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FILIPINAS Y EL 98 Coordinación: Dr. D. Leoncio Cabrero Fernández I.3 664 FILIPINAS Y EL 98 Lourdes Díaz-Trechuelo Dentro del engranaje del Imperio español, las islas Filipinas fueron una pieza atípica y poco conocida. Desde el punto de vista geográfico, quedan fuera del marco ame-ricano; en el aspecto étnico los pueblos que las habitaban antes de la llegada de los españo-les eran muy diversos, porque en las islas se habían encontrado gentes de muchas etnias y culturas. Hasta allí había alcanzado la onda expansiva del Islam, y al llegar los españoles volvieron a encontrarse la cruz y la media luna, con resultados semejantes en lo que se refiere a interacción cultural. Aquí, como en la Península, los moros, nombre trasplantado de España a Filipinas, se mostraron impermeables a la evangelización, confirmando su condición de “infieles no convertibles”. Por contraste el grupo malayo, el más numeroso del archipiélago, se mostró proclive al cristianismo, y pronto la acción misionera obtuvo óptimos frutos en los últimos años del siglo XVI y primeros del XVII.1 La conquista no fue difícil, pero las ilusiones forjadas sobre aquellas tierras se vieron defraudadas; pese a la proximidad de las Molucas, no había especias, ni el subsuelo filipino contenía ricas vetas de plata como México y Perú; sólo había un poco de oro en forma de placeres, de los que los indios extraían lo suficiente para labrar sus joyas y adornos. No obstante, las islas ofrecían inmensas posibilidades agrícolas, poco valoradas por los españoles, que no habían llegado allá para seguir manejando el arado, como en tierras de Castilla. Hubo algo que desde el principio deslumbró a los conquistadores; la vecindad de los legendarios países orientales; Japón, China, Siam, Camboya, estaban al alcance de la mano, e incluso sus barcos acudieron desde los primeros momentos al puerto de Manila, ofreciendo productos que Europa había recibido hasta entonces a través de las caravanas que cruzando Asia llegaban a orillas del Mediterráneo oriental. Entre esos pro-ductos destacaban las sedas, los maques, las porcelanas y los marfiles, y otros objetos suntuarios que pronto se pondrían de moda en América y en Europa. Los españoles nunca se sintieron especialmente atraídos por las islas Filipinas. Para fomentar el poblamiento hispano la Corona buscó sin éxito incentivos capaces de atraer una corriente migratoria, pero siempre fue escasa la población hispana, constituida por comerciantes, que eran en su mayoría factores de las grandes figuras del Consulado de México, y funcionarios civiles que iban a ocupar los numerosos cargos creados por la burocracia del Imperio, y que no solían afincarse en Filipinas; los de mayor rango, como los gobernadores, cumplido el tiempo de su mandato se apresuraban a trasladarse a la Nueva o a la Vieja España, y los miembros de la audiencia consideraban el destino en Manila como una etapa de su carrera profesional, que trataban de que fuera lo más corta posible. El resto eran los soldados que se enviaban desde Nueva España reclutándolos casi todos a la fuerza.2 Los únicos que echaban raíces y en su mayor parte morían en las islas, eran los misioneros; esto explica su gran influencia, ya que eran los mejores conocedores del país y de la idiosincrasia de sus habitantes, y los que gozaban de mayor prestigio entre la población indígena. 47 665 Fácilmente se comprende que una población española de estas características, y además muy escasa, no podía producir un mestizaje semejante al de América, ni tampoco un grupo criollo numeroso. Los españoles filipinos fueron siempre muy pocos, y esto ha de atribuirse en parte al clima. El padre Juan José Delgado que escribe hacia 1749, cuando llevaba ya unos veinte años en Filipinas, afirma que para “los españoles europeos parece que son madrastras estas tierras, llegando a veces las generaciones solamente a las segun-das y cuando más a las terceras” y añade que si cada año no pasaran nuevos refuerzos a las islas “en breve se despoblarían”.3 Por añadidura, la escasa población española vivía concentrada en Manila y en las ciudades que eran cabezas de los obispados sufragáneos de Manila; Cebú, Nueva Cáceres y Nueva Segovia. La vida de Filipinas fue lánguida en el siglo XVII y en la primera mitad del XVIII pero al doblar la decimoctava centuria, surgen los primeros síntomas de despertar. Apare-cen varios proyectos que tratan de sacar a las islas del marasmo en que se hallaban sumi-das, pensando en fomentar los cultivos de especiería, y buscando nuevos derroteros que facilitaran la comunicación directa entre Filipinas y España. Cuando ya decae el mercantilismo hay quienes sueñan con una compañía de comercio que revitalice la vida económica del país, y aunque la idea no cuajó hasta 1785, hubo varios intentos, que em-piezan en el reinado de Felipe V.4 En el de Carlos III se inaugura la comunicación directa Cádiz-Manila por la vía de El Cabo de Buena Esperanza, vedada a los españoles desde 1494. Ahora ya, el Tratado de Tordesillas, aunque no derogado, ha caído en olvido y España no se siente obligada a respetarlo como en siglos anteriores. A partir del primero de estos viajes se despierta algún interés comercial: Las islas “se acercan” a su metrópoli, pero siguen siendo pocos los españoles que se arriesgan a una aventura filipina.5 La llegada de un andaluz, el rondeño José Basco y Vargas, al gobierno del archi-piélago, señala el comienzo de una era de reformas impulsadas por el espíritu de la Ilustra-ción. Él trató de fomentar la agricultura y sus industrias derivadas, utilizando como instru-mento la Sociedad Económica de Manila, nacida en 1781.6 Pero era mucha la inercia acumulada y el Consulado manileño, creado en 1769, representó siempre la oposición del comercio tradicional, aferrado a “sus antiguas costumbres de nao y boletas”, en frase de Basco y Vargas,7 y enemigo de cuanto significara innovación. En tiempo de Basco se implantó también la primera Intendencia en Filipinas, que encontró en el sevillano Ciríaco González Carvajal un hombre empeñado en llevar ade-lante la reforma hacendística que se pretendía con el nuevo sistema. Entran así las islas en el último tercio del siglo XVIII, en que la actividad comer-cial del puerto de Manila creció notablemente gracias a la política de liberalización econó-mica que lo abrió a los barcos extranjeros de todo el mundo, rompiendo al fin, el rígido monopolio impuesto desde 1593. Quizá con excesivo optimismo el gobernador Rafael Mª de Aguilar escribió en 1793, que en tres o cuatro años serían las islas “el emporio del universo”.8 666 Pero tan halagüeñas perspectivas quedaron frustradas por los acontecimientos ocurridos en la Península a la entrada del nuevo siglo, y la penetración de las nuevas ideas políticas acabarían con los hasta entonces sólidos fundamentos del Estado del Antiguo Régimen. Mientras el pueblo español luchaba y moría defendiendo el solar patrio frente al invasor, las clases más cultas asimilaban las ideas de la soberanía del pueblo, frente al derecho divino de los reyes y cuando toda la Península estaba invadida por las tropas de Napoleón, las autoridades de la Junta Central, establecida entonces en Sevilla, firmaban el decreto de convocatoria de Cortes Constituyentes, el 22 de enero de 1809, declarando “parte esencial e integrante de la monarquía española” los territorios ultramarinos, que debían tener diputados en estas Cortes. Se ordenó, pues, al gobernador de Filipinas que las islas nombraran sus representantes. Después del motín de La Granja, las Cortes convocadas en 1837 resolvieron en sesión secreta de 16 de enero que las provincias de Ultramar se regirían por leyes especia-les, dejando de tener representación en Cortes. Por lo que respecta a Filipinas, los argu-mentos básicos fueron la enorme distancia que las separa de la Península y la cantidad de diputados que les correspondería; sesenta, a razón de uno por cada 50.000 habitantes. Las Filipinas nunca habían enviado más de dos representantes, por los cuantiosos gastos que causaba su viaje y estancia en la Península. La supresión de la representación en Cortes fue grave error que abrió un abismo entre España y las islas. Cuba y Puerto Rico lograron recuperar esta representación por la Constitución de 1869, pero no así Filipinas; las leyes especiales nunca se dieron. Las prometen las Constituciones de 1845, artº 80, y de 1869, artº 109, que dice: “El régimen por el que se gobiernan las provincias españolas situadas en Filipinas será reformado por una ley”. Y la de 1876 en su artº 89 vuelve a anunciar “leyes especiales” para las provin-cias de Ultramar (artº 89) y entretanto autoriza al gobierno para aplicar allí “con las modi-ficaciones que se juzguen convenientes (...) las leyes promulgadas o que se promulguen para la Península”. Comenzadas las guerras carlistas, el archipiélago filipino se convirtió en lugar de destierro para los partidarios del hermano de Fernando VII. El gobernador interino Pedro Antonio de Salazar (1835-1837) fue acusado de ser muy tolerante con los carlistas que, según un escrito anónimo enviado a la Reina Gobernadora9 dominaban la audiencia de Manila, cuyos magistrados, exceptuando uno, eran carlistas furibundos. También en el ejército abundaban los partidario de don Carlos y las órdenes religiosas, según el autor del escrito, eran enemigas de la reina Isabel. Declarada la mayoría de ésta, comienza un período de extraordinaria inestabili-dad política en España. No es de extrañar que las islas Filipinas no fueran bien gobernadas desde Madrid; todo quedaba a merced de las cualidades personales del gobernador de turno, que siempre fueron militares, no hombres de estado. Tampoco es de extrañar que las islas se convirtieran en refugio de disidentes. Las revoluciones europeas de 1848 tuvieron repercusiones en España, reprimidas con firmeza por Narváez, jefe del partido moderado en el poder. Como consecuencia de ellas fue de-portado a Manila, entre otros, Casimiro de Grau y Figueras, abogado barcelonés que estu- 667 vo allá seis meses y los aprovechó para estudiar la situación del país. Escribió una Memo-ria en la que señala como causas del atraso económico la mala administración, los estan-cos de tabaco y vino de la tierra, las trabas que se ponían al establecimiento de extranjeros en las islas, y el carácter militar de los gobernadores.10 Por lo que respecta a la mala calidad de los funcionarios españoles destinados a Filipinas, son muy ilustrativas las palabras del general Manuel Pavía y Lacy escritas en 1853.11 Dirigiéndose al Presidente del Consejo de Ministros, que aquel momento era el conde de San Luis, le dice: “A usted no se le oculta el descuido, cuando menos, con que las circunstancias especiales de nuestra Patria han hecho mirar las cualidades de los elegidos (...) A Filipinas, especialmente a los puestos más importantes deben ir empleados conoci-dos en la Península por su honradez y por su instrucción, no personas que no llevan allá quizá más que deseos de improvisar una fortuna”. El descontento legítimo que causaba esta situación fue aprovechado por quienes estaban interesados en fomentar los todavía muy incipientes sentimientos nacionalistas de los filipinos. La revolución de septiembre de 1868 abre un sexenio agitado, en el que España tuvo un gobierno provisional presidido por Serrano, que convocó las Cortes de 1869. Éstas le nombraron Regente de la nueva monarquía, mientras se hallaba la persona más idónea para ceñir la corona; como es bien sabido fue don Amadeo de Saboya que sólo reinó algo más de dos años, y la República que le siguió tuvo diez meses de vida, desem-bocando en otro gobierno provisional de Serrano. La noticia del destronamiento de Isabel II fue conocida en Filipinas a través de periódicos ingleses y tuvo escasa repercusión en las islas. Sólo los españoles peninsulares y la elite criolla y mestiza más culta, fue consciente de la importancia del hecho. Los funcionarios públicos se sintieron afectados porque temieron, con razón, la pérdida de sus empleos, como sucedió al ser derogado el reglamento orgánico de 3 de junio de 1866, que regulaba la carrera administrativa. Quedaron así a merced del gobierno de turno, y pronto vieron confirmados sus temores; un decreto del ministerio de Ultramar cesó a todos y los sustituyó por personas inexpertas que entorpecieron la marcha de todos los asuntos. Como escribe Montero y Vidal12 empieza aquí “la ya no interrumpida contradanza de empleados que ha hecho pasar por Filipinas, como pasan los trenes por un túnel, a miles de españoles”. No todo fue negativo: un decreto de 29 de diciembre de 1868 declaró libres de derechos de salida todos los productos filipinos, lo que favoreció su exportación, y otro de igual fecha abrió los puertos de las islas a cualquier nación, previo pago de los derechos de entrada. Se trató también de elaborar un plan de reformas para la administración y gobier-no del archipiélago, pero no hubo tiempo de hacerlo. Fue enviado como gobernador el teniente general Carlos Mª de la Torre (1869- 1871), recibido con grandes esperanzas por los elementos revolucionarios. Desconocedor del país, creyó de buena fe que se podía implantar en Filipinas la misma situación política que en la Península; por añadidura, se dejó guiar por una camarilla de aduladores que le 668 hicieron cometer muchas equivocaciones. En su obsequio se preparó una serenata patroci-nada por el gobernador civil de Manila, en la que sólo intervinieron españoles filipinos y algunos mestizos. Los manifestantes fueron agasajados por el gobernador y los organiza-dores del acto se convirtieron en asiduos tertulianos de Malacañang, a la vez que los españoles peninsulares dejaban de frecuentar el Palacio. Con motivo