De la Facultad
UN VIAJE DE FIN DE CARRERA
La primera vez que en nuestra Facultad hablamos de nuestro
viaje de fin d(! carrera, muchos de nuestros compaiieros nos miraron
como el triste Sanciio a su amo, que iba a lanzarse contra los
molinos de viento. Pero, esta vez Fristón fué generoso, y el encanto
duró mucho tiempo.
Fuimos pocos los quijotescos alumnos de la empresa: siete, más
una profesora. Los demás se limitaron a vernos partir, un caluroso
5 de julio.
Tras una travesía que crecía en razón directa a nuestros anhelos
de puerto, llegamos a Cádiz el quinto día. La mañana y el calor
eran espléndidos.
¿Qué nos pareció la noble Tacita de Plata? Durante el viaje marinero,
algunos, que jamás la habían visto, llegaron a imaginársela
como una gran gamba con cerveza. Alquien se creyó Colón al pisar
tierra, la joven de Cossío se abstuvo de opinar. (Pensaba en la nave
que nos conduciría a Sevilla, donde estuvo a punto de hacer testamento.)
Nuestro paseo por Cádiz quedó reducido a una visita a la catedral,
las Cortes de 1812, y un sabor armónico de calles estrechas,
por donde navegaba el perfume de los mariscos frescos.
Agradecimos la lentitud de la nave a lo largo del río. El paisaje
se iba renovando sin prisa. ¡Qué bien se interpretan los versos de
García Lorca, desde el corazón del río! Lo único difícil de averiguar,
para nuestro compañero, fué aquel verso que dice: El río Guadalquivir
tiene las barbas granates...
Aparte de los taxistas y maleteros, que nos confundieron con
habitantes de Jauja, Sevilla nos pareció ideal.
El sabor de la calle de San Vicente, con sus organillos y sus tertulias
nocturnas, arrullaron nuestros sueños, después de unos días
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ríe jornada intensiva, en busca de la torre de don Fadrique, museos
arqueológicos y de pintura, Alcázar, Plaza de Toros. Macarena, ascensos
a la Giralda y recorridos por diversos templos y heladerías
para aminorar los 56 grados de la temperatura sevillana.
Los barrios de Santa Cruz y Triaiía nos saludaron espléndidamente.
Fil primero con sus calles evocadoras de escenas lopescas, sus
joviales patios de ascendencia oriental, tradicionales moradas de
artistas, desde Murillo a los Alvarez Quintero. En la iglesia de los
Venerables Sacerdotes admiramos el arte de Valdés Leal y de Alonso
Cano, y en el ambiente que nos circundaba, una huella patente
del espíritu agareno.
Desde Triana al parque de María Luisa, toda Sevilla vibraba como
una gran pandereta, a nuestros pasos. Recordábamos que en
1248 la conquistó un rey Santo, y que aquel palacio solemne, el
mayor de la ciudad, fue la primera fábrica de tabacos que hubo en
Europa. Al pasear por las callrs de Sevilla la historia va necesariamente
con nosotros. VA ¡irte fluye en todos los estilos saliéndonos al
encuentro, desde el románico al subrealista. En todos ellos la nota
viva es el color, tono rojizo predominantemente.
El día anterior a nuestra partida, descendiendo del archivo de
Indias, nos fuimos a Itálica. Creoque ninguna de nosotras podría
decir exactamente cuál fué la reacción ante aquel venerable fragmento
de una grandeza, cegada por el polvo de los años. Sólo nuestro
compañero, olvidado de la filosofía, tuvo peregrinas ideas en
cuanto al antiguo esplendor de Roma.
Jugando al escondite con nuestros ojos, olivares, diopos y sol
abrasador, nos dirigimos a Granada. El Arahal, Antequera, Archi-dona,
Loja, Santa Fe, Oanada. Fué primero la conquista del horizonte,
luego, en la lejanía, el noble saludo del Mulhacén, a continuación
la vega, desnuda y limpia. Chopos junto al río y cipreses.
Metamorfosis de ideas. El ciprés, que hasta entonces nos parecía
árbol triste, agorero, de pronto se convierte en adorno poético.
Plaza Nueva, nuestra pensión en la calle de Zorrilla, una visita
al convento de Santo Domingo, donde se venera la sagrada imagen
de Nuestra Señora que asistió a la batalla de Lepanto, San Jerónimo
y San Juan de Dios, Las Angustias, la catedral con la capilla de los
Reyes, la Cartuja, valiosísimo monumento del arte español, nos deslumhraron
con sus bellezas. Ascendimos a la Alhambra por la calle
de los Gómeles y después de soñar unas horas con un mundo hecho
sólo con voc -8 del espíritu, recorrimos calles y plazas desde Puerta
Elvira a Albaicín, pasando desde Trinidad a Sacro Monte.
El aspecto general de Granada es menos elegante que el de Sevilla.
