EVOCACI[ON DE AGUSTIN MILLARES CAWLO
(1893-1980) *
Estimados colegas: Estoy aquí un poco forzado porque en rea-lidad
hoy tenía que haber estado lejos, pero cancelé el compromiso
para asisiir a este encuentro. Un homenaje a don Agustín Millares
Carlo me obliga mucho, por las razones que luego diré. Aunque el
doctor Carlos Sánchez Díaz, que estuvo muy cerca de don Agustín,
hablará con mayor propiedad, he aceptado la invitación de los orga-nizadores
a quienes he pedido cinco minutos para expresar lo que
pienso y siento ante este público de especialistas y devotos del tra-bajo
bibliográfico, entre quienes veo a un maestro como Angel Raúl
Villasana; a un experto como Horacio Becco, a una esposa entusias-ta
que ha hecho la bibliografía a su marido, Carlos Augusto León;
y R tantos rostros conocidos de la Universidad y de la Biblioteca.
Me parece que es una ocasión que vime de perlas para hablar de
don Agustín Millares Carlo. Por lo tanto, me he metido un tanto a
juro en esta reunión.
Ha sido una figura de las que caben pocas en docena; persona
excepcional por donde se !e mire. Con la experiencia que he tenido
en las aulas como estudiante, en la vida profesional con los colegas,
en los trabajos compartidos y discutidos con investigadores y figuras
de la talla de don Ramón Menéndez Pidal, creo que don Agustín
Millares Carlo es un ejemplo que toda la gente de la ciencia, de la
técnica y del amor al libro deberían tener en el pensamiento y en
* Transcripción taquigráfica de las palabras pronunciadas en el «Primer
encuentro nacional de investigadores bibliográficos», celebrado en Caracas,
el 25 de junio de 1981.
mitad del corazón. Era un hombre incansable, asombroso en el vo-lumen
de cosas que hacía. No le importaba la computación, ni la
normalización, que creo es un riesgo cuando se convierte en exce-siva
preocupación. Aunque importante para la simplificación y la
uniformidad del trabajo, al convertirlo los que se dedican a este
oficio en condición o en objetivo, se enzarzan en la forma en lugar
de meterse en el alma de cada investigación, de cada monografía, de
cada tema. Don Agustín trabajaba con una libreta de estudiante de
primaria, como un pulpero anota las cuentas de entradas y salidas
en su modesto establecimiento. Recordaré siempre que viviendo en el
Zulia y sintiéndose un poco alejado del tráfico y del movimiento
de los libros, como yo era tan ratón de biblioteca como él o como
Rafael Ramón Castellanos, acostumbraba instalarse muchos fines de
semana en mi casa, donde yo le tenía apartadas todas las novedades
que había logrado reunir, y con su libreta sencilla, escolar, anotaba
frenéticamente los datos, olvidándose del punto y raya, de la coma,
de los suspensivos, de los espacios, para elaborar luego unos mara-villosos
estudios, unas maravillosas interpretaciones, en su espíritu
de hombre de libros, que es ahí donde reside la madre del cordero.
Desde su primera mocedad, desde que publicó una obra ya clá-sica
en homenaje a los escritores isleños, La Biobibliografía de Escri-tores
Canarios, obra perfecta de juventud que le dio prestigio para
ganar. en el límite de la edad, la cátedra de Paleografía y Bibliogra-fía
en la Universidad dc Madrid, don Agustín siguió trabajando siem-pre
con el mismo método elemental, con la misma ausencia de sis-temas,
fórn~ulas, con la misma profundidad, con la misma vida, la
misma intención, para ir acumulando y perfeccionando una obra in-mensa.
Recuerdo que don Agustín era un nombre algo legendario y
mítico para nosotros, estudiantes en la universidad, porque usába-mos
su Manual de Pnleografia, que era el libro único para estudiar
en la Escuela de Filosofía y Letras de mi tiempo. Pcnsábamos que
don Agustín era un anciano venerable que había pasado toda su
existencia en viejos infolios hasta lograr publicar ese manual que
utilizábamos todos. Nuestra sorpresa fue encontrar en los cursos dc
doctorado a un don Agustín Millares Carlo, muy mozo. enamoradizo,
viviendo pasiones turbulentas en grave contraste con la seriedad,
la gravedad y la gran capacidad de realización de obras profundas
y eruditas.
