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554 ESTADO, IGLESIA Y SOCIEDAD EN PUERTO RICO A FINALES DEL SIGLO XIX 1 Luis Álvarez Gutiérrez El penúltimo día del año 1898, el jesuita Thomas Sherman, capellán de las fuer-zas norteamericanas en Puerto Rico, entregaba al nuevo gobernador militar de la isla, Guy V. Henry, un informe sobre la situación religiosa de aquel territorio recién ocupado. Para la elaboración de su informe había recorrido la isla, desde mediados de octubre, en cum-plimiento del encargo que le había hecho el primer gobernador militar, el general John R. Brooke, el mismo día en que éste tomaba posesión de su cargo, el 18 de octubre, una semana después de que el ejército expedicionario había hecho su entrada en la ciudad de San Juan.2 El dictamen, si se prescinde de alguna que otra hipérbole y de algún que otro exabrupto hacia la situación heredada de la época española, es acertado. Su diagnóstico sobre la realidad político-religiosa y social de la isla borinqueña coincide, en lo esencial, con el formulado repetidas veces por las autoridades civiles y eclesiásticas de la anterior dominación española. Nos puede servir de guión para desarrollar, con referencia a la etapa final de la presencia española en Puerto Rico, los temas apuntados en el título de esta colaboración al Congreso Internacional que estamos celebrando en la acogedora ciudad de las Palmas de Gran Canaria. Acierta plenamente al aseverar, en el párrafo inicial, la estrecha vinculación de la Iglesia con el Estado en el Puerto Rico de la etapa española: “La Iglesia ha estado tan unida al Estado y tan identificada con él..., que comparte el odio que generalmente el pueblo tiene al régimen español”. Esta vinculación o subordinación, si se prefiere, era la lógica consecuencia del ordenamiento jurídico, que había regido los destinos político-administrativos y económico-sociales de la bella Borinquen hasta el final del dominio hispano. Dicho ordenamiento estuvo determinado por la pervivencia de las Leyes de Indias. Quedó configurado, desde 1837, mediante el real decreto del 18 de abril, conforme a lo acordado dos días antes en las Cortes españolas, y corroborado en el artículo 2º adi-cional de la constitución española promulgada el 18 de junio de aquel año: “Las provin-cias de Ultramar serán gobernadas por leyes especiales”. Ambas disposiciones eran el fruto de las propuestas, que había presentado un obscuro ministro de Gobernación y Ultramar, Vicente Sancho, en una sesión secreta celebrada por las Cortes a principios de aquel año. Contemplaban la no implantación del régimen constitucional en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas; la exclusión de los diputados de aquellos territorios de las Cortes; y la promulgación de leyes especiales para el gobierno de las provincias ultramarinas, cuya elaboración se dejaba para un momento posterior. Las hizo suyas la comisión especial 37 555 designada al efecto, cuya propuesta rezaba así: “No siendo posible aplicar la constitución, que se adopte en la península e islas adyacentes, a las provincias ultramarinas de América y Asia, serán éstas regidas y administradas por leyes especiales y análogas a sus respecti-vas situación y circunstancias propias; y que en su consecuencia no tomarán asiento en las Cortes actuales diputados por las expresadas provincias”. 3 Entre los que apoyaron dichas propuestas, en el seno de la comisión y en el posterior debate parlamentario, aparece Agustín Argüelles, el otrora prohombre de las Cortes de Cádiz y defensor acérrimo de la represen-tación en ellas de las provincias de ultramar. La promesa de dictar leyes especiales se fue demorando en el tiempo y nunca llegó a cumplirse. Por tanto, privadas las posesiones españolas en las Antillas y en las Filipinas de los derechos políticos constitucionales vigentes en la metrópoli, y a falta de una legislación específica, intentada varias veces pero nunca llevada a buen puerto, la organización política y eclesiástica y el funcionamiento administrativo del Puerto Rico decimonónico tuvieron como marco jurídico, hasta finales del siglo, el tradicional Código Indiano y las disposiciones legales complementarias, que, en forma de cédulas reales, decretos u órdenes ministeriales, lo explicitaban o lo adaptaban a las circunstancias cam-biantes de los tiempos. Lo acordado con ocasión de alumbrar la Constitución de 1837, que sustituiría a la de 1812, abrirá una brecha profunda entre la metrópoli hispana y sus posesiones en las Indias occidentales y en Extremo Oriente. Medio siglo más tarde, aquel desencuentro, previsto como provisional, culminará con la separación definitiva. Esta singular situación jurídica era recordada, de vez en cuando, por el gobierno de Madrid a los capitanes generales destinados a Puerto Rico. Pueden servir de muestra las instrucciones dadas a Fernando Norzagary, a mediados del XIX. Se señalaba en ellas, por ejemplo, que “el sistema legal orgánico vigente en aquella isla era el sabio Código de Indias y las posteriores resoluciones soberanas encaminadas a desenvolver en lo preciso el espíritu de aquella legislación según la condición de los tiempos”.4 En virtud de este régimen jurídico, el representante del Estado metropolitano en la isla, el capitán general, ostentaba todos los poderes y, en la práctica, actuaba como un auténtico virrey del antiguo régimen. A la vez que capitán general, era gobernador supe-rior civil o gobernador general, según las épocas, presidente de la audiencia, superinten-dente, presidente del Consejo de Administración y/o de la Junta de Autoridades, vice-real patrono de la Iglesia, y delegado de los ministerios de Ultramar, Estado, Guerra y Marina.5 En el tránsito del año 1896 al 1897, se da un primer paso efectivo, aunque modes-to, para modificar la situación jurídica imperante en la isla y hacer concesiones al movi-miento autonomista borinqueño. En el último consejo de ministros de aquel año, Cánovas del Castillo y sus colaboradores ministeriales tomaron el acuerdo de poner en marcha en Puerto Rico algunas de las disposiciones contenidas en la ley de bases de 1895 para el gobierno y adminsitración de las provincias de ultramar, que había presentado el ministro del ramo, Buenaventura Abarzuza, en sustitución del proyecto de reformas elaborado por su antecesor, Antonio Maura, que no superó el trámite parlamentario. La ley de bases 556 había sido aprobada por las Cortes y, una vez refrendada por la reina regente el 15 de marzo, se había convertido en ley publicada en la Gaceta de Madrid del día 23 del mismo mes; pero no había sido puesta en práctica por el gobierno conservador de Cánovas del Castillo, que ese mismo día sustituyó al ministerio liberal de Sagasta, tras la crisis ocasio-nada por el levantamiento en Cuba producido un mes antes. El pertinente decreto de aplicación, refrendado por María Cristina el 31 de di-ciembre de 1896, aparecía publicado en la Gaceta de Madrid del 1 de enero de 1897. No es el caso de extenderse ahora acerca de su contenido o de exponer en qué sentido y en qué medida modificaba la situación descrita. Pero, sí puede resultar novedoso traer a colación las apreciaciones, que de aquella medida hicieron algunos miembros del cuerpo diplomá-tico acreditado en Madrid; más concretamente, las de los embajadores de Alemania y Austria-Hungría. Servirán para enriquecer nuestros instrumentos de análisis y nos propor-cionarán nuevos y mayores elementos de juicio. El embajador alemán, José María von Radowitz, dedica al tema tres amplios despachos. En el primero de ellos, del 2 de enero, se extiende en cosideraciones sobre los motivos, que habían impulsado al gobierno conservador a poner en marcha en Puerto Rico las reformas acordadas por las Cortes y refrendadas por la Reina Regente en marzo de 1895 para las dos Antillas. El mismo gobierno, que había decidido suspender su ejecución a causa de la insurrección cubana, consideraba que era llegado el momento de experimen-tar parcialmente la controvertida ley de bases en el menos conflictivo Puerto Rico. El impulso insurreccional parecía frenado tras la reciente muerte de Antonio Maceo en una escaramuza en Pinar del Río; y, según los indicios disponibles, los partidos llamados a colaborar en la aplicación de las nuevas disposiciones legales de carácter administrativo habían llegado a un consenso en el sentido de respaldar la operación.6 Destacaba, igualmente, el diplomático germano, que el gobierno daba a entender que se trataba de una primera iniciativa. Era intención del mismo ampliar las reformas acordadas en 1895 para las islas antillanas; a cuyo fin se proponía presentar nuevas pro-puestas legislativas ante las Cortes, tan pronto como la situación de Cuba lo permitiera. A juicio de Radowitz, las medidas aprobadas por el gobierno español, para ser aplicadas a Puerto Rico, constituían la primera piedra para edificar un régimen autonómi-co. De este modo, Cánovas salía al paso de las instancias planteadas por el partido liberal de hacer concesiones políticas en aquellos territorios como medio para encontrar una so-lución a la cuestión cubana. Pero lo que no acababa de entender el representante de Berlín en Madrid era porque esto no se había hecho antes en un Puerto Rico, donde la insurreción no había tenido cabida. De todos modos, advertía que llegaban con demasiado retraso para poder obtener los frutos deseados. Señalaba, como generalizado en el país, el sentimiento de que ni las reformas de 1895 habrían servido para variar el sentido de los acontecimien-tos en Cuba, ni las aplicadas limitadamente en Puerto Rico tendrían fuerza alguna para modificar ahora el rumbo de los mismos. 7 El segundo despacho, con fecha del 4 de enero, le sirve para exponer el significa-do y alcance de las reformas acordadas por el gobierno conservador de Cánovas y para compararlas con las contenidas en la ley de bases, dictaminada y aprobada por el gobierno 557 liberal de Sagasta. La principal diferencia atañía a la naturaleza y atribuciones de la Dipu-tación Provincial. En la ley de bases, ésta se convertía en la genuina representación del pueblo y del territorio insular; su presidente sería designado por los miembros elegidos de la misma; le correspondería la facultad de deliberar y decidir sobre cuestiones de ámbito provincial y local, así como ordenar y vigilar el cumplimiento de las mismas; sería autó-noma respecto al gobernador general, salvo en los casos de disposciones contrarias a la ley o perjudiciales para los intereses generales de la nación y, aun entonces, debía ponerlo en conocimiento del Consejo de Administración e informar inmediatamente al ministro de Ultramar. En cambio, ahora, perdía ese carácter autónomo. Las facultades atribuidas al pleno de la Diputación Provincial pasaban a ser competencia, casi exclusiva, de su presi-dente, que se convertía en delegado permanente del gobernador general, a quien se otorga-ba una mayor capacidad de intervención en el funcionamiento y control de dicha institu-ción, con lo que ésta se reducía a un instrumento más del gobierno. Por este motivo fue objeto de duras críticas por parte de la oposición liberal, que tachaba la labor legislativa del gobierno canovista, en esta materia, de haber desvirtuado el significado y reducido el alcance de la ley de bases. Portavoz destacado de las críticas fue El Correo. El gobierno replicaba que se trataba solamente de un paso inicial en el camino de introducir reformas más amplias en las provincias antillanas, tan pronto como lo permitiera el desarrollo de los acontecimientos, comprometiéndose a presentar a las Cortes los proyectos correspondientes. Por último, Radowitz advertía a