EL ARTE DEL CARIBE
Y LA ALEGORÍA DEL
ELEGGUÁ
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JOSÉ MANUEL NOCEDA FERNÁNDEZ
En 1979 el historiador y crítico de arte brasileño Federico Moráis
publicó un texto hoy antológico sobre la ideología de las
bienales internacionales, y la subsiguiente exclusión, por aquel
entonces, del arte latinoamericano y caribeño en los grandes
eventos con base, fundamentalmente, en los centros metropolitanos
[I]. Las circunstancias y experiencias que dieron pie al
ensayo ya no son las mismas; el contexto planetario se modifica,
al menos en un alarde centrífugo estratégico implementado
por los ejes de poder, con la intensificación del acceso a los circuitos
de difusión y circulación de aquellas producciones tenidas
como subalternas. Las viejas y, sobre todo, las nuevas bienales
multiplicadas por toda la geografía mundial, o las macro-exposiciones
temáticas, esgrimen ahora el concepto del multi-cuhuralismo
o la pluralidad de expresiones y abren, en ocasiones
sospechosamente, sus brazos a los ardstas del Sur. Se muestra
especial inclinación hacia la mirada del "otro" en tanto reemplazamiento
ideo-estético de la hegemonía, y no precisamente
para expiar la culpa de tantos años de desdén hacia las
periferias culturales. Por eso, Gerardo Mosquera sugiere mucha
suspicacia al asumir este espíritu de apertura y tolerancia
de nueva generación. "El pluralismo puede ser una prisión sm
muros", decía el crítico cubano.
Me remití en los inicios a las palabras de Moráis, porque
me ubican en momentos de una marginación feroz para la visualidad
caribeña, que apenas ahora, en el decenio de los 90,
comienza a ser tímidamente desbancada. Su ensayo ofrecía una
detallada disección -con estadísticas incluidas-, de los principios
de comisariado, de selección y premiación, generados en
los grandes santuarios de la promoción del arte: la Documenta
de Kassel, las Bienales de Venecia, la Bienal de París y la Bienal
Internacional de Sao Paulo. En los tres primeros casos figuraban
contados nombres caribeños entre las nóminas de participación.
Para la Bienal Internacional de Sao Paulo, amplificadora
en el hemisferio occidental de la misma ideología implantada
por las principales muestras internacionales que le antecedieron,
la función de la América Latina fue "... casi siempre la
de tapa-huecos -engordar la estadística de participaciones extranjeras.
Para eso funcionan muy bien los países como Antillas
Holandesas (seis participantes). Barbados (1), El Salvador
(5), Guyana Inglesa (2), Haití (8), Honduras (2), Jamaica (1),
Nicaragua (6), Panamá (6), República Dominicana (7), Trinidad
y Tobago (6)..." [2].
Esta situación se prolonga a otras exposiciones dentro y
fuera del hemisferio, cuando funcionan mecanismos de jerar-quización
y estratificación asfixiantes. No es de extrañar que
Arte Fantástico Latinoamericano, paradójicamente tan familiarizada
con una de las facetas más exlotadas en el Caribe, abriera
sus puertas sólo a Lam, Arnaldo Roche o José Bedia. O que
Los Magos de la Tierra, también a tono con conceptos muy esgrimidos
a la hora de definir o encasillar el espíritu caribeño,
fuera mucho más "exclusivista". Omisiones aparte, la plástica
se desenvolvió, precisamente, dentro de los predios de ciertos
enfoques muy próximos al implementado por el perfil de Arte
Fantástico..., que la etiqueteó en propuestas centradas en la mitología
afrocaribeña, en lo real maravilloso o en el realismo
mágico, definiendo una línea particular de creación basada en
el "culto" o la reinterpretación de los aparatos míticos, cosmogónicos
y filosóficos del África ancestral, que puso al arte del
Caribe entre el mito -la espada- y la pared. La crítica le sacó
lascas al asunto, provocando una carrera hacia lo mitológico,
que se entroncaba con el síndrome de la identidad, y estuvo
condicionada en su momento por imperativos de mercado.
