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EPIDEMIA Y CONFLICTIVIDAD SOCIAL:
LA FIEBRE AMARILLA DE 1838 EN LAS PALMAS
Mª. José Betancor Gómez
La epidemia que estudiamos es la segunda fiebre amarilla del XIX en Gran Canaria, y
se va a caracterizar, más por la conflictividad social que ocasiona, que por sus repercusio-nes
sanitarias. Como fuentes hemos utilizado, además de la bibliografía secundaria, la
obra manuscrita del Dr. Chil, la del Dr. Déniz Grek, el Boletín Oficial de la Provincia y las
actas municipales. Lamentablemente, de éstas últimas, sólo hemos podido utilizar las de
los años 1834, 1836 hasta julio, y 1839, al ser las únicas que se salvaron del incendio del
Ayuntamiento de 1842. Tampoco hemos podido usar prensa, importante en estos estudios,
al no existir ningún periódico en la isla en estos años.1
El foco originario de la fiebre amarilla no está claro, y se duda entre una procedencia
africana, americana o de ambos continentes de forma independiente.2 Su llegada a Europa
se explica por su fácil transporte, pues el vector, el Aedes Aegypti, depositaba sus larvas
en las barricas de agua de los navíos.3 En Canarias, a pesar de su cercanía y de sus contac-tos
con África, todas las epidemias de fiebre amarilla tienen un origen, directa o indirecta-mente
antillano.4
A las Islas llega por primera vez en 1701, antes por tanto que a la Península, en donde
su aparición tiene lugar en 1705, hecho poco conocido por la bibliografía española, que
generalmente ignora también las restantes epidemias que asolan el archipiélago.5 En el
XIX, en Gran Canaria, se sucederán epidemias de fiebre amarilla, en 1810-1811, 1838,
1846-1847 y por último en 1862-1863.6 Este elevado número, se explica por los estrechos
contactos de las islas con Cuba, pero sobre todo por su climatología, que propicia el desa-rrollo
del vector.7
Históricamente, Canarias sufrirá epidemias similares a las europeas, cuya llegada se
verá facilitada, por los intensos contactos exteriores de las Islas, derivados de sus activida-des
económicas y de su situación geográfica. Estas circunstancias negativas se verán com-pensadas,
porque el hecho insular permitirá prevenir el contagio con mayor facilidad que
en tierra firme. En efecto, cuando en una isla se declaraba una epidemia, los Cabildos de
las restantes cortaban las comunicaciones con la afectada, lo que generalmente resultaba
efectivo. Así, de cuatro grandes epidemias de peste que asolaron a Gran Canaria y Tenerife,
tan sólo una fue común a ambas.8
La incomunicación, aunque efectiva desde el punto de vista sanitario, significa en cual-quier
comunidad, la paralización de una gran parte de su actividad económica, pero en
unas islas que vivían, en gran medida, del comercio exterior, esta situación revestía mayor
gravedad. De ahí, el rechazo social a esta medida, que es claramente evidente en las clases
altas, tal como se demuestra en el comportamiento de las instituciones, donde estaban
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ampliamente representadas, y que reflejan sobre todo sus intereses. En palabras de
Iglesias Rodríguez, en las epidemias, la insistencia sistemática en negar su carácter
contagioso se debe a que: ... “junto un prurito anti-alarmista hay que reconocer la existen-cia
de intereses económicos, no perdiendo de vista, en todo caso, que las regidurías solían
estar monopolizadas por los elementos adinerados de la ciudad y este patriciado urbano
tenía comprometidos estrechos intereses con la actividad mercantil o con actividades con
ellas relacionadas”.9
No obstante, los mayores perjuicios de la incomunicación, los sufrían obviamente las
clases bajas, que por tanto, también solían estar en contra de la misma. Además, en princi-pio,
eran las que más podían padecer el contagio, al emigrar en menor número, por carecer
de medios económicos y no poder abandonar su trabajo. Trabajo, que sin embargo, mu-chas
veces perdían por la incomunicación, e incluso por la huida de las clases más altas de
la población.10 Las fuentes suelen reflejar la preocupación de las autoridades por esta
situación, que podía desembocar en el hambre; lo que intentaban paliar con distintas me-didas.
Así, en la fiebre amarilla de 1862, se realizó una colecta que abarcó no sólo al
archipiélago, sino también a la Península y Cuba. En la misma epidemia, el Subgobernador
consiguió dinero del Gobierno, para la realización de distintas obras públicas.11 El amor al
prójimo no era siempre el motivo de estas medidas, también influía el miedo a una explo-sión
social.
