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FRONTERAS EN AMÉRICA DEL NORTE EN EL
SIGLO XIX (1821-1898)
Alfredo Jiménez Núñez
América del Norte, entendida como hemisferio, es un excelente campo para el
estudio de los fenómenos de frontera. Los procesos de frontera brindan, a su vez, intere-santes
datos y explicaciones sobre las relaciones entre países, sobre la historia interna de
cada uno, y acerca de la conducta de algunos de sus líderes. No obstante, y a pesar de la
variedad e importancia de los fenómenos de frontera en la América hispana —tanto colo-nial
como republicana—, la frontera en cuanto campo específico de investigación no ha
recibido una atención proporcional, ni siquiera por parte de los historiadores que escriben
en español a un lado y otro del Atlántico sobre su América. Este vacío historiográfico se
hace más evidente si se compara con la historia elaborada en los Estados Unidos sobre su
propia frontera o expansión hacia el oeste, en gran medida realizada a costa de la frontera
norte de Nueva España/México.1 Pretendemos en este ensayo un análisis y reflexión sobre
lo que ocurrió en América del Norte en el siglo diecinueve en cuanto a política de fronteras
—sin olvidar los antecedentes y consecuentes de los grandes hechos de aquel siglo—,
pues fue en ese tiempo, y en tres actos, cuando quedaron establecidas las actuales fronte-ras
políticas. Cien años de historia proporcionan un marco temporal amplio para el análi-sis.
Otros cien años desde la guerra hispano-norteamericana brindan una conveniente pers-pectiva
para la interpretación de un proceso que no fue cuestión de historia puramente
política o de relaciones internacionales. En realidad, las variables socioculturales, según
las define la antropología, desempeñaron entonces y ahora un papel de especial relevan-cia.
Europa y el Nuevo Mundo: fronteras imperiales
Walter Prescott Webb, uno de los historiadores de la frontera más prestigiosos de
los Estados Unidos, publicó en 1952 The Great Frontier,2 una obra que hoy está a mitad de
camino en el tiempo entre el famoso ensayo de Frederick Jackson Turner y nuestro final
de siglo.3 La obra de Webb ofrecía, entre otras notas singulares, un planteamiento de la
frontera en perspectiva intercontinental y una profundidad de casi quinientos años, cosa
rara en una historiografía sobre la frontera tan doméstica y limitada a los Estados Unidos.
El Nuevo Mundo se presentó a Europa, de repente, como una oportunidad para la
expansión territorial. La pequeña Europa, donde se apretaban reinos o naciones cuyas
fronteras tradicionales eran cordones de castillos o líneas trazadas a veces por ríos minús-culos,
encontró en el doble continente americano espacios inmensos para la construcción
de imperios. La frontera adquirió en América significados nuevos: el Nuevo Mundo cons-tituía
un territorio prácticamente infinito que había que explorar, conquistar, explotar y
poblar. Los objetivos concretos y los métodos fueron tan diferentes como los sistemas
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culturales de las naciones europeas, sin contar con las diferencias impuestas por la natura-leza,
la población indígena y otras circunstancias como las que tenían que ver con princi-pios
teológicos y jurídicos. Ni siquiera dos estados tan próximos en geografía y cultura
como España y Portugal, coincidieron en su concepto y método de colonización.
Los españoles llamaron a todo su espacio americano “las Indias”. El término
común fue muy desde el principio “América”, aunque hubiera sido más acorde con la
historia llamar “Nueva Europa” al Nuevo Mundo. El hemisferio norte ofrece en este sen-tido
un dato muy significativo: Nueva España, Nueva Francia, Nueva Inglaterra fueron
concebidas, según indican sus nombres, como prolongación del territorio metropolitano.
El espacio americano fue también arte y parte en las centenarias rivalidades entre poten-cias
europeas. Apetencias económicas, diferencias religiosas, pagos, compraventas, ce-siones,
usurpaciones tuvieron por escenario o moneda de cambio las tierras americanas.
Desde el siglo dieciséis y durante más de trescientos años, las Américas estuvie-ron
divididas y organizadas de acuerdo con fronteras imperiales. El hemisferio sur se lo
repartían por un curioso acuerdo, España y Portugal, aunque las fronteras más efectivas —
en cuanto barreras o elementos de separación— las creó y mantuvo la madre naturaleza.
