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EL CONSULADO GENOVÉS EN LAS
ISLAS CANARIAS
Alessandro Pellegrini
Mario Vargas Llosa, hablando del gran poeta mejicano Octavio Paz (El País, 10 de
mayo de 1998, p. 14) sostiene que amar intensamente a un País, a su propio País natal
-en este caso se trata de Méjico- significa amar intensamente a su paisaje, su historia,
su arte, sus problemas, su gente.
La afirmación vale para los que escriben de historia que a través de sus páginas trans-miten
un amor grande para la cultura del proprio País, y a menudo para aquella de los
Países de los cuales se ocupan, aun si no se trata de su propio País natal.
Yo creo que el sentimiento expresado por Vargas Llosa para Octavio Paz pueda valer,
ya sea en parte, también para quien se ocupó de escribir algunas páginas de historia que
atañen a Génova y el Archipiélago canario.
Me he dado cuenta que estos sentimientos de amor para una gran ciudad italiana, Génova,
que aún en todo el siglo XVIII, ya sea en un cuadro polìtico económico que se acostumbra
definir de “decadencia”, manifestó una presencia mercantil en todos los puertos de Europa
y del mundo y al mismo tiempo para España que vivìa una análoga “decadencia” pero a
nivel de gran potencia mundial, y para las islas Canarias, partes integrantes de las vicisitu-des
españolas, eran vivos y presentes en los Cónsules genoveses en las Canarias.
Y me han parecido reveladoras las palabras de Vargas Llosa. Los Cónsules genoveses
han tenido interés en la historia, pero también en el arte, el paisaje, ya sea bajo la
dimensión económica, los problemas, la gente sobra los dos lados del occidente europeo,
el italiano y el atlàntico español.
Tema de este mi trabajo es la presencia de un Consulado de la Serenísima República de
Génova en las islas Canarias, a Santa Cruz de Tenerife durante todo el siglo XVIII, desde
1710 hasta 1806.
La indagación histórica se ha desarrollado principalmente en el Archivo de Estado de
Génova, donde se conservan los documentos originales, pocos en realidad, de los
Cónsules genoveses en las Canarias.
Algun documento más, concerniente a el fin del Consulado absorbido por la represen-tación
comercial francesa, se encuentra en los Archivos de Francia.
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He recogido también informes en la producción historiográfica de las islas Canarias,
tan rica y llena de sugestiones euro-atlánticas, que son testigos de una peculiaridad
histórica.
En 1805 la República Lígure, convertida en el intermedio en Democrática, había
decidido su anexión al Imperio de Francia. Decretada por propia voluntad, su fin como
entidad estatal autónoma, aun sus representaciones consulares en el extranjero no tenían
más razón de ser.
Así se explica el cierre del Consulado genovés y la tutela de los intereses comerciales
genoveses, debilitados a causa del bloqueo de las costas lígures durante la época
napoleónica, por parte de la Potencia dominante.
Al final de la época napoleónica, la República de Génova no encontró más su propia
independencia. Fue anexionada al Reino de Piamonte y Cerdeña que cuidó como propios
los intereses genoveses en el mar. Vino después el Reino de Italia unida en 1860… que
tuvo en las islas Canarias su propio Consulado.
Por lo tanto el actual Consulado italiano en Santa Cruz de Tenerife y aquello de
Las Palmas de Gran Canaria se pueden considerar continuación en vía directa de intereses
italianos, en particular genoveses, que remontan al siglo XVIII.
Acaso otros estados italianos tenían su propio Consulado en Canarias: es materia que
no he indagado a fondo y sobre la cual no me expreso.
Puede ser que los Estados que tenían una importante flota, pienso a Toscana. Estado de
la Iglesia, tal vez la República de Ragusa en la costa de Dalmacia, tuviesen representacio-nes
consulares en esas islas, en ese entonces punto de pasaje para los buques de vela que se
dirigían a las tierras del Nuevo Mundo. Con certeza no había representación de la
República de Venecia.
Valdría la pena llevar adelante una pesquisa paralela justo en estas islas y por supuesto
en los archivos italianos.