sus jefes que el tema de las reformas en las islas caribeñas era el caballo de batalla de los sectores conser-vadores, que habían intentado impedir la ley de 1895 y, ahora, se mostraban contrarios a introducir reformas en la administración de las Antillas.8 En un tercer despacho, el embajador alemán recoge la opinión del ministro pleni-potenciario de los Estados Unidos en Madrid, que se manifiesta en sentido negativo hacia el nuevo decreto para Puerto Rico. Ve en él una demostración más de la incapacidad del gobierno español o su falta de buena voluntad para resolver el conflicto cubano.9 En cuanto al embajador austro-húngaro, el conde Victor Dubsky, cabe destacar dos cosas: que comienza a ocuparse del tema con antelación a la publicación del decreto; y que centra su atención, más que en los detalles de su contenido, en las circunstancias que rodearon la toma de decisón de Cánovas y su gobierno. Lo sitúa en el contexto de los sucesos militares y diplomáticos acaecidos en aquel mes de diciembre en torno a la cues-tión cubana, punto de referencia obligado para los dirigentes españoles. Por un lado, la muerte de Antonio Maceo, una de las principales figuras del levantamiento independentista, en una escaramuza ocurrida el 8 de diciembre, cerca de Punta Brava, representó un duro golpe para la insurrección y abrió, durante un tiempo, en algunos círculos españoles o favorables a su causa, la esperanza de que el levantamiento podía ser domeñado militar-mente. Era, pues, un buen momento para ofrecer expectativas de una salida no traumática, mediante una futura concesión de amplias reformas, conducentes a la autonomía, con un ensayo en Puerto Rico.10 Casi simultáneamente, el mensaje presidencial de Cleveland al Congreso norte-americano en la apertura de sesiones (7.12.1896), con la oferta de una mediación de los Estados Unidos, si se otorgaba plena autonomía a Cuba, daba la oportunidad de explorar 558 este camino antes que la próxima retirada del Presidente y la llegada de la administración republicana de McKinley, más dispuesta a favorecer la causa de los insurrectos cubanos y a emprender una política expansionista, complicaran aún más las ya tensas relaciones entre Washington y Madrid. La aplicación de cambios en el régimen administrativo y económico de Puerto Rico daría a entender que España estaba dispuesta a emprender el camino propuesto por la Casa Blanca; y podría servir para que, en vista de ello, el gobier-no estadounidense dispusiera de argumentos para frenar los impulsos de los grupos más radicales favorables al movimiento independentista cubano.11 En esta línea presionaba la prensa liberal, con El Correo, órgano del prohombre del Partido Liberal Fusionista, Segismundo Moret, a la cabeza. Abogaba por compaginar la acción militar con la polítca, mediante la introducción de amplias reformas, que prepa-raran el camino a la concesión de un régimen autonomista. De este modo se podrían ob-viar serias complicaciones y perplejidades diplomáticas.12 El mismo Cánovas del Castillo lo entendía como solución no descartable en aten-ción a consideraciones de índole internacional. Dejaba traslucir que, tanto pronto como llegaran noticias de que Weyler había limpiado de enemigos la provincia de Pinar del Río y de que, con ello, estuviera a la vista la pacificación de las provincias de la Habana, las Villas y Matanzas, haría públicos sus proyectos de reformas, aunque, de momento, se limitarían a Puerto Rico. Es más, se decía que el propio presidente del Consejo de Minis-tros se proponía anunciar que las previstas reformas para la pequeña de las Antillas eran insuficientes y tenía el propósito de ampliarlas tan pronto como fuera posible. Dubsky aseveraba que ello permitiría obtener varios objetivos importantes: desbloquear la actitud renuente de Cánovas; influir favorablemente sobre la opinión pública norteamericana, quitando argumentos a los enemigos de la causa española; y prevenir los riesgos que pu-diera traer consigo el próximo cambio de inquilino en la Casa Blanca.13 Cuando el decreto salió a la luz pública en la Gaceta de Madrid, del 1 de enero de 1897, el diplomático austro-húngaro dedicó un informe a analizar su contenido en térmi-nos similares a los de su colega alemán.14 Las normas decretadas por el gobierno conservador al iniciar su andadura el año 1897 fueron puestas en vigor inmediatamente por el Gobernador General de Puerto Rico; pero no tuvieron mayores consecuencias, pues los autonomistas continuaron con el retrai-miento, que mantenían desde agosto de 1892, y no secundaron las reformas canovistas. Un mes más tarde, Cánovas del Castillo iniciaba el cumplimiento de sus prome-sas. El 6 de febrero, la Gaceta de Madrid publicaba un extenso decreto, fechado dos días antes, que llevaba la firma del Presidente del Consejo de Ministros. En el documento se fijaban nuevas bases sobre las que se asentaría la reforma del estatuto jurídico en las Antillas españolas. Ampliaba, en algunos extremos, las contenidas en la ley de 1895. Las instituciones y organismos insulares, como Diputaciones Provinciales, Consejos de Ad-ministración y Ayuntamientos, dispondrían de amplia autonomía; y sus miembros serían elegidos por sufragio de segundo grado. Los cargos públicos recaerían, en su mayoría, en naturales del país o en peninsulares con varios años de residencia en las islas. Su nombra-miento correspondería a instancias isleñas. Se exceptuaban los cargos de más alto rango. 559 También se otorgaban mayores facultades en materia económica, como presupuestos y aranceles. En Puerto Rico podían aplicarse sin los condicionantes impuestos para Cuba a causa de las peculiares circunstancias de la Gran Antilla. Los embajadores de Alemania y Austria-Hungría informaron puntualmente a sus gobiernos de estas medidas, y proporcionaron material informativo al respecto, con el envío de varios ejemplares del periódico oficial, de una tradución al alemán de los párra-fos más significativos y de una versión oficial en francés, distribuida por el Ministro de Estado al cuerpo diplomático, con el título, Régime Administratif des Antilles Espagnoles. Projet amplifiant la Loi du 15 mars 1895, en forma de folleto impreso.15 En general, la nueva normativa encontró buena acogida por parte de la oposición y entre los autonomistas puertorriqueños, que lo manifestaron al gobernador general, aun-que decidieron mantener su retraimiento hasta ver, si el nuevo texto se convertía en ley efectiva.16 Pero, como en tantas ocasiones anteriores, no superó la fase de proyecto. Posteriormente, llegado el momento de la promulgación e implantación del régi-men autonómico en Cuba y Puerto Rico, en noviembre de 1897 y a comienzos de 1898, respectivamente, ambos diplomáticos siguieron paso a paso los dos procesos y sus reper-cusiones dentro y fuera del país.17 La implantación del régimen autonómico en Puerto Rico se hizo con cierto retraso respecto a lo ocurrido en Cuba, porque Sagasta exigía, como requisito previo, la unión de las dos ramas del autonomismo borinqueño, la orto-doxa y la liberal. El primer gobierno autonómico de la isla no se constituyó, de forma provisional, hasta el 10 de febrero de 1898. Estaba compuesto por seis secretarios y seis subsecretarios, a partes iguales entre ortodoxos y liberales; su toma de posesión tuvo lugar cuatro días después. Las elecciones previstas para la formación de los organismos autóno-mos de la isla se celebraron el 27 de marzo, con triunfo de los liberales, que obtuvieron 25 de las 32 representaciones en la Cámara legislativa. Pero el parlamento insular no fue convocado por el Gobernador General, Macías Casado, hasta el 4 de julio, para dos sema-nas después. En el entretanto, el día 17, se procedió a la toma de posesión del definitivo gobierno antonómico, compuesto por sólo cuatro miembros, -ocho días más tarde, tenía lugar el desembarco del ejército estadounidense en la había de Guánica al mando de Nelson A. Miles-; cesaban en su funciones el 18 de octubre, cuando el general John R. Brooke asumía el gobierno militar de Puerto Rico. Con esta ceremonia concluía el dominio espa-ñol sobre la isla, vigente durante 405 años, menos un mes y un día. El decreto del 31 de diciembre de 1896, que afectaba a la administración provin-cial y local de Puerto Rico, y las reformas autonómicas del mes de noviembre de 1898 de más amplio espectro, dejaban intactas las prerrogativas, que el Código Indiano y las dis-posiciones complementarias asignaban al Real Patronato de Indias, cuya representación en la isla boricua ostentaba el gobernador general. A éste, como vice-real patrono, le co-rrespondían amplias competencias: atender las relaciones entre el Estado y la Iglesia res-pecto a la circulación de Bulas, Breves y Rescriptos pontificios, según lo dispuesto en las leyes de Indias; la designación y presentación de los párrocos a los obispos para la cola-ción canónica de los curatos; disponer de los fondos de fábrica de las iglesias; edificación y reedificación de templos; autorizar cofradías, congregaciones y demás institutos religio- 560 sos, así de hombres como de mujeres; misiones y autorizaciones para darlas; cementerios en la parte eclesiástica; informes al gobierno sobre todo lo relativo a la disciplina eclesiás-tica, a la formación de parroquias y a la dotación del clero y del culto, así como atribucio-nes para la expulsión de clérigos y malos religiosos; anticipación y concesión de licencias a prebendados y eclesiásticos.18 En cambio, la elección y presentación de quienes estaban destinados a ocupar la sede episcopal de Puerto Rico, para que fueran nombrados por el Papa, correspondía al monarca español, que lo ejercía a través del Ministerio de Ultramar, donde existía una Dirección General de Gracia y Justicia, que entendía en la materia. No faltaron, de vez en cuando, desacuerdos y tensiones con la Santa Sede en torno a la desig-nación de candidatos para ocupar dicha sede. Un episodio representativo de las discrepan-cias surgidas entre los encargados de consensuar el nombre del candidato ocurrió en los mismos estertores de la presencia española en la isla. Fue con ocasión de nombrar el sucesor del obispo Toribio Minguella, a mediados de 1897. Descartado el dominico Marías Gómez Zamora por la oposición del nuncio en Madrid,19 fue preconizado el agustino, Francisco J. Valdés y Noriega, pero no llegó a tomar posesión. A este respecto, Tomás Sherman lanza una nueva pulla: “el obispo recién nombrado se rehúsa a servir, por lo que nuestro gobierno debe mostrar un interés activo en el asunto”.20 Esta situación de “sede vacante” facilitará el traspaso del gobierno diocesano a un obispo norteamericano en la persona de James H. Blenk. Aunque las reformas político-administrativas, a las que se ha hecho mención, no afectaron a las relaciones Estado-Iglesia en la isla, no fue óbice para que la diplomacia vaticana estuviera ojo avizor a la posible incidencia de las mismas en el ámbito de las prerrogativas inherentes al Regio Patronato de Indias.21 Este era el marco jurídico,en el que se desenvolvió la acción de la Iglesia católica en Puerto Rico hasta el instante en que el dominio sobre la isla fue traspasado a los Esta-dos Unidos en octubre de 1898. Entre las disposiciones básicas, que regulaban los temas eclesiásticos en la isla y que estuvieron vigentes hasta ese momento, destaca la real cédula del 20 de abril de 1858. Regulaba de manera detallada todo lo concerniente a la organiza-ción de la diócesis puertorriqueña, la distribución parroquial y la dotación del culto y clero. Fijaba, sobre todo, el sistema de financiación de la Iglesia, que, desde entonces, se compondrá de las asignaciones