Históricamente, el Caribe prolonga la fragmentación
geo-política y lingüístico-cultural al ámbito de las conexiones
interregionales. Ese aislamiento salta a la vista al analizar los esfuerzos
promocionales de sus artes. Luego de Arte del Golfo y
del Caribe, organizada en 1956 por el Museo de Bellas Artes de
Houston [3], quizás pionera en cuanto a su proyección colectiva,
la región se hundió en proyectos pequeños y poco ambiciosos
que promovieron sobre todo exposiciones individuales.
Raúl Recio (Rep. Dominicana), Barcos de papel sobre el Caribe, 1994.
Instalación (detalle).
.100
Alida Martínez (Aruba), Move mi sero, 1994. Pintura sobre cajas de madera.
muestras grupales o intercambios bilaterales de artistas y exposiciones
-supeditados por lo regular al cordón umbilical de la
metrópoli-, que, a fin de cuentas, reforzaban las nociones de
insularidad o la dispersión geográfica que contiene a algunos
territorios continentales.
El Caribe exhibe hoy día una vigorosa producción visual
desconocida virtualmente fiaera de la región. Figuras aisladas
como Wifi-edo Lam, Hervé Télémaque, Peter Minshall, o los
movimientos de la pintura popular haitiana, o del arte intuitivo
de Jamaica, gozan de mayor fortuna, y de hecho se convierten
en paradigmas de una realidad que, al parecer, no existe
más allá de ellos. Entonces, las apreciaciones de Waldemar Ja-nuszczak:
"... el mundo occidental vive en perpetua ignorancia
sobre la pintura producida por las Indias Occidentales. Hay sólo
pedazos del arte del Caribe - n o más", tenía los visos de una
predicción no superada [4]. Esto explica, por ejemplo, que halla
que esperar a 1986 para que se exhiba Carihbean ArtNow, la
primera muestra de arte contemporáneo del Caribe anglófono
auspiciada por el Commonwealth Institute, en Londres, o a
que, en 1989, el Stedelijk Museum de Amsterdam prepare Bi-da
y Coló, con obras de 27 artistas de Antillas Holandesas.
Sin embargo, iniciativas puntuales subvierten las reglas
del juego desde los mismos años 80. A manera de contracorriente,
algunos proyectos con marcado énfasis contestatario o
alternativo vulneran, en ocasiones, la presión de los centros, estremecen
desde Occidente los esquemas de polaridad, y las exclusiones.
Pongo como testimonio Al Sur del Mundo, La Otra
Historia u Otro País. Escalas Africanas, muestras devenidas espacios
difusores mucho más coherentes de los artistas de las
Antillas, Guyana, la Guyana Francesa o Surinam. En 1992 aparece
1492-1992, Un Nouveau Régard Sur le Caraíbe, una enjun-diosa
mirada al Caribe comisariada desde Francia (Espace Car-peaux),
a raíz de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento
y Evangelización del Nuevo Mundo.
En 1990, el International Trade Center, Cura(;:ao, sirve de
sede a Gala de Arte, con creadores de Aruba, Curasao, Surinam,
St. Martin, Santa Lucía, o de origen francés y holandés residentes
en esos territorios. Dos años después, en 1992, florecen
dos iniciativas puntuales para la región. Me refiero a la Bienal
de Pintura del Caribe y Centroamérica de Santo Domingo y
a Carib Art, una exposición colectiva con base en Curasao, que
abarcaron de un solo golpe un extenso pero controvertido abanico
de preferencias temáticas, tendencias, estilos, expresiones
y artistas. Las artes visuales, históricamente relegadas, parecían
acceder de repente al ansiado espacio propio de difusión, en
ese empeño por construir el "destino comiin del Caribe" [5].