La excepción fue un pequeño espacio, en términos relativos, donde la selva no era factor
dominante y la densidad y proximidad de la población hispano-portuguesa mantuvo una
situación de conflicto. Aquel espacio tuvo, sin embargo, un elemento unificador represen-tado
por la Compañía de Jesús, española de origen pero universal en sus miras. Ese mismo
espacio es hoy escenario del primer gran proyecto de integración iberoamericana.4 La
independencia creó en América del Sur muchas fronteras nacionales, pero el panorama
general siguió siendo bastante simple o dual: un Brasil de lengua portuguesa y ocho repú-blicas
de lengua española.5
América Central —intermedia por tantos conceptos desde los tiempos
prehispánicos— ha sido blanco preferente de apetencias económicas y de intereses estra-tégicos
e ideológicos. No en vano es el fondo de un mar Caribe tan transitado y disputado
desde hace cinco siglos contrario. La emancipación no alteró la clara condición hispana de
América Central, aunque su fragmentación fue quizá tan excesiva como coincidente con
la vieja estructura colonial. De la antigua audiencia de Guatemala surgieron hasta seis
naciones. Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica habían sido reinos o
gobernaciones. La alcaldía mayor de El Salvador también se convirtió en nación sobera-na,
mientras que la alcaldía mayor de Chiapas quedó incorporada a la república de Méxi-co.
Los límites administrativos se convirtieron en fronteras nacionales.
En todas las longitudes y latitudes, España tuvo que hacer frente a innumerables
fronteras interiores, que en muchos casos heredaron las jóvenes repúblicas. Eran fronteras
ecológicas y étnicas que, a su vez, España había heredado del mundo indígena. Pero la
frontera por antonomasia del imperio español en América fue el norte de Nueva España,
frontera ecológica y cultural en tiempos prehispánicos, cuando los aztecas consideraban el
norte árido como tierra de chichimecas o bárbaros. Sin perder completamente este carác-ter,
América del Norte se convirtió a partir del siglo dieciséis en el gran escenario de las
fronteras imperiales del Nuevo Mundo.6
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México-Estados Unidos en el siglo XIX
En el último cuarto del siglo dieciocho, España trataba de reorganizar su gran
frontera norte en el marco de lo que se llamaron las Provincias Internas. Era un tardío
intento por defender el septentrión de su imperio de las depredaciones de los indios y de la
política expansionista de otras naciones, entre las que pronto empezó a contar la nueva
república desmembrada de Inglaterra. A principio del siglo diecinueve, Francia desapare-ció
de la geopolítica del hemisferio tras la venta de la Louisiana a los Estados Unidos. A lo
largo de la misma centuria, Canadá fue consiguiendo una mayor autonomía, que en la
práctica también supuso la eliminación de Inglaterra del panorama político.
El primer gran hito de la historia de América del Norte en el siglo diecinueve fue
la independencia de México, consumada en 1821. Era el fin de la frontera imperial hispa-na,
aunque poco tiempo pudo disfrutar o disponer México de los inmensos territorios que
habían sido el Lejano Norte español. El desplazamiento de la American frontier, o expan-sión
hacia el Oeste por parte de los Estados Unidos, llevó al enfrentamiento de las dos
repúblicas. Una guerra prefabricada terminó en 1848 con la firma del tratado de Guadalupe
Hidalgo por el que México cedía lo que le quedaba de Nuevo México y Colorado desde la
anexión de Texas en 1845, más los territorios de Arizona, Utah, Nevada y California.7
Cincuenta años después, otra guerra puso fin a cuatro siglos de administración española
en el Nuevo Mundo. Estos son los hechos bien conocidos. Tratemos ahora de interpretar-los
en su naturaleza y consecuencias.
