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Conocimiento, acción moral, representación y semio(é)tica1.
DOMINGO FERNÁNDEZ AGIS
Departamento de Filosofía
Facultad de Humanidades
Universidad de La Laguna
dferagi@ull.edu.es
Resumen
En este trabajo se pretende mostrar cómo el planteamiento ontológico realizado tanto por Heidegger como por Sartre, confluye de un modo u otro en lo ético o incide sobre lo ético. Se trata de subrayar esto, partiendo de ciertas propuestas que aparecen en Ser y tiempo, y tomando más tarde en consideración la manera en que Sartre desarrolla ideas análogas en El ser y la nada. Se intenta poner de relieve cómo, a través de las dos líneas mencionadas, el hacer humano queda caracterizado como hacer proyectivo, volcado a un futuro en el que conocimiento, representación y acción han de encontrar puntos de equilibrio. Esta conclusión sirve como punto de partida para una propuesta teórica: la construcción de lo que denomino una semio(é)tica.
Palabras clave: Heidegger, Sartre, Cioran, Freitag, conocimiento, representación, acción, moral, semio(é)tica.
Abstract
This paper aims to show how the ontological inquiry conducted by Heidegger and Sartre, in one way or another, converges in the ethics. It tries to underline this, starting on certain proposals contained in Being and Time, and taking later into consideration how Sartre develops analogous ideas in The Being and The Nothingness. It attempts to show how, through the two lines above, human action is characterized as projective, looking for a future in which knowledge representation and action can find equilibrium points. This conclusion serves as a starting point for a theoretical proposal: the construction of what I call one semio(e)thics.
Key words
Heidegger, Sartre, Cioran, Freitag, knowledge, representation, moral action, semio(e)thics.
Es un hecho bien conocido que Heidegger considera el período presocrático como momento cumbre en la reflexión acerca de la naturaleza del ser. Sabemos que desde entonces, la vía de la verdad, en la que Parménides concentraba las posibilidades de conocimiento del ser, se ha centrado cada vez más en la indagación científica, mientras que quienes han seguido la vía de la opinión se han prodigado en la producción de tópicos, tan útiles desde el punto de vista pragmático-social como faltos de consistencia formal interna. El pensador alemán consideraba, por lo demás, que la vía del no ser no ha sido en ningún momento explorada en profundidad y por ello veía imprescindible una indagación en torno a la nada, que tan reveladora puede volverse en relación al conocimiento del ser. Es posible apreciar todo esto a través de su interpretación del calado que tuvo aquel momento clave en la historia de la filosofía. En verdad,
1 El trabajo que ha abocado a la elaboración de este artículo se enmarca dentro del Proyecto de Investigación FFI2015-63895-C2-1-R, perteneciente a la convocatoria 2015-Proyectos I+D+I. Programa estatal de investigación, desarrollo e innovación orientada a los retos de la sociedad. 203
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Heidegger no elude pronunciarse de la manera más clara y explícita sobre este punto. En ese sentido, sostiene lo siguiente: «Si se me permite una referencia a anteriores investigaciones analíticas acerca del ser, por cierto de un nivel incomparablemente superior, póngase en parangón algunos pasajes ontológicos del Parménides de Platón o del cuarto capítulo del libro séptimo de la Metafísica de Aristóteles con un trozo narrativo de Tucídides, y se verán las exigencias inauditas que en sus formulaciones hicieron a los griegos sus filósofos» (Heidegger, 2005:61).
En efecto, la filosofía no era entonces ningún juego literario, no se trataba por medio de ella, como se ha llegado a decir, de colmar las inquietudes especulativas de un colectivo social ocioso. Antes al contrario, los griegos fueron conscientes de la relevancia de la misma dentro del entramado de las disciplinas orientadas a establecer y atesorar el conocimiento. Como también lo fueron de su importancia política y, en general, de su utilidad pragmática. Recordemos, en este sentido, que para Plutarco, «hacer política es como hacer filosofía» (Plutarco, 1991:51). Si llegamos a tener claro lo que no fue la filosofía en ese momento crucial, comprenderemos por qué tampoco puede ahora quedar relegada a una función subsidiaria ante el aplastante avance del conocimiento científico y sus crecientes aplicaciones técnicas.