La preparación de don Agustín fue la de un auténtico humanista.
Dominaba el griego; dominaba el latín; dominaba el francés; el in-glés;
el alemán. Es un sabio comparable, en su campo, a lo que re-presenta
un José Toribio Medina, un Menéndez Pida1 o un Menéndc~
Pelayo, en los suyos. Es uno de esos hombres grandes, una de esas
personalidades que de vez en cuando aparecen en el firmamento de
una civilización para que los demás los contemplemos como modelo,
como ejemplo. Hombre humilde, recatado; de risa fácil; le gustaba la
conversación, muy fluida la suya, muy amable, muy amistosa, muy
de mano sobre mano, de corazón a corazón; era un hombre que iba
realizando la inmensidad de su obra con esa perfecta sencillez de
la gente que sabe, de la gente que domina una disciplina, de la gente
que está llevada por un impulso, por un objetivo fuera de lo corrien-te
y de lo habitual.
Don Agustín tuvo muy pronto su vida resuelta como catedrático
numerario de la Universidad de Madrid. Cuando la llamada Guerra
Civil española hizo que el mundo liberal se viese obligado a dejar la
Península, don Agustín no vaciló un instante y se fue a México donde
pasó trece años ocupado en tareas literarias y docentes con entusias-mo
casi infantil, pero con muy poco éxito pecuniario. Me contaba
él que era difícil llegar al día 30 con todos los compromisos atendi-dos.
En esas circunstancias, en algún momento se produce un hecho
que probablemente no es conocido por muchos de ustedes: estando
en Venezuela una discípula muy querida de don Agustín, María Te-resa
Bermejo, profesora de Paleografía, se planteó la famosa polé-mica
de los documentos apócrifos que el señor Colombres Mármol
inventó para desfigurar la historia de las relaciones de Bolívar con
San Martín, falsificando evidentísimamente en el Perú, una serie de
documentos sobre papeles viejos para montar una teoría que desme-recía
de la nobleza de conducta y de la altura de miras de El Liber-tador.
La campaña de reivindicación del buen nombre de Bolívar
la llevaba el doctor Vicente Lecuna con un empeño, como si fuera
de vida o muerte para él. Recuerdo que en una reunión en casa del
doctor Lecuna, María Teresa Bermejo le mencionó la existencia de
don Agustín Millares Carlo, y lo puso en contacto con él para pedirle
un dictamen sobre la autenticidad de la caligrafía y de las firmas de
los documentos en discusión. El dictamen de don Agustín, como
todos los suyos, fue un diagnóstico perfecto que no dejó resquicios,
demostrando mediante la comparación de firmas auténticas que había
habido una burda adulteración. Esto arruinó las pretensiones de Co-lombres
Mármol hasta el punto de que la propia Academia Argentina
tuvo que reconocer el carácter apócrifo de los documentos.
Poco después, don Agustín se animó a venir a Venezuela. En
aquel momento, el doctor José Domingo Leonardi, boconés y hombre
de autoridad, era el rector de la Universidad del Zulia. En seguida
le invitó a formar parte del cuerpo de profesores de la Facultad de
Humanidades de su Universidad. Don Agustín se trasladó a Mara-caibo
y se encantó con el medio; se encantó con el trabajo; luego
trajo a Carlos Sánchez Díaz y a otros para formar ese equipo admi-rable
de su Facultad. Quiero subrayar el sentido de lealtad eii don
Agustín Millares, quien a pesar de las reiteradas instancias para que
viniese a Caracas a incorporarse en la Universidad Central, inclusive
con ventajas de todo orden, prefirió quedarse en el Zulia, en su tarea,
hasta que se le concedió el permiso de profesor investigador, ya muy
mayor, ya muy cumplidos los setenta años. Se trasladó a sus añoradas
Islas Canarias para dirigir el programa cultural del Museo Canario,
en cuya labor murió. Recuerdo haber estado con él un año antes
de su deceso, en la Casa de Colón, en Las Palmas. Yo iba a dar una
conferencia y me presentó ante el auditorio, ya arrastrando los pies;
se le veía decadente y deteriorado pero muy clara su cabeza, muy
espléndido su razonamiento. Después, en la última de sus cartas,
escrita poco antes de morir, me decía: «Voy a la Biblioteca Nacional
invitado por Domingo Miliani, para organizar la riqueza de los libros
del siglo XVI que la Biblioteca Nacional posee». La añoranza de
don Agustín por Venezuela fue constante y emotiva hasta el último
momento. Ese hombre, esa figura, que venía con ese increíble por-tafolio~
que pesaba como media tonelada, con papeles revueltos para
los demás, ordenados para él, hizo en Venezuela no tan sólo el apor-te
a una Escuela como la de la Facultad de Humanidades de la Uni-versidad
del Zulia, sino que además hizo una serie de trabajos que
son modélicos: las bibliografías de los incunables de la Academia
Nacional de la Historia; los libros preciosos que tiene José Rafael
Fortique en el Zulia; los libros de Mérida; el estudio sobre la bi-bliografía
y documentación de los archivos en Hispanoamérica y par-ticularmente
en Venezuela; la documentación del Registro Principal
del Zulia; el curso de Archivología que dictó en el Archivo Nacional
en 1961 para celebrar el sesquicentenario de la independencia, etcé-tera,
etc.