de la jura de la Constitución de 1869, realizada en Manila en el primer aniversario de la revolución septembrina el gobernador dio una recepción a la que concurrieron personas que poco después serían notorios enemigos de España. Todo ello creó un ambiente de difícil convivencia en la capital filipina. Aunque se legisló mucho durante el Sexenio, pocos beneficios se siguieron de estas leyes ya que antes de que se pudieran aplicar eran derogadas y sustituidas por otras disposiciones de signo contrario, a compás de los vaivenes políticos de la Península. Así, por ejemplo, don Manuel Becerra, ilustre masón de Grado 33 y ministro de Ultramar en el gobierno provisional presidido por Serrano, comunicó al gobernador de Filipinas su pro-pósito de llevar al archipiélago una serie de reformas administrativas y económicas que lo pondrían en pie de igualdad con la Península. A dicho fin se creó en Madrid el 30 de enero de 1870 una Comisión consultiva de veinte miembros que debía redactar su informe en el plazo de seis meses, pero antes de que se cumplieran ya Becerra había dejado de ser ministro de Ultramar. Le sucedió otro masón, Segismundo Moret, hombre de gran cultura y clara visión política, que trató ante todo de mejorar las comunicaciones de Filipinas con España, y pensaba crear un cuerpo administrativo inteligente y activo para vivificar la economía y sanear la hacienda pública. En el preámbulo de la Memoria13 que presentó a las Cortes Constituyentes da un certero diagnóstico de uno de los viejos males que aque-jaban a las islas: se enviaba allá a los que eran incapaces de servir en la Península. Nada se hizo; no se creó el proyectado cuerpo de funcionarios, ni se eligieron éstos con mayor acierto, y en el reinado de Amadeo de Saboya se restableció la legislación anterior. También había pensado Moret establecer en la Universidad de Madrid un plan de estudios para los aspirantes a ingresar en el cuerpo administrativo de Filipinas. Este plan incluía cursos de lengua tagala, historia de las posesiones inglesas y holandesas en Asia y Oceanía, y de las islas Filipinas, desconocidas no sólo del pueblo español sino también de sus políticos. Valga como muestra esta anécdota: El gobernador interino Pedro Antonio Salazar Castillo había firmado un tratado de comercio con el sultán de Joló, pretendiendo contener los excesos de los piratas de aquellas islas. Pues bien, al abrirse las Cortes de 1834, en el discurso de la Corona se subraya la importancia de este tratado porque casi todos los buques que iban a Filipinas “tocaban en Joló”.14 El texto del tratado quedó apro-bado después de una intervención del diputado don Martín de los Heros que repitió el mismo disparate al decir que “en toda la navegación de aquellas islas hay que pasar por delante de esta isla de Joló”.14 Este desconocimiento de Filipinas se mantuvo hasta el 98. El sucesor de Moret, Adelardo López de Ayala, dejó en suspenso todos estos proyectos y el gobernador De la Torre fue sustituido por el general don Rafael Izquierdo, que tomó posesión el 4 de abril de 1871. Su política fue totalmente opuesta; trató ante todo de restablecer el prestigio de la primera autoridad del archipiélago, muy quebrantado por la demagogia de su antecesor. Durante el gobierno de Izquierdo ocurrió la sublevación de 669 Cavite en 1872, considerada por algunos sin base sólida como prólogo del movimiento independentista. No es cierto: Realmente fue una algarada cuyos motivos no están muy claros y que estuvo muy localizada. Pero la dura represión que trató de conseguir un escarmiento alcanzó a algunas personas como los sacerdotes filipinos José Burgos, Mariano Gómez y Jacinto Zamora sentenciados a garrote, y algunos civiles muy conocidos que fueron desterrados a las islas Marianas.15 En diciembre de 1875 un pronunciamiento militar dirigido por el general Martínez Campos proclamó rey de España a don Alfonso de Borbón, Los seis primeros años de la Restauración fueron años de esperanza, bajo la dirección política de Cánovas del Castillo: terminaron definitivamente las guerras carlistas y se firmó en Cuba la paz del Zanjón (12 de febrero de 1878) que puso fin a la guerra de diez años, aunque no cortó el proceso hacia la independencia. Las cortes de 1876 dieron a España una nueva Constitución, en la que por vez primera se dice que nadie sería molestado por sus creencias en el territorio nacional, aun-que la Religión Católica sigue siendo la del Estado (artº 3). Se reconocen también los derechos individuales de inviolabilidad de domicilio y de correspondencia, y las liberta-des de profesión, residencia, creencias, expresión, asociación, reunión y petición (artsº 4 a 13), que podrían ser suspendidas en circunstancias excepcionales. Estos años de gobierno canovista son de aislamiento internacional, pero cuando en 1881 sube al poder Sagasta, se inicia una cierta apertura al exterior. La prematura muerte de Alfonso XII (25 de noviembre de 1885) abre otra época difícil para España. Durante la minoría de Alfonso XIII, bajo la regencia de su madre doña Mª Cristina de Habsburgo-Lorena, será cuando se consume la pérdida de los últimos res-tos del Imperio Hispánico: El grito de Baire fue el comienzo de la última guerra cubana; casi en paralelo se desarrolla la insurrección de Filipinas en 1896, primer acto de la tragedia en las islas. La evolución política y económica de Filipinas en el siglo XIX Los movimientos independentistas de la América española continental no tuvie-ron ninguna repercusión en Filipinas. El bergantín Activo, procedente de Nueva España, llevó a Manila, a mediados de febrero de 1809, un oficio de la Junta Central que comuni-caba a las autoridades de las islas lo sucedido en España. El gobernador interino, don Mariano Fernández de Folgueras, hizo proclamar rey a Fernando VII, y las islas siguieron viviendo tranquilamente. Poco después llegó una fragata francesa con despachos del gobernador de la isla de Francia, exhortando a los habitantes de Filipinas a reconocer como soberano a Napoleón I; la respuesta de Folgueras se limita a comunicarle que las islas han declarado la guerra al Emperador de los franceses. Las Filipinas siguieron fieles a España a lo largo del siglo XIX, pero ya en su último tercio empieza a notarse el descontento de las clases ilustradas filipinas que desea- 670 ban para las islas una igualdad total con las provincias peninsulares e insulares españolas. Fueron los muchos desengaños sufridos los que, poco a poco, crearon el ambiente favora-ble a la independencia, y un paso muy importante en este camino fue la pérdida de la representación en Cortes.16 Del mismo modo que los criollos americanos vienen a estudiar a Europa a fines del XVIII, un siglo más tarde, una minoría culta, formada por españoles filipinos y mesti-zos, que habían estudiado en la Universidad de Santo Tomás o en el Ateneo de Manila, vinieron a la Península, y también algunos viajaron por Europa. En 1882 se creó en Manila un Comité de Propaganda integrado por personas cultas y de buena posición económica. La Propaganda tuvo delegaciones en todo el archipiélago y también en Barcelona, a donde fue enviado Marcelo Hilario del Pilar que, con Graciano López Jaena y José Rizal, forman el triunvirato más notable de la colonia filipina en España. Vimos ya que en los últimos años del siglo XVIII se realizaron reformas encami-nadas a reactivar la economía filipina. Una de ellas fue el estanco del tabaco decretado por Basco y Vargas en 1781. Al principio sus efectos fueron positivos para la real hacienda que llegó a tener saldo favorable a partir del año 1784. Pero casi un siglo después un informe del Consejo de Filipinas, correspondiente al año 1874 traza un cuadro muy nega-tivo de la situación y llega a decir que el estado de la hacienda pública era tal que no sólo no se pagaba a los cosecheros de tabaco, sino que llegaría el momento en que no se podría pagar al ejército y la armada.17 En 1882 el primer gobierno liberal de la Restauración se decidió a suprimir el estanco del tabaco y adoptó una nueva política para impulsar el comercio con Filipinas; el arancel de 1891 hizo crecer las exportaciones de la Península a las islas, en lo que también influyeron otras circunstancias como la apertura del canal de Suez y el establecimiento de las primeras líneas de vapores a Filipinas. En 1879 el marqués de Campo había obtenido concesión oficial para realizar doce viajes anuales a Manila, y en 1882 empezó a funcio-nar la línea regular de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, que unía Cádiz y Barcelona con Manila. Esta línea fue vendida a la Compañía Trasatlántica en 1887. A todo esto hay que añadir la instalación de una línea telegráfica directa por cable, que desde 1880 unía Filipinas con la Península. Esto permitiría acabar con el secu-lar aislamiento en que vivieron las islas desde su conquista. Entre los años 1894 y 1896 la corriente exportadora hacia Filipinas significó el 5% del total de España, a lo que se unió el comercio internacional que generó fuertes ingresos a la renta de aduanas. Este auge comercial se mantuvo e incluso aumentó entre los años 1899-1903, cuando ya las islas no pertenecían a España.18 La nueva situación creada por la abolición del estanco del tabaco fue la que im-pulsó a un grupo de financieros españoles a constituir la Compañía General de Tabacos de Filipinas, que se convirtió pronto en el gran motor de la economía de las islas, porque no limitó sus operaciones al producto que le da nombre. La Compañía adquirió grandes ha-ciendas, se interesó por los cultivos de exportación como azúcar, abacá y copra, y por la producción de vino de palma o de la tierra, fundando la fábrica llamada “La Clementina”. 671 Con la Tabacalera, hubo otras grandes compañías españolas que sobrevivieron al 98, e incluso aumentaron sus beneficios después; fueron la fábrica de cerveza San Miguel y el Banco Español Filipino.19 La Tabacalera creó también un servicio de transportes flu-viales, muy importante en aquel país, y otro de navegación interinsular. Sus directivos supieron capear hábilmente todos los temporales, y lograr que la primera actitud hostil de las autoridades norteamericanas se convirtiera en disposición favorable hacia la empresa española.20 Filipinas y la Masonería A pesar de las prohibiciones existentes, desde 1854 existieron logias masónicas en las islas, pero no se puede hablar aún de “masonería filipina”; los miembros de estas logias eran militares españoles y algunos comerciantes extranjeros. No se admitía en ellas a los filipinos y hay que esperar al año 1874 para encontrar entre los componentes de la logia “Luz de Oriente”, fundada ese año, a José A. Ramos, español filipino. Realmente la masonería filipina nació en España, a partir de la constitución el 9 de enero de 1889 del Gran Oriente Español, cuyo Gran Maestre fue Miguel Morayta.21 Poco antes había nacido en Madrid, -12 de julio de 1888- la Asociación Hispano Filipina, cuyo primer presidente fue también Morayta. Al principio, la masonería se mostró contra-ria a la separación y defendió la asimilación, es decir que las islas fueran equiparadas en derechos y deberes a las provincias peninsulares e insulares de España. La misma postura se extendía también a Cuba. En abril de 1889 Graciano López Jaena fundó en Barcelona la logia “Revolu-ción” de la que fue el primer Venerable Maestro.22 No todos los miembros de esta logia eran filipinos, pero al año siguiente Rizal y Del Pilar pidieron a Morayta autorización para fundar logias exclusivas para ellos; así nació el 15 de mayo de 1889 la llamada “La Soli-daridad”, que editó con el mismo nombre un periódico quincenal. “La Solidaridad” consiguió que todas las logias masónicas de Barcelona suscri-bieran un escrito dirigido al presidente del Gobierno, Sagasta, y al ministro de Ultramar, Becerra, ambos masones de grado 33; en este documento, fechado a 5 de julio de 1889 se expone que ocho millones de habitantes de Filipinas carecían de representación en Cortes y de libertad de prensa, y su educación en todos los grados, estaba dirigida por las órdenes religiosas. A fines del año 1889 esta logia se trasladó a Madrid donde siguió editando su periódico. Puede decirse que hasta 1890 no comenzó la organización de la masonería filipina en su país; bajo los auspicios del Gran Oriente Español, empezaron a trabajar en ello Marcelo Hilario del Pilar y Pedro Serrano Laktaw. Este viajó a Manila y fundó allí la logia “Nilad” considerada como madre de todas las filipinas. Pronto hubo más, en la capital y en provincias. La legislación vigente en Filipinas prohibía las sociedades secretas, por lo que las logias estuvieron siempre perseguidas, aunque no con demasiado celo porque bastantes españoles que ocupaban cargos más o menos importantes en la administración y en el 672 ejército, eran masones. La masonería filipina pasó al principio por difíciles momentos, debido a sus disensiones internas, pero al fin se llegó a constituir un Gran Consejo Regio-nal, para coordinar a todas las logias, que empezó a funcionar en 1893. El 26 de junio de 1892 había llegado a Manila José Rizal, procedente de Hong- Kong., después de una larga estancia en Europa. En Londres había ingresado en la maso-nería. El 3 de julio siguiente, según Antonio Molina y Carlos Quirino,23 se reunieron en Tondo un grupo de propietarios, comerciantes, industriales y algunos profesionales y arte-sanos. Rizal les habló de la situación del país y de la dificultad de conseguir reformas, y les leyó los Estatutos que había redactado para una Liga Filipina, cuyo fin sería “unir el archipiélago en un cuerpo compacto, vigoroso y homogéneo”. Los miembros de la Liga se protegerían mutuamente y se defenderían contra la violencia y la injusticia. Debían fo-mentar la educación, la agricultura