No obstante, la posibilidad, pero también la dificultad, de semejantes proyectos de acceso a la dimensión esencial de la realidad es de por sí manifiesta. Sea como fuere, lo que merece ante todo ser destacado es que ya esos pensadores habían descubierto el carácter determinante de la pregunta por el sentido del ser. Por otra parte, en relación a nosotros, una de las diferencias más elocuentes radica en la convicción, que ellos tenían y de la que en la actualidad carecemos, a propósito de la posibilidad de hallarle una respuesta clara y determinada (Leyte, 2005:58).
Ese momento no puede ser reproducido sino mediante una epojé fenomenológica que haga abstracción de buena parte de lo que hasta ahora damos por sabido. En cualquier caso, esa abstracción no modificaría el suelo que pisamos, aunque tal vez sí pueda alterar de modo significativo nuestra forma de caminar sobre él.
Teniendo en cuenta estos presupuestos hay que entender a dónde quiere llegar Heidegger cuando sostiene que, «la pregunta por el sentido del ser es la más universal y la más vacía; pero también implica la posibilidad de la más radical individuación en el Dasein singular» (Heidegger, 2005:62). 204
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Ciertamente, aún siendo la que está más alejada del contenido concreto, es pese a todo la pregunta más plena de significación pues toda posibilidad de plenitud en la existencia del Dasein pasa por su formulación y acometimiento.
El planteamiento de la pregunta revela el carácter de proyecto que tiene la existencia del Dasein, ya que «la “esencia” de este ente consiste en su tener-que-ser» (Heidegger, 2005: 67). Es decir, en su esencia, que sólo puede darse como ser en el tiempo, está inscrita ya la exigencia de un existir interrogante, de un compromiso indagador.
Desde estos presupuestos, puede entenderse la relación específica que esencia y existencia tienen en el modo de ser del Dasein. Es comprensible, en definitiva, que «la “esencia” del Dasein consiste en su existencia» (Heidegger, 2005:67).
Qué sea la vida, más allá de sus determinismos internos de carácter biológico, es una cuestión a la que sólo puede responder el ser-ahí a través del cuestionarse que le es propio. En efecto, sólo tiene una posibilidad, por remota que sea, de responder al enigma quien se posiciona frente a él, y este posicionarse frente al enigma de la existencia constituye el rasgo más específico del estar-ahí propio del Dasein. Por eso, como nos dice Heidegger, «la vida es un modo peculiar de ser, pero esencialmente sólo accesible en el Dasein» (Heidegger, 2005: 75). Así, si hay algún existir que pueda comprender la esencia de lo existente ése sería el propio del Dasein (Leyte, 2005:76 y ss.).
Por lo demás, la vida, como búsqueda de la plenitud; es decir, en tanto que proyecto de despliegue y realización de las potencialidades humanas, sólo puede ser pensada como peculiaridad existencial del Dasein. Esa forma de vida no se identifica con el corriente fluir del existir indeterminado ni con los modos impropios de existencia. De ello se desprende la utilidad de este concepto, clave del pensar heideggeriano, construido a partir de una caracterización metafórica o cuando menos, metaconceptual, de la plena presencia del ser humano en el mundo. Algo que es inviable sin dejar abierta, cuando menos, la salida hacia la ética. Porque es el Dasein, en su estar comprometido con su propia existencia, el que alumbra la mencionada posibilidad.
Verdad óntica y verdad ontológica.
Sin duda, el objetivo de la ontología es lo suficientemente amplio e importante como para disponer de una relativa autonomía con respecto a los fines perseguidos por las diferentes ciencias. Aun así, dicha autonomía no puede ser plena, pues hoy resulta incuestionable que la ontología y la ciencia, tanto a favor de la verdad como en aras de
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su respectiva conveniencia mutua, han de encontrar puntos básicos de encuentro. Por si esto fuera poco, hay que admitir que la pregunta por el ser, aunque no pueda figurar entre sus objetivos explícitos, subyace a todo intento de indagación científica. Pero, ¿qué relación ha de existir entre ambos planteamientos? ¿Son antagónicos o pueden ser complementarios los objetivos de la ontología y los de las distintas ciencias?
