoy en estos tiempos de standardización de la vida, de puras normas
materialistas, existe una ig:ran mayoría la cual estima que las aplicaciones
heráldica», para ella totalmente arcaicas, no son otra cosa que un mero
293
y subjetivo tributo a la vanidad de ciertos sectores de familias. Pero si
acertamos a dar de lado a ciertos sectarismos y (prejuicios un tanto rencorosos
de dase, tanto la Heráldica como su pariente la Genealojfía, sobre
todo ouiando esta úlitiro no ise apoya en orígenes fabulosos, lo que
siempre puede suscitar oomentarios hartos de jocosidad y malicia, que
quebrantan prestigios ipatrioioa, si aciertan a acomodarse, tanto la una
como la otra, a pasar ipor la criba de métodos críticos modernos, merecen
la atención y el interés no sólo de aquellos que lo tengan directo en la
Heráldica y en la Genealogía depuradas de la ganga inútil, sino en general
de cuantoa se consagren objetivamente al estudio de la IHistoria.
Efectivamente. ¿Puede el historiador que intente dilucidar determinados
temas de su profesión, verbiígracia de tiempos medievales, prescindir
de la Heráldica y, a vecies, de la misma Genealogía? Quedaría privado,
si tal hiciera, de importantes elementos de juicio. Y el arqueólogo,
mencionado más atrás, que estudie en razón del tiempo y del osipacio un
monumento, si no quiere quedanse perplejo ante ciertos interrogantes que
le (plantea el problema, ¿le será lícito prescindir del lenguaje pétreo de
las armerías que acaso le exornen? Si desconoce su exégesis, jamás penetraría
en determinados aspectos de una vida social y corporativa ya extinguida,
ni tampoco ipodría haceirse cargo de los sentimientos morales y
culturañes que informaron a aquellas generaciones, que alzaron tal obra
de arte objeto die su estudio. He aquí por qué no debemos juzgar hoy como
poco iinteresantes y perdidas para el estudio atento de la Historia, las
aficiones que en este orden merecieron la atención de nuestro cronista.
Nunca podría reputarse como cuestión baladí el que en estudio biográfico
como el presente se quiera penetrar en el retrato moral y psicológico
del protagonista, según puede resultarnos de un ligero examen de
un autógrafo, que contiene, además, su firma y rúbrica, si es verdaid.
como afirma la Grafología, que lo9 caracteres escritos resultan la manifestación
más elocuente y estereotipada de la inteligencia y la voluntad
puestas en acción a través de aquellos.
Resulta del grafismo de Peña, claro y »in exaigeraciones notables en
los rasgos, con caracteres ligados unos y otros separados o yuxtapuesto
», de sus aes y oes generalmente cerradas, de su escritura algo inolina-dla
y dtextrógiira, de sus letras curvas, de la colocación de las barras de sus
tes, de su ipuntuación cuidada, de la ligazón de sus mayúsculas a la letra
siguiente, de la dirección de sus dees mayúsculas en prolongación hacia
294
la izquierda y de otros caracteres gn'^^icos, que Núñez de la Peña estaba
en posesdón de jiiido daro e intuitivo, en cuanto ipodfa aprehender la verdad
ein recurrir a largos razonaTnientos, dotado de cierta, energía; e independencia,
sensible, bondadoso y altruista, con tendencia & la dulzura de
carácter, aJigo vanidoso, pero al mismo tiempo obediente y humilde, como
lo justifica el poner con letra miniúisc\ila la inicial de ®u apellido, amigo
de la tradición y aficionado a la investigación, aunque con altemiativas de
entusiasmo y decaimiento, lo que se pone de manifiesto en las líneas de
su escritura ligeramente convexa.
Pero hay en la i)ersonalidQd de Núñez de la Peña algo que convendría
aclarar, lo que nosotros ahora intentamos, aunque sin dar a nuestras apreciaciones
carácter axiomático. ¿Fué nuestro cronista excesivamente crédulo
hasta la candidez, o sencillamente respetuoso con las tradiciones que
en su época corrían en ibooa del pueblo, a las que le faltó valor para desecharlas
por creerlas más beneficiosas que perjudiciales, en cuanto conservaban
cierto candor en las masas populares entonces creyentes? Averigüelo
Vargas. Pero, de todias maneras, su credulidad es evidtente que no
podía confundiTse con la necedad o tontería, naiveté, que dicen los franceses.