Es más reducida la ciudad, más pálida, pero más sabrosa. Lo
que en Sevilla es claridad en Granada es ensueño. En los carmenes
y ríos, aun sedientos, palpita un embrujo que tiene alma de leyen-
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da, de pincelada artística, de gusto gitano tal vez. ¡Con razón lloró
Boadil al perder para siempre la Alhambra!
Y, contrastando la quietud serena del Generalife, la impaciencia
del tren que nos condujo a Madrid.
Nuestra primera visita en la capital de España fué para el Consejo
Superior de Investigaciones Científicas, donde nuestro Rector
Magnífico nos esperaba. En su compafiía admiramos los museos de
Lázaro Galdiano y del Prado, e infructuosamente, algún ministerio.
Otra vez el desfilar por calles, ahora populosas y amplias, en busca
de monumentos artísticos, templos y museos. Pero es demasiada
pretensión ver a Madrid en una semana de vacaciones. Así alternamos
el gusto de los típicos barrios castizos de Lavapiés o La Paloma,
con las verbenas de Chamberí, simpáticas y alegres.
Y aunque Madrid sea Madrid, digámoslo de paso, todavía quedan
personas, en esta ciudad cosmopolita, que miran con asombro
a unas muchachas divertidas que se les ocurra regresar a casa con
un gorrito de papel.
En Madrid nos distribuímos un poco los preparativos de continuidad
del viaje. Algunas pasaron lindas horas en la «cola» de la
R. E. N. F. E., otras acudían a la entrevista con el Jefe Nacional
del S. E. U., mientras nuestro joven acompañante y compañero,
habiendo tenido la desgracia de enfermar, meditaba largos discursos
dignos hermanos de aquel de «las Armas y las Letras» de don
Alonso de Quijano el Bueno con los cuales nos recibía de regreso
a la pensión de la calle Hortaleza.
Bien pronto se redujeron los días madrileños, entre el Museo
Romántico, la Biblioteca Nacional, la Ciudad Universitaria, la Armería
Real, el Museo Naval y San Francisco el Grande. Tres excursiones,
desde Madrid hacia fuera, para beber mayores bellezas: El
Escorial, El Paular, sobre la Sierra, y Toledo, llena de encanto y
maravilla.
Toledo, como Granada, se escapa a toda ponderación. Cada recodo
toledano encierra un siglo de historia. Estas sabrosas callejuelas,
sin ruidos de autobuses ni tranvías, estrechas y laberínticas,
nos hablan de visigodos, moros, judíos y caballeros hidalgos: de
un país de sol y un misterio exótico, pródigo en arte.
Lo primero que nos sale al encuentro al penetrar en la cuna de
Garcilaso es el puente de Alcántara, San Servando, y la gloriosa
mole-ruinas del Alcázar. Partimos del Zocodover en todas direcciones;
estamos ante las puertas de Cambrón, del Sol y de Visagra, renacentista
y modernas. Las casas de Toledo tienen una fuerte |)er-sonalidad.
Sus pocas ventanas en la fachada les dan esencia de intimidad.
Recuerdan un tanto las de Córdoba, Sevilla o Salamanca.
No sabemos si dentro hay un convento, un harén, una cárcel o una
fortaleza.
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Alcázar de S(^villa
H Í M E R O U C Í p
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S(;villíi. El Alíiázíir
Jardines de la Alhaiiibra
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Es gótico el estilo que impera en la ciudad. La Catedral, con
sus magníficos tesoros, su famosa sala capitular, el coro renacentista,
el trascoro y el transparente, mágico prodigio del arte, donde
no sabemos si el estilo se ha convertida en pirotécnica o es que
el sueño ha plasmado en I« piedra.
Seguimos adentrándonos en la capital visigótica. Vamos a la
casa de El Greco, después do pasar por Santo Tomé, para contemplar
el Entierro del Conde de Orgaz. En esta vieja casa, que antaño
perteneció a Samuel Eeví, encontramos palpitante el alma de El
Greco. Cierta afinidad hay entre la ciudad y las obras teotocopu-lienses.
El estilo gótico parece hablar por las dos.
Y tras la casa de El Greco, San .luau de los lleves, el (Visto de
la Vega en Santa Leocadia, el hospital de la Santa Cruz, las sinagogas
del Tránsito y Santa María la Hlaiica. lí'inalinente una lección
de la gesta heroica en el Alcázar, y, por la orilla del Tajo, el
retorno a Madrid, con cien impresiones ardientes de cohetes líricos.
Zaragoza fué el mesón menos comj)lejo de nuestro viaje. Toda
su majestad noble se nos mostró abierta con franqueza. Monumentos
y recuerdos históricos se confundían ant(>, mu>slros ojos. Seguimos
las huellas de los bcroicos sitios de la In(le|)cnd('ncia. casi con
emoción, aunque no faltaron infantiles aragoneses que nos confundieran
con franceses enemigos.
Nuestro hospedaje estaba nuiy cerca del I'ilar y de la nmralla
romana recién descubierta. Asistimos en La Lonja a una representación
folklórica, que nos enseñó con mayor j)ureza el alma de
Aragón (tan distinta a aquel barco, del mismo nond)re, en que
arribamos a la Península), y en la iglesia de los Santos Mártires, la
Seo, San Pablo y la sublime Pilarica nos reconciliamos con Ilios.