Ante todo, reconozcamos que es evidente que estas preguntas han de responderse atendiendo no sólo a lo que hasta ahora ha sucedido sino considerando también otras alternativas posibles. En el pasado, la ontología ha perdido en ocasiones su camino, bien por dejar de tener a la vista su objeto primordial, bien por entrar en una guerra de antemano perdida –por librarse en el terreno propio de éstas- con los planteamientos de las ciencias positivas. Es cierto que no es esperable disponer siempre de una clara perspectiva de la línea de horizonte o de lo que hay a uno y otro lado de la senda por la que nos movemos, pero con hacer este reconocimiento tampoco eximimos a la ontología de las responsabilidades contraídas.
En particular, por lo que se refiere al pensamiento científico, es preciso situar de forma adecuada la cuestión antes de aludir a errores o responsabilidades que puedan abundar en planteamientos equívocos. En efecto, «la ontología sólo puede contribuir indirectamente al desarrollo de las disciplinas positivas ya existentes. Ella tiene por sí misma una finalidad autónoma, si es verdad que, por encima del conocimiento del ente, la pregunta por el ser es el aguijón de toda investigación científica» (Heidegger, 2005:77).
En este sentido, el horizonte científico y el ontológico confluyen en una misma línea de fuga. Se trata, en ambos casos, de esclarecer un enigma esencial y, al propio tiempo, de elucidar la posición del ser humano frente al mismo. Esa confluencia, pero también, esa dispersión se hace patente en el lenguaje. La construcción de un lenguaje propio escinde los caminos respectivos de la ontología y las ciencias positivas. No obstante, la necesaria presencia de ciertos términos comunes es el aspecto más evidente que revela el nexo íntimo entre ambas. Gadamer nos dice que «cualquier acuñación de terminología científica, por compartido que sea el uso de la misma, representa una fase de este proceso», y añade que, si esclarecemos el significado de la expresión término, llegaremos a convenir en que es una palabra cuyo significado está delimitado unívocamente en cuanto se refiere a un concepto definido. Un término es algo artificial, bien porque la palabra misma está formada artificialmente, bien –lo que es más 206
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frecuente- porque una palabra usual es extraída de toda la plenitud y anchura de sus relaciones de significado y fijada a un determinado sentido conceptual. Frente a la vida del significado de las palabras en el lenguaje hablado, sobre el que Wilhem von Humboldt muestra con toda razón que le es esencial un cierto margen de variación, el término es una palabra rígida, y el uso terminológico de una palabra es un acto de violencia contra el lenguaje (Gadamer, 1987:498).
Esta violencia, en todo caso, imprescindible para elevarse por encima de la mera opinión acerca de lo que somos, de lo que nos constituye y de lo que nos rodea. En este punto, el reconocimiento del conflicto ha sido temprano. Baste recordar el resultado de ese primer trabajo de deslindamiento que queda plasmado en el Poema de Parménides, en el que la oposición entre opinión y verdad es, ante todo una confrontación de los dos lenguajes con los que podemos dar cuenta de lo existente. Más tarde, Platón apunta un tercer elemento al reconocer la posibilidad de un uso meramente instrumental del lenguaje. Es por ello que puede entenderse, siguiendo a Gadamer, que el análisis que aparece en el diálogo Crátilo, a propósito del uso correcto o incorrecto de los nombres, «representa el primer paso en una dirección que desembocaría en la moderna teoría instrumentalista del lenguaje y en el ideal de un sistema de signos de la razón. Comprimido entre la imagen y el signo, el ser del lenguaje no podía sino resultar nivelado en su puro ser signo» (Gadamer, 1987:502).