Estas consideraciones presentan en Canarias, durante el siglo XIX características pecu-liares,
debido a que, desde la división provincial de Javier de Burgos de 1833, cambia la
situación político administrativa del archipiélago. A raíz de ésta, las Islas se convierten en
una única provincia cuya capitalidad se establecerá en Santa Cruz de Tenerife, donde
residirá el poder político y por tanto, la toma de decisiones. Esta nueva situación va a
acentuar el denominado “pleito insular”, al que José Miguel Pérez define como: “la
pervivencia secular de una pugna que enfrenta a las dos islas centrales al crearse en ellas
intereses competitivos y escasamente compatibles”.12
En el ámbito sanitario, el cambio político se va a caracterizar, porque las medidas pre-ventivas
frente a las epidemias, no van a seguir criterios homogéneos para ambas islas. En
efecto, el que la Junta Provincial de Sanidad y la máxima autoridad política residieran en
Tenerife, motivará el que, generalmente, se declare la epidemia y se incomunique a Gran
Canaria con mayor celeridad que a la otra isla. Y en ocasiones, la prolongación de la
incomunicación no siempre parece responder a causas sanitarias, sino de otro tipo. No
olvidemos, que antes mencionábamos como uno de los motivos del pleito insular: “los
intereses competitivos y escasamente compatibles” de ambas islas. En este sentido, resul-ta
sintomático al respecto, como en todas las epidemias importantes sufridas inicialmente
por Tenerife a lo largo del siglo XIX, excepto la del cólera de 1893,13 termina invadida
Gran Canaria. En cambio, en las dos ocasiones en que es esta isla la primera contagiada,
como es el caso de la epidemia que estamos estudiando y del cólera de 1851, la enferme-dad
no se propaga a Tenerife.14 Parece evidente, que las autoridades provinciales utiliza-ban
distintos criterios a la hora de incomunicar y adoptar otras medidas precautorias.
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La epidemia
Chil afirma, que ya en abril de 1837, se dieron algunos casos de fiebre amarilla en Las
Palmas, lo que provocó el pánico entre sus habitantes, que recordaban la mortíferas conse-cuencias
de la de 1810-1811. Además, culparon a la Junta de Sanidad de haber permitido
la entrada del mal. Según este autor, se adoptaron las medidas usuales en estas situaciones;
aunque la enfermedad duró poco, quizás porque la climatología de estos meses no es la
más propicia para el desarrollo de la fiebre amarilla. A pesar de ser el único autor que la
menciona, los datos que proporciona hacen verosímil la existencia de una enfermedad
epidémica, fuera o no la fiebre amarilla.15
Mayores repercusiones tendría la que vamos a estudiar, que fue importada desde La
Habana por el bergantín español Temerario, que arribó a Las Palmas el 23 de agosto de
1838.16 Ya durante la travesía enfermaron varios tripulantes y pasajeros, a pesar de lo cual,
sólo se les mantuvo en observación ocho días, lo que al igual que el año anterior, provocó
la protesta de la población contra la Junta Municipal de Sanidad. Realmente, las críticas
parecen justificadas, pues la Real Orden del 24 de abril de 1817 estipulaba, que los buques
procedentes de las Antillas y de la costa americana, debían guardar una cuarentena de
ocho días si no habían tenido novedades sanitarias durante la travesía, y quince si las
hubiera, que es el caso que tratamos.17
Las protestas se demostraron desgraciadamente correctas, puesto que la primera fami-lia
afectada fue la del contramaestre del buque. Además, porque algunos de los marinos
canarios que sustituyeron a los del bergantín, enfermaron y murieron a su vez, lo que
incrementó el miedo popular. No obstante, la tranquilidad retornó relativamente, cuando
las autoridades atribuyeron estas muertes a “indigestiones”.
Sin embargo, la epidemia continuaba su evolución. Sólo uno de los cinco médicos de la
ciudad, el Dr. Antonio Roig, defendió desde el principio, que la enfermedad era la fiebre
amarilla. Este diagnóstico provocó, según Chil, “una cruzada” en su contra, por parte de
aquellos que veían peligrar sus intereses si se declaraba la epidemia. En concreto, este
autor achaca estas críticas “a personas de cierta posición que por intereses de familia y
particulares fines habían introducido una enfermedad que ya era inevitable”. Además aña-de,
que los facultativos “no se portaron...como correspondía en cuestión de tanta trascen-dencia”.
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Esta polémica, que no era inusual en las epidemias, responde a las presiones que su-frían
los médicos por parte de las fuerzas vivas, y en general de la mayor parte de la
población, para evitar que se declarara oficialmente la enfermedad y se ordenara aislar la
ciudad. Tampoco cabe excluir, que algunos de ellos tuvieran intereses económicos perso-nales
o familiares, que se verían perjudicados con la incomunicación.
Pero las circunstancias darán la razón al Dr. Roig. Según un comunicado municipal del
31 de octubre, tras la autopsia realizada el día 20 a un criado del dueño del “Temerario”,
D. Gerónimo Navarro, dos de los cinco médicos que participaron en la misma, confirma-ron
que la causa de la muerte era fiebre amarilla, mientras que los otros tres no lo negaron.