y el comercio. Sería una asociación secreta, y cada miembro tomaría un nombre simbólico. No aparece en los Estatutos ninguna alusión a la independencia de Filipinas ni a ninguna actividad revolucionaria.24 A su llegada a Manila, Rizal fue recibido por el gobernador Despujol y obtuvo el indulto de su padre y de una hermana viuda, condenados al destierro por los sucesos de Calamba.25 En esta entrevista expuso al gobernador sus aspiraciones para Filipinas: secu-larización total de curatos, quitar a las órdenes religiosas el monopolio de la enseñanza primaria y recuperar la representación en Cortes, para buscar por este medio la consecu-ción de las reformas necesarias para el país. No mucho después de esta entrevista Rizal fue preso porque se encontraron en su equipaje proclamas subversivas, y se le desterró, a Dapitan, en la isla de Mindanao. Con su marcha la Liga Filipina se disolvió, pero en abril de 1893 fue refundada; su objetivo es ya claramente la independencia de las islas. Entre sus miembros figura Andrés Bonifacio, guarda-almacén en la fábrica de baldosas de Fressel y Cª, que sería promotor y alma del Katipunan. Aparece el Katipunan El mismo día en que se hizo pública la deportación de Rizal -7 de julio de 1892 - Andrés Bonifacio convocó a un grupo de miembros de la Liga Filipina con el fin de cons-tituir una sociedad secreta para luchar por la independencia. Esta sociedad se llamó Sobe-rana y Venerable Asociación de los Hijos del Pueblo, y es conocida por la palabra tagala katipunan. Su secretismo y la copia de algunos rituales masónicos hizo que en su tiempo se la considerara como una logia, pero nunca estuvo incorporada a la Masonería. El Katipunan fue protagonista de la insurrección de 1896. La Sociedad quedó organizada en consejos populares o locales, provinciales y Nacional o Supremo. El primero de éstos se constituyó el 15 de julio de 1892 bajo la presidencia de Deodato Arellano, pero desde fines de 1893 fue Andrés Bonifacio quien ocupó este cargo hasta la desaparición de la sociedad. En 1896 la Asociación de los Hijos del Pueblo había logrado amplia difusión entre los nativos especialmente en las provincias 673 tagalas, y estaba preparada para entrar en acción. Solicitó ayuda a Japón y quiso conven-cer a Rizal para que acaudillara la revolución, pero éste rechazó el plan katipunero porque, a su juicio, era prematuro y arriesgado, y se negó rotundamente a dirigirlo, lo que contra-rió a Bonifacio. La sublevación debió anticiparse porque hubo un delator que descubrió el plan de matar a todos los españoles residentes en las islas. Aunque ya había fundadas sospe-chas, hasta aquel momento el general don Ramón Blanco y Erenas que gobernaba el archi-piélago no había dado la menor importancia a las informaciones recibidas, cosa que algu-nos atribuyeron a su filiación masónica. No voy a entrar en este tema; sólo diré que el mismo Blanco aseguró a Retana en carta privada que no había pertenecido nunca a la masonería.27 En todo caso, su actuación era muy mal vista por los elementos peninsulares más destacados. Descubierto el plan, el gobernador no pudo seguir ya ignorando a la Venerable Asociación de los Hijos del Pueblo. El 21 de agosto de 1896 envió un telegrama al minis-tro de Ultramar comunicándole el descubrimiento de una “vasta organización de socieda-des secretas con tendencias antinacionales”,28 declaró el estado de guerra en Manila y provincias colindantes, y nombró un juez instructor, ofreciendo amnistía a los conjurados que se presentaran en el plazo de cuarenta y ocho horas. Andrés Bonifacio, en estas circunstancias, decidió anticipar el alzamiento arma-do que comenzó entre el 26 y el 29 de agosto. Los insurrectos dominaron la provincia de Manila y cercaron la capital. El día 31 se sublevó en Cavite Emilio Aguinaldo,29 que pronto asumiría la dirección del movimiento revolucionario, y en menos de quince días se hizo dueño de la provincia y desplazó del mando a Bonifacio. Aunque las fuerzas españolas eran muy inferiores en número, estaban mejor or-ganizadas y disciplinadas. En el ejército filipino, soldados, cabos y sargentos, eran nati-vos, que en muchos casos se mantuvieron leales a España en estos momentos. Los jefes y oficiales eran todos españoles peninsulares. Los primeros momentos fueron de gran confusión; Blanco convirtió en dura re-presión su anterior condescendencia y hubo más de treinta fusilamientos, así como embar-go de los bienes de los rebeldes. En España las noticias de Filipinas causaron estupor; nadie conocía la verdadera situación del país. La actuación de Blanco fue discutida en el Congreso y su prestigio en el archipiélago era cada vez menor, llegando hasta el Gobierno peticiones de que fuera rele-vado. La más famosa fue la del arzobispo de Manila, el dominico fray Bernardino de Nozaleda, que desde Hong-Kong envió este telegrama: “Situación agrávase. Rebelión extiéndese. Apatía Blanco, inexplicable. Para conjurar peligro es necesidad muy apre-miante, nombramiento nuevo jefe. Opinión acorde”.30 Cánovas del Castillo actuó con respecto a Filipinas, como lo había hecho en el caso de Cuba; si aquí sustituyó al contemporizador Martínez Campos por el enérgico 674 Weyler, a Filipinas mandó para relevar a Blanco al general don Camilo García Polavieja, hombre de carácter, con brillantísima hoja de servicios y que había tenido notable éxito en Cuba. Cuando salió de España, al mando de los refuerzos de tropas que se enviaban, Polavieja llevaba el nombramiento de segundo cabo de la capitanía general de Filipinas, lo que hacía suponer que relevaría a Blanco en el mando supremo de las islas, como sucedió. El 12 de diciembre de 1896 tomó posesión del cargo de gobernador y capitán general, y dirigió una alocución a los habitantes del país, ofreciendo perdón a los que depusieran las armas y amenazando con todo el rigor de la ley a los que no se quisieran someter. Su mando en Filipinas duró poco más de tres meses; en ellos dejó casi dominada la insurrección y firmó la sentencia de muerte del doctor José Rizal convirtiéndolo en héroe y mártir. No es posible entrar aquí en el análisis del proceso de Rizal; sólo diré que Polavieja se limitó a firmar la ejecución de la sentencia dictada por el tribunal militar, que venía instruyendo la causa desde antes de su llegada. No pudo hacer otra cosa, ya que un indulto habría sido considerado signo de debilidad, pero es claro que el fusilamiento de Rizal dio un símbolo a la causa del pueblo filipino. En marzo de 1897 Polavieja fue relevado por don Fernando Primo de Rivera. Para entonces, en el seno del Katipunan habían surgido grandes divergencias; un grupo pretendía la formación de un gobierno revolucionario, y otro estimaba que el Katipunan tenía capacidad suficiente para ser ese gobierno. Al mismo tiempo que era nombrado Primo de Rivera, se reunía en Tejeros una Asamblea en la que triunfaron los primeros y eligieron presidente del Gobierno de la República Filipina a Emilio Aguinaldo. Bonifacio, despechado, quiso formar otro gobierno paralelo y hubo un enfrentamiento armado entre ambos grupos, en el que lo apresaron y condenaron a muerte. Cuando intentaba escapar, lo mataron a tiros y con él desaparece de hecho el Katipunan, que había dejado de existir de derecho en la Asamblea de Tejeros, cumplida su misión de preparar el movimiento revolucionario. Muerto Bonifacio, Aguinaldo se convierte en el jefe indiscutido de la revolución filipina, que a la marcha de Polavieja quedaba reducida a dominar la zona montañosa de la provincia de Cavite. Dejaba el ejército español bien organizado y con elevada moral. Primo de Rivera,31 nombrado por el mismo gobierno que había negado a Polavieja los refuerzos que pidió, quiso demostrar que no eran necesarios. Poco después de su toma de posesión, en la primera quincena de mayo del 97, dirigió una ofensiva victoriosa que hizo renacer la confianza en la población civil española de Manila y sus contornos. Pero poco después llegó la réplica de Aguinaldo, que logró cruzar al Pásig e instalarse en los límites de las provincias de Morong, Bulacán y Manila. Un ataque español contra este núcleo rebelde fue rechazado. Al mismo tiempo Primo de Rivera seguía una política blanda; cuando subió al poder el partido liberal, - 4 de octubre de 1897 - sustituyendo al conservador tras el asesi-nato de Cánovas, el gobernador de Filipinas dirigió un telegrama de saludo al nuevo pre- 675 sidente del Consejo de Ministros, Sagasta, en que da noticias optimistas sobre la situación del país32 y considera dominada la insurrección. En el mismo telegrama solicita su relevo porque no creía contar con la confianza del nuevo Gobierno, puesto que Sagasta, al día siguiente de la muerte de Cánovas, había escrito en El Imparcial que el estado de Filipinas era peor entonces que cuando llegó Primo de Rivera. El gobernador se inclinaba a una solución negociada, que consistiría en pagar a los jefes y partidas rebeldes por la entrega de las armas, según propuesta hecha por el filipino Pedro Alejandro Paterno y otros. Para ello habría que abonar 1.700.000 pesos en varios plazos. Si el gobierno optaba por seguir la guerra, deberían formarse compañías de vo-luntarios que unidos con las tropas indígenas y las peninsulares ya aclimatadas, persiguie-ran a las partidas rebeldes, mientras los soldados recién llegados de España se destinarían a guarniciones. El gobierno liberal no aceptó la dimisión del gobernador y optó por la negocia-ción33 que condujo a la firma del pacto de Biac-Na-Bató, por Aguinaldo y otros treinta y seis cabecillas de la revolución que fueron embarcados para Hong-Kong, donde de modo inmediato empezaron a preparar nuevos movimientos revolucionarios. Primo de Rivera dio por terminada la guerra y por liquidada la insurrección. El 23 de enero de 1898, - entramos ya en el año del desastre español - publicó en la Gaceta de Manila una alocución triunfalista al pueblo filipino y concedió indulto a todos los encau-sados, excepto los ya sentenciados por los tribunales, que debían solicitarlo al rey.34 En España la paz fue acogida con gran entusiasmo, no justificado por la realidad puesto que los revolucionarios filipinos buscaban activamente ayudas exteriores y acudieron a Japón. Pronto contarían con otro aliado mucho más poderoso y eficaz: los Estados Unidos. Este país, una vez superada la profunda crisis de la guerra de Secesión, cuyas heridas no cicatrizaron hasta un cuarto de siglo después, empezaba ya a mirar al Pacífico, lo mismo que Japón después de su rotunda victoria sobre China en 1895. No hay que olvidar tampoco a las naciones europeas, que inician ahora un nuevo imperialismo. Fran-cia desea paliar su derrota en la guerra francoprusiana, formando un imperio colonial en África; Alemania quiere tener colonias en este continente y en el Pacífico. Inglaterra ha entrado también en una era expansionista. Serán los Estados Unidos quienes se enfrenten a España, tanto en Cuba como en Filipinas. Ambos problemas se entrecruzan: recordemos que en 1890 apareció la célebre obra de Alfred Thayer Mahan, La influencia del poder naval en la Historia; 1660-1783. Además de los intereses que tenían los Estados Unidos en la economía, cubana, la isla era punto clave para el dominio del Caribe, y con él del futuro canal de Panamá.35 Filipinas era un punto estratégico que Norteamérica necesitaba para estar cerca de China y Japón. Por tanto el comienzo de la insurrección de 1896 fue observado con interesada simpatía. La voladura del Maine, en el puerto de La Habana precipitó los acontecimientos 676 La escuadra norteamericana del Pacífico recibió orden de concentrarse en Hong- Kong. El 3 de marzo de 1898 el gobernador de Filipinas comunicó la alarmante noticia al ministro de Ultramar36 y al día siguiente llegó la respuesta de Moret: “Siendo muy cordia-les nuestras relaciones con Gobierno americano, reciba V.E. escuadra en los mismos tér-minos que otras extranjeras que han visitado ese puerto”.37 Aún faltaba algo más de un mes para la declaración de guerra y principio de las hostilidades. El 13 de marzo el cónsul de España en Hong-Kong telegrafió al gobernador de Filipinas que los cinco buques americanos surtos en aquel puerto estaban prestos a salir para Manila, tan pronto se les mandara.38 El 9 de abril llegó a la capital filipina el general don Basilio Augustí, que debía relevar a Primo de Rivera, y tomó posesión del mando el día 23. La arenga que lanzó en el acto demuestra su desconocimiento de la verdadera relación de fuerzas entre España y los Estados Unidos. Ante la noticia de la inminente ruptura de hostilidades, Emilio Aguinaldo se tras-ladó de Hong-Kong a Singapur, dispuesto a promover otra insurrección en Filipinas, so pretexto de que España no había cumplido lo pactado en Biac-Na-Bató. Esto era totalmen-te falso, porque se estaban pagando puntualmente las indemnizaciones convenidas, y no había ningún otro compromiso. A las nueve de la noche del 22 de abril Aguinaldo y el cónsul norteamericano Spencer Pratt se entrevistaron en Singapur. Supo entonces el cau-dillo filipino que el día anterior los Estados Unidos habían declarado la guerra a España. La negociación quedó ultimada el día 29; los norteamericanos facilitarían a los filipinos las armas necesarias y prometían la autonomía para las islas a cambio de que aceptaran el mando estadounidense en las operaciones militares. Más adelante sin precisar cuando, les darían la independencia, a condición de obtener el trato de nación más favorecida. El contenido de este pacto lo comunicó al gobernador Augustí el cónsul de Espa-ña en Hong-Kong don José Navarro. En su telegrama a Madrid, el gobernador subraya la crítica situación en que se hallaban las islas “completamente indefensas”. A pesar de todo había en Manila el mismo entusiasmo optimista e inconsciente que en la Península.39 La escuadra norteamericana del Pacífico, al mando del comodoro Dewey recibió orden de salir de Hong-Kong, porque la neutralidad inglesa prohibía su permanencia en aquel puerto. Zarpó de allí el 23 de abril, y se dirigió al puerto chino de Mirs, donde debía esperar al cónsul de los Estados Unidos en Filipinas.40 Inesperadamente la escuadra americana entró en la bahía de Manila el 1º de mayo de 1898, destrozó en pocas horas los viejos barcos de madera, mal dotados con artillería anticuada, que mandaba don Patricio Montojo, y en la tarde del mismo día ocupó el puerto de Cavite, que había izado bandera blanca.41 Como Dewey no tenía fuerzas de desembar-co, la ciudad de Manila no quedó cercada por tierra, pero los americanos cortaron la línea telegráfica directa con España lo que produjo gran retraso en las comunicaciones, que habían de hacerse a través del consulado español en Hong-Kong. Aún el resto del archi-piélago estaba en manos españolas. 