Un elemento clave, esencial tal vez en la posibilidad de hacer retornar los planteamientos ontológicos dotándolos de una nueva radicalidad, puede derivarse asimismo de la aportación que la otra gran fuente de nuestra tradición, que además de la griega, ha llegado a la cultura occidental. Hablamos de «una idea que no es griega y que hace más justicia al ser del lenguaje; a ella se debe que el olvido del lenguaje por el pensamiento occidental no se hiciera total. Es la idea cristiana de encarnación» (Gadamer, 1987:502). Esa idea, metáfora en realidad de un tránsito de lo divino a lo humano, que sirve para denotar la naturaleza mediadora del lenguaje, pero asimismo sus insuficiencias, es imprescindible para captar de forma intuitiva lo peculiar que es el lugar del significado.
Heidegger recoge y expresa a su manera el gran peso de esta influencia. No es necesario recurrir a ninguna referencia biográfica para aquilatarlo, basta con sopesar el calado de su prosa para ver cómo respira en ella lo mejor de aquella influencia. Esto es algo que queda claro desde la misma descripción del modo de existir del Dasein. Para 207
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él, la diferencia entre la forma de existencia del Dasein y el existir de los entes radica en la posibilidad de apropiarse el mundo de aquel, frente al mero estar en él característico de estos últimos. La idea es introducida y matizada de esta forma en el parágrafo 12 de Ser y tiempo, en el que Heidegger nos dice que «dos entes están-ahí dentro del mundo y que, además, por sí mismos carecen de mundo, no pueden “tocarse” jamás, ninguno de ellos puede “estar junto al otro”. La frase adicional “que, además, carecen de mundo”, no debe ser omitida, porque también un ente que no carece de mundo, por ej., el Dasein mismo, está-ahí “en” el mundo; dicho más exactamente: puede, con cierto derecho y dentro de ciertos límites, ser considerado como sólo estando-ahí» (Heidegger, 2005:81).
En todo caso, el estar-ahí de los entes difiere de forma sustancial del estar-ahí comprensor. La repetición es lo único que puede poner al ente en contacto consigo mismo, al aproximarlo a otro ente idéntico a él. La reiteración le acerca de esta forma, a medida que prolifera, a la expresión más acabada posible de su ser. Por su parte, la comprensión permite al ente penetrar en el corazón de lo pensado. Esa razón es suficiente para entender por qué la mera repetición, en el caso del Dasein, tiene un efecto contrario en éste al que puede tener en los demás entes. En el caso del Dasein, los intentos de reiteración lo alejan de sí mismo, lo condenan a la incomprensión. En efecto, el Dasein no puede mirarse en el espejo del ente y tampoco puede, de antemano, mirarse en el espejo del Ser. La posibilidad de su reiteración, el riesgo de la misma –por remoto que sea- revela de la manera más ostensible que su existencia puede desembocar en el absurdo. En contra de lo que siempre se ha dicho al hablar del ser humano en general, el Dasein no se reconoce a sí mismo el derecho a existir, como existe un árbol o una estrella. Él no tiene lugar ni derecho, ha de habilitar el lugar y fundamentar el derecho. Tareas que, a nadie se le escapa, se definen a partir de una realidad óntica, pero que han de trascenderla antes o después hacia lo ético y lo político.
Si la reiteración no hace viable al Dasein la captación de su modo de ser, tampoco puede el pensamiento mostrar el modo de existencia del otro, más allá de la mera presencia de la otredad. El pensamiento se basa en un canon y adelanta posibilidades de generalización. Sin embargo, en las líneas difusas de la generalización puede aparecer la fuerza de afirmación de la diferencia. Por ello nos dice Sartre que, «lejos de plantearse el problema del otro a partir del cogito, la existencia del otro, al contrario, hace posible al cogito como el momento abstracto en que el yo se capta como objeto. Así, el “momento” que Hegel denomina el ser para el otro es un estadio necesario del 208
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desarrollo de la conciencia de sí: el camino de la interioridad pasa por el otro» (Sartre, 1976: 309).