Una nueva frontera imperial y republicana
El tratado de Guadalupe Hidalgo es el segundo gran hito en la historia del siglo
diecinueve. Una potencia americana heredaba y mantenía viva la tradición imperial, que
hasta entonces habían protagonizado naciones europeas. A veintisiete años de su indepen-dencia,
México era víctima de la política expansionista de los Estados Unidos. Como los
pueblos y las naciones tienden a justificar o enmascarar sus grandes acciones agresivas
con algo más que la fuerza de las armas, Estados Unidos no fue una excepción.8 En 1823,
sólo dos años después de la independencia de la América continental española, se esbozó
la política que lleva el nombre del presidente James Monroe, sintetizada para la posteridad
en la afirmación “América para los americanos”. El tiempo ha puesto de relieve el con-traste
entre la ambigüedad semántica de la frase y la claridad política de su intención. La
Doctrina Monroe establecía que los Estados Unidos no permitiría futuras intervenciones
de las naciones europeas en las Américas, aunque dejaba la puerta abierta a la acción de la
nueva gran potencia, que se convertía de hecho en el gendarme del doble continente.
Fue un periodista, editor de la revista neoyorquina Democratic Review, quien
acuñó otra expresión que en sus dos palabras contenía más intención y efectividad que las
antiguas bulas papales: manifest destiny. Escribía John L. O´Sullivan en 1844 que era el
destino manifiesto de los Estados Unidos extenderse por el continente que la Providencia
le había asignado. La pura política económica tomaba tintes de misión, aunque no se
trataba de propagar la fe cristiana sino los principios y dogmas de la democracia. Se abría
para los Estados Unidos la conquista del Oeste. La frontera en cuanto espacio y frente
dejaba atrás el Mississippi para avanzar de manera incesante y sistemática hasta las costas
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del Pacífico. La primera gran consecuencia de la filosofía del destino manifiesto fue la
guerra con México. Su antecedente más inmediato, la anexión de Texas. Pero ya en esos
años los ojos estaban puestos en el Caribe y más allá. Antes de final de siglo, la política de
expansión llegaría tan lejos como las Filipinas.
Dos culturas, dos fronteras
El avance de los Estados Unidos en dirección oeste significó mucho más que el
cambio de mano de unos territorios. Las consecuencias de aquella cesión forzada se dejan
sentir hoy más que ayer porque pertenecen al complejo ámbito de la cultura, no sólo de la
política. Los territorios que habían sido de España, y después de México, son desde hace
siglo y medio escenario del choque y la coexistencia de dos culturas. A la frontera norte de
Nueva España/México había llegado la American frontier. En un mundo hasta entonces
hispánico penetraba otro muy distinto, el anglosajón. Como telón de fondo estaba la po-blación
indígena, que en el Norte mexicano y en lo que hoy se conoce como Suroeste
había mestizado a la población española.
La American frontier es tanto un gran fenómeno social como historiográfico si
tenemos en cuenta su enorme dimensión en ambos aspectos. Estados Unidos ha hecho de
su frontera una filosofía, una leyenda, un mito sobre el que construir su identidad nacio-nal.
La ingente obra de decenas y decenas de autores a partir de Turner ha creado una
historiografía de la frontera y del Oeste, dos conceptos que se complementan y en cierto
modo se confunden.9 Esta historiografía se alimenta de aquella empresa ciertamente es-pectacular
y, al mismo tiempo, moldea y refuerza determinadas interpretaciones del pasa-do.
Una de las características más evidentes de esta bibliografía —la que más interesa en
este momento— es la ignorancia o el desprecio por la frontera hispana. Los pioneros
angloamericanos avanzaron hacia el oeste con la percepción de que lo hacían por unas
tierras vacías o, todo lo más, ocupadas por una población indígena salvaje e irremisible, o
por una población hispana, o más bien mexicana, miserable y llena de vicios.10 Antes de
mediar el siglo diecinueve ya circulaban en las ciudades del Este estereotipos muy negati-vos
sobre la población de habla española que habitaba desde hacía siglos unos territorios
que muy pronto serían parte de la Unión. La guerra con México aprovechó esta circuns-tancia
y reforzó los prejuicios que desde entonces forman parte de la visión que tiene el
anglo, como exponente de la sociedad y la cultura dominantes de los Estados Unidos, de
sus vecinos del sur. Esta visión se extiende y se agrava en sus efectos en relación con la
creciente población que hoy se engloba bajo el término de Hispanics.