La materia de la cual me he ocupado y que ha sido objeto de estudio particular
transferido en un libro, es la relativa al “Consulado genovés en las Canarias (1710-1805)”.
Este es el título también de un tomo impreso en octubre de 1997. Es, se puede decir con
franqueza, la continuación de otro estudio que he tenido ya el honor de presentar a la
precedente edición de los “Coloquios” en la casa de Colón y que versaba a cerca del
personaje Nicoloso da Recco, el primer navegador italiano y europeo llegado a estas islas
del cual existe una mención histórica en un pequeño tratado geográfico extendido en latín
por el gran Giovanni Bocaccio y muy conocido a la historiografía que se ocupa de los
grandes viajes de descubrimiento pre-colombinos.
Por el hecho de vivir yo en Recco, gracioso pueblo a 20 Km. de Génova, me pareció
lógico ocuparme de un personaje de quien había poca memoria histórica.
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He logrado delinear los fundamentos de su vida, de sus intereses, de su familia, de sus
vínculos con el mundo marítimo genovés, gracias a documentos nunca antes explorados.
Y descubrí que en la descendencia de Nicoloso que lleva el apellido de la localidad donde
su familia tuvo origen (“da Recco” significa originario de Recco) existió otro personaje
“da Recco”, de la misma familia, noble come Nicoloso y que fue el tercer Cónsul genovés
en las Canarias, entre 1761 y 1791.
El vínculo entre dos “da Recco” del mismo origen familiar me estimuló a indagar las
vicisitudes del Consulado genovés en las Canarias.
En este caso también los documentos del Archivio de Estado de Génova me fueron de
gran utilidad.
Hay una obra de Vito Vitali que en los años 30 de nuestro siglo catalogó todos los
Cónsules desde la época de Colón hasta el final de la República aristocrática, en 1797. En
ella se reportan los nombres de tres Cónsules en Canarias: Biagio Domenico Mongeotti,
Giuseppe Benedetto Recco, y un tal Luigi Nicoló Levaggi o Lavaggi.
Me causó gran maravilla toparme con el carteo inédito de quien se reveló haber sido el
primer Cónsul genovés, Giovanni Nicoló Mongeotti, personaje hasta ahora desconocido
en la historia genovesa, padre del Cónsul que lleva el mismo apellido.
Antes de tratar la materia del Consulado merece ilustrar sumariamente las vicisitudes
esenciales de la Historia de Génova y de España en el curso del siglo XVIII. Los
paralelismos son continuos.
Génova había bajado ya a la condición de potencia italiana secundaria, como España
se estaba volviendo tal, en el ámbito mundial, superada por Inglaterra y Francia (a lo
menos en el empuje) aun si tenía todavía el dominio sobre el mayor imperio colonial del
Mundo.
Génova y España en el curso de todo el siglo XVIII eran percutidas por la misma
obsesión: tratar de no perder lo ganado, Génova en riqueza, España en riqueza y
territorios, en el curso de los siglos precedentes.
Se explica así la búsqueda, no siempre lograda, de encerrarse en un espléndido
aislamiento y de buscar la neutralidad a toda costa, sea en el cuadrante italiano sea en el
mundial.
La atormentada política económica de los dos Estados, el ansia de renovación:
sustentada por grupos menores iluminados, la cercanía de Estados más fuertes también
militarmente; revelan desconcertantes paralelos.
Sin embargo, en una época que la historiografía más acreditada define de
“decadencia”, no faltaron episodios de grandeza sea en Génova que en España. Génova
buscó una vez más en el mar las fortunas que la exigua faja de costa ligur por ella contro-lada
no permitía encontrar en casa.
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La presencia de flotas, tráficos, mercantes genoveses en cada puerto de Europa, y tam-bién
en los nuevos Estados Unidos de América, en Bombay, en Madras en la India, en
Canton en China, en Ciudad del Cabo demuestran la amplitud de una malla comercial en
un siglo que obstinadamente se sigue definiendo “decadente”.
Por cierto la política interior y exterior genovesas no contribuían mucho a corregir esta
imagen. A menudo en las mesas de las Grandes Potencias, hablando del Estado de Génova,
lo definían “inútil”. Pero inútil ¿para quien? Inútil para qué juego, qué trama, qué deseos?