Bs cierto que la credulidad en sí es propia de espírituis eternamente
juveniles, cuyas primeras inclinaciones fueran las de creer todo lo que los
demás dicen, hasta que en fuerza de ser repetidamente engañados y de
la experiencia que dan los años, venga la reacción contraria, cayendo en
la desconfianza; de aquí que los grafólogos señalen con el mismo grafis-mo,
la credulidíid y la desconfianza, y como no podemos admitir en Peña
una simplicidad rayana en la tontería, creemos que la nativa ingenuidad
suya se fué transformando poco a poco en desconfianza. De ello quedan
rastros en los finales a veces engrosantes de «us términos manuscritos
y en las enrevesadas curvas, unas a la derecha y otras a la izquierda,
como si estas últimas patentizasen su devoción a las cosas del pasado.
Sus triples disposiciones testamentarias
Asegura el cronista Anchieta, que por cierto se puede parangonar como
investigador de archivos isleños, sobre todo tinerfeños, con Núñez
de la Peña, que éste otorgó dos testamentos. Uno con fecha 18 de enero
de 1706, seguido de un codicilo, y el segundo el 6 de diciembre de 1716,
unos y otros ante .Juan Antonio Sánchez, pero debió ordenar otra tercera
296
y postrera voluntad, ante el mismo fedatario, ha!bida cuenta de que ©n
la anotación de su entierro, libro correspondiente de la parroquia de los
Remedio», que llevamos al Apéndice, aparece uno de fecha 20 de noviembre
de 1720, esto es, poco antes de me® y medio de ocurrir su deceso. Tenía
las casas de su habituail morada, que parece estuvieron situadas en
Ja esquina que da a las calles de Juan de Vera y del Jardín, antes llamada
del Laurel o Calderón. El mismo Ancihieta consigna en su libro 62 de
Apuntes, ipág-. 156, que estaban junto al hospital de los Dolores, "qe. hacen
esquina qe. va a los Remedios, qe. son hoy de D. Lorenzo Araiiz,
Benefdo., lindan con casas de D. Alonso Llarena, qe. después fueron de
D. Luis Franc2 Moxica..."
Su fallecimiento
Al fin, valetudinario, viejo y ciego, oangado de mérito? y rodeado de
la consideración de sus oonciudadainos, sobre todo de la Nobleza a la que
como hidalgo de sangre se consideraba ligado, llegó a Peña su último
trance. Pasó a aiejor vida el 3 de enero de 1721 y en el mismo día se
procedió a la inhumación de su cadáver en la modesta sepultura que él
mismo había elegido, años antes, en los claustros del vecino convento de
San Agustín, al cual de seguro estuvo ligado por los gratos recuerdos de
su vida escolar. Se cuenta que en vida visitaba con mucha frecuencia el
sitio que había elegido para tumba y con estoicismo cristiano repetía esta
frase: Hic rst requies mea (6).
(6) El viejo convento de San Agustín fué reformado en su fábrica,
años después del fallecimiento de Peña. El frontis antiguo de la portería,
según el "diario" de Anchieta, constaba de tres arcos y encima del central
un balcón cerrado, y a «us costados sendos postigos, corresipondientes
a cada uno de los arcos laterales, y coronado el todo con un típico alero
de teja del país. La antiígua iglesia, de menor área superficial que la actual,
tenía su espadaña encima de Ja puerta princiipail, a la derecha entrando
para la portería, que al ser reedificada y ampliada se pasó la torre
que substituyó al antiguo campanario, donde hoy día se alza, esto es,
encima de la puerta principal del Instituto de Enseñanza Media, portería
conventual antes.