El pensar, cuando permanece encerrado en los límites de la determinación formal, no muestra al otro. Puede, por el contrario, indicar como ya hemos dicho la necesidad de apuntalar o construir la diferencia. Frente a esto, el pensamiento, entendido como un modo de habitar el lenguaje, es sin duda expresión de un habitar común, de un ser en la cohesividad posible de la diferencia. Cabe, pues, insistir con Sartre en que «la intuición genial de Hegel está en hacerme depender del otro en mi ser. Yo soy –dice- un ser para sí que no es para sí mismo sino por medio del otro» (Sartre, 1976:310).
La búsqueda de la diferencia es una condición existencial del Dasein. Frente al uno indiferenciado en que se amalgaman quienes no viven con autenticidad, el existir del Dasein es ante todo y de modo primordial un indagar en la viabilidad existencial de la diferencia. Por otro lado, la relación del Dasein con aquello que intenta comprender no puede reducirse a la formalidad del vínculo entre sujeto y objeto (Foucault, 1012:35). Es cierto que, sin proyección hacia lo pensado, el Dasein verá frustrados de antemano sus esfuerzos. Aunque no es menos cierto que, la propia determinación del objeto en cuanto tal para el Dasein, así como la necesidad que éste experimenta de comprender el ente en sus determinaciones, indican que es preciso intentar ver qué hay detrás de las estrategias inmediatas de la representación.
El lenguaje no puede existir sin estructuras gramaticales pero, a pesar de ello, tampoco es aceptable una concepción del lenguaje que lo reduzca a la existencia y el operar neutro de esas estructuras. Como es notorio, los aspectos semánticos y pragmáticos complementan al sintáctico y, los tres en conjunto, confieren su entidad propia al lenguaje. De forma análoga, es imposible un pensamiento al margen de un conjunto sistemático de reglas, aunque esto no significa que exista una forma predeterminada de relación entre el pensamiento y su objeto, ni tampoco que exista una única lógica que determine la estructura de las mencionadas reglas. Se entiende, en consecuencia, por qué «cuando el “fenómeno” mismo del “conocimiento del mundo” empezó a ser tomado en consideración, cayó de inmediato en una interpretación “externa” y formal. Indicio de ello es el modo, todavía hoy usual, de entender el conocimiento como una “relación entre sujeto y objeto”, modo de entender que encierra tanto de “verdad” como de vacuidad» (Heidegger, 2005:86). Por añadidura, Heidegger 209
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insiste en que «sujeto y objeto no coinciden tampoco con Dasein y mundo» (Heidegger, 2005:86).
En cierta forma, la condición del Dasein en tanto que sujeto de conocimiento responde más a un deber-ser que propiamente a un simple es. El imperativo de estar abierto a la comprensión del mundo es, por tanto, el requerimiento básico que el Dasein ha de hacerse a sí mismo para llegar a ser el que es. Es fácil concluir, en este sentido, que la apertura hacia la comprensión de su ser-en-el-mundo dista de ser mera vinculación de su ser comprensor con el deseo de conocer los objetos.
En este punto, no podríamos estar más de acuerdo con la posición de Sartre, en particular cuando señala que «ser, para Heidegger, es ser las propias posibilidades; es hacerse ser. Es, pues, un modo de ser que me hago ser. Tanto es verdad, que soy responsable de mi ser para otro en tanto que lo realizo libremente en la autenticidad o la inautenticidad» (Sartre, 1976:320). La conexión, no ya lógica sino existencial, entre lo ontológico y lo ético, a la que vengo apuntando a lo largo de este breve ensayo, tiene aquí su raíz. Comprendemos que esto es así, desde el momento en que la delimitación ontológica del Dasein, no sólo introduce el concepto de autenticidad, sino que remite además al otro y a la responsabilidad que adquiero ante él.