presupuestarias del Estado, una vez que habían sido desar-ticuladas las bases tradicionales del sostenimiento económico de la Iglesia, como conse-cuencia de las leyes desamortizadoras a lo largo del siglo XIX. La ley otorgaba al capitán general, en su condición de vicerreal patrono, y al obispo, amplias facultadas para la reso-lución de ésta y otras normas legales.22 Como contrapartida de esta estrecha vinculación de la Iglesia al Estado, el obispo de Puerto Rico era miembro nato de ciertos organismos de la administración pública de la isla, como el Consejo de Administración y/o la Junta de Autoridades, que tenían funciones consultivas. El dictamen del capellán norteamericano menciona algunas de las consecuencias para la Iglesia derivadas de la dependencia económica del clero respecto del Estado. Afir-ma, con expresión poco feliz, que los sacerdotes “desplegaban un espíritu mercenario”; aunque, a continuación, como queriendo suavizar el exabrupto, añade una obviedad, que “existen muchos sacerdotes excelentes en Puerto Rico”. Pero, inmediatamente, vuelve a su idea inicial al expresar su esperanza de que “cuando las congregaciones” [es decir, las 561 comunidades parroquiales] “se acostumbren a sostener sus sacerdotes, la religión católica florecerá en Puerto Rico mucho más que bajo el régimen español”. En otro párrafo se refiere a la desbandada de muchos clérigos españoles, que regresaban a la península: “ahora que los sacerdotes han sido privados de ayuda gubernamental, muchos están abandonando el país y más aún se irán antes de que termine el invierno”. Más adelante, insiste en que “el cambio en el sistema eclesiástico de la isla fue muy brusco, creando una parálisis y cons-ternación en el cuerpo eclesiástico acostumbrado a depender del gobierno para su sostén”.23 También alude a otra consecuencia de la alianza entre el trono y el altar en el Puerto Rico colonial: “Hay quejas de que los sacerdotes están demasiado interesados en política, predicaban España más bien que el Evangelio”.24 Esta aseveración nos introduce en el tema del papel jugado por la Iglesia en el sostenimiento de la política colonial de la metrópoli hispana. No andaba muy descaminado el capellán Tomás Sherman en sus apre-ciaciones, aunque sí es un tanto exagerado en su expresión. Son significativas, a este respecto, las consideraciones que hacía el obispado de Puerto Rico para apoyar el estable-cimiento de comunidades de religiosos en la isla antillana. En un dictamen del mes de julio de 1896, solicitado por el Ministerio de Ultramar con el fin de tramitar la instancia de los agustinos de El Escorial para establecerse en aquel territorio, el gobierno eclesiástico de la diócesis, en ausencia del obispo Minguella, sostenía “que los Reverendos PP. Misio-neros infundirían en el ánimo de estos sencillos habitantes el amor a la Madre Patria, juntamente con el honor debido á la Religión”.25 Con anterioridad, el mencionado prelado, recién consagrado y antes de partir hacia su destino, dirigía una instancia al Ministro de Ultramar sobre la necesidad de más sacerdotes para atender a las necesidades espirituales de sus futuros diocesanos. Argu-mentaba que las vacantes existentes en parroquias y coadjutorías de su obispado iban en “detrimento para la Religión y la Patria”.26 Tres años más tarde, el mismo Toribio Minguella, que sería el último obispo efectivo de la época española, cuando estaba a punto de abandonar la isla, de regreso a la península, para hacerse cargo de la diócesis de Sigüenza, abunda en consideraciones pa-trióticas. En el momento de despedirse de sus diocesanos, ofrecía todo un recital de como interpretaba la jerarquía eclesiástica, en el último tramo del dominio español, su función de adoctrinamiento, no sólo moral y religioso, sino también para inculcar sentimientos de respeto y adhesión a la metrópoli. El texto no tiene desperdicio y merece la pena citarlo, como manifestación palmaria de toda una mentalidad, muy arraigada entre los dirigentes españoles, civiles y eclesiásticos, a uno y otro lado del Atlántico. Está contenido en su última carta pastoral, con fecha del 25 de julio de 1897: “Amad a Dios sobre todas las cosas..., amad a vuestros prójimos como a vosotros mismos, y a estos dos amores unid el amor a España, que es amor a Dios y más que amor a nuestros prójimos, porque es amar a vuestra Madre. Amad a España que os ha dado su nombre, su sangre, su idioma, su civili-zación y su fe; amad a esa Madre tanto más digna del amor de sus hijos buenos, cuanto más injustamente vilipendiada y desamparada por impíos y parricidas”. Más adelante com-pletaba su exhortación con frases como ésta: “Porque, si es propio de cristianos alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran ¿Cuánto más debemos alegrarnos con las alegrías de nuestra madre patria y entristecernos con sus tristezas? Y crece ese deber con- 562 siderado desde nuestro especial punto de vista,desde el punto de vista católico, pues como España, por modo poco menos que esencial, es católica, sus alegrías y sus tristezas, sus victorias y sus desastres afectan a nuestra sacrosanta religión, que triunfa cuando España triunfa y sufre cuando España sufre”.27 En línea parecida se expresaba el minitro de Ultramar, Tomás Castellano Villarroyo. Con ocasión de la polémica candidatura del dominico Matías Gómez Zamora para el obispado puertorriqueño, rechazada por el nuncio en Madrid, escribió a su colega de Estado a fin de hacer gestiones en Roma. Comentaba en ella que los llamados a ocupar las sedes episcopales en las provincias ultramarinas debían ser “muy españoles y muy identificados con S.M. y el Gobierno”. En otra carta al mismo colega, el ministro de Ultra-mar asignaba a los prelados en las Antillas la tarea de cooperar en el mejoramiento del “estado social de sus habitantes, ya despertando el decaído espíritu religioso, ya desarro-llando el de subordinación a las potestades públicas”.28 Esta función de elemento de cohesión social y de vinculación a la metrópoli, desempeñada por la Iglesia en el Puerto Rico del siglo XIX, se corresponde con la de “catalizador social e intelectual de la conquista y colonización en la América hispana entre 1492 y 1810”, que le asignan los analistas que se han ocupado del papel de la Iglesia católica en el imperio español del Nuevo Mundo. También siguió siendo válido, como se ha podido comprobar, el aserto de que “la monarquía española ejerció amplios poderes de supervisión sobre la iglesia colonial en virtud del Patronato Real, que incluía el derecho de presentación de cualquier oficio o dignidad eclesiástico en las Indias, la recogida de los diezmos, el placet regio para la difusión de los documentos pontificios, la fijación de las circunscripciones eclesiásticas, etc. Los virreyes actuaban como vice-patronos, lo que ase-guraba una estrecha conexión entre las funciones políticas y religiosas en la administra-ción colonial. La dimensión política de las actividades de la Iglesia en el Nuevo Mundo condicionaba obviamente el desarrollo institucional del catolicismo romano, determinaba sus objetivos y canalizaba sus actividades”.29 Si nos adentramos en las condiciones socio-religiosas de Puerto Rico en las pos-trimerías del siglo XIX, las observaciones del jesuita T. Sherman no difieren mucho de las hechas con anterioridad por autoridades eclesiásticas y civiles de la isla. Sostenía aquel, en el susodicho informe, que “el estado de la religión en Puerto Rico es muy insatisfacto-rio. A pesar de la existencia de templos hermosos, la asistencia a los actos es muy pobre. Todos los habitantes, con pocas excepciones, son nominalmente católicos... En los hom-bres su catolicismo se reduce al bautismo, casamiento y entierro... El sacramento de la confirmación no ha sido administrado por muchos años en muchas partes de la isla...”.30 El prelado de más larga duración al frente del obispado borinqueño, Juan Anto-nio Puig Montserrat (1872-1894), que llegó a realizar tres visitas pastorales a la isla, expo-nía, a principios de los años ochenta, el estado y las necesidades más perentorias de su diócesis. En una memoria dirigida al rey Alfonso XII, hacía hincapié en la escasez de clero para atender a una población en continuo crecimiento y muy dispersa. Señalaba que “en una diócesis como ésta, donde la población vive diseminada en su casi totalidad por los campos hasta el punto que de los 800.000 habitantes sólo viven en el casco urbano de 563 los pueblos 160.000..., es materialmente imposible atender al servicio espiritual y a la administración de los sacramentos con 112 sacerdotes que sólo hay en ella actualmente dedicados al servicio parroquial, tanto más si se atienden las dificultades materiales que oponen la falta de caminos, el clima y la naturaleza de un país cruzado de ríos, ... y que llegan hasta imposibilitar a las veces la administración de las parroquias, que abarcan extensos territorios y poblaciones, en su mayor parte de seis a doce mil almas, para cuyo cuidado espiritual sólo hay en unas 50 parroquias un solo sacerdote que debe administrar a sus feligreses en su propias casas, situadas en los campos a largas distancias”. Líneas más abajo insistía en “la falta que hay en la diócesis de clero hasta para atender a las más precisas necesidades del servicio espiritual de los fieles”.31 Diez años más tarde persistía la misma situación. El obispo Puig vuelve a la carga sobre la necesidad de aumentar el personal para el servicio parroquial. Argumenta que son muchas las parroquias, “cuyos numerosos feligreses no pueden ser asistidos, ni auxiliados en sus enfermedades, ni aun recibir el pasto espiritual necesario por el solo párroco que ahí existe, mayormente estan-do diseminados sus habitantes por el campo”.32 En esta misma línea se expresaba, poco después, el gobierno eclesiástico del obispado puertorriqueño en un informe a favor de que los agustinos de El Escorial se establecieran en la isla. Son varias las razones que aduce: “1º que el número de sacerdotes encargados del servicio parroquial es insuficiente para llenar los múltiples cargos y obli-gaciones anejas a su ministerio; 2º que se halla descuidada la catequesis o instrucción de los niños porque ocurre con frecuencia que un solo sacerdote tiene que atender a más de diez y seis mil almas; 3º que no se misiona en la isla conforme lo reclaman la ignorancia o indiferencia de los fieles por falta de personal apto...”