677 La batalla naval de Cavite fue un toque de alarma para las potencias europeas, que empezaron a sospechar los propósitos expansionistas de los Estados Unidos y a rece-lar de sus intenciones con respecto a Filipinas. Alemania y Japón deseaban las islas; Ingla-terra prefería que las ocuparan los americanos, mejor que una potencia europea. Francia que tenía un importante mercado en los Estados Unidos, no quería enfrentarse con ellos, y Rusia mantuvo sus buenas relaciones e incluso animó a los americanos a quedarse con Filipinas para que no cayeran en manos de Inglaterra. Dos meses después, la destrucción de la escuadra de Cervera, y la rendición de Santiago de Cuba, obligaron a España a negociar la paz. En Filipinas, la insurrección se había extendido rápidamente y los americanos sólo esperaban a recibir fuerzas terrestres para sitiar Manila. Éstas llegaron en el mes de julio, y el 4 de agosto el gobernador Augustí fue sustituido por el segundo cabo, general de división don Fermín Jáudenes, al que tocó la ingrata tarea de entregar la capital filipina, que capituló el 14 de agosto. Cumpliendo las órdenes que tenía, el comandante general de Visayas, don Diego de los Ríos, se hizo cargo del mando militar del archipiélago.42 El gobierno español buscó la mediación de Francia, y su embajador ante los Es-tados Unidos fue el encargado de preguntar qué condiciones exigían los vencedores. Fruto de estas negociaciones sería el Protocolo de Washington, firmado el 12 de agosto, por el que España renunció a todos sus derechos sobre Cuba (art. 1º) y cedió a los Estados Uni-dos la isla de Puerto Rico y las demás que poseía en las Indias occidentales “así como una isla en Las Ladrones”, que sería elegida por los norteamericanos (art. 2º). Conservarían éstos en su poder “la ciudad, la bahía y el puerto de Manila”, hasta que se firmara el tratado de paz, en que se determinaría el “control”, la disposición y el gobierno de las Filipinas (art. 3º). El uso de esta palabra “control” de ambigua equivalencia en la lengua española, serviría a los norteamericanos para justificar su actuación posterior. Firmada la paz definitiva por el Tratado de París de 10 de diciembre de 1898, España perdió su sobe-ranía en Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam, mediante una indemnización de veinte millones de dólares. Olvidando lo pactado con Aguinaldo, los Estados Unidos no concedieron la auto-nomía ofrecida a las islas y cuando los patriotas filipinos vieron burlada su buena fe vol-vieron las armas contra los americanos, en una guerra que se prolongó más de tres años y que terminó, como no podía menos de ser, con el sometimiento del país a la administra-ción norteamericana, que duraría casi medio siglo. En ese tiempo, los lazos entre España y Filipinas no quedaron rotos, ni en el aspecto económico, como ya hemos visto, ni el cultural y afectivo; las islas recibieron la visita de ilustres personalidades españolas de las ciencias, las letras y las artes, como Salvador Rueda, en 1915, Vicente Blasco Ibáñez, que en su vuelta al mundo llegó a Manila en 1924. Bonilla San Martín estuvo allí el mismo año; Federico García Sánchiz dio sus primeras charlas en Manila el año 1925; al año siguiente estuvo Luis de Oteyza. González Gallarza y Lóriga volaron desde Madrid a Manila también en 1926. Fueron los primeros enviados oficiales de España después de la separación de las islas, y llevaron un mensaje del rey Alfonso XIII al pueblo filipino. En 1935 llegaron allá 678 el poeta Gerardo Diego y el físico Julio Palacios. La guerra civil española y la segunda guerra mundial interrumpieron estas emba-jadas culturales, pero después de la gran catástrofe que sufrió Manila con la ocupación por los japoneses y la lucha de éstos con los americanos, España envió una misión a bordo del buque “Plus Ultra”, que entró en la bahía de Manila en marzo de 1946. Juan Bernía que formó parte de esta embajada nos ha dejado43 un cuadro muy vivo de la capital filipina y especialmente de Intramuros, arrasados por la guerra, y un valioso testimonio de la pre-sencia española, representada por religiosos y religiosas que continuaban con abnegación sus tareas de siempre. Y también había hombres de España que trabajaban en diversas actividades tanto en Manila como en otros lugares del archipiélago. Precisamente el 4 de julio de ese mismo año 1946 el pueblo filipino lograba al fin su plena independencia. Con ocasión de la visita ya mencionada de Gerardo Diego y Julio Palacios, el entonces presidente de la Common Wealth of the Philippines, Manuel Luis Quezon, dijo estas palabras, con las que termino: Nunca como en mis recientes viajes he podido comprobar de una manera concreta la benéfica influencia de la dominación española en Filipinas. He visto la diferen-cia de cultura entre nuestro país y los pueblos que no tienen la religión cristiana que España nos ha traído. Y esto es un tesoro imperecedero, una cosa que nunca se borrará, y vivirá por siempre y para siempre en nuestras islas.44 679 NOTAS 1 Vid. John Leddy PHELAN, The Hispanization of the Philippines, Madison, 1959. 2 Luis MURO, “Soldados de la Nueva España a Filipinas (1575)”, Historia Mexicana, vol. XIX: 4, año 1970, núm 76, págs. 466-491. María Fernanda GARCÍA DE LOS ARCOS, “Reclutamiento y embarque de mexicanos para Filipinas”. Signo. Anuario de Humanidades: Historia, t. II, México, 1990, págs. 45-64. 3 Juan José DELGADO Historia Natural Sacro-Profana, Política y Natural de las islas de Poniente llama-das Filipinas. Madrid, 1892, págs. 855-856. 4 Álvaro J.A.I de NAVIA OSORIO Y VIGIL DE ARGÜELLES DE LA RUA, marqués de Santa Cruz de Marcenado y vizconde del Puerto. Comercio suelto y en Compañías, general y particular en México, Perú, Philipinas y Moscovia, Madrid, 1732. Papel sexto, págs. 211 y siguientes. Extracto y comentario del proyec-to elaborado por el marqués de Villadarias hacia 1730. En 1732 cuatro comerciantes gaditanos, Manuel de Arriaga, Francisco de Arteaga, Juan Martínez de Albinagorta y Juan de Leaqui, obtuvieron licencia para enviar buques a Manila. No llegó a ser realidad este proyecto, porque la real cédula de Sevilla, 29 de marzo de 1733 estableció una Compañía Real de Filipinas que tampoco llegó a existir. Vid. Lourdes DÍAZ-TRECHUELO, La Real Compañía de Filipinas. Sevilla, 1965, capítulo I. Otro intento de formar compañía para el comercio directo Cádiz-Manila es el de Francisco de Aguirre, Lorenzo del Arco y Antonio Rodríguez de Albuquerque, estudiado por José COSANO MOYANO en Anuario de Estudios Americanos, t. XXXV, Sevilla 1978, págs. 261-281. 5 Antonio GARCÍA-ABÁSOLO, “Pasajeros a Filipinas en la primera mitad del siglo XIX”. El Lejano Oriente Español: Filipinas (Siglo XIX). Actas de las VII Jornadas Nacionales de historia militar. Cátedra “General Castaños”. Sevilla, 5-9 de mayo de 1997. Madrid, 1997, págs. 721-737; Del mismo autor, “Spanish Migration and Population to the Philippines”. Ponencia presentada en The Legacy of the Spanish-American War in the Pacific. A Centennial Conference, 17-19 June 1998. Micronesian Area Research Center. Guam, 1998, En prensa. 6 María Luisa RODRÍGUEZ BAENA, La Sociedad Económica de Amigos del País de Manila en el siglo XVIII, Sevilla, 1996. 7 Basco a José de Gálvez. Manila 10 de mayo de 1780. Vía reservada núm. 17. AGI, Filipinas 497. 8 Carta a su amigo Jacinto Sánchez Torado, Manila 4 de diciembre de 1793. La publica parcialmente W.E. RETANA, Aparato Bibliográfico de la Historia General de Filipinas, Madrid, 1900, vol. I, págs. 431-432. 9 Lleva por título El Cristino por esencia. 10 Memoria sobre la población y riquezas de las islas Filipinas y reformas para la prosperidad de aquellas posesiones del Estado. Barcelona, 1855. 11 Comunicación enviada por Pavía al conde San Luis, entonces presidente del Consejo de Ministros, el 9 de noviembre de 1853. Las palabras que citamos las recoge José MONTERO Y VIDAL, Historia General de Filipinas, t. III, Madrid 1895, pág. 227. 12 Ibídem, pág. 490. 13 Memoria presentada a las Cortes Constituyentes por el Ministro de Ultramar... en 1º de noviembre de 1870: Madrid, 1870. 14 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, día 12 de octubre de 1837. 15 Ha estudiado en profundidad este tema Leandro TORMO SANZ, “La huelga del arsenal de Cavite en 1872” Anuario de Estudios Americanos, t. XXXV, Sevilla 1978, págs. 283-378. 680 16 Un estudio interesante de cómo España trató de gobernar Filipinas en esta centuria, en Julia CELDRÁN RUANO, Instituciones Hispanofilipinas del siglo XIX. Madrid, 1994. 17 Vid. Jaume SANTALÓ I PEIX, “La administración colonial en Filipinas durante el Sexenio...” Revista Española de Historia del Pacífico, núm. 7, Madrid, 1997, págs. 65-75. 18 Mª Dolores ELIZALDE “España y Filipinas”. Torre de los Lujanes junio de 1998, núm. 36, págs. 37-52. 19 Josep M. DELGADO, “Bajo dos banderas (1881-1910). Sobre como sobrevivió la Compañía General de Filipinas al Desastre del 98”. La nación soñada: Cuba, Puerto Rico y Filipinas ante el 98, Madrid, 1996, págs. 293-304. 20 Vid. Emili GIRALT RAVENTÓS, La Compañía General de Tabacos de Filipinas. 1881-1981. Barcelona, 1981. 21 Miguel Morayta Sagrario nació en 1834. Fue masón de grado 33 desde 1871. A él se debe la organización del Gran Oriente Español del que fue primer Gran Maestre siendo reelegido múltiples veces. Tuvo como nombre simbólico “Pizarro”. Ocupó la Cátedra de Historia Universal en la Universidad Central (Madrid). 22 En el Archivo Histórico nacional de Salamanca existe documentación interesante sobre esta logia. Vid. Pere SÁNCHEZ FERRE; “La Masonería española y el conflicto colonial filipino”, en La Masonería en la España del siglo XIX. Actas del II Symposium de Metodología aplicada a la Historia de la Masonería Española. Salamanca 2-5 julio 1985, vol. II, págs. 481-486. En la misma obra y volumen, Manuel ADÁN GUANTER “Una logia de filipinos en Madrid: “Solidaridad”, nº 53 (1889-1895)”. págs. 471-479. 23 Antonio M. MOLINA, Historia de Filipinas, t. I, Madrid 1984, pág. 292 y Carlos QUIRINO The Great Malayan. Manila, 4ª ed. 1958, pág. 264. 24 Documentos Políticos de actualidad (Primera Serie), publicados por W.E. RETANA, Madrid, 1897. Doc. núm. 53, pág. 248. 25 Esta hacienda era propiedad de los dominicos. Como sus arrendatarios se retrasaron más de un año en el pago, fueron deshauciados y se produjo un movimiento de resistencia, que fue reprimido. Como consecuen-cia hubo deportaciones. 26 Allí ejerció como oftalmólogo que era su especialidad, y se dedicó a fomentar la agricultura, enseñando nuevas técnicas a los campesinos y dirigiendo obras de puesta en riego. A petición propia, fue destinado como médico militar a Cuba y salió de Filipinas poco antes de que comenzara la revolución katipunera. 27 Vid. Vida y escritos del Dr. José Rizal, Madrid, 1907 pág. 301, nota 379. Remite además, al folleto de Nicolás M. SERRANO, Dos palabras de justicia debidas al general Blanco, Madrid, 1897. 28 Este telegrama fue leído en el Congreso de los Diputados por el ministro don Tomás Castellano. Está recogido en el Diario de sesiones, Legislatura 1896-1898, tomo 7, Madrid, 1896, núm. 83, 21 de agosto de 1896, pág. 2558. 29 Nació en Káwit (provincia de Cavite) el 22 de marzo de 1869. Estudió en el colegio de San Juan de Letrán pero interrumpió el bachillerato en tercer año para dedicarse a la hacienda que su familia tenía arrendada. El 1º de marzo de 1895 ingresó en la masonería con el nombre de “Colón”, y era también miembro del Katipunan. 30 El texto del telegrama lo reproduce Melchor FERNÁNDEZ ALMAGRO, Historia Política de la España Contemporánea, vol. II Madrid, 1959, pág. 346. 31 Este general había ocupado antes el gobierno de Filipinas, desde el 15 de abril de 1880 al 14 de marzo de 1883. 681 32 Telegrama de 5 de octubre de 1897. AHNM, Ultramar 5301, expte. 1, núm. 1. 33 Ídem de 6 de noviembre de 1897. AHNM, Ultramar 5301, expte 1, núm. 9. 34 Dio cuenta de todo ello a Sagasta el 21 de enero de 1898. AHNM, Ultramar 5301, expte 1, núm. 29. 35 Comenzado a construir en 1881 por una compañía francesa bajo la dirección de Fernando de Lesseps, y cuyas obras se paralizaron en 1889. 36 AHNM, Ultramar 5303, expte. 2, núm. 2. 37 Ibídem, expte. 1, núm, 1. 38 AHNM, Ultramar, 5456, caja 2. 39 Telegrama de Augustí al ministro de Ultramar, de fecha 1 de mayo de 1898. AHNM, Ultramar, 5303, expte. 2, núm. 13. 40 El gobernador de Filipinas comunicó todo esto a los ministros de Estado y Ultramar en telegrama de 26 de abril de 1898. AHNM, Ultramar 5303, expte. 2 núm. 11. 41 No queda claro a quién correspondió la responsabilidad de esta rendición. 42 AHNM, Ultramar 5303, expte. 2, núm. 24. 43 En su libro Viaje a Nueva Castilla, Madrid, 1947. 44 Palabras transcritas por Julio PALACIOS en su obra Filipinas orgullo de España, Madrid, 1935, pág. 62.