En los últimos años ha surgido una corriente revisionista entre los historiadores
del Oeste conocida como la New Western History. Es una corriente profundamente
desmitificadora y crítica de lo que hasta ahora se había considerado, con algunas excep-ciones,
como una gesta, una gran empresa del hombre blanco en su imparable marcha
hasta las costas de California. La New Western History defiende, como parte o apéndice de
su filosofía, la necesidad de tener en cuenta las minorías despreciadas o ignoradas (el
indio, el mexicano, la mujer), y denuncia los daños ecológicos que se produjeron en la
frontera.11
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La guerra hispano-norteamericana
El tercer gran hito, que cierra un siglo y abre otro en la historia del hemisferio
norte, fue la guerra de 1898 entre Estados Unidos y España. Justo cincuenta años después
de la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo, Estados Unidos fabricó contra España una
guerra que resultó ridícula en su dimensión militar, vergonzosa en sus motivaciones, y
espectacular en sus logros para la potencia vencedora. Los datos hablan por sí mismos. La
primera acción bélica tuvo lugar en las Filipinas para anular la escuadra española y evitar
su intervención en el Atlántico. Todo duró siete horas y entre las fuerzas atacantes sólo
murió un marinero. Unas semanas después le llegó la hora a la escuadra española en el
Caribe. Todos los barcos españoles fueron hundidos al intentar salir a mar abierto en la
bahía de Santiago de Cuba. Murieron 500 marinos españoles y sólo un americano. Las
bajas en tierra fueron para los Estados Unidos de unos 380 muertos en combate, más 5.000
soldados que murieron por enfermedad y otras causas. La precipitación de las tropas
americanas por entrar en acción, su falta de preparación y adaptación al terreno, y la proxi-midad
de los soldados españoles, a diferencia de lo que había sido la desigual batalla
naval, explican estas cifras.
En la Conferencia de París de diciembre de 1898, España se vio obligada a ven-der
las Filipinas por veinte millones de dólares y a ceder la estratégica isla de Guam.
Además, España renunció a todo derecho sobre Cuba y cedió Puerto Rico, que ya había
reclamado el presidente McKinley como indemnización por los daños y pérdidas sufridos
durante la guerra. Hasta aquí, hechos bien conocidos sobre los conflictos del siglo dieci-nueve
entre los Estados Unidos, por una parte, y México y España, por otra parte. Tratare-mos
de interpretar en las páginas que siguen tales hechos en su verdadera naturaleza y en
sus consecuencias.
Imperialismo y fronteras
Hay diversos tipos de frontera porque son muchas las variables que intervienen
en su nacimiento, configuración y desarrollo temporal.12 Basta comparar las fronteras de
la América española con la frontera angloamericana para observar notables diferencias
entre ellas. Las fronteras hispanas respondieron a unos objetivos marcados por la Corona
y la Iglesia. Sus creadores fueron los particulares en el papel de exploradores y conquista-dores
sujetos a leyes y ordenanzas muy explícitas. Apenas consumada la conquista, y con
frecuencia sin esperar a una pacificación efectiva de la tierra, se fundaban ciudades y se
establecían reinos o gobernaciones. La frontera angloamericana, por el contrario, fue esen-cialmente
la obra de los pioneros, gente sin patrocinio oficial en una empresa con escasa o
ninguna intervención del gobierno, que simplemente fue incorporando los espacios pre-viamente
ocupados, primero como territorios, después como estados de la Unión. Son
elocuentes en cuanto a las diferencias de política y de ritmo los siguientes casos: Nuevo
México se fundó como reino o provincia de Nueva España en fecha tan temprana como
1598; Texas fue admitida como estado de la Unión en 1845, California en 1850. Sin em-bargo,
Nuevo México y Arizona no lograron su condición de estado hasta 1912. Hay, no
obstante, explicación para estas diferencias. La demora de los Estados Unidos se debió a
la importancia de la población hispana y a la vecindad de estos dos estados con la repúbli-
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ca de México. El control federal siempre era más fácil y efectivo sobre un territorio que
sobre un estado.