.33 A estos testimonios, donde quedan reflejadas la explosión demográfica experi-mentada por la población puetrorriqueña en el declinar del siglo XIX y su gran dispersión, diseminada por el campo y mal comunicada, cabe añadir algunos más, concernientes a la situación más específicamente socio-religiosa. El sucesor de Puig Montserrat, y último obispo efectivo en el Puerto Rico español, Toribio Minguella (1894-1897), presentaba en sus cartas pastorales, a las que era muy aficionado, un panorama poco halagüeño al res-pecto. Aunque ensalza “la probidad natural, la dulzura del carácter”,34 y otras cualidades del pueblo borinqueño, habla también del carácter indolente, de la desgana individual, de la plaga del amancebamiento; de la falta de estímulos para el trabajo, que hace proliferar la afición al juego, el alcoholismo y la droga. Lamenta las míseras condiciones de vida y de vivienda, así como las secuelas de la esclavitud: “el hacinamiento de habitantes en míse-ros y estrechos bohíos, los resabios de la vida inculta durante la esclavitud”,35 abolida apenas hacía dos decenios. Le preocupa, de modo especial, la indolencia en la práctica religiosa, rayana en “glacial indiferentismo que hiela la vida cristiana”.36 Otro tanto le ocurre con la generalizada ignorancia religiosa.37 No andaba lejos de estas apreciaciones, aunque con distintos sentido e intencionalidad, un artículo de Luis Muñoz publicado en su rotativo, La Democracia, uno de los portavoces de prensa del autonomismo borinqueño. Señalaba que “el día que nues-tro campesino conozca los abusos de que es víctima y se disponga a rachazarlos, el día que abandone la gallera por el meeting y los naipes por el periódico, el día que la mujer puer-torriqueña críe y eduque a sus hijos para ciudadanos y no para esclavos, el día que despier- 564 te el país del letargo en que dormita, ese día asistiremos a la boda de Puerto Rico con la libertad”.38 En lo que parece no estar muy acertado el P. Tomás Sherman es en el diagnóstico y pronóstico finales, que formula como conclusiones de su informe. Suena a hiperbólica su afirmación de que “la religión en la isla está muerta”. Y está poco acorde con la virtud teologal de la esperanza cristiana su escepticismo acerca de la virtualidad del catolicismo en la sociedad puertorriqueña del futuro: “Si podrá ser resucitada como una influencia viviente es un asunto problemático”.39 La historia posterior se encargará de desmentir esta desesperanzadora visión sobre el estado socio-religioso de Puerto Rico en el momento del traspaso de soberanía de España a los Estados Unidos. Se contradice, además, con lo dicho por el mismo autor, en párrafos anteriores, de que “la religión católica florecerá en Puerto Rico mucho más que bajo el régimen español”, una vez que las feligresías se adap-taran a no depender de las asignaciones del Estado para el mantenimiento del culto y clero.40 NOTAS 1 Siglas utilizadas en este trabajo: AHN= Archivo Histórico Nacional, Madrid; AMAE= Archivo del Mi-nisterio de Asuntos Exteriores, Madrid; HHStA= Haus- Hof- und Staats-Archiv, Viena; PA= Politisches Archiv des Ministeriums des Äussern, sección del HHStA; PAAA= Politisches Archiv des Auswärtigen Amts, Bonn. Las investigaciones pertinentes se han realizado en el ámbito de los proyectos de investiga-ción financiados por la DGICYT, núm. PS91-0003 y PS94-0050. 2 El texto del informe, en versión española, es recogido en sus párrafos más significativos por SILVA GOTAY, Samuel, Protestantismo y política en Puerto Rico, 1898-1930, San Juan de Puerto Rico: Edito-rial de la Universidad de Puerto Rico, 1997, págs. 108-109. Nos indica también que fue hecho público el 10.1.1899 y que el original inglés se conserva en los Archivos Nacionales de Washington, BIA, RG 350, 124. 3 El texto lo recoge en su tesis doctoral, dedicada al tema de las leyes especiales con referencia a Puerto Rico, FIGUEROA MERCADO, Loida, Puerto Rico ante la oferta de leyes especiales por España 1808- 1887, defendida en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid, actual UCM, 1963, mecanografiada, pág. 176. 4 Instrucciones impartidas desde la Dirección General de Ultramar, en nombre de Juan Bravo Murillo, presidente del Consejo de Ministros, con fecha del 24.3 1852, en AMAE, leg. 2967. 5 Un buen análisis de las facultades y funciones, que correspondían a la persona que desempeñaba la Capitanía General en SÁNCHEZ-ARCILLA BERNAL, José, “Apuntes para el estudio de la Capitanía General de Cuba durante el siglo XIX”, en RAMOS, Demetrio y DIEGO, Emilio de (Directores), Cuba, Puerto Rico y Filipinas en la perspectiva del 98, Madrid: Editorial Complutense, 1997, págs. 163-213; aunque se refiere a la Gran Antilla, es válido también para Puerto Rico. Una excelente síntesis sobre el régimen administrativo de Puerto Rico en aquella época en LALINDE BADÍA, Jesús, La administración española en el siglo XIX puertorriqueño. (Pervivencia de la variante indiana del decisionismo castellano en Puerto Rico, Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos del CSIC, 1980. 6 Por aquellas fechas, desde finales de septiembre de 1896, se encontraba en España una comisión de autonomistas puertorriqueños de distinto signo, encabezada por Muñoz Rivera. Estaba manteniendo amplias conversaciones con miembros destacados del gobierno y del partido conservador -Cánovas del Castillo, 565 Tomás Castellano, ministro de Ultramar, y Silvela-, y del primer partido de la oposición, el partido liberal fusionista, en busca de aproximar el Partido Autonomista Puertorriqueño a alguno de los partidos metro-politanos dispuesto a aceptar su programa, con lo que pondrían fin a su retraimiento. Puden verse datos sobre esta temática en DÍAZ SOLER, Luis M., Puerto Rico desde sus orígenes hasta el cese de la domi-nación española, Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1994, págs. 679-685. 7 Despacho, nº 3, de Radowitz a Hohenlohe, Madrid, 2.1.1897, en PAAA, R17481, “Acta betreffend die Angelegenheiten Puerto Rico’s”, en la serie Spanische Besitzungen in Amerika, Nº.1; adjuntaba 4 ejem-plares de la Gaceta de Madrid, núm. 1, vol. 236, del 1.1.1897, en ibídem. 8 Despacho, nº 6, de Radowitz a Hohenlohe, Madrid, 4.1.1898, en PAAA, R17481. El embajador seguirá con atención el cumplimiento de estas promesas e informará puntualmente de ello a Berlín, ver nota 15. 9 Despacho, nº 5, de Radowitz, Madrid, 4.1. 1898, en PAAA, R17494, vol 13 de “Akten betreffend Angelegenheiten Cubas”, en la serie Spanische Besitzungen in America, Nº 2. 10 Despacho, nº 117, de Dubsky a Goluchowski, Madrid, 16.12.1896, en HHStA, PA XX/55. 11 Despacho, nº 122, de Dubsky a Goluchowski, Madrid, 31.12.1896, en ibídem. 12 Despacho citado en la nota 10. 13 Despacho, nº 121, de Dubsky a Goluchowski, Madrid, 27.12.1896, en HHStA, PA XX/55, y despacho citado en la nota 11. 14 Despacho, nº 1B, de Dubsky a Goluchowski, Madrid, 1.1.1897, en HHStA, PA XX/56. 15 Radowitz remitió a Berlín tres despachos dedicados al tema, nº 23, 24 y 28, del 9 y 18.2.1897, adjuntan-do el material informativo reseñado, en PAAA, R17494. Dubsky envió a Viena cinco despachos, nº 14, 15, 16, 19 y 22, del 1, 2, 6, 11 y 12.2.1897, en HHStA, PA XX/56; los dos primeros, anteriores a la publicación oficial, anuncian la inminencia de su promulgación y dan un avance de su contenido apareci-do en la prensa madrileña. Posteriormente, con ocasión de la apertura de las Cortes, en la tercera semana de mayo, se hacen eco del proyecto de ley para eximir de responsabilidad constitucional al gobierno por haber ampliado, mediante simple decreto, las bases contenidas en la ley de 1895, aprobada en Cortes, en despacho, nº 58 de Dubsky, del 21.5.1897, en ibídem; y nº 85, de Radowitz, de igual fecha, en PAAA, R17495. Esta misma circunstancia vuelve a repetirse con los decretos de Sagasta del mes de noviembre 1897, concediendo el régimen autonómico, para cuya exención de responsabilidades fue presentado el correspondiente proyecto de ley el 11.5.1898. 16 Ver la O.c. en nota 6, págs. 684-685. 17 Radowitz enviaba a Berlín, desde el 19 de octubre, cuando empiezan a circular rumores, hasta el 29 de noviembre, tras la publicación de los textos oficiales, cinco despachos; luego, en relación con la puesta en marcha del mismo, otras cuatro comunicaciones, desde el 27 de diciembre de 1897 hasta el 20 de enero de 1898; aparte llegaron los informes del cónsul alemán en la Habana; en PAAA, R1796 y 1797. Por su parte, Dubsky dedica a ambas cuestiones siete despachos entre el 7 de octubre de 1897 hasta el 6 de enero de 1898, en HHStA, PA XX/55 y 56. 18 En la primera obra citada en la nota 5, pág. 194. 19 De este asunto me he ocupado en “Iglesia y cuestión colonial en el Puerto Rico del siglo XIX”, en la obra dirigida por D. Ramos y E. de Diego, citada en nota 5, págs. 220-223. En esta misma obra se encuentra un artículo con una temática similar referente a Cuba: : CÉSPEDES GARCÍA-MENOCAL, Carlos Manuel de, “La Iglesia católica en Cuba y su actitud ante la guerra hispano-cubana”, págs. 147-161. En una “Relación de individuos del clero catedralicio y secular de la isla”, del 31.12.1891, aparecen cuáles eran las dignidades, prebendas y cargos, cuya designación correspondía al Real Patrono, al Vice-real Patrono y al prelado de la diócesis, en AHN, Ultramar, leg. 2098, expediente 13. 20 En la obra citada en nota 2, pág. 108. 21 Ver al respecto ROBLES MUÑOZ, Cristóbal, “La Iglesia en Filipinas y Cuba después del 98”, en Missionalia Hispánica, 43 (1986) 259-353, particularmente, págs. 327-329. Sobre la institución del Pa-tronato Real aparecía, a principios de 1897, un tratado histórico-jurídico de GÓMEZ ZAMORA, Matías, Regio Patronato Español e Indiano, Madrid: Imprenta del Asilo de Huérfanos del S.C. de Jesús, 1897; esta obra motivó que el nuncio no aceptara al autor para el obispado de Puerto Rico. 566 22 El texto de la real cédula en AHN, Ultramar, leg. 2045; puede verse en Colección Legislativa de España, 1858, 2º trimestre, núm. 76, págs. 58-64; lo recoge HERNÁNDEZ RUIGÓMEZ, Almudena, La des-amortización en Puerto Rico, Madrid: Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1987, págs. 169-173. 23 Obra citada en nota 2, págs. 108-109. 24 En ibídem. Un estudio sobre el papel que las Leyes de Indias reservaban a la Iglesia en la América hispana hasta su independencia puede verse en GÓMEZ HOYOS, Rafael, La Iglesia de América en las Leyes de Indias, Madrid: Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, 1961; ver nota 29. 25 Dictamen del 23.7.1896, en AHN, Ultramar, leg. 2098. 26 Instancia fechada en Madrid, 11.10.1894, en AHN, Ultramar, leg. 2098. 27 En FABO, Pedro, Vida del Excmo. P. Toribio Minguella, obispo de Sigüenza, Barcelona: Editorial Libre-ría Religiosa, 1927, pág. 48; el texto de la carta pastoral en el Boletín eclesiástico de la diócesis de Puerto Rico, 39 (1897) 205-209. 28 Ambas cartas de T. Castellano al Duque de Tetuán, Madrid, 24.7. 1897, en AMAE, leg. 2677; ver nota 19. 29 Ver, por ejemplo, GREENLEAF, Richard E. (Editor), The Roman Catholic Church in Colonial Latin America, Tempe: Arizona State University/Center for Latin America Studies, 1977, págs. 1 y 2. Ver también la obra de SHIELS, William E., King and Church: The Rise and Fall of the Patronato Real, Chicago: Loyola University Press, 1961; y la obra citada en la nota 24. 30 Obra citada en nota 2, pág. 108. 31 Lleva la fecha del 31.10.1883 y era resumen de otra anterior dirigida al ministro de Ultramar, con fecha del 12.7.1883. El texto de la primera se encuentra en AHN, Ultramar, leg. 2109; lo recoge la obra de MURGA, Vicente y HUÉRGA, Alvaro, El episcopologio de Puerto Rico, vol. 6, De Mariano Rodríguez de Olmedo a Toribio Minguella (1815-1898), Ponce: Universidad Católica de Puerto Rico, 1994, págs. 391-394; las frases transcritas, en págs. 391-192. 32 Instancia fechada el 1.2.1893, en AHN, Ultramar, leg. 2098, exp. 16. A finales del mismo año, el Gober-nador General emitía, con fecha del 2 de diciembre, un informe favorable a la propuesta del obispo, en ibídem. Lo mismo hacía el Consejo de Estado con un dictamen del 17.1.1894, dirigido al Ministro de Ultramar y remitido por éste al Gobernador, como “Vice-Real Patrono de la Iglesia de Puerto Rico”, el 12.2. 1894, en ibídem. 33 El informe está fechado el 23.7.1896, y es respuesta a la petición hecha por el Ministerio de Ultramar para tramitar la solicitud presentada por el superior provincial, Fr. Bonifacio Moral, en AHN, Ultramar, leg. 2098, expediente 24. 34 En la tercera carta pastoral, del 22.2.1896, en Boletín eclesiástico de la dócesis de Puerto Rico, 38 (1896) 45-79,p. 49. 35 En la segunda carta pastoral, del 1.3.1895, en ibídem, 37 (1895) 49-69. 36 Ver nota 34. 37 En la cuarta carta pastoral, del 26.4.1897, en O.c., 39 (1897) 111-131, págs. 113 y 120. 38 Edición del 2.7.1891, en O.c. en la nota 6, pág. 664. 39 Ver O.c. en nota 2, pág. 109. 40 Ver nota 23.