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Título y subtítulo | Filipinas y el 98 |
Autor principal | Díaz-Trechuelo, Lourdes |
Publicación fuente | XIII Coloquio de historia canario - americano |
Numeración | Coloquio 13 |
Tipo de documento | Congreso y conferencia |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Cabildo Insular de Gran Canaria |
Fecha | 1998 |
Páginas | P. 0663-0681 |
Materias | Congresos ; Historia ; Canarias ; América |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 132945 Bytes |
Texto | FILIPINAS Y EL 98 Coordinación: Dr. D. Leoncio Cabrero Fernández I.3 664 FILIPINAS Y EL 98 Lourdes Díaz-Trechuelo Dentro del engranaje del Imperio español, las islas Filipinas fueron una pieza atípica y poco conocida. Desde el punto de vista geográfico, quedan fuera del marco ame-ricano; en el aspecto étnico los pueblos que las habitaban antes de la llegada de los españo-les eran muy diversos, porque en las islas se habían encontrado gentes de muchas etnias y culturas. Hasta allí había alcanzado la onda expansiva del Islam, y al llegar los españoles volvieron a encontrarse la cruz y la media luna, con resultados semejantes en lo que se refiere a interacción cultural. Aquí, como en la Península, los moros, nombre trasplantado de España a Filipinas, se mostraron impermeables a la evangelización, confirmando su condición de “infieles no convertibles”. Por contraste el grupo malayo, el más numeroso del archipiélago, se mostró proclive al cristianismo, y pronto la acción misionera obtuvo óptimos frutos en los últimos años del siglo XVI y primeros del XVII.1 La conquista no fue difícil, pero las ilusiones forjadas sobre aquellas tierras se vieron defraudadas; pese a la proximidad de las Molucas, no había especias, ni el subsuelo filipino contenía ricas vetas de plata como México y Perú; sólo había un poco de oro en forma de placeres, de los que los indios extraían lo suficiente para labrar sus joyas y adornos. No obstante, las islas ofrecían inmensas posibilidades agrícolas, poco valoradas por los españoles, que no habían llegado allá para seguir manejando el arado, como en tierras de Castilla. Hubo algo que desde el principio deslumbró a los conquistadores; la vecindad de los legendarios países orientales; Japón, China, Siam, Camboya, estaban al alcance de la mano, e incluso sus barcos acudieron desde los primeros momentos al puerto de Manila, ofreciendo productos que Europa había recibido hasta entonces a través de las caravanas que cruzando Asia llegaban a orillas del Mediterráneo oriental. Entre esos pro-ductos destacaban las sedas, los maques, las porcelanas y los marfiles, y otros objetos suntuarios que pronto se pondrían de moda en América y en Europa. Los españoles nunca se sintieron especialmente atraídos por las islas Filipinas. Para fomentar el poblamiento hispano la Corona buscó sin éxito incentivos capaces de atraer una corriente migratoria, pero siempre fue escasa la población hispana, constituida por comerciantes, que eran en su mayoría factores de las grandes figuras del Consulado de México, y funcionarios civiles que iban a ocupar los numerosos cargos creados por la burocracia del Imperio, y que no solían afincarse en Filipinas; los de mayor rango, como los gobernadores, cumplido el tiempo de su mandato se apresuraban a trasladarse a la Nueva o a la Vieja España, y los miembros de la audiencia consideraban el destino en Manila como una etapa de su carrera profesional, que trataban de que fuera lo más corta posible. El resto eran los soldados que se enviaban desde Nueva España reclutándolos casi todos a la fuerza.2 Los únicos que echaban raíces y en su mayor parte morían en las islas, eran los misioneros; esto explica su gran influencia, ya que eran los mejores conocedores del país y de la idiosincrasia de sus habitantes, y los que gozaban de mayor prestigio entre la población indígena. 47 665 Fácilmente se comprende que una población española de estas características, y además muy escasa, no podía producir un mestizaje semejante al de América, ni tampoco un grupo criollo numeroso. Los españoles filipinos fueron siempre muy pocos, y esto ha de atribuirse en parte al clima. El padre Juan José Delgado que escribe hacia 1749, cuando llevaba ya unos veinte años en Filipinas, afirma que para “los españoles europeos parece que son madrastras estas tierras, llegando a veces las generaciones solamente a las segun-das y cuando más a las terceras” y añade que si cada año no pasaran nuevos refuerzos a las islas “en breve se despoblarían”.3 Por añadidura, la escasa población española vivía concentrada en Manila y en las ciudades que eran cabezas de los obispados sufragáneos de Manila; Cebú, Nueva Cáceres y Nueva Segovia. La vida de Filipinas fue lánguida en el siglo XVII y en la primera mitad del XVIII pero al doblar la decimoctava centuria, surgen los primeros síntomas de despertar. Apare-cen varios proyectos que tratan de sacar a las islas del marasmo en que se hallaban sumi-das, pensando en fomentar los cultivos de especiería, y buscando nuevos derroteros que facilitaran la comunicación directa entre Filipinas y España. Cuando ya decae el mercantilismo hay quienes sueñan con una compañía de comercio que revitalice la vida económica del país, y aunque la idea no cuajó hasta 1785, hubo varios intentos, que em-piezan en el reinado de Felipe V.4 En el de Carlos III se inaugura la comunicación directa Cádiz-Manila por la vía de El Cabo de Buena Esperanza, vedada a los españoles desde 1494. Ahora ya, el Tratado de Tordesillas, aunque no derogado, ha caído en olvido y España no se siente obligada a respetarlo como en siglos anteriores. A partir del primero de estos viajes se despierta algún interés comercial: Las islas “se acercan” a su metrópoli, pero siguen siendo pocos los españoles que se arriesgan a una aventura filipina.5 La llegada de un andaluz, el rondeño José Basco y Vargas, al gobierno del archi-piélago, señala el comienzo de una era de reformas impulsadas por el espíritu de la Ilustra-ción. Él trató de fomentar la agricultura y sus industrias derivadas, utilizando como instru-mento la Sociedad Económica de Manila, nacida en 1781.6 Pero era mucha la inercia acumulada y el Consulado manileño, creado en 1769, representó siempre la oposición del comercio tradicional, aferrado a “sus antiguas costumbres de nao y boletas”, en frase de Basco y Vargas,7 y enemigo de cuanto significara innovación. En tiempo de Basco se implantó también la primera Intendencia en Filipinas, que encontró en el sevillano Ciríaco González Carvajal un hombre empeñado en llevar ade-lante la reforma hacendística que se pretendía con el nuevo sistema. Entran así las islas en el último tercio del siglo XVIII, en que la actividad comer-cial del puerto de Manila creció notablemente gracias a la política de liberalización econó-mica que lo abrió a los barcos extranjeros de todo el mundo, rompiendo al fin, el rígido monopolio impuesto desde 1593. Quizá con excesivo optimismo el gobernador Rafael Mª de Aguilar escribió en 1793, que en tres o cuatro años serían las islas “el emporio del universo”.8 666 Pero tan halagüeñas perspectivas quedaron frustradas por los acontecimientos ocurridos en la Península a la entrada del nuevo siglo, y la penetración de las nuevas ideas políticas acabarían con los hasta entonces sólidos fundamentos del Estado del Antiguo Régimen. Mientras el pueblo español luchaba y moría defendiendo el solar patrio frente al invasor, las clases más cultas asimilaban las ideas de la soberanía del pueblo, frente al derecho divino de los reyes y cuando toda la Península estaba invadida por las tropas de Napoleón, las autoridades de la Junta Central, establecida entonces en Sevilla, firmaban el decreto de convocatoria de Cortes Constituyentes, el 22 de enero de 1809, declarando “parte esencial e integrante de la monarquía española” los territorios ultramarinos, que debían tener diputados en estas Cortes. Se ordenó, pues, al gobernador de Filipinas que las islas nombraran sus representantes. Después del motín de La Granja, las Cortes convocadas en 1837 resolvieron en sesión secreta de 16 de enero que las provincias de Ultramar se regirían por leyes especia-les, dejando de tener representación en Cortes. Por lo que respecta a Filipinas, los argu-mentos básicos fueron la enorme distancia que las separa de la Península y la cantidad de diputados que les correspondería; sesenta, a razón de uno por cada 50.000 habitantes. Las Filipinas nunca habían enviado más de dos representantes, por los cuantiosos gastos que causaba su viaje y estancia en la Península. La supresión de la representación en Cortes fue grave error que abrió un abismo entre España y las islas. Cuba y Puerto Rico lograron recuperar esta representación por la Constitución de 1869, pero no así Filipinas; las leyes especiales nunca se dieron. Las prometen las Constituciones de 1845, artº 80, y de 1869, artº 109, que dice: “El régimen por el que se gobiernan las provincias españolas situadas en Filipinas será reformado por una ley”. Y la de 1876 en su artº 89 vuelve a anunciar “leyes especiales” para las provin-cias de Ultramar (artº 89) y entretanto autoriza al gobierno para aplicar allí “con las modi-ficaciones que se juzguen convenientes (...) las leyes promulgadas o que se promulguen para la Península”. Comenzadas las guerras carlistas, el archipiélago filipino se convirtió en lugar de destierro para los partidarios del hermano de Fernando VII. El gobernador interino Pedro Antonio de Salazar (1835-1837) fue acusado de ser muy tolerante con los carlistas que, según un escrito anónimo enviado a la Reina Gobernadora9 dominaban la audiencia de Manila, cuyos magistrados, exceptuando uno, eran carlistas furibundos. También en el ejército abundaban los partidario de don Carlos y las órdenes religiosas, según el autor del escrito, eran enemigas de la reina Isabel. Declarada la mayoría de ésta, comienza un período de extraordinaria inestabili-dad política en España. No es de extrañar que las islas Filipinas no fueran bien gobernadas desde Madrid; todo quedaba a merced de las cualidades personales del gobernador de turno, que siempre fueron militares, no hombres de estado. Tampoco es de extrañar que las islas se convirtieran en refugio de disidentes. Las revoluciones europeas de 1848 tuvieron repercusiones en España, reprimidas con firmeza por Narváez, jefe del partido moderado en el poder. Como consecuencia de ellas fue de-portado a Manila, entre otros, Casimiro de Grau y Figueras, abogado barcelonés que estu- 667 vo allá seis meses y los aprovechó para estudiar la situación del país. Escribió una Memo-ria en la que señala como causas del atraso económico la mala administración, los estan-cos de tabaco y vino de la tierra, las trabas que se ponían al establecimiento de extranjeros en las islas, y el carácter militar de los gobernadores.10 Por lo que respecta a la mala calidad de los funcionarios españoles destinados a Filipinas, son muy ilustrativas las palabras del general Manuel Pavía y Lacy escritas en 1853.11 Dirigiéndose al Presidente del Consejo de Ministros, que aquel momento era el conde de San Luis, le dice: “A usted no se le oculta el descuido, cuando menos, con que las circunstancias especiales de nuestra Patria han hecho mirar las cualidades de los elegidos (...) A Filipinas, especialmente a los puestos más importantes deben ir empleados conoci-dos en la Península por su honradez y por su instrucción, no personas que no llevan allá quizá más que deseos de improvisar una fortuna”. El descontento legítimo que causaba esta situación fue aprovechado por quienes estaban interesados en fomentar los todavía muy incipientes sentimientos nacionalistas de los filipinos. La revolución de septiembre de 1868 abre un sexenio agitado, en el que España tuvo un gobierno provisional presidido por Serrano, que convocó las Cortes de 1869. Éstas le nombraron Regente de la nueva monarquía, mientras se hallaba la persona más idónea para ceñir la corona; como es bien sabido fue don Amadeo de Saboya que sólo reinó algo más de dos años, y la República que le siguió tuvo diez meses de vida, desem-bocando en otro gobierno provisional de Serrano. La noticia del destronamiento de Isabel II fue conocida en Filipinas a través de periódicos ingleses y tuvo escasa repercusión en las islas. Sólo los españoles peninsulares y la elite criolla y mestiza más culta, fue consciente de la importancia del hecho. Los funcionarios públicos se sintieron afectados porque temieron, con razón, la pérdida de sus empleos, como sucedió al ser derogado el reglamento orgánico de 3 de junio de 1866, que regulaba la carrera administrativa. Quedaron así a merced del gobierno de turno, y pronto vieron confirmados sus temores; un decreto del ministerio de Ultramar cesó a todos y los sustituyó por personas inexpertas que entorpecieron la marcha de todos los asuntos. Como escribe Montero y Vidal12 empieza aquí “la ya no interrumpida contradanza de empleados que ha hecho pasar por Filipinas, como pasan los trenes por un túnel, a miles de españoles”. No todo fue negativo: un decreto de 29 de diciembre de 1868 declaró libres de derechos de salida todos los productos filipinos, lo que favoreció su exportación, y otro de igual fecha abrió los puertos de las islas a cualquier nación, previo pago de los derechos de entrada. Se trató también de elaborar un plan de reformas para la administración y gobier-no del archipiélago, pero no hubo tiempo de hacerlo. Fue enviado como gobernador el teniente general Carlos Mª de la Torre (1869- 1871), recibido con grandes esperanzas por los elementos revolucionarios. Desconocedor del país, creyó de buena fe que se podía implantar en Filipinas la misma situación política que en la Península; por añadidura, se dejó guiar por una camarilla de aduladores que le 668 hicieron cometer muchas equivocaciones. En su obsequio se preparó una