Ciertamente no inútil para sus súbditos.
Respecto a la historia española no quiero hablar en un junta de estudiosos que la poseen
como propia.
Quién quiera hacer comparaciones con la historia genovesa encuentra en mis páginas
algunos útiles elementos de confrontación y tal vez pueda llegar a conclusiones análogas.
Mi busqueda tocó también, en rápida sintesis, la evolución de la historia del Archipié-lago,
desde su conquista, contemporánea a los viajes de Colón, por parte de España, hasta
todo el siglo XVIII. En esta parte me resultaron muy útiles los estudios amplios y de gran
interés florecidos en las Canarias gracias también al impulso de la Casa de Colón y de sus
“Coloquios”. A los hombres de estudios locales reconozco el gran mérito de una labor
refinada en la pesquisa de cada aspecto de la historia de estas islas maravillosas.
A ellos debo también los trabajos, que he citado ampliamente, sobre la presencia de la
colonia genovesa, ya desde la época de la conquista.
Una colonia importante y activa la genovesa en Canarias que conservó por siglos los
vínculos con la Patria de origen aun cuando los descendientes se naturalizaron españoles,
se hicieron ciudadanos de estas islas y dieron vida a familias españolas con apellidos
claramente ligures, aun si adaptados a la grafía española con apellidos claramente ligures,
aun si adaptados a la grafía y a la pronunciación española.
Los señales de la presencia genovesa se debilitan en el curso del siglo XVIII. La causa
es probablemente aquella señalada. Es muy fácil para un italiano asimilarse al mundo
español. Dará testimonio de eso, un siglo más tarde, el gran movimiento migratorio hacia
los Paises de América Latina donde viven hoy día millones de descendientes de italianos
perfectamente asimilados en las patrias argentina, chilena, peruana, venezolana o colom-biana,
solamente para citar los países hacia los cuales la emigración del siglo XIX ha sido
más fuerte y maciza. Sin embargo en el siglo XVIII eran todavía fuertes los vìnculos
humanos y comerciales entre Génova y las Canarias. Tan fuertes que legitimaron el surgir
y el mantener un Consulado durante todo el siglo.
El primer Cónsul genovés, residente antes en La Laguna y luego en Santa Cruz de
Tenerife, fue Giovanni Domenico Mongeotti de quien fue hallado el más importante car-teo
entre las Canarias del siglo XVIII y Génova.
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Se trata de once cartas-informes, entre ellas dos dobles, escritas entre 1720 y 1722.
Ellas proveen al Gobierno genovés un cuadro de la situación general del Archipiélago en
aquellos años y permiten reconstruir “al vivo” tareas y deberes de un Cónsul genovés. En
efecto el 4 de noviembre de 1714 el Cónsul Mongeotti escribía a Génova para pedir la
renovación del encargo consular. Había recien terminado la larga guerra que llevó a los
Borbones al trono de España y el nuevo Rey Felipe V a instalarse establemente en Madrid
después de la paz de Utrecht (1713). Felipe V a través de sus representates pidió a todos
los Cónsules extranjeros renovar las Cartas Credenciales.
El Gobierno Genovés proveyó nuevas Cartas Patentes al propio Cónsul el día 2 de abril
de 1715, que había recibido el primer encargo el día 3 de Abril de 1710, como escribió el
mismo Mongeotti.
En las Patentes se señala con exactitud la misión del Cónsul genovés.
El debía ayudar, proteger y defender los intereses y “hacer todo lo necesario” en favor
del los súbditos, mercantes, y “otros” de la nación genovesa que radican y frecuentan las
Islas Canarias y de manera particular “los patrones de navío que suelen navegar en esas
zonas”.
Con pocas y rápidas palabras se entienden muchas cosas.
A comienzos del siglo XVIII había una colonia de residentes que eran súbditos genoveses,
instalados en todo el Archipiélago. Algunos, quizá la mayoría, eran comerciantes. Pero,
como revela el epistolario del Cónsul Mongeotti, había también médicos… y había co-mandantes
y patrones de los buques que frecuentaban el Archipiélago, con rumbos a veces
de paso a más largos itinerarios transatlánticos, a veces dirigidos a puertos españoles,
mediterráneos, y a la misma Génova.