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Calificación | |
Título y subtítulo | Estado, iglesia y sociedad en Puerto Rico a finales del siglo XIX |
Autor principal | Álvarez Gutiérrez, Luis |
Publicación fuente | XIII Coloquio de historia canario - americano |
Numeración | Coloquio 13 |
Tipo de documento | Congreso y conferencia |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Cabildo Insular de Gran Canaria |
Fecha | 1998 |
Páginas | P. 0554-0566 |
Materias | Congresos ; Historia ; Canarias ; América |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 122096 Bytes |
Texto | 554 ESTADO, IGLESIA Y SOCIEDAD EN PUERTO RICO A FINALES DEL SIGLO XIX 1 Luis Álvarez Gutiérrez El penúltimo día del año 1898, el jesuita Thomas Sherman, capellán de las fuer-zas norteamericanas en Puerto Rico, entregaba al nuevo gobernador militar de la isla, Guy V. Henry, un informe sobre la situación religiosa de aquel territorio recién ocupado. Para la elaboración de su informe había recorrido la isla, desde mediados de octubre, en cum-plimiento del encargo que le había hecho el primer gobernador militar, el general John R. Brooke, el mismo día en que éste tomaba posesión de su cargo, el 18 de octubre, una semana después de que el ejército expedicionario había hecho su entrada en la ciudad de San Juan.2 El dictamen, si se prescinde de alguna que otra hipérbole y de algún que otro exabrupto hacia la situación heredada de la época española, es acertado. Su diagnóstico sobre la realidad político-religiosa y social de la isla borinqueña coincide, en lo esencial, con el formulado repetidas veces por las autoridades civiles y eclesiásticas de la anterior dominación española. Nos puede servir de guión para desarrollar, con referencia a la etapa final de la presencia española en Puerto Rico, los temas apuntados en el título de esta colaboración al Congreso Internacional que estamos celebrando en la acogedora ciudad de las Palmas de Gran Canaria. Acierta plenamente al aseverar, en el párrafo inicial, la estrecha vinculación de la Iglesia con el Estado en el Puerto Rico de la etapa española: “La Iglesia ha estado tan unida al Estado y tan identificada con él..., que comparte el odio que generalmente el pueblo tiene al régimen español”. Esta vinculación o subordinación, si se prefiere, era la lógica consecuencia del ordenamiento jurídico, que había regido los destinos político-administrativos y económico-sociales de la bella Borinquen hasta el final del dominio hispano. Dicho ordenamiento estuvo determinado por la pervivencia de las Leyes de Indias. Quedó configurado, desde 1837, mediante el real decreto del 18 de abril, conforme a lo acordado dos días antes en las Cortes españolas, y corroborado en el artículo 2º adi-cional de la constitución española promulgada el 18 de junio de aquel año: “Las provin-cias de Ultramar serán gobernadas por leyes especiales”. Ambas disposiciones eran el fruto de las propuestas, que había presentado un obscuro ministro de Gobernación y Ultramar, Vicente Sancho, en una sesión secreta celebrada por las Cortes a principios de aquel año. Contemplaban la no implantación del régimen constitucional en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas; la exclusión de los diputados de aquellos territorios de las Cortes; y la promulgación de leyes especiales para el gobierno de las provincias ultramarinas, cuya elaboración se dejaba para un momento posterior. Las hizo suyas la comisión especial 37 555 designada al efecto, cuya propuesta rezaba así: “No siendo posible aplicar la constitución, que se adopte en la península e islas adyacentes, a las provincias ultramarinas de América y Asia, serán éstas regidas y administradas por leyes especiales y análogas a sus respecti-vas situación y circunstancias propias; y que en su consecuencia no tomarán asiento en las Cortes actuales diputados por las expresadas provincias”. 3 Entre los que apoyaron dichas propuestas, en el seno de la comisión y en el posterior debate parlamentario, aparece Agustín Argüelles, el otrora prohombre de las Cortes de Cádiz y defensor acérrimo de la represen-tación en ellas de las provincias de ultramar. La promesa de dictar leyes especiales se fue demorando en el tiempo y nunca llegó a cumplirse. Por tanto, privadas las posesiones españolas en las Antillas y en las Filipinas de los derechos políticos constitucionales vigentes en la metrópoli, y a falta de una legislación específica, intentada varias veces pero nunca llevada a buen puerto, la organización política y eclesiástica y el funcionamiento administrativo del Puerto Rico decimonónico tuvieron como marco jurídico, hasta finales del siglo, el tradicional Código Indiano y las disposiciones legales complementarias, que, en forma de cédulas reales, decretos u órdenes ministeriales, lo explicitaban o lo adaptaban a las circunstancias cam-biantes de los tiempos. Lo acordado con ocasión de alumbrar la Constitución de 1837, que sustituiría a la de 1812, abrirá una brecha profunda entre la metrópoli hispana y sus posesiones en las Indias occidentales y en Extremo Oriente. Medio siglo más tarde, aquel desencuentro, previsto como provisional, culminará con la separación definitiva. Esta singular situación jurídica era recordada, de vez en cuando, por el gobierno de Madrid a los capitanes generales destinados a Puerto Rico. Pueden servir de muestra las instrucciones dadas a Fernando Norzagary, a mediados del XIX. Se señalaba en ellas, por ejemplo, que “el sistema legal orgánico vigente en aquella isla era el sabio Código de Indias y las posteriores resoluciones soberanas encaminadas a desenvolver en lo preciso el espíritu de aquella legislación según la condición de los tiempos”.4 En virtud de este régimen jurídico, el representante del Estado metropolitano en la isla, el capitán general, ostentaba todos los poderes y, en la práctica, actuaba como un auténtico virrey del antiguo régimen. A la vez que capitán general, era gobernador supe-rior civil o gobernador general, según las épocas, presidente de la audiencia, superinten-dente, presidente del Consejo de Administración y/o de la Junta de Autoridades, vice-real patrono de la Iglesia, y delegado de los ministerios de Ultramar, Estado, Guerra y Marina.5 En el tránsito del año 1896 al 1897, se da un primer paso efectivo, aunque modes-to, para modificar la situación jurídica imperante en la isla y hacer concesiones al movi-miento autonomista borinqueño. En el último consejo de ministros de aquel año, Cánovas del Castillo y sus colaboradores ministeriales tomaron el acuerdo de poner en marcha en Puerto Rico algunas de las disposiciones contenidas en la ley de bases de 1895 para el gobierno y adminsitración de las provincias de ultramar, que había presentado el ministro del ramo, Buenaventura Abarzuza, en sustitución del proyecto de reformas elaborado por su antecesor, Antonio Maura, que no superó el trámite parlamentario. La ley de bases 556 había sido aprobada por las Cortes y, una vez refrendada por la reina regente el 15 de marzo, se había convertido en ley publicada en la Gaceta de Madrid del día 23 del mismo mes; pero no había sido puesta en práctica por el gobierno conservador de Cánovas del Castillo, que ese mismo día sustituyó al ministerio liberal de Sagasta, tras la crisis ocasio-nada por el levantamiento en Cuba producido un mes antes. El pertinente decreto de aplicación, refrendado por María Cristina el 31 de di-ciembre de 1896, aparecía publicado en la Gaceta de Madrid del 1 de enero de 1897. No es el caso de extenderse ahora acerca de su contenido o de exponer en qué sentido y en qué medida modificaba la situación descrita. Pero, sí puede resultar novedoso traer a colación las apreciaciones, que de aquella medida hicieron algunos miembros del cuerpo diplomá-tico acreditado en Madrid; más concretamente, las de los embajadores de Alemania y Austria-Hungría. Servirán para enriquecer nuestros instrumentos de análisis y nos propor-cionarán nuevos y mayores elementos de juicio. El embajador alemán, José María von Radowitz, dedica al tema tres amplios despachos. En el primero de ellos, del 2 de enero, se extiende en cosideraciones sobre los motivos, que habían impulsado al gobierno conservador a poner en marcha en Puerto Rico las reformas acordadas por las Cortes y refrendadas por la Reina Regente en marzo de 1895 para las dos Antillas. El mismo gobierno, que había decidido suspender su ejecución a causa de la insurrección cubana, consideraba que era llegado el momento de experimen-tar parcialmente la controvertida ley de bases en el menos conflictivo Puerto Rico. El impulso insurreccional parecía frenado tras la reciente muerte de Antonio Maceo en una escaramuza en Pinar del Río; y, según los indicios disponibles, los partidos llamados a colaborar en la aplicación de las nuevas disposiciones legales de carácter administrativo habían llegado a un consenso en el sentido de respaldar la operación.6 Destacaba, igualmente, el diplomático germano, que el gobierno daba a entender que se trataba de una primera iniciativa. Era intención del mismo ampliar las reformas acordadas en 1895 para las islas antillanas; a cuyo fin se proponía presentar nuevas pro-puestas legislativas ante las Cortes, tan pronto como la situación de Cuba lo permitiera. A juicio de Radowitz, las medidas aprobadas por el gobierno español, para ser aplicadas a Puerto Rico, constituían la primera piedra para edificar un régimen autonómi-co. De este modo, Cánovas salía al paso de las instancias planteadas por el partido liberal de hacer concesiones políticas en aquellos territorios como medio para encontrar una so-lución a la cuestión cubana. Pero lo que no acababa de entender el representante de Berlín en Madrid era porque esto no se había hecho antes en un Puerto Rico, donde la insurreción no había tenido cabida. De todos modos, advertía que llegaban con demasiado retraso para poder obtener los frutos deseados. Señalaba, como generalizado en el país, el sentimiento de que ni las reformas de 1895 habrían servido para variar el sentido de los acontecimien-tos en Cuba, ni las aplicadas limitadamente en Puerto Rico tendrían fuerza alguna para modificar ahora el rumbo de los mismos. 