Este hombre se volcaba con esa llaneza, con esa simplicidad del
hombre de talento, del hombre esencialmente bueno -en el sentido
machadiano de la palabra-, buscando comunicar, buscando partici-par
a los demás ese encanto de «la beatería de la cultura*, en un
oficio aparentemente árido, aparentemente poco brillante, como es
el trabajo de la ordenación del capital cultural del país. Don Agustín
Millares -repito- sin necesidad de computadores y sin necesidad
de normalizaciones, llevó a cabo una obra que cualquier persona que
se dedique a esta profesión del libro debe verla como diana, como
objetivo y como finalidad principal. El trabajo bibliográfico reside
más en la actitud con que el trabajador emprenda una obra, que no
en el mecanismo. Oyendo a José Luis Peniza ahora clamar por la uni-ficación
y la computarización, pienso que eso es útil y muy impor-tante,
pero lo que no debemos es detenernos en esqueletos; hay que
buscar la carne, el alma, y la sangre en circulación del cuerpo al que
pertenece ese esqueleto. Esto es lo que Agustín Millares Carlo está
enseñando en cada línea de sus escritos; esto es lo que yo creo que
debo decir esta tarde, cuando esa pléyade de bibliógrafos que es tan
difícil ver reunida se encuentra convocada acá, en el salón Caracas
del hotel Avila.
Le pedí a Domingo Miliani y a Iraset Páez que me dejaran un
resquicio para dar mi testimonio, que no tiene mayor autoridad que
la de mis años, respecto a lo que don Agustín Millares ha significado
para varias generaciones en la península española, en México, en
Venezuela y donde se hable español. Don Agustín es el maestro, y
como maestro es hombre que contagia la devoción, el entusiasmo,
lo que Ortega y Gasset llama la mencionada «beatería de la cultura)).
Como esas viejas creyentes que van a las seis de la mañana de cada
día a misa y que están encandiladas y seguras en su creencia, en el
fondo es el mismo sentimiento con que puede encararse un tema de
cultura, y cuando uno lo vive, yo les aseguro -alguna vez lo he sen-tido-
que es un motivo de felicidad; uno se olvida de los chismes
del vecino, de los enemigos, de si gana más o gana menos, porque
está al servicio de algo superior. Nosotros pasamos por este mundo
habiendo escogido un oficio poco remunerador y poco estimado en
nuestras sociedades. Si ustedes hiciesen poesía en vez de catalogar,
hacer fichas y ordenar bibliografías, serían más famosos; si hiciesen
novelas un poco pornográficas serían más famosos todavía; y serían
más famosos aún si hubiesen escogido el oficio de bailarines. Enton-ces
si hemos adoptado una profesión que radica fundamentalmente
en el goce que uno tiene en el trabajo, yo les digo que el mejor mo-delo
que podemos tener es el de don Agustín Millares Carlo. La
desaparición del tipo humano que representa don Agustín, yo la atri-buyo
a la computación. El computador tiene el principal defecto de
funcionar cuando se le pregunta bien; es decir, si se le pregunta mal
contestará mal siempre, pero si se le pregunta bien contestará bien
siempre; y esto da la confianza de tener un procedimiento para que
nos conteste bien y nos olvidemos de nuestras responsabilidades.