En el mismo siglo que las potencias europeas se repartían el continente africano,
los Estados Unidos crearon su propio imperio continental al establecer sus fronteras na-cionales
entre los límites con Canadá y la nueva frontera con México, sin más límite
hacia el oeste que las costas del Pacífico. Los derechos de los pioneros a la ocupación de
la tierra se basaban en la consideración de que eran tierras deshabitadas, sin dueño (empty
land, free land), pues la ocupación por parte de los indios o de la población hispana no
contaba. La frontera española había avanzado a caballo, en mula y en carretas, únicos
medios disponibles con anterioridad a la Revolución Industrial. La frontera angloamerica-na
también avanzó a caballo y en carretas, pero en línea paralela con el ferrocarril. Eran
otros tiempos y —salvo el episodio de California, la popular “fiebre del oro” o Gold Rush
de 1848— el oro y la plata, que habían encandilado a los españoles, fueron sustituidos por
la adquisición de tierra para el cultivo y la cría de ganado. Los pioneros del Oeste ameri-cano
no buscaban la gloria ni la riqueza. Su mentalidad era básicamente protestante en
cuanto a la concepción del trabajo; su gran motivación era escapar de la miseria de Euro-pa
o del agobio de los centros urbanos del Este. En este sentido, la frontera funcionó como
una válvula de escape o de seguridad (safety valve, según la historiografía del American
West). No obstante, y a pesar del escaso o nulo intervencionismo oficial, la frontera an-gloamericana
surgió y avanzó en el marco de una política imperial que servía para satisfa-cer
ambiciones personales e intereses económicos. El petróleo y el ferrocarril, entre otros
recursos, fueron el origen de grandes fortunas y de una plutocracia que, salvando las dis-tancias
de tiempo y lugar, se correspondía con las antiguas aristocracias europeas.
Interesa aquí, de manera especial, la variable política de las fronteras de América
del Norte. Ya se ha mencionado el efecto combinado y sucesivo de la Doctrina Monroe y
del destino manifiesto. Añadamos que la anexión en 1848 de los inmensos territorios mexi-canos
se redondeó con otra faja de tierra incorporada en 1853 al actual estado de Arizona.
La cesión se conoce como la Gadsden Purchase, por el político que firmó la compra de un
espacio donde, según se sospechaba en Washington, el presidente Franklin Pierce (1853-
1857) pretendía introducir la práctica esclavista. Eran casi las vísperas de la Guerra Civil,
y a Pierce se le clasificaba como doughface, término aplicado a los políticos del Norte que
simpatizaban con los principios esclavistas del Sur. Para debilitar el debate nacional sobre
la esclavitud, el presidente Pierce puso en marcha su programa Young America, cuyos
objetivos eran México, Honduras, Nicaragua, Hawaii y las islas que conservaba España
en el Caribe. En el mismo año de la Gadsden Purchase, la marina de los Estados Unidos
abrió al comercio los puertos japoneses. No bastaba la expansión por el continente y se
apuntó ya a mares y océanos.
La consumación de una política de expansión territorial más allá de tierra firme,
o mainland, correspondió a un hombre ambicioso, que se aprovechó de unos años de
depresión económica, conflictos laborales y exaltación popular de la fuerza física y la
violencia. Fue Theodore Roosvelt el impulsor de la guerra contra España desde su cargo
de secretario adjunto de la Armada, contando con el arma poderosa de una prensa amari-lla
sólo interesada en vender más ejemplares que la empresa rival. Tuvo también a su
favor la teoría del marino e historiador Alfred Thayer Manhan, quien había escrito en
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1890 que Estados Unidos, para ser fuerte, tenía que vender sus productos en todo el mun-do,
y ello exigía una marina poderosa que protegiera los mercados internacionales. La
ambición política se aliaba con los intereses económicos. Particularmente efectiva fue la
actuación de la prensa, que ganó para la causa la opinión pública, requisito formal e im-prescindible
en una democracia. Una vez más, como había ocurrido con el avance de la
frontera hacia el oeste, funcionaron los viejos prejuicios antihispanos. Artículos, reporta-jes
y cartoons presentaron una España cruel e intolerante, y una Cuba a la que había que
liberar. El éxito de lo que se llamó splendid little war le valió a Roosevelt la vicepresiden-cia
de la nación. El asesinato de Mckinley en 1901 le elevó a la presidencia. Antes de que
acabara su segundo mandato, recibió el premio Nobel de la Paz, una prueba más del poder
de la imagen convenientemente proyectada ante la opinión. Teddy Roosevelt amó, cierta-mente,
la naturaleza salvaje y adquirió fama de conservacionista. Hoy se le llamaría
ecologista, aunque fue un gran matador de elefantes y animales de otras especies de
Africa y América del Norte. Su entusiasmo por la guerra contra España tampoco fue obs-táculo
para la concesión del Nobel de la Paz de 1906.