7 El segundo despacho, con fecha del 4 de enero, le sirve para exponer el significa-do y alcance de las reformas acordadas por el gobierno conservador de Cánovas y para compararlas con las contenidas en la ley de bases, dictaminada y aprobada por el gobierno 557 liberal de Sagasta. La principal diferencia atañía a la naturaleza y atribuciones de la Dipu-tación Provincial. En la ley de bases, ésta se convertía en la genuina representación del pueblo y del territorio insular; su presidente sería designado por los miembros elegidos de la misma; le correspondería la facultad de deliberar y decidir sobre cuestiones de ámbito provincial y local, así como ordenar y vigilar el cumplimiento de las mismas; sería autó-noma respecto al gobernador general, salvo en los casos de disposciones contrarias a la ley o perjudiciales para los intereses generales de la nación y, aun entonces, debía ponerlo en conocimiento del Consejo de Administración e informar inmediatamente al ministro de Ultramar. En cambio, ahora, perdía ese carácter autónomo. Las facultades atribuidas al pleno de la Diputación Provincial pasaban a ser competencia, casi exclusiva, de su presi-dente, que se convertía en delegado permanente del gobernador general, a quien se otorga-ba una mayor capacidad de intervención en el funcionamiento y control de dicha institu-ción, con lo que ésta se reducía a un instrumento más del gobierno. Por este motivo fue objeto de duras críticas por parte de la oposición liberal, que tachaba la labor legislativa del gobierno canovista, en esta materia, de haber desvirtuado el significado y reducido el alcance de la ley de bases. Portavoz destacado de las críticas fue El Correo. El gobierno replicaba que se trataba solamente de un paso inicial en el camino de introducir reformas más amplias en las provincias antillanas, tan pronto como lo permitiera el desarrollo de los acontecimientos, comprometiéndose a presentar a las Cortes los proyectos correspondientes. Por último, Radowitz advertía a sus jefes que el tema de las reformas en las islas caribeñas era el caballo de batalla de los sectores conser-vadores, que habían intentado impedir la ley de 1895 y, ahora, se mostraban contrarios a introducir reformas en la administración de las Antillas.8 En un tercer despacho, el embajador alemán recoge la opinión del ministro pleni-potenciario de los Estados Unidos en Madrid, que se manifiesta en sentido negativo hacia el nuevo decreto para Puerto Rico. Ve en él una demostración más de la incapacidad del gobierno español o su falta de buena voluntad para resolver el conflicto cubano.9 En cuanto al embajador austro-húngaro, el conde Victor Dubsky, cabe destacar dos cosas: que comienza a ocuparse del tema con antelación a la publicación del decreto; y que centra su atención, más que en los detalles de su contenido, en las circunstancias que rodearon la toma de decisón de Cánovas y su gobierno. Lo sitúa en el contexto de los sucesos militares y diplomáticos acaecidos en aquel mes de diciembre en torno a la cues-tión cubana, punto de referencia obligado para los dirigentes españoles. Por un lado, la muerte de Antonio Maceo, una de las principales figuras del levantamiento independentista, en una escaramuza ocurrida el 8 de diciembre, cerca de Punta Brava, representó un duro golpe para la insurrección y abrió, durante un tiempo, en algunos círculos españoles o favorables a su causa, la esperanza de que el levantamiento podía ser domeñado militar-mente. Era, pues, un buen momento para ofrecer expectativas de una salida no traumática, mediante una futura concesión de amplias reformas, conducentes a la autonomía, con un ensayo en Puerto Rico.10 Casi simultáneamente, el mensaje presidencial de Cleveland al Congreso norte-americano en la apertura de sesiones (7.12.1896), con la oferta de una mediación de los Estados Unidos, si se otorgaba plena autonomía a Cuba, daba la oportunidad de explorar 558 este camino antes que la próxima retirada del Presidente y la llegada de la administración republicana de McKinley, más dispuesta a favorecer la causa de los insurrectos cubanos y a emprender una política expansionista, complicaran aún más las ya tensas relaciones entre Washington y Madrid. La aplicación de cambios en el régimen administrativo y económico de Puerto Rico daría a entender que España estaba dispuesta a emprender el camino propuesto por la Casa Blanca; y podría servir para que, en vista de ello, el gobier-no estadounidense dispusiera de argumentos para frenar los impulsos de los grupos más radicales favorables al movimiento independentista cubano.11 En esta línea presionaba la prensa liberal, con El Correo, órgano del prohombre del Partido Liberal Fusionista, Segismundo Moret, a la cabeza. Abogaba por compaginar la acción militar con la polítca, mediante la introducción de amplias reformas, que prepa-raran el camino a la concesión de un régimen autonomista. De este modo se podrían ob-viar serias complicaciones y perplejidades diplomáticas.12 El mismo Cánovas del Castillo lo entendía como solución no descartable en aten-ción a consideraciones de índole internacional. Dejaba traslucir que, tanto pronto como llegaran noticias de que Weyler había limpiado de enemigos la provincia de Pinar del Río y de que, con ello, estuviera a la vista la pacificación de las provincias de la Habana, las Villas y Matanzas, haría públicos sus proyectos de reformas, aunque, de momento, se limitarían a Puerto Rico. Es más, se decía que el propio presidente del Consejo de Minis-tros se proponía anunciar que las previstas reformas para la pequeña de las Antillas eran insuficientes y tenía el propósito de ampliarlas tan pronto como fuera posible. Dubsky aseveraba que ello permitiría obtener varios objetivos importantes: desbloquear la actitud renuente de Cánovas; influir favorablemente sobre la opinión pública norteamericana, quitando argumentos a los enemigos de la causa española; y prevenir los riesgos que pu-diera traer consigo el próximo cambio de inquilino en la Casa Blanca.13 Cuando el decreto salió a la luz pública en la Gaceta de Madrid, del 1 de enero de 1897, el diplomático austro-húngaro dedicó un informe a analizar su contenido en térmi-nos similares a los de su colega alemán.14 Las normas decretadas por el gobierno conservador al iniciar su andadura el año 1897 fueron puestas en vigor inmediatamente por el Gobernador General de Puerto Rico; pero no tuvieron mayores consecuencias, pues los autonomistas continuaron con el retrai-miento, que mantenían desde agosto de 1892, y no secundaron las reformas canovistas. Un mes más tarde, Cánovas del Castillo iniciaba el cumplimiento de sus prome-sas. El 6 de febrero, la Gaceta de Madrid publicaba un extenso decreto, fechado dos días antes, que llevaba la firma del Presidente del Consejo de Ministros. En el documento se fijaban nuevas bases sobre las que se asentaría la reforma del estatuto jurídico en las Antillas españolas. Ampliaba, en algunos extremos, las contenidas en la ley de 1895. Las instituciones y organismos insulares, como Diputaciones Provinciales, Consejos de Ad-ministración y Ayuntamientos, dispondrían de amplia autonomía; y sus miembros serían elegidos por sufragio de segundo grado. Los cargos públicos recaerían, en su mayoría, en naturales del país o en peninsulares con varios años de residencia en las islas. Su nombra-miento correspondería a instancias isleñas. Se exceptuaban los cargos de más alto rango. 559 También se otorgaban mayores facultades en materia económica, como presupuestos y aranceles. En Puerto Rico podían aplicarse sin los condicionantes impuestos para Cuba a causa de las peculiares circunstancias de la Gran Antilla. Los embajadores de Alemania y Austria-Hungría informaron puntualmente a sus gobiernos de estas medidas, y proporcionaron material informativo al respecto, con el envío de varios ejemplares del periódico oficial, de una tradución al alemán de los párra-fos más significativos y de una versión oficial en francés, distribuida por el Ministro de Estado al cuerpo diplomático, con el título, Régime Administratif des Antilles Espagnoles. Projet amplifiant la Loi du 15 mars 1895, en forma de folleto impreso.15 En general, la nueva normativa encontró buena acogida por parte de la oposición y entre los autonomistas puertorriqueños, que lo manifestaron al gobernador general, aun-que decidieron mantener su retraimiento hasta ver, si el nuevo texto se convertía en ley efectiva.16 Pero, como en tantas ocasiones anteriores, no superó la fase de proyecto. Posteriormente, llegado el momento de la promulgación e implantación del régi-men autonómico en Cuba y Puerto Rico, en noviembre de 1897 y a comienzos de 1898, respectivamente, ambos diplomáticos siguieron paso a paso los dos procesos y sus reper-cusiones dentro y fuera del país.17 La implantación del régimen autonómico en Puerto Rico se hizo con cierto retraso respecto a lo ocurrido en Cuba, porque Sagasta exigía, como requisito previo, la unión de las dos ramas del autonomismo borinqueño, la orto-doxa y la liberal. El primer gobierno autonómico de la isla no se constituyó, de forma provisional, hasta el 10 de febrero de 1898. Estaba compuesto por seis secretarios y seis subsecretarios, a partes iguales entre ortodoxos y liberales; su toma de posesión tuvo lugar cuatro días después. Las elecciones previstas para la formación de los organismos autóno-mos de la isla se celebraron el 27 de marzo, con triunfo de los liberales, que obtuvieron 25 de las 32 representaciones en la Cámara legislativa. Pero el parlamento insular no fue convocado por el Gobernador General, Macías Casado, hasta el 4 de julio, para dos sema-nas después. En el entretanto, el día 17, se procedió a la toma de posesión del definitivo gobierno antonómico, compuesto por sólo cuatro miembros, -ocho días más tarde, tenía lugar el desembarco del ejército estadounidense en la había de Guánica al mando de Nelson A. Miles-; cesaban en su funciones el 18 de octubre, cuando el general John R. Brooke asumía el gobierno militar de Puerto Rico. Con esta ceremonia concluía el dominio espa-ñol sobre la isla, vigente durante 405 años, menos un mes y un día. El decreto del 31 de diciembre de 1896, que afectaba a la administración provin-cial y local de Puerto Rico, y las reformas autonómicas del mes de noviembre de 1898 de más amplio espectro, dejaban intactas las prerrogativas, que el Código Indiano y las dis-posiciones complementarias asignaban al Real Patronato de Indias, cuya representación en la isla boricua ostentaba el gobernador general. A éste, como vice-real patrono, le co-rrespondían amplias competencias: atender las relaciones entre el Estado y la Iglesia res-pecto a la circulación de Bulas, Breves y Rescriptos pontificios, según lo dispuesto en las leyes de Indias; la designación y presentación de los párrocos a los obispos para la cola-ción canónica de los curatos; disponer de los fondos de fábrica de las iglesias; edificación y reedificación de templos; autorizar cofradías, congregaciones y demás institutos religio- 560 sos, así de hombres como de mujeres; misiones y autorizaciones para darlas; cementerios en la parte eclesiástica; informes al gobierno sobre todo lo relativo a la disciplina eclesiás-tica, a la formación de parroquias y a la dotación del clero y del culto, así como atribucio-nes para la expulsión de clérigos y malos religiosos; anticipación y concesión de licencias a prebendados y eclesiásticos.18 En cambio, la elección y presentación de quienes estaban destinados a ocupar la sede episcopal de Puerto Rico, para que fueran nombrados por el Papa, correspondía al monarca español, que lo ejercía a través del Ministerio de Ultramar, donde existía una Dirección General de Gracia y Justicia, que entendía en la materia. No faltaron, de vez en cuando, desacuerdos y tensiones con la Santa Sede en torno a la desig-nación de candidatos para ocupar dicha sede. Un episodio representativo de las discrepan-cias surgidas entre los encargados de consensuar el nombre del candidato ocurrió en los mismos estertores de la presencia española en la isla. Fue con ocasión de nombrar el sucesor del obispo Toribio Minguella, a mediados de 1897. Descartado el dominico Marías Gómez Zamora por la oposición del nuncio en Madrid,19 fue preconizado el agustino, Francisco J. Valdés y Noriega, pero no llegó a tomar posesión. A este respecto, Tomás Sherman lanza una nueva pulla: “el obispo recién nombrado se rehúsa a servir, por lo que nuestro gobierno debe mostrar un interés activo en el asunto”.20 Esta situación de “sede vacante” facilitará el traspaso del gobierno diocesano a un obispo norteamericano en la persona de James H. Blenk. Aunque las reformas político-administrativas, a las que se ha hecho mención, no afectaron a las relaciones Estado-Iglesia en la isla, no fue óbice para que la diplomacia vaticana estuviera ojo avizor a la posible incidencia de las mismas en el ámbito de las prerrogativas inherentes al Regio Patronato de Indias.21 Este era el marco jurídico,en el que se desenvolvió la acción de la Iglesia católica en Puerto Rico hasta el instante en que el dominio sobre la isla fue traspasado a los Esta-dos Unidos en octubre de 1898. Entre las disposiciones básicas, que regulaban los temas eclesiásticos en la isla y que estuvieron vigentes hasta ese momento, destaca la real cédula del 20 de abril de 1858. Regulaba de manera detallada todo