Pero esa relación sólo puede esclarecerse recurriendo a la explicitación del instrumento simbólico que permite construirla y expresarla. La misma función del signo y su naturaleza puede ser, en este sentido, iluminadora. Sin el signo no hay posibilidad de establecer una mediación referencial, ni se puede tejer tampoco un entramado que haga efectiva la conexión dialógica. Sin él tan sólo podríamos referirnos a los objetos por medio del señalamiento. Pero este apuntar no abriría de por sí posibilidad alguna de comprensión. El estar-ahí no consiste en asumir la posibilidad de un simple señalamiento de lo que está ahí, frente a nosotros. Sin estructurar ni comprender lo que nos rodea, sin convertirlo en entorno habitable, no se produce un auténtico estar-ahí. En ello arraiga el interés de desarrollar unos hábitos de comprensión y construcción semiótica y, en relación al carácter proyectivo de la acción así como a su evaluación, construir lo que más adelante plantearemos como semio(é)tica.
El símbolo es un instrumento de apropiación del mundo, pero es al mismo tiempo un medio para la asimilación de sí que ha de hacer el sujeto heideggeriano. Por ello Sartre señala como «absurdo decir que el mundo, en tanto que es conocido, es conocido como mío». Pues no es mío ya que no se produce, a través del trato simbólico, 210
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apropiación real. Tan sólo cabría considerar de esa manera el lenguaje atendiendo a ciertos aspectos de la función perlocutiva o performativa del mismo, tal como ha sido expuesta en los hoy ya paradigmáticos trabajos de Austin y Searle. Pero en esos casos, nos situaríamos en un nivel de concreción diferente del hasta ahora aludido. Centrándonos en este último aspecto y volviendo a las palabras de Sartre, habría que añadir que «esta “miidad” del mundo es una estructura fugitiva y siempre presente vivida por mí. El mundo (es) mío porque está infestado por posibles de los cuales son conciencias posibles (de) sí que yo soy, y esos posibles, en tanto que tales, le dan su unidad y su sentido de mundo» (Sartre, 1976:159).
Queda patente, como vemos, que todo el planteamiento ontológico realizado tanto por Heidegger como por Sartre, confluye de un modo u otro en lo ético o incide sobre lo ético desde el momento en que reconocemos que «por la realidad humana llega al mundo el Futuro» (Sartre, 1976:179) y asumimos en toda su amplitud las implicaciones de esta última aseveración.
Esbozo de una semio(é)tica.
Demos ahora un paso más, partiendo de la confluencia señalada y tomando en consideración de una manera más específica la problemática de la representación y expresión del contenido de la ética. Desde esta perspectiva, es posible vislumbrar la posibilidad de lo que me atrevería a denominar una semio(é)tica. En ella intentaríamos hacernos cargo del doble juego de la palabra y la imagen en la expresión de los valores y juicios morales. En todo caso, si nos lanzamos a estas arenas movedizas sobre las que intentamos construir dicha semio(é)tica, el recurso a otras apoyaturas conceptuales, además de las dos que hemos venido rastreando en el presente ensayo, resulta imprescindible. En ese sentido, en medio de la niebla de desapego y escepticismo, que tan propia es de la filosofía de Émile Cioran, vemos que emergen a veces con fuerza intuiciones de una nitidez arrebatadora. Una de éstas que, para nuestro objetivo, resulta esencial, es que -para él- «siendo el hombre un animal enfermizo, cualquiera de sus palabras o de sus gestos equivale a un síntoma» (Cioran, 2008:17). Esta referencia tiene una notable importancia, pues, en el contexto en el que nos adentramos en este esbozo con carácter de coda final, tenemos que hablar de síntomas que no siempre encuentran adecuada expresión verbal, que a veces devienen gestos y permanecen como tales, con la fuerza expresiva, pero también con las dificultades semióticas que la interpretación 211
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del gesto traen consigo. En efecto, con frecuencia, son esos síntomas los que, de una forma imperativa, hay que singularizar y descifrar.
Michel Freitag, en L’abîme de la liberté, nos proporciona otra de las tesis clave de nuestra aproximación a la semio(é)tica, ya que el objetivo de ésta pasaría por desbrozar el camino que conduce a la construcción de una epistemología de la libertad. Dice Freitag que,
la libertad del espíritu y de lo imaginario que el símbolo abra en el interior de sí mismo es también virtualmente in-finita. Pero el ejercicio de esta libertad (…) está siempre contenido y restringido de una doble forma. Una, de naturaleza epistémica, que le es también esencial y que se vincula al principio de realidad. La otra, de naturaleza ética, que en sus formas al menos parece ser más contingente o accidental, puesto que engloba la inmensa diversidad normativa que las culturas y las sociedades se han dado para realizar su integración y asegurar su reproducción (Freitag, 2011:56).