Las fronteras de América del Norte cien años después
A la vista de un mapa político mudo, sólo distinguido en sus partes por líneas
internacionales y colores, se diría que las fronteras de América del Norte y del Caribe
quedaron definitivamente fijadas en 1898. De norte a sur, Canadá, Estados Unidos y México.
En el Caribe, Cuba independizada de España; Puerto Rico, estado libre asociado de los
Estados Unidos; la República Doninicana y Haití repartiéndose la antigua isla de Españo-la.
Y numerosas islas menores ligadas a los propios Estados Unidos o a potencias euro-peas,
o disfrutando de una soberanía más teórica que efectiva.13 Dando un salto sobre
México y las repúblicas centroamericanas, encontramos la Zona del Canal, a la que he
llamado una frontera enquistada.14 Esta peculiar frontera cerró a principios de siglo el gran
círculo imperial de los Estados Unidos en el hemisferio norte.
Antes de evaluar la situación actual hay que admitir que a cien años de la guerra
hispano-norteamericana las condiciones internacionales son muy diferentes, y los concep-tos
de soberanía política se han hecho muy relativos a causa de una economía cada vez
más globalizada, según la expresión en boga. Apenas hay fronteras económicas. El NAF-TA
o Asociación de Libre Comercio Norteamericano suscrito por Canadá, Estados Unidos
y México, es una buena prueba de la nueva situación. La Unión Europea, sucesora de la
CEE, es una demostración todavía más elocuente del debilitamiento de las fronteras inter-nacionales.
Es evidente que las cosas han cambiado mucho desde 1898, y que la gran
novedad está en el terreno de la cultura, no tanto de la política o de la economía, aunque
una y otra forman parte del fenómeno general, como no podría ser menos si por cultura
entendemos sistemas totales.
La incorporación, a costa de México, de lo que hoy es el Suroeste de los Estados
Unidos supuso la existencia de un gran espacio hispano dentro de las fronteras de la Unión.
La vecindad con México —y la contigüidad por extensión con otras repúblicas hispanoha-blantes—
ha reforzado y ampliado una presencia hispana que es abrumadora en Texas,
Nuevo México, Arizona, California, y llega tan al norte como Chicago y Washington. La
vieja frontera del Lejano Norte español y la frontera angloamericana del Far West se han
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entrecruzado de tal modo que en un mismo espacio coexisten dos culturas, dos lenguas,
dos sistemas de valores y creencias. La influencia de la cultura angloamericana sobre la
población hispana es grande, pero los efectos del melting pot no acaban de producirse, en
contra de lo que ha sido la norma para las demás minorías étnicas del país. La razón más
poderosa es la continua inmigración desde México y otras repúblicas más al sur. Factores
coadyuvantes son la alta tasa de natalidad entre los hispanos y su aglomeración en las
grandes urbes, donde es más fácil mantener enclaves culturales (barrios o villitas con vida
propia) que en las grandes extensiones de población dispersa y economía agrícola.
El panorama en el noreste y sureste de los Estados Unidos es similar, aunque su
historia y sus circunstancias sean diferentes. El estatus de ciudadanos de los Estados Uni-dos
que poseen los puertorriqueños les ha permitido una presencia masiva en el área del
Gran Nueva York. La revolución castrista, por su parte, disparó la migración cubana a
Florida.