La presencia del Cónsul genovés servía al amparo de estos súbditos genoveses, resi-dentes
o de paso y para ayudarlos en sus relaciones con personas y autoridades locales.
Que Mongeotti haya respondido fielmente a su propio encargo se nota en las cartas escri-tas
por él a Génova. En ellas se muestra el interés en resolver problemas de orden práctico
de navegantes y comerciantes genoveses implicando también a personajes, como el noble
Lercari (carta del 3 de febrero de 1722) quien había asumido una posición de primer plano
en el mundo judicial isleño y cuyos tres hijos regresaron más tarde a Génova, después que
el padre había sido inscrito en el Libro de Oro, el registro de la nobleza genovesa. De todo
esto da fe la correspondencia del primer Cónsul. Pero quién era este hombre? De que
medio social sacaban origen los Cónsules genoveses? Con toda probabilidad el primer
Cónsul era un genovés nacido en Tenerife, miembro de un “clan” de algún realce. No hay
que excluir que haya sido indicado al Gobierno genovés como Cónsul justo por la colonia
genovesa de la isla, considerándolo el más apto a ese encargo de responsabilidad. En los
documentos del Archivio de Estado de Génova, se hallan en efecto designaciones “desde
lo bajo” por obra de las comunidades interesadas en tener un Cónsul, integradas a menudo
con firmas de comandantes de buques o patrones marítimos quienes frecuentado este o
aquel puerto, entraban en contacto-aún comercial-con personajes eminentes de la colonia
genovesa. No hemos encontrado en el caso de Giovanni Mongeotti una petición tal, pero
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la falta de un documento no puede excluir una hipótesis confirmada en otras situaciones y
en otros puertos donde existían fuertes colectividades genovesas.
Podemos concluir, con buena aproximación, que Mongeotti fue expresión de esa bur-guesía
comercial genovesa desde tiempo instalada en el Archipiélago Canario y que, por
razones de prestigio personal, era personaje eminente de la colonia de la Serenísima Re-pública
de Génova.
Su carteo demuestra que fue hombre culto, empapado de fermentos de curiosidad y
dudas que hicieron de él un perfecto hombre del Siglo de las Luces. Se trata de un restrin-gido
número de cartas dirigidas al Gobierno genovés que constituían una preciosa fuente
de información acerca de los acontecimientos en el Archipiélago en el curso de los años
1720-1722 por parte de un observador atento y escrupoloso. Lo afirman claramente las
anotaciones al margen de todas las cartas que expresaban el agrado del Gobierno genovés
y sobre todo las palabras “… y que siga …” señal certera que todo lo que pasaba en las
Canarias, implicara o no personas y hechos genoveses, interesaba de toda manera a la
suprema autoridad de Génova.
Desdichadamente faltan, en el carteo, las contestaciones, las instrucciones destinadas
de Génova al Cónsul Mongeotti. Tal vez un examen más atento de los carteos de la Junta
de Marina, entonces “Ministerio” competente en seguir a los Cónsules, podría revelar
páginas interesantes sobre este argumento.
Las cartas de Giovanni Nicoló Mongeotti constituyen, hasta hoy, el más importante
origen de informaciones existentes en Génova para todo el siglo XVIII sobre las islas
Canarias. Por eso merecieron un atento examen y una citación esmerada. De su contenido
se comprende el tenor de la masa de informaciones que servían al Gobierno de Génova
para comprender la situaciòn de un Archipiélago en el centro del Océano, y se comprende
también la importancia de la presencia de un Cónsul en un territorio habitado y frecuenta-do
por súbditos de la República de San Jorge.
Una carta del día 7 de julio de 1720 cuenta con abundancia de particulares, aún macabros,
la revuelta del “populacho” contra el Intendente general de las islas, culpable de querer
usurparse una jurisdicción que no tenía, poniendo en berlina “una mujer de mala vida con
su esclavo”
Estalló en Tenerife una revuelta popular a la cual siguió “una represión feroz” aunque
atrasada.