En lo que hoy forma el claustro bajo de dicho centro de enseñanza secundaria
había, en tiempo de los frailes agustinos, las siguientes capillas:
Santo Cristo de Burgos, Nuestra Señora de Gracia, Santa Bánbara y
Nuestra Señora del Tránsito (Virgen Difunta), que^ respectivamente correspondían
a la hoy sala de profesores, las dos cátedras contiguas, la
de Gimnasia y el laboratorio de Química. El De Profundií», convertido
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Loe religiosos segrviid'íM'es de la regla que lleva el nombre del santo
Obispo de Hiiponia, que por los que resipecta a los de la ciudad lagunera, le
tmvierron en mucha estima, correspondiendo a la suya devotamente admirativa,
a partir del óbito de Peña introdfujeron la costumbre, en determinados
días del año, ide decirle algunos responsos en obsequio a su ánima.
Permanecieron sus cenizais en el citado lugar más de un centenario, aun
después de la exclavistración, en el que las plantas de los frailes fueron
substituidas por las seglares de profesores y jóvenes alumnos, cuyas algarabías
interrumpían, si calbe, »u eterno reposo, hasta que en 1896 fueron
exhumados los restas de tan ilustre patricio, trasladados solemnemente
a la inmediata iglesia de San Agustín y depositados en la pared, nave
de la Epístola.
La siguiente inscripción recuerda a las generaciones supervivientes
este episodio conmemorativo: "Lie. D. ü. Jounni.s I\'úñi'z dr- la Peña—
Mortalis cxuviée hoc tcgimlur marinare.—Canariensium insularum—
Pristinas historia; fontcs, fidc ctilholica Duc—lii/tfifcsso labore pers-crutaniem
in Ivccm eücntt'm—Filiorum non inmemor ptxr.larorunh—
Ex humiliori.—Huc cxtulit patria anno DMl. MDC'CCXCVI,—Natus in
huc civitate lagunensi pridie Kn,L Jun. MDCXLI.—In eadem occuhtiit
MDCCXXI ineunU: R. I. P. (7).
más tarde en comedor del Colegio de internos, y el Refectorio, hoy salón
de actos académicos, en unión de las capillas citadas, oonstituíaní lo más
«ailiente de la planta baja. En la planta alta, donde hoy está la Biblioteca
provincial, había dos celdas espaciosas y encima de las misimas el granero.
Haibía dos cómodas celdas, que oorreapondían a los dos balcones
con celosías que todavía dan al frontis del Instituto, una del P. Provincial
agustino, habitación que ocupó provisionalmente el obispo titular de
Dan-Zara, D. Vicente Román Linaires, premonstratense, cuando vino a
establecer la catedral de Tenerife, y Ja otra, el P. Prior del convento. El
corredor paralelo a estas celdas principales constaba de otras cinco ordinarias,
de las que se hicieron luego en modernas obras de adaptación las
tres «aJas o halbitacioneis hoy existentes.
La capilla del Santo Cristo de Burgos fué después de la exclaustración
trasiladada a la iglesia, hoy perteneciente a los P. P. Paúles, y la de
la Virgen Difunta, a la del conivento de monjas catalinias.
La santa efigie del Cristo de Burgos salía antes de su convento, en
procesión muy devota, en el domingo de Pasión; y hacía estación en ambas
parroquia». Era acompañada de varias Hermandades religiosas. Hace
nnichos años que se ha interrurnipido esta piadosa costumbre.
La imagen de la Virgen de Nuestra Señora de la Peña de Francia,
que estalba en la capilla mayor de la Iglesia conventual, es hoy propiedad
de p . Cayetano Gómez Felipe, propietario y fundador deil Museo arqueológico
en Los Llanos (La Palma).