La realidad cubrió con el velo de la incertidumbre la eficacia
cultural de estas dos proposiciones.
Carib Art, un proyecto de la Comisión Nacional de la
UNESCO de las Antillas Holandesas, cursó invitaciones a 35
países de la región. Su filosofía otorgaba una oportunidad
equitativa de participación para cada país -una cuota máxima
de cinco obras-, e incluía el recorrido itinerante de la muestra
original y otra de reproducciones por el Caribe y Europa. La
concepción de Carib Art lastraba un viejo axioma al afirmar
que "el uso de colores llamativos constituye una de las más importantes
características de los artistas" [6], reafirmando así un
sombrío y muy dañino estereotipo; un falso tipicismo, ante el
cual la región queda mal parada.
Santo Domingo hacía presuponer mejor augurio. Más
allá del handicap de surgir como apéndice de toda la fanfarria
pro Quinto Centenario instrumentada por el gobierno del entonces
presidente Joaquín Balaguer -la Bienal se fundamenta
en el decreto Niim. 171-91, tenía su génesis en el Caribe mismo,
en la isla con mayor tradición de bienales nacionales en las
Antillas. El evento abarcaba toda la cuenca y, como Carib Art,
los invitados estarían en una supuesta igualdad de condiciones
al poder enviar entre seis y doce artistas. Después de tres ediciones
la bienal dejó entrever sus serias contradicciones y sus limitaciones.
Su concepción demasiado tradicional trasluce un
mal de raíz, está más próxima al aura de aquellos salones ubicados
en el Salón Carré del Louvre a mediados del siglo XIX,
donde todo entraba, y que, como expresara Francisco Calvo
Serraller, provocaron una fractura entre artistas, ptiblico y crítica,
que a las operatorias contemporáneas afines.
Para devenir una opción de interpretación plural desde
adentro, la tribuna de encuentro y revisión sistemática del acontecer
visual tan reclamada, Quisqueya necesita corregir sus presupuestos
de comisariado y de selección; abandonar falsos anhelos
de masividad e igualitarismo que a la larga refuerzan las
desproporciones históricas abismales entre los territorios poseedores
de una tradición tangible -México, Venezuela, Colombia,
Cuba, Jamaica-, y los pequeños enclaves con una progresión
en ciernes-Antigua, Aruba, Barbados, Bermudas, Curasao,
Granada-, y no temer, por tanto, a las restricciones de asistencia
cuando sea insostenible un envío numeroso; unificar los criterios
de selección de los comisarios nacionales con las aspiraciones
del equipo de la bienal para evitar la anarquía de micro-selecciones
sin un principio articulador; cuestíonar el papel de
premios y jurados que, como en la última edición, pudieron
funcionar con mayor acierto; perfilar mejor los intereses temáticos
de cada cita; debe remover la obsolescente museografía por
países y salvar las incongruencias planteadas por la unificación
de contextos con fisonomías culturales propias, como el istmo
centroamericano, el Caribe continental y el arco de las Antillas.
Las complejidades que Santo Domingo no ha podido resolver
se observaron de modo diferente en Caribbean Viswn,
1995. Exhibida en el Center for the Fine Arts de Miami, Florida,
fue el émulo de las grandes exhibiciones del arte latinoamericano
comisariadas en suelo norteamericano, y pretendió
ser la primera gran muestra colectiva del Caribe. Su catálogo
venía acreditado por los textos de Derek Walcott, Peter Mins-hall,
Shifra Goldman y Rex Nettleford. Francine Birbragher señaló
los desatinos de Caribbean Vistan a partir de una made-cuada
definición del Caribe en términos geo-culturales. "Según
el ensayo introductorio del catálogo, expresaba Birbragher, el
Caribe incluye dieciséis países independientes, cinco colonias
británicas, una república o 'commonwealth', un territorio estadounidense
y seis miembros semiautónomos de los Países
Bajos (Kurlansky, 1992). En otra definición, se incluyen además
los países de Centro y Suramérica que bordean el Mar Caribe
o el Océano Atlántico, en la medida en que éstos comparten
con las islas una misma historia colonizadora y una misma
identidad cultural (Lewis C , 1969)". A fin de cuentas, la crítica
concluía en que la selección de las once naciones participantes
no se ceñía a ninguna de las dos definiciones [7].