Siguen otras informaciones sobre el buen estado de salud de las islas no alcanzadas por
ninguna enfermedad contagiosa, gracias al control de las autoridades locales a los buques
provenientes de puertos franceses el de Levante (Mediterráneo) donde es lícito imaginar
la existencia de enfermedades contagiosas.
El control ejercitado por España era muy atento, si un buque inglés que había permuta-do
mercancía con uno francés proveniente de Alejandreta, fue obligado a larga cuarentena
y si al pedido del certificado de sanidad de los puertos de procedencia las autoridades
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locales añadieron también aquel de la lista completa de las tripulaciones.
La situación metereológica del Archipiélago llamó la atención del Cónsul genovés. Un
verano sin lluvia había comprometido la cosecha y ponía en peligro también la suerte del
ganado. Este hecho había estimulado, desde hacia dos meses, a hacer novenas y plegarias
públicas en todad las iglesias.
El paso de una gran flota de 17 buques desconocidos, dirigidos a los mares del Sur y
que rozaron la isla de Tenerife, es apuntado puntualmente por el Cónsul.
Una descripición larga y detallada marecieron también las relaciones entre un comer-ciante
genovés de Cádiz y un representante suyo en Tenerife poco honesto que había
perjudicado los intereses comunes. Un asunto que mereció el directo interés del Cónsul
con las autoridades españolas para defender el buen nombre y la reputación de los
comerciantes genoveses residentes o de paso.
Y maravillaba el hecho que los granos sembrados un año y no germinados por la se-quía,
maduraban el año siguiente sin necesidad de sembrar otra vez.
Son narrados también los despachos de trigo de España y las generales situaciones de
hambre que llevaban a la muerte a los más pobres, obligados a comer hierbas y raíces
selváticas, y la existencia de una forma de caridad pública que distribuía 600 panes cada
día y la existencia de pocos hospitales.
El Cónsul genovés tomó también interés por los intentos de colonizar una isla -la mítica
isla de San Borondón- que se pretendía haber avistado a lo largo de La Palma y de Hie-rro…
Gustosa es la narración de los preparativos de la expedición a la cual se agregaron
tres religiosos para la cura de las almas de los nuevos súbditos de su Majestad y del regre-so
de los barcos que habían vagado en el mar en busca de una isla inexistente.
Y aún relatos de un período de frío particular que hacía morir sobre todo a los guanches
que vivían en las cavidades naturales de la roca, la abundancia de la cosecha después de la
lluvia, el homenaje de toda la colonia genovesa al señor Diego Lercaro inscrito al Libro de
la nobleza genovesa junto con sus tres hijos.
Las dificultades del tráfico mercantil entre las islas y los puertos americanos son evi-denciadas
por el hecho que un barco esperó un año entero antes de completar el cargo,
mientras se esperaban con ansiedad barcos procedentes de Caracas, Campeche, Maracaibo,
La Habana.
Entre los hechos de realce que figuran en el epistolario del Cónsul Mongeotti, el des-ahucio
del Vicecónsul inglés por parte del nuevo administrador de tabacos que pretendía
vivir en esa misma casa y que instauró un verdadero terrorismo en contra del contrabando
llegando al extremo de embargar un poco de tabaco cucarachero a unos pobres frailes…
No se le escapan las procesiones de la Virgen de la Candelaria, el apresamiento de una
nave por parte de los piratas que la incendiaron, el regreso de un período de sequía y de
enfermedades.
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Un relato exacto y minucioso de lo que podía interesar al Gobierno genovés para los
tráficos y los comercios de su gente.
Con el cuidado que los súbditos genoveses segun las cartas de Mengeotti, no fueran
nunca involucrados en los acontecimientos locales y que su buen nombre y su corrección
fueran siempre más allá de toda sospecha.