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En vista de esta circunstancia, el Ayuntamiento formó una “Junta de Sanidad”, compuesta
por esta institución, la Junta Municipal de Sanidad y las autoridades de la isla, que se
reuniría diariamente en la iglesia de S. Agustín. La creación de esta Junta, podía obedecer
desde luego a la búsqueda de una mayor eficacia, pero posiblemente también al deseo de
ocultar, que una gran parte de los integrantes de las instituciones que la conformaban, se
habían ausentado, haciendo así imposible el funcionamiento aislado de las mismas.19 Y
ésto, a pesar de que las disposiciones legales vigentes, prohibían a las autoridades abando-nar
los pueblos contagiados.20 Además, lo corrobora Millares Torres, que explica que, al
difundirse el resultado de la autopsia, huyó al campo la mayor parte de la población capi-talina,
buscando lugares sobre el nivel del mar, porque tenían conciencia de que a cierta
altura el mal era inofensivo.21
Además, los pueblos se acordonaron para evitar el contacto con su capital, y aunque
Chil escribe que lo hicieron sin permiso, en realidad la medida era legal, pues la había
ordenado la Junta Provincial de Sanidad en una circular emitida el 24 de octubre.22 Tam-bién
sería el momento, en el cual las autoridades de las Palmas tendrían la obligación de
establecer los cordones, lo que sin embargo no cumplen.
Es significativo, que en la circular, la Junta Provincial indicara, que la información
sobre la enfermedad, le había llegado del Ayuntamiento de Gáldar, y no del de Las Palmas.
Además, se decretaba la incomunicación de Gran Canaria, imponiendo incluso la pena
capital a los que la quebrantaran. También, se exhortaba a su Junta Municipal de Sanidad
a informar de la situación, rompiendo el silencio que mantenía, a pesar que desde el día 20
se reconoció oficialmente una muerte por fiebre amarilla. Por último, se hace especial
hincapié en la necesidad de controlar “al Buque contrabandista”, preocupación que se
repite en la prevención de otras epidemias en las islas. La lectura de este comunicado
evidencia un lógico malestar contra la Junta Municipal de Sanidad, y por extensión a las
restantes autoridades de Las Palmas, ante el silencio que mantenían frente a la epidemia, y
que podía propiciar su extensión.
Por fin, el 31 de diciembre, el Ayuntamiento grancanario va a informar a la opinión
pública de la situación en un comunicado, firmado por el alcalde, Conde de la Vega Gran-de.
En el mismo, se hace una completa historia de la llegada y evolución de la enfermedad,
y se tiende a justificar la actuación de la Junta Municipal de Sanidad, aduciendo que desde
el comienzo de la epidemia adoptó las medidas preventivas necesarias. En cuanto a la
fiebre amarilla, no llega a afirmar de manera tajante su existencia, lo que se contradice con
el resultado de la autopsia del día 20, que sin embargo da a conocer. No obstante, concluye
afirmando, que de haber sido fiebre amarilla, ésta habría desaparecido gracias a la diligen-te
actuación de las autoridades y facultativos, como lo demuestra el que apenas hubiera 20
enfermos, en una población que tenía de 18.000 a 20.000 almas. Por tanto, al estar extin-guida
la posible epidemia, no procedía la incomunicación decretada por la Junta Provin-cial
de Sanidad el día 24.
Hasta aquí la versión municipal, que si la comparamos con la de Chil y sobre todo con
la posterior evolución de los hechos, parece describir dos realidades distintas. Este autor,
cuestiona acremente la actuación de las autoridades y de los médicos, calificando la de
estos últimos, de “indecorosa y deplorable”, con la salvedad del Dr.Roig, como ya hemos
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referido. En toda su exposición, late la sospecha de que la negligente actuación de las
autoridades y de los médicos, y su resistencia a reconocer la existencia de la enfermedad,
estaba motivada porque no se perjudicaran los intereses económicos de las clases domi-nantes,
conectadas al poder municipal.
Sin embargo, cuatro días más tarde, el 4 de noviembre, el Ayuntamiento se vería obli-gado
a reconocer en un nuevo comunicado, por primera vez, la existencia de la fiebre
amarilla, ante una opinión pública cada vez más alarmada.23 El motivo que le llevó a
publicarlo, fue el dictamen de los médicos de la ciudad sobre un enfermo. Dos de ellos, el
Dr. Roig y el Dr. Rodríguez, afirmaron que padecía este mal, mientras que los otros cuatro
no lo negaron. El Ayuntamiento manifestaba en su escrito, dirigido a los pueblos, que se
habían tomado las precauciones necesarias, aislando la casa del enfermo y adoptando las
restantes medidas preventivas. Además, se aconsejaba a los alcaldes, que por su parte
hicieran lo que consideraran oportuno para precaverse de la enfermedad. Esta última reco-mendación,
parece una alusión a la posibilidad de incomunicarse con la capital, consejo
que era innecesario, puesto que las distintas localidades, posiblemente aprovechando las
directrices de la Junta Provincial de Sanidad, lo habían ejecutado con anterioridad. El
escrito concluye afirmando, que el Consistorio esperaba que cesara la enfermedad, gra-cias
a su actividad y a que la estación no era propicia para que se extendiera el contagio; lo
que implica que tenían conocimientos de que la fiebre amarilla, se propagaba con más
facilidad en determinadas épocas del año.