Catálogo adentro brotan mayores contradicciones. Caribbean
Vision se ciñó a las islas y Guyana. Igualmente, tomo
como base operativa el Caribe anglófono, supongo que a Jamaica,
de ahí que de 56 creadores escogidos, 34 pertenecieran
a ese origen. La exposición también redujo el número de naciones
involucradas. Invitó a Cuba, Puerto Rico, Jamaica, República
Dominicana, Barbados, Haití y Trinidad Tobago, representó
exiguamente a pequeñas islas como St. Thomas y St.
Vicent, e ignoró a Martinica, Guadalupe y al caribe holandés.
Dentro de esa selección hubo a su vez desproporciones injustificadas.
Jamaica aparece beneficiada con 14 plazas, mientras en
Cuba, Puerto Rico y Haití restringen la participación a 6 artistas.
República Dominicana apareció sólo con 4.
Menos explicables resultan los criterios de selección de artistas,
pues en algunos casos se revisó el contexto originario y las
experiencias transterritorializadas, mientras en otros como en
Cuba, por ejemplo, se conformaron sólo con la diáspora, pasando
fatalmente por encima del enjundioso panorama que sobrevive
a todas las contingencias en la mayor de las Antillas.
Una lectura diferente propician Ante América (Cambio de
Foco) Y la Breñal de La Habana. Cambio de Foco, 1991, fue catalogada
por Luis Camnitzer como la primera gran exposición
latinoamericana generada en Latinoamérica. En su esfuerzo ciclópeo
por diseñar un modelo de interpretación intercultural
coherente para la región, de pensar una América "dentro e
una concepción muy flexible, como una formación meta y
multicultural unida, además, por lazos históricos, geográficos,
económicos y sociales", incluyó al Caribe (André Fierre, Haití;
José Bedia, Cuba; Everald Brown y Milton George, Jamaica;
Martín López, República Dominicana...) [8].
La Bienal de La Líabana emerge en 1984 en el firmamento
de las grandes exposiciones como una alternativa tercer-mundista
a las bienales internacionales. Su perfil pronto repercutió
en la percepción global de las producciones visuales del
Sur; propició un cambio hasta entonces inusitado en la proyección
de las artes y los artistas de Asia, África, Medio Oriente,
América Latina y el Caribe. Con ese sentido de laboratorio,
como la bautizó Luis Camnitzer, más que con una vocación
epigonal hacia los eventos establecidos, La Habana se insertó
en los debates sobre la otredad desde la otredad misma, contribuyó
a la aparición de mutaciones en las concepciones y normativas
rectoras de las tensiones entre centro y periferia desde
un emplazamiento francamente subalterno. Ese cónclave dio
espacio a los desplazamientos del arte hacia la sociedad, la política,
la historia, tocando asuntos y problemáticas cuyos zigzags
ideo-estéticos no dan la espalda a las relaciones Norte-Sur
pero ponderan mejor el diálogo Sur-Sur, o la inversión de la lógica
hacia las pulsiones Sur-Norte, lo que intensificó a la larga
las figuras en los discursos de la dominación.
El evento se reveló como experiencia de des-centramien-to
fuera de la preeminencia avasalladora del "euroamericacen-trismo".
Después de La Habana se desata otra ola de bienales,
vendrían Johannesburgo, Kwangju o Estambul, que intentan
sortear el modelo Venecia-Sao Paulo, o Lima, Mercosur, Santo
Domingo, Mesótica, eventos regionales.