Zaragoza atrajo nuestra simpatía con su dulce nobleza (a excepción
de Tos camareros de restaurante, que confundieron las tortillas
con el dorado oro).
Llegamos a Barcelona una mañana andaluza. La ciudad condal
tuvo para nosotros más amabilidad que los revii?ores del tren. Gustamos
en ella, después de veinte días de sed, las deliciosas caricias
del mar.
Aunque Barcelona era el lin de la excursión, nos faltó tiempo
para penetrar en su espíritu. Fueron rápidas nuestras visitas por
museos y monumentos, pues la inquietud de la vuelta ya estaba en
nosotros, que veíamos disminuir rápidamente el pr('SM|nieslo antes
de tener los billetes de la vuelta.
De nuevo deslumhró nuestros ojos la presencia de una catedral
gótica, de un claustro elocuente, de una sagrada reliquia. Otra vez
el desfile de cuadros antiguos y modernos, barrios de honda tradición
y superior categoría, en cuanto a su arle, a los anteriormente
vistos; cómo es el barrio gótico barcelonés; concentración de re-
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cuerdos como el Pueblo Español; alarde de genialidad humana como
las obras de la Sagrada Familia.
Nada man sugestivo para completar un paseo por Barcelona,
que el ascenso al Tibidabo y Montserrat. Estas dos panorámicas
catalanas brindan con un derroche de belleza natural. Verdaderamente,
en ambas nos sentimos muy cerca del cielo. La belleza de
Montserrat, en primer lugar, nos hace, de pronto sentirnos diminutos.
No hace falta ser poetas para sentir deseos de quedarnos en
la altura, junto a la Moreneta.
Una mañana para Montjuich es sólo destapar un frasco de perfumes
y volver a taparlo repentinamente. Pero el tiempo seguía su
marcha prodigiosa sin contar con nosotros. Habíamos hecho unas
jornadas semejantes a las de César en las Galias, y no teníamos de
qué quejarnos.
Y, en Barcelona, podríamos decir que se concluyó nuestro viaje
universitario. Pero, como en todas las reglas suele haber una excepción,
aquí también la hubo, y, separadas del resto del grupo,
que ya en Madrid había sufrido una baja, dos alumnas incansables
contmuamos todavía por Valencia, Alicante, Melilla, Ceuta y
Tetuán.
Fué quizá esta parte del viaje la más libre de complicaciones.
La joven de Cossío se hizo hija adoptiva del Mediterráneo, pudien-do
a nuestro gusto contemplar el mar verde-azul a la orilla de Valencia,
o la espesa niebla de la ruta del Estrecho.
Dos días apacibles permanecimos en la ciudad del Turia. El final
de las Ferias Valencianas nos brindó con la exquisitez de su
batalla de flores y sus clásicas verbenas, ardiendo en pirotécnica.
Tuve ocasión de ir a Saguato, y no la desprecié. La vega valenciana
con sus típicas barracas fué, quizá, la nota que más nos deleitó.
Ascendimos al Miguelete y volvimos a soñar bajo las cúpulas délas
catedrales y los arcos ojivos de otra Lonja y otras torres sedientas
de cielo.
Cuando horas rnás tarde regresamos al barco, todavía siguió con
nosotros el azul y la dulzura de Valencia, la imagen de un delicioso
cuadro de Benlliure, y mi inquietud al verme encerrada, durante
una hora, en las torres de Serrano.
Aunque la bahía de Alicante nos parecía hermosa, en la ciudad
encontramos pocos puntos de atracción. Nada de museos, recuerdos
históricos o catedrales. Se nos ocurrió ir a Altea, pueblecito
gracioso, cerca de la costa, y de allí al peñón de Ifach.
En Melilla todo siguió a nuestro capricho. El mundo agareno y
cristiano se daban la mano en calles y plazas. Entramos en la mezquita,
descalzas como los hijos de Mahoma. Visitamos la Escuela de
Arte y los barrios de las típicas morerías, donde cada callejuela,
retorcida y blanca, recordaba una ascendencia bíblica.
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También Ceuta estaba de ferias a nuestra llegada; esto hizo que,
después de un largo paseo por la población, nos desplazííscmos a
Tetuan, donde el mundo musulmán se nos ofreció sin careta, palpitante
y delicioso a nuestros deseos.
Sería digno de largas páginas este paseo nuestro por Tetuán,
donde, casi sin darnos cuenta, nos introdujimos en el propio palacio
del Jalifa y en los intrincados laberintos de sus mercados. Pero
bástenos decir sobre ello que sentimos verdadero desconsuelo al
abandonarla, y que el resto de nuestra ruta, otra vez por el camino
de Cádiz, en el que permanecimos dos días más, el colorido intenso
de Tetuán y su sabor a Las mil y una noches continuó vivo y caliente
como un rayo de sol.
Violeta Alicia KODRÍ(!UEZ