En el comunicado, el Ayuntamiento afirma, que con su publicación cumplía su prome-sa
del 20 de octubre, de informar sobre cualquier novedad. Consideramos, que o bien Chil
se equivoca, y la fecha anterior no es el 20 sino el 31 de octubre, o el Ayuntamiento
miente. En efecto, desde el 20 de octubre que se realizó la autopsia, que concluyó con el
diagnóstico de fiebre amarilla, no dió ningún tipo de información hasta el 31, en el que
además, lo que plantea es la necesidad de abrir la incomunicación alegando la ausencia de
enfermedad.
Según Chil, todos los que tenían medios huyeron de la ciudad, abandonando sus pro-piedades;
lo que corrobora Bosch, especificando que se ausentaron las personas principa-les
del pueblo: hacendados, comerciantes, abogados, escribanos e incluso, médicos y bo-ticarios.
24 El Ayuntamiento informó a las restantes instituciones del establecimiento de
cordones sanitarios en torno a la ciudad, lo que se consumaría el 7 de noviembre, a pesar
de que la Junta Provincial de Sanidad lo había ordenado desde 24 de octubre. Los encarga-dos
de su cumplimiento, serían el coronel D. Juan Gregorio Jaquer en el norte, y el tenien-te
coronel D. Manuel de Quintana Llarena en el sur. Las distintas instituciones, con todo
su personal y archivos, se ausentaron de la ciudad a partir del día cinco, y se repartieron
por la isla: la Audiencia y el Cabildo Catedral en Telde, el Seminario en el Carrizal, mien-tras
el obispo se encontraba en Teror “al abrigo de la fiebre”, en palabras de Chil.25 Bosch
añade a éstas, el Juzgado de Primera Instancia y el Eclesiástico, la Junta Diocesana, la
Subdelegación de Rentas, y además, varios miembros del Ayuntamiento y de la Junta de
Sanidad.26 Como ya expusimos, las actas municipales de enero de 1839, reflejan también
la marcha de los funcionarios del Ayuntamiento.27 Por tanto, la ciudad quedó aislada y con
apenas autoridades, permaneciendo sobre todo, aquellos que no tenían recursos para irse.
2506
A pesar de que las fuentes reflejan muy pocos datos de mortalidad y morbilidad, sin em-bargo
su estudio demuestra que la epidemia fue de carácter benigno. El único autor que
nos proporciona datos del número de afectados, es Francisco María de León, que los cifra
en torno a 300.28 Estimamos que este cálculo puede ser inferior a la realidad, pero el
ocultamiento oficial de la epidemia y sus consecuencias, no nos permite ofrecer otro. Lo
que si es evidente es que fue mucho mas benigna que la anterior de 1810-1811, pero más
intensa que la de 1846-1847. La explicación puede radicar, en que la fiebre amarilla deja
una inmunidad total y permanente, y que por lo tanto, para que la mayor parte de la pobla-ción
sea altamente receptiva, se necesita un período de tiempo suficientemente amplio
para que hayan muerto los afectados en la epidemia anterior. De ahí, que entre menor es el
período entre dos epidemias, menor sera el número de afectados.
La conflictividad social
En estas circunstancias, la escasa presencia de las autoridades, unida a la problemática
derivada del aislamiento, van a originar una serie de graves incidentes que culminarán en
una sublevación armada. Chil nos presenta a la ciudad, sumida en la más completa anar-quía,
y atribuye los desórdenes a la incitación de algunos miembros de la “Junta de Sani-dad”
creada anteriormente, que habían permanecido en Las Palmas, aunque no nos pro-porciona
ni los motivos ni sus nombres.29 Francisco María de León refrenda la informa-ción
anterior, señalando que: “hubo alborotos, tentativas de incendiar casas, robos y otros
desórdenes”.30 Efectivamente, el malestar terminó concretándose en acciones violentas, y
pocos días después de establecido el cordón, se asaltó y destrozó la casa de D.Pedro
González; el 20 de noviembre la de D.Francisco Morales Bethencourt; el 11 de diciembre
se encontró una mecha encendida en el despacho de D.Francisco Zumbado, comisionado
Subalterno de Desamortización. Por todo ello, el Alcalde en la noche del 12 de diciembre
pidió y obtuvo tropas del Gobernador Militar, Comandante del cordón, a pesar de lo cual,
la noche siguiente fue asaltada la casa de D. Juan Eduardo.31
Este tipo de incidentes tenían como motivo el resentimiento de los que se habían tenido
que quedar en la ciudad, enferma, aislada y con dificultades de abastecimiento, contra los
que habían podido huir. En este sentido, Carrillo y Ballester afirman, que durante la enfer-medad
colectiva se hacen más patentes las tensiones existentes entre las distintas clases y
grupos sociales.32 También es posible, que los asaltos a las viviendas respondiera a la
búsqueda de dinero o alimentos, por la escasez derivada del aislamiento. Déniz Grek seña-la,
como al negarse el resto de la isla a levantar la incomunicación con Las Palmas, por
miedo a que siguiera la epidemia, el pueblo de esta ciudad “estrechado por la miseria se
sublevó queriendo poner por sí mismo término a tan violento estado de cosas”.33 La ira
popular iba dirigida sobre todo, contra aquellos que por sus cargos políticos y profesiona-les,
debían de haber permanecido en ella cumpliendo con su deber. Recordemos, que las
principales autoridades civiles y militares, así como la mayoría de las clases pudientes,
habían salido de la ciudad, por lo que en ésta permanecieron fundamentalmente los po-bres.