La iniciativa cubana fue mucho más provechosa para
ciertas zonas del Tercer Mundo que no tenían nada que perder
y mucho que ganar, como el Caribe [9]. En el Nuevo Mundo
los alcances geoculturales aparecían bien determinados. Norteamérica
era la garante del mainstream; América Latina (léase
Brasil, Argentina, México, Colombia, Venezuela) mantenía
Rene Francisco Rodríguez y Eduardo Ponjuán (Cuba), Stieño, arte y mercado,
1993-94. Instalación, técnica mixta.
una posición de subalternidad con espacios mayoritarios asegurados:
Arte Fantástico Latinoamericano, Indianápolis, 1987;
Hispanic Art in the United States, Museum of Fine Art, Hous-ton,
1987; El Espíritu Latinoamericano. Arte y Artistas en los Estados
Unidos, 1920-1970, The Bronx Museum of the Arts, 1988
(itinerante hasta 1990); Art in Latin America, Yale University
Press, New Haven and London, 1989; Lateinamerikanische
Kunst, Museum Ludwig, Colonia, 1993; Latin American Arts of
the Twentieth Century, The Museum of Modern Art, New
York, 1993. El Caribe era entonces una triste invención desarticulada
por los remanentes coloniales, neocoloniales, postco-loniales
y, por consiguiente, por el acecho de la fragmentación.
El foro de Cuba jamás estableció distinciones denigrantes
para la inclusión caribeña. Una simple ojeada a las estadísticas
de participantes de las seis ediciones precedentes arroja un saldo
de cerca de 390 creadores del Caribe invitados al evento. De
una masividad que alcanzó 141 asistentes en 1984, las nóminas
se reducen ostensiblemente en las tres últimas bienales (21 en
1991; 39 en 1994 y 31 en 1997), respondiendo a las precisiones
lógicas que el perfil comisarial mucho más riguroso impone
con el tiempo. En esas cifras se incluyen maestros consagrados
del área: Mirna Báez, Carlos Irizarri, Antonio Martorell, Jaime
Suárez, David Boxer, Everald Brown, Milton George, Stanley
Greaves, Michel Rovelas, Victor Anicet, Ernest Breleur, Silvano
Lora, Raúl Martínez, Marucha, Mario García Joya, entre otros.
También aparece una generación emergente, sobre todo
a partir de la Cuarta Bienal de La Habana, en 1991, cuyas propuestas
operan como puntos de giro de lenguajes y de temáticas
a favor de una imagen renovadora, desplegada en términos
intertextuales, de hibridación de contenidos y manifestaciones,
con una tesitura problematizadora, de recuperación del sentido
crítico del arte (Andreas Huyssen) que conectan prácticamente
a todo el Caribe: las islas y su porción continental, los
grandes y los pequeños territorios. Me refiero a Osaira Muyale,
Elvis López, Alida Martínez, Glenda Heileger, Aruba; Anna-lee
Davis, Ras Akyem, Ras Ishi, Barbados; Belkis Ayón, Sandra
Ramos, Abel Barroso, Los Carpinteros, Alexis Leyva (Kcho),
Carlos Garaicoa..., Cuba; Yubi Kirindongo, Curasao; Thierry
Alet, Guadalupe; Edouard Duval-Carrié, Mario Benjamín,
Haití; Petrona Morrison, Omari Ra, Laura Facey, Jamaica;
Marc Latamie, Martinica; Pepón Osorio, Anaida Hernández,
Víctor Vázquez, Juan Sánchez, Puerto Rico; Marcos Lora, Raúl
Recio, Martín López, Belkis Ramírez, Tony Capellán, República
Dominicana; Remy Jungerman, Surinam; Chris Cozier,
Trinidad... Resulta curioso cómo estas formulaciones caribeñas
inciden en la percepción de la crítica. En 1994 Wolfgang
Becker, comisario de los museos Ludv^g, demostraba sorpresa
y elogiaba el arte de las Antillas que viera en La Habana, en una
entrevista concedida al rotativo Granma, de la capital cubana.