Una importante atención se saca leyendo la última carta informe enviada a Génova por
el Cónsul genovés en Canarias del cual nos estamos ocupando. Los Cónsules genoveses
no eran funcionarios del Gobierno. No recibían recompensa directa del Estado como suce-día
desde tiempo en Francia cuyos Cónsules eran funcionarios asalariados del Estado
como nos informa un reciente trabajo de Anne Mezin (Les Consuls de France au siecle des
lumiénes, Direction des Archives et de la Documentation – Ministère des Affaires
Etrangères. Imprimerie Nationale, París 1998) donde aparecen interesantes noticias tam-bién
sobre la representación consular francesa en el Archipiélago, y un trazado de la carre-ra
consular en el tiempo del Rey Luis.
Eran ciudadanos privados que tenían el honor de servir al propio país en incumbencia
pública sin sueldo. Tenían derecho a cobrar, todas las veces que se requería su interven-ción
sobre todo por partes de buques que tocaban los puertos donde residían, los “dere-chos
consulares” cuyo monto era previsto por ley y notes a patrones y capitanes de las
naves además que al Cónsul. Estas leyes establecían las recompensas para los varios tipos
de intervención, incluidos los de alistar tripulaciones o comprar y vender una nave. Si
había mucho trabajo por la presencia de naves con bandera genovesa, los Cónsules podían
tener posibilidad de ganancia. Si los tráficos languidecían y no llegaban al puerto buques
genoveses las ganancias faltaban. Por eso los Cónsules genoveses pertenecían en buena
parte al mundo de la burguesía mercantil que flanqueaba a su propio trabajo que podía
traer ganancias interesantes, aquello de asistencia a los ciudadanos genoveses y a los na-vegantes
de la República de San Jorge que les permitía exponer en las puertas el escudo de
armas genovés y gozar de algunos privilegios. De otra parte el ejercicio del comercio era
permitido en Génova también a los representantes de la clase noble que regía las suertes
de la República.
El primer Cónsul genovés en las Canarias murió en 1736. El hijo, Biagio Domenico
Mongeotti, tal vez de paso por Génova para tutelar sus propios intereses de familia y para
consolidar los vínculos con las familias y los personajes que su padre ya había cuidado,
pidió reemplazar el padre en el mismo encargo consular. Lo atestigua un pedido-sin fecha-pero
hecho en papel sellado y dirigido a la Junta de Marina.
Es extremadamente interesante la relación, anónima y sin fecha, pero de todo modo de
fuente oficial, que provee un preciso retrato del aspirante. Era un joven de 34 años quien
tenía vínculos familiares en Génova con personajes importantes del mundo comercial y en
Canarias con personas igualmente importantes, pero sobre todo se había casado con la hija
del difunto conde de San Lazar y Frías entrando así en relación con la nobleza isleña.
Señal evidente de una afirmación social de primer nivel.
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A la luz de estos hechos, el Gobierno Serenísimo decretó las Cartas Patentes consulares
a Biagio Domenico Mongeotti el 20 de julio de 1736, residente en Santa Cruz de Tenerife.
El expediente del Cónsul Biagio Domenico Mongeotti, hijo del precedente, es extre-madamente
reducido. En el Archivio de Estado de Génova se conservan sólo dos cartas
suyas. Una representa una forma de compromiso a seguir sirviendo el Estado genovés con
el mismo esmero del padre y es inmediatamente posterior a la Concesión de las Cartas
Patentes. La otra (1743) es el pedido hecho después de los cinco años tradicionales para la
renovación del encargo. Ningún otro documento da fe del trabajo desarrollado en Cana-rias
por este Cónsul quien quedó en el cargo, con sucesivas renovaciones, hasta su muerte
acaecida en 1761.
A él sucedió Giuseppe Benedetto Recco quien, por una repetición cíclica de la cual es
rica la historia, tenía escrito las Canarias en su propio destino.
Giuseppe Benedetto Croce (o Da Recco) era descendiente de aquel Nicoloso Da Recco
que en 1341 había cumplido el primer viaje europeo de “redescubrimiento” de las “islas
Afortunadas”, las Canarias, del cual existe una precisa mención histórica.
Giuseppe Benedetto Recco nació en Génova el 18 de Abril de 1719. Cuando pidió el
encargo consular en Canarias había recién cumplido los 40 años, edad sia duda avanzada
por un hombre del siglo XVIII.
Los “Da Recco” eran nobles genoveses de la mitad del siglo XII cuando algunos de
ellos se distinguieron en las guerras entre Génova y Pisa.