No tenemos constancia del momento en que los médicos de Las Palmas deciden decla-rar
concluida la epidemia, pero el caso es que aún desaparecida, persistía la incomunica-ción.
En un intento de acabar con ésta, y con la situación de anarquía antes descrita, se
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acordó enviar a Tenerife una comisión para solicitar que viniera a Las Palmas el Jefe
Político, acompañado de médicos, que certificaran que la enfermedad había concluido.
Tras una reunión el 17 de diciembre con la Junta Provincial de Sanidad y el Jefe Político,
se aceptó sólo la propuesta de que vinieran dos facultativos.34
Según Bosch, para informar de estos acontecimientos, se convocó el día 22 una re-unión
de la Junta de Sanidad y del Ayuntamiento. En la misma, también se acordó repartir
entre los vecinos una derrama, destinada a hacer frente a los gastos que representaban el
desplazamiento y estancia de los médicos. Reunida esta cantidad, se informaría a la Junta
Provincial, para que enviara a los dos facultativos para clasificar la enfermedad. La noticia
de este requisito, provocó el malestar del público, irritado seguramente, porque en aque-llas
circunstancias críticas, se dilatara la resolución de la crisis por unas exigencias econó-micas
que no podían ser importantes, y que podían haber sido costeadas o al menos ade-lantadas
por las autoridades provinciales. Bosch habla de que hubo que levantar la sesión
ante “la actitud que iba tomando”, y realmente la situación debió revestir una cierta grave-dad,
porque como consecuencia de los incidentes, se abrirá un proceso a instancias del
Comandante General, tal como se informará en la sesión municipal del 15 de febrero de
1839, donde se piden las actas de la reunión del 22 de diciembre.35
Ignoramos si este malestar tiene relación con el agravamiento del orden público, pues a
partir de estas fechas va a tomar características de movimiento armado. En efecto, los días
22, 23 y 24 de diciembre, las tropas regulares, la Guardia Nacional y el pueblo que se
había armado, intentaron suprimir la incomunicación. Además, prepararon la defensa de
la ciudad frente al exterior, contando incluso con piezas de artillería.36 Ante esta grave
situación, el gobernador militar de la Isla, Francisco María de León, ordenó al teniente
coronel Manuel Quintana Llarena, ambos ausentes de la ciudad, que restableciera el or-den,
lo que éste ejecutó con cuatro compañías, y sin que afortunadamente corriera la san-gre.
37 Paralelamente, el Coronel Comandante de Ingenieros de Las Palmas, Domingo
Rancel,38 que se había trasladado a Tenerife desde el 24 de diciembre, informará al Co-mandante
General y Jefe Político, Marqués de la Concordia, el cual se desplaza a Gran
Canaria, a donde llega el día 27 por Gáldar, acompañado de tropas.39 Además, le acompa-ñaban
los médicos Bernardo Espinosa y Diego Pestana, que se trasladaron a Las Palmas y
celebraron una junta facultativa cuyo dictamen se emitió el 31 de diciembre. En el mismo,
declaraban que estaba extinguida la epidemia, y que por tanto, se podía decretar la libertad
de las comunicaciones.40 El dictamen, acompañado de una petición del marqués de la
Concordia refrendándolo, fue aprobado por la Junta Provincial de Sanidad el día 2 de
enero, poniendo así fin a un aislamiento de más de dos meses.41
Por otro lado, a pesar de que el marqués de la Concordia se había trasladado a Las
Palmas desde Tafira, donde estaba instalado desde su llegada de Tenerife, se produjeron
nuevos alborotos. Según Chil, los desórdenes continuaron, ardiendo una casa de la calle
San Francisco y siendo saqueada la del presbítero Juan Romano.42 Como responsables de
los alborotos fueron detenidos Gabriel Machín y José Alzola, campaneros de la catedral y
del Seminario, y Juan Vera tambor de la Milicia Nacional.43
Según Millares Torres, los perjuicios que experimentó la ciudad con esta epidemia
fueron incalculables, por haberse paralizado todos los ramos de la riqueza de la Isla y
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haber quedado inactivos los marinos dedicados a la pesca, base principal de la alimenta-ción
del país.44 Francisco María de León nos menciona asimismo “los muchos necesitados
que en ella se encontraban por la paralización del trabajo”, lo que refrenda el acta munici-pal
del 4 de febrero de 1839, donde se alude al socorro de los desgraciados e indigentes
tras la epidemia.45 Chil coincide con esta opinión, aunque también señala que desde que se
abrieron las comunicaciones comenzó a restablecerse la situación, con el retorno ciudada-no.