Piensen ustedes, por ejemplo la significación que tiene el mundo
griego en el ámbito de la cultura occidental, un pueblo en donde no
había libros, en donde era necesario ir a escuchar a los maestros y
formar el capital de conocimientos propios dentro de uno mismo.
El volumen mental y cultural de los hombres que para aprender han
de asimilar el conocimiento es muy superior, aunque sea menos prác-tico
y menos eficaz que la computación y el botoncito mágico. Una
vez en la Universidad de Northwestern le mandé a preguntar al di-rector
qué había de determinado tema; tocó un botón y a los diez
minutos me dieron un libro hecho, terminado, con la constancia de
dónde estaban los materiales, en qué universidad, qué páginas fal-taban,
si había dedicatorias. Era una cosa completa; era un trabajo
personal de meses hecho en diez minutos. Efectivamente, la compu-tación
es un método práctico; sin embargo, sigo sosteniendo que
nosotros tenemos que trabajar a lápiz y por los dos cabos: escribien-do
y borrando hasta que encontremos la satisfacción, del mismo modo
que se busca una novia: hablando, comprobando, mirando, analizan-do.
Me parece que ello tiene que ser nuestro destino y nuestra obli-gación.
Don Agustín, en medio de la bonhomía y la parsimonia con que
él andaba, con ese comportamiento tan sencillamente humano, era
un hombre que llevaba en su alma la devoción por el mundo que
habla castellano. El sentía que los países de habla castellana si se
integraran en franca cooperación podrían hacer un aporte extraor-dinario
a este universo desvencijado y deteriorado que estamos pre-senciando.
El mundo de las grandes potencias, el de las armas, el
del dinero, el del que hace subir y bajar la inflación, pertenece a los
poderosos; pero nosotros podemos aportar algo más, que es el ám-bito
del sentimiento, del razonamiento y de la buena voluntad. Las
Islas Canarias se sienten orgullosas por la fama y el valor universales
de don Agustín Millares Carlo. Al morir le han dedicado un semi-nario
que lleva su nombre, y ya se han publicado dos tomos mono-gráficos
en su honor. Se espera que se continúe en una empresa per-manente
y sin límites.
Don Agustín sintió la tentación de la poesía y escribió un soneto
de reflexión ante el orbe descompuesto, al que quizás desde el punto
de vista de la preceptiva podríamos encontrarle pelillos y algún en-decasílabo
que no es del todo perfecto, pero como manifestación
poética es encantador, sobre todo si tomamos en cuenta la esencia
de la sabiduría que poseía don Agustín. Esto prueba que aunque nos
dediquemos a este oficio no nos perjudica ni disminuye la sensibili-dad.
Yo creo que una bibliografía bien hecha es una muestra de
inteligencia y de sensibilidad; no es trabajo de arrieros; no es trabajo
de carpintería solamente; puede ser tan inteligente un trabajo biblio-gráfico
como puede serlo la resolución de un teorema o la creación
de un cuento bien narrado. En general, nuestro oficio tiene poco apre-
cio público. El público piensa que los bibliógrafos somos una especie
de semidesgraciados, gente que no alcanza para más y que por tanto
se detienen, como en la ley de Peters, donde pueden llegar: hacer
una labor de poco más o menos. Parte de la culpa la tenemos noso-tros.
Si nosotros queremos que nuestra profesión tenga crédito y pres-tigio
debemos meterle el hombro, sacar obras y rendir utilidad a
nuestras comunidades. Parte de la culpa -decíamos- la tenemos
nosotros, porque este es un oficio que ha sido poco cultivado, por
un lado; y, por otro, porque generalmente los pueblos que hablan
castellano no se distinguen por la perseverancia. El ejemplo de con-tinuidad
lo tenemos acá en Angel Raúl Villasana, quien al proponerse
llevar a cabo su obra monumental sobre la bibliografía literaria ve-nezolana
hasta 1950, cogió sus macundales, se fue a las Canarias,
se encerró allá, y regresó al país con los tomos terminados.
Si ustedes, con buena voluntad, piensan en un ejemplo como
Agustín Millares Carlo y se lo meten en el corazón y en la mente como
programa de vida -prescindiendo de la normalización y de todas
sus secuencias- este encuentro habrá sido útil.