lo concerniente a la organiza-ción de la diócesis puertorriqueña, la distribución parroquial y la dotación del culto y clero. Fijaba, sobre todo, el sistema de financiación de la Iglesia, que, desde entonces, se compondrá de las asignaciones presupuestarias del Estado, una vez que habían sido desar-ticuladas las bases tradicionales del sostenimiento económico de la Iglesia, como conse-cuencia de las leyes desamortizadoras a lo largo del siglo XIX. La ley otorgaba al capitán general, en su condición de vicerreal patrono, y al obispo, amplias facultadas para la reso-lución de ésta y otras normas legales.22 Como contrapartida de esta estrecha vinculación de la Iglesia al Estado, el obispo de Puerto Rico era miembro nato de ciertos organismos de la administración pública de la isla, como el Consejo de Administración y/o la Junta de Autoridades, que tenían funciones consultivas. El dictamen del capellán norteamericano menciona algunas de las consecuencias para la Iglesia derivadas de la dependencia económica del clero respecto del Estado. Afir-ma, con expresión poco feliz, que los sacerdotes “desplegaban un espíritu mercenario”; aunque, a continuación, como queriendo suavizar el exabrupto, añade una obviedad, que “existen muchos sacerdotes excelentes en Puerto Rico”. Pero, inmediatamente, vuelve a su idea inicial al expresar su esperanza de que “cuando las congregaciones” [es decir, las 561 comunidades parroquiales] “se acostumbren a sostener sus sacerdotes, la religión católica florecerá en Puerto Rico mucho más que bajo el régimen español”. En otro párrafo se refiere a la desbandada de muchos clérigos españoles, que regresaban a la península: “ahora que los sacerdotes han sido privados de ayuda gubernamental, muchos están abandonando el país y más aún se irán antes de que termine el invierno”. Más adelante, insiste en que “el cambio en el sistema eclesiástico de la isla fue muy brusco, creando una parálisis y cons-ternación en el cuerpo eclesiástico acostumbrado a depender del gobierno para su sostén”.23 También alude a otra consecuencia de la alianza entre el trono y el altar en el Puerto Rico colonial: “Hay quejas de que los sacerdotes están demasiado interesados en política, predicaban España más bien que el Evangelio”.24 Esta aseveración nos introduce en el tema del papel jugado por la Iglesia en el sostenimiento de la política colonial de la metrópoli hispana. No andaba muy descaminado el capellán Tomás Sherman en sus apre-ciaciones, aunque sí es un tanto exagerado en su expresión. Son significativas, a este respecto, las consideraciones que hacía el obispado de Puerto Rico para apoyar el estable-cimiento de comunidades de religiosos en la isla antillana. En un dictamen del mes de julio de 1896, solicitado por el Ministerio de Ultramar con el fin de tramitar la instancia de los agustinos de El Escorial para establecerse en aquel territorio, el gobierno eclesiástico de la diócesis, en ausencia del obispo Minguella, sostenía “que los Reverendos PP. Misio-neros infundirían en el ánimo de estos sencillos habitantes el amor a la Madre Patria, juntamente con el honor debido á la Religión”.25 Con anterioridad, el mencionado prelado, recién consagrado y antes de partir hacia su destino, dirigía una instancia al Ministro de Ultramar sobre la necesidad de más sacerdotes para atender a las necesidades espirituales de sus futuros diocesanos. Argu-mentaba que las vacantes existentes en parroquias y coadjutorías de su obispado iban en “detrimento para la Religión y la Patria”.26 Tres años más tarde, el mismo Toribio Minguella, que sería el último obispo efectivo de la época española, cuando estaba a punto de abandonar la isla, de regreso a la península, para hacerse cargo de la diócesis de Sigüenza, abunda en consideraciones pa-trióticas. En el momento de despedirse de sus diocesanos, ofrecía todo un recital de como interpretaba la jerarquía eclesiástica, en el último tramo del dominio español, su función de adoctrinamiento, no sólo moral y religioso, sino también para inculcar sentimientos de respeto y adhesión a la metrópoli. El texto no tiene desperdicio y merece la pena citarlo, como manifestación palmaria de toda una mentalidad, muy arraigada entre los dirigentes españoles, civiles y eclesiásticos, a uno y otro lado del Atlántico. Está contenido en su última carta pastoral, con fecha del 25 de julio de 1897: “Amad a Dios sobre todas las cosas..., amad a vuestros prójimos como a vosotros mismos, y a estos dos amores unid el amor a España, que es amor a Dios y más que amor a nuestros prójimos, porque es amar a vuestra Madre. Amad a España que os ha dado su nombre, su sangre, su idioma, su civili-zación y su fe; amad a esa Madre tanto más digna del amor de sus hijos buenos, cuanto más injustamente vilipendiada y desamparada por impíos y parricidas”. Más adelante com-pletaba su exhortación con frases como ésta: “Porque, si es propio de cristianos alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran ¿Cuánto más debemos alegrarnos con las alegrías de nuestra madre patria y entristecernos con sus tristezas? Y crece ese deber con- 562 siderado desde nuestro especial punto de vista,desde el punto de vista católico, pues como España, por modo poco menos que esencial, es católica, sus alegrías y sus tristezas, sus victorias y sus desastres afectan a nuestra sacrosanta religión, que triunfa cuando España triunfa y sufre cuando España sufre”.27 En línea parecida se expresaba el minitro de Ultramar, Tomás Castellano Villarroyo. Con ocasión de la polémica candidatura del dominico Matías Gómez Zamora para el obispado puertorriqueño, rechazada por el nuncio en Madrid, escribió a su colega de Estado a fin de hacer gestiones en Roma. Comentaba en ella que los llamados a ocupar las sedes episcopales en las provincias ultramarinas debían ser “muy españoles y muy identificados con S.M. y el Gobierno”. En otra carta al mismo colega, el ministro de Ultra-mar asignaba a los prelados en las Antillas la tarea de cooperar en el mejoramiento del “estado social de sus habitantes, ya despertando el decaído espíritu religioso, ya desarro-llando el de subordinación a las potestades públicas”.28 Esta función de elemento de cohesión social y de vinculación a la metrópoli, desempeñada por la Iglesia en el Puerto Rico del siglo XIX, se corresponde con la de “catalizador social e intelectual de la conquista y colonización en la América hispana entre 1492 y 1810”, que le asignan los analistas que se han ocupado del papel de la Iglesia católica en el imperio español del Nuevo Mundo. También siguió siendo válido, como se ha podido comprobar, el aserto de que “la monarquía española ejerció amplios poderes de supervisión sobre la iglesia colonial en virtud del Patronato Real, que incluía el derecho de presentación de cualquier oficio o dignidad eclesiástico en las Indias, la recogida de los diezmos, el placet regio para la difusión de los documentos pontificios, la fijación de las circunscripciones eclesiásticas, etc. Los virreyes actuaban como vice-patronos, lo que ase-guraba una estrecha conexión entre las funciones políticas y religiosas en la administra-ción colonial. La dimensión política de las actividades de la Iglesia en el Nuevo Mundo condicionaba obviamente el desarrollo institucional del catolicismo romano, determinaba sus objetivos y canalizaba sus actividades”.29 Si nos adentramos en las condiciones socio-religiosas de Puerto Rico en las pos-trimerías del siglo XIX, las observaciones del jesuita T. Sherman no difieren mucho de las hechas con anterioridad por autoridades eclesiásticas y civiles de la isla. Sostenía aquel, en el susodicho informe, que “el estado de la religión en Puerto Rico es muy insatisfacto-rio. A pesar de la existencia de templos hermosos, la asistencia a los actos es muy pobre. Todos los habitantes, con pocas excepciones, son nominalmente católicos... En los hom-bres su catolicismo se reduce al bautismo, casamiento y entierro... El sacramento de la confirmación no ha sido administrado por muchos años en muchas partes de la isla...”.30 El prelado de más larga duración al frente del obispado borinqueño, Juan Anto-nio Puig Montserrat (1872-1894), que llegó a realizar tres visitas pastorales a la isla, expo-nía, a principios de los años ochenta, el estado y las necesidades más perentorias de su diócesis. En una memoria dirigida al rey Alfonso XII, hacía hincapié en la escasez de clero para atender a una población en continuo crecimiento y muy dispersa. Señalaba que “en una diócesis como ésta, donde la población vive diseminada en su casi totalidad por los campos hasta el punto que de los 800.000 habitantes sólo viven en el casco urbano de 563 los pueblos 160.000..., es materialmente imposible atender al servicio espiritual y a la administración de los sacramentos con 112 sacerdotes que sólo hay en ella actualmente dedicados al servicio parroquial, tanto más si se atienden las dificultades materiales que oponen la falta de caminos, el clima y la naturaleza de un país cruzado de ríos, ... y que llegan hasta imposibilitar a las veces la administración de las parroquias, que abarcan extensos territorios y poblaciones, en su mayor parte de seis a doce mil almas, para cuyo cuidado espiritual sólo hay en unas 50 parroquias un solo sacerdote que debe administrar a sus feligreses en su propias casas, situadas en los campos a largas distancias”. Líneas más abajo insistía en “la falta que hay en la diócesis de clero hasta para atender a las más precisas necesidades del servicio espiritual de los fieles”.31 Diez años más tarde persistía la misma situación. El obispo Puig vuelve a la carga sobre la necesidad de aumentar el personal para el servicio parroquial. Argumenta que son muchas las parroquias, “cuyos numerosos feligreses no pueden ser asistidos, ni auxiliados en sus enfermedades, ni aun recibir el pasto espiritual necesario por el solo párroco que ahí existe, mayormente estan-do diseminados sus habitantes por el campo”.32 En esta misma línea se expresaba, poco después, el gobierno eclesiástico del obispado puertorriqueño en un informe a favor de que los agustinos de El Escorial se establecieran en la isla. Son varias las razones que aduce: “1º que el número de sacerdotes encargados del servicio parroquial es insuficiente para llenar los múltiples cargos y obli-gaciones anejas a su ministerio; 2º que se halla descuidada la catequesis o instrucción de los niños porque ocurre con frecuencia que un solo sacerdote tiene que atender a más de diez y seis mil almas; 3º que no se misiona en la isla conforme lo reclaman la ignorancia o indiferencia de los fieles por falta de personal apto...”