46 Para incentivarlo, el Comandante General y el Ayuntamiento, aprobaron el 4 de ene-ro
la celebración de un Te Deum, que se cantó en la Catedral el día 13 del mismo mes.
Estos desórdenes debieron permanecer vivos en la memoria de las clases acomodadas.
Así lo demuestra, el que durante la siguiente epidemia de fiebre amarilla, la de 1846-1847,
un juez que pidió el reconocimiento de su actuación durante la misma, alegó, como uno de
sus méritos, el hacer junto con algunos tenientes de alcaldes, rondas nocturnas para evitar
el saqueo de las viviendas abandonadas, pues la ciudad estaba “a merced de las clases
menos acomodadas por ausencia de casi todos los pudientes”.
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Del análisis de la documentación, destaca la actitud de las autoridades grancanarias,
empecinadas en negar desde un principio la existencia de la fiebre amarilla, que además
pudo haberse propagado, por su comportamiento negligente en guardar la cuarentena de-bida
del Temerario, tal como fueron acusadas en su momento. Por las causas ya expuestas,
la negativa en reconocer la existencia de una epidemia es un hecho usual, pero en este caso
llega a niveles extremos, a la vista de las múltiples pruebas al respecto. Así, a pesar de la
evidencia de la autopsia del día 20 de octubre, y aunque las autoridades provinciales de-cretaran
la incomunicación desde el día 24, siguen rechazando la existencia de la fiebre
amarilla y negándose a acatar las órdenes recibidas, hasta el 4 de noviembre. Sin embargo,
ante la evidencia de la enfermedad, muchos de los vecinos pudientes, y aún de las mismas
autoridades, habían optado por ausentarse de la ciudad con anterioridad.
Por otro lado, una vez aceptan la existencia de la enfermedad y el establecimiento del
cordón sanitario, la mayor parte de las autoridades y funcionarios abandonan la ciudad.
Incluso posiblemente el mismo alcalde, puesto que no aparece mencionado en toda esta
etapa, y en la reunión del 22 de diciembre, quien asiste es un alcalde accidental. Además,
una vez declarada la epidemia, y cuando están a salvo tras el cordón sanitario, a pesar de
los intereses económicos generales e incluso particulares en juego, no parecen manifestar
un excesivo interés en levantarlo. Parece claro, que prevaleció el miedo a que continuara
la enfermedad.
Por otra parte, la actitud de la mayoría de los médicos deja bastante que desear, tal
como se evidencia en las apreciaciones de Chil, que critica su posible dilación intenciona-da
en reconocer la existencia de la enfermedad. Además, cuando se declara la epidemia,
cuatro de los seis médicos abandonan la ciudad, dejándola sin la adecuada asistencia sani-taria.
La actitud de las autoridades provinciales, con sede en Tenerife, puede haber sido co-rrecta
en cuanto a su temprana intención de declarar la incomunicación. Pero también es
cierto, que en las ocasiones en que era esa isla la afectada, este tipo de decisiones tropeza-ba
con más obstáculos. En cambio, su desinterés en constatar si la epidemia había conclui-
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do, para así levantar la incomunicación y aliviar las dificultades de la población, es paten-te.
Incluso, la decisión de exigir el dinero para el traslado de los dos médicos, que debían
comprobar el fin de la epidemia, no habla mucho en su favor. Además, la venida posterior
del Jefe Político estará sin duda forzada por la sublevación de la ciudad.
Conclusiones
La característica principal de la epidemia, a pesar de su benignidad, será su importante
conflictividad. Conflictividad de la población contra la Junta Municipal de Sanidad, que
no guardó la debida cuarentena, propiciando la extensión de la enfermedad. Conflictividad
en el seno de la Junta Municipal, pues entre los médicos de la ciudad, sólo uno reconoce
desde el principio la existencia de fiebre amarilla, lo que le ocasionará dificultades. Tam-bién,
la derivada de los problemas entre las Autoridades provinciales y las de Las Palmas,
puesto que las primeras desconfiaban de la veracidad de las informaciones sanitarias que
las de Las Palmas les proporcionaban, mientras que éstas achacaban la incomunicación a
un exceso de rigor de las provinciales.