Noble era también Nicoloso Da Recco que pudo por este título ser nombrado varias
veces “Anciano” de la República uno de los doce consejeros del Dogo que, según los
años, quedaban en el cargo seis meses o un año.
Una noble familia que mantuvo sus prerrogativas hasta el final de las vicisitudes de la
República aristocrática genovesa.
Ciertamente no una gran familia: las familias genovesas de gran linaje tenían otros
apellidos. Pero una familia todavía digna de figurar, sobre todo después de la reforma de
Andrea D’Oria (siglo XVI), en la clase destinada a gobernar la República.
En el curso del siglo XVIII, cuando se desarrolla nuestra historia, en Génova, como
también en Venecia y en la misma España, existían familias nobles que habían acumulado
poderosas riquezas y a las cuales correspondían por tradición los mayores encargos de
Gobierno y los cargos más prestigiosos.
Y había en Génova nobles “pobres” que tenían derecho a desempeñarse en el Mayor
Consejo donde a menudo vendían sus propios votos al mejor poster y trataban de conse-guir
los encargos menores pero siempre retribuidos por el Estado, como comandante y
vicecomandante de una galera, comandante de una fortaleza, capitán o corregidor en las
ciudades menores del Dominio genovés. Giuseppe Benedetto Recco debía ser uno de és-
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tos, sí, a los cuarenta años cumplidos, aspiraba a un encargo sin directa compensación, en
un lugar bastante incómodo y lejano como eran las islas Canarias.
Pensaba inserirse ventajosamente en el mundo económico isleño.
Existe, en papel sellado, el pedido presentado por el “Magnifico” (título que correspon-día
a todos los nobles genoveses) Giuseppe Benedetto Recco para conseguir el encargo
consular en las islas.
El pedido no tiene fecha, pero sabemos que el día 21 de agosto de 1761 fue presentado
al Senado y “endosado” por éste a la Junta de Marina para la necesaria instrucción y el
formal dictamen. El día 7 de setiembre llegó la aprobación y el mismo día fueron istiladas
las Cartas Patentes de encargo.
Al contrario de cuanto acaeció para los Cónsules precedentes a los cuales el encargo
venía renovado cada cinco años, Giuseppe Benedetto Recco recibió, tal vez por respeto a
su título de nobleza, un encargo decenal.
En 1764 el Cónsul informó al propio Gobierno que el Rey de España le había recono-cido
las prerrogativas consulares el día 28 de diciembre de 1763.
La carta para Génova es fechada el 23 de febrero de 1764.
Encontramos otra carta de la misma fecha y del mismo contenido, dirigida a la Junta de
Marina. El día 22 de mayo de ese mismo año, salieron a Génova dos idénticas cartas para
informar sea al Dogo sea a la Junta de Marina que el decreto real de “aexequatur” le había
sido entregado el anterior día 12 por Don Pedro Moreno, Capitán General de las Canarias.
Estas pocas cartas agotan el carteo de un Cónsul quien para nosotros es personaje impor-tante
y ha constituido, con su presencia en las Canarias, el empuje para ocuparnos de las
vicisitudes del Consulado genovés en el “jardín de España”.
El Cónsul Da Recco quedó en carga hasta su muerte acaecida en 1791. Sabemos que
tuvo hijos varones, los últimos inscritos en el Libro de Oro de la nobleza genovesa antes
de su caída en 1797.
A su muerte se abrió camino un nuevo pretendiente.
Este hombre era Luigi Nicoló Levaggi, con el cual se cierra el elenco de los cuatro
Cónsules que la República de Génova tuvo en las Canarias entre el siglo XVIII y el inicio
del siglo XIX.
Pertenecía a una familia de comerciantes que unía al interés inmediato para el comercio
también aquello para el servicio al Estado. Tiene significación el hecho de encontrar en el
mismo período otro Levaggi encargado del Correo genovés en Roma y más tarde Cónsul
en la Ciudad Eterna.