serenata patroci-nada por el gobernador civil de Manila, en la que sólo intervinieron españoles filipinos y algunos mestizos. Los manifestantes fueron agasajados por el gobernador y los organiza-dores del acto se convirtieron en asiduos tertulianos de Malacañang, a la vez que los españoles peninsulares dejaban de frecuentar el Palacio. Con motivo de la jura de la Constitución de 1869, realizada en Manila en el primer aniversario de la revolución septembrina el gobernador dio una recepción a la que concurrieron personas que poco después serían notorios enemigos de España. Todo ello creó un ambiente de difícil convivencia en la capital filipina. Aunque se legisló mucho durante el Sexenio, pocos beneficios se siguieron de estas leyes ya que antes de que se pudieran aplicar eran derogadas y sustituidas por otras disposiciones de signo contrario, a compás de los vaivenes políticos de la Península. Así, por ejemplo, don Manuel Becerra, ilustre masón de Grado 33 y ministro de Ultramar en el gobierno provisional presidido por Serrano, comunicó al gobernador de Filipinas su pro-pósito de llevar al archipiélago una serie de reformas administrativas y económicas que lo pondrían en pie de igualdad con la Península. A dicho fin se creó en Madrid el 30 de enero de 1870 una Comisión consultiva de veinte miembros que debía redactar su informe en el plazo de seis meses, pero antes de que se cumplieran ya Becerra había dejado de ser ministro de Ultramar. Le sucedió otro masón, Segismundo Moret, hombre de gran cultura y clara visión política, que trató ante todo de mejorar las comunicaciones de Filipinas con España, y pensaba crear un cuerpo administrativo inteligente y activo para vivificar la economía y sanear la hacienda pública. En el preámbulo de la Memoria13 que presentó a las Cortes Constituyentes da un certero diagnóstico de uno de los viejos males que aque-jaban a las islas: se enviaba allá a los que eran incapaces de servir en la Península. Nada se hizo; no se creó el proyectado cuerpo de funcionarios, ni se eligieron éstos con mayor acierto, y en el reinado de Amadeo de Saboya se restableció la legislación anterior. También había pensado Moret establecer en la Universidad de Madrid un plan de estudios para los aspirantes a ingresar en el cuerpo administrativo de Filipinas. Este plan incluía cursos de lengua tagala, historia de las posesiones inglesas y holandesas en Asia y Oceanía, y de las islas Filipinas, desconocidas no sólo del pueblo español sino también de sus políticos. Valga como muestra esta anécdota: El gobernador interino Pedro Antonio Salazar Castillo había firmado un tratado de comercio con el sultán de Joló, pretendiendo contener los excesos de los piratas de aquellas islas. Pues bien, al abrirse las Cortes de 1834, en el discurso de la Corona se subraya la importancia de este tratado porque casi todos los buques que iban a Filipinas “tocaban en Joló”.14 El texto del tratado quedó apro-bado después de una intervención del diputado don Martín de los Heros que repitió el mismo disparate al decir que “en toda la navegación de aquellas islas hay que pasar por delante de esta isla de Joló”.14 Este desconocimiento de Filipinas se mantuvo hasta el 98. El sucesor de Moret, Adelardo López de Ayala, dejó en suspenso todos estos proyectos y el gobernador De la Torre fue sustituido por el general don Rafael Izquierdo, que tomó posesión el 4 de abril de 1871. Su política fue totalmente opuesta; trató ante todo de restablecer el prestigio de la primera autoridad del archipiélago, muy quebrantado por la demagogia de su antecesor. Durante el gobierno de Izquierdo ocurrió la sublevación de 669 Cavite en 1872, considerada por algunos sin base sólida como prólogo del movimiento independentista. No es cierto: Realmente fue una algarada cuyos motivos no están muy claros y que estuvo muy localizada. Pero la dura represión que trató de conseguir un escarmiento alcanzó a algunas personas como los sacerdotes filipinos José Burgos, Mariano Gómez y Jacinto Zamora sentenciados a garrote, y algunos civiles muy conocidos que fueron desterrados a las islas Marianas.15 En diciembre de 1875 un pronunciamiento militar dirigido por el general Martínez Campos proclamó rey de España a don Alfonso de Borbón, Los seis primeros años de la Restauración fueron años de esperanza, bajo la dirección política de Cánovas del Castillo: terminaron definitivamente las guerras carlistas y se firmó en Cuba la paz del Zanjón (12 de febrero de 1878) que puso fin a la guerra de diez años, aunque no cortó el proceso hacia la independencia. Las cortes de 1876 dieron a España una nueva Constitución, en la que por vez primera se dice que nadie sería molestado por sus creencias en el territorio nacional, aun-que la Religión Católica sigue siendo la del Estado (artº 3). Se reconocen también los derechos individuales de inviolabilidad de domicilio y de correspondencia, y las liberta-des de profesión, residencia, creencias, expresión, asociación, reunión y petición (artsº 4 a 13), que podrían ser suspendidas en circunstancias excepcionales. Estos años de gobierno canovista son de aislamiento internacional, pero cuando en 1881 sube al poder Sagasta, se inicia una cierta apertura al exterior. La prematura muerte de Alfonso XII (25 de noviembre de 1885) abre otra época difícil para España. Durante la minoría de Alfonso XIII, bajo la regencia de su madre doña Mª Cristina de Habsburgo-Lorena, será cuando se consume la pérdida de los últimos res-tos del Imperio Hispánico: El grito de Baire fue el comienzo de la última guerra cubana; casi en paralelo se desarrolla la insurrección de Filipinas en 1896, primer acto de la tragedia en las islas. La evolución política y económica de Filipinas en el siglo XIX Los movimientos independentistas de la América española continental no tuvie-ron ninguna repercusión en Filipinas. El bergantín Activo, procedente de Nueva España, llevó a Manila, a mediados de febrero de 1809, un oficio de la Junta Central que comuni-caba a las autoridades de las islas lo sucedido en España. El gobernador interino, don Mariano Fernández de Folgueras, hizo proclamar rey a Fernando VII, y las islas siguieron viviendo tranquilamente. Poco después llegó una fragata francesa con despachos del gobernador de la isla de Francia, exhortando a los habitantes de Filipinas a reconocer como soberano a Napoleón I; la respuesta de Folgueras se limita a comunicarle que las islas han declarado la guerra al Emperador de los franceses. Las Filipinas siguieron fieles a España a lo largo del siglo XIX, pero ya en su último tercio empieza a notarse el descontento de las clases ilustradas filipinas que desea- 670 ban para las islas una igualdad total con las provincias peninsulares e insulares españolas. Fueron los muchos desengaños sufridos los que, poco a poco, crearon el ambiente favora-ble a la independencia, y un paso muy importante en este camino fue la pérdida de la representación en Cortes.16 Del mismo modo que los criollos americanos vienen a estudiar a Europa a fines del XVIII, un siglo más tarde, una minoría culta, formada por españoles filipinos y mesti-zos, que habían estudiado en la Universidad de Santo Tomás o en el Ateneo de Manila, vinieron a la Península, y también algunos viajaron por Europa. En 1882 se creó en Manila un Comité de Propaganda integrado por personas cultas y de buena posición económica. La Propaganda tuvo delegaciones en todo el archipiélago y también en Barcelona, a donde fue enviado Marcelo Hilario del Pilar que, con Graciano López Jaena y José Rizal, forman el triunvirato más notable de la colonia filipina en España. Vimos ya que en los últimos años del siglo XVIII se realizaron reformas encami-nadas a reactivar la economía filipina. Una de ellas fue el estanco del tabaco decretado por Basco y Vargas en 1781. Al principio sus efectos fueron positivos para la real hacienda que llegó a tener saldo favorable a partir del año 1784. Pero casi un siglo después un informe del Consejo de Filipinas, correspondiente al año 1874 traza un cuadro muy nega-tivo de la situación y llega a decir que el estado de la hacienda pública era tal que no sólo no se pagaba a los cosecheros de tabaco, sino que llegaría el momento en que no se podría pagar al ejército y la armada.17 En 1882 el primer gobierno liberal de la Restauración se decidió a suprimir el estanco del tabaco y adoptó una nueva política para impulsar el comercio con Filipinas; el arancel de 1891 hizo crecer las exportaciones de la Península a las islas, en lo que también influyeron otras circunstancias como la apertura del canal de Suez y el establecimiento de las primeras líneas de vapores a Filipinas. En 1879 el marqués de Campo había obtenido concesión oficial para realizar doce viajes anuales a Manila, y en 1882 empezó a funcio-nar la línea regular de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, que unía Cádiz y Barcelona con Manila. Esta línea fue vendida a la Compañía Trasatlántica en 1887. A todo esto hay que añadir la instalación de una línea telegráfica directa por cable, que desde 1880 unía Filipinas con la Península. Esto permitiría acabar con el secu-lar aislamiento en que vivieron las islas desde su conquista. Entre los años 1894 y 1896 la corriente exportadora hacia Filipinas significó el 5% del total de España, a lo que se unió el comercio internacional que generó fuertes ingresos a la renta de aduanas. Este auge comercial se mantuvo e incluso aumentó entre los años 1899-1903, cuando ya las islas no pertenecían a España.18 La nueva situación creada por la abolición del estanco del tabaco fue la que im-pulsó a un grupo de financieros españoles a constituir la Compañía General de Tabacos de Filipinas, que se convirtió pronto en el gran motor de la economía de las islas, porque no limitó sus operaciones al producto que le da nombre. La Compañía adquirió grandes ha-ciendas, se interesó por los cultivos de exportación como azúcar, abacá y copra, y por la producción de vino de palma o de la tierra, fundando la fábrica llamada “La Clementina”. 671 Con la Tabacalera, hubo otras grandes compañías españolas que sobrevivieron al 98, e incluso aumentaron sus beneficios después; fueron la fábrica de cerveza San Miguel y el Banco Español Filipino.19 La Tabacalera creó también un servicio de transportes flu-viales, muy importante en aquel país, y otro de navegación interinsular. Sus directivos supieron capear hábilmente todos los temporales, y lograr que la primera actitud hostil de las autoridades norteamericanas se convirtiera en disposición favorable hacia la empresa española.20 Filipinas y la Masonería A pesar de las prohibiciones existentes, desde 1854 existieron logias masónicas en las islas, pero no se puede hablar aún de “masonería filipina”; los miembros de estas logias eran militares españoles y algunos comerciantes extranjeros. No se admitía en ellas a los filipinos y hay que esperar al año 1874 para encontrar entre los componentes de la logia “Luz de Oriente”, fundada ese año, a José A. Ramos, español filipino. Realmente la masonería filipina nació en España, a partir de la constitución el 9 de enero de 1889 del Gran Oriente Español, cuyo Gran Maestre fue Miguel Morayta.21 Poco antes había nacido en Madrid, -12 de julio de 1888- la Asociación Hispano Filipina, cuyo primer presidente fue también Morayta. Al principio, la masonería se mostró contra-ria a la separación y defendió la asimilación, es decir que las islas fueran equiparadas en derechos y deberes a las provincias peninsulares e insulares de España. La misma postura se extendía también a Cuba. En abril de 1889 Graciano López Jaena fundó en Barcelona la logia “Revolu-ción” de la que fue el primer Venerable Maestro.22 No todos los miembros de esta logia eran filipinos, pero al año siguiente Rizal y Del Pilar pidieron a Morayta autorización para fundar logias exclusivas para ellos; así nació el 15 de mayo de 1889 la llamada “La Soli-daridad”, que editó con el mismo nombre un periódico quincenal. “La Solidaridad” consiguió que todas las logias masónicas de Barcelona suscri-bieran un escrito dirigido al presidente del Gobierno, Sagasta, y al ministro de Ultramar, Becerra, ambos masones de grado 33; en este documento, fechado a 5 de julio de 1889 se expone que ocho millones de habitantes de Filipinas carecían de representación en Cortes y de libertad de prensa, y su educación en todos los grados, estaba dirigida por las órdenes religiosas. A fines del año 1889 esta logia se trasladó a Madrid donde siguió editando su periódico. Puede decirse que hasta 1890 no comenzó la organización de la masonería filipina en su país; bajo los auspicios del Gran Oriente Español, empezaron a trabajar en ello Marcelo Hilario del Pilar y Pedro Serrano Laktaw. Este viajó a Manila y fundó allí la logia “Nilad” considerada como madre de todas las filipinas. Pronto hubo más, en la capital y en provincias. La legislación vigente en Filipinas prohibía las sociedades secretas, por lo que las logias estuvieron siempre perseguidas, aunque no con demasiado celo porque bastantes españoles que ocupaban cargos más o menos importantes en la administración y en el 672 ejército, eran masones. La masonería filipina pasó al principio por difíciles momentos, debido a sus disensiones internas, pero al fin se llegó a constituir un Gran Consejo Regio-nal, para coordinar a todas las logias, que empezó a funcionar en 1893. El 26 de junio de 1892 había llegado a Manila José Rizal, procedente de Hong- Kong., después de una larga estancia en Europa. En Londres había ingresado en la maso-nería. El 3 de julio siguiente, según Antonio Molina y Carlos Quirino,23 se reunieron en Tondo un grupo de propietarios, comerciantes, industriales y algunos profesionales y arte-sanos. Rizal les habló de la situación del país y de la dificultad de conseguir reformas, y les leyó los Estatutos que había redactado para una Liga Filipina, cuyo fin sería “unir el archipiélago en un cuerpo compacto, vigoroso y homogéneo”. Los miembros de la Liga se protegerían mutuamente y se defenderían contra la violencia y la injusticia. Debían fo-mentar la educación, la agricultura y el comercio. Sería una asociación secreta, y cada miembro tomaría un nombre simbólico. No aparece en los Estatutos ninguna alusión a la independencia de Filipinas ni a ninguna actividad revolucionaria.24 A su llegada a Manila, Rizal fue recibido por el gobernador Despujol y obtuvo el indulto de su padre y de una hermana viuda, condenados al destierro por los sucesos de Calamba.25 En esta entrevista expuso al gobernador sus aspiraciones para Filipinas: secu-larización total de curatos, quitar a las órdenes religiosas el monopolio de la enseñanza primaria y recuperar la representación en Cortes, para buscar por este medio la consecu-ción de las reformas necesarias para el país. No mucho después de esta entrevista Rizal fue preso porque se encontraron en su equipaje proclamas subversivas, y se le desterró, a Dapitan, en la isla de Mindanao. Con su marcha la Liga Filipina se disolvió, pero en abril de 1893 fue refundada; su objetivo es ya claramente la independencia de las islas. Entre sus miembros figura Andrés Bonifacio, guarda-almacén en la fábrica de baldosas de Fressel y Cª, que sería promotor y alma del Katipunan. Aparece el Katipunan El mismo día en que se hizo pública la deportación de Rizal -7 de julio de 1892 - Andrés Bonifacio convocó a un grupo de miembros de la Liga Filipina con el fin de cons-tituir una sociedad secreta para luchar por la independencia. Esta sociedad se llamó Sobe-rana y Venerable Asociación de los Hijos del Pueblo, y es conocida por la palabra tagala katipunan. Su secretismo y la copia de algunos rituales masónicos hizo que en su tiempo se la considerara como una logia, pero nunca estuvo incorporada a la Masonería. El Katipunan fue protagonista de la insurrección de 1896. La Sociedad quedó organizada en consejos populares o locales, provinciales y Nacional o Supremo. El primero de éstos se constituyó el 15 de julio de 1892 bajo la presidencia de Deodato Arellano, pero desde fines de 1893 fue Andrés Bonifacio quien ocupó este cargo hasta la desaparición de la sociedad. En 1896 la Asociación de los Hijos del Pueblo había logrado amplia difusión entre los nativos especialmente en las provincias 673 tagalas, y estaba preparada para entrar en acción. Solicitó ayuda a Japón y quiso conven-cer a Rizal para que acaudillara la revolución, pero éste rechazó el plan katipunero porque, a su juicio, era prematuro y arriesgado, y se negó rotundamente a dirigirlo, lo que contra-rió a Bonifacio. La sublevación debió anticiparse porque hubo un delator que descubrió el plan de matar a todos los españoles residentes en las islas. Aunque ya había fundadas sospe-chas, hasta aquel momento el general don Ramón Blanco y Erenas que gobernaba el archi-piélago no había dado la menor importancia a las informaciones recibidas, cosa que algu-nos atribuyeron a su filiación masónica. No voy a entrar en este tema; sólo diré que el mismo Blanco aseguró a Retana en carta privada que no había pertenecido nunca a la masonería.27 En todo caso, su actuación era muy mal vista por los elementos peninsulares más destacados. Descubierto el plan, el gobernador no pudo seguir ya ignorando a la Venerable Asociación de los Hijos del Pueblo. El 21 de agosto de 1896 envió un telegrama al minis-tro de Ultramar comunicándole el descubrimiento de una “vasta organización de socieda-des secretas con tendencias antinacionales”,28 declaró el estado de guerra en Manila y provincias colindantes, y nombró un juez instructor, ofreciendo amnistía a los conjurados que se presentaran en el plazo de cuarenta y ocho horas. Andrés Bonifacio, en estas circunstancias, decidió anticipar el alzamiento arma-do que comenzó entre el 26 y el 29 de agosto. Los insurrectos dominaron la provincia de Manila y cercaron la capital. El día 31 se sublevó en Cavite Emilio Aguinaldo,29 que pronto asumiría la dirección del movimiento revolucionario, y en menos de quince días se hizo dueño de la provincia y desplazó del mando a Bonifacio. Aunque las fuerzas españolas eran muy inferiores en número, estaban mejor or-ganizadas y disciplinadas. En el ejército filipino, soldados, cabos y sargentos, eran nati-vos, que en muchos casos se mantuvieron leales a España en estos momentos. Los jefes y oficiales eran todos españoles peninsulares. Los primeros momentos fueron de gran confusión; Blanco convirtió en dura re-presión su anterior condescendencia y hubo más de treinta fusilamientos, así como embar-go de los bienes de los rebeldes. En España las noticias de Filipinas causaron estupor; nadie conocía la verdadera situación del país. La actuación de Blanco fue discutida en el Congreso y su prestigio en el archipiélago era cada vez menor, llegando hasta el Gobierno peticiones de que fuera rele-vado. La más famosa fue la del arzobispo de Manila, el dominico fray Bernardino de Nozaleda, que desde Hong-Kong envió este telegrama: “Situación agrávase. Rebelión extiéndese. Apatía Blanco, inexplicable. Para conjurar peligro es necesidad muy apre-miante, nombramiento nuevo jefe. Opinión acorde”.30 Cánovas del Castillo actuó con respecto a Filipinas, como lo había hecho en el caso de Cuba; si aquí sustituyó al contemporizador Martínez Campos por el enérgico 674 Weyler, a Filipinas mandó para relevar a Blanco al general don Camilo García Polavieja, hombre de carácter, con brillantísima hoja de servicios y que había tenido notable éxito en Cuba. Cuando salió de España, al mando de los refuerzos de tropas que se enviaban, Polavieja llevaba el nombramiento de segundo cabo de la capitanía general de Filipinas, lo que hacía suponer que relevaría a Blanco en el mando supremo de las islas, como sucedió. El 12 de diciembre de 1896 tomó posesión del cargo de gobernador y capitán general, y dirigió una alocución a los habitantes del país, ofreciendo perdón a los que depusieran las armas y amenazando con todo el rigor de la ley a los que no se quisieran someter. Su mando en Filipinas duró poco más de tres meses; en ellos dejó casi dominada la insurrección y firmó la sentencia de muerte del doctor José Rizal convirtiéndolo en héroe y mártir. No es posible entrar aquí en el análisis del proceso de Rizal; sólo diré que Polavieja se limitó a firmar la ejecución de la sentencia dictada por el tribunal militar, que venía instruyendo la causa desde antes de su llegada. No pudo hacer otra cosa, ya que un indulto habría sido considerado signo de debilidad, pero es claro que el fusilamiento de Rizal dio un símbolo a la causa del pueblo filipino. En marzo de 1897 Polavieja fue relevado por don Fernando Primo de Rivera. Para entonces, en el seno del Katipunan habían surgido grandes divergencias; un grupo pretendía la formación de un gobierno revolucionario, y otro estimaba que el Katipunan tenía capacidad suficiente para ser ese gobierno. Al mismo tiempo que era nombrado Primo de Rivera, se reunía en Tejeros una Asamblea en la que triunfaron los primeros y eligieron presidente del Gobierno de la República Filipina a Emilio Aguinaldo. Bonifacio, despechado, quiso formar otro gobierno paralelo y hubo un enfrentamiento armado entre ambos grupos, en el que lo apresaron y condenaron a muerte. Cuando intentaba escapar, lo mataron a tiros y con él desaparece de hecho el Katipunan, que había dejado de existir de derecho en la Asamblea de Tejeros, cumplida su misión de preparar el movimiento revolucionario. Muerto Bonifacio, Aguinaldo se convierte en el jefe indiscutido de la revolución filipina, que a la marcha de Polavieja quedaba reducida a dominar la zona montañosa de la provincia de Cavite. Dejaba el ejército español bien organizado y con elevada moral. Primo de Rivera,31 nombrado por el mismo gobierno que había negado a Polavieja los refuerzos que pidió, quiso demostrar que no eran necesarios. Poco después de su toma de posesión, en la primera quincena de mayo del 97, dirigió una ofensiva victoriosa que hizo renacer la confianza en la población civil española de Manila y sus contornos. Pero poco después llegó la réplica de Aguinaldo, que logró cruzar al Pásig e instalarse en los límites de las provincias de Morong, Bulacán y Manila. Un ataque español contra este núcleo rebelde fue rechazado. Al mismo tiempo Primo de Rivera seguía una política blanda; cuando subió al poder el partido liberal, - 4 de octubre de 1897 - sustituyendo al conservador tras el asesi-nato de Cánovas, el gobernador de Filipinas dirigió un telegrama de saludo al nuevo pre- 675 sidente del Consejo de Ministros, Sagasta, en que da noticias optimistas sobre la situación del país32 y considera dominada la insurrección. En el mismo telegrama solicita su relevo porque no creía contar con la confianza del nuevo Gobierno, puesto que Sagasta, al día siguiente de la muerte de Cánovas, había escrito en El Imparcial que el estado de Filipinas era peor entonces que cuando llegó Primo de Rivera. El gobernador se inclinaba a una solución negociada, que consistiría en pagar a los jefes y partidas rebeldes por la entrega de las armas, según propuesta hecha por el filipino Pedro Alejandro Paterno y otros. Para ello habría que abonar 1.700.000 pesos en varios plazos. Si el gobierno optaba por seguir la guerra, deberían formarse compañías de vo-luntarios que unidos con las tropas indígenas y las peninsulares ya aclimatadas, persiguie-ran a las partidas rebeldes, mientras los soldados recién llegados de España se destinarían a guarniciones. El gobierno liberal no aceptó la dimisión del gobernador y optó por la negocia-ción33 que condujo a la firma del pacto de Biac-Na-Bató, por Aguinaldo y otros treinta y seis cabecillas de la revolución que fueron embarcados para Hong-Kong, donde de modo inmediato empezaron a preparar nuevos movimientos revolucionarios. Primo de Rivera dio por terminada la guerra y por liquidada la insurrección. El 23 de enero de 1898, - entramos ya en el año del desastre español - publicó en la Gaceta de Manila una alocución triunfalista al pueblo filipino y concedió indulto a todos los encau-sados, excepto los ya sentenciados por los tribunales, que debían solicitarlo al rey.34 En España la paz fue acogida con gran entusiasmo, no justificado por la realidad puesto que los revolucionarios filipinos buscaban activamente ayudas exteriores y acudieron a Japón. Pronto contarían con otro aliado mucho más poderoso y eficaz: los Estados Unidos. Este país, una vez superada la profunda crisis de la guerra de Secesión, cuyas heridas no cicatrizaron hasta un cuarto de siglo después, empezaba ya a mirar al Pacífico, lo mismo que Japón después de su rotunda victoria sobre China en 1895. No hay que olvidar tampoco a las naciones europeas, que inician ahora un nuevo imperialismo. Fran-cia desea paliar su derrota en la guerra francoprusiana, formando un imperio colonial en África; Alemania quiere tener colonias en este continente y en el Pacífico. Inglaterra ha entrado también en una era expansionista. Serán los Estados Unidos quienes se enfrenten a España, tanto en Cuba como en Filipinas. Ambos problemas se entrecruzan: recordemos que en 1890 apareció la célebre obra de Alfred Thayer Mahan, La influencia del poder naval en la Historia; 1660-1783. Además de los intereses que tenían los Estados Unidos en la economía, cubana, la isla era punto clave para el dominio del Caribe, y con él del futuro canal de Panamá.35 Filipinas era un punto estratégico que Norteamérica necesitaba para estar cerca de China y Japón. Por tanto el comienzo de la insurrección de 1896 fue observado con interesada simpatía. La voladura del Maine, en el puerto de La Habana precipitó los acontecimientos 676 La escuadra norteamericana del Pacífico recibió orden de concentrarse en Hong- Kong. El 3 de marzo de 1898 el gobernador de Filipinas comunicó la alarmante noticia al ministro de Ultramar36 y al día siguiente llegó la respuesta de Moret: “Siendo muy cordia-les nuestras relaciones con Gobierno americano, reciba V.E. escuadra en los mismos tér-minos que otras extranjeras que han visitado ese puerto”.37 Aún faltaba algo más de un mes para la declaración de guerra y principio de las hostilidades. El 13 de marzo el cónsul de España en Hong-Kong telegrafió al gobernador de Filipinas que los cinco buques americanos surtos en aquel puerto estaban prestos a salir para Manila, tan pronto se les mandara.38 El 9 de abril llegó a la capital filipina el general don Basilio Augustí, que debía relevar a Primo de Rivera, y tomó posesión del mando el día 23. La arenga que lanzó en el acto demuestra su desconocimiento de la verdadera relación de fuerzas entre España y los Estados Unidos. Ante la noticia de la inminente ruptura de hostilidades, Emilio Aguinaldo se tras-ladó de Hong-Kong a Singapur, dispuesto a promover otra insurrección en Filipinas, so pretexto de que España no había cumplido lo pactado en Biac-Na-Bató. Esto era totalmen-te falso, porque se estaban pagando puntualmente las indemnizaciones convenidas, y no había ningún otro compromiso. A las nueve de la noche del 22 de abril Aguinaldo y el cónsul norteamericano Spencer Pratt se entrevistaron en Singapur. Supo entonces el cau-dillo filipino que el día anterior los Estados Unidos habían declarado la guerra a España. La negociación quedó ultimada el día 29; los norteamericanos facilitarían a los filipinos las armas necesarias y prometían la autonomía para las islas a cambio de que aceptaran el mando estadounidense en las operaciones militares. Más adelante sin precisar cuando, les darían la independencia, a condición de obtener el trato de nación más favorecida. El contenido de este pacto lo comunicó al gobernador Augustí el cónsul de Espa-ña en Hong-Kong don José Navarro. En su telegrama a Madrid, el gobernador subraya la crítica situación en que se hallaban las islas “completamente indefensas”. A pesar de todo había en Manila el mismo entusiasmo optimista e inconsciente que en la Península.39 La escuadra norteamericana del Pacífico, al mando del comodoro Dewey recibió orden de salir de Hong-Kong, porque la neutralidad inglesa prohibía su permanencia en aquel puerto. Zarpó de allí el 23 de abril, y se dirigió al puerto chino de Mirs, donde debía esperar al cónsul de los Estados Unidos en Filipinas.40 Inesperadamente la escuadra americana entró en la bahía de Manila el 1º de mayo de 1898, destrozó en pocas horas los viejos barcos de madera, mal dotados con artillería anticuada, que mandaba don Patricio Montojo, y en la tarde del mismo día ocupó el puerto de Cavite, que había izado bandera blanca.41 Como Dewey no tenía fuerzas de desembar-co, la ciudad de Manila no quedó cercada por tierra, pero los americanos cortaron la línea telegráfica directa con España lo que produjo gran retraso en las comunicaciones, que habían de hacerse a través del consulado español en Hong-Kong. Aún el resto del archi-piélago estaba en manos españolas. 