(7) La traducción en castellano de la citada inscripción, en lo que
297
Con el anterior epitafio, ipregón de su incansable labor para sacar y
dar a luz mediante la letra imipresa—in Ivceni edenteni—las primeras
fuentes de la Historia de las islas Canariais, bajo el guión de la fe católica,
y el sitio más destacado para depositar sus restos, menos expuesto»
por tanto a desaiparecer como el de otras tantas cenizas iluistres víctimas
de incurias y olvidos, la ciudad nativa ha cancelado en parte su deuda de
gratitud con el historiador, que fué resumen de una época y de un país—
filiorum. non imrwnnor pfieclarorum—^honra bien merecida por su laboriosidad—
indefcsso labore perscrutantrm—, sincero patriotismo y religiosidad^—
fidc catholira Ihicc—, exaltación—rxlulit patria—que pa-ra
los amantes de la historia y de sus cultivadores siempre tendrá el encendido
ritualismo de un epicedio sin ritmo ni sujeción a métrica, porque los
hombres que un día se elevaron sobre sus contemporáneos, como Núñez
de la Peña, deben tener un mármol—Iwc tuQuntur marmore—que les
recuerde perennemente. Y para honor del pueblo lagunero, éste ha sentido
para su clásico historiador la apoteosis de una piedad ejemplarmente
conmemorativa, al dedicarle la anterior sencilla lápida. No ha querido
incurrir en la fea nota de pueblo ingrato, de esos que nunca aciertan a
encontrar momentos oportunos de honrar a sus hombres representativos,
a sus hijos preclaros, aunque es verdad que con tales omisioneis darían
clara muestía desdichada y palpitante ejemplo de que no saben merecerlos.
Por lo que a nosotros atañe, modestos cultivadores de la historia del
amado terruño canario en general, quisiéramos que esta biografía fuera
como una humilde violeta, o una sencilla siemipreviva, que deshojar a los
pies de su yacija en homenaje a la memoria de nuestro ilustre Cronista.
amablemente nos asesoró el doctoral de Tenerife, Sr. González Marrero
del Castillo, es la siguiente:
Aquí se ocultan bajo este mármol los restos mortales del Licdo. D. Juan
Núñez de la Peña. La patria, no olvidándose de sus preclaros hijos, los
sacó de un sitio humilde en el año del Señor de 1896 y los colocó aquí, al
que fué investigador que con incansable labor dio a luz y editó las primeras
fuentes de la Historia de ilas islafi Canarias, bajo la guía de ila fe católica.
Nació en esta ciudad de La Laguna a fines de mayo de 1641 y murió
en el mismo sitio a principios de 1721. R. L P.
:\
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS MÁS SALIENTES QUE SE
HAN TENIDO EN CUENTA PARA TOMAR DATOS
CONSIGNADOS EN ESTE ESTUDIO BIOGRÁFICO
Archivos:
Histórico nacional: Documentación de la Inquisición de Canaria.—Madrid.
Cabildo-catedral: Libro de actas capitulares.—Las Palmas.
Parroquiales d« Santo Domingo y Concepción: Libros sacramentales y
de defunción.—La Laguna.
Obisipad'O de Tenerife: Archivo.
Cabildo secular de Tenerife, municipal lagunero: Libros de acuerdos y
colección de Reales cédulas.—La Laguna.
Museo Canario: Diversos manuscritos.—Las Palmas.
Real Elconámica de Amigos del País de Tenerife: Manuscritois.—La Laguna.
Autores:
ANGHIETA Y AIJARCÓN (,IOSÉ ANTONIO DE).—Diario.—Bibl. provl.—La
Laguna.
LA fUMARA Y MuROA (CRISTÓBAL n^).—Sinodales dii Obispado de
Canarias.
¡DÁvir.A Y CiÁiinENAS (PEDRO).—ídem del id. de id.
LA GIERRA Y AYALA (FERNANDO ESTEBAN DE).—Diario, mss.
LEÓN Y (U'AHDIA (FRANCISCO MARÍA').—Apvnle.s históricos pnrn la
contimtarióv de la Historia de Canarias.—Bibl. mpal, de Santa
Cruz de Tenerife.
MENÉNDKZ Y PPII.AYO (iMAní;Kr>iN0).—Historia de los Heteredoxos.
MILLARES TORRES (ACUSTÍN).—Anales de Canarias, miss.
PEREIRA PACTTECO Y RI'IZ (ANTONIO).—Historia dr Teguestc, mss.
SALBERO (R. DE).—Manuel d" Grapkoloqir usuHle, además de otros
autores sobre la materia, también consultados.