Como tantos otros pensadores, para Michel Freitag la relación del ser humano con su entorno requiere la mediación de estructuras conceptuales. En efecto, la propia evolución de nuestro cerebro y de nuestra cultura, hacen que las relaciones que mantenemos con el mundo no puedan ser ya espontáneas o directas. Su hipotética inmediatez se ha perdido hace mucho tiempo y diríamos que de manera ya irremediable. Así, vinculándose a una venerable tradición, sostiene Freitag que, «en su forma esencial, la relación humana con el mundo no es, de antemano, una relación práctico-sensible, sino una relación conceptual e inteligible, que se despliega en lo imaginario e incluso nuestras relaciones y nuestros actos más ordinarios se encuentran ahí, en cierta forma, cogidos y transfigurados» (Freitag, 2011:58).
No obstante, habría que discutir la tesis de Freitag, en su propia formulación, ya que nuestra relación con el mundo es ambas cosas a la vez: práctico-sensible y conceptual. Aunque él utiliza la expresión «en su forma esencial», señalando así que la relación práctico-sensible nos daría tan sólo una aproximación a la superficie de las cosas. Sin incurrir por ello, o intentando evitarlo al menos, en los excesos de Cioran, quien consideraba que «muy bajo tiene que caer una sensación para que se digne a transformarse en idea» (Cioran, 2008:41). La idea, a la que se ha considerado el producto por excelencia del intelecto humano, queda incursa en el mismo espacio en que Cioran sitúa todo aquello que se ha aceptado como expresión de la superioridad del 212
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hombre. Este espacio, lejos de ser luminoso y prometedor, es para él oscuro y digno de desprecio. En efecto, apunta hacia una forma peculiar de dualismo, al subrayar:
«Yo soy diferente de todas mis sensaciones. No logro comprender cómo. No logro ni siquiera comprender quién las experimenta. Y por cierto, ¿quién es ese yo del comienzo de mi proposición?» (Cioran, 2008:16). Por chocante que en principio pueda parecer, no parece desacertada la tesis que se expresa en la primera frase. Sobre todo cuando consideramos que lo que llamamos sensación es el resultado de la conciencia de una experiencia sensible y, por tanto, no ya una experiencia primaria sino una experiencia de segundo orden.
De otro lado, haciendo suyas ciertas cautelas que el buen juicio suscita, Michel Freitag matiza su enfoque inicial señalando que,
la representación supone un en-sí del mundo, que ella representa en una fenomenalidad que nos es propia y que es significante para nosotros mismos en nuestra relación a lo que es, en nuestra relación al mundo hic et nunc, es decir, en nuestra propia pertenencia al mundo que es una pertenencia distanciada. Hay dos dimensiones: “formar parte de” y “a distancia”, lo que implica el tercer momento original de la relación, una relación que se ha desplegado al mismo tiempo que la distancia, como modo de la toma de distancia. De otra forma, no hay nada, nada existe (Freitag, 2011:143-4).
Posición más matizada que la de Cioran quien, por su parte, ha insistido en que «no deberíamos hablar más que de sensaciones y de visiones: nunca de ideas -pues ellas no emanan de nuestras entrañas ni son nunca verdaderamente nuestras» (Cioran, 2008:69). Con ello vincula lo propio del individuo humano a su corporeidad, a su visceralidad, antes que a las producciones intelectivas que refieren la individualidad a la colectividad humana. Pero olvida que, como ya hemos dicho, la propia sensación sólo es posible a través de una cierta mediación flexiva, ya que aún no reflexiva.