Por último, conflictividad entre grupos sociales, pues al decretarse la incomunicación,
la mayoría de las Autoridades y de las clases pudientes emigran de la ciudad, quedando en
la misma, sobre todo los más menesterosos. Los rigores de la incomunicación, unidos al
malestar porque sus dirigentes se hubieran puesto a salvo, van a provocar los graves inci-dentes
que ya conocemos. Prueba de la importancia que estos sucesos tuvieron, es que
permanecerán en la memoria colectiva, como lo demuestra el que a raíz de la siguiente
epidemia de fiebre amarilla padecida en 1846-47, se hará mención a la importancia de
evitar los saqueos y alborotos de 1838.
NOTAS
1 El primer periódico de Las Palmas se publicó por primera vez el 10 de octubre de 1852, con el nombre de
“El porvenir”. MILLARES TORRES, A. (1975): Historia General de las Islas Canarias. Las Palmas de
G.C., Edirca, vol.V, p.29.
2 CARRILLO, J.L., GARCÍA-BALLESTER, L. (1980): Enfermedad y Sociedad en la Málaga de los si-glos
XVIII y XIX. I.Fiebre Amarilla (1741-1821). Málaga, Universidad de Málaga, p.37.
3 PESET, J.L. (1977): Epidemias y sociedad en la España del fin del Antiguo Régimen. Asclepio, 29, 37-
65, p.51.
4 Aunque a la fiebre amarilla de 1862-63 algunos le atribuyeron un origen africano, concretamente de
Fernando Poo, las opiniones más autorizadas le asignan una procedencia cubana. En: BUSTO Y BLAN-CO,
DEL, F. (1864): Topografía médica de las Islas Canarias. Sevilla, pp.216-217.
5 Así, Nadal sitúa la aparición de la fiebre amarilla, por vez primera, en Cádiz en 1705; además, respecto a
Canarias sólo menciona la epidemia de 1862-63, omitiendo las restantes. Únicamente Carrillo y Ballester
citan la epidemia de 1701 en las Islas Canarias. NADAL, J.(1988): La población española (siglos XVI a
XX). Barcelona, 3ª edición, Ariel, pp.113-121. CARRILLO, J.L., GARCÍA-BALLESTER, L.(1980): op.
cit. p.39.
6 BETANCOR GÓMEZ, M.J., MARSET CAMPOS, P.: Hambre y epidemia: La fiebre amarilla de 1846-
1847 en Las Palmas de Gran Canaria. Actas del X Congreso Nacional de Historia de la Medicina,
Málaga, 1996 (En prensa).
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6 BETANCOR GÓMEZ, M.J., MARSET CAMPOS, P.: Epidemia y Pleito Insular: la fiebre amarilla de
1862-1863 en Las Palmas de Gran Canaria. Actas del XI Congreso Nacional de Historia de la Medicina,
Santiago, 1998 (En prensa).
7 Según Piédrola, en España existen Aedes posibles transmisores, en Levante, Andalucía e Islas Canarias,
es decir, son “zonas o áreas receptivas”. PIÉDROLA GIL, G. (1992): Reglamento Sanitario Internacio-nal.
Sanidad exterior. Medicina Preventiva y Salud Pública, Piédrola, p.817.
8 BETANCOR GÓMEZ, M.J. y ANAYA HERNÁNDEZ, L.A. (1994): Las epidemias en Gran Canaria
hasta la tercera década del XVI, Actas del X Coloquio de Historia Canario-Americana, Madrid, Edicio-nes
del Cabildo Insular de Gran Canaria, vol.II, pp. 829-858.
ANAYA HERNÁNDEZ, L.A., ARROYO DORESTE, A. (1984-1986?): La peste de 1601-1606 en las
Islas Canarias. Revista de Historia de Canarias, tomo XXXVIII, vol.I, pp.175-201.
9 IGLESIAS RODRÍGUEZ, J.J. (1987): La epidemia gaditana de fiebre amarilla de 1800. Cádiz, Diputa-ción
Provincial de Cádiz, p.26.
10 CARRILLO, J.L., GARCÍA-BALLESTER, L. (1980): op. cit., p.80.
11 BETANCOR GÓMEZ, M.J., MARSET CAMPOS, P.: op. cit., 1998.
12 PÉREZ GARCÍA, J.M. (1989): La situación política y social en las canarias orientales durante la etapa
isabelina. Las Palmas de G.C., Real Sociedad Económica de Amigos del País, p.20.
13 CIORANESCU, A. (1979): Historia de Santa Cruz de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, Confederación
Española de Cajas de Ahorros, vol. IV, p. 94.
14 BETANCOR GÓMEZ, M.J., MARSET CAMPOS, P. (1994): La epidemia de cólera de 1851 en Las
Palmas de Gran Canaria. Actas del XXXIII Congreso Internacional de Historia de la Medicina, Grana-da-
Sevilla, 1992, 497-511.