677 La batalla naval de Cavite fue un toque de alarma para las potencias europeas, que empezaron a sospechar los propósitos expansionistas de los Estados Unidos y a rece-lar de sus intenciones con respecto a Filipinas. Alemania y Japón deseaban las islas; Ingla-terra prefería que las ocuparan los americanos, mejor que una potencia europea. Francia que tenía un importante mercado en los Estados Unidos, no quería enfrentarse con ellos, y Rusia mantuvo sus buenas relaciones e incluso animó a los americanos a quedarse con Filipinas para que no cayeran en manos de Inglaterra. Dos meses después, la destrucción de la escuadra de Cervera, y la rendición de Santiago de Cuba, obligaron a España a negociar la paz. En Filipinas, la insurrección se había extendido rápidamente y los americanos sólo esperaban a recibir fuerzas terrestres para sitiar Manila. Éstas llegaron en el mes de julio, y el 4 de agosto el gobernador Augustí fue sustituido por el segundo cabo, general de división don Fermín Jáudenes, al que tocó la ingrata tarea de entregar la capital filipina, que capituló el 14 de agosto. Cumpliendo las órdenes que tenía, el comandante general de Visayas, don Diego de los Ríos, se hizo cargo del mando militar del archipiélago.42 El gobierno español buscó la mediación de Francia, y su embajador ante los Es-tados Unidos fue el encargado de preguntar qué condiciones exigían los vencedores. Fruto de estas negociaciones sería el Protocolo de Washington, firmado el 12 de agosto, por el que España renunció a todos sus derechos sobre Cuba (art. 1º) y cedió a los Estados Uni-dos la isla de Puerto Rico y las demás que poseía en las Indias occidentales “así como una isla en Las Ladrones”, que sería elegida por los norteamericanos (art. 2º). Conservarían éstos en su poder “la ciudad, la bahía y el puerto de Manila”, hasta que se firmara el tratado de paz, en que se determinaría el “control”, la disposición y el gobierno de las Filipinas (art. 3º). El uso de esta palabra “control” de ambigua equivalencia en la lengua española, serviría a los norteamericanos para justificar su actuación posterior. Firmada la paz definitiva por el Tratado de París de 10 de diciembre de 1898, España perdió su sobe-ranía en Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam, mediante una indemnización de veinte millones de dólares. Olvidando lo pactado con Aguinaldo, los Estados Unidos no concedieron la auto-nomía ofrecida a las islas y cuando los patriotas filipinos vieron burlada su buena fe vol-vieron las armas contra los americanos, en una guerra que se prolongó más de tres años y que terminó, como no podía menos de ser, con el sometimiento del país a la administra-ción norteamericana, que duraría casi medio siglo. En ese tiempo, los lazos entre España y Filipinas no quedaron rotos, ni en el aspecto económico, como ya hemos visto, ni el cultural y afectivo; las islas recibieron la visita de ilustres personalidades españolas de las ciencias, las letras y las artes, como Salvador Rueda, en 1915, Vicente Blasco Ibáñez, que en su vuelta al mundo llegó a Manila en 1924. Bonilla San Martín estuvo allí el mismo año; Federico García Sánchiz dio sus primeras charlas en Manila el año 1925; al año siguiente estuvo Luis de Oteyza. González Gallarza y Lóriga volaron desde Madrid a Manila también en 1926. Fueron los primeros enviados oficiales de España después de la separación de las islas, y llevaron un mensaje del rey Alfonso XIII al pueblo filipino. En 1935 llegaron allá 678 el poeta Gerardo Diego y el físico Julio Palacios. La guerra civil española y la segunda guerra mundial interrumpieron estas emba-jadas culturales, pero después de la gran catástrofe que sufrió Manila con la ocupación por los japoneses y la lucha de éstos con los americanos, España envió una misión a bordo del buque “Plus Ultra”, que entró en la bahía de Manila en marzo de 1946. Juan Bernía que formó parte de esta embajada nos ha dejado43 un cuadro muy vivo de la capital filipina y especialmente de Intramuros, arrasados por la guerra, y un valioso testimonio de la pre-sencia española, representada por religiosos y religiosas que continuaban con abnegación sus tareas de siempre. Y también había hombres de España que trabajaban en diversas actividades tanto en Manila como en otros lugares del archipiélago. Precisamente el 4 de julio de ese mismo año 1946 el pueblo filipino lograba al fin su plena independencia. Con ocasión de la visita ya mencionada de Gerardo Diego y Julio Palacios, el entonces presidente de la Common Wealth of the Philippines, Manuel Luis Quezon, dijo estas palabras, con las que termino: Nunca como en mis recientes viajes he podido comprobar de una manera concreta la benéfica influencia de la dominación española en Filipinas. He visto la diferen-cia de cultura entre nuestro país y los pueblos que no tienen la religión cristiana que España nos ha traído. Y esto es un tesoro imperecedero, una cosa que nunca se borrará, y vivirá por siempre y para siempre en nuestras islas.44 679 NOTAS 1 Vid. John Leddy PHELAN, The Hispanization of the Philippines, Madison, 1959. 2 Luis MURO, “Soldados de la Nueva España a Filipinas (1575)”, Historia Mexicana, vol. XIX: 4, año 1970, núm 76, págs. 466-491. María Fernanda GARCÍA DE LOS ARCOS, “Reclutamiento y embarque de mexicanos para Filipinas”. Signo. Anuario de Humanidades: Historia, t. II, México, 1990, págs. 45-64. 3 Juan José DELGADO Historia Natural Sacro-Profana, Política y Natural de las islas de Poniente llama-das Filipinas. Madrid, 1892, págs. 855-856. 4 Álvaro J.A.I de NAVIA OSORIO Y VIGIL DE ARGÜELLES DE LA RUA, marqués de Santa Cruz de Marcenado y vizconde del Puerto. Comercio suelto y en Compañías, general y particular en México, Perú, Philipinas y Moscovia, Madrid, 1732. Papel sexto, págs. 211 y siguientes. Extracto y comentario del proyec-to elaborado por el marqués de Villadarias hacia 1730. En 1732 cuatro comerciantes gaditanos, Manuel de Arriaga, Francisco de Arteaga, Juan Martínez de Albinagorta y Juan de Leaqui, obtuvieron licencia para enviar buques a Manila. No llegó a ser realidad este proyecto, porque la real cédula de Sevilla, 29 de marzo de 1733 estableció una Compañía Real de Filipinas que tampoco llegó a existir. Vid. Lourdes DÍAZ-TRECHUELO, La Real Compañía de Filipinas. Sevilla, 1965, capítulo I. Otro intento de formar compañía para el comercio directo Cádiz-Manila es el de Francisco de Aguirre, Lorenzo del Arco y Antonio Rodríguez de Albuquerque, estudiado por José COSANO MOYANO en Anuario de Estudios Americanos, t. XXXV, Sevilla 1978, págs. 261-281. 5 Antonio GARCÍA-ABÁSOLO, “Pasajeros a Filipinas en la primera mitad del siglo XIX”. El Lejano Oriente Español: Filipinas (Siglo XIX). Actas de las VII Jornadas Nacionales de historia militar. Cátedra “General Castaños”. Sevilla, 5-9 de mayo de 1997. Madrid, 1997, págs. 721-737; Del mismo autor, “Spanish Migration and Population to the Philippines”. Ponencia presentada en The Legacy of the Spanish-American War in the Pacific. A Centennial Conference, 17-19 June 1998. Micronesian Area Research Center. Guam, 1998, En prensa. 6 María Luisa RODRÍGUEZ BAENA, La Sociedad Económica de Amigos del País de Manila en el siglo XVIII, Sevilla, 1996. 7 Basco a José de Gálvez. Manila 10 de mayo de 1780. Vía reservada núm. 17. AGI, Filipinas 497. 8 Carta a su amigo Jacinto Sánchez Torado, Manila 4 de diciembre de 1793. La publica parcialmente W.E. RETANA, Aparato Bibliográfico de la Historia General de Filipinas, Madrid, 1900, vol. I, págs. 431-432. 9 Lleva por título El Cristino por esencia. 10 Memoria sobre la población y riquezas de las islas Filipinas y reformas para la prosperidad de aquellas posesiones del Estado. Barcelona, 1855. 11 Comunicación enviada por Pavía al conde San Luis, entonces presidente del Consejo de Ministros, el 9 de noviembre de 1853. Las palabras que citamos las recoge José MONTERO Y VIDAL, Historia General de Filipinas, t. III, Madrid 1895, pág. 227. 12 Ibídem, pág. 490. 13 Memoria presentada a las Cortes Constituyentes por el Ministro de Ultramar... en 1º de noviembre de 1870: Madrid, 1870. 14 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, día 12 de octubre de 1837. 15 Ha estudiado en profundidad este tema Leandro TORMO SANZ, “La huelga del arsenal de Cavite en 1872” Anuario de Estudios Americanos, t. XXXV, Sevilla 1978, págs. 283-378. 680 16 Un estudio interesante de cómo España trató de gobernar Filipinas en esta centuria, en Julia CELDRÁN RUANO, Instituciones Hispanofilipinas del siglo XIX. Madrid, 1994. 17 Vid. Jaume SANTALÓ I PEIX, “La administración colonial en Filipinas durante el Sexenio...” Revista Española de Historia del Pacífico, núm. 7, Madrid, 1997, págs. 65-75. 18 Mª Dolores ELIZALDE “España y Filipinas”. Torre de los Lujanes junio de 1998, núm. 36, págs. 37-52. 19 Josep M. DELGADO, “Bajo dos banderas (1881-1910). Sobre como sobrevivió la Compañía General de Filipinas al Desastre del 98”. La nación soñada: Cuba, Puerto Rico y Filipinas ante el 98, Madrid, 1996, págs. 293-304. 20 Vid. Emili GIRALT RAVENTÓS, La Compañía General de Tabacos de Filipinas. 1881-1981. Barcelona, 1981. 21 Miguel Morayta Sagrario nació en 1834. Fue masón de grado 33 desde 1871. A él se debe la organización del Gran Oriente Español del que fue primer Gran Maestre siendo reelegido múltiples veces. Tuvo como nombre simbólico “Pizarro”. Ocupó la Cátedra de Historia Universal en la Universidad Central (Madrid). 22 En el Archivo Histórico nacional de Salamanca existe documentación interesante sobre esta logia. Vid. Pere SÁNCHEZ FERRE; “La Masonería española y el conflicto colonial filipino”, en La Masonería en la España del siglo XIX. Actas del II Symposium de Metodología aplicada a la Historia de la Masonería Española. Salamanca 2-5 julio 1985, vol. II, págs. 481-486. En la misma obra y volumen, Manuel ADÁN GUANTER “Una logia de filipinos en Madrid: “Solidaridad”, nº 53 (1889-1895)”. págs. 471-479. 23 Antonio M. MOLINA, Historia de Filipinas, t. I, Madrid 1984, pág. 292 y Carlos QUIRINO The Great Malayan. Manila, 4ª ed. 1958, pág. 264. 24 Documentos Políticos de actualidad (Primera Serie), publicados por W.E. RETANA, Madrid, 1897. Doc. núm. 53, pág. 248. 25 Esta hacienda era propiedad de los dominicos. Como sus arrendatarios se retrasaron más de un año en el pago, fueron deshauciados y se produjo un movimiento de resistencia, que fue reprimido. Como consecuen-cia hubo deportaciones. 26 Allí ejerció como oftalmólogo que era su especialidad, y se dedicó a fomentar la agricultura, enseñando nuevas técnicas a los campesinos y dirigiendo obras de puesta en riego. A petición propia, fue destinado como médico militar a Cuba y salió de Filipinas poco antes de que comenzara la revolución katipunera. 27 Vid. Vida y escritos del Dr. José Rizal, Madrid, 1907 pág. 301, nota 379. Remite además, al folleto de Nicolás M. SERRANO, Dos palabras de justicia debidas al general Blanco, Madrid, 1897. 28 Este telegrama fue leído en el Congreso de los Diputados por el ministro don Tomás Castellano. Está recogido en el Diario de sesiones, Legislatura 1896-1898, tomo 7, Madrid, 1896, núm. 83, 21 de agosto de 1896, pág. 2558. 29 Nació en Káwit (provincia de Cavite) el 22 de marzo de 1869. Estudió en el colegio de San Juan de Letrán pero interrumpió el bachillerato en tercer año para dedicarse a la hacienda que su familia tenía arrendada. El 1º de marzo de 1895 ingresó en la masonería con el nombre de “Colón”, y era también miembro del Katipunan. 30 El texto del telegrama lo reproduce Melchor FERNÁNDEZ ALMAGRO, Historia Política de la España Contemporánea, vol. II Madrid, 1959, pág. 346. 31 Este general había ocupado antes el gobierno de Filipinas, desde el 15 de abril de 1880 al 14 de marzo de 1883. 681 32 Telegrama de 5 de octubre de 1897. AHNM, Ultramar 5301, expte. 1, núm. 1. 33 Ídem de 6 de noviembre de 1897. AHNM, Ultramar 5301, expte 1, núm. 9. 34 Dio cuenta de todo ello a Sagasta el 21 de enero de 1898. AHNM, Ultramar 5301, expte 1, núm. 29. 35 Comenzado a construir en 1881 por una compañía francesa bajo la dirección de Fernando de Lesseps, y cuyas obras se paralizaron en 1889. 36 AHNM, Ultramar 5303, expte. 2, núm. 2. 37 Ibídem, expte. 1, núm, 1. 38 AHNM, Ultramar, 5456, caja 2. 39 Telegrama de Augustí al ministro de Ultramar, de fecha 1 de mayo de 1898. AHNM, Ultramar, 5303, expte. 2, núm. 13. 40 El gobernador de Filipinas comunicó todo esto a los ministros de Estado y Ultramar en telegrama de 26 de abril de 1898. AHNM, Ultramar 5303, expte. 2 núm. 11. 41 No queda claro a quién correspondió la responsabilidad de esta rendición. 42 AHNM, Ultramar 5303, expte. 2, núm. 24. 43 En su libro Viaje a Nueva Castilla, Madrid, 1947. 44 Palabras transcritas por Julio PALACIOS en su obra Filipinas orgullo de España, Madrid, 1935, pág. 62. |
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