Acaba recalcando además, que sólo el olvido del cuerpo como límite y mediación, permite al ser humano sentirse libre. Se diría así que el distanciamiento de la constante condicionalidad que emana del cuerpo es imprescindible para la libertad. De esta forma, para él, «en cuanto olvido que poseo un cuerpo, creo en la libertad» (Cioran, 2008: 82). No es posible, por tanto, considerar de forma acertada el cuerpo, su movimiento, su gesticulación, su pose, como expresión de la libertad del pensamiento del individuo. Hay que olvidarse del cuerpo para experimentar o expresar la libertad. De tal modo que,
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el término libertad, denotaría la experiencia extática del individuo, que deja atrás las limitaciones que le impone el habitar a través de un cuerpo y se adentra por territorios desconocidos con ayuda del lenguaje, en particular del lenguaje escrito, que continúa siendo identificado con el gran pharmakón que los humanos necesitan. Platón nos recuerda en su diálogo Fedro el relato mítico de ese magnífico regalo que la divinidad ha hecho al ser humano. Los matices que introdujo Jacques Derrida en su Gramatología (Derrida, 1967: 27), a propósito de la visión platónica de la escritura resultan de gran valor, en relación a lo que nos interesa aquí desgranar.
En efecto, Platón subraya que la escritura es un mero recurso que nos permite remediar ciertos males que aquejan al discurso hablado, en particular la evanescencia de la palabra en la memoria. La deconstrucción del contexto discursivo en que Platón se mueve, permitirá a Derrida realizar una defensa de la escritura, que se enfrenta al elogio platónico de la palabra hablada entendida como posibilitadora del diálogo, que es un camino común hacia la verdad. A su vez, nuestra modesta reconstrucción de aquella revisión deconstructiva apunta en la dirección de reconocer asimismo su valor al gesto, buscando un espacio teórico propio para él, que guarde proporción con su valor funcional. Algo análogo demandaríamos, en términos más generales, por lo que se refiere a la representación icónica.
Esto nos lleva de nuevo a la idea del olvido del cuerpo en Cioran e impone al lector atento una reflexión sobre la dificultad de sostener una posición como la suya, si nos mantenemos al margen del esteticismo decadente que caracteriza su escritura. Para nosotros, la libertad ha de ser algo más que ese olvido de los determinismos que, sobre la vida de cada individuo, ejerce su propio cuerpo. De otra forma, carecería de sentido hablar de la posibilidad de un comportamiento libre en el ser humano. De la misma forma, sería un sinsentido considerar libres a los animales que se sitúan en las posiciones más elevadas de la escala evolutiva, ya que no pueden permitirse, tal vez ni siquiera en sus sueños, alejamiento u olvido alguno con respecto a lo corporal. Bien parece, por el contrario, que es el propio cuerpo, incluso a través de esa amalgama de gestos humanos que da pie a la escritura, el que, dando cuenta de la sujeción a la materia, puede devenir al propio tiempo expresión de la libertad. Tanto o más que la propia filosofía, las distintas formas de creación artística han permitido construir una, de forma deslavazada y sin responder a ningún plan preconcebido, toda una iconografía de 214
Domingo Fernández Agis
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los valores morales que es preciso tomar en consideración con todo el cuidado que el asunto merece.
Por último, aunque ello será motivo para una indagación más extensa, sí me atrevo a terminar este trabajo haciendo notar que hoy es a través de las redes sociales como todas estas perspectivas encuentran una forma de expresión sustentada en nuevas pautas, que le proporcionan una peculiar coherencia. En efecto, en ellas se da un nuevo equilibrio entre lo icónico y lo expresado mediante la escritura o la palabra hablada (Eco, 1977:355 y ss.). Ellas son la clave para la construcción de una semio(é)tica a la altura de nuestro tiempo y a través de ella circulan en la actualidad buena parte de nuestras enunciaciones de los valores y los juicios morales. Dicha construcción se percibe como tarea ineludible si asumimos las implicaciones de la ya evocada afirmación sartreana, que vincula la aparición del futuro con la realidad humana, que es siempre resultado de los intentos de concreción de la libertad (Sartre, 1976:179).
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Conocimiento, acción moral, representación y semio(é)tica
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BIBLIOGRAFÍA
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