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Las Cartas Patentes fueron firmadas el día 22 de noviembre de 1791, pero se volvieron
operantes sólo después del 22 noviembre del mismo año, cuando la Junta de Marina dio
conocer su dictamen positivo con un documento en el cual leemos dos importantes
noticias. La primera es que el aspirante Cónsul era genovés, de más o menos 30 años,
residente ya en Canarias y “empleado en el comercio”. La segunda que al Cónsul Levaggi
se quitaba la jurisdicción de Madeira, isla en la cual recientemente se había establecido un
Cónsul para la República Serenissima.
Por lo tanto hasta aquellos años la jurisdicción consular en las Canarias comprendía
también la isla portuguesa de Madeira.
Las fechas no eran el punto fuerte de la burocracia genovesa. En efecto desde agosto de
1767 era Cónsul genovés en la isla portuguesa un tal Giuseppe de Reyto Spina, con
regulares Cartas Patentes otorgadas en esa fecha.
Otras Cartas Patentes fueron otorgadas a Paolo Maria Passalacqua el 15 de diciembre
de 1790. Tal vez la nota se refería a estas últimas, olvidando que ya existía en Madeira un
Cónsul genovés desde 1776.
En Génova existe de Levaggi una sola carta en la cual pide confirmación en el encargo
(28 diciembre de 1802) al nuevo gobierno democrático que se había instalado en Génova,
bajo presión de las fuerzas militares francesas desde la mitad de 1797. Según la nueva
moda cierra su pedido con los deseos de “salud y hermandad”.
No existe documentación genovesa que nos haga comprender directamente la confir-mación
de Levaggi en Tenerife. Una confirmación otro tanto directa se conserva pero en
los Archivos franceses de Nantes (Ministerio de Relaciones Exteriores). Se trata de la
carta del Comisario de relaciones comerciales del Imperio Francés en las Canarias Pierre
Cuneo D’Ornano con la cual el citado Comisario informa el propio Ministro del Exterior
Talleyrand de haberse puesto en contacto con el Cónsul genovés para la transmisión de
actos de su cancillería a la francesa. Era al resultado de una decisión del Gobierno de la
República Democrática Lígure que había resuelto integrarse al Imperio de Napoleón.
Una gravísima decisión que sancionó la desaparición de un Estado autónomo genovés.
A la caída de Napoleón, se decretó en Viena que la antigua República no resurgiera más y
que sus territorios fueran integrados al Reino de Piamonte y Cerdeña. Los intereses
genoveses en las Canarias serán representados desde 1817 por el Cónsul del Reino de
Saboya. ¡Pero ésta es otra historia!….
Regresando a un siglo de historia consular genovesa en el Archipiélago y concluyendo,
tenemos la seguridad de que tres de los Cónsules eran genoveses residentes en Canarias,
insertados en el tejido de la vida económica y social de las islas. Sólo uno, el noble
“pobre Da Recco” era un voluntario que decidió trasladarse de Génova a las Canarias y
allí morir.
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Sería interesante descubrir si las familas de los Cónsules genoveses han dejado descen-dencia
a algún rastro en las Canarias de hoy y sobre todo si los archivos de las Canarias
tienen memoria de las relaciones entre las Canarias y Génova, administradas por estos
Cónsules o también reportes de las autoridades españolas sobre la actividad de los cuatro
Cónsules.
Sería una manera concreta de completar un estudio que tiene como puntos de referen-cia
ciertos, sólo las actas conservadas en el Archivo de Estado de Génova y que, excepto lo
que concierne el primero de los Cónsules, no son muy numerosas.
La historia escrita por los Cónsules, por todos los Cónsules, no es normalmente la
historia mayúscula. Tiene horizontes limitados al área en la cual desarrollaban su misión.
Pero sus carteos pueden proveer una serie de noticias y de informaciones muy útiles para
la descripción del ambiente socio-económico donde obraban y para conocer en que mane-ra
se vivían, en lugares a la periferia del mundo, los grandes acontecimientos de la historia
de los cuales ellos eran testigos y a veces también muy importantes actores. Es un filón de
investigación no muy noto, por lo menos hasta hoy. Merecería una mayor atención. Estoy
seguro que los descubrimientos podrían revelarse muy interesantes y proveer pormenores
para escribir nuevas páginas de historia.