En resumen, las consecuencias indirectas de la remota guerra con México y con
España, más lo que pareció en principio un episodio político protagonizado por el coman-dante
Castro, han distorsionado en la práctica las fronteras de 1898. Estados Unidos es ya
la cuarta nación de habla española en las Américas. Pronto se situará por delante de
España, pues en menos de diez años, los hispanos serán la minoría más grande de la
Unión. Desgraciadamente para los hispanos, la cantidad no se corresponde necesariamen-te
con la calidad de vida o el simple bienestar. Los tradicionales prejuicios de la sociedad
dominante o WASP (blanca, anglo-sajona, protestante) no han desaparecido, más bien se
han reforzado en perjuicio de esta creciente minoría. A pesar de todo, las fronteras que hoy
más cuentan en América del Norte, como en otros continentes, son las fronteras cultura-les,
étnicas, lingüísticas. Hombres como Theodore Roosevelt —el héroe de la guerra con-tra
España— no pudieron imaginar los cambios en significado y dimensión que al final de
un nuevo siglo afectarían a las fronteras establecidas por la política imperialista del siglo
diecinueve. Dicho de otro modo, las palabras cambian de significado con el tiempo y los
viejos y variados conceptos de frontera no son aplicables sin más a nuevas situaciones,
especialmente en un mundo y un tiempo de grandes transformaciones.
NOTAS
1 Ver Alfredo Jiménez, “El Lejano Norte Español: cómo escapar del American West y de las Spanish
Borderlands”, CLAHR (Colonial Latin American Historical Review), vol. 5, núm. 4 (1996): 381-412. A.
Jiménez, “La frontera en América: observaciones críticas y sugerencias”, en María .Justina Sarabia et al.,
eds., Entre Puebla de los Angeles y Sevilla. Homenaje al Dr. J. A. Calderón Quijano, 475-494. Escuela de
Estudios Hispano-Americanos y Universidad de Sevilla. Sevilla, 1997.
2 W. P. Webb, The Great Frontier. Cambridge, Mass., 1952.
3 F. J. Turrner, “The significance of the frontier in American history”, Report of the American Historical
Association, 1894: 199-227. American Historical Association, Washington, D.C.
4 MERCOSUR integra en un marco eminentemente económico a Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay.
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5 Las Guayanas (británica, holandesa, francesa) son un caso aparte que representaba una situación extrema
de colonialismo.
6 El Caribe fue desde muy temprano escenario de rivalidad internacional, pero los fenómenos de frontera
quedaban desdibujados, aguados, por la naturaleza insular de sus tierras.
7 El territorio de Oregón, donde de repente se manifestó el celo misionero protestante en la década de 1830,
pasó a la soberanía de los Estados Unidos tras el acuerdo con Canadá de prolongar la frontera hasta el
Pacífico.
8 La corona española había contado para su empresa indiana con la sanción favorable del Papa a cambio de
la evangelización del indio.
9 Sobre estas cuestiones, ver Jiménez, “El Lejano Norte Español: cómo escapar del American West y de las
Spanish Borderlands”. Jiménez, “Permanencia y crisis de la frontera en la historiografía norteamerica-na”,
VII Congreso Internacional de Historia de América, vol. 2: 1061-1078. Gobierno de Aragón, Depar-tamento
de Educación y Cultura. Zaragoza, 1998.
10 Jiménez, “El Lejano Norte español: cómo escapar del American West y de las Spanish Borderlands”, p.
390-391, especialmente la nota 9.
11 La obra más representativa y explícita de lo que es y pretende la New Western History es Trails: Toward
a New Western History, editada por Patricia Nelson Limerick, Clyde A. Milner y Charles E. Rankin.
University of Kansas Press. Lawrence, 1991.
12 A. Jiménez, “El fenómeno de frontera y sus variables. Notas para una tipología”, Estudios
Fronterizos.(Revista del Instituto de Investigaciones Sociales), núm. 40: 11-25. Universidad Autónoma
de Baja California. Mexicali, 1997.
13 Es curiosa la relación que cínicamente podría establecerse entre la antigua tradición de algunas de estas
islas como refugio de piratas, corsarios y bucaneros y su función actual de refugio de dineros de origen
inconfesado e inconfesable. Las islas paradisíacas de los primeros cronistas siguen siendo paraísos,
aunque fiscales.
14 Jiménez, “El fenómeno de frontera y sus variables. Notas para una tipología”, p. 16.