15 CHIL Y NARANJO, G.: Estudios climatologicos de las Islas Canarias. A.M.C., Ms 5 II-4.4., p.1094.
16 Para la llegada y desarrollo de la enfermedad, vamos a seguir fundamentalmente a Chil, que es el autor
que mejor información aporta sobre esta epidemia. CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., pp.1000-1114.
17 CARRILLO, J.L., GARCÍA-BALLESTER, L. (1980): op. cit., p.137.
18 CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., p.1101 y 1102.
19 La celeridad en ausentarse, contrastaba con la lentitud en retornar; así, en la sesión del 21 de enero de
1839 se ordena que vuelvan a Las Palmas los funcionarios antes de tres días, y en la del 23 se exige al
secretario, que también lo era de la Junta Municipal de Sanidad, que retorne y entrege la documentación
a su cuidado. L.A.A.L.P. Año 1839. Sesiones del 21 y 23 de enero.
20 Entre otras las Reales órdenes del 13 de septiembre de 1833, 7 de febrero de 1834 y 30 de julio de 1834.
21 MILLARES TORRES, A. (1975): op. cit., vol. IV, p.333.
22 Suplemento al BOC, 1838, nº. 85
23 CHIL Y NARANJO, G: op. cit, p.1105.
24 BOSCH MILLARES, J. (1967): Historia de la Medicina en Gran Canaria. Las Palmas de G.C., Cabildo
Insular de Gran Canaria, vol.II, p.121.
25 CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., p.1106.
26 BOSCH MILLARES, J. (1967): op. cit., vol.II, p.121.
27 L.A.A.L.P. Año 1839. Sesiones del 21 y 23 de enero.
28 Francisco María de León al referirse a esta epidemia, al principio se equivoca y la sitúa en los últimos
meses de 1839. LEÓN (DE), F.M. (1978): Apuntes para la Historia de las Islas Canarias (1776-1868).
2ªedición, Madrid, Aula de Cultura de Tenerife, Biblioteca de Autores Canarios, p.281
2511
29 CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., p.1106.
30 LEÓN (DE), F.M.(1978): op. cit., p. 281.
31 Al menos desde el 22 de diciembre, la máxima autoridad municipal, según Bosch, es un alcalde acciden-tal,
D. Pedro Déniz y la última referencia que tenemos al alcalde oficial, Conde de la Vega Grande, es del
día 4 de noviembre. BOSCH MILLARES, J.(1967): op. cit., vol.II, p.126.
CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., p. 1105.
32 CARRILLO, J.L., GARCÍA-BALLESTER, L. (1980): op. cit., p.49.
33 DÉNIZ GRECK, D.: Resumen Histórico Descriptivo de las Islas Canarias (texto mecanografiado en 4
tomos). A.M.C., Ms. II-F-32, p. 642.
34 BOSCH MILLARES, J. (1967): op. cit., vol.II, p.122 y 127.
35 BOSCH MILLARES, J. (1967): op. cit., vol.II, p. 127.
L.A.A.L.P. Año 1839. Sesión del 15 de febrero.
36 MILLARES TORRES, A. (1975): op. cit., vol.IV, p.333.
CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., p.1112.
37 Chil describe con minuciosidad estos acontecimientos militares; como dato curioso destaca que se envia-ron
como espías a Las Palmas a varios sargentos vestidos de mujer, que a su vuelta informaron del
despliegue militar de los alzados. CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., p.1112.
38 Según Bosch es Gobernador Militar interino. BOSCH MILLARES, J.(1967): op. cit., vol.II, p.123.
39 Esta es la versión de Déniz Grek, no obstante Chil afirma, que Rancel se fue a Tenerife, porque se sintió
desautorizado por sus subordinados que se habían sublevado. DÉNIZ GRECK, D.: op. cit., p.642. CHIL
Y NARANJO, G.: op. cit, p.1113
40 Según Millares Torres, eran médicos militares. MILLARES TORRES, A.(1975): op. cit., t.IV, p.334.
41 Boletín Oficial de la Provincia, suplemento al nº. 85.
42 CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., p.1113.
43 BOSCH MILLARES, J. (1967): op. cit., vol.II, p.129.
44 MILLARES TORRES, A. (1975): op. cit., vol.IV, p.334.
En Las Palmas, además del comercio, destaca la pesca del salado en las costas africanas, que proporcio-naba
trabajo en 1851 a 1.000 pescadores, aunque se calculaban en 6.000 las personas que vivían de esta
actividad. BETANCOR GÓMEZ, M.J., MARSET CAMPOS, P.(1994): op. cit., p.506
45 LEÓN (DE), F.M. (1978): op. cit., p.282.
L.A.A.L.P. Año 1839. Sesión del 4 de febrero.
46 CHIL Y NARANJO, G.: op. cit., p.1114.
47 L.A.A.L.P. Año 1848. Sesión del 13 de enero.