Con sus aciertos y limitaciones, la Bienal de La Habana
deviene un espacio de promoción apropiado para la visualidad
caribeña; aparece en circunstancias en que ésta no era promo-cionada
más allá de sus propios contornos geográficos. En suelo
cubano, las peculiaridades del arte del Caribe interactúan y
dialogan con producciones de otros contextos. Como resultante
de ese acto defeed-back, hace gala de una mayor apertura, de
un roce más profundo con la contemporaneidad. La Bienal saca
del ghetto regionalista a los artistas caribeños, descarta la cu-banización
del Caribe comentada por Alana Lockward; sustituye
los esquemas perceptivos de color, paisaje y folclor por los
de las identidades procesuales, la "etnicidad y la marginalidad",
en medio de una configuración que trasciende las fronteras nacionales,
regionales, hemisféricas, en favor de una dinámica espiritual
abierta. La reciente muestra Caribe insular. Exclusión,
fragmentación y paraíso vino a arrojar sin dudas luces sobre estos
temas.
Más allá de desaciertos e imperfecciones, los eventos y
exposiciones analizados representan de un modo u otro intentos
de aprehensión y difusión de la realidad visual caribeña,
contribuyendo a que el Caribe sea no sólo el lugar "en donde
las memorias temblorosas de los hombres se encuentran para
confundirse y establecerse", si no la nación posible soñada por
Edouard Glissant. Entre ellas, la Bienal de La Habana actúa como
una suerte de Elegguá, el oricha de la mitología yoruba
dueño de los caminos, el dios que "abre y cierra los caminos y
las puertas". La Habana abre nuevos horizontes al arte del Caribe,
prolonga sus aciertos expresivos en el tejido cultural
mundial.
NOTAS
[ 1 ] Federico Moráis. "Ideología de las bienales internacionales e imperialismo
artístico. En: Artes Plásticas na América Latina: do transe ao transitorio. Ci-viliza9ao
brasileira, Río de Janeiro, 1979, pp. 41-65.
[2] Op. át., pp. 48-49.
[3] Eva Cockroft menciona esta exposición en el ensayo "Los Estados Unidos
y el arte latinoamericano de compromiso social: 1920-1970". En: El Espíritu
Latinoamericano. Arte y artistas en los Estados Unidos. 1929-1970. The
Bronx Museum of the Arts, Nueva York, 1988, p. 202.
[4] Waldemar Januszczak. Citado por Enma Wallace en Caribbean Art Now,
Londres, Commonwealth Institute, 1986, p. 5.
[5] En 1992 publiqué el artículo "El Caribe a la vista". Ventana. Listín Diario,
Santo Domingo, 11 de octubre de 1992, p. 2, donde valoraba con optimismo
el rol que podría desempeñar la Bienal de pintura del Caribe y Centro-américa,
a las puertas de su segunda edición. En el mismo expresaba que
esa iniciativa se unía a otras precedentes en el campo de la cultura como los
Carisfesta, las gestiones promotoras de Casa de las Américas o los Festivales
del Caribe de Santiago de Cuba.
[6] Proyecto Carib Art, p. 4.
[7] Francine Birbragher. "Visiones caribeñas. Pintura y escultura contemporánea".
ArtNexus, Bogotá, n» 19, enero-marzo de 1996, p. 100.
[8] Gerardo Mosquera, Carolina Ponce de León, Rachel Weiss. "Presentación".
Ante América, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, 1991, p. 10.
[9] En 1986, la Segunda Bienal de La Habana dedicó su simposio internacional
a la Plástica del Caribe, con ponentes como Robert Farris Thompson,
Gerardo Mosquera, Juan Acha, Rita Eder, Yolanda Wood, Adelaida de
Juan y Denis Williams, entre otros.