.33 A estos testimonios, donde quedan reflejadas la explosión demográfica experi-mentada por la población puetrorriqueña en el declinar del siglo XIX y su gran dispersión, diseminada por el campo y mal comunicada, cabe añadir algunos más, concernientes a la situación más específicamente socio-religiosa. El sucesor de Puig Montserrat, y último obispo efectivo en el Puerto Rico español, Toribio Minguella (1894-1897), presentaba en sus cartas pastorales, a las que era muy aficionado, un panorama poco halagüeño al res-pecto. Aunque ensalza “la probidad natural, la dulzura del carácter”,34 y otras cualidades del pueblo borinqueño, habla también del carácter indolente, de la desgana individual, de la plaga del amancebamiento; de la falta de estímulos para el trabajo, que hace proliferar la afición al juego, el alcoholismo y la droga. Lamenta las míseras condiciones de vida y de vivienda, así como las secuelas de la esclavitud: “el hacinamiento de habitantes en míse-ros y estrechos bohíos, los resabios de la vida inculta durante la esclavitud”,35 abolida apenas hacía dos decenios. Le preocupa, de modo especial, la indolencia en la práctica religiosa, rayana en “glacial indiferentismo que hiela la vida cristiana”.36 Otro tanto le ocurre con la generalizada ignorancia religiosa.37 No andaba lejos de estas apreciaciones, aunque con distintos sentido e intencionalidad, un artículo de Luis Muñoz publicado en su rotativo, La Democracia, uno de los portavoces de prensa del autonomismo borinqueño. Señalaba que “el día que nues-tro campesino conozca los abusos de que es víctima y se disponga a rachazarlos, el día que abandone la gallera por el meeting y los naipes por el periódico, el día que la mujer puer-torriqueña críe y eduque a sus hijos para ciudadanos y no para esclavos, el día que despier- 564 te el país del letargo en que dormita, ese día asistiremos a la boda de Puerto Rico con la libertad”.38 En lo que parece no estar muy acertado el P. Tomás Sherman es en el diagnóstico y pronóstico finales, que formula como conclusiones de su informe. Suena a hiperbólica su afirmación de que “la religión en la isla está muerta”. Y está poco acorde con la virtud teologal de la esperanza cristiana su escepticismo acerca de la virtualidad del catolicismo en la sociedad puertorriqueña del futuro: “Si podrá ser resucitada como una influencia viviente es un asunto problemático”.39 La historia posterior se encargará de desmentir esta desesperanzadora visión sobre el estado socio-religioso de Puerto Rico en el momento del traspaso de soberanía de España a los Estados Unidos. Se contradice, además, con lo dicho por el mismo autor, en párrafos anteriores, de que “la religión católica florecerá en Puerto Rico mucho más que bajo el régimen español”, una vez que las feligresías se adap-taran a no depender de las asignaciones del Estado para el mantenimiento del culto y clero.40 NOTAS 1 Siglas utilizadas en este trabajo: AHN= Archivo Histórico Nacional, Madrid; AMAE= Archivo del Mi-nisterio de Asuntos Exteriores, Madrid; HHStA= Haus- Hof- und Staats-Archiv, Viena; PA= Politisches Archiv des Ministeriums des Äussern, sección del HHStA; PAAA= Politisches Archiv des Auswärtigen Amts, Bonn. Las investigaciones pertinentes se han realizado en el ámbito de los proyectos de investiga-ción financiados por la DGICYT, núm. PS91-0003 y PS94-0050. 2 El texto del informe, en versión española, es recogido en sus párrafos más significativos por SILVA GOTAY, Samuel, Protestantismo y política en Puerto Rico, 1898-1930, San Juan de Puerto Rico: Edito-rial de la Universidad de Puerto Rico, 1997, págs. 108-109. Nos indica también que fue hecho público el 10.1.1899 y que el original inglés se conserva en los Archivos Nacionales de Washington, BIA, RG 350, 124. 3 El texto lo recoge en su tesis doctoral, dedicada al tema de las leyes especiales con referencia a Puerto Rico, FIGUEROA MERCADO, Loida, Puerto Rico ante la oferta de leyes especiales por España 1808- 1887, defendida en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid, actual UCM, 1963, mecanografiada, pág. 176. 4 Instrucciones impartidas desde la Dirección General de Ultramar, en nombre de Juan Bravo Murillo, presidente del Consejo de Ministros, con fecha del 24.3 1852, en AMAE, leg. 2967. 5 Un buen análisis de las facultades y funciones, que correspondían a la persona que desempeñaba la Capitanía General en SÁNCHEZ-ARCILLA BERNAL, José, “Apuntes para el estudio de la Capitanía General de Cuba durante el siglo XIX”, en RAMOS, Demetrio y DIEGO, Emilio de (Directores), Cuba, Puerto Rico y Filipinas en la perspectiva del 98, Madrid: Editorial Complutense, 1997, págs. 163-213; aunque se refiere a la Gran Antilla, es válido también para Puerto Rico. Una excelente síntesis sobre el régimen administrativo de Puerto Rico en aquella época en LALINDE BADÍA, Jesús, La administración española en el siglo XIX puertorriqueño. (Pervivencia de la variante indiana del decisionismo castellano en Puerto Rico, Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos del CSIC, 1980. 6 Por aquellas fechas, desde finales de septiembre de 1896, se encontraba en España una comisión de autonomistas puertorriqueños de distinto signo, encabezada por Muñoz Rivera. Estaba manteniendo amplias conversaciones con miembros destacados del gobierno y del partido conservador -Cánovas del Castillo, 565 Tomás Castellano, ministro de Ultramar, y Silvela-, y del primer partido de la oposición, el partido liberal fusionista, en busca de aproximar el Partido Autonomista Puertorriqueño a alguno de los partidos metro-politanos dispuesto a aceptar su programa, con lo que pondrían fin a su retraimiento. Puden verse datos sobre esta temática en DÍAZ SOLER, Luis M., Puerto Rico desde sus orígenes hasta el cese de la domi-nación española, Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1994, págs. 679-685. 7 Despacho, nº 3, de Radowitz a Hohenlohe, Madrid, 2.1.1897, en PAAA, R17481, “Acta betreffend die Angelegenheiten Puerto Rico’s”, en la serie Spanische Besitzungen in Amerika, Nº.1; adjuntaba 4 ejem-plares de la Gaceta de Madrid, núm. 1, vol. 236, del 1.1.1897, en ibídem. 8 Despacho, nº 6, de Radowitz a Hohenlohe, Madrid, 4.1.1898, en PAAA, R17481. El embajador seguirá con atención el cumplimiento de estas promesas e informará puntualmente de ello a Berlín, ver nota 15. 9 Despacho, nº 5, de Radowitz, Madrid, 4.1. 1898, en PAAA, R17494, vol 13 de “Akten betreffend Angelegenheiten Cubas”, en la serie Spanische Besitzungen in America, Nº 2. 10 Despacho, nº 117, de Dubsky a Goluchowski, Madrid, 16.12.1896, en HHStA, PA XX/55. 11 Despacho, nº 122, de Dubsky a Goluchowski, Madrid, 31.12.1896, en ibídem. 12 Despacho citado en la nota 10. 13 Despacho, nº 121, de Dubsky a Goluchowski, Madrid, 27.12.1896, en HHStA, PA XX/55, y despacho citado en la nota 11. 14 Despacho, nº 1B, de Dubsky a Goluchowski, Madrid, 1.1.1897, en HHStA, PA XX/56. 15 Radowitz remitió a Berlín tres despachos dedicados al tema, nº 23, 24 y 28, del 9 y 18.2.1897, adjuntan-do el material informativo reseñado, en PAAA, R17494. Dubsky envió a Viena cinco despachos, nº 14, 15, 16, 19 y 22, del 1, 2, 6, 11 y 12.2.1897, en HHStA, PA XX/56; los dos primeros, anteriores a la publicación oficial, anuncian la inminencia de su promulgación y dan un avance de su contenido apareci-do en la prensa madrileña. Posteriormente, con ocasión de la apertura de las Cortes, en la tercera semana de mayo, se hacen eco del proyecto de ley para eximir de responsabilidad constitucional al gobierno por haber ampliado, mediante simple decreto, las bases contenidas en la ley de 1895, aprobada en Cortes, en despacho, nº 58 de Dubsky, del 21.5.1897, en ibídem; y nº 85, de Radowitz, de igual fecha, en PAAA, R17495. Esta misma circunstancia vuelve a repetirse con los decretos de Sagasta del mes de noviembre 1897, concediendo el régimen autonómico, para cuya exención de responsabilidades fue presentado el correspondiente proyecto de ley el 11.5.1898. 16 Ver la O.c. en nota 6, págs. 684-685. 17 Radowitz enviaba a Berlín, desde el 19 de octubre, cuando empiezan a circular rumores, hasta el 29 de noviembre, tras la publicación de los textos oficiales, cinco despachos; luego, en relación con la puesta en marcha del mismo, otras cuatro comunicaciones, desde el 27 de diciembre de 1897 hasta el 20 de enero de 1898; aparte llegaron los informes del cónsul alemán en la Habana; en PAAA, R1796 y 1797. Por su parte, Dubsky dedica a ambas cuestiones siete despachos entre el 7 de octubre de 1897 hasta el 6 de enero de 1898, en HHStA, PA XX/55 y 56. 18 En la primera obra citada en la nota 5, pág. 194. 19 De este asunto me he ocupado en “Iglesia y cuestión colonial en el Puerto Rico del siglo XIX”, en la obra dirigida por D. Ramos y E. de Diego, citada en nota 5, págs. 220-223. En esta misma obra se encuentra un artículo con una temática similar referente a Cuba: : CÉSPEDES GARCÍA-MENOCAL, Carlos Manuel de, “La Iglesia católica en Cuba y su actitud ante la guerra hispano-cubana”, págs. 147-161. En una “Relación de individuos del clero catedralicio y secular de la isla”, del 31.12.1891, aparecen cuáles eran las dignidades, prebendas y cargos, cuya designación correspondía al Real Patrono, al Vice-real Patrono y al prelado de la diócesis, en AHN, Ultramar, leg. 2098, expediente 13. 20 En la obra citada en nota 2, pág. 108. 21 Ver al respecto ROBLES MUÑOZ, Cristóbal, “La Iglesia en Filipinas y Cuba después del 98”, en Missionalia Hispánica, 43 (1986) 259-353, particularmente, págs. 327-329. Sobre la institución del Pa-tronato Real aparecía, a principios de 1897, un tratado histórico-jurídico de GÓMEZ ZAMORA, Matías, Regio Patronato Español e Indiano, Madrid: Imprenta del Asilo de Huérfanos del S.C. de Jesús, 1897; esta obra motivó que el nuncio no aceptara al autor para el obispado de Puerto Rico. 566 22 El texto de la real cédula en AHN, Ultramar, leg. 2045; puede verse en Colección Legislativa de España, 1858, 2º trimestre, núm. 76, págs. 58-64; lo recoge HERNÁNDEZ RUIGÓMEZ, Almudena, La des-amortización en Puerto Rico, Madrid: Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1987, págs. 169-173. 23 Obra citada en nota 2, págs. 108-109. 24 En ibídem. Un estudio sobre el papel que las Leyes de Indias reservaban a la Iglesia en la América hispana hasta su independencia puede verse en GÓMEZ HOYOS, Rafael, La Iglesia de América en las Leyes de Indias, Madrid: Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, 1961; ver nota 29. 25 Dictamen del 23.7.1896, en AHN, Ultramar, leg. 2098. 26 Instancia fechada en Madrid, 11.10.1894, en AHN, Ultramar, leg. 2098. 27 En FABO, Pedro, Vida del Excmo. P. Toribio Minguella, obispo de Sigüenza, Barcelona: Editorial Libre-ría Religiosa, 1927, pág. 48; el texto de la carta pastoral en el Boletín eclesiástico de la diócesis de Puerto Rico, 39 (1897) 205-209. 28 Ambas cartas de T. Castellano al Duque de Tetuán, Madrid, 24.7. 1897, en AMAE, leg. 2677; ver nota 19. 29 Ver, por ejemplo, GREENLEAF, Richard E. (Editor), The Roman Catholic Church in Colonial Latin America, Tempe: Arizona State University/Center for Latin America Studies, 1977, págs. 1 y 2. Ver también la obra de SHIELS, William E., King and Church: The Rise and Fall of the Patronato Real, Chicago: Loyola University Press, 1961; y la obra citada en la nota 24. 30 Obra citada en nota 2, pág. 108. 31 Lleva la fecha del 31.10.1883 y era resumen de otra anterior dirigida al ministro de Ultramar, con fecha del 12.7.1883. El texto de la primera se encuentra en AHN, Ultramar, leg. 2109; lo recoge la obra de MURGA, Vicente y HUÉRGA, Alvaro, El episcopologio de Puerto Rico, vol. 6, De Mariano Rodríguez de Olmedo a Toribio Minguella (1815-1898), Ponce: Universidad Católica de Puerto Rico, 1994, págs. 391-394; las frases transcritas, en págs. 391-192. 32 Instancia fechada el 1.2.1893, en AHN, Ultramar, leg. 2098, exp. 16. A finales del mismo año, el Gober-nador General emitía, con fecha del 2 de diciembre, un informe favorable a la propuesta del obispo, en ibídem. Lo mismo hacía el Consejo de Estado con un dictamen del 17.1.1894, dirigido al Ministro de Ultramar y remitido por éste al Gobernador, como “Vice-Real Patrono de la Iglesia de Puerto Rico”, el 12.2. 1894, en ibídem. 33 El informe está fechado el 23.7.1896, y es respuesta a la petición hecha por el Ministerio de Ultramar para tramitar la solicitud presentada por el superior provincial, Fr. Bonifacio Moral, en AHN, Ultramar, leg. 2098, expediente 24. 34 En la tercera carta pastoral, del 22.2.1896, en Boletín eclesiástico de la dócesis de Puerto Rico, 38 (1896) 45-79,p. 49. 35 En la segunda carta pastoral, del 1.3.1895, en ibídem, 37 (1895) 49-69. 36 Ver nota 34. 37 En la cuarta carta pastoral, del 26.4.1897, en O.c., 39 (1897) 111-131, págs. 113 y 120. 38 Edición del 2.7.1891, en O.c. en la nota 6, pág. 664. 39 Ver O.c. en nota 2, pág. 109. 40 Ver nota 23. |
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